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INSTITUCIONES ROTAS

SEPARACIÓN DE PODERES,
CLIENTELISMO
Y PARTIDOS EN ESPAÑA

Rafael Jiménez Asensio


Instituciones rotas
SEPARACIÓN DE PODERES,
CLIENTELISMO
Y PARTIDOS EN ESPAÑA
Rafael JIMÉNEZ ASENSIO

Instituciones rotas
SEPARACIÓN DE PODERES,
CLIENTELISMO
Y PARTIDOS EN ESPAÑA
© Rafael Jiménez Asensio

Estvdio Sector Público SLPU


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Distribución: Elkar (liburuak.banaketa@elkar.eus)

Imagen de portada: Fernando Escorza Muñoz

ISBN: 978-84-09-55530-7
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esta Obra, precisará de la oportuna autorización, que será concedida por
CEDRO mediante licencia dentro de los límites establecidos en ella.
A Aníbal Vázquez, alcalde de Mieres, in memoriam.
Un ejemplo de dedicación, cercanía
y pleno compromiso con los vecinos.
Magnífico político y excelente persona.
“Tomar partido ha sustituido a la obliga-
ción de pensar”.
(Simone Weil)

“Las buenas instituciones realizan y man-


tienen las mejores ideas que un individuo,
sea quien fuere, solo puede poner en obra de
modo pasajero”.
(Madame de Stäel)

“¡Es que todas esas instituciones que de


analizar acabamos son papel pintado, con
paisajes del sistema parlamentario, y el ca-
ciquismo, la verdadera pared maestra a cal
y canto, bárbara fábrica de nuestro habitá-
culo gubernamental!”.
(Macías Picavea)
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN: Enfoque del presente ensayo................... 11


I. Separar los poderes para frenar sus abusos....................... 19
1. ¿División o equilibrio?............................................... 19
2. La mutación del principio de separación de poderes. 24
3. España: dando la espalda a Montesquieu.................. 29
II. Caciquismo, clientelismo y corporativismo..................... 35
1. ¿Qué es el clientelismo político?............................... 35
2. Clientelismo político y el fracaso del Estado Liberal
en España................................................................... 39
3. El “Cirujano de hierro” o la búsqueda del atajo auto-
ritario.......................................................................... 54
4. El corporativismo echa raíces.................................... 58
III. Partidos e Instituciones: su proyección en España........... 73
1. El parto de la criatura................................................. 73
2. Despertando el apetito de un poder creciente............ 75
3. Los dueños del Estado............................................... 83
3.1. Partidos y selección de cargos públicos............. 83
3.2. Partidos y alta Administración........................... 92
3.4. Partidos adosados al Estado y deterioro institu-
cional.................................................................. 102
IV. España, ¿un Estado clientelar de partidos?...................... 113

EPÍLOGO: Instituciones rotas versus Instituciones sólidas...... 121

BIBLIOGRAFÍA..................................................................... 131
“Muerta la notabilidad, acceden las medianías”.
Mariano José de Larra,
“Cuasi pesadilla política”

introducción:
Enfoque del presente ensayo

Este libro trata de poner de relieve, en primer lugar, la


mala comprensión que en este país se ha tenido tradicional-
mente del principio de separación de poderes como nervio
de un Estado Liberal, que apenas se terminó conformando
en España antes de 1978, y que en los últimos años corre
el riesgo de desmoronarse en sus débiles cimientos. A esa
debilidad de la arquitectura constitucional e institucional se
le añade, en efecto, el arraigo cada vez más intenso que en
nuestro país tuvo del clientelismo político, como heredero
de las prácticas propias del caciquismo decimonónico, que
se agudiza conforme los partidos dejan de ser agrupaciones
de notables para transformarse gradualmente en organiza-
ciones de masas; y acabar siendo, hoy en día, partidos de
cargos públicos. Esa tendencia clientelar se entrevera con
una fuerte irrupción de un corporativismo, que encontrará
refugio en las dos dictaduras, y llegará hasta nuestros días.
La tensión clientelismo/corporativismo sigue marcando has-
ta cierto punto la vida política y administrativa de España.
12 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

Nadie duda de la trascendencia de los partidos en el fun-


cionamiento actual de las democracias occidentales, pero
empiezan a mostrarse sombras evidentes de degeneración
de su tradicional papel. Este proceso es particularmente
alarmante en España, puesto que las prácticas clientelares
han arraigado con fuerza hasta echar raíces profundas, al-
canzando en buena medida a la totalidad de las instituciones
políticas (no solo las representativas y gubernamentales,
que son su espacio natural de despliegue) sino adentrándose
en los altos cargos judiciales (y fiscales), en la alta Admi-
nistración y en las instituciones de control.
Este ensayo ofrece elementos para comprender cabal-
mente el proceso de ocupación partidista de las institucio-
nes en España. Este maltrato político hacia las instituciones
en nuestro país deriva de una falta de cultura institucional,
de una mala construcción del Estado Liberal sin articular
pesos y contrapesos del poder; pero asimismo de ese mal
secular que es la concepción patrimonial de lo público que
la política y los partidos han tenido siempre en este país.
Lo que está detrás de esa pésima comprensión de la
división de poderes o del sistema de pesos y contrapesos,
así como del clientelismo más voraz y hasta cierto punto
endémico, por no hablar de la preeminencia de unos par-
tidos políticos que se mueven en clave endogámica y que
comienzan a ser más el problema que la solución, es un
enorme deterioro institucional que se viene produciendo en
nuestro país desde hace años, pero que parece acrecentarse
conforme el tiempo pasa, pudiéndose afirmar que nos en-
contramos en uno de los peores momentos de ese ya largo
proceso de deterioro.
Las instituciones nunca han sido apreciadas en España.
Múltiples hechos de nuestro curso histórico así lo avalan.
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 13

Desde el poder político y desde los propios partidos, las


instituciones están siendo cada vez con mayor intensidad
objeto de conquista y control, de apropiación partidista gro-
sera. La (mala) política lo infecta todo. Para la ciudadanía,
tales actitudes hacen crecer la desconfianza. La confianza
es un intangible; muy difícil de construir, muy fácil de per-
der. Y, como es obvio, algo serio ocurre, como ha sido per-
fectamente descrito por los sociólogos Lamo de Espinosa y
Díez Nicolás: la desafección ciudadana hacia los políticos
y la política adquiere cotas enormes en estos momentos.
La seriedad del problema enunciado es, por tanto, más que
evidente, y se manifiesta también en el creciente descré-
dito de los políticos, que arrastra asimismo el fracaso de
la propia política, frecuentada en estos momentos por una
amplia nómina de personas que no han hecho otra cosa en
la vida (o quienes la hicieron, ya lo han olvidado) que vivir
de la política en sus cómodas poltronas públicas giratorias
habilitadas al efecto. Así, por ejemplo, los cuatro líderes
políticos de las principales formaciones nacionales llevan
décadas viviendo de la política; lo mismo puede decirse de
casi todos los líderes territoriales. Toda esa amplia nómina
de “políticos profesionales” está enchufada al presupuesto
que, como dijo mi venerado Galdós, se convierte, así, en
“la forma numérica del restaurante nacional” (según expuso
gráficamente el autor canario en su novela La desheredada).
Tal como reconociera Emerson, “una institución es la
sombra alargada de un hombre”. Si la persona carece en el
ejercicio de sus funciones de sentido institucional y obedece
en sus actuaciones cotidianas a patrones clientelares o es mera
correa de transmisión del partido que le aupó a tales cargos,
la erosión de la confianza será inmediata e irreparable. La
ciudadanía lo percibe, lo visualiza y se indigna, aunque pron-
to lo olvide; pues son tantos los desmanes que trabajo cuesta
14 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

retener lo que se hizo y quién lo hizo. La memoria es frágil,


y el periodismo de investigación prácticamente inexistente.
Tan solo artículos de corte académico, que prácticamente
nadie lee, se hacen eco de la cada día más acusada degrada-
ción institucional. En España la idea fuerza de instituciones
sólidas (ODS 16), como premisa del desarrollo sostenible y
de la propia Agenda 2030, ha sido tomada por los partidos
políticos como una suerte de broma o, todo lo más, como un
elemento decorativo de sus propios discursos.
Además, a la mediocridad pasmosa de nuestros lideraz-
gos políticos se une ahora la escasa (en algunos casos nula)
sensibilidad institucional de nuestros gobernantes. El poco
aprecio, cuando no desprecio, por las instituciones es un
mal endémico y dice muy poco de este país y de sus políti-
cos y gobernantes. Hugh Heclo ya advirtió que “los fallos
institucionales –y la desconfianza que generan– son con-
secuencia de que las personas no logran estar a la altura de
las expectativas que se atribuyen legítimamente a sus pues-
tos de responsabilidad». Así concluía: «Cuando fallan las
instituciones, quienes fallan en realidad son seres humanos
de carne y hueso, y no unas abstracciones mentales”1. Si
los cargos institucionales son marionetas (como de hecho
muchas veces lo son) de los partidos que les propusieron,
habrá que convenir que el mal tiene difícil remedio, por no
concluir más tajantemente que no tiene ninguno.
En realidad, el deterioro y degradación institucional que
vive España se remonta en el tiempo. Es obvio que ese pro-
fundo desgarro institucional procede de una concepción del
clientelismo más añejo reconvertido ahora en un poder om-
nímodo de los partidos políticos en España, que han cerrado

1
H. Heclo. H. (2010): Pensar institucionalmente, Paidós.
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el círculo histórico del caciquismo, el amiguismo, el favo-


ritismo y el nepotismo a través de la consagración fáctica
de lo que se puede calificar, así se hace en este libro, como
un Estado clientelar de partidos cada día más asfixiante y
menos efectivo. La vieja fórmula de procedencia alemana
del “Estado de partidos”, que se acuña en el período de En-
treguerras, se adorna en España con una pesada y densa pre-
sencia del clientelismo político, que ha ido creciendo –en
vez de disminuir– conforme la Constitución de 1978 ha ido
adquiriendo más edad.
Es imposible entender de otro modo esa lógica perversa
de ocupación desenfadada e intensiva de la alta Administra-
ción (sea estatal, autonómica o local) por la política de tur-
no, fuente de prebendas sinfín en forma de cargos, empleos,
contratos, subvenciones o ayudas a sus potenciales clientes
políticos y amigos del poder, empresas también «amigas»,
consultorías o despachos profesionales afines o, en fin, a los
siempre ansiados votantes potenciales a quienes se pretende
estimular su opción del sufragio con generosas partidas de
gasto público en la mano. Después de un proceso electo-
ral, cada nuevo gobierno (y eso se ha vivido con énfasis
devastador en varias comunidades autónomas y gobiernos
locales recientemente) comienza a escribir la página de sus
políticas públicas en una hoja en blanco, con nueva nómina
de cargos directivos, que –con excepciones contadas– son
amateurs osados de la dirección pública y que muy poco o
nada saben de lo que han de gestionar. No hay continuidad
institucional, y menos aún visión estratégica. La política ac-
tual está ayuna de tales mimbres.
Lo mismo ocurre, también con dramáticas consecuen-
cias, cuando de cubrir las instituciones de control del poder
se trata, tanto en el ámbito estatal como en el autonómi-
co, con la gravedad que en este último caso comporta que
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quienes deben controlar el poder son situados en posiciones


institucionales para ser amables con el gobierno de turno
o puntales de la oposición política correspondiente. Pierre
Rosanvallon expuso en su día (2010: 135) que quienes eran
designados para formar parte de órganos de control del po-
der tenían que manifestar en sus actuaciones un deber de
ingratitud hacia quienes les han designado, pues la esencia
de su función radica en ello: en ser imparciales, además de
parecerlo. Sin embargo, en España se nombran miembros
de esas instituciones de control del poder y autoridades in-
dependientes o reguladoras a personas que en el ejercicio
de sus funciones acreditarán una y mil veces un deber de
gratitud a quienes les han designado, incluso en no pocas
ocasiones ya se designa sin rubor alguno a militantes de par-
tidos políticos o ex altos cargos institucionales. Y así nunca
pueden funcionar los frenos del poder ni los contrapesos ne-
cesarios en un Estado Constitucional, lo que conduce dere-
chamente a su negación y a su ruina.
El proceso de profunda politización que han sufrido
las instituciones de control del poder en España, ha sido
especialmente acentuado a partir de las dos últimas déca-
das y más creciente con el paso de los años. Los partidos
actualmente ya solo buscan fieles peones que sean compla-
cientes con el poder o con la oposición, según los casos; y
la búsqueda de este tipo de perfiles lleva a que los benefi-
ciados por tales nombramientos tengan una especie de au-
rea mediocritas de la que se pavonean frotándose los ojos
al darse cuenta de lo alto que han llegado en el ejercicio
de responsabilidades públicas, que necesariamente impac-
ta en sus desempeños institucionales respectivos; cargos
por los que cobrarán un estipendio bastante superior, en
buena parte de los casos, al del presidente del Gobierno.
Poltronas de oro y muy ansiadas, no se olvide este dato. En
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una significativa parte, al menos en los últimos años, los


designados son personas que por sus marcados perfiles po-
líticos derivados de sus propias trayectorias o por su cuali-
ficación profesional o académica no son precisamente los
más idóneos para ocupar tales cargos institucionales, pues
a su condición resultan ajenas en muchos casos las notas
de imparcialidad y profesionalidad que deben ser domi-
nantes en esos cargos institucionales. Sin duda esto no era
así antaño; al menos en las primeras décadas de vigencia
del sistema constitucional de 1978, pues quienes cubrían
esos cargos institucionales eran, por lo común, personas de
prestigio académico o profesional en sus respectivos ám-
bitos. Y este declive manifiesto en tales perfiles, muestra,
sin duda, la baja calidad de nuestro sistema institucional
actual. Lo cierto es que “la democracia (no la nuestra pre-
cisamente) descansa en el desarrollo de instituciones re-
flexivas e imparciales” (Pierre Rosanvallon 2010). Y esto
aquí se ha quebrado, y tiene mala solución enderezarlo,
pues pasa inevitablemente por los propios partidos, hoy en
día los dueños del Estado.
En efecto, difícilmente podrán llegar a ser imparciales en
el ejercicio de un cargo público de control quienes en su vida
profesional, institucional o política anterior no lo han sido
nunca. Y según señaló también el magistral ensayista fran-
cés, «si la imparcialidad es una cualidad y no un estatus (…)
se debe construir y validar permanentemente (y) la legitimi-
dad por la imparcialidad debe ser incesantemente conquis-
tada». Convendría no olvidar esas premisas conceptuales
y, al menos, no designar para tales cargos institucionales a
políticos, ex altos cargos, militantes de partidos o a quienes
ya han desempeñado otros cargos de elección o designación
política en las administraciones públicas o en otras institu-
ciones. Esta regla, hoy en día, es casi la excepción.
18 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

Este libro, como se decía al principio, se publica con el


objetivo de llevar a cabo un análisis crítico de los funda-
mentos históricos y conceptuales del problema, y con la fi-
nalidad de que tales comportamientos políticos clientelares
y de captura institucional vayan remitiendo hasta el punto
de desaparecer de nuestra vida pública. Probablemente sea
una ensoñación o un deseo que quien esto escribe nunca
lo vea plasmado. Pero al menos las próximas generacio-
nes de este país merecen unas instituciones públicas mucho
más íntegras, efectivas, profesionales e imparciales de las
que ahora tenemos, y que jueguen su papel constitucional
a pleno rendimiento. No necesitamos instituciones de car-
tón piedra, como lo han sido las españolas a lo largo de la
historia, que no son más que una mera caricatura de lo que
la democracia genuina, expresión acuñada por Kelsen, me-
rece. En fin, cabe intentarlo, al menos.
“Toda política es prisionera del tiempo”
(Compte Sponville)

I. Separar los poderes para frenar sus


abusos

1. ¿División o equilibrio?
El principio de separación de poderes es uno de los pila-
res básicos de la arquitectura institucional del Estado liberal
de Derecho y del propio Estado Constitucional. El Rule of
Law siempre se ha vinculado con la necesidad de garantizar
el imperio de la Ley, los derechos fundamentales y la divi-
sión de poderes. La peculiaridad que ofrece el principio de
división de poderes (y las soluciones institucionales propias
del liberalismo), es que tal principio se formula antes de la
entrada en escena del Estado Constitucional democrático
(Manin 1998); pero aún así se adaptó bien a esa gradual
transformación institucional y ha acompañado a los siste-
mas democráticos occidentales hasta nuestro días. Eso sí,
con diferentes variantes y no pocos matices.
La formulación convencional o “trinitaria” del principio
de división de poderes es hija, por tanto, de las revolucio-
nes liberales de los siglos XVII y XVIII. Los sistemas de
pesos y contrapesos se fueron corrigiendo con el paso del
tiempo. Los frenos entre Legislativo y Ejecutivo en el sis-
tema parlamentario británico se articulaban por medio de
la Cámara de los Comunes, que era el centro institucional
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del sistema, fuente asimismo de legitimidad y confianza del


Ejecutivo, y cuyo innegable protagonismo fue cediendo el
paso al Gabinete y a la figura del primer ministro, que, así,
adquirió –como se detectó tempranamente– una centralidad
política evidente. Tal centralidad se manifestaba sobre todo
en el poder que tiene esa criatura (Gabinete) de destruir a
quien le ha dado vida (Cámara de los Comunes); esto es, de
usar las facultades de disolución de la Cámara baja del Par-
lamento (Bahegot, 1998). Ni que decir tiene que el modelo
Westminster de división de poderes (Ackerman, 2007), es
tributario de un constitucionalismo evolutivo con una inne-
gable impronta tradicional y evidente continuismo, si bien
con puntuales expresiones revolucionarias, cuya pretensión
última en la Inglaterra de entonces siempre fue restaurar las
instituciones socavadas por un absolutismo monárquico re-
ñido con el espíritu constitucional vigente (García Pelayo,
1967; 251-252).
En Estados Unidos, a pesar de beber de la tradición
británica, y tras las experiencias constitucionales de los
primeros estados durante la etapa de la Confederación, se
configuró finalmente un sistema de separación de poderes
basado en la idea de equilibrio inspirada por la arquitectura
institucional diseñada por Madison (El Federalista, 47-48),
a partir de las premisas de Montesquieu y de Blackstone,
con un sello particularmente propio como consecuencia de
articular un régimen de gobierno presidencialista en el que
la doble legitimidad democrática de un Legislativo (Con-
greso) bicameral (Cámara de Representantes y el Senado)
y del Ejecutivo (Presidencia) podía ser una fuente de en-
frentamientos continuos o de bloqueos políticos. Para evitar
tales desajustes y sobre todo frenar actitudes despóticas ya
procedieran estas de la Presidencia o de las Cámaras, se
configuraron meticulosamente una serie de pesos y contra-
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pesos (en la propia Constitución de 1787 y en su evolución


posterior, también jurisprudencial) que hicieron efectivo
el funcionamiento de las instituciones hasta nuestro días,
bien es cierto que no sin innumerables tensiones, algunas
de ellas nada menores.
En todo caso, los padres fundadores de la Constitución
de 1787 a la hora de implantar su propio sistema de división
de poderes disponían –según se ha dicho– de una experiencia
constitucional contrastada en los diferentes estados desde la
proclamación de la Independencia, y allí habían advertido
cómo el poder legislativo también podía actuar despótica-
mente, por lo que había que ponerle freno a su actuación,
ya fuera con el poder de veto presidencial o mediante la de-
claración de inconstitucionalidad de las leyes contrarias a la
Constitución, aunque este freno institucional no terminó de
confirmarse hasta la sentencia Marbury versus Madison de
1803 por la Corte Suprema y otras posteriores.
La colaboración entre poderes, al menos entre el Le-
gislativo y el Ejecutivo, tal como fuera conceptuada por el
propio Duguit, que nace como consecuencia del régimen
parlamentario de gobierno, atenúa e incluso desdibuja de
modo parcial la separación de poderes tradicional, y exige
puntualmente (es muy importante el adverbio) que esa ri-
gidez o expresión pura del principio se reduzca en algunos
casos en lo que a la división de departamentos y funciones
respecta. Las relaciones Parlamento-Gobierno en un siste-
ma parlamentario se configuran siempre en torno a la con-
cepción dual entre mayoría y minoría.
En ese modelo parlamentario de separación de poderes
–sobre el que remotamente y de modo muy deficiente se ins-
piró el constitucionalismo español del siglo XIX– el Poder
Judicial, no obstante, quedaba siempre extramuros de esa
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interacción continua entre el Legislativo y el Ejecutivo. Para


cumplir fielmente ese papel de contrapeso, es trascendental
que el Poder Judicial no tenga ninguna interferencia exó-
gena ni del Legislativo ni del Ejecutivo, que sus funciones
estén claramente delimitadas y, en fin, que quienes ejerzan
la función jurisdiccional carezcan de cualquier contamina-
ción política, para lo cual al menos debe estar vetado que
miembros del Ejecutivo o del Legislativo recalen en la juris-
dicción y, especialmente, que bajo ningún concepto queden
entreabiertas las puertas giratorias que permitan el acceso
de los jueces a los poderes legislativo y ejecutivo con re-
torno después al ejercicio de sus funciones jurisdiccionales.
Lo expuso muy bien Harold J. Laski: “Quien haya alcanza-
do una determinada preeminencia judicial, no debe ocupar
después un cargo de carácter político” (2002: 561). Línea
de actuación que en España no se ha seguido en numerosos
casos; lo que ha recibido la censura del último Informe sobre
el Estado de Derecho 2023 de la Comisión Europea2.
Por su parte, el sistema de separación de poderes esta-
blecido tras la Revolución francesa de 1789 (particularmen-
te en la Constitución de 1791) fue, asimismo, consecuencia
del particular contexto en el que tal proceso revolucionario
tuvo lugar. Al suponer el proceso revolucionario un derribo
del Antiguo Régimen, era obvio que los constituyentes fran-
ceses tenían como objeto central de sus fines políticos limi-
tar el poder del monarca, antes absoluto. Esa limitación del
poder la asentaron sobre dos bases firmes recíprocamente
unidas a través de la Constitución: la formulación del prin-
cipio de separación de poderes y la garantía de los derechos

2
Comunicación de la Comisión, Informe sobre el Estado de Derecho en 2023.
Situación del Estado de Derecho en la Unión Europea, Bruselas 5-VII-2023, SWD
(2023), 809 final.
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 23

y libertades; según rezaba el artículo 16 de la Declaración


de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Si se
carecía de esas premisas, no existía Constitución.
Por tanto, el punto institucional clave del modelo revo-
lucionario francés fue la Asamblea Nacional que, a diferen-
cia de los supuestos inglés y estadounidense, se configuró
de modo unicameral. Sabido es que Montesquieu articuló
su sistema de división de poderes sobre un modelo bicame-
ral, cuya segunda cámara debía actuar como freno de los
impulsos de la cámara de representación popular, siempre
que entonces se pudiera hablar en estos términos.
La configuración pura del principio de separación de
poderes por los revolucionarios franceses condujo en sus
primeros pasos a que ni siquiera se reconociera al Poder
Ejecutivo la potestad reglamentaria, concentrando toda la
actividad normativa en el Parlamento. Asimismo, el Poder
Ejecutivo y su Administración no podrían ser fiscalizados
por el Poder Judicial en sus actuaciones, ya que sus funcio-
nes quedaban reservadas para su autocontrol por el propio
Ejecutivo. Este sistema institucional, con posición domi-
nante de la Asamblea, desdibujaba papel del Ejecutivo, y
en tal diseño el poder judicial nunca tuvo acomodo fácil en
esa arquitectura de poderes. Pronto se observó, en efecto, la
debilidad congénita de un modelo tan singular de división
de poderes, inicialmente asentado en la elección directa de
los jueces (cuyos efectos fueron letales), y que transitó fi-
nalmente, tras unos años de desconcierto (agravados por las
prácticas de la Convención), hacia la dependencia formal
del Poder Judicial (realmente, de la Administración de Jus-
ticia) del propio Poder Ejecutivo. Se trataba, por tanto, de
una particular lectura del principio de separación de pode-
res, que vaciaba la propia esencia de un modelo de pesos y
contrapesos. Se atribuyó, así, un rol simbólico al Poder Ju-
24 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

dicial, configurado como mera Administración de Justicia,


en su acepción propia del Montesquieu más pobre (“la boca
que pronuncia las palabras de la Ley”) o, como lo describió
con precisión Carré de Marlberg (1998: 663): “El oficio de
juez se reduce a hacer en cada caso la aplicación casi servil
del derecho legal”.
La evolución ulterior del modelo constitucional de sepa-
ración de poderes en Francia y en buena parte de los países
del continente europeo durante los siglos XIX y XX, entre
los que se encuentra –con todas las imperfecciones que se
quiera– también España, supuso la traslación del régimen
parlamentario inglés a las relaciones Parlamento-Gobierno,
inicialmente a través de una forma de gobierno monárquica
para derivar después, en aquellos países que optaron por esa
forma de gobierno, en un republicanismo parlamentario.
Asimismo, durante esos dos siglos, se produjo un constante
pulso para reconocer la independencia del Poder Judicial
y, más tarde, su propio autogobierno (con el fin de garanti-
zar su autonomía frente al Poder Ejecutivo), algo que no se
consiguió hasta bien avanzado el siglo XX con la creación
del Consejo Superior de la Magistratura o de órganos cons-
titucionales de similar factura. Hasta entonces los jueces
dependían completamente del Poder Ejecutivo a través del
Ministerio de Justicia. La concepción vicarial de ese (mal)
denominado Poder Judicial era, por tanto, evidente.

2. La mutación del principio de separación de poderes


Por lo que respecta al continente europeo, la conversión
de las monarquías absolutas en limitadas y finalmente en
monarquías parlamentarias (en las que el monarca reina,
pero no gobierna), fue un proceso que se desplegó a lo lar-
go de los siglos XVIII y XIX, y comportó que emergiera,
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 25

junto a la triada de poderes clásicos, un poder representa-


tivo sin apenas facultades efectivas, una suerte de poder
moderador o árbitro de las instituciones, que simbolizaba
la unidad institucional, pero que no era realmente Poder
Ejecutivo, aunque se hubiera desgajado de este. No era
tampoco, pese a lo que se ha dicho, un poder neutro o pre-
servador tal como lo configurara Benjamin Constant, pues
en este caso sí que se le dotaba por parte del autor franco-
suizo de poderes efectivos (Constant, 2013). La transfor-
mación de la monarquía constitucional en parlamentaria no
fue un tránsito sencillo, sino que se extendió en el tiempo,
en un proceso de asentamiento de las monarquías escéni-
cas (performancing monarchies), de impronta básicamente
representativa. Las resistencias fácticas y constitucionales
por parte de las monarquías a esta evolución fueron en al-
gunos casos intensas, como en el caso donde la Corona se
negaba a ser escénica (Moreno Luzón, 2023); sin embargo,
la supervivencia de la institución monárquica en los sis-
temas democráticos ya no tenía otro anclaje posible. Y lo
sigue sin tener.
Además, llegado un momento en la evolución del cons-
titucionalismo, y por razones que ahora no pueden ser
explicitadas, surgió en Europa la necesidad de controlar
también al Poder Legislativo (esto es, frente a actuaciones
legislativas que vulneran lo establecido en la propia Cons-
titución); una idea que conllevó insertar en la arquitectura
institucional un órgano de control denominado genérica-
mente Tribunal Constitucional. Aunque las primeras expe-
riencias constitucionales de implantación de tales tribunales
se dieron en el período de Entreguerras (Austria, Checo-
slovaquia, España), el modelo impulsado por Hans Kelsen
se trasladó tras la Segunda Guerra Mundial a numerosos
sistemas constitucionales europeos.
26 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

Ciertamente, tal órgano constitucional no se configura-


ba formalmente como un “cuarto poder”; pero no cabe duda
que su creación supuso una alteración radical del esquema
“trinitario” de conformación del Estado a través del princi-
pio de separación de poderes, al incorporar una institución
que solo está sometida a la Constitución y no a ninguno de
los demás poderes. Su naturaleza contramayoritaria siem-
pre fue discutida, en cuanto que tenía la facultad de declarar
inconstitucionales las leyes aprobadas por un Parlamento
representativo, abriendo el eterno debate nunca cerrado de
qué legitimidad debía primar si la popular o la constitucio-
nal y, en particular, sobre quién guarda al guardián, y cuáles
son los límites en el ejercicio de ese poder de revisión de
las leyes para adecuar su conformidad con la Constitución.
Particularmente importante en este terreno fue el debate en-
tre Carl Schmitt y Hans Kelsen sobre la naturaleza de la
jurisdicción constitucional que se plasmó en dos conocidas
obras (Schmitt 1983; Kelsen 1995).
Asimismo, la complejidad de los Estados administrati-
vos contemporáneos condujo, por un lado, a constatar las
dificultades consustanciales que tenían los tres poderes del
Estado para ejercer determinadas funciones inherentes a
su naturaleza o emparentadas con ella. Este proceso se ob-
servó primero en los Parlamentos cuando se advirtió la ne-
cesidad de reforzar sus herramientas de control financiero
externo del poder ejecutivo y de las Administraciones pú-
blicas a través de la creación de Tribunales de Cuentas (con
raíces que hunden sus precedentes en la historia), y asimis-
mo mediante la creación de instituciones de fiscalización
en el cumplimiento de los derechos de la ciudadanía en el
ejercicio de las funciones propias de las Administraciones
Públicas (Ombudsman, Defensores del Pueblo).
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 27

Se configuraron, así, esas instituciones como órganos


auxiliares del Parlamento, a las que se les han ido añadien-
do otras, unas veces como entidades dependientes del Par-
lamento (lo cual parece más correcto) y en otros muchos
casos vinculadas al Ejecutivo, aunque configuradas como
autoridades independientes (Consejos de Transparencia,
Agencias Antifraude, Agencias o Autoridades de Protec-
ción de Datos, etc.), si bien con intervención puntual del
Parlamento en el proceso de nombramiento de sus titulares.
En esta línea cabe añadir igualmente otros órganos regula-
dores/supervisores que, establecidos formalmente como au-
toridades independientes o dotadas de autonomía funcional
(más bien formal que materialmente), ejercen importantes
funciones técnicas, científicas, reguladoras o de supervisión
y control, también sancionadoras, en ámbitos económicos,
de mercado y de la competencia, etc., que se han ido desga-
jando del Poder Ejecutivo y de la Administración Pública,
aunque en muchos casos el Gobierno aún mantiene el cor-
dón umbilical con tales entidades por medio de la facultad
discrecional de nombramiento de sus miembros, si bien en
ocasiones se exige tener el aval del Parlamento a tales de-
signaciones y su naturaleza “independiente” comporta su-
puestos de cese tasados, que cierran la puerta a los ceses
discrecionales.
Por tanto, si bien el principio de separación de poderes
sigue formando parte de la arquitectura tradicional de los
sistemas constitucionales de las democracias liberales, el
papel que ocupa en el sistema institucional ha sido objeto
de hondas transformaciones formales y materiales, entre las
que no cabe ocultar el protagonismo creciente que, desde
finales del siglo XIX y especialmente a partir del siglo XX,
adquirieron los partidos políticos en el desarrollo, función
y conformación de las instituciones políticas y de control
28 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

del propio poder o, más exactamente, de los diferentes po-


deres. Lo anteriormente expuesto tal vez podría conducir a
renunciar de una vez por todas a la vigencia de tal principio
de división de poderes como eje de los sistemas constitucio-
nales contemporáneos, algo que ya se puede anticipar sería
un clamoroso error. Y ello por una razón muy elemental: el
principio de separación de poderes debe ser comprendido
en su esencia, que no es otra que articular un sistema de
pesos y contrapesos o de fiscalización cruzada dirigido a
limitar o evitar el ejercicio arbitrario o despótico del poder
por parte de los distintos órganos o autoridades que confor-
man el Estado constitucional (en particular, pero no solo, el
Legislativo y el Ejecutivo), con el fin de que no extralimiten
las funciones asignadas en los propios sistemas constitucio-
nales. En verdad, lo que ha hecho el principio de separación
de poderes es enriquecerse en sus técnicas de control del
poder o de checks and balances. Y en esos términos debe
ser comprendido actualmente.
Dicho de otro modo, el fundamento último del principio
de división de poderes no es otro –como expuso temprana-
mente Montesquieu– que “el poder frene al poder”, o di-
cho en sus propias palabras: “Es una experiencia eterna que
todo hombre que tiene poder siente la inclinación a abusar
de él, yendo hasta donde encuentra límites. Para que no se
pueda abusar del poder es preciso que, por la disposición
de las cosas, el poder frene al poder” (Monstesquieu, 1985;
102). Sin límites al poder, no hay Estado Constitucional que
se precie.
La finalidad del principio de división de poderes, por
tanto, sigue manteniendo todo su vigor, más aún si se quie-
re evitar que nuestros sistemas constitucionales vigentes se
vayan transformando en democracias iliberales, que co-
mienzan a proliferar por doquier.
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 29

En efecto, el principio de separación de poderes sigue


teniendo toda su vigencia y enlaza con los fundamentos que
forman parte de la cultura occidental del Estado de Dere-
cho: “La difusión de la autoridad entre diferentes centros de
decisión política es la antítesis del totalitarismo o del abso-
lutismo” (Vile 1998; 16). Si muere el principio de división
de poderes, se inaplica o se captura políticamente, fenece la
democracia y el Estado Constitucional.

3. España: dando la espalda a Montesquieu


La digresión conceptual anterior era necesaria para com-
prende cómo se ha (in)aplicado ese principio de división de
poderes en España, pues en este país no ha habido nunca
cultura de separación de poderes, entendida esta noción en
los términos hasta ahora expuestos.
Las causas son muy complejas de sintetizar en estos
momentos; pero, ante la falta de arraigo efectivo del libera-
lismo en este país a lo largo de los últimos siglos, tal déficit
ha sido un obstáculo inevitable para que se comprendiera
en su exacto alcance cuál era el significado último de la
división de poderes en un Estado Constitucional. Entre no-
sotros, en ambientes políticos o académicos, la división de
poderes se vincula con la figura de Montesquieu. Remon-
tarse a otros autores como Sidney o Blackstone (exégeta de
Montesquieu) es propio de especialistas. No son muchos
quienes han leído El espíritu de la Leyes y, según se refleja
de los juicios y opiniones que se vierten, menos quizás los
que han entendido la singular y en algún punto equivocada
interpretación que de la Constitución británica (como fue el
caso del Poder Judicial) llevó a cabo el ensayista francés.
Hubo quien, desde la política de primer nivel, afirmara hace
30 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

décadas que las doctrinas Montesquieu habían muerto en


España.
En la Constitución de 1978 no aparece explicitado tal
principio, si bien cabe inferirlo de la arquitectura institu-
cional del Estado en los tres poderes clásicos (aunque el
único que se enuncia como tal en nuestra vigente Consti-
tución es el Poder Judicial), a los que se añade el Tribunal
Constitucional como órgano (y no como poder) que vela
por la supremacía de la Constitución, pero en este último
caso situado extramuros de los tres poderes clásicos y solo
subordinado a la Constitución, y que, por consiguiente, se
superpone a los tres poderes cuando de garantizar el cum-
plimiento de la Constitución se trata.
La división de poderes no implica, en efecto, que los
poderes estén radicalmente separados y que, por tanto, no
dispongan de puntos de contacto o de relación. En verdad,
lo que pretende construir ese principio no es otra cosa que
un antídoto contra la concentración de poder, la puerta de
entrada al despotismo. Limitar el poder es una expresión
muy fácil de pronunciar, pero muy compleja de llevar a la
práctica. Las resistencias del poder absoluto o concentrado
a perder su hegemonía, siempre han sido enormes. También
de cualquier poder político.
Los revolucionarios franceses y la mayor parte de los
países de la Europa continental, como esquemáticamente
se ha visto, llevaron a cabo una mala traslación del dog-
ma de la separación de poderes a sus respectivos sistemas
constitucionales, puesto que su obsesión inicial era corto-
circuitar los poderes del monarca absoluto, por lo que se
impuso una desconfianza en el Ejecutivo, lo que comportó,
inicialmente, una configuración de la supremacía del Par-
lamento como representante de la soberanía nacional, para
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 31

después evolucionar gradualmente hacia Ejecutivos fuertes


que en buena medida condicionaban las funciones del resto
de los poderes.
Ni que decir tiene que esa particular concepción del
principio de separación de poderes por los revolucionarios
franceses tendría un impacto directo en el modo y manera
como se trasladó tal dogma al constitucionalismo liberal es-
pañol. No obstante, cabe subrayar que España, sin embargo,
ofreció señas de identidad muy singulares en la (in)aplica-
ción del principio de división de poderes, ya que ese forta-
lecimiento del Ejecutivo no se hizo tras una preeminencia
real y efectiva del Parlamento (pues las Cortes gaditanas
tuvieron una vida precaria y las del trienio liberal no fueron
precisamente ejemplo de un parlamentarismo efectivo). La
lenta y sangrienta caída del absolutismo en España, con el
trasunto de la brutal guerra carlista de los años treinta del
XIX, y tras los tímidos pasos del Estatuto Real o de la pre-
caria Constitución de 1837, conllevó la apuesta finalmente
por un Poder Ejecutivo fuerte regentado en no pocos casos
por los espadones o militares que habían participado en los
combates de la guerra civil o en sus lances posteriores. La
pugna entre Espartero y Narváez fue la más evidente, no la
única.
El poder de intervención de la Corona, además, fue
siempre muy amplio (especialmente en los largos períodos
de dominio del moderantismo o del conservadurismo, cuyas
Constituciones se basaron en el principio de la soberanía
compartida entre Rey y Cortes), determinando la confor-
mación y falseamiento del Parlamento mediante la entrega
discrecional del decreto de disolución y la convocatoria de
elecciones siempre manipuladas por un régimen caciquil.
Se impuso un sistema que concentraba el poder Ejecutivo
que prácticamente convertía al resto de poderes en mera co-
32 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

reografía. Así, los principios del Estado Liberal fueron per-


vertidos desde sus primeros momentos, tras la fase inicial
de la vigencia precaria e intermitente de la Constitución de
1812, que también trasladó los errores de la Constitución
de 1791 a la realidad española. La enorme concentración
de poder que se produjo en el Ejecutivo, en particular tras
la Primera Guerra Carlista, dio pie de inmediato al esta-
blecimiento, con la plena connivencia y protagonismo de
la Corona, de un régimen parlamentario falseado desde el
propio poder gubernamental.
En lo que respecta a la aplicación de tal principio de
división de poderes en la España decimonónica, tal vez sea
oportuno realizar algunas precisiones preliminares para de-
tectar el alcance real del problema y determinar por qué
nunca ha sido correctamente entendido en este país, cir-
cunstancia que arrastra sus efectos incluso sobre la pési-
ma y pobre concepción actual de tal principio en el sistema
constitucional de 1978 y su peor, por no decir muy limitada,
aplicación práctica en su dimensión existencial de control
del poder.
Es más, el principio de separación de poderes no se ha
reconocido expresamente como tal en ningún texto consti-
tucional español, lo que no pasa de ser una objeción pura-
mente formal, si bien ese déficit de plasmación literal reve-
la un trasfondo de indudable calado. En efecto, en nuestro
constitucionalismo histórico nunca ha sido una obsesión de
los distintos poderes constituyentes configurar la arquitec-
tura institucional con base en un sistema de pesos y contra-
pesos del poder. Bien es cierto que en los primeros pasos
del constitucionalismo español, como se puso de relieve,
“el Discurso Preliminar (que sirvió de base a la Constitu-
ción de 1812) justificaba el principio de división de poderes
como técnica racionalizadora y como premisa imprescindi-
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 33

ble para garantizar la libertad” (Varela Suanzes-Carpegna,


2020: 67). Pero, a pesar de ello, la Constitución gaditana
siguió, no obstante, el trazado de la Constitución francesa
de 1791, repitiendo sus mismos errores en el modo y mane-
ra de entender la división de poderes, e imprimió un sesgo
formal que se repetiría en (casi) todas las Constituciones ul-
teriores, limitándose a reconocer tan solo implícitamente tal
principio al establecer una triada de potestades (legislativa,
ejecutiva y judicial) diferenciadas.
Este último esquema, efectivamente, se mantuvo en las
Constituciones de 1837 y 1845, si bien en esta última de
forma más difuminada. Así, en el caso de la Constitución
“moderada” de 1845 incluso desapareció la expresión Po-
der Judicial para transformarse en Administración de Justi-
cia. La Constitución de 1868 retornó a la fórmula de 1837
y calificó al judicial de poder. Por su parte, la Constitución
de 1876, herencia del liberalismo doctrinario en su versión
hispana, siguió la estela del constitucionalismo moderado,
aunque en la práctica electoral falseó –como ya se venía
haciendo en la época precedente– el régimen parlamentario
liberal hasta convertirlo en una mera comparsa institucional
de un sistema constitucional que, como señalaron Macías
Picavea y Joaquín Costa, con precedentes en Lucas Malla-
da, en realidad terminó siendo de facto un régimen oligár-
quico y caciquil. Tampoco la singular Constitución de la
Segunda República española de 1931 enunció formalmente
el principio de separación de poderes, por lo cual no es de
extrañar que, ante tal ausencia, la Constitución de 1978 op-
tara asimismo por el silencio expreso a la hora de recoger el
principio de la división de poderes, no acogido siquiera ni
en el preámbulo.
El no reconocimiento formal, pero sí implícito, del prin-
cipio de separación de poderes en España no supuso, sin
34 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

embargo, su concreción material. El accidentado proceso


histórico-político y, por tanto, también constitucional de la
España del siglo XIX, implicó que frente al constituciona-
lismo formal representando por los diferentes textos cons-
titucionales del siglo XIX, subyaciera una Constitución
material que orillaba en la práctica cualquier sistema de
separación o división de poderes, pues el poder dominante
–tal como se ha señalado– no era otro que el del Ejecutivo,
orquestado con unas redes caciquiles y luego clientelares
que le servían de base para desplegar un poder oligárqui-
co que desconocía cualquier freno o límite constitucional,
poder judicial incluido (que también vivía dependiente del
propio Ejecutivo).
El Poder Judicial, por tanto, no tuvo un traducción real
más allá de una mera expresión de la Administración de
Justicia encadenada a la voluntad del Ejecutivo de turno.
Ello fue así con toda claridad hasta 1870, pero el sistema
político de la Restauración volvió a poner de manifiesto la
enorme dependencia que jueces y magistrados tenían del
Ejecutivo de turno.
Esa pésima comprensión del principio de separación en
la España del siglo XIX y principios del siglo XX muestra
con particular crudeza la nula sensibilidad institucional que
los diferentes sistemas constitucionales tuvieron hacia la
verdadera dimensión de ese dogma propio del Estado Libe-
ral, que fue, como se verá de inmediato, falseado de forma
permanente en nuestro país, hasta ser incluso negado en sus
esencias con las tardías formulaciones corporativo-dictato-
riales en pleno siglo XX. Esas pesadas hipotecas llegaron a
las puertas de 1978.
II. Caciquismo, clientelismo y
corporativismo

1. ¿Qué es el clientelismo político?


La tesis central de la primera parte de este libro se con-
creta en la idea de que en España ha ido cristalizando a
lo largo de los siglos XIX y XX un Estado clientelar de
partidos, que llega hasta nuestros días. Es cierto que esa
patología institucional ha tenido mayor o menor impron-
ta según los casos en determinados momentos históricos y,
particularmente, se ha manifestado con mayor intensidad
en algunos territorios; pero también lo es que esa vincula-
ción entre clientelismo y partidos, por la propia negación
de estos (en su pobre concepción hispana de la fórmula de
partido único), se vio cercenada por un corte histórico muy
intenso durante los dos períodos de dictadura que se vivie-
ron en este país y que alcanzaron casi cinco largas décadas
del siglo XX, donde arraigó con fuerza un pretendido ele-
mento corrector a ese liberalismo de mentira como fue el
corporativismo.
Este estaba larvado en buena medida con ciertos mim-
bres o materiales ideológicos conservadores del propio Es-
tado Liberal, como fueron los procedentes del liberalismo
doctrinario español, construido durante el sistema político
isabelino y que arraigó con fuerza en el sistema político de
la Restauración. En cualquier caso, el corporativismo reci-
bió también influencias muy fuertes de visiones ideológicas
con ribetes de autoritarismo que abrirían el paso ulterior-
36 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

mente a Estados corporativos de factura esencialmente fas-


cista, con reflejo también en el sistema franquista.
Conviene, por consiguiente, si bien no sea más que con
una finalidad propedéutica, deslindar conceptualmente qué
entendemos aquí por clientelismo político. Y, para ello, se
seguirá aquí la noción que en su día perfiló Mario Cacia-
gli (1995, 17-34), sin perjuicio de su concreción en nuestro
caso con otras importantes visiones académicas de ese mis-
mo fenómeno. Al fin y a la postre, el clientelismo era una
concreción de la propia vigencia o extensión del caciquis-
mo en su expresión más política, especialmente intensa en
un marco en el que comenzaban a emerger los partidos de
masas y declinaban los partidos de notables. Un fenómeno,
en su expresión caciquil, del que se ocupó, entre otros mu-
chos, el propio Joaquín Costa.
Cabe convenir con el politólogo italiano que el clien-
telismo político sitúa su foco principal en las relaciones
informales de poder, pero en este ámbito se confunde fá-
cilmente con las relaciones de patronazgo o las propias del
caciquismo, pues todo este tipo de relaciones “se basan en
el intercambio de favores entre dos personas en posición
de desigualdad” o, si se prefiere, de asimetría, articuladas
en torno a una verticalidad. Por tanto, hay quien desde la
posición de patrono o cacique hace uso de su poder de in-
fluencia y facilita al cliente protección y beneficios. En su
primera época, lejos aún del papel mediador de los partidos
políticos, esa relación de poder era personalizada. La entra-
da en la arena política de los partidos, primero de cuadros
y después de masas, se produjo mediante el uso de recur-
sos políticos de intercambio tales como la compra de votos
o el control de cargos. Lo importante es que tal relación
de clientela comportaba intercambio de lealtad por favores
tangibles.
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 37

Desde el punto de vista que ahora importa, el cliente-


lismo político surge con la inserción gradual de las masas
(ampliación del sufragio hasta su consideración universal)
en el Estado, ya sea desde las propias elecciones (compra o
falseamiento de votos) o mediante la conformación de las
nóminas de funcionarios (asignación de un empleo o “colo-
cación” en la Administración). Ciertamente, existió un viejo
clientelismo, más vinculado con las relaciones personales
entre patrón/notable y clientes, junto con un nuevo cliente-
lismo que emergió conforme los partidos se van estructu-
rando interna y socialmente. Como bien recogió Caciagli,
“el nuevo clientelismo es entonces la manera con la que los
hombres de los aparatos (los políticos de profesión) distri-
buyen recursos públicos y favores a cambio de apoyo elec-
toral; es decir, utilizan patrimonialmente las instituciones
para fines particulares” (o de partido, cabría añadir). Pri-
mero los patronos, luego los partidos, ofrecen a sus clientes
bienes individuales de diferente signo y calado, tales como
cargos públicos, empleos en la Administración, contratos
públicos y concesiones, subvenciones, subsidios, viviendas,
etc. De ese modo, de forma aparentemente imperceptible,
“el clientelismo se convierte en una forma de sistema de
gobierno; es decir, en una manera de gestionar el poder”.
Y esa forma de gestionar lo público produce además cierto
consenso social al menos por una parte de la población que
se siente correspondida y espera recibir, así, prebendas por
parte del poder político. El clientelismo político se asienta
en sociedades con un bajo sentido de compromiso cívico,
así como de estándares de cultura reducidos, a fin de cuen-
tas estructuras sociales con un demos debilitado.
Sin embargo –como expone de forma diáfana el autor
italiano–, el clientelismo político en ningún caso genera le-
gitimidad hacia un sistema institucional que literalmente es
38 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

ocupado y preterido en su sentido y finalidad existencial.


Expongámoslo con sus propias palabras: “En los sistemas
donde hay clientelismo las instituciones están escasamente
legitimadas y no se respeta la autoridad” (o si se hace, ese
respeto es meramente formal). En términos aún más con-
tundentes en cuanto a sus letales efectos, también en los
sistemas democráticos, se expresa del siguiente modo: “No
solamente el clientelismo no desaparece cuando hay reglas
democráticas; al revés, al reafirmarse, el clientelismo puede
debilitar la costumbre y las instituciones de la democracia”.
Quienes llevan a cabo prácticas clientelares provocan un
evidente daño institucional y democrático a su propia la so-
ciedad. La arruinan económica y moralmente; pero también
políticamente.
Ciertamente, el clientelismo termina impregnando una
particular manera de entender la cultura política de un país,
que trasciende momentos puntuales en el funcionamiento de
una sociedad y se enquista en su historia, hasta proyectarse
en el tiempo y alcanzar a nuestros días. En ese largo proceso
no cabe orillar cómo la aparición de los partidos de masas
no supone el fin del clientelismo, sino la adopción de nuevas
formas de manifestarse. Los partidos clientelares de masas
se desarrollaron conforme los recursos públicos crecían y
las demandas ciudadanas también, transitando hacia parti-
dos “atrapalotodo” o, en su versión más actual, de partidos
de cargos públicos. Esa tendencia no limitó –sino todo lo
contrario–las posibilidades clientelares de las organizacio-
nes políticas, cuya acción depredadora se traslada fácilmente
al mundo de las empresas, al sector financiero, a la propia
Universidad o a cualquier otro ámbito (por ejemplo, los sin-
dicatos) de la vida social de un país. El Estado Social y el
cada vez mayor papel del Estado emprendedor (Mazzucato,
2014), así como el fuerte peso del gasto público sobre el PIB,
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 39

abren nuevos caladeros para la expansión de nuevas formas


(algunas muy sutiles) de clientelismo o captura de espacios
de poder por los partidos, especialmente con prolongaciones
en el mundo empresarial y económico-financiero.
El clientelismo político en su versión más moderna (cuya
generalización puede ser una evidente antesala de la corrup-
ción) ha arraigado en sociedades que previamente habían
conocido fenómenos de caciquismo o patronazgo, pero no
solo. Hay países donde su asentamiento ha sido claro y sus
raíces profundas, como es el caso de Italia. Pero ya en 1995,
el profesor Caciagli vaticinaba que en España se daban las
condiciones perfectas para que ese clientelismo político de
nuevo cuño proliferara extensamente. Los hechos le han
dado sobradamente la razón. En todo caso, las condiciones
históricas de la débil e inconsistente formación del Estado
liberal español así lo confirmaban. Veámoslo brevemente.

2. Clientelismo político y fracaso del Estado Liberal


en España
La cultura tradicional de la política y del sector público
en España desde la emergencia del Estado constitucional
ha estado, por tanto, marcada por el caciquismo, el favor
y otras múltiples prácticas de corruptela (Bosch, 2022). El
clientelismo político fue heredero, sin solución de continui-
dad, del propio caciquismo. Hay una amplia bibliografía
sobre el fenómeno caciquil en España y, asimismo, sobre
el clientelismo político, particularmente en el siglo XIX,
entre las que destaca la obra colectiva Política en penumbra
(Robles Egea, 1996).
El caciquismo y el clientelismo tuvieron amplio prota-
gonismo tanto en el sistema político isabelino como en el de
40 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

la Restauración, pero también se manifestaron con fuerza


durante los períodos políticos progresistas (por ejemplo, en
el Sexenio Democrático), e incluso a la Segunda República
(Moreno Luzón, 2001). El caciquismo se concretó antes de
que los partidos políticos (y sus propios notables) sustitu-
yeran al cacique, pero ambas figuras (caciques y partidos)
terminaron reproduciendo un mismo esquema de funciona-
miento de clientela (en un caso personal, en otro organiza-
do), cuyo objetivo no confesado era desfondar o vaciar el
sistema institucional en su propio provecho.
Lo cierto que en lo que afecta a las prácticas de patro-
nazgo, clientelares o de caciquismo, España no fue una
excepción en el entorno comparado del siglo XIX. Sin
embargo, la situación aquí se agravó por un contexto par-
ticularmente adverso que condujo a un falso asentamiento
del Estado Liberal. En estos términos lo ha expresado un
autor: “Lo que en mayor medida distingue al caso español
no son ni los métodos concretos ni, quizás, la intensidad de
su aplicación, sino el hecho de que la acción gubernamental
determinó que el partido que convocaba las elecciones las
ganara siempre” (Romero Salvador, 2021: 72). Es lo que se
denominó por parte de no pocos historiadores como fabri-
car elecciones desde el poder. En ese proceso intervenían
las redes caciquiles/clientelares, orquestadas por el impla-
cable funcionamiento corrupto del Ministerio de Goberna-
ción con sus jefes políticos o gobernadores civiles como
tentáculos territoriales. Todos estos actores proporcionaban
las bases materiales para un falseamiento electoral que se
prolongó durante varias décadas del siglo XIX e incluso en
algunos lugares llegó hasta el siglo XX. Muy gráfica al res-
pecto era la opinión de Gumersindo de Azcárate, quien en
el propio Congreso de los Diputados decía que en España
la función de todo Gobierno es “escribir las elecciones” en
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 41

cada provincia a gusto del cacique de turno. O, como reco-


gían Rafael Altamira y Adolfo Posada en el debate sobre
la Memoria presentada por Joaquín Costa en el Ateneo en
1901: “¡Cuántas veces se han presentado en el Congreso las
actas de diez o doce secciones (electorales) escritas por las
mismas manos!”. Y, mientras tanto, “el Código penal y la
ley del sufragio huelgan en absoluto ante estos delitos que
uno y otra castigan tan severamente” (Costa, 1982: 94).
En efecto, oligarquía y caciquismo fueron de la mano
durante el siglo XIX español. Así, la mayoría de las elec-
ciones celebradas durante el período isabelino las ganó
el partido que las convocaba; pero, en las elecciones del
sistema político de la Restauración –según datos del his-
toriador Romero Salvador– el sistema de turno garantizó
que las ganara siempre quien las convocaba. Surgió así en
España la figura del muñidor electoral, que algunos deno-
minaron el gran elector, en realidad era un político corrup-
to que desde el poder (principalmente desde el Ministerio
de Gobernación) fabricaba artificialmente mayorías parla-
mentarias. Famosos fueron en su tiempo grandes electores
como, por ejemplo, Posada Herrera (a la sazón Catedráti-
co de Derecho Administrativo), chaquetero y de principios
intercambiables, que extendió su poder de influencia du-
rante el período isabelino, y, posteriormente, en la época de
la Restauración; también Romero Robledo, conocido como
el Pollo de Antequera, que fue veintiún veces y cincuenta
años diputado, además de muñidor electoral por excelencia.
O, entre otros, el político vallisoletano Germán Gamazo.
En verdad, los políticos fabricantes de elecciones fueron
legión. Hubo incluso en las primeras décadas del siglo XX
quien –aun desde las filas liberales– brilló con luz propia
por sus prácticas caciquiles y clientelares. Ese fue el caso
del Conde de Romanones, que acumuló diecisiete actas de
42 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

diputado, más de diez ministerios y en tres ocasiones presi-


dió el Consejo de Ministros (Romero Salvador, 2021: 135).
Su concepción clientelar del poder está perfectamente retra-
tada por el propio Conde de Romanones sin ningún tipo de
pudor en Notas de una vida, con una naturalidad que vista
hoy en día asombra por su cinismo (Conde de Romanones,
1999). En esa obra el político liberal se vanagloriaba, por
ejemplo, de haber “colocado en el Ayuntamiento de Ma-
drid (cuando fue Alcalde) un buen número de alcarreños”.
Asimismo, reconoce haber practicado el nepotismo y el ca-
ciquismo, pero advertía: “Éste es un mal incurable, propio
de todas las épocas y de todos los regímenes sin excepción”
(Conde de Romanones, 1999: 82-86). La figura del cacique
bueno aparece puntualmente en la obra de Juan Valera, lo
que no era óbice para que muchos caciques tuvieran un per-
fil mucho más duro, propio de la oligarquía rural. El Conde
jugaba ese papel de cacique benefactor, a cambio de dispo-
ner de sus clientelas. Tampoco se arrugó a la hora de pro-
mover el nepotismo más directo: “En las últimas Cortes de
la Restauración, las de 1923, el conde y cuatro de sus hijos
formaban parte del Congreso” (Romero Salvador, 2021);
esto es, cinco miembros de la misma familia ocupando es-
caño. La representación nacional mediada por la sangre. La
figura de Romanones, no obstante, ha sido objeto de lectu-
ras dispares, siendo reivindicada parte de su labor política,
sin perjuicio de reconocer su enorme impronta caciquil, por
una biografía histórico-política imprescindible (Moreno
Luzón, 2001).
El clientelismo político como era obvio hincaba sus ga-
rras con particular crudeza en la Administración Pública,
donde convivía en competencia callada con el nepotismo y
el amiguismo, ante una función pública con un elevado ni-
vel de desprofesionalización, cuya evidencia más desgarra-
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 43

dora fue la España de los cesantes, tan bien descrita por la


literatura costumbrista del siglo XIX, tanto por los primeros
autores como Larra, Mesonero Romanos o Gil de Zárate,
entre otros, como particularmente después por el genio lite-
rario que fue Galdós a la hora de analizar ese cuarto oscuro
de la política en España (Jiménez Asensio, 2023).
Bien es cierto que una tibia instauración, tardía e incom-
pleta, de la función pública profesional persiguió frenar ese
proceso de descomposición de lo público, pero dados sus
limitados efectos no erradicó completamente ese fenómeno
de las cesantías al menos hasta bien entrado el siglo XX, y
en esos momentos los problemas ya eran otros (entre ellos,
el despegue del corporativismo). El siglo XIX español estu-
vo, por tanto, impregnado de tales patologías. Los partidos
de notables y quienes desempeñaban cargos políticos de
primer nivel conformaban núcleos de relaciones u organiza-
ciones clientelares o expresiones del nepotismo más burdo
captadoras de cargos y empleos públicos. Durante buena
parte del siglo XIX esto fue así, pues en aquellos años si
bien el clientelismo ya tenía algunos rasgos organizativos
aún seguía dependiendo mucho de relaciones personales,
ofreciendo una faz nítidamente caciquil. Una vez que los
partidos fueron lentamente dejando de ser estructuras de
notables y se convirtieron gradualmente en organizaciones
más formalizadas y de masas, el clientelismo político se
vehiculó a través de un conjunto de formas en las que, sin
perjuicio de que continuaran teniendo peso las relaciones
personales, el reparto de prebendas políticas se fue institu-
cionalizando a través de las incipientes estructuras de poder
de los propios partidos.
Esa pesada herencia histórica y su compleja evolución,
más bien continuidad impostada, está muy bien analizada
en el citado libro Política en penumbra. El dibujo de ese
44 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

período histórico se podría sintetizar en los déficits que


ofrecía esa pretendida élite modernizadora española, que
construyó un régimen parlamentario formal, pero en verdad
oligárquico: “Nos encontramos fundamentalmente con los
favoritismos administrativos, el absentismo funcionarial,
las infracciones toleradas, las recomendaciones, la acumu-
lación de cargos incompatibles, la parcialidad de los tribu-
nales, es decir, todo lo que significaba personalización y pa-
trimonialización del poder y uso arbitrario de los recursos
públicos” (Álvarez Junco, 1996: 79).
En realidad, esa mítica idea liberal de la separación de
poderes nunca tuvo su reflejo real en la España decimonó-
nica, tampoco durante el siglo XX y, bajo esas premisas,
resultaría milagroso que arraigara tal dogma en la práctica
de nuestro Estado Social y Democrático de Derecho de la
Constitución de 1978, aunque al principio se intentó, con
mejor o peor fortuna. Pero, conforme iba declinando el si-
glo XX y avanzando el XXI, esas prácticas de clientelismo
político y ocupación de las instituciones por una lógica par-
tidista se fueron acrecentando, hasta transformarse en casi
absolutas. La vigencia efectiva del principio de división de
poderes ha sido más bien magro. Pero lo determinante de
nuestro proceso histórico, es que el poder dominante en Es-
paña siempre ha sido el Ejecutivo, tanto en la etapa mal
llamada liberal (con sus expresiones dominantes conserva-
doras o más breves progresistas), como especialmente, por
sus connotaciones innatas, durante los dos períodos de dic-
tadura vividos en el siglo XX.
Bien es cierto que el Parlamento jugó un papel algo más
incisivo durante los cortos y convulsos períodos de libe-
ralismo progresista o en los dos momentos republicanos,
sobre todo cuando la inestabilidad de las mayorías era la re-
gla; pero aún así en esas fases intermitentes el dominio del
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 45

Poder Ejecutivo fue la clave de bóveda de un régimen parla-


mentario falseado de raíz, que tan solo se corrigió electoral-
mente conforme avanzaba el siglo XX. En este pasado siglo
el papel determinante de las fórmulas dictatoriales en los
primeros tres cuartos fue la pauta dominante, lo que supuso
hibernar por un largo período (en particular, en el franquis-
mo) las experiencias liberales formales o las más avanzadas
(y fracasadas) fórmulas de republicanismo democrático.
En la Segunda República española el caciquismo tradi-
cional ya se había transformado (casi) en un clientelismo de
partidos, que tomaría imperceptiblemente fuerza de nuevo
con el régimen constitucional de 1978, tras el largo perío-
do franquista. Se produjo así, como recordó Robles Egea,
el fenómeno de “las mutaciones del caciquismo clásico y
del partido-único patrón (con referencia a las dictaduras)
en clientelismo de partidos, peculiar bajo formas políticas
democráticas”, como fueron las de la II República y, por
lo que ahora interesa, la instaurada con la Constitución de
1978 (Robles Egea, 1996: 244; Cazorla Pérez, 1996: 291-
310).
Sin embargo, el fenómeno no era nuevo, tampoco en
las filas del temprano liberalismo progresista. Benito Pérez
Galdós, por ejemplo, en su episodio nacional El Grande
Oriente, recuerda cuáles eran “los requisitos indispensables
para medrar durante aquel período” del trienio liberal; a
saber: “haber padecido durante el régimen absoluto, haber
intervenido en la mudanza del 20 y estar afiliado en las so-
ciedades secretas”. Esa remoción de cargos y empleados
por sus fidelidades políticas o personales fue una constante
en el siglo XIX, también en momentos de gobiernos progre-
sistas. Así, el denominado Sexenio Democrático reiteró las
prácticas clientelares y de secuestro de la voluntad popular,
aunque esta vez bajo la batuta del liberalismo progresis-
46 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

ta. En efecto, las prácticas clientelares durante ese período


fueron constantes. Como escribió el profesor De la Fuente
Monge, “la distribución del poder (durante el Sexenio) obe-
deció a prácticas elitistas que estuvieron marcadas por las
relaciones clientelares establecidas entre los propios miem-
bros de la elite revolucionaria” (De la Fuente, 1996).
En fin, los desmanes de esa época abrieron la puerta a
la corrupción extensiva del sistema político de la Restaura-
ción, que se manifestaba –como describió gráficamente un
historiador– en un “poder público hecho un cisco”. Así, “el
clientelismo formaba parte del sistema político de la Res-
tauración como uno de sus elementos principales” (Moreno
Luzón, 1996). No en vano, una importante monografía so-
bre la vida política de ese período de nuestra historia (hasta
inicios del siglo XX), escrita por el profesor Varela Ortega,
lleva por título Los amigos políticos. Tal como expone este
autor, “al fin, el caciquismo es patronazgo”; pero en el caso
español la diferencia era muy obvia, “la dependencia res-
pecto a la administración; puesto que en España pocas eran
las cosas que no pasaban por el molino burocrático”. Así
concluía: “Cacique es el jefe local del partido que manipula
el aparato administrativo en provecho propio y de su clien-
tela” (Varela, 1977: 366-369).
La importancia que tuvo ese lento, pero constante, pro-
ceso de sedimentación del caciquismo/clientelismo en Es-
paña fue letal en lo que a la construcción de una cultura po-
lítico-institucional respecta, que a partir de entonces estará
centrada en un Poder Ejecutivo totalizador, que despreciaba
o ninguneaba el papel del Parlamento y reducía a su mínima
expresión el papel del poder judicial. Sus efectos, especial-
mente la impronta transversal histórica e ideológicamente
del clientelismo político, están lejos aún de ser valoraos
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 47

convenientemente en cuanto a sus patologías enquistadas


respecta.
En el siglo XIX español, bajo la égida de un moderan-
tismo de base doctrinaria con fuertes componentes autorita-
rios, así como ante una impotencia manifiesta del liberalis-
mo progresista de articular un discurso alternativo, “fue in-
evitable que los tres poderes se refundieran en un compacto
bloque oligárquico que patrimonializó el Estado, esto es,
la Administración Pública” (Zafra, 1996: 94). Este autor,
además, pone el dedo en la llaga cuando afirma que “se ha
escrito mucho sobre el caciquismo clásico de la Restaura-
ción, pero ciertamente se ha descuidado la investigación de
sus orígenes en los años precedentes”. En efecto, las raíces
del caciquismo son mucho más profundas.
Si bien este fenómeno de fortalecimiento del Ejecutivo
se produjo también en otros países, como así se ha desarro-
llado, por ejemplo, en relación con Francia (Rosanvallon,
2015), el caso español ofrece el elemento diferenciador de
que el Poder Ejecutivo absorbió prácticamente el funciona-
miento y sentido del resto de poderes del Estado, no solo
como es obvio en las fases dictatoriales de nuestra historia,
sino también durante los períodos de liberalismo o, incluso,
en la II República y en la Constitución de 1978, aunque en
estos dos últimos casos con algunos matices que no procede
ahora citar. De tales polvos vienen estos lodos.
En consecuencia, los gérmenes del despotismo estaban
ya incubados a través de un paupérrimo desarrollo del Esta-
do Liberal en la España decimonónica, y encontraron fácil
desarrollo en el despliegue de un poder Ejecutivo que real-
mente carecía de frenos de ningún tipo. Lo más desgarrador
del fenómeno es que cuando el liberalismo progresista llega
al poder, o cuando momentáneamente lo ejerce el republi-
48 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

canismo o los partidos de izquierda, las pautas de funciona-


miento del modelo apenas sufrieron cambios sustanciales,
pues la repetición de las patologías políticas resulta ser una
constante.
Así, en el Sexenio Democrático “se dio el fenómeno
político de que el Gobierno convocante de las elecciones
obtuvo siempre una mayoría en las Cortes” (De la Fuente,
1996: 159), algo que fue común en los largos períodos del
sistema isabelino o de la Restauración; gobernaran conser-
vadores o lo hicieran los progresistas. Ciertamente, hubo
mayor limpieza electoral en los procesos realizados en la II
República, aunque en esos años también hubo presencia del
caciquismo, si bien atenuada (Moreno Luzón, 2001). Con la
excepción republicana, hubo que esperar a la Constitución
de 1978 para reconducir esa enorme tara de falseamiento
electoral del Estado Liberal; pero las constantes prácticas
clientelares y la concepción del Ejecutivo como centro del
sistema volvieron con renovados aires. En España el poder
siempre dependía de “la olla presupuestaria”, en palabras
de Galdós (Jiménez Asensio, 2023), pues a la postre el pre-
supuesto era “la forma numérica del restaurante nacional”,
según expresaba el autor canario. Como advirtió el profe-
sor Robles Egea con un diagnóstico lacónico, pero certero:
“Las estructuras clientelares (en España) han demostrado
una enorme capacidad de adaptación que se asemeja a la de
un camaleón” (1996: 229).
En efecto, sólo hace falta leer los Episodios Nacionales
de Benito Pérez Galdós, y también algunas de sus obras
(Doña Perfecta, La desheredada, El amigo Manso, Tormen-
to, La de Bringas, Miau, etc.), para ser conscientes de que
la forma tradicional de hacer política en España ha esta-
do siempre guiada en favorecer intereses propios, de los
amigos políticos o incluso de familiares, cuando no basada
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 49

en intereses más espurios. Los Episodios Nacionales con-


tienen un excelente análisis de las perversas relaciones en-
tre política y administración en el siglo XIX español. Pero
muestran asimismo sobre todo cómo la Administración y el
presupuesto público eran para la política su “cuarto oscuro”
en el que imperaba el favoritismo y la arbitrariedad, cuando
no la corrupción. La mirada atenta de don Benito, extraordi-
nario analista político, además de genial escritor, describen
ácidamente en infinidad de pasajes de sus obras el trasiego
de nombramientos y cesantes según los diferentes minis-
terios, gobiernos o regímenes políticos que se sucedían en
España durante ese período.
La lucha por la objetividad e imparcialidad en el ejer-
cicio del poder ha conseguido muy pocas victorias en este
país. Y cuando estas se alcanzaron fueron de breve duración
o meramente ilusorias. Ante la corrupción pública la res-
puesta más común ha sido el cinismo o mirar para otro lado,
cuando no cerrar filas o el “y tú más”. El legado decimo-
nónico y, en particular, el derivado del sistema político de
la Restauración fue, ciertamente, muy pesado en sus con-
secuencias sobre la sociedad española, tal como concluyó
acertadamente Moreno Luzón: “Lo que sí parece seguro es
que el comportamiento político enraizado en aquel medio
siglo dejó un grueso poso sobre las actitudes de los españo-
les hacia el Estado” (Moreno Luzón, 1996:190).
Aunque no sea objeto de este estudio, las connotacio-
nes que ofrece el sistema administrativo como espacio de
prácticas clientelares y de corrupción son evidentes. Un fe-
nómeno que, si bien centrado en momentos más recientes
(franquismo, transición y régimen democrático de 1978)
ha sido analizado por diferentes autores (Jiménez Sánchez,
1995; Bosch, 2021). La cuestión clave es determinar en qué
medida una Administración Pública perforada de cliente-
50 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

lismo y con escasa profesionalización, así como altamente


colonizada en algunos ámbitos por una política que todo lo
anegaba, era un valladar efectivo a las prácticas institucio-
nales de corrupción. No es un dato menor que en España,
por regla general, la función pública se haya conformado
como una institución con bases débiles en lo que salvaguar-
da de la imparcialidad de la Administración respecta; pues
la penetración de la política en sus estructuras ha sido siem-
pre muy elevada y lo sigue siendo.
Efectivamente, puede identificarse que a lo largo de la
historia de la Administración Pública española los niveles
directivos de las organizaciones públicas nunca han estado
profesionalizados, con la excepción de su cobertura dis-
crecional en algunos casos entre funcionarios públicos (lo
cual no es, en verdad, un medio de profesionalizar la alta
Administración, sino de configurar un espacio en el que,
junto a la condición de funcionario del nombrado, entran
en juego, en lo que al nombramiento se refiere, criterios
políticos, personales o incluso familiares o de amistad). Esa
pretendida conquista de la profesionalidad era, además, en-
gañosa por otras razones. De hecho, la cantera de la función
pública siempre ha sido utilizada, con mayor o menor inten-
sidad, por los diferentes gobiernos para cubrir sus puestos
de responsabilidad directiva en la alta Administración; pero
fue en los regímenes dictatoriales, que se sucedieron en este
país a lo largo de los casi cincuenta años durante el siglo
XX, cuando el poder gubernamental echó manos de ese
yacimiento de captación de perfiles políticos y directivos
como era la alta función pública (los cuerpos de élite). Así,
durante esos períodos floreció la esencia de un corporati-
vismo institucional que entrevera la profesionalización de
origen con la politización en los nombramientos. Esta apa-
rente corrección de las patologías existentes tampoco era
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 51

tal, pues si bien es cierto que exige como premisa que quien
es designado sea previamente funcionario, no lo es menos
que el factor determinante no es esa condición (que se con-
vierte en requisito de entrada) sino la proximidad ideológi-
ca (incluso la militancia) con el partido en el poder.
El hecho cierto es que el corporativismo funcionarial en-
contró amplio espacio de desarrollo en los sistemas autori-
tarios y dictatoriales que hipotecaron buena parte de la vida
de España durante el siglo XX, ante la inexistencia real de
un partido único efectivo que sirviera de provisión exclusi-
va de cargos públicos. Y ello implicó que el corporativismo
funcionarial terminara alimentando la premisa equivocada
de que la cobertura de los altos niveles gubernamentales o
administrativos por altos funcionarios (a través del sistema
de libre nombramiento o libre designación) era un signo de
profesionalización (siquiera sea en su acepción débil) de la
alta Administración Pública. De mentiras piadosas también
ha vivido la Administración española y tales autoengaños
han retroalimentado la propia doctrina jurisprudencial, Tri-
bunal Supremo y Constitucional incluidos. El fuerte cor-
porativismo judicial también puede explicar esa benevo-
lencia en el análisis del fenómeno. Frente a los desmanes
del clientelismo político, se erige, así, al corporativismo
funcionarial como aparente solución. Pero no es tal, como
se ha expuesto. En última instancia lo que se ha hecho en
España es mezclar fatalmente el clientelismo político con el
corporativismo funcionarial. Y en esa fusión asimétrica, por
esencia, siempre termina dominando la política.
El corporativismo no solo impregnó la alta función pú-
blica, sino sobre todo la conformación del poder judicial en
España, pues la ley orgánica provisional del poder judicial de
1870 persiguió erradicar la politización existente en la justi-
cia con unas fuertes dosis de medicina corporativa; esto es,
52 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

creando un cuerpo funcionarial de jueces y magistrados al


cual se accedía mediante oposición libre, aunque luego se
fueron admitiendo accesos colaterales a través de turnos dife-
renciados. En efecto, esa conquista pronto se vio oscurecida
(tras la reforma de 1882) por la introducción de un turno co-
lateral que permitía el acceso a la función judicial sin superar
la oposición, lo que dejaba amplio margen de discreción a
los políticos de turno en los nombramientos judiciales. Así,
un real decreto de 1887 ampliaba la inamovilidad a todos los
jueces, “no solo a los ingresados por oposición, y acentuaba
la importancia de los criterios de antigüedad y calificación
de méritos, frente a la libre elección, en los ascensos de la
carrera” (Villacorta, 1989: 36). Un precedente de extensión
arbitraria de las garantías de inamovilidad funcionarial para
quienes no habían accedido por oposiciones. El acceso a la
carrera judicial por oposición libre resultó un avance inicial
innegable, pero pronto se convirtió también en una forma
singular de blindaje corporativo; puesto que ese flamante Po-
der Judicial terminaba siempre dependiendo del Poder Eje-
cutivo a través del Ministerio de Justicia. Incluso después de
ese proceso de profesionalización del acceso a la judicatu-
ra en 1870, siquiera fuera parcial, se siguieron produciendo
innumerables casos de fraude en la cobertura de las plazas,
principalmente en la justicia municipal.
En consecuencia, la autonomía del Poder Judicial en Es-
paña fue inexistente hasta bien entrado el siglo XX, y las
garantías de independencia de ese poder no fueron más allá
de cerrar (parcialmente) la entrada a criterios de valoración
política en los nombramientos, con la instauración del siste-
ma de oposiciones libres, lo cual fue un paso adelante en el
acceso a la carrera judicial, pero esta solución institucional
no implicaba contrapoderes efectivos en lo que a su ejer-
cicio respecta. Los nombramientos para cargos judiciales
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 53

y los ascensos seguían dependiendo de la política ministe-


rial y, por tanto, del Gobierno de turno. Las interferencias
del Ejecutivo fueron, por tanto, constantes y continuas. Y
ello marcará una línea de tendencia, también hasta nuestros
días. Asimismo, esas interferencias han echado raíces en el
Ministerio Fiscal, hasta el punto de que el Informe del Esta-
do de Derecho 2023 de la Unión Europea insista también en
distanciar temporalmente los mandatos de los respectivos
Gobiernos del propio del Fiscal General del Estado. Una
reforma legal de la que se sigue haciendo oídos sordos.
Hoy en día, por tanto, se detecta un reverdecimiento del
corporativismo funcionarial en España. Esa resurrección
corporativa se advierte no solo en el ámbito de la judicatu-
ra o de los cuerpos de élite, sino también en las cada vez
más numerosas reivindicaciones corporativas funcionaria-
les, principalmente salariales, del personal estatutario o de
las policías, que olvidándose de la función de servicio pú-
blico, persiguen exclusivamente mejoras de sus condiciones
de trabajo mediante el recurso a medidas de presión como
la huelga, aplicada a servicios públicos esenciales como la
justicia, seguridad o sanidad. Ese corporativismo tiene tam-
bién una expresión pretendidamente progresista, como es su
manifestación corporativo-sindical, que busca igualmente
subidas salariales para sus respectivos colectivos o la protec-
ción, mediante accesos blandos o directos al empleo público,
de los colectivos de personal temporal o interino, cuando no
promociones internas de saldo. La impronta corporativa se
pretende trasladar igualmente al ámbito institucional (modo
de elección de los vocales judiciales del CGPJ), donde el he-
cho cierto es que la contraposición entre politización y cor-
porativismo empaña totalmente el debate que debe regir la
conceptualización de una composición bajo premisas demo-
cráticas y profesionales del órgano de gobierno de los jueces.
54 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

Da la impresión, en efecto, de que entre ambos polos


o extremos del problema (politización/corporativismo) no
hay otros modos de resolver los nudos que atraviesan a
la función pública, el sistema judicial o a los órganos de
gobierno del poder judicial. Se pretende, así, falsamente,
oponer la legitimidad corporativa a la legitimidad democrá-
tica, olvidando que en el ámbito institucional lo realmente
importante es combinar de modo adecuado la profesiona-
lización y la imparcialidad de sus miembros, así como la
independencia de sus órganos, sin perjuicio de que pueda
entrar a operar, una vez se hayan acreditado y salvaguar-
dado tales principios, un margen de actuación razonable de
legitimidad democrática en cuanto potestad discrecional
acotada, en especial cuando de designar a los miembros de
un órgano de gobierno respecta, como es el actual CGPJ.
Esta lógica en ningún caso debe admitirse en el acceso a
la función pública y solo con las garantías institucionales
debidas puede desplegarse (mediante un órgano indepen-
diente de acreditación) en la provisión de puestos directivos
profesionales en el sector público. En síntesis, España sigue
anclada en la dicotomía eterna entre politización y corpora-
tivismo, no dejando –como han hecho otros países occiden-
tales– que emerjan sistemas de comprobación objetivo de
cualificaciones profesionales y de integridad institucional
antes de proceder a los nombramientos de determinados
cargos institucionales o directivos.

3. El “Cirujano de hierro” o la búsqueda del atajo


autoritario
El mal venía de lejos, pero el shock a la conciencia na-
cional que supuso el Desastre del 98 y la consiguiente pér-
dida de las colonias de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, tuvo
como resultado cierto una puesta en cuestión, en expresión
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 55

de Galdós, de los tiempos bobos del turno político, y de sus


hasta entonces devastadoras consecuencias sobre un país
que, salvo avances puntuales formales, se estaba quedando
atrás en la plena construcción de un Estado Liberal. Los
impulsos, más o menos sinceros, de la aireada regenera-
ción, tomaron fuerza; aunque con muy escasas realizacio-
nes efectivas.
Sin duda ese complejo escenario recibió un sinfín de
atenciones intelectuales de quienes sentían el desgarro inter-
no de un país atrofiado. Proliferaron los ensayos que mos-
traban las dolencias de una España en declive. Aunque hubo
previamente testimonios, como el de Lucas Mallada (Los
males de la patria y la futura revolución española), que ya
ofrecían muestras evidentes de descomposición del sistema
de la Restauración. Una de esas voces regeneracionistas, con
más predicamento intelectual que político, fue la de Joaquín
Costa. En su conocido informe presentado en el Ateneo de
Madrid sobre Oligarquía y caciquismo como la forma ac-
tual de gobierno en España y modo de cambiarla (1982),
el autor oscense, con un marcado discurso antipartidos (con
referencia obviamente a los partidos del turno político), de-
fendió la tesis (ya anticipada por Macías Picavea) de que la
Constitución real de España era la oligarquía y el caciquis-
mo. De ahí dedujo que, en verdad, en España no existía un
régimen liberal ni siquiera un Parlamento o unos partidos (a
quienes calificaba de “banderías o facciones”), pues todas
esas instituciones y sobre todo quienes las ocupaban se pre-
valían del poder para reforzar sus propios intereses.
La citada Memoria dio lugar a una sugerente encuesta
de opiniones en torno a su contenido en el ámbito del propio
Ateneo, debate en el que participaron intelectuales y acadé-
micos de primer nivel, junto con profesionales o miembros
del Ateneo. Aunque el contenido de este debate ha tenido
56 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

reflejo en diferentes obras de historiadores del período (por


ejemplo, Maurice y Serrano, 1997), hay algunos aspectos
de las reflexiones vertidas en tal encuesta que no han sido
difundidas y que tienen estrecha relación con el objeto de
estas líneas. Conviene, siquiera sea telegráficamente, hacer
referencia a algunas de ellas.
Hay que partir de que en las propuestas iniciales de Costa
destaca la controvertida idea del cirujano de hierro, luego
amortiguada en versiones ulteriores de ese mismo texto. Ni
que decir tiene que tal solución fue objeto de un profundo de-
bate en el que, también con un análisis de otras perspectivas
del fenómeno caciquil y oligárquico, se pronunciaron políti-
cos, intelectuales o académicos de la talla de Antonio Mau-
ra, Adolfo Posada, Rafael Altamira, Francisco Pi i Margall,
Emilia Pardo Bazán, Miguel de Unamuno, Santiago Ramón
y Cajal, Vicente Santamaría de Paredes, Antonio Royo Villa-
nova o Gumersindo de Azcárate, entre otros muchos.
Realmente, las tesis finales de Costa, tras acoger parte
de las observaciones formuladas a su Memoria, tal y como
aparecen en una Antología de su obra (Costa, 1992), sua-
vizaban algunas aristas del planteamiento inicial. Y entre
ellas, se podía citar, por ejemplo, el fracaso en la implan-
tación en España de un Estado Liberal, pues a pesar de eli-
minar aparentemente el poder absoluto de la monarquía, “el
verdadero obstáculo tradicional, el trono del cacique, quedó
incólume”. Por tanto, Costa concluía que “todo aquel es-
tado de corrupción (…) subsiste íntegro treinta y dos años
después”. De lo anterior derivaba que la oligarquía y el ca-
ciquismo eran, por consiguiente, la verdadera constitución
vigente entonces en España. Y este contexto nos diferen-
ciaba del resto de países europeos occidentales, ya que la
forma de gobierno en España descansaba sobre tres pila-
res: los oligarcas (prohombres o notables de cada forma-
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 57

ción política), los caciques, de primer, segundo o ulterior


grado (lo que hoy serían las denominadas como baronías
territoriales); y los gobernadores civiles, que servían de ór-
ganos de comunicación con el Ministerio de Gobernación
y, asimismo, de importante instrumento para la fabricación
electoral y el control territorial del poder (aspecto, afortu-
nadamente erradicado hoy en día). Para el autor aragonés,
la extirpación del caciquismo era la premisa necesaria para
implantar en España un auténtico régimen parlamentario y,
por tanto, un Estado Liberal.
Entre las soluciones que proponía Costa (al margen del
controvertido “cirujano de hierro”), estaban, entre otras, la
reforma de la educación, la creación de un poder judicial
digno de su función, la promoción del autogobierno local,
la renovación del personal gobernante, etc.
Pero, al margen de tales detalles, la fórmula propuesta
por Costa parecía abrir la puerta a una suerte de régimen
presidencialista que se alejaba así de los postulados del fal-
seado régimen parlamentario de gobierno vigente durante
el liberalismo del siglo XIX español. Y es en ese punto don-
de entró directamente como objeto de debate la desdibu-
jada concepción del principio de separación de poderes y
su (pésima) aplicación en España, dando lugar a algunas
opiniones que en la citada encuesta se vertieron por parte
de políticos y académicos. Por consiguiente, la tensión en-
tre liberalismo y antiliberalismo ya se palpaba con fuerza
en las últimas décadas del régimen político de la Restaura-
ción. Lo que vino después fue el hundimiento de un sistema
constitucional que no supo adaptarse a los retos de princi-
pios del siglo XX, si bien es cierto que sumido en un mar-
co general comparado poco favorable a la vigencia de un
parlamentarismo cada vez más contestado. No obstante, las
peculiaridades propias de este país llamado España hicie-
58 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

ron el resto. Comenzaba a vislumbrarse en el horizonte un


larguísimo período histórico, solo interrumpido por el sis-
tema político de la Segunda República, de sendos períodos
dictatoriales en los que los endebles e insuficientes a todas
luces postulados del Estado Liberal, (mal) construidos en
este país, desaparecerían de la escena política, recluidos a
una oposición no reconocida y, en algunos casos, persegui-
da (dictadura primorriverista), o, peor aún, a una oposición
reprimida brutalmente y fuera por completo de los círculos
de poder (dictadura franquista). El corporativismo como so-
lución de política institucional orgánica entró en escena a
partir de esos momentos.

4. El corporativismo echa raíces


No tiene ningún interés en un estudio de estas caracte-
rísticas detenerse en el análisis de las dictaduras de Primo
de Rivera y Franco, ni tampoco en la sangrienta guerra civil
que las fuerzas insurgentes promovieron. Ni siquiera, aun-
que quizás algo más, resulta necesario prestar atención al
paréntesis que entre ambos momentos dictatoriales supuso
la Segunda República, aunque en esos años la arquitectura
constitucional republicana tomó también formalmente el
esquema democrático-liberal, avanzando ya en sus postu-
lados sociales, y con un primer esbozo de lo que pretendía
ser un Estado regional (o Estado integral, en expresión de
la Constitución de 1931). El modelo republicano articuló
una división de poderes formal de tipo horizontal (aunque
con alguna incursión puntual hacia la separación de poderes
vertical o territorial), con un Parlamento unicameral (sin el
hipotético freno de una segunda Cámara), exploró por se-
gunda vez en la historia una forma de gobierno republicana,
pero con fuerte impronta parlamentaria, y configuró un Tri-
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 59

bunal de Garantías Constitucionales que no estuvo nunca a


la altura de las circunstancias ni en su diseño ni menos aún
en su funcionamiento. Tal Tribunal más que de freno insti-
tucional y de garantía de la Constitución, obró en algunos
momentos con evidente imprudencia como potencial des-
estabilizador del sistema. Pero no interesa ahora destacar
todos esos elementos de contexto histórico, sino más bien
dar noticia de que el sistema parlamentario falseado del si-
glo XIX y de principios del siglo XX español, así como el
paréntesis del régimen presidencialista-parlamentario de la
Segunda República, dio paso a esa instalación temporal (de
más de 47 años) de dos sistemas políticos autoritarios o dic-
tatoriales de base corporativa orgánica que, inevitablemen-
te, han generado su particular legado político-institucional
y social con impactos evidentes hasta nuestros días.
El sistema político español heredado del siglo XIX te-
nía, como se ha visto, un fuerte peso oligárquico y caciquil.
De hecho, el aparente Estado Liberal decimonónico español
se construyó principalmente sobre mimbres ideológicos del
liberalismo doctrinario, como estudió en su día Luis Díez
del Corral. Tal como expuso este autor, “el término ‘doctri-
nario’ que, procedente de Francia ha penetrado en España
(…), persiste en la segunda mitad del siglo (XIX) con más
vitalidad que en el país vecino” (1984: 605). Pero ese libera-
lismo doctrinario en su larga aplicación española se asenta-
ba inicialmente en una concepción limitadísima del cuerpo
electoral (propia del doctrinarismo), pero sobre todo en un
falseamiento constante y permanente de sus resultados, al
margen de tener como pilar de su esencia constitucional la
conocida construcción de la soberanía compartida entre Rey
y Cortes. Como es sabido, en España ese aparente modelo
liberal descansó también sobre bases falsas, en cuanto que
durante el siglo XIX y hasta 1931, todas las elecciones fue-
60 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

ron fabricadas desde el poder, con lo cual el papel de las


intervenciones monárquicas o palaciegas en la vida política
nacional se podía ver multiplicado, lo que ocurrió en no po-
cos momentos de nuestra Historia. En ese escenario, la oli-
garquía dominante tenía salvaguardado el control del poder,
solo amenazado por intermitentes períodos de liberalismo
progresista, en los que la base electoral del sistema se am-
pliaba (incluso hasta llegar a alcanzar al sufragio universal,
como durante el Sexenio Democrático), pero durante los
cuales las bases de falseamiento de la voluntad electoral en
manos de los muñidores respectivos de cada Gobierno se-
guían siendo la pauta común de funcionamiento del sistema.
Además, ese liberalismo conservador asentado en pos-
tulados doctrinarios terminó en no pocos casos dando mues-
tras de claro autoritarismo en el ejercicio fáctico del poder,
como fue durante determinados gobiernos de Narváez, o
incluso de intentos de institucionalizar un sistema político
de corte autoritario a través de un proyecto de Leyes fun-
damentales promovidas por Bravo Murillo en su etapa de
ejercicio como presidente del Gobierno (1851-52). Esos
momentos políticos supusieron un precedente remoto de la
contracción autoritaria de ese liberalismo doctrinario que
terminaba así negando sus propios principios existenciales.
En efecto, el intento de “dictadura” de Bravo implicaba,
según Pidal, “la anulación completa del régimen represen-
tativo”; aunque ese primer ensayo de desmantelar comple-
tamente el Estado Liberal existente, resultara un evidente
fracaso (Fontana, 2007: 259). Bravo Murillo sí que llevó
a cabo importantes reformas en el ámbito administrativo y
presupuestario, si bien con desigual presencia (Pro, 2019:
599-600). En cualquier caso, abrió el camino a lo que se
denominó como el “liberalismo autoritario”, practicado en
la etapa final del período isabelino.
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 61

La expresión ideológica más dura de tal orientación,


vino de la mano de Juan Donoso Cortés, uno de los teóricos
que sirvió de puente a la inserción en España del primer
liberalismo doctrinario, pues de hecho fue el autor intelec-
tual de trasladar a la Constitución de 1845 el principio de
soberanía compartida, pero que terminó defendiendo avant
la lettre la dictadura, y sus tesis fueron aplaudidas por el
propio Carl Schmitt, que citó reiteradamente al autor espa-
ñol de forma elogiosa. Álvarez Junco expuso con claridad
meridiana la evolución (mejor dicho, involución) del pen-
samiento de Donoso Cortes desde posiciones conservado-
ras hacia postulados autoritarios de negación a ultranza del
Estado Liberal. Según el reconocido historiador, Donoso
arremete con fuerza contra el liberalismo y el (primer) so-
cialismo (planteado tras la revolución de 1848). Sus pala-
bras lo dicen todo: “El liberalismo es el mal, el puro mal”.
Lacónico y demoledor juicio sobre el Estado Liberal y su
arquitectura institucional que, según recoge Álvarez Junco,
se caracterizaba por los siguientes elementos: “La sobera-
nía popular, los derechos del hombre, la división de pode-
res, el régimen constitucional parlamentario, todo ello es
fundamentalmente erróneo (…) Donoso entra así de pleno
derecho en la línea del pensamiento reaccionario irraciona-
lista surgido de la Revolución francesa”.
Hay muchos otros testimonios sobre el papel de Donoso
Cortés en la involución del liberalismo español hacia fór-
mulas primero muy restrictivas y luego claramente ilibera-
les o dictatoriales. Pero, entre ellos, tal vez destaque la des-
cripción, cargada de sátira, que lleva a cabo Benito Pérez
Galdós sobre tal personaje, recogida en el episodio nacional
sobre Narváez. Allí, en efecto, expone magistralmente el
carácter farragoso de las propuestas de Donoso y la enemi-
ga que irán adquiriendo sus tesis incluso dentro del bando
62 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

conservador o moderado. Utilizando su alter ego narrati-


vo en el citado episodio, el autor canario considera como
“matraca horrible la carta filosófica remitida por Donoso
Cortés” que “nos enjaretó desde Berlín”, calificándola de
“ñoñerías filosófico ultramontanas”, y recogiendo incluso
la opinión de que “Narváez le odia cordialmente y se jacta
de no haberle leído nunca”.
Pero del pensamiento de Donoso hay algo que incidirá
con fuerza a partir del siglo XX: “La consecuencia más ne-
fasta del liberalismo (será) su incapacidad de oponer resis-
tencia al socialismo. Este será el verdadero Anticristo de la
concepción agustiniana”. Los efectos de la Revolución de
1848, que aquí se quedaron en mera tormenta, como reflejó
también el propio Galdós en otro episodio nacional (Las
tormentas del 48), promovieron ese incipiente temor a las
masas, concepto que sustituyó –tal como también expresa
el autor canario– a las españolas turbas. Sin embargo, en
ese siglo XXI, a ese demonio político se le añadirá otro re-
troalimentado con fuerza durante los dos períodos dictato-
riales: las fuerzas políticas centrífugas conformadas por las
expresiones nacionalistas. Con ese cóctel, el arrumbamien-
to del Estado Liberal fue un hecho consagrado durante los
períodos de 1923-1930 y 1936/39-1976. España retornaba,
así, a las esencias más reaccionarias y retrógradas quedando
fuera del concierto occidental, durante al menos tres déca-
das de casi total aislamiento que coincidieron en parte con
los treinta gloriosos años de desarrollo político, económico
y social de los países de Europa Occidental, de los que que-
dó (casi) excluida España.
Pero retornando al sistema político de la Restauración,
cabe subrayar que la aprobación definitiva del sufragio
universal por el Gobierno de Sagasta en 1890 abrió en ese
momento una expectativa de democratización del sistema
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 63

electoral, que no fue tal salvo en algunos distritos urba-


nos. La Constitución canovista, articulada en torno a los
principios del liberalismo doctrinario (redefinidos a través
de esa noción algo metafísica de Constitución interna) y
del sempiterno falseamiento electoral, comenzaba a ofre-
cer costuras muy rígidas para incorporar las sensibilidades
políticas que comenzaban a tomar cuerpo en la realidad
española (un número también cada vez mayor de partidos
republicanos, regionalistas y nacionalistas, la emergencia
del PSOE, así como otras sensibilidades políticas que aún
no encontraban expresión parlamentaria). Aunque lenta-
mente, la sociedad española se estaba transformando; sus
líneas de actuación eran claras: una industrialización, si
bien focalizada territorialmente, unas clases medias urba-
nas en constante crecimiento, y un descenso (aun relativo)
del analfabetismo y, por tanto, la existencia de una mayor
capacidad de juicio político, también de las propias masas.
Aun así, el poder de la Iglesia, (casi) siempre alineada con
las posiciones más conservadoras, era todavía intenso y
lo siguió siendo, más cuando los sistemas dictatoriales se
impusieron en esos dos momentos antes citados. El estado
nacional católico fue el basamento sobre el que se cons-
truyó el régimen franquista, pero tuvo sus precedentes en
el momento primorriverista.
En paralelo, las premisas de un corporativismo pro-
fesional y social, que encontraba su origen en las últimas
décadas del siglo XIX conforme el desarrollo económico
y social español iba incrementándose, fueron echando raí-
ces sólidas entre los años 1890 y 1923, para transformarse
gradualmente en un corporativismo político-institucional
durante la Dictadura de Primero de Rivera, que sirvió de
banco de pruebas a la autodenominada democracia orgáni-
ca propia del franquismo. Las prototendencias autoritarias
64 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

antes examinadas y, el temor reverencial de la burguesía y


la oligarquía dominantes a las opciones republicanas y, so-
bre todo, socialistas, anarquistas y separatistas, junto con el
desprestigio en el que había caído un sistema político-insti-
tucional enquistado e incapaz de transformarse como era el
de la Restauración y los propios partidos que lo sostenían,
fueron las circunstancias que finalmente dieron pie al asen-
tamiento de un antiparlamentarismo y antiliberalismo cada
vez más intenso y, en consecuencia, abrieron de par en par
las puertas a expresiones dictatoriales de ejercicio del po-
der que negaban de raíz los presupuestos básicos del Esta-
do Liberal, ampliamente falseados entre nosotros. Así, por
ejemplo, como se ha recordado recientemente en un ensayo
biográfico sobre Primo de Rivera, “el Estado corporativo
español se presentó, al igual que el Estado fascista, como
una tercera vía entre capitalismo y socialismo” (Quiroga,
2022: 136); sin embargo, tal propuesta político-institucio-
nal fue finalmente un rotundo fracaso, si bien arrastró al
país por la periferia de la Historia durante varias décadas.
La cristalización de las corporaciones profesionales dio
comienzo en España, no obstante, en las décadas iniciales
del siglo XIX, primero con la creación de los colegios de
abogados, cuyos primeros estatutos datan de 1838, y más
tarde de las profesiones sanitarias, tales como médicos y
farmacéuticos, que comenzaron a pergeñarse con la ley
de sanidad de 1855 (mediante la creación de los jurados
médico-farmacéuticos) y que ultimaron su consolidación a
finales del siglo XIX y principios del XX. Esas eran las pro-
fesiones liberales típicas del período (abogacía, medicina,
farmacia, así como veterinaria), a las que se añadieron los
distintos tipos de ingenierías, que entonces distaban mucho
de configurarse como “profesiones liberales”, ya que las
Escuelas de Ingenieros eran la cantera que surtía a los dis-
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 65

tintos Cuerpos de ese carácter que prestaban sus servicios


en la Administración Pública. Los cuerpos de ingenieros se
fueron consolidando como cuerpos especiales de carácter
técnico, obteniendo la prerrogativa de la inamovilidad mu-
cho antes que los cuerpos administrativos generales, some-
tidos estos últimos al vaivén constante de las cesantías.
Interesa principalmente en estos momentos situar el
punto de atención en los cuerpos de funcionarios, que die-
ron origen a la creación de una Administración Pública in-
cipientemente formada por medio de un espíritu corpora-
tivo, cristalizado a través de los cuerpos especiales de la
Administración (por ejemplo, Letrados del Consejo de Es-
tado, y del Ministerio de Justicia que luego dieron lugar a
los Abogados del Estado, etc.).
El corporativismo profesional comportaba que eran los
propios colegios profesionales quienes “controlaban los
asuntos de interés general de la profesión”, lo que les con-
figuraba como “espacios de poder e influencia” (Villacorta,
1989: 19). Al fin y a la postre eran como injertos en el fun-
cionamiento del sistema administrativo, que condicionaban
a la Administración con sus facultades de autorregulación
y decisión. Pronto ese poder de influencia fue creando pa-
sarelas entre las actividades profesionales colegiadas y la
propia política, hasta el punto de que buena parte de los
cargos directivos colegiales fueron a recaer en políticos en
activo o que habían pasado por la actividad representativa o
ejecutiva. Las puertas giratorias de la política se encauzaron
también en la etapa liberal hacia consejos de administración
de empresas que tenían lazos innegables (concesiones) con
los poderes públicos del momento. Entonces se comenzó
a gestar lo que ha sido tildado como “el capitalismo clien-
telar”. El número de políticos y ex políticos que termina-
ron estando en empresas públicas o pertenecientes al sector
66 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

regulado se fue incrementando espectacularmente (Sansón


Carrasco, 2017: p. 179).
Pero, a nuestros efectos, fue mucho más trascendente la
evolución del corporativismo en las estructuras burocráticas
del Estado. La primera gran batalla de los cuerpos de funcio-
narios del Estado consistió en garantizar la inamovilidad a
los funcionarios y, por tanto, su protección frente a los cam-
bios políticos; esto es, se trataba de poner a los funcionarios
al abrigo de la política. La segunda batalla consistió en sal-
vaguardar que la promoción profesional no dependiera del
favor, sino de criterios objetivos, estableciéndose a tal efecto
el escalafón como medio central de ascender en la jerarquía
corporativa, que ordenaba a los funcionarios por un número
ligado a la antigüedad en el cuerpo y al número de ingreso.
El ensayo del moderantismo liberal, ya desde las inci-
pientes tesis de Alejandro Oliván, tuvo como objetivo “re-
forzar al poder ejecutivo dotándolo de una Administración
obediente, bien disciplinada (…) que funcionara como má-
quina eficiente dispuesta a cumplir las órdenes de los go-
bernantes” (Pro, 2019: 401-403); pero, desde sus inicios,
la función pública se fracturó estructuralmente en cuerpos
generales y cuerpos especiales. Los primeros fueron foco
de las cesantías y abrieron ese mal singular español, aunque
también de otros pagos, como recogiera el propio Tocque-
ville, al describir a los franceses con “esa pasión creciente,
desenfrenada e ilimitada por los empleos públicos” (2005);
enfermedad social que entre nosotros se conocía como em-
pleomanía. De ahí a la construcción de estereotipos no ha-
bía sino un paso. Así se generó un rechazo público y des-
legitimación evidente de la burocracia, y se creó un figura
malformada del burócrata en la opinión pública, que llega a
nuestros días. La literatura costumbrista, el ensayo político
y los periódicos de la época están plagados de denuncias
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 67

sobre tales lacras, como las cesantías, a las que se sumaban


el amiguismo (la sociedad del favor) y el nepotismo, así
como la corrupción. La Administración se convirtió, así, en
el “cuarto oscuro” de la política en la España decimonónica
(Jiménez Asensio, 2023).
Según se ha expuesto, la Administración central es-
pañola articuló sus cuerpos de funcionarios en torno a la
distinción clásica entre cuerpos generales (cuerpos admi-
nistrativos) y cuerpos especiales (cuerpos técnicos o espe-
cializados), si bien tal taxonomía fue acuñada más adelante.
Los cuerpos especiales fueron los que primero lograron la
inamovilidad y, por tanto, quedaron protegidos frente a las
temidas cesantías (ceses y nombramientos discrecionales
cuando se producía un cambio de gobierno o de ministerio).
Los cuerpos generales (administrativos) vivieron, por el
contrario, el peso de una fuerte politización y fueron es-
pacios administrativos donde se desplegaron innumerables
favores personales o comportamientos propios de nepo-
tismo o amiguismo, así como pasado el tiempo resultaron
ser también ámbitos de expansión del clientelismo políti-
co más acusado. Realmente esos puestos generalistas eran
el lugar idóneo, como expuso el profesor Alejandro Nieto,
para transformarse en “pasto de clientelas” que se proyec-
taban a través del sistema de cesantías, una aplicación cas-
tiza –como dijo ese mismo profesor– del spoils system. El
caciquismo y clientelismo político en materia de empleos
públicos tomó, así, como punto de referencia los empleos
no agrupados en cuerpos especiales de la Administración
(estos últimos eran una minoría); y, por tanto, en esas fun-
ciones generales se prodigaron las remociones y ceses, lo
cual fue una constante hasta los últimos años del siglo XIX
y principio del XX, momento en el cual las leyes departa-
mentales de los distintos ministerios fueron reconociendo
68 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

la inamovilidad también a estos funcionarios, algo que con-


sagraría con carácter general en el Estatuto Maura de 1918
(Jiménez Asensio, 1989).
Por su parte, la pretendida voluntad regeneradora del
golpe de Estado de Primo de Rivera, pronto mostró su más
claro fracaso; el enchufismo y las recomendaciones proli-
feraban por doquier, hasta el punto de que el dictador tuvo
que aprobar una disposición “prohibiendo las recomenda-
ciones” (algo que también hizo el sistema político fran-
quista en sus primeros años). Ambas esperpénticas dispo-
siciones pretendían prohibir lo que era una patología social
ampliamente arraigada, y representaban una viva muestra
de las raíces tan profundas que, como reconoció el propio
Conde de Romanones, tenía el caciquismo en España. Ade-
más, a partir del hundimiento del sistema de la Restaura-
ción, se volvió a poner en la picota (especialmente durante
la dictadura franquista, aunque con algunos precedentes en
la dictadura primorriverista) a los funcionarios no adictos
a la ideología dominante. Ello fue evidente con las inten-
sas depuraciones de funcionarios que llevó a cabo el fran-
quismo, pero también mediante la puesta en marcha de las
oposiciones patrióticas, que beneficiaban descaradamente
a aquellos candidatos que habían mostrado un compromiso
firme con el ideario del nuevo régimen.
En realidad, en lo que al análisis del corporativismo res-
pecta, es oportuno poner de relieve que la burocracia fun-
cionarial, especialmente durante las dictaduras de Primo de
Rivera y de Franco, fue una cantera inagotable de cuadros
políticos de primer nivel y de cargos directivos de ambas
administraciones (también nutrieron los consejos de admi-
nistración de las nacientes empresas públicas). Sin duda lo
fue también la cantera de los funcionarios militares, que
alimentó una buena parte de los cuadros políticos de las
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 69

primeras etapas de ambas dictaduras, aunque luego la pre-


sencia de funcionarios civiles de los cuerpos de élite fue
compensando gradualmente ese desequilibrio inicial. Pri-
mo de Rivera, en la conformación de su directorio civil y
en la selección de cuadros de la Administración, hizo uso
reiterado de los altos funcionarios. Más claro fue el caso
del régimen franquista que, tal vez por su extensa duración
temporal y la carencia de una cantera política de extracción
de cargos públicos, se echó directamente en manos de los
altos cuerpos del Estado, que ya entonces no se limitaban a
los tradicionales cuerpos de ingenieros, Letrados del Con-
sejo de Estado o Abogados del Estado, sino que había am-
pliado funcional y numéricamente su radio de acción.
Para entender este fenómeno, siquiera sea en sus grandes
líneas, hay que partir del extraordinario diagnóstico que en
su día realizó el profesor Alejandro Nieto, quien basándose
en estudios realizados por De la Oliva y Gutiérrez Reñón so-
bre la evolución de los cuerpos de funcionarios de la Admi-
nistración del Estado, constató que, particularmente por lo
que respecta a los cuerpos especiales, tales estructuras fun-
cionariales –también por la propia dinámica de conforma-
ción del Estado y la debilidad de la política liberal– habían
terminado degenerando en dos fenómenos principalmente:
por un lado, se había producido la apropiación corporativa
por tales cuerpos de funcionarios de amplios sectores de la
organización; y, por otro, estaba generalizado el autogobier-
no corporativo, por lo que se refiere a sus reglas de funcio-
namiento interno y de derechos (principalmente, en lo que
a cuerpos especiales de élite respecta). Este proceso se vio
favorecido, además, durante las dos etapas dictatoriales, en
particular en el sistema político franquista.
Un sugerente estudio fechado a principios de la déca-
da de los ochenta, puso de relieve con datos empíricos el
70 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

trascendental papel que los altos cuerpos del Estado ju-


garon en la provisión de niveles políticos y, en particular,
de los puestos directivos de la Administración franquista
(Álvarez, 1984). La inexistencia de partidos políticos (que,
en el caso del franquismo, se concentraba en la debilidad
manifiesta como pretendido partido único del régimen de
Falange Tradicionalista y de las JONS) generaba un vacío
de poder que debía ser cubierto con funcionarios adictos al
régimen, algunos provenientes del Movimiento Nacional o
de los sindicatos verticales, pero los niveles de mayor res-
ponsabilidad (ministerios y direcciones generales) se reser-
vaban a los cuerpos de élite. Algo similar había sucedido,
como vimos, en la Dictadura de Primo de Rivera. Pero lo
más sorprendente del fenómeno corporativo es que desde
entonces echó fuertes raíces como cantera de cuadros po-
líticos y directivos. Menos conocido es el dato de que tam-
bién en la Segunda República, según se ha expuesto, “dos
terceras partes de los ministros pertenecían a Cuerpos de la
Administración del Estado” (Álvarez, 1984: 115). La llega-
da del sistema democrático a través de la Constitución de
1978, tampoco supondría una cesura en este modo de reclu-
tar políticos y directivos por medio de los cuerpos funcio-
nariales, si bien se introdujeron algunos matices en cuanto
que cuando gobernaba la izquierda los cuerpos que nutrían
los altos cuadros del Estado eran preferentemente docen-
tes y médicos o miembros del antiguo cuerpo de Técnicos
de Administración Civil (hoy en día, del Cuerpo Superior
de Administradores del Estado), mientras que si lo hacía
la derecha la procedencia de determinados cuerpos de élite
(como Abogados del Estado, Inspectores de Hacienda, etc.)
se llevaba la palma.
Los cuerpos de funcionarios tuvieron, como expuso
también el profesor Nieto, un momento de apogeo, que este
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 71

autor lo sitúa a partir de la aprobación de la Ley de Funcio-


narios Civiles de 1964. En realidad ello se produjo a partir
del plan de estabilización y el desarrollismo que implicó en
aquella década. En ese contexto, los cuerpos especiales im-
pusieron sus reglas no escritas, haciendo fracasar lo que fue
–en palabras de ese autor– “una reforma de 1964 sincera e
inteligente” (Nieto, 1974: 139).
Ese corporativismo funcionarial retomará su (relativa)
fuerza en España tras la entrada en vigor de la Constitución
de 1978, aunque la tendencia subterránea, nunca aparecida
con frontal expresión, es que mientras ha habido gobiernos
de izquierda la pretensión ha sido limitar el poder corporativo
de los cuerpos de funcionarios (también a través de marcos
normativos diferenciados), y cuando se han dado períodos
de gobiernos de la derecha, por el contrario, se ha producido
un mayor protagonismo de los cuerpos funcionariales, no
solo en la alta Administración del Estado, sino también en el
ámbito del poder judicial o del órgano de gobierno de este
poder judicial (esto es, en las propuestas sobre el modo y
manera de designar a los miembros del Poder Judicial por el
Consejo General del Poder Judicial, hoy día bastante coinci-
dentes, por cierto, con las promovidas por el Informe sobre
el Estado de Derecho 2023 de la Comisión Europea).
En todo caso, las soluciones corporativas no son preci-
samente ningún antídoto constitucional o democrático a la
ocupación partidista de las instituciones. Las opciones cor-
porativas como pretendida alternativa a la crisis del parla-
mentarismo en el periodo de Entreguerras terminaron con-
virtiéndose abiertamente en fórmulas políticas autoritarias
o dictatoriales. Hans Kelsen, una vez más acertó plenamen-
te al descartar de raíz que las soluciones corporativas (o de
“representación profesional”, como las denominaba) fueran
realmente una alternativa viable a los regímenes democrá-
72 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

tico-parlamentarios. Con su agudeza habitual, el autor aus-


triaco diagnosticó certeramente el fondo del problema: “La
aspiración reiterada en pro de una organización estamental
late no tanto el anhelo de una participación orgánica y jus-
ta de todos los grupos profesionales en la elaboración del
poder del Estado, como la ambición hacia el poder sentida
por algunos sectores interesados a quienes la Constitución
democrática no ofrece, al parecer, posibilidades de éxito”
(Kelsen, 1977: 79).
En fin, el debate politización/corporativismo es un en-
foque falso o, al menos, muy limitado; aunque esté teñido
de poder desnudo, como acertadamente lo vio Kelsen en el
caso del corporativismo. El fundamento último de la demo-
cracia genuina, como decía este autor, está en la existen-
cia de una Constitución democrática, entendida en clave de
pesos y contrapesos de poder, cuyo equilibro no se puede
romper escorando el modelo hacia ninguno de los dos po-
los en tensión (esto es, politización versus corporativismo),
sino construyendo sistemas integrados que se articulen en
torno a los principios democráticos de control de las insti-
tuciones y de ejercicio profesional e imparcial de las atri-
buciones que cada órgano o institución tenga conferidas,
con una rendición de cuentas (accountability) efectivamen-
te ejercida. Una senda por la que no ha ido nunca España,
siempre alejada de la construcción de esas sólidas institu-
ciones que el pensamiento político de Galdós reivindicó
una y otra vez, anticipándose más de un siglo al Objetivo
de Desarrollo Sostenible 16 de la Agenda 2030 de Nacio-
nes Unidas. En esta cuestión seguimos estando (casi) en el
punto en que el insigne literato dejó marcado: nuestra total
incapacidad para reformar nuestras instituciones y generar
esos sistemas de pesos y contrapesos. Las razones históri-
cas lo explican todo.
III. Partidos e instituciones:
su proyección en España

1. El parto de la criatura
La consolidación de los partidos políticos de masas a
partir de finales del siglo XIX y principios del XX, tuvo
importantes consecuencias institucionales, abriendo un de-
bate doctrinal con implicaciones prácticas innegables. En
realidad, la evolución del papel de los partidos políticos en
los sistemas democráticos, más aún por lo que respecta a
Europa, estuvo muy ligada a la crisis del parlamentarismo
que también se abre por aquel período, y que dio lugar a
esas expresiones de corporativismo político, social e ins-
titucional que terminaron alumbrando regímenes autorita-
rios, dictatoriales o expresiones extremas de totalitarismo.
El debate sobre el papel de los partidos políticos en un
Estado democrático y, en particular, en su sistema institu-
cional, se abrió de forma diáfana en el período de Entre-
guerras, particularmente entre diferentes pesos pesados de
la Teoría política y constitucional, como fueron los casos
de Kelsen, Schmitt y Triepel. Pero ese debate tenía hondos
precedentes que ahora no pueden ser tratados, y algunos
más cercanos en el tiempo que conviene abordar sucinta-
mente, pues ello nos dará una perspectiva más adecuada del
problema de la emergencia de lo que se acuñó en Alema-
nia como Estado de partidos, precisamente en ese período
de Entreguerras. Esta fórmula se extendió después a buena
74 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

parte del continente europeo, teniendo reflejo expreso en


nuestro país. Y, en esa línea, conviene detenerse también,
siquiera sea de forma sucinta, en las tesis formuladas por
la doctrina clásica representada por autores de la talla de
Max Weber, Michels u Ostrogrosky, que reflexionaron de-
tenidamente sobre el papel de los partidos políticos en las
sociedades del momento.
No obstante, fue Triepel quien reflejó en un opúsculo
muy citado, donde analizaba las distintas fases de evolución
de los partidos en relación con el Estado, que la cuarta y úl-
tima fase de ese viaje evolutivo de tales organizaciones ve-
nía acuñada por la noción de Estado de partidos. Tal como
decía este autor: “La verdad es que, de hecho el gobierno
del Estado está en manos, justamente, de los partidos polí-
ticos”. Denunciaba, además, la colonización de amplios es-
pacios institucionales por la lógica partidista: “La influen-
cia sobre la Administración, especialmente el patronazgo
de los cargos, ha ido redundando cada vez más en provecho
de los partidos”. Pero, las conclusiones que de ello extraía
no iban precisamente encaminadas al fortalecimiento del
Estado liberal democrático, sino a su puesta en cuestión,
apostando por fórmulas orgánico corporativas como solu-
ción a tales problemas. Así, partía de que el “viejo parla-
mentarismo habría sido definitivamente vencido por el Es-
tado de partidos”, promoviendo como sustitutivo el impulso
de “una concepción orgánica del Estado” (Triepel, 2015:
36-47).
Estas visiones citadas son anteriores a las que después
formulara Hans Kelsen, quien centró su réplica en desmen-
tir la construcción de Triepel, al hilo del debate que se sus-
citó sobre el papel de los partidos en un sistema democrá-
tico, cuyas tesis son centrales para comprender el alcance
del problema que en estas líneas nos ocupa: la separación
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 75

de poderes, las instituciones y el papel de los partidos po-


líticos en un Estado Constitucional (Social y Democrático)
de Derecho. En todo caso, estas son las miradas clásicas del
problema, puesto que la evolución de los partidos y su cons-
tante penetración institucional, hasta apropiarse de ámbitos
extensos del Estado, es también analizada en la parte final
de ese epígrafe, a través de las más recientes aportaciones
doctrinales de Katz, Mair o Piero Ignazi, entre otros.

2. Despertando el apetito de un poder creciente


En efecto, sin remontarnos a precedentes anteriores,
que sin duda fueron muy importantes para la comprensión
del problema (por ejemplo, al papel de los partidos como
facciones en los primeros debates en la construcción del
Estado Liberal en Inglaterra, Francia o Estados Unidos),
cabe partir ahora de las elaboradas propuestas doctrinales
que formulara en su día Max Weber. Fue, en efecto, este
autor quien armó el mejor discurso conceptual sobre el pa-
pel de los partidos, aunque sus reflexiones se centran par-
ticularmente en las relaciones de los partidos políticos con
la Administración Pública, que pueden hacerse extensivas
en muchos casos al afán desmedido de control institucio-
nal que los propios partidos políticos muestran como algo
inherente a su propia existencia, también en los incipientes
sistemas democrático-representativos. El problema, como
siempre, radica en encontrar su sentido existencial en un
marco constitucional e institucional que había evoluciona-
do desde los partidos de notables o de una política consti-
tucional de orientación plutocrática o poco representativa,
basada en la limitación del poder y en la articulación de un
sistema de pesos y contrapesos como equilibrio que debe
mitigar o evitar la aparición de prácticas despóticas o aten-
76 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

tados a la libertad, hacia la aparición de las democracias de


masas con los cambios cualitativos que ello implicaba.
La gran contribución de Max Weber, partiendo del esque-
ma propio de la Administración Pública, radicó en trasladar
con claridad que los partidos eran “cazadores de cargos”, y
que su proceso de burocratización caminaba derechamente,
tal como estudiaron también otros autores (Ostrogorsky y
Michels), hacia la concentración de sus estructuras de man-
do. Como recordaba Max Weber: “La acción política siem-
pre se rige por el principio del pequeño número”. En diferen-
tes obras, el gran sociólogo alemán dibujó la alternativa en la
que en aquel momento se movían los partidos. Pero conviene
detenerse ahora en una de ellas: Escritos políticos (Weber,
2008: 106-129). Tal como decía este autor, esas organizacio-
nes “por un lado, pueden ser esencialmente una organización
clientelar”; mientras que, por otro, “pueden ser partidos ideo-
lógicos, es decir, partidos cuyo propósito es la realización de
ideales de contenido político”. En realidad, ese era un modo
de objetivar un problema que, a escala organizativa, Weber
había situado correctamente en el plano del análisis de la ac-
tividad propiamente política, con el mismo esquema dual de
su difundida distinción entre vivir de la política (dependencia
clientelar) o vivir para la política (ambición ideológica), que
se mostró con particular claridad en el excelente opúsculo El
político y el científico (Weber, 1988: 95-96).
Los partidos como organizaciones clientelares preten-
den, en palabras de este autor en sus ya citados Escritos
políticos, un único objetivo: “Encaramar a su líder median-
te elecciones en el puesto dirigente, para que luego éste les
procure cargos públicos a su séquito”. Obviamente, por el
contexto en el que fue emitido ese juicio, esa procura de
cargos públicos por parte de los partidos se limitaba enton-
ces a cargos representativos (en sede legislativa) y ejecuti-
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 77

vos (en el Gobierno y la Administración); pero conforme


las Administraciones Públicas y su sistema institucional fue
sofisticándose, el incremento de los cargos públicos y otros
puestos de la misma naturaleza a repartir políticamente se
amplió enormemente. En todo caso, el juicio que le mere-
cía al autor alemán este sistema de ocupación partidista de
cargos era lapidario: pues tal sistema sólo era técnicamen-
te posible mientras “el excedente de recursos económicos
(o habría que añadir, el recurso a la deuda pública) fuera
tan inmenso como para poder soportar incluso la peor y
menos profesionalizada de las administraciones” (Weber,
2008, 106). El gran sociólogo alemán ya intuía que la com-
binación entre provisión clientelar de cargos públicos y des-
profesionalización tenía no sólo efectos letales en términos
de resultados de gestión, sino también unos elevadísimos
costes financieros. Sin embargo, aún no podía advertir que
también esa extensión tentacular de la política partidista po-
día colapsar el funcionamiento de las instituciones de con-
trol hasta hacerlas prácticamente inservibles para los fines
existenciales que fueron creadas. Ese era otro estadio del
problema, que entonces aún no se percibía.
La atenta mirada del autor también advertía que en esos
espacios de poder en los que se sitúa topográficamente la
alta Administración, era el terreno idóneo para una “guerra
de sátrapas”, marcada en no pocas ocasiones por “rivalida-
des personales”, concluyendo que, en un contexto de alta
politización de estructuras institucionales, “lo que decide
sobre quién logra los cargos directivos no son razones obje-
tivas o las dotes de liderazgo político sino intrigas palacie-
gas” (Weber, 2008: 124).
En no pocos pasajes de su obra, Weber nos habla pre-
monitoriamente del “reparto de cargos pequeños y secun-
darios”, verdadera pieza maestra en un proceso de cliente-
78 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

lismo extensivo, sobre todo cuando este adquiere –como es


el caso de España– dimensiones realmente estratosféricas
en el ámbito cuantitativo y cualitativo de colonización ins-
titucional. Su planteamiento lógico era intachable: “Todo
partido aspira como tal al poder, es decir, aspira a participar
en la Administración y, por consiguiente, aspira a influir en
el reparto de cargos (Weber, 2008, 128-129).
En cualquier caso, la impronta de Weber impactó, sin
duda, en la mejor doctrina de tiempos pretéritos; pues no
cabe duda que, como bien expuso Sartori, aplicando lo que
él denominaba como una definición mínima: “Un partido es
cualquier grupo político que puede colocar mediante elec-
ciones a sus candidatos en cargos públicos” (Sartori, 1980:
380). La clave, no obstante, está en la dimensión, la natu-
raleza y el número de tales cargos a libre disposición de la
política.
La particular agudeza de Weber representó, sin duda,
la visión más profunda en lo que a captar la esencia del
problema respecta; pero no fue la única. Con un juicio más
ácido, así como con el foco puesto en el Parlamento y en
sus relaciones con la ciudadanía, Moisei Ostrogorsky ana-
lizó también los partidos políticos y, en algunos pasajes de
su obra, su relación con los cargos públicos. Su juicio sobre
los políticos, proyectado en un período en el que, como ya
se ha visto, el parlamentarismo estaba siendo cuestionado
de raíz, tenía una fuerte carga de negatividad: “De todos
los ciudadanos de una democracia, los más timoratos son
los que tienen autoridad pública”. Este autor atacó, también
en términos muy duros, los principales vicios inherentes a
los gobiernos democráticos, que a su juicio se movían en
“la mediocridad general, la influencia de los demagogos,
la falta de espíritu público, (o) la falta de efectividad de las
leyes”, afirmando así la necesidad de “que el partido deje de
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 79

ser un instrumento de tiranía y corrupción” (Ostrogorsky,


2008: 22-49).
En esta rápida mirada, conviene traer a colación el im-
pecable análisis de Robert Michels sobre los partidos polí-
ticos, muy conocido por resaltar la tendencia a la oligarquía
que anidaba en tales fuerzas políticas, particularmente en
las de orientación socialdemócrata, configuradas ya como
auténticos partidos de masas. No cabe ocultar que su aná-
lisis era principalmente organizativo, que solo tiene interés
tangencial al objeto de este estudio, aunque las conexiones
entre los partidos como organización y sus prácticas clien-
telares fueron también puestas de relieve por teóricos de la
política y de los partidos a fines del siglo XX, como fueron
los casos de Angelo Panebianco (1990)3 y, asimismo, de
Klaus Von Beyme (1995)4.

3
En su excelente obra, Panebianco (1990:95) se refiere a los partidos en los que
el peso de las clientelas es importante, y en los que, por tanto, prevalecen incentivos
selectivos vinculados a la distribución de beneficios materiales (por ejemplo, reparto
de cargos propio del patronazgo), y a tal efecto su juicio es contundente y preclaro:
“Mientras la continuidad en la remuneración de las clientelas esté asegurada, los líde-
res podrán dormir tranquilos: su poder será reconocido como legítimo por una mayoría
satisfecha. Pero sí, por una u otra razón, la continuidad en el flujo de los beneficios se
interrumpe, se producirá con todas seguridad una crisis de ‘autoridad’ en el partido”.
4
Von Beyme (1992), por su parte, enmarca su tesis sobre los partidos en un
período de expansión de la política sobre el sistema económico e institucional de los
Estados democráticos, y analiza, por ejemplo, la profesionalización de los políticos,
proceso que, según el autor, conduce a un necesario extrañamiento del político con
razón a su profesión de origen (p. 122). También premonitoriamente se ocupa de la
colonización de la sociedad por el Estado de partidos, y de lo que el autor denomina
como “la colonización inversa”, expresión de la corrupción en el Estado de partidos:
“Cuanto mayor es la necesidad de vivir de la política, tanto más grave es el riesgo
de que se viva bien de la política”; y “cuanto mayor es la clase política, tanto más
probable el aumento de casos de corrupción” (p. 94). Si estos razonamientos se ex-
tienden a un país en el que no funcionan adecuadamente los sistemas de control de
las instituciones (altamente colonizadas por los partidos políticos), esos riesgos se
multiplican, como es en el caso de España.
80 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

En todo caso, Michels también aborda puntualmente


aspectos que tienen relación con la provisión de cargos pú-
blicos en las estructuras institucionales. Es muy interesante
el planteamiento que el autor hace cuando se trata de ele-
gir a un responsable público para un cargo público, pues
–propio de su tradición socialdemócrata– es consciente del
“notable sentimiento de gratitud” que la organización debe
tener hacia quien ha ayudado al partido y sufrido muchas
de sus adversidades; sin embargo, sensatamente añade que
“a quien la colectividad prefiere no es tanto al camarada
merecedor, sino al probado y experto”. Los partidos, y me-
nos hoy en día, hacen oídos sordos de tan sabio consejo del
autor alemán. Aunque da por sentado, en todo caso, que el
designado lo debe ser del partido o de sus aledaños.
No obstante, la profundidad del análisis de Michels no
se queda en ese punto, sino que se adentra sobre un aspecto
crucial del funcionamiento de las organizaciones públicas
y en la provisión de cargos: “Las designaciones por poco
tiempo, en sus aspectos técnicos y psicológicos, son muy
poco prácticas, (pues) abren la puerta a la anarquía admi-
nistrativa” (Michels 2008, 145-146). Evidentemente, ello
muestra todos sus inconvenientes en aquellos nombramien-
to de cargos directivos en las Administraciones Públicas
cuya duración es mínima (por ejemplo, por debajo del um-
bral de dos años), pues la efectividad en esos casos de los
resultados de gestión será, por lo común, baja o inexistente.
A esta cuestión se refirió concretamente Bruce Ackerman,
que en un análisis empírico realizado a principios del siglo
XX constató que en la Administración estadounidense los
directivos de agencias apenas permanecían dos años en el
ejercicio de sus funciones. Las disfunciones detectadas por
este autor eran claras: “Una serie de nombramiento de cor-
to plazo produce una política pública enfocada ciegamente
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 81

hacia el corto plazo y una búsqueda constante de nuevas


panaceas” (Ackerman, 2007: 100). La tesis de este autor es
que el sistema burocrático juega asimismo un rol de contra-
peso interno del poder, siempre y cuando se salvaguarde la
profesionalidad e imparcialidad del mismo. Muy acertado
ese enfoque, en particular por lo que afecta a España. La
fuerte rotación de cargos públicos en las estructuras institu-
cionales promueve su falta de efectividad.
Al hilo de lo expuesto puede ser oportuno recoger tam-
bién lo que Bernard Manin, en su magnífica obra sobre la
evolución del gobierno representativo, expusiera en su día
sobre el afán del poder o, por lo que ahora importa, sobre
el deseo irrefrenable de ejercer cargos públicos. A tal efec-
to, en sus reflexiones sobre el “deseo del cargo”, el autor
incorpora su mirada más profunda al vincular tal deseo con
la pretensión de que “los hombres satisfacen su naturaleza
de animal político ocupando un cargo”. Advierte, no obs-
tante, que tales apetitos de poder han sido siempre fuente
“de amargas experiencias de divisiones”, lo que resulta un
banco de tensiones que sólo se puede resolver coherente-
mente por medio de la “búsqueda de instituciones neutrales
que pudiesen mitigar los efectos de la división de la com-
petición por el cargo”. Y, en tal marco, surge el sorteo como
“aparato externo y neutral” (Manin, 1999: 71-73), luego
preterido por las revoluciones liberales y finalmente olvida-
do a favor de la elección.
Pero esas viejas instituciones, o esa Administración Pú-
blica de las primeras décadas del siglo XX, nada tenían que
ver, ni en sus dimensiones ni en su presupuesto, con los ac-
tuales aparatos gubernamentales-administrativos de dimen-
siones habitualmente elefantiásicas, por lo que la evolución
natural del problema ha ido encaminada al crecimiento
desmesurado y constante de los niveles de responsabilidad
82 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

directiva en esas organizaciones públicas o en sus entidades


instrumentales. En efecto, la cuestión fue agravándose con-
forme hubo que cubrir en los Estados constitucionales de la
posguerra innumerables cargos institucionales en órganos
de control del poder o, a partir de la década de los noven-
ta, los cargos y puestos directivos creados en autoridades
independientes (agencias), cuando no en los niveles más
altos de las Administraciones públicas o en sus innumera-
bles entidades del sector público. Las dimensiones del pro-
blema, por tanto, fueron creciendo exponencialmente hasta
alcanzar unas proporciones desmesuradas. La política y los
partidos políticos vieron cómo los espacios de poder dis-
crecional para situar a sus acólitos se multiplicaban. Y aquí
entró en juego la dicotomía entre sistemas político-consti-
tucionales con una cultura democrática avanzada frente a
otros que estaban dominados o hipotecados por culturas de
clientela en el ejercicio del poder. Ni que decir tiene que
España entró a formar parte de estos últimos, con las duras
consecuencias que se padecerán a partir de 1978 y, en espe-
cial, últimamente.
La lucha por el poder que implica designar o proveer
cargos gubernamentales va a ser el punto de fricción más
evidente que existe en un espacio de intersección tan sen-
sible como es el que se halla entre la política y la adminis-
tración. Y esa tensión se desplaza igualmente a la conquista
de espacios de poder en las instituciones de garantía y de
control o en estructuras de gobierno del Poder Judicial. Tal
como se verá, el dilema era muy obvio: había quienes de-
fendían encarecidamente que el modelo de designación po-
lítica (basado en el clientelismo) era la mejor opción por sus
pretendidos (y mal entendidos) estrechos vínculos con el
principio democrático (la elección), al margen de que fuera
más o menos funcional y, por lo común, obtuviera, como el
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 83

propio Weber reconociera, pésimos resultados en la gestión


llevada a cabo por políticos diletantes. En el lado opues-
to, estaban quienes también de forma encarecida defendían
que los niveles directivos de responsabilidad de las estruc-
turas institucionales y de las Administraciones Públicas de-
bían ser ejercidos exclusivamente por personas cualificadas
profesionalmente y que hicieran gala en su ejercicio de una
comprobada imparcialidad. En lo que respecta a las autori-
dades u órganos constitucionales de control, era bien obvio,
como se señaló en su día, que la legitimidad democrática
de tales instituciones debía descansar sobre la idea de la
profesionalidad, imparcialidad y reflexividad de tales insti-
tuciones (Rosanvallon, 2010). La colonización partidaria de
las instituciones de control significará un golpe de muerte
al Estado Constitucional, y una desvirtuación absoluta del
principio democrático, como expuso con toda rotundidad la
autoridad doctrinal de Hans Kelsen. Conviene detenerse en
este punto.

3. Los dueños del Estado

3.1. Partidos y selección de cargos públicos


Es preciso iniciar el análisis de este punto central del
presente ensayo con referencia obligada a la obra de Hans
Kelsen Esencia y valor de la Democracia. Su importancia
en el tratamiento del papel de los partidos es fundamen-
tal. Sabido es que Kelsen construye su concepto de demo-
cracia articulado en torno al principio de la mayoría y a la
protección o garantía de las minorías, aspectos claves en
un Estado pluralista democrático. También es conocida su
importante contribución doctrinal, y su aplicación práctica,
sobre la creación de los Tribunales Constitucionales, como
medio de encauzar la actuación del Poder Legislativo a los
84 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

límites de una Constitución que adquiría así valor norma-


tivo y supremacía obvia en el sistema de fuentes del De-
recho. Igualmente ha sido muy reiterada su configuración
del recurso de inconstitucionalidad como medio de garan-
tizar que las minorías parlamentarias pudieran reaccionar
contra la aprobación de leyes inconstitucionales. En fin,
los límites al ejercicio del poder, ya sea este del legislati-
vo o del ejecutivo, incluso del poder judicial, encuentran
una arquitectura institucional precisa en el modelo diseñado
por Kelsen, quien era precisamente defensor a ultranza de
la democracia, del Estado constitucional y de los propios
partidos políticos, lo que demostró acreditadamente en sus
disputas doctrinales tanto con Carl Schimtt, en su debate
sobre la naturaleza de la jurisdicción constitucional, como
con Triepel, en lo que afecta al papel de los partidos políti-
cos en un Estado Constitucional.
En estas páginas conviene detenerse en un aspecto me-
nos tratado de la obra kelseniana. Nos referimos a su con-
cepción del papel de las instituciones y del principio de
separación de poderes en relación con la relevancia cada
vez mayor de los partidos políticos en los sistemas demo-
cráticos (aunque, en honor a la verdad, cabe resaltar que
Kelsen en aquel tiempo no podía siquiera intuir la fortale-
za que tales organizaciones partidistas adquirirían con el
paso del tiempo). Para este análisis se tornan capitales dos
capítulos de la obra citada, que tienen por objeto, respec-
tivamente, la Administración y la selección de dirigentes.
Sin la recta comprensión de las tesis del autor austriaco
no se puede entender, ni menos aún criticar, la deriva ul-
terior que el Estado de partidos adquirirá en las siguientes
décadas hasta llegar a nuestros días. En lo que afecta a
España tal deriva combinará el clientelismo histórico he-
redado con una colonización invasiva y extensiva de las
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 85

instituciones y de la alta Administración hasta el punto de


cortocircuitar la esencia y el funcionamiento del propio
sistema constitucional y de los subsistemas autonómicos
que en aquel se integran.
La clave de la argumentación de Kelsen se halla en el
siguiente e importante inciso del capítulo sobre la “Adminis-
tración” de la su obra Esencia y valor de la democracia: “La
suerte de la democracia moderna depende en gran propor-
ción de que llegue a elaborarse un sistema de instituciones
de control. Una democracia sin control será siempre insos-
tenible, pues el desprecio a la autorrestricción que impone
el principio de legalidad equivale al suicidio de la democra-
cia” (cursiva nuestra). La claridad del razonamiento del au-
tor nos ahorra más comentarios: sin instituciones de control
adecuadamente diseñadas y con un funcionamiento cabal, se
conduce a la democracia a su propia ruina. No entender este
presupuesto es, tal vez, no comprender la expresión kelse-
niana de democracia genuina, y transformarla, así, de modo
interesado u oportunista políticamente, en una democracia
falseada, puramente formal o vacía. Esa mutación comporta,
sin duda, letales efectos para el Estado y la sociedad.
El razonamiento del autor vienés va más lejos, y alcan-
za de lleno al papel de los partidos políticos, actores vi-
tales en ese reforzamiento o desfondamiento, en su caso,
del sistema democrático. Dicho en sus propios términos:
es mediante el principio democrático como “queda trazada
la línea divisoria que debe limitar el radio de acción de los
partidos políticos”. Kelsen, que fue un gran defensor del
papel de los partidos en el funcionamiento del Estado Cons-
titucional, no era sin embargo ningún iluso, e intuía que una
mala inteligencia del papel de los partidos podía significar
una adulteración de la esencia y valor de esa democracia
hasta convertirla en inerte. En estos términos contunden-
86 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

tes se expresa: “El principio de legalidad, a que está sujeta


necesariamente toda función ejecutiva, excluye cualquier
influencia partidista sobre la aplicación de las leyes por
los tribunales o autoridades administrativas”. La defensa
de la política y su radio de acción la acota Kelsen, así, a su
espacio natural: “Sustraerse la legislación a la política sería
tanto como destruirse ella misma”.
En este sólido esquema argumental diseñado se detec-
ta un Ejecutivo sujeto a las directrices políticas de la Ley,
que son las que ostentan valor político, mientras que en su
ejecución no se pueden dar “una lucha de intereses políti-
cos adversos”, algo que el paso del tiempo y la compleja
evolución del Estado intervencionista y social comenzará
también a poner en cuestión. Su tesis en todo caso era cohe-
rente sobre todo con un sistema parlamentario de gobierno,
donde mayoría parlamentaria y Ejecutivo coinciden, aun-
que se puedan producir puntualmente no pocas tensiones.
Pero, en el capítulo de la obra titulado “La selección
de dirigentes”, da un paso más en su trazado argumental,
abordando su concepción sobre el principio de separación
de poderes y, en particular, las diferencias entre elección y
nombramiento por lo que a cargos públicos respecta. De
ahí enlaza Kelsen con la configuración que debe tener la
doctrina de la división de poderes. Defiende así que “el
dogma de la separación de poderes es la piedra angular en
la ideología de la Monarquía constitucional”, lo que cabe
entender asimismo como limitación del poder en los orí-
genes del constitucionalismo moderno y contemporáneo.
Kelsen, en cualquier caso, no oculta la trascendencia que
tiene tal principio en la arquitectura de un Estado constitu-
cional democrático. Estas son sus palabras: “La separación
de poderes es beneficiosa para el régimen democrático (…)
en cuanto significa una disgregación del poder y evita una
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 87

concentración del mismo expuesta a sus extralimitaciones


arbitrarias” (cursiva nuestra). Particularmente, a su juicio,
esa limitación del poder muestra su funcionalidad en tér-
minos constitucionales en lo que al control de la actuación
gubernamental respecta.
Con esas premisas conceptuales plantea el autor la pro-
blemática sobre cómo seleccionar a los dirigentes de un
Ejecutivo, que cabe entender como la selección de miem-
bros de la estructura gubernamental desde la Presidencia a
sus Ministros, pues en ningún momento el autor austriaco
hace referencia a otros cargos directivos de las estructuras
del poder ejecutivo. Contrapone así (pues hay que entender
la obra en el contexto histórico en el que se escribe) lo que
es la elección en un sistema autocrático frente a otro de-
mocrático. Por lo que respecta a este último, su diferencia
estriba en que hay “una profusión de dirigentes”. Aborda,
como en su día también hará Schumpeter, lo que denomina
como “la adopción de un método especial de selección de
dirigentes”. Se prevé, así, la racionalidad o legitimidad de-
mocrática indirecta que pervive en estos procesos de elec-
ción, más bien de designación o de nombramiento, pues el
método democrático directo electoral queda excluido, al
aplicarse solo a los representantes o cargos parlamentarios,
siempre que no hablemos de un régimen presidencialista.
Se produce, por tanto, una suerte de ficción en cuanto
que “la elección ha de significar una transferencia de volun-
tad de los electores a los elegidos”; pero, aunque Kelsen no
lo quiera admitir, lo que en un sistema parlamentario se pro-
duce es un nombramiento o si se prefiere una designación,
que encuentra su fuente última en la legitimidad democrá-
tica de origen; esto es, en la investidura parlamentaria del
jefe del Ejecutivo y en su potestad derivada de nombrar los
miembros del órgano colegiado, esto es, del Gobierno; o de
88 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

las facultades, cuando así se prevé, de las mayorías parla-


mentarias, incluso cualificadas, cuando de designar cargos
institucionales respecta. Esa investidura parlamentaria (que
el autor denomina como “elección”) permite al dirigente
elevarse al rango de “caudillo” (realmente, Presidente), en
un proceso que Weber denominó como de autocefalia, que
al fin y a la postre no es sino testimonio de la existencia de
una cadena de legitimidades basadas en la racionalidad de-
mocrática última: el gobierno de la mayoría parlamentaria.
Esa es la gran característica que diferencia a los siste-
mas democráticos parlamentarios de los autocráticos. Lo
expone en términos muy diáfanos el autor austriaco: “En
el sistema de la ideología democrática, el problema de la
promoción del dirigente obedece sólo a consideraciones ra-
cionales; el dirigente solo lo es para un determinado plazo
y con ciertas restricciones”. Aun así, la ingenuidad no es
una nota que singularice el planteamiento kelseniano, pues
tras reconocer que los cambios de presidencia del Ejecu-
tivo pueden ser constantes en los sistemas democráticos,
también se comprueba una inveterada “tendencia del diri-
gente a mantenerse en su cargo”, si bien la grandeza de la
democracia radica precisamente en “la racionalización de
la función directiva con sus consecuencias de publicidad,
crítica, responsabilidad, y la conciencia de la eventualidad
en el nombramiento del dirigente, (lo que) impide que se
considere a éste como inamovible”.
La trascendencia de los sistemas de control del poder en
las democracias occidentales está, pues, fuera de cualquier
tipo de duda. Karl Popper, en su imprescindible obra La
sociedad abierta y sus enemigos, lo expresó en términos
muy precisos al afirmar, por un lado, que “toda política de-
mocrática debe ser concebida en función de instituciones
impersonales”, lo que plantea abiertamente el problema del
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 89

“control de los gobernantes”. A su juicio, ese control es, en


esencia, un problema institucional, pues consiste en última
instancia en “idear instituciones capaces de impedir que los
malos gobernantes hagan demasiado daño” (Popper, 1992:
311). Cuando las instituciones de control no cumplen tales
cometidos, o sencillamente están capturadas por la lógica
partidista, el poder de los gobernantes –como también re-
coge este autor– puede terminar en la arbitrariedad. La pre-
gunta, como plantea certeramente Popper, es muy sencilla
de formular y muy difícil a veces de articular: “¿Cómo po-
demos sujetar a quienes nos gobiernan?”.
La ventaja competitiva de la democracia frente a la auto-
cracia, permite hacer viable el principio de que “gobiernen
los mejores y sólo los mejores”, aunque hay algo de tópico
en este planteamiento, como el mismo Kelsen reconoce y
como con mayor acidez resaltará en su día Schumpeter y,
más recientemente, Adrien Louis (2021). Kelsen lo expre-
sa así: “El problema político o sea técnico social, es el de
cómo pueden llegar al gobierno y mantenerse en él los me-
jores”. De ahí que derive de esa reflexión una idea nuclear:
“Lo sustancial es el método de selección de dirigentes”. El
autor reconoce expresamente que este problema de la se-
lección de dirigentes es “el más importante de la política”.
Aunque, paradójicamente, sea el que con más frecuencia la
(mala) política elude o ignora, con consecuencias letales en
el devenir ulterior de cualquier gobierno y de sus propias
políticas. Y esa selección de dirigentes no es solo propia de
las estructuras gubernamentales, sino que expande su radio
de acción a los órganos constitucionales y legales de control
del poder o a otros órganos de gobierno establecidos en los
propios sistemas constitucionales (por ejemplo, el gobierno
del poder judicial), como asimismo a las autoridades inde-
pendientes de regulación y supervisión.
90 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

Las tesis de Kelsen sobre la selección de dirigentes se


construyen, efectivamente, teniendo como contrapunto la
tensión entre democracia y autocracia, y poniendo énfasis
especial no solo en la mejor opción de la democracia, sino
también en su mayor funcionalidad y fortaleza, en cuanto
medio correcto de control del poder. Sin embargo, existe en
el juicio del autor austriaco un cierto sesgo optimista que no
siempre se cumple en todos los casos, como la premisa (sin
duda esencial en democracia) de que la idoneidad (de los
elegidos) y la libre crítica comportan que “se descubran fá-
cilmente los desaciertos de la Administración públicas”. A
pesar de los avances formales de la transparencia institucio-
nal y gubernamental, la política tiene una prolongada expe-
riencia en ocultar lo que no debe salir a la luz. Y los test de
escrutinio políticos o directivos son todavía muy precarios.
Frente a esos postulados teñidos de optimismo sobre la
elección de dirigentes en una sociedad democrática, se eri-
gió la tesis de otro autor austriaco, recogida en su obra Ca-
pitalismo, socialismo y democracia. Allí, frente al optimis-
mo de Kelsen, Schumpeter se hacía eco de las limitaciones
que ofrecía el método democrático en la selección de diri-
gentes. En su duro diagnóstico, recordaba el argumento que
se invocaba contra la democracia: “El método democrático
crea políticos profesionales, a los que convierte después en
administradores, y ‘hombres de Estado’ amateurs” . Con
esa lapidaria descripción diagnosticaba una de las limita-
ciones tradicionales del método democrático: “Las cuali-
dades de inteligencia y de carácter en un buen candidato
no son necesariamente las mismas que le convierten en un
buen administrador”.
Por tanto, la quiebra entre política y gestión, trasladada
al plano de las competencias requeridas para el desempeño
de cada una de esas actividades, era evidente: muy pocos
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 91

políticos tienen capacidad gestora y también escasos gesto-


res son capaces de actuar inteligentemente en el mundo de
la política. Pero donde mostraba las mayores carencias ese
método democrático era, a juicio del autor, en el estrecho
círculo sobre el que opera la elección/designación de los
responsables públicos: “El método democrático no selec-
ciona a los políticos entre toda la población, sino única-
mente entre aquellos elementos de la población que tienen
vocación política, o, de un modo más preciso, que se ofre-
cen para la elección”. Ahí estaba identificando uno de los
problemas centrales en la elección/designación/o nombra-
miento de los gobernantes y de otras personas con respon-
sabilidades públicas (cargos públicos): “La idoneidad del
material humano es especialmente importante en el éxito
del gobierno democrático” (Schumpeter, 2015: II, 98-101).
Un sabio consejo que, con más frecuencia de la deseable,
se orilla.
Una de las mejores intuiciones de Schumpeter, en rela-
ción con los procesos de elección y designación de cargos
públicos, fue el tratamiento que el autor hacía de la necesi-
dad que tenían las estructuras gubernamentales de disponer
de instituciones de control, regulación y supervisión para
llevar a cabo sus tareas en un complejo Estado Social. En
este punto ya advirtió que “el poder político para designar
al personal de los organismos públicos, si se emplea de una
manera implacable, bastará a menudo por sí mismo para
corromper esa función supervisora”. La alarma frente a la
colonización partidista de las instituciones de control es-
taba servida. Y los hechos futuros, especialmente en este
país, le han dado la razón. El mismo esquema lo trasladaba
Schumpeter al terreno de la alta burocracia especializada de
la Administración del Estado. Así, en la composición (elec-
ción/designación) de tales órganos, el insigne economista
92 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

promovía lo que denominaba como la independencia de


criterio y la profesionalización, por encima de las depen-
dencias políticas más o menos estrechas. Tampoco han reci-
bido mucho eco tan sugerentes propuestas por estos pagos.
Aunque, como profundizó en esa línea Pierre Rosanvallon,
los déficits fundamentales que acarrea un sistema de colo-
nización política de los órganos de control o de supervisión
en el Estado constitucional se terminan traduciendo, sobre
todo, en fallos de legitimidad del sistema en su conjunto. Y,
por consiguiente, en una pérdida de confianza de la ciuda-
danía en sus instituciones. Así se expresaba el autor francés
en relación con la composición de los Tribunales Constitu-
cionales: “Una Corte constitucional debe encarnar estructu-
ralmente una capacidad de reflexividad e imparcialidad que
quedará destruida por la inscripción en un orden partidario”
(2010: 224). Unas lecciones tan elementales que en España
no hemos sabido traducir adecuadamente, como muestran
una y otra vez los tozudos hechos que serán recogidos más
adelante.

3.2. Partidos y alta Administración


Quien fuera el primer Presidente del Tribunal Consti-
tucional, Manuel García Pelayo, publicó en 1986 (curiosa-
mente el año en que dimite en la presidencia de ese órgano
constitucional) una obra menor dentro de lo que era su mag-
na producción ensayística, y que tenía por objeto analizar
el Estado de partidos. Un trabajo cuya importancia ahora
radica en el aval que sus tesis han podido tener en la legi-
timación de la cobertura de cargos institucionales por cri-
terios políticos que, si bien es cierto que en el momento de
plantearse su impacto era muy menor y la autocontención
de las fuerzas políticas en esas designaciones muy supe-
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 93

rior a la actual, el problema en España fue creciendo en


sus dimensiones y transformándose desde entonces en una
ocupación extensiva e intensiva de los órganos de control y
de la alta Administración por la política. Esas reflexiones
de Manuel García Pelayo sobre instituciones y partidos se
gestaron, además, cuando era aún Presidente del Tribunal
Constitucional y cuando, asimismo, fue objeto por parte del
Gobierno de fuertes presiones políticas (caso RUMASA),
que con toda probabilidad estuvieron en el origen de su di-
misión antes de que finalizara su mandato.
No es casual tampoco que esa obra se publicara pocos
años después de ser restaurada la democracia en España tras
la Constitución de 1978, y más concretamente cuando el Es-
tado estaba en los primeros y decididos pasos de un proceso
de descentralización de alto calado estructural, al menos en
su dimensión ejecutiva, lo que alumbró potentes niveles de
gobierno intermedios o territoriales, como fueron las Comu-
nidades Autónomas, que todas ellas sin excepción, en un cla-
ro proceso de isomorfismo institucional, tomaron como es-
pejo organizativo-estructural el modelo existente en la propia
Administración General del Estado, trasladando su esquema
institucional y organizativo con meros retoques semánticos,
pero sin crear en absoluto realidades nuevas. Más preocupan-
te fue que no solo se produjo tal isomorfismo institucional-
organizativo, sino que además en el ámbito territorial se co-
piaron también las patologías derivadas de una reverdecida
cultura de clientelismo, que pronto adoptó formas similares
al caciquismo local, pero revestida de los nuevos mandarines
que eran ya entonces los partidos políticos y sus incipientes
líderes territoriales. De entonces procede esa horrorosa y pa-
tológica expresión de las baronías territoriales.
Tributario de la doctrina alemana, y bien pertrechado
con la compañía de grandes teóricos del Estado o del Dere-
94 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

cho, el ensayo de García Pelayo parte de las tesis de Kelsen,


de quien toma la idea, también expresada en la obra antes
citada, de que “el Estado democrático es necesaria e ine-
vitablemente un Estado de partidos”. La parte de su libro
que ahora más interesa se encuentra en el capítulo relativo
al Estado de partidos y, de forma específica, en el apartado
relativo a “la interacción entre el sistema estatal y el sistema
de partidos” (García Pelayo, 1986, 89-124). En este punto
se puede afirmar que el ex presidente del Tribunal Consti-
tucional se aparta en cierta medida de las tesis planteadas
por Kelsen en su clásica obra Esencia y valor de la Demo-
cracia, antes analizada. En efecto, la lectura de este ensayo
permite deducir que García Pelayo extiende la legitimidad
democrática en la elección/designación de los cargos ins-
tituciones y de los niveles de la alta Administración más
allá de lo que la cadena de racionalidad democrática admi-
te, permitiendo una entrada (casi) sin límite de los partidos
políticos en tales instituciones, un riesgo del que ya advirtió
el autor austriaco.
La cuestión central está, por tanto, en el grado de pe-
netración que la política puede tener en las estructuras ins-
titucionales y administrativas en un Estado constitucional
democrático; una cuestión no solo cuantitativa sino también
con importantes efectos cualitativos, en cuanto que pueden
alterar, hasta desfigurarlo, la esencia del sistema político-
constitucional. García Pelayo (1986:110) intuye el proble-
ma, pero no profundiza en sus consecuencias o efectos, más
bien lo sortea. Acierta cuando diagnostica que “la posibili-
dad política de que distintos poderes u órganos sean ocu-
pados mayoritariamente por un mismo partido o coalición
de partidos”, puede acarrear que “las decisiones atribuidas
jurídicamente a tales órganos” no se sitúen en la esfera de
la propia institución, “sino en un centro decisorio institu-
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 95

cionalmente extraño”(dicho en román paladino: en los ór-


ganos de dirección del partido o en la propia estructura del
Gobierno). Ese traslado decisorio, caso de concretarse, se-
ría una manifestación evidente de los enormes peligros que
para la democracia podría generar que sean las estructuras
del partido o partidos en el poder quienes dicten cómo de-
ben actuar los órganos de control del poder, pervirtiendo
sus esencias. Pero, las cobertura de cargos institucionales
en tales órganos de control no es, a diferencia del enfoque
de Schumpeter, objeto de especial atención de quien fue-
ra el primer presidente del Tribunal Constitucional español
tras la Constitución de 1978.
García Pelayo pone el foco en las relaciones guberna-
mentales ad intra. Y, sin embrago, el análisis de la alta Ad-
ministración y sus relaciones con la política es, probable-
mente, el punto más débil de su razonamiento. De todos
modos, dada su agudeza intelectual, advierte las contradic-
ciones existentes en el Estado pluralista de partidos entre
una Administración imparcial y su ocupación grosera por
una fuerza política o varias coaligadas. Su razonamiento
es categórico: “Sólo en el Estado de un partido (esto es,
como fórmula totalitaria) la Administración puede identi-
ficarse con el partido en el poder”. Y esa es efectivamente
la clave, pues, como ya se advirtiera años después por un
reconocido autor, sin Administración imparcial la democra-
cia se convierte en un fin inalcanzable (Fukuyama, 2016:
120-124). Es más, García Pelayo da un paso más en su ar-
gumentación, al defender incluso que “el distanciamiento
de la Administración, es decir, su imparcialidad, frente a
los partidos individualmente considerados, es un supuesto
fundamental para la existencia del Estado de partidos”. Este
es, sin duda, el punto clave: tanto en la alta Administración
como en las instituciones de control si no se salvaguarda la
96 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

imparcialidad frente a la lógica partidista se niega la esencia


tales órganos y de la propia democracia.
Esa línea argumental excelentemente trazada se quiebra
cuando el autor se enfrenta a la compleja realidad de la alta
Administración. Con un análisis basado en el elemento for-
mal, el autor admite sin reservas que, frente a la provisión
meritocrática de los órganos funcionariales, los órganos su-
periores del Gobierno (pero también los órganos directivos
de la Administración) y otros cargos de libre nombramiento
quedan avalados por el método de reclutamiento propio de
la legitimidad democrática, pues son cargos de ocupación
temporal y quedan extramuros de los medios ordinarios de
provisión funcionarial. Incide así García Pelayo en que “co-
rresponde al Gobierno el nombramiento de los altos cargos
de la Administración” (cursiva nuestra) en una amplitud va-
riable según los regímenes y los resultados electorales o, en
ocasiones, según los acuerdos tácitos o expresos entre los
partidos coaligados o concertados respecto a la proporción
de cargos que serán asignados a cada uno de ellos en un
Gobierno de coalición (1986: 121).
La cadena de legitimidad democrática que tiene su ori-
gen en la investidura presidencial se hace así larga y exten-
sa, sin acotar nunca donde tiene su fin, con los peligros que
tal extensión comporta, más aún si se extiende, como se
ha hecho de forma aún mucho menos justificable a todo el
entramado orgánico institucional de control y supervisión
del poder. Desde entonces el perímetro de esa figura eva-
nescentes del alto cargo ha ido ampliándose en línea con
una figura que presenta rasgos de obesidad mórbida, tanto
en el Estado como en las Comunidades Autónomas o en las
entidades locales. La política fue, así, abriendo la puerta
de entrada en las instituciones hasta hacer un boquete de
dimensiones desconocidas: la tesis de la legitimidad demo-
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 97

crática (de que, según recogió Francisco Longo, “mi dedo


es democrático”, como esgrimía un Alcalde para justificar
sus arbitrariedades en los nombramientos) fue ampliamen-
te comprada e incorporada a su quehacer cotidiano por una
política con unos cada vez más clientelares.
García Pelayo sabía perfectamente que una mala apli-
cación de la política podía reventar la pretendida solidez
de sus tesis, pues implícitamente admitía que la alta Admi-
nistración puede ser colonizada por el partido o partidos de
turno; pero parece aceptar que ello forma parte una lectura
constitucional y políticamente correcta de la democracia en
el Estado de partidos. Este es el punto más criticable de
su razonamiento. Quizás, en su descargo, hay que tener en
cuenta que el libro está escrito a mediados de la década de
los ochenta, cuando todavía la dicotomía entre política y
administración, con fuerte herencia o impronta del Estado
Liberal, no había sido aún puesta radicalmente en cuestión
por la creación de un tercer espacio intermedio, con lógica
institucional propia, como era lo que se conocería después
como el Senior Civil Service o, entre nosotros, la dirección
pública profesional; aunque también es verdad que la refor-
ma Carter, de creación del Senior Executive Service data de
1978; si bien esta reforma en unos casos fue vista como una
profesionalización de esos niveles (Villoria, 1996: 347),
mientras que en otros se percibió como una colonización
política de niveles orgánicos propios de los funcionarios
(Guy Peters, 2010: 158). Tampoco podía prever la eclosión
del fenómeno de las autoridades independientes de control
y su colonización política.
El análisis de García Pelayo peca, por consiguiente, de
moverse en un esquema dicotómico estrecho y, aunque de-
tecta lúcidamente los riesgos, no puede calcular los devas-
tadores efectos que la lógica del clientelismo político (por
98 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

lo demás muy arraigada en nuestro contexto histórico) pro-


duciría con el paso del tiempo. En efecto, desde entonces
en España se ha ido multiplicando la ocupación o coloniza-
ción de las instituciones, y ha conducido final y fatalmen-
te a la culminación de lo que puede denominarse como la
constatación fáctica de que en este país se ha impuesto sin
ambages un Estado clientelar de partidos, del que incluso
se ha llegado afirmar, un tanto exageradamente, que la pro-
pia soberanía se ha desplazado de la nación (realmente, del
pueblo) a los propios partidos: “El partido político ha pasa-
do a constituirse (…) como el verdadero soberano” (Blanco
Valdés, 1990, 91).
No es momento ahora de ocuparse de detenidamente de
este proceso gradual de politización intensiva de las insti-
tuciones estatales o autonómicas. Pero tal vez para com-
prender mejor el alcance del problema, puede ser oportuno
poner el foco en la colonización de la alta Administración
que, dada su posición estratégica y sobre todo el número de
cargos a disposición de los partidos políticos, representa un
buen termómetro para medir la intensidad de la ocupación
de las instituciones por parte de los partidos políticos en la
España constitucional de 1978.
En términos sucintos, el problema de la politización
de la alta Administración española se ha manifestado, por
un lado, en la extensión o número de cargos o puestos de
trabajo de provisión y cese discrecional; por otro, en la
profundización horizontal y vertical de ese fenómeno; así
como, en fin, en la inexistencia de criterios objetivos profe-
sionales para la cobertura de miles de niveles orgánicos de
altos cargos o decenas de miles de puestos de libre desig-
nación existentes en España. Todo ese entramado orgánico-
institucional es objeto de la más clara ocupación política
de las estructuras gubernamentales y administrativas y, por
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 99

tanto, a través de esas prácticas de clientelismo se pone en


cuestión muchas veces la imparcialidad en la actuación de
los niveles directivos reservados a altos cargos y, en cierta
medida también, en el ámbito de los órganos directivos de
la función pública. En efecto, cuando la continuidad en el
puesto directivo reside únicamente en la discrecionalidad
del gobernante de turno (Dahlström/Lapuente, 2018), la
solución más fácil es que el libremente nombrado o desig-
nado, si no quiere ser fulminantemente cesado, se alinee
al máximo con el ideario político del momento. Esa forma
discreta y complaciente de ejercer las funciones directivas,
también burocráticas, siempre en connivencia con el poder,
forma parte del manual de supervivencia de los titulares de
niveles orgánicos directivos en las Administraciones espa-
ñolas y en las entidades de su sector público vinculadas o
dependientes de aquellas.
Las Administraciones públicas españolas han construi-
do su élite directiva en torno a la figura de los altos cargos,
a la que se suman solapada o confusamente, las nociones de
los órganos superiores y de los órganos directivos (salvo
las subdirecciones generales, que son órganos directivos;
pero no altos cargos). La noción de alto cargo, con anclaje
constitucional y desarrollada legalmente, ha ido con el paso
del tiempo ensanchando su perímetro, profundidad y exten-
sión (con figuras asimiladas). Su característica principal es
que la provisión de altos cargos públicos se lleva a cabo en
España libremente por el Gobierno y su cese también, sin
exigencias, por lo general, de ningún tipo para el acceso y el
mantenimiento en el ejercicio de sus funciones, que depen-
den siempre de la voluntad política discrecional o confianza
del Gobierno. Todo lo más, en algunos niveles directivos
(y preferentemente en la Administración General del Esta-
do) se ha impuesto legalmente alguna restricción sobre el
100 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

círculo de profesionales sobre los que se podría extender


ese nombramiento discrecional, sujetándolo a la exigencia
de acreditar la condición previa de funcionario público del
subgrupo de clasificación A1 y a la previsión complemen-
taria de vagos (e inaplicables en su comprobación práctica)
criterios de idoneidad, competencia y experiencia o, inclu-
so, a la acreditación a través de declaración responsable de
una pretendida honorabilidad.
Ese concepto dilatado de alto cargo ha sido asimismo
trasladado de forma mimética a las Administraciones de las
Comunidades Autónoma e, incluso más tarde, también a al-
gunos niveles locales de gobierno. La nota esencial de esa
figura, con independencia de que en supuestos tasados se
deba exigir la condición de que el nombrado sea funcionario
de carrera, es que se trata cargos públicos a libre disposición
de los partidos gobernantes, quienes también deciden dis-
crecionalmente el momento de su cese. En las Administra-
ciones autonómicas, por lo común, el modelo de altos cargos
está aún más politizado, dado que no hay siquiera requisitos
que limiten las designaciones a funcionarios públicos. De
cualquier modo, el sistema de provisión de esos altos cargos
públicos directivos se asienta en la premisa de la confian-
za política, recayendo el nombramiento (casi) siempre en
afiliados al partido en el Gobierno o simpatizantes acredi-
tados con su línea de actuación ideológica, lo cual sustrae
en España más de diez mil puestos directivos de las Admi-
nistraciones y de su sector público a la concurrencia com-
petitiva y a los criterios de profesionalidad e imparcialidad
en la gestión, así como a la rendición de cuentas basada en
el cumplimiento de objetivos. Todos esos niveles directivos
conforman la bolsa patrimonial de los partidos políticos para
distribuirlos entre sus propias clientelas. Si a ellos unimos
los innumerables puestos de libre designación (y también de
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 101

libre cese, aunque con algunas restricciones impuestas por la


jurisprudencia) como medio de provisión de determinados
puestos de trabajo en la función pública de naturaleza direc-
tiva intermedia en las Administraciones Públicas (subdirec-
ciones o jefaturas de servicio), que se cuentan por decenas
de miles, se puede concluir fácilmente que la penetración de
la lógica partidista en las organizaciones públicas españolas
es elevadísima, sin parangón en las democracias avanzadas.
Uno de los aspectos más duros de ese proceso crecien-
te e imparable de politización de las estructuras institucio-
nales y administrativas, y que afecta de raíz a los postu-
lados de una Constitución democrática que se basa en la
existencia de un sistema de checks and balances, radica en
que, aparentemente de forma imperceptible, ese modelo
de colonización grosera por parte de los partidos se ha ido
extendiendo con fuerza inusitada desde la Administración
Pública y de sus entidades del sector público a otros órga-
nos constitucionales y otras estructuras institucionales de
control o gobierno (tales como al Tribunal Constitucional,
lo cual es muy grave, o al propio Consejo General del Po-
der Judicial). En efecto, la tendencia actual, cada vez más
acusada, es la de nombrar personas para tales órganos que
sean leales al partido que las propone, lo cual comporta en
no pocas ocasiones vínculos de militancia política acredi-
tados o, al menos, haber desarrollado funciones ejecutivas
o de otro carácter mediante el ejercicio previo de puestos
de responsabilidad en estructuras gubernamentales regen-
tadas los partidos que les promueven, con desprecio di-
recto y absoluto de los estándares más básicos de inde-
pendencia e imparcialidad que, aparte de los de profesio-
nalidad contrastada, deben sustentar tales nombramientos
para altas magistraturas de las instituciones del Estado o
de sus órganos de control y supervisión. El mismo proceso
102 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

de deterioro institucional constante, en algunos casos co-


rregido y aumentado, y al parecer imparable, se advierte
en los sistemas institucionales propios de las Comunida-
des Autónomas, infestados también de la lógica partidista.

3.4. Partidos adosados al Estado y deterioro


institucional
El Estado de partidos gestado en el período de Entregue-
rras y desarrollado tras la Segunda Guerra Mundial ha ido
acrecentando su poder de influencia impactando cada vez
con más fuerzas sobre las instituciones de control y también
sobre unas Administraciones Públicas y su creciente sec-
tor público. En algunos casos, como en España, ello se ha
producido con expresiones ciertamente exageradas, que ha-
cen cada vez más difícil defender que nos hallemos ante un
Estado constitucional basado en el principio de separación
de poderes que debería garantizar la efectividad plena del
control democrático de las instituciones (Jiménez Asensio,
2016). Esta es una tendencia que autores como Guy Peters
y Pierre resaltaron con fuerza, apoyándose en los incipien-
tes análisis que Peter Mair y Richard S. Katz formularon a
finales del siglo XX y principios del siglo XXI. Aquellos
autores hacían mención entonces a la paradoja que suponía
que, conforme los partidos eran más débiles en su legitima-
ción ciudadana, se estaba imponiendo en las democracias
avanzadas un marcado sesgo de mayor politización en sus
instituciones, también en su Administración Pública; esto
es, cuanto más se distanciaban los partidos de la ciudada-
nía y menos peso tenían en la sociedad más clientelares se
volvían: “Si los partidos no pueden atraer miembros por
sus planteamientos políticos, al menos pueden ofrecer em-
pleos” (Peters y Pierre 2010: 329).
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 103

Las tesis iniciales de Katz y Mair iban en esa direc-


ción: partidos cada vez más dependientes del Estado, y que,
con su gradual transformación en una suerte de cártel en
la cúspide del poder, han terminado configurando un sis-
tema institucional de relaciones entre el Estado y los par-
tidos políticos marcadamente enfermo, en cuanto plagado
de innumerables patologías. Si ello se advierte así en las
democracias avanzadas, donde la cultura institucional y los
límites del poder son mucho más acusados que en nuestro
entorno, cabe preguntarse cómo podrá definirse el actual
modelo español, que está impregnado de clientelismo polí-
tico por doquier.
En una excelente obra, Peter Mair (2015) ahonda en las
intuiciones antes expuestas por los autores citados. Con una
marcada impronta e influencia de las tesis mantenidas por
Max Weber, si bien profundizando sus elementos centrales,
teniendo en cuenta que el fenómeno de ocupación de cargos
públicos por parte de los partidos se había incrementado
notablemente (en algunos países como España, alcanzando
cotas sin parangón en el ámbito de las democracias avan-
zadas), el autor partía de que los partidos ahora no solo se
muestran partidarios de participar en el gobierno, sino que
uno de los objetivos más importantes para ellos es “la ape-
tencia que comparten por ocupar cargos públicos”. Alcan-
zar el poder representa, así, disponer de una bolsa (más o
menos amplia o amplísima, según los casos) para distribuir
cargos públicos entre sus clientelas. Y dentro de esa noción
de “cargos públicos” entran una dilatada nómina, también
todos los que nutren instituciones de control, tales como ór-
ganos constitucionales o autoridades independientes crea-
das por Ley, que ofrecen un estatus de retribuciones, por
ejemplo, muy superiores a las establecidas para los altos
cargos de la Administración, lo que también sucede en no
104 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

pocas entidades del sector públicos estatal o autonómico.


La vis atractiva o las apetencias que despiertan tales cargos
institucionales son, en consecuencia, muy elevadas. Los
apetitos personales o de los propios clientes por un nom-
bramiento en tales instituciones y órganos se disparan, más
aún en las filas de los propios partidos políticos que entran
en el reparto de cargos institucionales. El pudor inicial que
existía antaño de buscar perfiles profesionales acreditados,
se ha perdido por completo. Y las personas vinculadas a
una formación política procuran encadenar nombramientos
discrecionales para cargos públicos que les permitan vivir
confortablemente el máximo de tiempo posible (en algunos
casos hasta llegar a la jubilación).
Los partidos en estos momentos, a juicio de Mair, bus-
can sobre todo llegar al gobierno y “ocupar puestos en la
Administración”. Y ese es su auténtico fin, al parecer casi
ya inconfesablemente exclusivo. Los partidos se han ido re-
tirando, gradualmente, de la sociedad para afincarse en el
Estado, mientras la ciudadanía les castiga cada vez más con
su indiferencia. En España, según datos recientes, nueve de
cada diez ciudadanos desconfían de los partidos políticos
y de la propia política, muy erosionada en su legitimación,
datos que son escalofriantes (Lamo de Espinosa y Díez Ni-
colás, 2023). La conclusión es muy obvia: en la política
actual, “los partidos o están en el gobierno o esperando go-
bernar; ahora todos ocupan cargos”. Los partidos se han ido
transformando así en organizaciones de cargos públicos, en
los que la vida interna se ha reducido a la mínima expresión
y los militantes de base son casi inexistentes. Los efectos
de tal patología no se ocultan: si bien los partidos siguen
ostentando dos funciones cruciales de tipo procedimental,
como son las de reclutar líderes políticos y cubrir los cargos
públicos, la realidad conduce a que “el clientelismo político
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 105

resulta ser la única de las funciones claves que los parti-


dos siguen realizando”. Así, con ese auge del partido como
vehículo de ocupación de las instituciones y de la propia
Administración Pública, “los partidos han reducido su pre-
sencia en la sociedad en general y se han convertido en par-
te del Estado” (Mair, 2016: 109-110). Perder poder supone
para un partido no disponer de espacios institucionales de
reparto entre sus clientelas, y para estas retos existenciales
no menores.
Con esos sugerentes mimbres conceptuales, Piero Igna-
zi profundizó en esas tesis, poniendo frente al espejo a los
partidos en esa deriva, ya difícil de revertir, de ocupación
del Estado. Las tesis de este autor fueron difundidas en una
importante obra editada en inglés en 2017 y publicada en
España, con alguna ampliación, años después. De tal obra
se quiere dejar aquí constancia de aquellos puntuales aspec-
tos relacionados con el objeto del presente estudio (2021:
259-358). En esa evolución de los partidos, hasta fundirse
o adosarse con el Estado, advierte el autor una suerte de
regreso a lo que fuera el estilo propio “de la política ‘de
notables’”, al convertirse los partidos en “organizaciones
centradas en el Estado”. Unos partidos que, si bien ven
cómo la ratio entre afiliación y votos “presenta una clara
tendencia descendente”, y que su distancia de la sociedad
es cada vez más abrupta, continúan –a pesar de esas inequí-
vocas señales– “proyectando la imagen de organizaciones
autorreferenciales, distantes y protooligárquicas desvincu-
ladas de la sociedad y despegadas de las necesidades de las
personas”. Así, los partidos centran su foco de actuación
principal en la penetración en las estructuras del Estado y
en la ocupación institucional de los centros de poder con
marcadas prácticas de patronazgo y clientelismo. Tales or-
ganizaciones se nutren, además, casi de forma exclusiva, de
106 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

la financiación pública directa (subvenciones a los partidos


desde el presupuesto) o indirecta (beneficios derivados de
sus posiciones de poder como intermediarios o adjudicado-
res). Al no poder ya sacar recursos de dentro (es decir, de su
propia organización), es el Estado quien se los proporciona
y les dota de su nueva función existencial: representar inte-
reses propios y sobre todo de sus clientelas.
Como apunta Ignazi, “el patronazgo y el clientelismo
son dos herramientas con las que los partidos controlan su
entorno y atraen y compensan a sus afiliados”; pero ello
puede conducir, como también señala este autor, a una liai-
son dangereuse, “porque deprime la estima de los partidos
ante la opinión pública, y corren el riesgo de que al final
se los valore y se los juzgue solo por sus malas prácticas”
(2021: 358). Lo que en estos momentos está pasando ya,
aunque tales estructuras partidistas no lo perciban o no
quieran darse por enteradas.
El problema no solo radica ahí, sino también que, como
acredita el libro de Dahlström y Lapuente, Organizando el
Leviatán, ese modelo clientelar termina provocando una in-
eficacia con letales efectos, pues al proveer las estructuras
de alta dirección (y cargos institucionales) con exclusivos
criterios de discrecionalidad política, o de partidismo mili-
tante en el peor de los casos, tales malas prácticas premian
la lealtad y no castigan (incluso en momentos extremos,
pueden llegar a premiar) el irregular, pésimo o inexistente
rendimiento institucional, al margen de que resulta más que
discutible que, dado el ingente número de cargos a cubrir
hoy en día, los partidos (con sus enclenques estructuras y
sus mediocres perfiles profesionales) dispongan de banqui-
llo suficiente para proveer de jugadores de primer nivel para
cubrir la alta dirección pública y los órganos de control del
Estado. Una evidencia, asimismo, letal.
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 107

Por lo demás, en estos momentos el círculo de protec-


ción política alcanza a toda la red de patronos y clientes
que intercambian, circunstancialmente, sus posiciones de
poder tanto vertical como horizontalmente. Los partidos
han convertido, por tanto, en redes endogámicas (o inclu-
so en “sociedades de socorros mutuos”), que extienden su
tentáculos y su esfera de influencia incluso fuera de la pro-
pia Administración y su sector público, así como de las
propias instituciones, alcanzando al tejido social y empre-
sarial (sindicatos, entidades del sector financiero, consejos
de administración de empresas, asociaciones, ONG, me-
dios de comunicación social, entidades deportivas y cultu-
rales, etc.).
Piero Ignazi contrapone, así, modelos de baja politiza-
ción con otros en los que esa patología se muestra con toda
su crudeza. En estos términos se expresa: “Grecia, Italia,
Portugal y España, en particular, se han caracterizado por
una persistente politización partidaria del alto funcionaria-
do y por pautas de patronazgo en el reclutamiento del sector
público” (Ignazi, 2021: 360-361). Ni que decir tiene que
esa tendencia, claramente contrastada, aún se convierte en
mucho más peligrosa cuando afecta a las instituciones de
control del poder, pues poner una mordaza o sujetar a di-
rectrices políticas a órganos constitucionales o autoridades
“independientes” supone negar el ADN de tales institucio-
nes en los términos antes expuestos, creando una mera cari-
catura de Estado constitucional que en nada se compadece
con los estándares mínimos que esa formulación debería
tener, según estándares internacionales propios de las de-
mocracias avanzadas.
Aun así, España ha ido extendiendo en los últimos de-
cenios una imagen de democracia consolidada (avalada
incluso por algunos observatorios institucionales) que, sin
108 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

embargo, se compadece mal con la realidad circundante,


pues si bien es cierto que el sistema político pudo ser mo-
délico en sus primeros pasos del tránsito de la dictadura a
la democracia, no lo es menos que el vigor constitucional
nunca arraigó realmente en su funcionamiento efectivo, y
esos valores iniciales, y sobretodo el sentido institucional,
se fueron deteriorando conforme el sistema político-institu-
cional en su conjunto iba dando muestras de un desfalleci-
miento cada vez más obvio. Esa tendencia se ha acentuado,
como consecuencia, entre otras causas, de una colonización
bajo premisas de clientelismo político zafio que impregna
toda la arquitectura institucional, administraciones públicas
y entidades del sector público incluidas. Además, un dato
nada menor, los análisis internacionales y de la Comisión
Europea toman siempre como referencia las instituciones
centrales, pero en nada ponen el foco en las instituciones
territoriales, más clientelares incluso que aquellas, pues ol-
vidan que la amplia descentralización ha generado auténti-
cos cantones con reglas de caciquismo territorial propio, en
algunos casos muy asentadas.
Por consiguiente, los partidos políticos, mediante un
proceso de inserción cada vez mayor en el Estado y en sus
instituciones, y también en la alta Administración Pública,
se han ido transformando gradualmente en partidos de car-
gos públicos que viven adosados existencialmente al poder,
o cuando están en la oposición en espera de retornar al po-
der para disfrutar de sus mieles (Mair, 2015: 65). Y por esa
razón tan prosaica (esto es, por el número cada vez mayor
de cargos políticos existentes y el creciente número también
de aspirantes a su cobertura) resulta muy complejo desocu-
par esos espacios institucionales previamente colonizados
por los partidos y pretender cubrirlos con criterios distintos
y distantes a los del puro clientelismo, como son los pará-
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 109

metros de profesionalidad, independencia e imparcialidad,


además de moralidad o integridad en el ejercicio de tales
funciones.
Las resistencias al cambio son numantinas. No cabe
olvidar nunca que, más aún en el actual contexto, el co-
rrecto desempeño de las funciones y tareas de tales nive-
les orgánicos exigen o requieren conocimientos altamente
especializados o competencias específicas para garantizar
un mínimo de éxito en su gestión. Si, por ejemplo, las más
altas magistraturas de los órganos de control del Estado (o
de las Comunidades Autónomas), así como de las autorida-
des “independientes” de regulación y supervisión del poder,
se cubren con amigos políticos, sean del gobierno o de la
oposición, en un burdo reparto de cromos, el sistema cons-
titucional de pesos y contrapesos se falsea por completo y
se convierte, así, en mera coreografía.
Además, y este es un dato determinante, cuando ese per-
verso funcionamiento político-institucional está claramen-
te sesgado hacia prácticas de clientelismo o de lealtades
partidarias, el interés primordial de los partidos ya no es
buscar personalidades con perfiles profesionales relevantes
(“de reconocida competencia”, como reza gratuitamente la
locución reproducida por la Constitución y las leyes), sino
personas leales y disciplinadas con la cadena de mando de
la organización del partido. Se imponen, así, cargos públi-
cos lacayos con el poder.
Los partidos principales, además, como expusieron Katz
y Mair en 2018, han ido conformando lo que en realidad es
un auténtico cártel, que, además de que su consenso común
es defender sus privilegios como clase política, les lleva in-
cluso a taponar o aplazar continuamente “muchos de los pro-
blemas a los que se enfrenta la sociedad” (Katz y Mair, 2018:
110 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

171). Esa visión doctrinal autorizada confirma una tendencia


preocupante al encastillamiento de los partidos en las estruc-
turas del Estado y su radical alejamiento de la sociedad. Así
se produce el crecimiento del espacio de la política y del nú-
mero de quienes a ella se dedican, pues se ha ido ampliando
sucesivamente el número de niveles y puestos cubiertos ex-
clusivamente por criterios políticos, especialmente en aque-
llos sistemas donde el clientelismo político tiene raíces pro-
fundas (como son los países mediterráneos).
La política se ha convertido, además, en una actividad
profesional más o menos cómoda, de la que se puede vivir
a lo largo de toda la vida, con unas posiciones de privilegio
y con la púrpura y el sistema de relaciones e intercambio
de favores que el poder por lo común ofrece (Offerlé, 2017;
Boelaert, Michon, Ollion, 2017). Una actividad política tan
cerrada genera de ese modo la huida de la política por parte
de sectores profesionales cualificados de la propia sociedad
que carecen de estímulos para entrar en esa lógica cliente-
lar y rechazan cada vez de forma más nítida acceder a una
actividad política, muy desprestigiada, que carece de atrac-
tivos más allá de la pura lealtad inquebrantable a las siglas,
y que además está invadida de mediocridad. Los perfiles
independientes o profesionales son muy mal recibidos por
las viejas estructuras de poder en el seno del partido, o son
sencillamente contaminados por una exigencia de aparentar
ser más fieles que ninguno. A ello se suma que esa clase po-
lítica enquistada en el poder se diferencia del resto de clases
sociales en que “es el único sector de la élite que determina
sus propios ingresos” (Katz, Mair, 2022: 219). Y es, asimis-
mo, el único estrato que define sus condiciones de ejercicio
(privilegios incluidos, que no son pocos) y otras compensa-
ciones que recibirá durante el cargo (dietas) o cuando este
sea abandonado (indemnizaciones, pensiones mucho más
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 111

elevadas, etc.). Por lo que afecta a España, ello se advierte


con particular impacto en aquellas estructuras instituciona-
les dotadas de una independencia funcional como son los
órganos constitucionales y estatutarios, así como las entida-
des del sector público empresarial o fundacional, donde el
estatus retributivo y las condiciones de ejercicio son mucho
más favorables que las existentes en las estructuras organi-
zativas gubernamentales en sentido estricto. “Colocar” en
esos cargos públicos a personas fieles al partido se convierte,
así, en una suerte de salida colateral o cierre de oro de carre-
ras políticas o profesionales, siendo puestos muy codiciados
donde la batalla interna por situarse en posiciones de ser de-
signado, si bien bastante silente, suele ser muy cruenta.
En un ámbito más general, Katz y Mair (2022: 171-238)
también constatan el incremento, a través de ese apodera-
miento del Estado, del “clientelismo en la asignación de
puestos de trabajo o contratos públicos siguen siendo un
importante incentivo para la actividad partidista”. La con-
tratación pública, las subvenciones y el reparto de empleos
públicos (interinos, luego aplantillados por sistemas blan-
dos o meros concursos) son ámbitos donde la corrupción
política, por ejemplo en España, florece por doquier y con
raíces muy profundas en la historia político-administrativa
de este país (Jiménez Asensio 2023).
La conclusión del estudio de Katz y Mair, una vez más,
coincide en lo esencial con lo hasta ahora expuesto: “Los
partidos modernos tienen una existencia que va más allá
de sus estructuras organizativas formales, incluyendo (en
mayor o menor medida, según los casos), las redes de fun-
cionarios (y, en particular, de niveles directivos) del aparato
administrativo del Estado, (lo que) difumina la distinción
entre el partido y la administración pública nominalmente
apolítica, o al menos no partidista”.
112 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

Así, los costes de perder las elecciones (como se ha vis-


to en España en diferentes procesos electorales autonómi-
cos/locales y de elecciones legislativas) pueden representar
no sólo un desgaste moral y político, sino también pérdidas
irreparables de destinos públicos (y situaciones de angus-
tia existencial para numerosos clientes políticos, incapaces
funcionalmente de vivir fuera del manto de protección de la
propia política y, por tanto, del propio Estado), que tocan el
corazón existencial hoy en día de los partidos, dejándolos
sin sus cuotas de poder, sin las cuales no son nada. En efec-
to, tales niveles orgánicos, sin solución de continuidad, son
cubiertos por los ganadores, con los mismos criterios clien-
telares. Una vez en el poder, quienes desde la oposición se
desgañitaron (aparentemente) en denunciar ese estado de
cosas, adoptarán el mismo estilo de clientela, pues nunca
hay incentivos ni vocación real de modificar tal sistema,
dado que ello supondría carecer de bolsa de reparto para
premiar a los suyos.
Cuando legiones de militantes o simpatizantes de los
partidos viven de la política, las hipotecas institucionales se
multiplican hasta cercenar el funcionamiento del Estado en
su conjunto, como sucede en España. Tan sólo situaciones
muy graves de contexto de crisis pueden hacer modificar
ese statu quo. Sin embargo, ni aun en escenarios tan du-
ros como los vividos tras 2008 o en la reciente pandemia
(2020-2022), se ha dado ni el más mínimo paso para alterar
una realidad que ya es sangrante cuantitativamente, pero
sobre todo por los letales efectos sobre el mal funciona-
miento cualitativo del sistema en su conjunto; pues como
reconocen amargamente los autores citados “los partidos
han visto, durante mucho tiempo, al sector público como
un tesoro al que saquear para su propio beneficio” (Katz-
Mair, 2022: 284).
IV. España, ¿un Estado clientelar de
partidos?

El largo recorrido efectuado en estas páginas nos ha


mostrado las debilidades del principio de separación de po-
deres en una España liberal impostada. También ha queda-
do evidente el gran peso que el clientelismo político y su
particular impronta, bajo fórmulas iniciales de oligarquía
y caciquismo, ha tenido en este país; así como la fuerte y
prolongada irrupción de un corporativismo, refugiado ini-
cialmente en el sistema burocrático público y en el sistema
judicial, que echó fuertes raíces políticas transformándose
en soluciones orgánico-autoritarias y dictatoriales que pro-
longaron su existencia en el tiempo. Todas estas patologías
han sido constantes y han marcado la Historia de España
durante los últimos siglos.
La debilidad del liberalismo democrático en España, asi-
mismo históricamente acreditada, ha conllevado igualmente
una magra cultura político constitucional que no ha genera-
do, salvo excepciones puntuales, un asentamiento firme ni
en las élites ni tampoco en la ciudadanía. Nuestra convulsa
historia así lo demuestra. Tal vez ingenuamente llegamos a
pensar que la Constitución de 1978 iba a tener esos efectos
taumatúrgicos que siempre se predicaron de nuestras fra-
casadas constituciones progresistas, aunque se tratara más
bien de una Ley de leyes nacida de un aparente consenso
entre orientaciones ideológicas dispares. La ilusión duró
poco, ni siquiera dos décadas, pues tempranamente el sis-
tema institucional y administrativo comenzó a ofrecer fugas
114 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

de agua cada vez mayores. Nadie prestó especial atención a


esos fenómenos, aparentemente poco vistosos, y tampoco
hoy día se le da la importancia que merece a esa impara-
ble degradación institucional; pero algo grave se estaba y se
está gestando en el cada vez peor funcionamiento del siste-
ma institucional y de la propia Administración Pública. Lo
grave es que tales situaciones se vean cómo una normalidad.
Ese proceso de deterioro se ha concretado en algunas re-
formas legales y, sobre todo, en ciertos nombramientos que,
consciente o inconscientemente, han ido incorporando a las
estructuras de cargos institucionales y también de la alta
Administración, personas marcadamente incompetentes o,
lo que es peor, sospechosas en algunos casos de prácticas
poco honestas, cuando no con un pasado nada edificante en
términos de compromiso con la democracia y el liberalis-
mo o con los estándares mínimos de integridad. Lo que co-
menzó siendo una anécdota fue adquiriendo tintes de honda
preocupación, pues tales incorporaciones desprestigian las
instituciones y, lo que es peor, las condenan a ser correas
de transmisión de los partidos políticos. Sin apenas darnos
cuenta, las instituciones de control o los órganos de gobier-
no, así como la alta Administración, han multiplicado los
niveles de incompetencia y de personas leales a los partidos
o, cuando menos, muy sensibles a lo que el poder o la opo-
sición de turno les transmita. El deterioro fue gradual, pero
hoy en día es ya muy intenso. Solo hace falta comparar los
perfiles profesionales de algunos órganos constitucionales
en la década de los ochenta y principios de los noventa con
los actualmente existente: la caída del prestigio y del reco-
nocimiento de los actuales cargos institucionales compara-
tivamente hablando es sencillamente alarmante. Un aurea
mediocritas se ha impuesto en tales órganos constituciona-
les y de control, también en buena parte de los altos cargos
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 115

de las Administraciones Públicas. Y la solidez de las insti-


tuciones se resiente, hasta desparecer.
En verdad, si hubiéramos sido honestos con nuestra
propia historia, incluso en los momentos de mayor avan-
ce constitucional como fue durante la Segunda República,
pronto nos habríamos dado cuenta de que la democracia
genuina, como decía Kelsen, no formaba parte de nuestra
gramática política. En ese paréntesis republicano de nues-
tra historia constitucional tampoco se supo cómo reducir la
polarización ni el deterioro institucional de algunos órga-
nos constitucionales clave, como fue el caso del Tribunal de
Garantías Constitucionales, mal diseñado y peor ejecutado.
Incluso líderes políticos de primer nivel como fue el caso de
Azaña, con un perfil intelectual extraordinario y una capa-
cidad política y oratoria envidiable, no terminaron de leer
correctamente, como ha puesto de relieve el profesor Ma-
nuel Zafra (2021) en un fascinante libro, la necesidad de
conjugar republicanismo y democracia.
En España la tradición iba por el camino contrario al
de una correcta lectura del principio de separación de po-
deres (que nunca se comprendió realmente en este país y
mucho menos se supo aplicar, o mejor dicho no se quiso
o supo hacerlo), pues los controles del poder, los manidos
pesos y contrapesos, apenas tuvieron virtualidad alguna en
un país acostumbrado a ser gobernado siempre sin frenos,
como lo está siendo ahora en buena medida. Pretender que
de la noche al día una cultura ausente de división de pode-
res y de control democrático de las instituciones arraigara
con fuerza, no era más que un pío deseo, como los hechos
han demostrado hasta la saciedad. La captura política des-
carada de las instituciones de control y de la propia alta
Administración no ha hecho más que reproducir, corregido
y aumentado, uno de nuestros vicios seculares, como es el
116 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

clientelismo político, versión moderna de un caciquismo te-


rritorial que sigue imperante, pero esta vez desde el poder
de las baronías de los partidos, o de esas comunidades autó-
nomas autárquicas que han emergido como fuerza de freno
a la penetración del Estado en algunos territorios, y de la
siempre presente y grosera colonización de aquellas institu-
ciones de control que tendrían que actuar como contrapesos
de un poder que no quiere frenos, y si se implantan, los
rompe. Así de claro.
También es verdad que, frente a esa politización o co-
lonización extensiva de las instituciones, despreciando la
arquitectura constitucional de los sistemas de pesos y con-
trapesos, España buscó durante amplios períodos del siglo
XX su solución en opciones autoritario-corporativas que
terminaron desembocando en períodos dictatoriales que
negaron radicalmente las libertades democráticas. El pén-
dulo se fue al extremo. Y el corporativismo que se incubó a
finales del siglo XIX y principios del XX, inicialmente en
ámbitos burocráticos y profesionales, también económicos
y sociales, dio el triple salto mortal a la política, hundien-
do al país en los momentos más sombríos de su Historia
desde el absolutismo monárquico. Y fueron muchos años,
demasiados, casi cincuenta, además del siglo pasado. El
peso del legado cultural y político del autoritarismo teñi-
do de corporativismo, que ingenuamente creíamos haber
superado con el borrón y cuenta nueva de la Constitución
tras la época de la transición política, comienza a emerger
con fuerza en el ámbito político (a imagen y semejanza de
otras opciones iliberales que están surgiendo en Europa),
pero también encuentra cada vez más calado en la España
institucional, en el Poder Judicial, en los cuerpo de funcio-
narios, en los sindicatos, y en el tejido económico-social.
Un período tan largo de nuestra historia, como fueron las
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 117

dos dictaduras padecidas en el siglo XX en España, con-


forma muchas mentalidades que, si bien pretendidamente
enterradas, amanecen con fuerza en cualquier momento de
crisis, como es el actual. La falsa dicotomía entre ocupa-
ción partidista, por un lado, y refuerzo del corporativis-
mo, por otro, impregnan unos movimientos pendulares que
nada resuelven.
Los partidos políticos españoles estaban durante la tran-
sición política y los primeros años de la democracia muy
debilitados tras más de treinta y cinco años de férrea dicta-
dura. Había, no es menos cierto, alguna excepción puntual
(partido comunista), debida a su componente organizativo
de lucha clandestina. Se trataba, por tanto, de reforzarlos.
Y eso es, al fin y a la postre, lo que se hizo, sobre todo
desde el punto de vista de financiación pública (Rodríguez
Teruel, 2013), en particular a los partidos que obtuvieran
representación parlamentaria. José Antonio Gómez Yáñez y
Joan Navarro, en un sugerente libro (2019; 61-72), dejaban
claro, asimismo, el poder de apropiación de recursos que
los propios partidos tuvieron a partir de 1983: “El devenir
interno de los partidos y la cantidad ingente de incentivos
selectivos (cargos públicos, oportunidades de captación de
recursos, etc.) derivada de la creación de nuevas adminis-
traciones produjo una rápida evolución de los partidos”,
que se plasmó –como se ha reiterado en estas páginas– en
la configuración de rasgos patológicos tales como la oli-
garquización y ocupación de los espacios institucionales.
Estos autores cuantifican entre 80.000 y 100.000 los cargos
institucionales reservados a la política en España (pp. 88-
92), si bien es cierto que muchos de ellos lo son de cargos
municipales sin retribución, salvo la percepción de dietas
por asistencia al ejercicio de funciones representativas o
ejecutivas.
118 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

Tras lo expuesto, no es ninguna exageración afirmar que


la crisis institucional por la que atraviesa España es de una
gravedad supina. Quien la ignore es un necio o un temera-
rio. Y se ha ido gestando a fuego lento desde la transición
política hasta nuestros días. Pero tal deterioro tiene raíces
históricas muy profundas que ningún gobierno ni partido en
este país ha sabido ni ha querido hasta ahora erradicar. Pa-
rece muy obvio que solo un amplio pacto de Estado, podría
reconducir algo la situación, pero tal estrategia es totalmen-
te inviable en un marco abierto de confrontación sin pausa
y de polarización política cada vez más extrema.
Al menos convendría que los partidos centrales del sis-
tema reflexionaran si este modo de actual que representa la
colonización intensiva de las instituciones y de la alta Admi-
nistración conduce a algún puerto seguro en este país, salvo
a la destrucción desprogramada del propio sistema consti-
tucional y a la deslegitimación constante del papel de esos
mismos partidos y de las propias instituciones. Tal como se
dijo, la crítica a la democracia española “se puede resumir
en la forma defectuosa con que los partidos políticos espa-
ñoles han desempeñado su papel de intermediación entre los
ciudadanos y el ejercicio del poder” (Bustos, 2017: 37-38).
Sin embargo, tan necesaria e inaplazable reflexión es muy
probable que nunca se produzca; aunque si la hicieran tal
vez esas fuerzas políticas adoptarían algún cambio de acti-
tud, siquiera fuera por salvaguardar su propia existencia que,
aunque no lo crean, también corre enorme riesgo. Su futuro
está, por mucho que no lo quieran entender, atado al del pro-
pio país que dicen defender. Y nada es eterno en la vida de
las instituciones. Tampoco los propios partidos, como esta-
mos viendo en otros muchos países de nuestro entorno.
Cuando fallan las instituciones, como expuso hace años
Heclo, realmente quienes fallan son las personas. Esos
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 119

seres humanos, si no son capaces de asumir ni desplegar


adecuadamente sus competencias institucionales, represen-
tan carne de cañón para los partidos que los promovieron,
auténticos títeres con los problemas de legitimación ins-
titucional que todo ello acarrea. La independencia de las
instituciones, según expuso Rosanvallon (2010: 138) es un
estatus, pero la imparcialidad es una cualidad, que se ha de
acreditar cotidianamente. Y no conviene olvidarlo.
Como expresó lúcidamente el filósofo de la Historia
Eric Voegelin (2021: 82), la pérdida de sentido causada por
la descomposición de las instituciones provoca, más tarde
o más temprano, la emergencia de movimientos gnósticos
que venden la salvación terrenal cuando la vida intramun-
dana se hunde sin remedio. Hoy en día en política eso se
llama populismo. Y está llamando a la puerta. A la espera
de que la abramos de par en par. En estos últimos años se la
hemos dejado entreabierta, y la fiebre populista ya se está
adentrando en todas las estructuras partidistas y de poder
en España. Como escribió Pierre Rosanvallon (2020), el si-
glo XXI es, sin duda, el siglo del populismo. También en
España.
EPÍLOGO:
Instituciones rotas versus Instituciones sólidas

Tres miradas sobre la crisis institucional en España y


sus posibles remedios
La preocupación por el mal estado de las instituciones
en España ha sido objeto recientemente de varias miradas,
europea una de ellas y nacionales las dos restantes. Convie-
ne detenerse sucintamente en tales análisis para ver cuáles
son sus diagnósticos y posibles soluciones.
La Comisión Europea difundió a primeros de julio su
Cuarto informe anual de 2023 sobre el Estado de Derecho
en los países de la Unión. El informe específico sobre Es-
paña es ciertamente crítico. Ese informe tiene un enfoque
limitado, pues su foco de atención, aunque no exclusivo,
se centra principalmente en el estado del Poder Judicial,
si bien trata tangencialmente otras instituciones (Tribunal
Constitucional y Tribunal de Cuentas; también hace alusión
al Sistema de integridad de la AGE).
El foco de mayor preocupación se sitúa en la insosteni-
ble situación del Consejo General del Poder Judicial, que
ya ha superado los diez años de mandato, y en prórroga
desde 2018. Una vez más, la Comisión urge a la inmediata
renovación del CGPJ y a la modificación del procedimiento
de designación de los doce vocales jueces y magistrados,
exigiendo su homologación con el existente en otros países
122 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

de la Unión, pues tales miembros son elegidos con parti-


cipación directa de los propios jueces; sistema al que los
partidos de izquierdas se oponen por completo, pues –a su
juicio– restaría la presencia de jueces de sensibilidad pro-
gresista en el Consejo. Y ello implicaría un Tribunal Supre-
mo con magistrados de orientación conservadora. Este con-
texto, explicado en pocas líneas, despierta la desconfianza
de la izquierda y anima el cambio (esta vez con el viento a
favor de la Unión Europea) por parte de la derecha. Empate
infinito, que solo puede superarse con fórmulas imaginati-
vas de carácter híbrido, como luego se trata puntualmente
en este ensayo.
También el Informe censura que no se hayan adoptado
medidas normativas para evitar en España ese fácil y espu-
rio tránsito desde la judicatura a la política y de esta a la
judicatura, puertas giratorias que rompen en mil pedazos la
imagen de imparcialidad del Poder Judicial. En fin, el infor-
me de la Comisión no entra en el problema mollar, mostran-
do una cierta ingenuidad de la propia UE; pues prescinde
del fondo del problema: el reparto político descarado que
llevan a cabo las distintas fuerzas (incluso también las mi-
noritarias y las nacionalistas e independentistas) en todas
las instituciones en las que puedan morder poder, lo que da
una idea del primitivo modo de entender la política en Espa-
ña, que encuentra raíces profundas en ese proceso histórico
que se analiza en este ensayo. Mientras este sea el siste-
ma realmente efectivo, la degradación institucional no solo
no se corregirá, sino que se irá incrementando. El informe
asimismo afea, una vez más, la dependencia evidente del
Gobierno de turno de la Fiscalía General del Estado, exi-
giendo un descuadre temporal entre el mandato político y
el mandato del Fiscal General. Nada se ha hecho al respecto
ni nada se hará, pues para algunos máximos gobernantes su
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 123

pésima cultura institucional, muestra sin duda de un eviden-


te desprecio por estos temas, les conduce derechamente a
afirmar que la Fiscalía depende del Gobierno. De ahí a que
indirectamente lo sean también los jueces va un tenue paso.
Hace algunos meses, un grupo de prestigiosos catedrá-
ticos “eméritos” de la Universidad española de diferentes
disciplinas dio luz a un libro colectivo titulado España. De-
mocracia menguante, en el que repasan de forma integral
el mal estado de las instituciones en España, con el foco
puesto principalmente en el momento actual y, quizás, sin
percibir que los males –como antes se indicaban– vienen de
muy lejos. No son de ahora, tal como se podrán comprobar
en las páginas siguientes de este ensayo. Evidentemente,
cabe compartir muchas de sus preocupaciones y algunas de
sus propuestas; pero también, como es lógico, disentir de
otras. Cabe compartir, por ejemplo, el abuso desmesurado
de la figura del Decreto-ley a la hora de legislar, el uso tor-
ticero de la iniciativa legislativa parlamentaria a través de
proposiciones de ley, como medio de sortear los preceptivos
informes cuando quien elabora el proyecto es el Gobier-
no o, en fin, el institucionalizado y lamentable reparto por
cuotas entre los partidos en la designación de los órganos
constitucionales y de control del poder, por no citar el uso
torticero de sus competencias por los Gobiernos en funcio-
nes en lo que afecta a política exterior.
Más discutibles son, sin embargo, algunas ideas allí re-
cogidas, como calificar al actual sistema de partidos como
“partidos de electores”, cuando en realidad son “partidos de
cargos públicos”, adosados siempre al Estado (Mair, 2015;
Ignazi, 2021). Tampoco parece muy adecuado rasgarse las
vestiduras por la quiebra del principio de separación de po-
deres, muy poco o nada vigente materialmente en España ni
ahora ni antes, ni siquiera tras la Constitución de 1978, cuya
adulteración ha sido una constante, agravada (es cierto) en
las últimas legislaturas. Sobre el CGPJ, “órgano constitu-
cional sobre el que se proyectan las más tortuosas ambi-
ciones partidarias”, se acierta en el diagnóstico de que la
democracia española tolera, incluso fomenta desde tiempos
pretéritos, el paso de la política a la justicia y viceversa,
tránsito que ha sido denunciado también (exigiendo refor-
mas que nunca llegan) por el Informe del Estado de Dere-
cho 2023 de la Comisión Europea, tal como se ha expuesto;
pero la opción corporativa en la elección de los jueces está
lejos de ser una solución políticamente consensuada en la
política española (donde los acuerdos transversales no de-
jan de ser un sueño inalcanzable en este país). El libro, en
cualquier caso, tiene bastante de batalla ideológica centrada
tal vez en un contexto demasiado inmediato, en el que es
difícil actuar con cánones de objetividad, lo que se revela
claramente en esta conclusión a uno de sus capítulos: “Es
difícil hacer más destrozos en poco tiempo”. Se trata, por
tanto, de un proyecto editorial tal vez demasiado pegado,
pues, a la contingencia política, lo cual puede ser de interés
puntual, pero la evolución de las instituciones hay que ana-
lizarlas con más perspectiva.
También recientemente, al hilo de la campaña electoral
de las elecciones legislativas de 23 de julio, la Fundación
Hay Derecho presentó un Manifiesto por la Mejora Institu-
cional, que representa una llamada al futuro Gobierno (pero
también a la oposición) para que se tomen en serio la im-
prescindible renovación de las instituciones públicas, tanto
del Legislativo, como del Ejecutivo y del Judicial, así como
de las instituciones y autoridades de control del poder (hoy
en día, según se viene insistiendo, colonizadas por la impla-
cable lógica partidista que literalmente las ha arruinado en
su esencia). La iniciativa es, sin duda, necesaria e interesan-
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 125

te, y prueba de ello es que la han firmado numerosas perso-


nas procedentes de buena parte del arco ideológico, univer-
sitarios y profesionales de prestigio. La llamada de atención
es necesaria, las propuestas en su mayor parte sensatas, y
el enfoque de despolitización de las instituciones acerta-
do (comprendiendo dentro de ellas a las Administraciones
Públicas en su zona medio-alta, invadida hoy por criterios
clientelares partidistas). Tal vez, no obstante, por su papel
central en la arquitectura constitucional e institucional se
debería haber prestado más atención al Tribunal Consti-
tucional, una institución clave, tradicionalmente acuñada
como institución contramayoritaria, pero que, en nuestro
caso, hay momentos políticos en que teniendo en cuenta la
cada vez más intensa politización de sus nombramientos y
su inserción en una lógica diabólica de traslado a su inte-
rior de la polarización política, hay no pocas ocasiones en
las que la institución se muestra con un carácter plegado a
las mayorías de turno, según proceda. Lo serio es que el
Tribunal Constitucional está ahora ahogado por una lógica
sectaria cada vez más acusada, lo que es muy grave puesto
que, si los órganos de control juegan también en el campo
minado de las mayorías/minorías, solo sirven para legitimar
o deslegitimar la propia política y a sus dueños del poder
y no para proteger la Constitución1. Esa tendencia además
se ve agravada por dos datos; por un lado, a través de los
politizados y sesgados nombramientos de los últimos años,
marcados por una tipología de magistrados que oscilan en-
tre la fidelidad cerrada al partido que les propuso y unos

1
Un buen análisis, por ejemplo, centrado en esa institución, es el de Germán
Fernández Farreres (2016): “Sobre la reforma del Tribuna Constitucional y la de-
signación de los magistrados constitucionales”, en José María Baño León (coord.),
Memorial para la reforma del Estado. Estudios en homenaje al profesor Santiago
Muñoz Machado, CEPC, pp. 1035-1065.
126 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

perfiles profesionales, con escasas excepciones, de los más


mediocres de la ya larga vida del órgano constitucional; por
tanto, con miembros del poder judicial o de académicos, en
ambos casos, salvo excepciones muy puntuales, de escaso
fuste o, al menos, no los más prestigiados.
También tal vez en ese importante Manifiesto hubiese
merecido la pena dedicar una atención individualizada del
Tribunal de Cuentas (institución desconocida por la ciuda-
danía y colonizada también por los partidos), como al De-
fensor del Pueblo (pervertida ya en una institución que solo
sirve para recolocar políticos quemados que sean autocom-
placientes con el poder de turno o el que venga después) o
de una Agencia Española de Protección de Datos que ha
sido protagonista de uno de los mayores escándalos de re-
novación frustrada de una autoridad independiente, ante lo
cual nadie se ha dado por enterado; salvo, una vez más, la
citada Fundación Hay Derecho que fue un actor importante
en la causa judicial que terminó tumbando semejante cha-
puza institucional hecha de consuno por los dos partidos
mayoritarios estatales.

Unas instituciones rotas, más que sólidas


Por tanto, el desnudo reparto de cuotas entre los dife-
rentes partidos se ha generalizado en todas las institucio-
nes constitucionales, estatutarias o de control, también, sin
duda, en el Tribunal Constitucional. Este órgano constitu-
cional ha visto, además, cómo proliferaban en su seno los
nombramientos judiciales y descendían los de otros colecti-
vos profesionales del ámbito jurídico, como los académicos
(es sorprendente la ausencia desde el fallecimiento del pro-
fesor Luis Ortega, de profesores universitarios del campo
del Derecho Administrativo, disciplina con innumerables
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 127

académicos de reconocido prestigio), altos funcionarios o


abogados. Esas ausencias se pretenden cubrir con magistra-
dos de lo contencioso-administrativo, pero no es lo mismo,
pues la designación de esos magistrados para el Tribunal
Constitucional se efectúa siempre entre las dos asociacio-
nes judiciales que proveen cargos institucionales de todo
tipo: la Asociación Profesional de la Magistratura y Jueces
para la Democracia, la primera mayoritaria y la segunda
minoritaria (hoy en día la que más asientos tiene en el ac-
tual TC). El resto de asociaciones judiciales y la mitad de
los jueces y magistrados no afiliados no entran en ningún
reparto de cromos ni en el Tribunal Constitucional ni en el
Consejo General del Poder Judicial. Solo quienes son co-
rreas de transmisión de los dueños del Estado (los partidos)
podrán entrar en el reparto de sinecuras.
Esta línea de perversión constitucional (que rompe y
adultera de raíz el sistema de pesos y contrapesos propio
de un Estado democrático de Derecho) ha terminado nor-
malizando encuadrar a los cargos públicos de tales institu-
ciones con el calificativo de “conservadores” o “progresis-
tas”, lo que inevitablemente conduce a utilizar torticera-
mente ese espacio institucional de control del poder como
un ámbito más de combate político (desnaturalizando su
función) y, en fin, como una suerte de prolongación y tras-
lado de la política de bloques populistas herméticos, sin
fisura alguna, hacia tales instituciones, que las contamina
y pervierte en su sentido institucional hasta hacerlas irre-
conocibles. Esta es “la cultura” institucional empobreci-
da que tiene actualmente España. Y de ella se alimentan
todos los partidos políticos, tanto los estatales como los
nacionalistas, que en esto no hay distingos; pues todos ac-
túan igual, con el mismo desparpajo y la misma falta de
escrúpulos.
128 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

En fin, renovar y reformar constitucionalmente esas ins-


tituciones exige por lo común mayorías reforzadas (3/5 o
2/3, según los casos), salvo en aspectos puntuales (nombra-
mientos de algunas instituciones menores o de regulación
legal) en los que se requiere mayoría absoluta o simple.
Ante la manifiesta imposibilidad de alcanzar tales porcen-
tajes dado el sistema político de bloques cerrados, aislados
e incomunicados, las posibilidades de evolución del sistema
institucional nunca irán a mejor, sino que empeorarán cua-
litativamente con el paso del tiempo, como así lo estamos
comprobando cada día que pasa. En efecto, el profundo
proceso por el que atraviesa España de degradación polí-
tica está dando paso a marchas forzadas a una situación
de esclerosis institucional generalizada, prácticamente sin
retorno. Al menos, en esa lógica cainita, no se advierten
cambios a corto o medio plazo. Y los bloqueos continuos,
ante la imposibilidad de cualquier transversalidad que se
precie, conducirán a una mayor parálisis y un mayor en-
simismamiento de los partidos, sean mayoritarios o mino-
ritarios, que siempre quieren disponer de más influencia y
control institucional (cargos públicos) para satisfacer a sus
respectivas clientelas y cortocircuitar funcionalmente el rol
asignado a tales entidades.
España dispone, así, de cuasi instituciones, como diría
Larra. Nada más. El resto es mentira piadosa que solo com-
pran los fieles. No nos llamemos a engaño. En una política
tan depredadora como es la española hoy en día, la ingenui-
dad está fuera de lugar.
Lo explicó de forma contundente hace ya muchos años
Moses I. Finley; y sus palabras nos ahorran muchos comen-
tarios: “Los políticos profesionales, por lo que a cantidad se
refiere, son una minoría desdeñable del cuerpo de ciudada-
nos. Para ellos la política es un modo de vida, aunque crean
INSTITUCIONES ROTAS. SEPARACIÓN DE PODERES… 129

que su función es fomentar el bien de la sociedad en la que


actúan, o al menos intenten convencerse a sí mismo de ello;
en otras palabras, que la política es una actividad de segun-
da clase, encaminada a lograr objetivos que, en sí mismos,
no son políticos”2. Duro, pero cierto. Más aún en España,
donde ya comienza a proliferar (si bien no podemos negar
que buena parte del tiempo histórico haya estado con no-
sotros), como ya ocurriera en otros países, “una clase diri-
gente inútil y de corte cada vez más parasitario” (Rocchini,
1993)3; antesala de un presumible fin de ciclo.
Y, en efecto, entre tales objetivos cabe citar, sin duda,
la provisión de cargos públicos para sus respectivas clien-
telas. Sobre este punto se detiene este ensayo. Valga por
ahora con adelantar que un Estado clientelar de partidos
como el español, con tan hondas raíces, no se cambia solo
con leyes, que, paradójicamente y como expusieron Katz y
Mair (2022), han de ser además aprobadas por los propios
partidos que, por lo común, nada quieren cambiar, sino con
una profunda transformación de actitudes políticas y ciu-
dadanas, unas tendencias que, con todos los respetos, no se
perciben hoy en día por ninguna parte en la España actual,
en la que los partidos están cada vez más fanatizados y en-
cerrados en sí mismos o en sus propios bloques encapsula-
dos, mientras que no pocos ciudadanos han terminado por
contaminarse completamente de un aire político tan tóxico
y degradado, en el que la deliberación política es un pío
deseo y la destrucción o exclusión del contrario se ha con-
vertido en la regla de funcionamiento cotidiano. Construir
instituciones sólidas en este mar de tempestades políticas e
institucionales se aproxima cada vez más, tal como se decía

2
Findley, M. I. (2016): El nacimiento de la política, Crítica, 2016.
3
Rocchini, P. (1993): La neurosis del poder, Alianza.
130 RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

al principio a una ingenua ensoñación. Ni más ni menos.


Pero hay que combatir activamente porque los sueños se
cumplan. No nos queda otra opción si queremos una Espa-
ña mejor y un sólido Estado Constitucional social y demo-
crático de Derecho.
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SEPARACIÓN DE PODERES,
CLIENTELISMO Y PARTIDOS EN ESPAÑA

En España la ocupación partidista de la alta Administración, del


sector público institucional y de las instituciones de control del po-
der se mueve en unos parámetros desconocidos en las democra-
cias avanzadas de nuestro entorno.
Este ensayo parte de la premisa de que en España el principio de
separación de poderes nunca ha formado parte efectiva de la ar-
quitectura político-institucional. Además, el arraigo del caciquismo
tuvo su continuidad a través del clientelismo político que, tras el
paréntesis de las dos dictaduras, ha llegado hasta nuestros días.
Los actuales partidos de cargos públicos, que viven adosados al
Estado y ocupan amplios espacios institucionales, han dado pie a
la consolidación de un Estado clientelar de partidos. Los partidos
se han convertido, así, en dueños del Estado.
Este proceso ha ido agravándose con el paso de los años, tam-
bién por la polarización política, creando un amplio mapa de insti-
tuciones rotas, cuando la Agenda 2030 y la Comisión Europea nos
emplazan a constituir instituciones sólidas.
Este libro aparece cuando España ostenta aún la presidencia se-
mestral de la Unión Europea. Y quizás es oportuno preguntarse
por qué no es posible que nuestro país tenga instituciones homo-
logables a las de otras democracias liberales europeas.

P.V.P.: 15,60 €
(IVA incluido)

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