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porvenir», ni el menoscabo de la «naturaleza marxista» del partido.

Si los resultados
electorales se saldaran con una derrota, el periódico glosaba las palabras de Caballero
en Alicante: los socialistas irían «a la guerra civil declarada[146]». Lo confirmó
Manuel Albar en Zaragoza (19 de enero): si ganaban las derechas, repetirían otro
movimiento como el de «Octubre» «para obtener el triunfo definitivo del
proletariado». Tras él, Jiménez de Asúa advirtió que los socialistas no volverían «a
participar jamás en el Gobierno con los republicanos». Evaluando mejor que el
mismo Caballero los déficits de reciprocidad del pacto, Asúa avisaba en sendos actos
en Madrid (2 y 5 de febrero) que el «apoyo de las masas proletarias» al Gobierno
republicano vendría definido por la forma en que comenzaran a cumplir los
compromisos adquiridos. Y aseguró también que las izquierdas no se detendrían en
una depuración solo de las fuerzas del orden, sino que «echa[ría]n a los funcionarios
desafectos al régimen, porque esa es obligación de defensa del régimen». Solicitud
que recogió, sorprendentemente, Martínez Barrio en Cáceres (11 de febrero): «Los
funcionarios que […] digan solamente Viva España y no añadan Viva la República no
estarán en sus puestos más que el tiempo que tardemos nosotros en saberlo[147]».
Uno de los fautores del pacto y destacado miembro de la Ejecutiva socialista,
Vidarte, puntualizó en Madrid (23 de enero) que su partido, en cuanto a ideología y
praxis, «no ha engañado nunca a nadie»: era «marxista y revolucionario, como lo
probó en 1917, 1930 y 1934». Observación que no veía incompatible con firmar el
pacto, ni tampoco con atacar a Sánchez-Román a cuenta de sus «leyes represivas»,
que no veía necesarias si se eliminaba «de la gobernación del país a todos los
traidores, porque no puede tolerarse que un país que se llama republicano esté
gobernado […] por personas enemigas del régimen». Ni siquiera en el único mitin
donde se leyeron unas cuartillas de Prieto, el de Bilbao de 13 de febrero, este
introdujo contrapunto alguno: se limitó a homenajear a las víctimas de la represión de
«Octubre» y a justificar la amnistía y las medidas punitivas del programa. No podía
extrañar que El Sol tomara esos discursos como «la auténtica interpretación del pacto
de izquierdas», que «iban voceando, de mitin en mitin […] los oradores más
caracterizados de la clase proletaria». No había lugar a equívocos: «Las declaraciones
son francas, rotundas, de una claridad meridiana. Van a lo que van. Llegarán hasta
donde se proponen, porque su misión no es la de afianzar las instituciones
republicanas, sino destruirlas si estorban a la consecución del triunfo del marxismo
integral[148]».

LA CONFECCIÓN DE LAS CANDIDATURAS


Finiquitado el programa quedaba otra ardua tarea: la de definir el número de

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candidatos que correspondía a cada formación política. Esto tenía tanta o más
importancia que el manifiesto. Si los republicanos obtenían la parte del león de las
candidaturas, las ambigüedades del pacto se resolverían a su favor. De lo contrario,
aumentaría su dependencia respecto de las fuerzas obreras y la interpretación del
pacto bascularía hacia los objetivos de aquellas. La dificultad del acuerdo en la
distribución de las candidaturas era palpable, pues las posiciones de principio eran
contrapuestas. Azaña, Martínez Barrio y Sánchez-Román habían convenido exigir
que la alianza electoral tuviera «carácter nacional, de mutuo y recíproco apoyo en
todas las provincias del país», y que lascandidaturas se compusieran de
«representantes de los partidos republicanos coaligados y por algún o algunos
socialistas». Se hablaba de una proporción de tres candidatos republicanos por uno
del PSOE. No se planteaba la posibilidad de que las fuerzas a la izquierda de los
socialistas estuvieran presentes en las candidaturas. Para sortear las dificultades que
previsiblemente esto generaría dentro de los partidos obreros, los republicanos pedían
sustraer el reparto de candidaturas a las organizaciones provinciales: debía hacerlo un
comité electoral suprapartidista. Este, como reveló Azaña al Comité Nacional de IR,
establecería el porcentaje de puestos de la representación republicana y la socialista, y
su distribución territorial. Se evitaba así que las disputas por las candidaturas
frustraran la coalición. Pero era seguro que las organizaciones provinciales del PSOE
no se avendrían con facilidad a ceder una competencia que consideraban privativa.
Menos aún a otorgar la mayoría de los puestos a los republicanos, especialmente en
las circunscripciones donde el desequilibrio de fuerzas a favor de la izquierda obrera
era mayor. Prieto, que conocía la propuesta de los republicanos, notificó al Comité
Nacional de su partido, en diciembre de 1935, que estos aspiraban «a que aparezca
muy reducida la representación socialista», y anticipó ya su posición negativa al
respecto[149].
Esa propuesta estaba lejos de ser un órdago. Los dirigentes republicanos pensaban
que, como el compromiso estipulaba que ellos se harían cargo en exclusiva del poder,
necesitaban sumar una cantidad de diputados que alcanzara la mayoría parlamentaria
o quedara cerca de ella. Al PSOE debía bastarle con un grupo menor incluso al de
1933 si iba a limitarse al trabajo parlamentario y a vigilar el cumplimiento de lo
acordado. Si los socialistas insistían en aumentar su representación, tendrían que
asumir la contraprestación de implicarse en un gobierno de coalición. Prieto entendía
sus razones, pero apostaba por una minoría socialista significativamente más fuerte
de lo que pretendían Azaña o Sánchez-Román. Caballero, volviendo de su actitud en
1933, aceptó la coalición nacional pero, buscando asegurar la primacía del «frente
obrero», exigía que las candidaturas reflejaran en cada provincia la fuerza que
aportaba cada uno de los partidos. Así, ambos dirigentes socialistas coincidían en
negarse a contemplar candidaturas copadas por republicanos o una proporción de tres
a uno favorable a estos.
No es cierta, por tanto, la imputación que le hizo Caballero a Prieto, acusándole

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de ser el responsable «entre bastidores» de que se dejara sin escaño a muchos
socialistas «que tenían seguro el triunfo». Para los centristas, el PSOE debía ir a la
coalición «con plena dignidad». Como apuntó públicamente Vidarte, los socialistas se
negarían a disminuir el número de candidatos que les correspondía «legítimamente»,
y sobre esto no admitirían ni discutir. Habría, además, que dejar espacio para que sus
aliados de extrema izquierda alcanzaran también una representación adecuada. «El
compromiso electoral a que se llegue», puntualizaba El Socialista, «pretenderá
robustecer, por acumulación, la fuerza de todos, no aumentar la de unos en
detrimento de la que otros tengamos. Quienes nos supongan inclinados a renunciar,
en todo o en parte, a cotizar lo que nuestra fuerza representa […] padecen extravío».
Ante la insistencia de los medios republicanos, el órgano oficial del PSOE quiso
zanjar la discusión: «¿Es o no lícito hacer pesar nuestra fuerza en la proporción que
corresponde? […] Si se estima que no lo es, sobra… todo intento de aproximación.
Se nos pediría, de ser así, lo imposible. Pues el planteamiento de la cuestión en esos
términos significaría que vamos a ser […] simples auxiliares que van a poner todo lo
que poseen a cambio de lo que quieran cederles los demás». Sin embargo, los
centristas querían la coalición y no deseaban estimular la intransigencia de sus
organizaciones provinciales. Una circular interna de la Ejecutiva (27 de diciembre de
1935) les pidió informes sobre la fuerza de sus potenciales socios y cuántos puestos
podría dárseles «con un criterio de máxima benevolencia distributiva». El matiz no
era superfluo, habida cuenta de que, como era normal, las organizaciones
provinciales procurarían maximizar la presencia del PSOE en las candidaturas. En la
circular también se consultaba sobre la fuerza de los comunistas y la conveniencia o
no de otorgarles puestos. Si bien se hacía en términos menos benevolentes que con
los republicanos, varias federaciones respondieron favorablemente a la coalición con
el PCE, incluso en circunscripciones donde este carecía de arraigo, en prenda a la
unificación de las «fuerzas proletarias[150]».
Es probable que, en el reparto de escaños, Prieto atisbase igualmente su proyecto
«conjuncionista». Si bien asentía a que, en un primer momento, los republicanos
administraran la victoria, quizá solo fuera hasta que él pudiera reconducir a su partido
a una coalición de gobierno. Pero si los socialistas obtenían un número demasiado
bajo de escaños respecto del centro-izquierda, Prieto no podría aspirar más que a ser
un socio menor de gobierno y, en todo caso, su influjo parlamentario sería reducido.
Menos generosidad podía esperarse, sin embargo, de los caballeristas. Las
federaciones controladas por estos no estaban por la labor de regalar escaños a unos
aliados circunstanciales. Como apuntaba Claridad, «una fuerte representación
socialista garantizaría que el pacto se cumpliera» y facilitaría «la utilización, para los
fines que le son propios, de la situación objetiva que puede crear la aplicación de las
medidas comprendidas en él», otra reafirmación, en lenguaje críptico, de los
propósitos revolucionarios. A los caballeristas, además, se sumaron los comunistas,
que también pedían «justa proporcionalidad» a los republicanos y que respetaran los

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acuerdos de las organizaciones provinciales, confiados como estaban, más que en su
propia fuerza, en el auxilio de la izquierda socialista para obtener un número de
puestos relevante. En definitiva, al alborear 1936, las posiciones eran tan encontradas
que los republicanos, por boca de Martínez Barrio, decidieron aplazar la discusión
sobre las candidaturas hasta después de aprobar el manifiesto[151].
En todo caso, sobre la correlación de fuerzas existente dentro de la coalición de
izquierdas, conviene matizar algo que se ha dado por evidente y que no lo es tanto: la
superioridad abrumadora de los votos que potencialmente aportaban los partidos
obreros a la coalición respecto de los republicanos. Esta percepción parte de
considerar como referencia casi única los resultados electorales de noviembre de
1933, y especialmente el número de escaños. En ellos, ciertamente, la izquierda
obrera obtuvo 59 diputados por 32 de la republicana. Si a esta última cifra se le restan
los de la Esquerra, en realidad solo fueron elegidos 15. Conviene, sin embargo,
recordar que aquel sistema electoral introducía tan elevadas distorsiones, que apenas
reflejaba alguna correspondencia entre la fuerza electoral de un partido y los escaños
que conseguía. Si lo que se cuentan son los sufragios alcanzados en 1933 por los
partidos que formaron parte de la coalición de 1936, de un total de 3 millones de
sufragios, pertenecían a la izquierda obrera 1,6 millones de votos, por 0,5 millones de
los republicanos y 0,9 millones que no pueden atribuirse de forma unívoca por
pertenecer a candidaturas de conjunción republicano-socialista. Con todo, en la gran
mayoría de estas candidaturas, el centro-izquierda era más fuerte que el PSOE y ese
hecho explicó por qué los socialistas accedieron a concurrir en coalición. Por otra
parte, respecto de 1933, el «frenterepublicano» se había reforzado con la
incorporación de UR y de varias fracciones del antiguo radical-socialismo y del
federalismo que en las pasadas elecciones habían concurrido con el Partido Radical.
Por tanto, con los resultados de 1933, la correlación de fuerzas en toda España
indicaba que la izquierda obrera podría aportar un 60% de los votos, frente a un 40%
de los republicanos. Si se prescinde de las provincias catalanas, los porcentajes no
irían más allá de un 65% frente a un 35%. Por tanto, si bien predominaba la izquierda
obrera, sus socios no estaban ayunos de apoyo, y su concurso era vital para aspirar a
una mayoría parlamentaria. Por eso, aunque Caballero sabía que de una confección
de las candidaturas «proporcionada» a la fuerza de cada partido saldría una coalición
con predominio socialista, Prieto no se equivocaba al observar que un hipotético
«frente obrero», sin la colaboración republicana, no tendría fuerza suficiente para
derrotar a una coalición conservadora[152].
Con todo, los resultados de 1933 son insuficientes para derivar cualquier
proporción, porque tampoco es que se congelara la correlación de fuerzas en los más
de dos años que separaban ambas contiendas. Es improbable que particularmente el
PSOE afrontara las nuevas elecciones en mejores posiciones que en 1933, máxime
tras el fiasco de «Octubre». Es razonable suponer que el desmantelamiento de
algunas de sus organizaciones locales, y las de su sindicato, habrían de tener algún

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coste electoral. Lo apuntó El Socialista: «Las condiciones en que sorprende a nuestro
Partido las elecciones no son […] nada satisfactorias[153]». Sin embargo, las fuerzas
republicanas resultantes de las fusiones de 1934 parecían notablemente más fuertes.
Así lo evidenciaba la asistencia masiva a los mítines en campo abierto de Azaña,
sumadas a la enorme proliferación de actos públicos, especialmente durante la
segunda mitad de 1935. La implantación de IR era mayor a la suma de los tres
partidos que la formaron, con un notable incremento de afiliados especialmente
patente en Madrid y Valencia. UR parecía, al lado de IR, un partido de implantación
más irregular y localizada, si bien allí donde se había llevado el grueso de la
organización lerrouxista predominaba sobre su aliado[154].
Así las cosas, cuando llegó el momento de negociar las candidaturas, el centro-
izquierda no era, en el plano electoral, una mera comparsa del «frente obrero».
Aparte de en Cataluña, podían ufanarse de superar a sus aliados en regiones como
Galicia, Castilla la Vieja (excepto Santander y Valladolid), Aragón, Valencia (excepto
Alicante) y Baleares, además de en provincias como Álava, Cádiz, León o Sevilla. Y
en buena parte de las restantes, tenían fuerza suficiente como para aspirar a una buena
porción de los puestos. Los republicanos aportaban, además, dos ventajas cualitativas
que los hacían indispensables. La primera, la aureola de moderación susceptible de
hacer atractivas las candidaturas para el electorado centrista o indefinido. De hecho,
la experiencia de 1933 apuntaba en ese sentido: en las provincias donde los
socialistas se negaron a coaligarse con los republicanos, los electores de centro-
izquierda se abstuvieron o prefirieron votar al Partido Radical. Ese electorado
moderado podría inclinarse ahora hacia las izquierdas si finalmente las candidaturas
antirrevolucionarias se configuraban, como de hecho pasó en varias
circunscripciones, acentuando su matiz derechista. La segunda de las ventajas era
igualmente notoria si se aspiraba, con alguna garantía de éxito, a sacar al
anarcosindicalismo de la abstención. Las posibilidades aumentaban con una nutrida
presencia de candidatos republicanos, vistos con menos hostilidad por los militantes
de la CNT y sus escisiones que sus rivales socialistas[155].
Si se tienen en cuenta estos factores, la cifra de candidatos que alcanzaron los
republicanos no fue el simple fruto de la generosidad socialista. Ni la urdió entre
bambalinas Prieto y el dirigente asturiano Amador Fernández, como aduciría
Caballero, para atribuir a los republicanos «una mayoría ficticia en las Cortes». De
hecho, el reparto de final de los puestos no se centralizó en el comité electoral, como
pretendían los republicanos y como hasta ahora se ha supuesto[156], ni tampoco se
dejó al arbitrio de las organizaciones provinciales. Fructificó en un complejo proceso
de negociaciones que implicó a ambas entidades y, como enlace entre ellas, a los
órganos nacionales de los partidos coaligados. El comité electoral central, por lo
demás, ejerció una labor de corrección, ajuste final y tribunal de avenencia, pero sus
decisiones no siempre fueron respetadas. La excepción a la regla fueron las
candidaturas de Madrid, capital y provincia, configuradas por entero desde esa

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