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EL DERECHO POSITIVO COMO CAUSA DEL DESORDEN SOCIAL.

La tesis central de Sandler es que ninguna reforma política, social, cultural y legal podrá concretar la democracia
republicana con una simultá nea vigencia de los derechos humanos fundamentales, anunciados en el preá mbulo de
la Constitució n originaria 1853/60 y declarados en su parte sobre Derechos y Garantías, si previamente no se
logra establecer un derecho positivo que asegura a todos sus habitantes – existentes y por venir - un idéntico
derecho de acceso a la tierra y al mismo tiempo, como la otra cara de una misma moneda, si la misma legislació n
no establece que la base del tesoro pú blico del Estado nacional y el de cada uno de los Estados provinciales, sea la
recaudació n de una alícuota parte del valor de mercado del suelo del territorio argentino. Esta propuesta implica
necesariamente la eliminació n progresiva de la miríada de impuestos que gravan al trabajo y a la inversió n de
capital real, a la producció n y al consumo. El autor no niega que exigencias de política social y el cumplimiento de
metas nacionales demande recurrir a “impuestos”, como en otros casos, puede haber necesidad de recurrir al
crédito pú blico. Pero estos dos recursos han de ser siempre excepcionales, objetivamente justificados,
democrá ticamente aprobados y de limitada duració n.
I. DE LA DEMOCRACIA REPUBLICANA.
Al promediar el siglo XX la Argentina entró en un proceso de creciente degradació n institucional.
Desde una perspectiva má s interesada en el estilo de la representació n política, para Natalio Bo-tana la historia
política argentina, desde el fin de la Organizació n nacional, se dividiría en tres períodos: el primero de 1880 a
1916; el segundo, de 1916 a 1983 y el tercero desde 1983 hasta nuestros días2. Para este autor en el primer
período domina el mo-delo de “representació n invertida”, llamado así por-que si bien se mantenía la forma
republicana de gobierno, la democracia resultaba conculcada. Me-diante el fraude, la violencia y otras maniobras,
los integrantes del gobierno nacional emergían del seno de una “oligarquía competitiva” y no del conjunto del
pueblo. Con la promulgació n del sufragio secreto, universal y obligatorio, en 1916 se produce un gran cambio;
aunque no una ruptura institucional. Lo nuevo consistió en que con la apertura del sistema electoral el principio
democrá tico representativo paso a primer plano para encarnarse definitivamente en la conciencia colectiva de
nuestra sociedad como principio de orden político.
La forma democrá tica representativa recién instalada reveló la posibilidad de generar tensiones e incluso
conflictos con la forma republicana de go-bierno y la forma federal de la organizació n política establecidas por la
Constitució n originaria 1853–60. Es en este segundo período trazado por Botana de 1916 a 1983 el que se
caracteriza por intervenciones del gobierno central en los gobiernos provinciales, gobiernos nacionales
democrá ticos de relativa corta duració n y la recurrencia al golpe de Estado contra gobiernos Constitucionales
(1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976), matizado con la reaparició n de diver-sas formas de populismo y
dictaduras militares. É stas, todas originadas en golpes militares contra gobiernos Constitucionales fueron
semejantes en apariencia; pero muy diversas en su ejecució n y desde el punto de vista de los efectos derivados. Se
destaca el de 1976 porque tuvo el efecto inevitable de acabar en un genocidio organizado por el país, con este
golpe se agotó la falsedad de tener a las fuerzas armadas como “recurso final” a los problemas políticos del país.
Este período culmina con la guerra de Las Malvinas.
En 1983 se inició el tercer período que aú n subsiste. É ste se inicia como un anhelado retorno a la democracia
republicana y al sistema federal de autonomías provinciales. Se explica este anhelo luego de un accidentado
periodo de cuestionamien-tos formales y materiales a este singular orden po-litico, los que iniciados en 1930 ,
acabó por sumir en la decadencia a la Argentina. Es a partir de esta decadencia que en 1983 brilló el rayo de
esperanza en la sociedad civil de retomar la senda prevista en la Constitució n originaria; pero luego de má s de dos
décadas de retorno a la vida democrá tica, el camino en esa direcció n se ha vuelto escabroso y plagado de
dificultades.
El problema pendiente: construir la democracia republicana.
Mediante las elecciones de 1983, con grandes esperanzas y apoyo popular, se reinicia el camino hacia la
democracia republicana estipulada desde 1853 por la Constitució n Nacional. Sin embargo, en este tercer periodo
no solo no se la ha construido, sino que, por distintas causas, la forma democrá tica se fue separando de la forma
republicana, a la vez que ha decaído el sistema federal.
En la primera etapa del tercer período – esto es, instalada la democracia comicial en 1983 – solo se notaron
preanuncios de un posible resquebraja-miento entre la democracia y la repú blica 5. Pero tras la precipitada
renuncia de Alfonsín para entregar an-ticipadamente el poder al recién electo Carlos S. Menem, la fisura se hizo
mucho má s visible6. El país cruzó la frontera del siglo XX al XXI, bajo la presidencia de Fernando de la Rú a, bajo
cuyo gobierno es-talló la mayor crisis econó mica y social sufrida por el país en sus ú ltimos cien añ os: la crisis de
2001. Lo que estaba latente apareció a la luz con toda claridad: una gran separació n entre la democracia represen-
tativa institucional y las instituciones que le dan forma republicana. El problema es muy grave, por-que en
palabras de Natalio Botana – que comparti-mos – la democracia sin república es una fuerza que no tiene puntos de
referencia y la república sin demo-cracia es una estructura vacía de contenido popular.
Algo, no del todo claro, pareciera obs-tinarse en impedir la conjunció n de la democracia con la repú blica, con lo
cual el país, carace del firme marco de referencia necesario para que se formen y se desarrollen de modo seguro y
armonico, unidas y complementarias, las cuatro esferas de vida que exige la condicion humana: la econó mica, la
política, la jurídica y la cultural. Cuando esta complementariedad no se da, se producen quiebres y separaciones
entre estos. No puede causar extrañ eza que como conse-cuencia de esos desajustes entre lo debido y lo cumplido
emerja la sensació n de sufrir un orden so-cial caó tico que genera la idea de recurrir a la fuerza como última ratio
restauradora del sano orden social.
En esta falta de armonía han tenido su raíz primaria diversas y progresivas deformaciones ins-titucionales que, en
la actualidad, rematan, entre otras, en el divorcio entre la forma democrá tica y la forma republicana de gobierno,
entre el orden for-malmente federal y el unitario que de hecho se ha ido conformando.
Al poco tiempo de restablecida la democracia en 1983, han emergido gobernadores que remedan a los medievales
“señ ores feudales”, que son caldo de cultivo para la “presidencia hegemó nica”, de la cual – una vez establecida – se
reconocen “vasallos”.
El orden político argentino programado por la Constitució n Nacional – la constitució n escrita – es la democracia
republicana y federal, base material de un Estado de Derecho. En cambio, lo que en la reali-dad se da es de hecho
un régimen unitario con gober-nadores provinciales cuya autonomía queda decididamente cercenada por la
voluntad presidencial hegemónica , la que no es ni puede ser recortada por el Congreso Nacional (a pesar de estar
formado por los representantes de las provincias “autó nomas”), ni morigerada por el control de la Corte Suprema
de la Nació n, cuando “las circunstancias”, juzgadas por el poder ejecutivo de la Nació n, así lo exigen.
Sistema de partidos y asociaciones de interés.
Bajo tales condiciones la “clase política” por efecto de la relativa autonomía local y de la efectiva hegemonía
nacional sufre un doble desplazamiento: tiende a cobijarse bajo las alas del heliocéntrico poder central , para lo
cual debe separarse progresivamente de una ciudadanía portadora de problemas. É sta en lugar de ser la fuente
material que inspire a los polí-ticos, se trasforma en un incordio para ellos. Por causa de este divorcio entre
representantes formales y los de hecho no representados, los partidos políti-cos se licuan y no puede cumplir su
rol mediador entre la gente comú n y los que detentan el poder.
A causa de esa evaporació n de los partidos como instituciones efectivas, los conflictos de la vida social se dan en
crudo. Van desde la protesta callejera incontrolable hasta el enfrentamiento entre grupos de parciales intereses,
ocasionales o institucionales. El orden político cobra así, en general, un aire de fa-milia propio de los sistemas
“corporativos”, en los que el triunfo o ventaja del interés de un grupo está en funció n de su cercanía al poder
político estatal y a sus “buenas relaciones” con él. Las movilizaciones y ex-torsiones por la fuerza se extienden por
toda la socie-dad. Por su parte, la republica y el sistema federal, se esfuman de la realidad.
Algunos creen que es mejor, para los intereses de la sociedad, contar con “asociaciones representantes de
intereses” – sean sindicatos, ONG o similares – en lugar de partidos. Ambos tipos de organizaciones y los
regímenes que emergen en consecuencia son dos cosas distintas. Nunca las asociaciones de interés po-drán
reemplazar a los partidos políticos con beneficio para la democracia republicana.
Los partidos políticos – como su nombre sus-tantivo lo indica – también son “organizaciones par-ciales”; pero se
distinguen de las asociaciones de interés, por una “visión totalizadora” de la sociedad y sus consistentes
propuestas para el porvenir global de la sociedad. Las asociaciones de interés, por má s que aludan y pretendan
favorecer al interés general, no son ni pueden ser integradoras de la sociedad, justo por ser parcial el interés que
defienden.
Todo partido en demo-cracia republicana que pretenda crecer y ser beneficiario de los votos de la mayor cantidad
de ciu-dadanos, tiene que hacerse cargo de la enorme plu-ralidad de contradictorios intereses existentes en la
sociedad. Todo partido político para ser ú til a la de-mocracia republicana ha de comenzar por “recoger” la
variedad de intereses, prestando la má xima aten-ció n a la realidad tal cual es y, acto seguido, con ese heterogéneo
material en las manos, ingeniá rselas para “articularlos” en un programa inspirado, por cierto, en ideales, que por
subjetivos que parezcan han de participar en un ideal objetivo y permanente compartido por el grueso de la
sociedad.
Con el “programa de acció n gubernamental” aspira el partido a reunir y amalgamar lo heterogéneo para poder
contar con una fuerza política suficiente – medida en cantidad de votos – como para instalarse en el gobierno del
Estado y desde esa posición de poder – sin violar el aparato institucional del Estado de derecho – mantener su
autoridad a fin de llevar a cabo sus “propuestas” segú n las variables y cambian-tes circunstancias.
A su vez, los partidos que “no llegan” al poder, pasan automá ticamente a formar “la oposició n”. Su funció n estriba
en perfilarse como tal y señ alar ante la ciudadanía, sin distinció n, los incumplimien-tos y yerros del nuevo
gobierno. De ese modo y desde un comienzo en una sana democracia repu-blicana ha de actuar la “oposició n” para
preparar las alternativas para los cambios, siempre asechan-tes que la vida social demanda.
Sin embargo, en nuestro país se trata de una oposició n complaciente, donde el origen de esta debiera rastrearse
no solo en innegables bajos apetitos de poder (quedar “bien” con el que manda) , sino – lo que es mucho má s grave
– en el “incierto” estado de conocimiento (que se aprecia en la dirigen-cia política argentina) acerca de lo que el
país – como sociedad – necesita irremisiblemente y con urgencia.
Las diferencias “ideoló gicas” a las que suele invo-carse como rasgo separador de los partidos argenti-nos, si bien
anidan en estratos emocionales, má s bien ocultan que revelan cierta ignorancia predomi-nante en todos los
sectores sobre aspectos funda-mentales del orden social.
Estas leyes emergentes de la “fuerza de las cosas” producen varias consecuencias. Genera la tendencia a reducir el
nú mero de partidos, lo que fa-cilita la elecció n de los ciudadanos y facilita el ca-mino hacia la “alternancia” de
programas de gobierno, necesaria por la fluyente variació n de la realidad.
Cuando no hay nítidas diferencias que permi-ten distinguir entre los partidos, el orden político se convierte en un
lodazal. Ser dirigente de un partido en esa ciénaga significa muy poco y, quien lo es, ca-rece de peso específico
propio. Todos se consideran habilitados para pasarse de un partido a otro y del gobierno a la oposició n y
viceversa. Esta volatilidad del “liderazgo” es uno de los focos infecciosos de la democracia republicana 7.
Otra consecuencia. Má s allá de las diferencias que median entre los partidos, todos han de coparti-cipar en una
común base de sentimientos, pensa-mientos y reglas de juego. Esto es imprescindible para que los civilizados
procesos de relevo y de alternancia en el poder del Estado funcionen sin sobresaltos y – muy importante – se
puedan sostener, sin solució n de continuidad, las denominadas “políticas de Es-tado”, pues ellas siempre
demandan trascender la momentá nea gestió n de un partido.
No hay una democracia republicana aceptable si el recambio de cada gobierno abre un horizonte de posibilidades
impredecibles. Un Estado en tal socie-dad es, ante ojos propios y ajenos, una organizació n sin consistencia interna
ni una confiable responsa-bilidad política frente al mundo.
Tercera consecuencia. La ley que venimos co-mentando veda al partido que llega al gobierno im-poner como
“política de partido” la defensa unilateral o parcial de algú n tipo de interés no aceptado por la mayoría o contrario
a los principios fundamentales de la Constitució n formal o repugnantes a las bá si-cas exigencias de un orden
social ajustado a la con-dició n humana. En la democracia republicana, el partido político que así actú e, deja ipso
facto de ser “partido político” para convertirse en “partido de fac-ción” (que actuaria como grupo de interés).
En definitiva, mientras las asociaciones de in-terés, los partidos de facció n y los movimientos tienden a
“desintegrar” el orden político y social de-mocrá tico republicano, los partidos políticos – para ser funcionales a este
sistema – deben ser capaces de articular la pluralidad de intereses y permitir la conti-nuidad de este orden político,
sin perjuicio de la conti-nua variación de las circunstancias de la vida social. Asi planteada la funció n esencial, pero
especifica, de los partidos, ellos contribuyen a frenar el “clientelismo”, plaga que degrada al sistema democrá tico.
Por el contrario, son los “movimientos”, las “agrupaciones de interés” o los “partidos de fac-ció n” los que hacen
uso de su poder para fomentar su “clientela”. De ese modo aniquilan la delicada fi-gura de la “representació n
política”.
El “clientelismo político” es el peor veneno que puede afectar a la democracia republicana porque tiende –
inexorablemente – por una parte, a destruir a la burocracia técnica (al cuadro de funcionarios de carrera), sin la
cual no puede funcionar de modo efi-ciente y regular esa compleja organización técnica llamada Estado moderno.
Y por la otra, por causa del clientelismo, de hecho caduca la figura del “repre-sentante político”.
Conocimiento y democracia republicana.
Botana sostiene que la Argentina tiene como cuestió n pendiente en su agenda política, construir la “bisagra”
necesaria para que la “constitució n real” de la sociedad refleje nuestra “constitució n escrita” originaria.
Ahora bien: para tal construcció n no basta la mera volun-tad política; ella exige contar con un conocimiento
adecuado que permita hacer un diagnó stico de la re-alidad total, lo má s pró ximo a la verdad. De hecho se
requieren tres diagnó sticos. Uno, sobre la “realidad constituida”, otro, sobre los “procesos histó ricos” que la han
puesto en existencia y finalmente sobre la “so-ciedad posible”, o – má s bien – sobre la “consistencia institucional”
que requiere la sociedad civil con el ideal propuesto por nuestra noble Constitució n.
Es importante conceder un lugar significativo a la “cuestió n del conocimiento” en el campo de las ciencias sociales
a la hora de intentar construir una democracia republicana.
Una institu-ción social de la magnitud de la democracia republicana – vista como un “invento” – nació , desde luego
como una “idea”, pero como toda idea era casi un suspiro comparado a lo que sería su primera con-creció n en la
realidad. De modo parecido a lo que dice Stiglitz respecto del automó vil, el lector debe visitar mentalmente el
“museo de historia social” ( el del mundo y el de nuestra propia nació n), para ver lo primitivo que fueron los
“primeros modelos” de de-mocracia, cuá ntas innovaciones les fueron introduci das aprovechando “otras ideas”
que flotaban en el aire y có mo – a pesar de todo lo buena que parezca ser – ha de concretarse en un “producto
comercia-ble” ( o sea de consumo popular apetecible ), y que el “costo” que demanda sea accesible a esa sociedad
gracias a las demá s condiciones que ella dispone en las otras esferas de la vida social (la cultura, el dere-cho y la
economía). La democracia republicana ade-má s de tener “un costo” de instalació n, necesita constante
“financiamiento” por parte de la sociedad.
Todo esto supone muchos desarrollos institu-cionales complementarios y todos ellos requieren – como en el caso
del automó vil – de un adecuado co-nocimiento y valoración por parte de los individuos y la sociedad como
conjunto.
Por oscura que sea la conciencia social, los ciudadanos de hoy valoran a quien gobierna bien. Pero este juicio
“electoral” – para ser proficuo para la democracia republicana – demanda un conocimiento en el pueblo má s
ajustado a la verdad de los hechos y a las exigencias que presenta la realidad material y espiritual.
Necesidad de un conocimiento transdisciplinario.
La crisis de 2001 tiene que hacer reflexionar sobre los efectos sociales que en la formació n ciuda-dana puede
producir el pensamiento fragmentado de los intelectuales.
Botana sostiene que: “Lo que ocurrió a fines de 2001 fue en buena me-dida una súbita condensación de insuficiencias
acumuladas en las instituciones, insuficiencia en la economía, insuficiencia en los gobernantes. Parecía que la
constitución política del Estado va cilaba ante el descalabro de su economía y que, a la inversa la propia economía
carecía de fiado-res y garantes. El engarce entre política y econo-mía estaba en el corazón de la crisis”.“Del mismo
modo como la violencia socava y al cabo des-truye las libertades públicas (el corazón de la constitución del Estado),
así también la desobe-diencia a las leyes de las instituciones económi-cas por parte de los gobernantes y de los
gobernados , o los bajos niveles de aquiescencia con respecto a ellas, terminaban condicionando la vida de la
sociedad , hasta el punto de aniqui-lar sus vínculos básicos por medio de la hiperin-flación o del
hiperendeudamiento”.
Leyes de orden y leyes de mandato.
Algo a tener muy en cuenta es la disfunciona-lidad que tiene para la democracia republicana el creciente nú mero
de leyes–mandato comparada con la cantidad de leyes de orden. Leyes de mandato son aquellas que disponen
coactivamente el cumpli-miento de específicas conductas. En general perte-necen a la familia del derecho
administrativo, porque son adecuadas al tipo social denominando organiza-ción. Las leyes que obligan a pagar
impuestos son leyes de mandato. En cambio las leyes de orden ha-bilitan para ejercer la libertad individual en un
pie de igualdad, facilitando la cooperación entre las perso-nas. Leyes de este tipo son las del derecho civil.
Téngase presente que el nú mero de leyes man-dato se ha incrementado notablemente, a partir de 1999 y por la
crisis de 2001. No se puede dejar de prestar atenció n a estos datos, pues cuando se pri-vilegia la cantidad de leyes
mandato sobre las de orden, la ley pierde su cará cter sacro. Comenzando por ser un foco séptico de desorden
social son, con seguridad, la principal causa de la anomia y la co-rrupció n que tanto se critican.
Otra investigació n necesaria, debe revelar el grado de frustració n que sufre la Constitució n origi-naria por causa
de leyes de orden, que mandadas a dictar por la propia Constitució n Nacional, contra lo esperado o querido, la
contradicen por su contenido material. Este es el caso, en nuestro país, de la ins-titució n del derecho de propiedad
sobre inmuebles.
La cuestión de la tierra.
En la cultura argentina no se explora de ma-nera suficiente y sistemá tica las inevitables y com-plejas formas en
que la relació n hombre/tierra puede darse ni la que entre nosotros se da.
Necesitamos instituciones que autoricen a todo argentino a vivir en libertad, del fruto de su trabajo,
amparados en un trato igual, que puedan constituir en cooperación fraterna una sociedad próspera y
solvente a la hora de ofrecer bienes públicos.
II. CRONOLOGIA DE UN DRAMA SOCIAL.
Instituciones legales y orden económico.
A comienzos del añ o 2001 una tremenda crisis financiera, econó mica, política y social estalló en la cara de los
argentinos. Su contundencia en todas las esferas de la vida social argentina reveló el cará cter de piedra
fundamental que en la sociedad moderna tiene el orden económico.
Sin embargo el hecho de ser éste el orden basal de la sociedad contemporá nea lleva a la mayoría de las personas a
equivocarse sobre la funció n que, junto a la economía, deben cumplir otros órdenes de vida humanos, justo para
que ésta funcione y sirva de adecuado cimiento a un orden social armonioso en su conjunto y, a la vez, saludable
para la vida de todos y cada uno de los individuos que lo conforman. Los ó rdenes de vida que requieren del
econó mico para sostenerse y desarrollarse, a la que vez que desde su respectivo centro surgen sendas fuerzas
formativas que modelan al orden econó mico con-creto, son el orden cultural, el orden político y el orden jurídico32.
El profundo sentido del primero es el desarrollo y perfecció n del espíritu individual y colec-tivo mediante muy
diversas actividades; el hondo sentido del segundo es facilitar la emergencia de un gobierno para la sociedad; el
del tercero consiste en servir de terreno en el que la acció n de gobierno ponga de manifiesto el derecho positivo
que en forma latente se contiene en todo lo social.
Aparece el derecho positivo como ordenamiento legal33, complejo sistema de normas que, de modo primordial,
tiene por propó sito nuclear contribuir a la buena constitución de todos los demá s ó rdenes de vida: el econó mico, el
político y el cultural.
El tipo de orden que en cada sociedad se constituye en concreto esta condicionado y en gran parte configurado
por un mundo de naturaleza institucional. Dentro de ese mundo institucional tiene un papel preponderante el
derecho positivo.
Por de pronto el ordenamiento legal tiene un rol decisivo en la estructura de la llamada economía estatal o
economía pública, entendiendo por tal la del Estado en cuanto proveedor de “bienes pú blicos”. Lo tiene en igual
grado en la configuració n de ese sub-orden econó mico especial denominado genérica-mente sistema de recursos
del Estado. Y finalmente igual fuerza formativa la posee en la configuració n del sistema monetario. En todos estos
casos, como no puede ser de otra forma, la fuerza formativa de esos ó rdenes y sistemas, proviene del poder
político pero se manifiesta como ordenamiento legal.
No se piensa de igual modo cuando alguien se refiere a la economía social. Esto es, aquella otra re-gió n econó mica
en la que agentes y factores concu-rren para producir riqueza. De acuerdo a nuestra Constitució n Nacional, en
especial teniendo en cuenta los artículos 14 ,17 y 19 esta regió n u orden econó mico debe estar a cargo de los
particulares.
Una eco-nomía social basada en la libre planificación econó-mica de los particulares, cuyos planes sean coordinados
por mercados en libre concurrencia, solo puede establecerse y mantenerse gracias a un dere-cho positivo
especialmente dictado con ese fin.
La rica experiencia del siglo XX muestra que el derecho positivo suele ser el má s directo respon-sable de la forma
que adopta un orden econó mico concreto. Ahora bien: como el orden econó mico con-creto es el suministrador de
los datos necesarios para que las personas pongan en marcha procesos econó micos, por cará cter transitivo el
derecho posi-tivo aparece como un agente principalísimo de las condiciones econó micas de una sociedad.
Las cosas no siempre han sido así. Lo han sido desde que las sociedades contemporá neas se han or-ganizado en la
forma política denominada Estado na-cional. Se suele sostener que en esta forma el gobierno se reserva para si “el
monopolio de la fuerza”. En rigor, se reserva para sí la facultad de decidir qué es derecho junto con la fuerza para
obligar a tenerlo por tal, aú n en casos que salta a la vista que lo dispuesto es ajeno a toda idea de rectitud. Esto
genera difíciles problemas en la constitució n del orden político, que no se resuelven con la rá pida y frecuente
remisió n a la “democracia” como fuente de poder40.
Es propio de ese Estado nacional incurrir en “inflació n legislativa” la que remata en “pobreza ins-titucional”, que
como lo dice el epígrafe de este tra-bajo afecta negativamente al crecimiento econó mico. Esto es así porque la
inflació n legislativa va contra la certeza y claridad que el derecho ha de tener para realizar el valor seguridad
jurídica41. La actividad eco-nó mica, sobre todas las cosas, requiere de seguridad para planificar, hacer cá lculos y
cumplir los planes.
Si la pobreza institucional es un obstá culo para la prosperidad econó mica, mucho má s lo es la “malicia
institucional”. Esta ocurre cuando el ordena-miento jurídico contiene instituciones catabó licas para la actividad
econó mica. Se trata de instituciones legales que de propó sito o por efecto, desalientan o hacen imposible el
empleo de los factores de la pro-ducció n y la actividad econó mica de los individuos.
La gente pide “medidas” y a esa demanda se atiende respetando el explicable pero grosero principio segú n el cual
“frente al mal, algo hay que hacer”.
Las medidas que se tomen, ignorá ndose la causa, suelen ser bien recibidas y hasta con el aplauso de la opinió n
pú blica. Pero como tales medi-das no erradican las instituciones catabó licas, esas políticas complican aun má s la
situació n. Las suce-sivas disposiciones legales producen frecuentes efec-tos inesperados, demandan nuevas leyes
y se forma así una telaraña institucional.
Si este proceso no es atajado a tiempo, con-duce al desorden permanente. Incluso modifica el arte de gobernar. En
lugar de limitarse a ser la se-rena administración de la cosa pública, se transforma en una beligerante actitud. La
relació n “amigo–ene-migo” domina el panorama político y crece el ansia por “librar batallas” contra reales o
supuestos enemi gos de la prosperidad y bienestar perdidos. Los re-sultados son “victorias pírricas” que
alimentan la anécdota periodística pero no logran sanar el orden social.
El pensamiento de mayo y la doctrina de Echeverría.
Predomina la tendencia – explicable en mu-chos respectos – a considerar que nuestra corta his-toria como nació n
independiente presenta un quiebre a la mitad del camino. “En la década de 1920 nadie habría considerado a la
Argentina un país subdesarrollado”, dice Shumway. Pero, “a par-tir de los últimos cincuenta años la Argentina
transitó de crisis en crisis”, hasta llegar al su estado actual46.
En términos breves digamos que Echeverría fue propulsor de la democracia social argentina. No cualquier
democracia. Una que era posible para toda la humanidad, pero cuyo modelo ejemplar nosotros debíamos iniciar.
Una democracia social de indivi-duos muy individuales, en la que pudieran ser libres en todas las esferas de la vida,
tratados sin excepción en un pie de igualdad y, sobre todo , vivir unidos por un senti-miento fraternal.
Los principios de Echeverria se vieron plasmados en la CN, sin embargo hubo uno que no fue receptado: El
impuesto territorial es entre todos el más seguro, el más fácil de establecer, el que menos dificultad presenta para su
recaudación y el que proporciona al Estado una renta fija.
Este gran principio de orden, base necesaria para una economía de mercado en libre concurrencia y de una
economía pú blica solvente, no fue recep-tado por la legislació n dictada para concretar los mandatos de la
Constitució n Nacional de 1853– 1860. En consecuencia, la constitución del país real resultó , desde un principio,
distinta a la diseñ ada y programada en nuestra magnífica ley fundamental.
En el derrotero histó rico del país, el descuido de ese principio, obligó a crear instituciones legales estrafalarias
contrarias a la Constitució n Nacional. Aunque parezca asombroso, esta omisió n es la res-ponsable que la
Constitució n Argentina, una de las má s notables del mundo, se haya transformado en letra muerta para la mayoría
de la població n.
El último colapso.
La llamada “crisis del 2001”, por su impacto material interno y externo , proyectado en imá genes de violencia y
pobreza trasmitidas por la televisió n, dejaron perplejo al mundo entero sobre el estado real de la Argentina.
Interín la clase dirigente no salía de su perple-jidad. En pocos días se sucedieron cinco presidentes de la Nació n
tras la renuncia y fuga del primer man-datario quien, apenas hacia dos añ os, había sido elegido para gobernar por
una mayoría abrumadora de votos. El precio del dó lar, que se había mantenido fijo por una década aumentó un
500%. Esta feroz depreciació n del peso desequilibró millones de rela-ciones crediticias y puso a miles de
contratos al borde de la ruptura por imposibilidad de cumpli-miento. El huracá n financiero, econó mico y político,
renovó su fuerza en lo social por el incremento de la delincuencia, robos, asesinatos y secuestros, come-tidos en
muchos casos por hampones sospechados de estar vinculados al mundo policial. En espontá -nea reacció n miles de
personas se auto convocaron alrededor del padre de un joven asesinado por sus secuestradores – Axel Blumberg –
exigiendo del go-bierno mayor seguridad. Otros miles no desperdicia-ban la ocasió n para reunirse al grito “que se
vayan todos” ante las puertas del Congreso de la Nació n, dirigidos a diputados, senadores y políticos sin dis
tinció n. La dirigencia sindical brillaba por su ausen-cia. No se llegó al caos. Pero se padecía de una “sen-sació n
caó tica”. Una anticipada convocatoria a eleccio-nes a mediados del 2003 para elegir a un Presidente de la Nació n
consiguió amainar la intensidad de la conmoció n social. El nuevo gobierno llego al poder por descarte. Sin estar
sostenido ni por aproximació n por la mayoría de votos que justificaran un origen de-mocrá tico, pudo establecer
un nuevo gobierno cons-titucional. Es posible que hayan influido en esta salida institucional la general ansia de
restablecer un mínimo de paz y el recuerdo de los hechos dramá ticos sufridos en los 1970 que remataron en
muchos añ os de dictadura militar y terrorismo de Estado.
Se comprende entonces cierta duda general sobre la supuesta eficacia de la democracia política para afrontar y
resolver los problemas sociales, en especial los econó micos.
Provocada por el colapso descripto y en el marco de los emprendimientos intelectuales citados, creemos
procedente esta pregunta: ¿Puede detec-tarse alguna estructura institucional jurídica–econó-mica que
primero haya obrado como motor del impresionante desarrollo argentino de los 1860 y a la vez actuando
como causa de la posterior decadencia?
Luces y sombras del milagro argentino de los 1860.
Hay una visible separació n entre la voluntad declarada de los dirigentes, lo dispuesto por la Constituci ó n
Nacional, y el efectivo poblamiento del país.
La gran incógnita.
“El explosivo crecimiento que la Argentina ex-perimentó en los cincuenta años posteriores a 1860 es uno de los
casos de mayor éxito que se inscriben en la historia de las economías capita-listas. No se registra ninguna otra
economía cuyo crecimiento haya sido tan importante y tan rá-pido. El único caso comparable es el de los Esta-
dos Uni dos.
Lo fascinante del caso argentino no radica sólo en su asombroso éxito inicial, sino también en el hecho de su
clasificación como tierra de coloni-zación relativamente reciente y como economía de exportación. Este último
factor ha proporcio-nado la base para establecer comparaciones con otros países de reciente colonización,
especial-mente los Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. La mayoría de estas compara-ciones, al
menos aquellas que datan de 1960 en adelante, han resultado desfavorables para la Argentina, pues se han
centrado en el prolon-gado estancamiento de su economía en la última mitad del siglo.”
Para una respuesta capaz de explicar la pará -bola del crecimiento y decadencia argentina, son ú ti-les
algunas postales de la é poca que revelan una estructura total cuyos efectos se viven aú n en nues-tros días:
Desigual distribución del territorio entre los habitantes. La cuestió n de la adjudicació n de la tierra a los
habitantes del territorio de la Repú blica Argen-tina tiene una larga historia que se remonta a la con-quista
españ ola, esa cuestió n formó parte como problema principal abordado por los re-volucionarios de Mayo y,
en apariencia resuelto con una legislació n novedosa: la ley de Enfiteusis dictada por el Congreso de 1826.
Sin embargo esta ley, con-siderada desde un punto de vista ideal como un no-table adelanto en la materia,
tres dé cadas má s tarde sería juzgada como la principal causa de muchos de los males que se abatían sobre la
Repú blica. Como en otros casos ambos juicios – el laudatorio y el de condena – no guardaban la debida
proporció n.
En su momento Juan Manuel de Rosas asu-mió el gobierno. Dice Arana: “Para no contrariar la costumbre, Rosas
tuvo que ser el sostenedor y fomen-tador del latifundio, porque la subdivisión de la tierra en forma de creaciones de
pueblos fue completamente ilusoria como medio para fomentar la pequeña propie-dad.” Pero con su derrocamiento
en 1852 no cam-biaron las costumbres. Sus má s tenaces opositores lo sucedieron en el poder; pero solo recién en
1857 derogaron la ley de enfiteusis. Les resultó tan propi-cia para acaparar tierras baldías como lo fue a los
derrocados.
A decir verdad, esa impronta perdura en el ca-rá cter nacional argentino. En forma activa, se con-sidera
socialmente valioso y distinguido acaparar tierras. En forma pasiva, cuando con admiració n con cierto dejo de
envidia, se ve al millonario extranjero hacerse dueñ o de las má s bellas tierras del país.
No es sorprendente que consumada de este modo la distribució n del territorio, llegado el mo-mento de establecer
la ley civil que habilitara el paso a la tierra, se tomara al derecho romano de propiedad – ya recepcionado por el
Code Napoleón – como la fuente principal para el derecho positivo argentino. Teó ricamente, este derecho civil
debía concretar las garantías constitucionales de libre iniciativa, de igualdad ante la ley y el derecho de propiedad
sobre el fruto del trabajo. Pero el fait accompli, los hechos cumplidos, también impone sus reglas. Esto se apre-cia
con echar un vistazo al estado de la distribució n de la tierra rural al filo del Centenario o sea unos cuarenta añ os
después de aprobado el Có digo Civil.
Panorama de la distribución de la tierra rural en el 1910:
- Mucha tierra para pocos.
- Poca tierra para algunos: Al estudiar el proceso de colonizació n se ve que no todos los inmigrantes
tuvieron la suerte de ser dueñ os de ese mínimo exigido por Sarmiento. Una gran mayoría tuvo que
limitarse a ser inquilino (arrendatarios o aparceros), como lo prueba la rebelió n campesina de 1912
provo-cada por el alto precio del arriendo.
- Ninguna tierra para muchos: Aparte de latifundistas y colonos, estos ú ltimos en su mayoría
arrendatarios, existía una legió n de trabajadores agrarios, muy prolíferos como ocurre con los
extremadamente pobres, que desde el comienzo eran asalariados “tempora-rios” y no pocas veces
“gauchos mal entreteni-dos”. Su situació n es conocida. . El gaucho “Martín Fierro”, de José Herná ndez da
cuenta de su suerte. Dramá tica situació n de los hom-bres de campo sin tierra. Pero la orientació n de los
gobiernos no apuntó a re-solver la cuestió n del acceso a la tierra, sino má s bien a proteger la situació n de
los trabaja-dores. A partir de los 1950 se intensificó la migració n de esa població n. Resuelven abandonar
“la patria chica”, para ubicarse en la Capital y el Gran Buenos Aires.
La propiedad urbana en Buenos Aires en 1910.
La tierra rural fue el polo de atracció n de una formidable corriente de inmigrantes provenientes en especial de
Europa, tal como expresamente lo dispo-nía la Constitució n. la necesidad de su explotació n permitió el ingreso de
millones al trabajo agrario; pero no en la medida que hubiese sido posible si otro orden jurídico hubiese
imperado. Gran cantidad de inmigrantes, cuyo puerto de arribo principal era Bue-nos Aires, se radicaron en esta
ciudad u otras como Rosario provocando una temprana urbanizació n en nuestro país. Las tierras urbanas vieron
elevar sus precios y como resultado podemos des-cribir el panorama urbano en nuestra Capital al borde de la
celebració n del Centenario. Esto nos per-mitirá apreciar otras dimensiones del “rutilante pro-greso” iniciado en
los 1860, cuyas señ ales y líneas directrices perduran hasta hoy.
- La clase alta. “El barrio de las residencias empieza alrededor de la plaza San Martín...en dirección a la
Reco-leta y a la Avenida Alvear. En este barrio se alzan suntuosas moradas de la gente rica de Buenos Aires,
de la aristocracia.”
- La clase trabajadora. “Los barrios obreros están formados por casas miserables...Esas casuchas se llaman
en la Ar-gentina “conventillos” y son vastos patios descu-biertos donde se abre una serie de tugurios oscuros
y sin aire que son las habitaciones.”
- Los marginales. El Barrio de San Cristóbal, llamado barrio de las Ranas es un vestigio persistente....Allí es
también donde la espuma de la hez social abriga sus liviandades. Estos palacios y casuchas están habitadas
por negras, mestizos, europeos e indígenas.
Estas cró nicas de un testigo presencial, anti-cipan lo que décadas después nos relaciona Tulchin respecto de la
Ciudad de Buenos Aires:
En la ciudad se aglomeraban en los barrios bajos y vivían en las condiciones má s inhu-manas e insalubres. Muchos
de quienes lo-graron conseguir trabajo se unieron a las organizaciones laborales con el fin de mejorar las crueles
condiciones de sus lugares de tra-bajo y aumentar sus ínfimos salarios...La alta incidencia de líderes inmigrantes
en los mo-vimientos sindicales a fines del siglo XX faci-litó a los oligarcas nativos depositar en lo extranjeros la
culpa por las tensiones locales y responder con xenofobia a los esfuerzos or-ganizados de la clase trabajadora por
mejo-rar su suerte. La así llamada ley de Residencia de 1903 fue la má s draconiana de una serie de medidas
destinadas a refrenar al movimiento sindical.
La ley civil argentina y el orden económico decadente.
Alberdi no especifica có mo se ha de lograr que las familia argentinas, sus hijos y las familias prove-nientes del
exterior como inmigrantes, han de acce-der en un pie de igualdad a la tierra, rural y urbana, sin cuya previsió n no
se puede ni se podrá jamá s constituir una sociedad política y econó micamente democrá tica.
Sin ese derecho existencial68 , los artículos 14, 17 y 19 de la Constitució n, tan acertadamente alaba-dos por el
propio Alberdi, con sus garantías para la libre iniciativa, la libertad de trabajo y la de inver-sió n de capital y, en
consecuencia, para la plena propiedad sobre el fruto de lo producido, habrían de ser de corto alcance, y en poco
tiempo puras afirma-ciones retó ricas.
Liquidada la legis-lació n de Mayo (ley de Enfiteusis73), con argumentos poco convincentes, pero dominantes en
esos momen-tos, se convalidaron las bases para la divisió n de la sociedad en dos clases: los dueños de la tierra por
un lado y los inquilinos por el otro. Este sistema acarrea la divisió n en clases de modo inevitable – salvo que se
tome el recaudo sugerido por Echeverría en La Contribució n Territorial. Al poco tiempo se le agre-garía a las dos
primeras una tercera clase: la masa de los sin tierra.
Cuando el mejor negocio sobre la tierra es la tierra.
“Casi todas las grandes fortunas argentinas tie-nen su origen en el mayor valor de los terrenos que continúa hace
cuarenta años, a pesar de las inevitables crisis de esta progresión.”
Este proceso de valoració n del suelo era tan previsible como inevitable para un país que dispo-niendo de un
inmenso territorio, resolvió poblarlo mediante una invitació n formal constitucional dirigida a “todos los
hombres del mundo que quieran habitar” su suelo, a fin que ganen su pan mediante el ejercicio de su libre
iniciativa en actividades lícitas, garantizá ndoles la propiedad del producto de su trabajo y la de inver-sió n
de capital real.
Toda vez que el “territorio argentino” era limi-tado, un dato finito, la demanda de tierra por parte de nuevos
habitantes, trabajadores e inversores de capital, tenía que traducirse – inexorablemente– en un aumento del
valor del suelo. Como se trata de un caso de oferta inelá stica, el incremento debía ser ex-ponencial 81. É stos
eran los hechos con los cuales había que contar.
El ré gimen jurídico de la enfiteusis argentina quedó desvirtuado, entre otras cosas, por la falta de
instituciones sin las cuales no podía funcionar 82. Lo que importa es que al dictar y aprobar el Có digo Civil se
repitió un hecho harto frecuente en la historia del derecho argentino: el ansia por las soluciones r á pidas.
La Argentina del rutilante progreso entró ver-tiginosamente en el “juego especulativo con la tierra” contra
el trabajo tesonero.
El poblamiento de nuestro país – tan deseado como justificado – se iba realizando. Pero la instituci ó n de
derecho civil sobre la propiedad de la tierra producía terribles efectos los que sin embargo eran vistos como
“milagrosos” incluso para los propios beneficiados.
Ya en el Centenario la tierra había quedado fuera del alcance de millones de tra-bajadores.
Hay un efecto perdurable de la institución de la propiedad de la tierra urbana.
El efecto del actual sistema de propiedad del suelo sobre la economía publica.
No puede ponerse en discusió n que es el Es-tado, directa o por otros medios, el responsable de ofrecer una
serie de bienes pú blicos entre los que fi-guran en grado muy importante la formulació n del derecho positivo
y la administració n de justicia me-diante jueces independientes. Estos bienes y otros má s no son gratuitos.
Hay que solventarlos con la ri-queza forjada masivamente en la economía social. Nunca los gobiernos han
dudado un instante sobre esta realidad y han actuado en consecuencia to-mando de mil modos parte de la
riqueza forjada por los particulares.
el total del valor de la tierra de una comunidad es el cré dito que la comu-nidad tiene contra los ocupantes
de su territorio. En otras palabras es el cré dito pú blico por excelencia. Pero debido al sistema de propiedad
privada de la tie-rra como el establecido en nuestro país, ese valor queda – si no se toman otras medidas
legales – en el bolsillo de los propietarios. Dejadas las cosas en este punto esta claro que no llega al Estado
esa renta que debiera percibir en representació n de la comunidad. La carga de ofrecer bienes pú blicos crece
cuando se establece la democracia política. Privado el Estado de aquel recurso debe apelar a otras fuentes.
De las muchas inventadas y sin entrar en detalles, tres se destacan:
a) Los impuestos
b) El cré dito o endeudamiento en que se com-promete el Estado (interno y externo)
c) La emisió n de moneda sin respaldo en corre-lativa producció n de riqueza
Má s allá que se pueda apelar segú n las circuns-tancias a cualquiera de estos medios, la experiencia
argentina prueba que son recursos que ponen en si-tuació n crítica a la economía del país. Tambié n mues-tra
la experiencia que los medios b y c (cré dito y emisió n de moneda) exigen una rigurosa aplicació n del rubro
a (los impuestos). De ahí la energía que gas-tan los gobiernos para lograr que ellos sean pagados. Sin
embargo, pese a todo tipo de invocaciones patrió -ticas, denuestos morales y sanciones penales, el in-
cumplimiento de esta obligació n fiscal es enorme. La evasió n de impuestos (y por añ adidura el de las llama-
das cargas sociales), se estima que alcanza la mitad de la suma que legalmente se debiera recaudar.
Tres fantasmas asedian de este modo a la eco-nomía pú blica: pecar por emisió n de moneda (pues es para el
gobierno el má s dulce de los caminos) y por esa causa incurrir en todos los desbarajustes que provoca la
inflació n, de sobra conocidos en la Argen-tina. El otro es aprovechar la liquidez interna o inter-nacional e
incurrir en el camino del endeudamiento pú blico. É ste por causa de los intereses y los incum-plimientos,
crece como bola de nieve, comienza por dejar sin recursos a los gobiernos y los conduce a de-clarar su
quiebra como ocurrió en el 2001.
Por ú ltimo, los impuestos. Las leyes que los crean definen como hechos imponibles a lo m á s vital de la
economía social: las actividades que concurren a la producció n, comercio y consumo de la riqueza. Los
impuestos son má s que un freno a la economía; son el palo en la rueda de la economía social. Para colmo no
se limitan a frenar la actividad econó mica, sino que distorsionan al orden econó mico hasta tras-formarlo
por completo. Un orden econó mico que co-mienza por ser de mercado, al cabo de cierto tiempo y segú n la
presió n impositiva, se convierte en otro que guarda tremenda semejanza con las economías centralmente
dirigidas por el Estado.
Establecidos como hechos imponibles las ac-tividades de los particulares, la ú nica manera de co-nocer la
existencia del hecho y el monto gravable es obligando a declarar a los responsables ante el Fisco. Es el
llamado “sistema declarativo”.
La gente falsea sus declaraciones o inventa recursos licitos para eludir el pago.
Ante la seguridad de la creciente falsedad en las declaraciones, el Estado transforma su naturaleza liberal y
democrá tica para adoptar formas inquisito-riales primitivas, contrarias a la vida moderna. El Estado
recaudador deja de ser el “protector” de los ciu-dadanos para transformarse en el temible Ogro filan-tr ó pico
descripto por Octavio Paz , dedicado a destrozar todo el orden social, sus instituciones y la vida de los
individuos.
Otros efectos de la actual institución de propiedad del suelo.
- Temprana paralización del crecimiento. Basta con recordar que cuando el nú mero de
propietarios del suelo es reducido y comparativa-mente enorme el nú mero de los que deben pagar
el precio del suelo – vía precio de compra o vía arrenda-miento – los ingresos de estos ú ltimos se
reducen progresivamente con el aumento del valor de la tie-rra, cuyos incrementos van a parar en
forma directa al bolsillo del pequeñ o nú mero de dueñ os del suelo 94. Esto se traduce en la
acumulació n de grandes fortu-nas en pocas manos y en la formació n de vastos sec-tores sin
capacidad adquisitiva.
Desde un punto de vista macroeconó mico otros efectos se pueden apreciar. En primer e impor-tante
lugar uno econó mico: el deprimido mercado de consumo interno. El segundo efecto es que produ-
ciendo la Argentina productos agrarios a granel, no podían ser consumidos por sus habitantes y solo
tenía sentido llevar a cabo esa producció n para el mercado exterior. Pero esta tendencia a orientar
todas las fuerzas productivas para el mercado ex-terno no fue determinada pura y exclusivamente
por el tipo de producció n nacional, sino por el deprimido y estrecho mercado nacional. “Exportar”
se fue cons-tituyendo en el ideario nacional por excelencia.
- Tempranos fracasos de la economía publica.
Contribución territorial o impuestos
Todo propietario de tierra urbana y rural carga con la obligació n tipo propter rem de pagar a la comunidad a
la que pertenece por el uso de la tierra. Esta obligació n es fundamental cuando se pretende constituir un
orden econó mico coordinado por mer-cados en libre concurrencia y, a la vez, para asegu-rar un Estado de
derecho con gobiernos financieramente solventes, capaces de pagar los bienes p ú blicos que la Constitució n
le encomienda ofrecer y el pueblo reclama 101 .
Esta es una obligació n que – en lenguaje olvi-dado – emerge de la “naturaleza de la cosa”. En rea-lidad, lo
exige la naturaleza de un orden social en el que todo hombre pueda ser libre en todas las esferas de la vida,
gozar del producto de su trabajo, y gozar de aqué llos bienes sin los cuales la libertad y la igualdad son
imposibles o carecen de sentido.
El orden de la naturaleza de la cosa fue consagrado en la CN de 1853-1860. Por lo tanto tiene que ser
convertida en obligació n jurídica por medio de leyes, y organismos adecuados. La base para calcular la
prestació n de la contribució n terri-torial tiene que ser el valor de mercado del suelo – rural y urbano – sin
consideració n a las mejoras que sus propietarios hayan construido o construyan en el futuro sobre é l.102
La recaudació n de la renta fundiaria no es un impuesto. Es una obligació n que pesa sobre el pro-pietario,
fundada en la ocupació n de cierta parte del territorio cuyo dominio eminente corresponde a la comunidad
local, al estado federado si existe y a la nació n como unidad política del Estado.
Del mismo modo la obligació n de pagar al Es-tado por parte de quien ocupa una parcela del terri torio de un
país precede a las leyes positivas. Estas solo deben reglamentar el monto de la prestaci ó n, la forma de pago
y demá s detalles necesarios para po-sibilitar y efectivizar su cumplimiento. Se trata de la obligaci ó n moral
de restituir a la comunidad aquel valor que resulta del desarrollo comunitario y que fue a parar a manos del
propietario del suelo por causa del sistema instituido para ejercer la propiedad.
El impuesto es algo por completo diferente. Como su nombre lo denota debe ser conceptualizado como una
confiscación. Es decir como un acto de fuerza del poder político que, mediante una ley, per-mite al Estado
apropiarse de lo que originariamente es de los particulares. La tierra nunca es cosa origi-naria del
particular, porque es lo dado al hombre Lo que es originario del particular es el fruto del trabajo y, desde
luego, de aquella parte del fruto que aho-rrado es reinsertado al circuito productivo como in-versi ó n de
capital. La actividad econó mica puede ser objeto de imposició n con fines muy justificados, le-galmente
aprobados pero con cará cter de excepció n. De lo contrario, la economía asociada de hombres li-bres en pie
de igualdad no es posible.
Sobre la propiedad de la renta del suelo.
El mayor valor del espacio es el producto del quehacer social. Toda vez que este mayor valor del espacio se
manifiesta como un redito de la tierra, ha sido denominado renta fundiaria.
Dos aspectos sobresalientes caracterizan la renta fundiaria: a) ella no depende de la actividad de un
determinado propietario en particular y b) ella existe en funció n de la actividad cooperativa de la sociedad
como grupo comunitario.
La renta fundiaria se acumula sobre cada par-cela integrante del espacio econ ó mico bajo la presió n de las
demandas de la sociedad, la que para satis-facer sus necesidades debe invertir sus fuerzas de trabajo y sus
capitales reales sobre aquel espacio.
Esta condició n puede derivar de causas endó-genas (calidad natural del terreno, como describió Francois
Quesnay ) o exógenas, si devienen de su ubicación dentro de un espacio mayor, la cercanía a los mercados y
el poblamiento y la obra pú blica y privada construida a su alrededor.
III. EL DERECHO ARGENTINO Y LAS CRISIS PERMANENTES.
Instituciones generadoras de inestabilidad.
Mercado es una red de conductas de variado contenido, incluidas en el verbo mercadear, cuya ac-ció n
consiste en hacer tratos entre personas sobre mercaderías. Tres palabras que deben ser distingui-das
cuidadosamente, pues ellas abarcan problemas jurídicos de muy diferente clase. De la solució n le-gislativa
dada a esa serie de problemas, existirá o no mercado y de ellas dependerá no só lo el tipo de mer-cado sino
la posibilidad que tenga cará cter auto sus-tentable o autodestructivo.
Del mercado y el contrato.
Hacer tratos sobre mercaderías es algo mas que intercambiarlas. Para el intercambio no se necesitan
normas ju-rídicas específicas. Basta con pautas normativas implícitas. Las pautas implícitas – puente entre
el ser y el deber ser – nunca cesará n de regir en la sociedad pues son el mecanismo que asegura la constante
evolució n.
Por otra parte, las pautas implícitas aparecen en el campo econó mico casi como reglas de juego en el campo
del mercado negro o informal. Los negocios son posibles aquí, en contra la ley, a base de pura confianza
afirmada en el reiterado cumplimiento de lo prometido.
Pese a estos cambios, el contrato como instrumento de los particulares para crear una ley “especial” que
obliga a las partes contratantes, protegida por la fuerza coactiva del derecho positi-vado por el Estado, sigue
siendo la principal base que crea y mantiene vivo al mercado. Allí donde el contrato –por circunstancias de
hecho o derecho– no pueda existir, el mercado como institució n social or-denadora de la economía, decae;
aunque el intercam-bio de mercaderías subsista.
Contrato y propiedad.
El contrato no es la ú nica estructura jurídica bá sica para el desarrollo del mercado.
El contrato sobresale como pieza esencial para que exista un mercado refinado, pues gracias al con-trato
(no al mero intercambio de mercaderías) el mer-cado se potencia a tal punto que puede tipificar a todo el
orden econó mico. Pero el mercado, dentro del orden económico, es un medio, un instrumento. El mercado es
un notable invento para lograr que cada demandante consiga las mercaderías producidas por otros, con la
condició n de que, en su momento, como oferente aporte al mercado lo que a su vez ha produ-cido para
satisfacer las necesidades de otros. Quien quiera establecer un mercado auto sustentable debe tener bien en
claro la funció n del mercado. Este pro-fundo sentido del mercado (intercambiar valores pro-ducidos por
valores producidos) no suele ser reconocido con facilidad. En parte el asunto resulta oscurecido por la
ruptura del proceso de intercambio en dos operaciones que de hecho y derecho se dan aut ó nomas: 1) valor
producido cambiado por valor de obligación (é ste por lo general, pero no ú nicamente, dinero), acto
econó mico llamado venta y 2) valor de obligación (dinero o equivalente) cambiado por valor producido (acto
econó mico llamado compra).
es difícil admitir que la funció n esencial del mercado no sea la de otorgar ganancias a unos a expensas de los
otros (aunque esto sea lo má s frecuente), sino que ella con-siste en estimular la aplicació n de las energías
hu-manas para crear valores producidos y permitir distribuirlos entre quienes contribuyeron a producir-
los. Facilitar la satisfacción de las variadas necesida-des humanas mediante el trabajo inteligentemente
aplicado y asegurar la justa recompensa económica a los productores es el fin del mercado . Este es el nú -cleo
que justifica su existencia y el metro que sirve para evaluar la calidad de cada tipo de mercado con-figurado
en la realidad 107 . En otras palabras, mejorar el consumo es el sentido de una economía de mercado.
Ahora bien: no se puede consumir sin tener pleno poder de disposició n sobre la cosa.
Desde el punto de vista dogmá tico jurídico esta adquisició n (de lo producido) se concreta y ejerce me-
diante variadas formas jurídicas; pero desde el punto de vista existencial el poder pleno de disposició n
sobre la cosa es el paradigma de los derechos reales: el derecho de propiedad. El mercado como institu-ció n
que mediante contratos facilita el intercambio de valores producidos entre los productores, supone la
propiedad sobre las cosas. La propiedad (como pleno poder de disposición sobre las cosas produci-das)
aparece entonces como la gran base sobre la cual se configura el mercado . Si se cancelara la posibilidad de
tener derecho de propiedad, tanto a los que ofre-cen en venta como a los que adquieren en compra, la
miríada de contratos que se celebren –si alguno se celebrara– serían mero palabrerío sin sentido.
El problema de la propiedad.
Se considera a la cuestió n de la propiedad como parte del sistema capitalista, y esto es un gran error porque
en algú n momento provocara un nuevo desprecio general por el mercado como instituci ó n ordenadora del
proceso de producció n y consumo en la sociedad.
Código civil e inestabilidad jurídica/social.
El CC fue dictado para que se estableciera y desarrollara una economía de mercado y como tal, debe
considerá rselo como un derecho constituyente de cará cter permanente.
Un orden social fundado en la libertad individual (y a este orden pertenece la econom ía social de mercado),
necesita de leyes de la primera clase y es perturbado por las de mandato. Leyes ordenadoras seg ú n F.G. von
Savigny son aquellas en que “la libertad es la regla” pues solo fijan “la frontera invisible dentro de la cual el
ser y la actividad de cada individuo tienen una esfera de segura libertad ”. Este tipo de ley ordenadora es lo
que caracteriza a nuestro Có digo Civil originario.
Sin embargo, se agregaron modificaciones. La mayoría de ellas fueron modificaciones al sistema de
obligaciones, pertenecientes al campo de los derechos personales o relativos, típicos del trá -fico. Algunas de
estas modificaciones han sido tan fuertes que trastabilló el principio originario del con-trato como
instrumento para la economía de mer-cado, “Ley soberana entre las partes”. Tambié n ocurrio en el á mbito
de los derechos reales, pero estas modificaciones no alteraron el principio originario del sistema.
El principio del sistema de derechos reales lo porta con cará cter ejemplar el derecho propiedad. É l “crea
una relación entre la persona y la cosa, directa e inmediata, de tal manera que no se encuentre en ella sino dos
elementos, la persona que es sujeto activo del derecho, y la cosa que es objeto ”. Muy distinto es el sistema de
derechos relativos, de cré ditos u obligacio-nes . El “derecho personal sólo crea relación entre la persona a la
que el derecho pertenece (acreedor) y otra que se obliga hacia ella (deudor)”. (Nota (a) al Título IV, De los
derechos reales.) (Las palabras “acreedor” y “deudor” son mías).
Se ha dicho que el pago mata a los derechos personales, cada cré dito que muere da nacimiento a un derecho
de propiedad.
“La causa eficiente del derecho personal es la obligación, siempre y únicamente la obligación, cual-quiera sea
su origen: un contrato, un cuasicontrato, un delito o un cuasidelito, o la ley ”, dice Vé lez en la nota al Título IV.
En cambio respecto del derecho real dice que su “causa eficiente es la enajenación, o general-mente, los
medios legítimos por los cuales se cumple la transmisión en todo o en parte de la propiedad ”.
Toda enajenació n o transmisió n supone un tra-dens. El Có digo dedica una secció n entera a describir los
modos de adquirir la propiedad, (art.2524) y se-ñ ala que el primero de ellos es “la apropiació n”. Pero, ¡oh
sorpresa!, este modo só lo se refiere “a las cosas muebles sin dueño, o abandonadas por el dueño”, no siendo
viable para adquirir “cosas inmuebles” (art.2528). Esta imprecisió n acerca de có mo se llega a ser primer
propietario en un país deshabitado, cuyo futuro dependía (y depende) no só lo de la inmigració n sino de un
adecuado crecimiento y distribució n de los nuevos habitantes. Esta “rareza” puede explicarse
histó ricamente.
los principales antecedentes jurídicos en esta mate-ria son: 1) decreto del 4 de septiembre de 1812, por el
cual Rivadavia ordena levantar el plano topográ fico de la provincia de Buenos Aires con el “objeto de re-
partir gratuitamente a los hijos del país suertes de es-tancia, proporcionadas y chacras para la siembra de
granos, bajo un sistema político que asegure el esta-blecimiento de poblaciones y la felicidad de tantas fa-
milias patricias que, siendo víctimas de la codicia de los poderosos, viven en la indigencia y en el abati-miento,
con escándalo de la razón y en perjuicio de los verdaderos intereses del Estado” . 2) el decreto del 1º de julio
de 1822, por el cual ninguno de los te-rrenos que esté n a las ó rdenes del Ministerio de Ha-cienda será
vendido (art.1º), pues habrían de ser entregados en enfiteusis (art.2º) y finalmente, 3) la ley agraria
aprobada por el Congreso en la sesió n del 18 de mayo de 1826, disponiendo que las tierras pú -blicas cuya
venta fuera prohibida se darían en enfiteusis por veinte añ os, con obligació n por sus bene-ficiarios de pagar
un canon anual.
Velez nada dijo acerca de nuestra primera ley agraria.
Dos hechos relevantes al momento de redactar el Có digo son dignos de menció n: 1) para esos añ os, no má s
de 300 familias eran ya propietarias del terri-torio de la provincia de Buenos Aires, que inclu ía la actual
capital 113 ; 2) estos acaparadores de tierras que-rían ser propietarios “de verdad” y no meros enfiteutas.
Mitre, como Ministro de Gobierno interpretó sus intereses y logró que la legislatura derogara la enfiteusis
en la fecha antes dicha.
En resumen: el CC sentó un principio contratio al mandato constitucional de hacer de la Argentina el pa ís
abierto a todos los hombres del mundo que quisieran poblarlo. Este efecto no se vio de inmediato, pero el
negocio de la especulació n con la tierra se convirtió para pocos, en el mas jugoso de los negocios.
El choque institucional Có digo Civil versus Constitució n Nacional jurídico/político no se haría esperar. Los
efectos de este enfrentamiento fueron diversos. Uno de ellos, poco mencionado, fue la re-forma
Constitucional de 1866, mediante la cual los derechos de exportació n, en lugar de permanecer en manos de
los “estados provinciales” donde la produc-ció n efectivamente ocurre, pasaron para siempre a la Casa
Rosada, donde nada se produce.
Consecuencias mas tardías, de ese fatal choque, fue-ron las reformas Constitucionales de 1949, 1957 y 1994,
pues no pudié ndose cumplir a raja tabla la Constitució n 1853/60, en lugar de remover el obstá -culo
existente en la realidad que impide ese cumpli-miento, se opto por modificar una y otra vez la Carta Magna.
Pero las modificaciones principales fueron promovidas en el á mbito de la legislació n en general a impulsos o
como respuestas a las crisis o desó rde-nes econó micos, por ejemplo, los elevados alquileres. Se mantuvo en pie el
sistema romano de propiedad de la tierra y el negocio de la especulació n con la renta del suelo, las modificaciones
fueron en los derechos personales y sus instituciones, en particular al contrato.
Entrados en la dé cada de 1990 se dictaron leyes procurando restablecer “la economía de mer-cado”; pero
sin ningú n principio de orden que per-mitiera hacerlo de manera efectiva y sustentable. La inconsulta
experiencia apuntaba a un fin correcto; pero el desconocimiento de todo lo que llevamos ex-plicado, la
ligera improvisació n para “privatizar”, confundiendo el complejo orden de mercado con una cascada de
privatizaciones, sazonado los procedi-mientos con un alto grado de corrupció n y convali dando el sistema
de ingresos del Estado, esta vez, mediante gigantesco endeudamiento, todo acabo en la cat á strofe del
2001 117 .
No obstante, la historia econó mica argentina má s reciente, lleva a pensar que se sigue con la idea de
maltratar al sistema de los derechos personales mientras, se permanece ciego ante el sistema de de-rechos
reales y sus catabó licos efectos 118
Hay muchas razones, ademá s, para pensar que los fenó menos sociales como el populismo 119 y la emergencia del
llamado Estado de bienestar social, tendrían también sus raíces en la cuestió n de la propiedad del suelo.
Manifestaciones de la crisis permanente.
La decisió n política de establecer en nuestro país un orden social de mercado, formar parte de grandes mercados
como el MERCOSUR y hacer frente a la globalizació n mediante la creciente aper-tura de la economía, ha generado
algunos graves problemas y nos enfrenta a otros de igual o mayor cuantía.
Población.
Así como hemos dicho que sin derecho de propiedad no hay contratos y sin contratos no hay mercados, desde el
punto de vista social hay que agregar que sin una masa crítica de població n no es posible establecer una economía
de mercado auto sustentable y menos que menos una democracia republicana.
Nuestro país está , en términos absolutos, tan despoblado como en la época de Alberdi. Su famosa consigna
“gobernar es poblar” sigue vigente.
No se puede constituir una economía social de mer-cado sin gente.
Como, ademá s, la economía pú blica depende de la riqueza creada por la economía social, la pre-tensió n de
“desarrollar” nuestro territorio vacío só lo tiene pocos caminos alternativos:
1) Mantener el actual sistema de impuestos y en consecuencia, y recargar a los trabajadores, inversores y
consumidores de las “regiones ricas”, y aplicar esos recursos para socorrer a las zonas despobladas, lo
cual
ademá s de ser de dudoso efecto 122 provocaría graves reacciones en los habitantes castigados (los má s
numerosos y poderosos) poniendo en riesgo la gobernalidad del sistema democrá tico republicano.
Ademas, todas esas inversiones darían lugar a una fenomenal ola de especulalcion con la tierra.
2) Obtener recursos mediante el aumento del endeudamiento del gobierno nacional con prés-tamos
internos y del exterior, los que habrá n de ser pagados principalmente por los habitantes de la misma zona
de alta densidad demográ fica, o sea los mismos que del apartado anterior.
3) Dejar que el país se siga fracturá ndose ge-ográ ficamente en tres: a) Por un lado su opu-lenta metró polis y
b) Al-gunas ciudades capitales de las provincias “ricas” repitiendo el mismo hacinamiento de “vi-llas
miseria y c) el resto del desierto territorio con bajísima població n y crecimiento. Esto implica mantener el
estado de cosas contrario a la Republica.
4) Asumir el problema en su raíz y adoptar como principal objeto de política pú blica poblar el territorio
argentino. Esto es lo que corres-ponde hacer. Pero tal política exige, al menos, dos requisitos:
a. Que ese objeto sea sostenido por todos los di-rigentes políticos y sociales por considerá rselo un
objetivo nacional, merecedor de una política de Estado.
b. que los juristas, economistas y demá s estu-diosos del orden social examinen el
trato legal a dar al sistema de derecho de propiedad sobre los inmuebles por su
naturaleza (rurales y ur-banos) y el sistema de impuestos, a fin de dictar las leyes
necesarias y crear instituciones que hagan posible la reversió n del actual sistema.
Educacion.
Los participantes de un orden social de mer-cado, ademá s de dominar el conocimiento complejo que su actividad
productiva exige dominar las reglas del orden econó mico. Este conocimiento tiene que ser comprendido y
conocido por los comunes sin necesidad de un aprendizaje especial.
¿Có mo lograrlo? Por dos vías. Una primera es la enseñ anza escolar de los principios fundamentales del orden
social, especialmente del econó mico.
La segunda y principal vía es la escuela de la calle. El que se genera y asimila en la calle durante la vida cotidiana.
Sentadas buenas bases del orden social, la evolución dialéctica entre el comportamiento de la gente y la ins-titución
que los ordena obra sus efectos. Esto fue lo que sucedió en las primeras etapas de la Organiza-ció n Nacional.
Entre esas buenas bases está , precisamente, la institució n de la propiedad del suelo, con la obli-gació n de
entregar a las arcas del Estado nacional, provincial y municipal, el tanto por ciento de su valor libre de
mejoras. Como contrapartida, hay que eliminar las exacciones impositivas actuales en la misma cantidad
que por la tierra se recaude. Es ra-zonable que este proceso se instale planificada y pro-gresivamente.
Los “sin tierra”.
Nuestros diarios informan cada vez má s sobre “ocupació n de tierras” y “casas” en la Argentina. Acierta la
legislació n y la ciencia dogmá tica jurídica cuando califican de “intrusos” a los individuos aisla-dos que
invaden la propiedad ajena. Pero ¿có mo ca-lificar del mismo modo a hombres y familias que forman
legiones en demanda de tierra para asen-tarse, vivir y trabajar?
“Sin tierra” designa hoy específicos movi-miento sociales no solo en Brasil y Argentina. Pero esas dos
palabras no revelan, ni para sus propios sostenedores, su profundo sentido. De lo que se trata, m á s bien, es
de situaciones sociales derivadas del sobre vivir en ordenes económicos cerrados, porque su base – la tierra –
esta bloqueada en pocas manos.
En la economía moderna, tecnoló gica y cientí-fica, la tendencia a la urbanizació n es inexorable. Cada vez
menos hombres son necesarios para acce-der directamente a la tierra para producir lo que se necesita.
¿Có mo es la cosa entonces?. La explicació n es sencilla para quien vea claro. Como antes se ex-puso las
economías de mercado requieren grandes aglomeraciones de personas con poder adquisitivo. Ellas se
encuentran en las ciudades, no en los pá ra- mos. Los integrantes del movimientos denominados “los sin
tierra” no son concientes de ello. De lo que se trata es que por medio del sistema de recursos para el Estado
– re-caudació n de la renta fundiaria – las “manos muer-tas” sometidas a la especulaci ó n, bajen de precio y
entren al circuito productivo – rural y urbano – que-dando a tiro de los ingresos de los productores .
Quié nes irá n a la actividad agraria, quié nes funda-ran pueblos y quié nes permanecerá n en la gran ciu-dad,
es cosa que los hombres libres deben decidir por su cuenta. Esto no excluye, por cierto, el deber y la labor
ordenadora de los gobernantes. Se llama “colo-nizar” el país.
IV. LA ECONOMIA NACIONAL, UN ORDEN COMPLEJO.
Para analizar las relaciones existentes (y las posibles) entre el derecho y la econom ía hay que pen-sar a
ambos como ó rdenes de vida y reconocer los diversos sentidos de cada uno. En nuestra investiga-ci ó n
proponemos visualizar al orden econó mico interno de un Estado nació n contemporá neo – forma que co-
rresponde a nuestro país – como un orden complejo, compuesto por tres subó rdenes vinculados entre sí: la
economía social, la economía pública y el sis-tema de recursos del Estado.
Se trata de una viva relació n de imbricació n recíproca, está n vinculados al punto de que el funcionamiento
de cada uno de ellos, depende del funcionamiento de todos los demá s.

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