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un periodista norteamericano, Lethr Stoddard, un libro


que también originó sensación hace algunos años: La
revuelta contra la civilización. Pero la tesis que man¬
tiene Carrel en su libro L'homme, cet inconnu la había
propugnado nuestro Armando Palacio Valdés en la úl¬
tima de sus grandes novelas, la Sinfonía pastoral, his¬
toria de una muchacha de Madrid, hija de un rico in¬
diano, que se moría a fuerza de lujos y de mimos,
sin que los médicos hallaran remedios para sus males,
hasta que un día cayó su padre en la cuenta de que lo
que a su chica le faltaba era el hambre, la necesidad
de trabajar, y, como era persona de excepcional ener¬
gía, dispuso sus negocios de tal pudo decirmanera que
a su hija que estaba arruinado a casa de y la mandó
su hermano, labrador asturian'ó, a quien también se le

persuadió de su ruina, y la chica, al verse obligada a


segar heno y ordeñar vacas, se puso al principio muy
triste, pero luego fué recobrando a poco la salud, la
alegría y la dicha.
Pero esto mismo nos lo dice ahora un hombre que
fué premio Nobel en 1912 y que es uno de los princi¬
pales cerebros del Instituto Roekefeller de Investiga¬
ciones Médicas, fundado y dirigido con arreglo a los
métodos del gran Flexner. El libro de Carrel no e3
estrictamente científico. Puede leerlo cualquier persona
culta. Tampoco las conclusiones a que llega son estric¬
tamente científicas. Pero es que el problema que el
autor se precisamente la ignorancia en que
plantea es
nos del hombre. Debiéramos cono¬
hallamos respecto
cerlo mejor. Carrel opina que la medicina tiene las ba¬
ses esenciales del conocimiento del hombre en la fisio¬
logía, la psicología, la anatomía y la patología. Sólo
que hace falta que, además de conocer bien esas cien-
cías, el sabio tenga nociones profundas de genética, de
química alimenticia, de pedagogía, de estética, de re¬
ligión y de economía política y social.
Hasta ahora no se conocen más que aspectos del
hombre. Es un fantasma de hombre lo que desfila por
delante de los diversos especialistas. Y ello, porque son
especialistas. Haría falta que una minoría de sabios se
dedicara al estudio de cuantas ciencias investigan los

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ríTm mi

RAMIRO DE MAEZTU

diversos aspectos del hombre. A la edad de cincuenta


años y después de veinticinco años de estudios severos
habría sabios capaces, dice Carrel, "de dirigir la cons¬
trucción de' los seres humanos y la de una civilización
hecha realmente para ellos". Serían hombres que lleva¬
rían la vida de los monjes de las grandes órdenes con¬
templativas y no la de los profesores modernos ni la de
los hombres de negocios, que han de perder el tiempo
en jugar al bridge o al golf, ir a los cinematógrafos,
oír los programas de las radios, hacer discursos en los
banquetes, asistir a las sesiones científicas o de los
partidos políticos y cruzar el océano para tomar parte
en los congresos internacionales.
Ya ha iniciado la raíz del mal. La civilización mo¬
se

derna ha suprimido las condiciones necesarias para la


existencia. Los ascensores son admirables en las casas
de pisos, pero las mujeres necesitaban para estar sanas
el ejercicio de subir y bajar escaleras. La calefacción
moderna es también muy agradable, pero los fríos
prolongados que padecían nuestros antepasados, más
el calor brutal de las antiguas chimeneas y estufas,
promovían encadenamiento de procesos fisiológicos
un
a los que debían su vigor. Los antiguos yankees tenían
que soportar veranos españoles
e inviernos escandina¬
vos. A ello debían gran
parte de su reciedumbre. Aho¬
ra están protegidos de ellos por la calefacción y la
refrigeradora. Se ha acabado con el hambre, pero el
hombre de otras épocas hacía movilizarse el azúcar
del hígado, la grasa de los depósitos subcutáneos y las
proteínas de los músculos, las glándulas y las células
hepáticas. "El ayuno limpia y transforma nuestros te¬
jidos", dice Carrel austeramente.
Hemos suprimido trabajos a los hombres. No hemos
pensado en que esos trabajos les eran necesarios para
la conservación de la salud y de la inteligencia. No
soñamos los padres —¿y qué diremos de las madres?—
con otra idea que la de aliviar de trabajos a los hijos.
Y así se producen estas clases elevadas que ni siquiera
se defienden contra los embates de la revolución. Carrel
propone que la civilización se dedique a desarrollar la
personalidad humana como su finalidad más elevada.

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Tiene razón para ello. También la tiene cuando dice que


el ideal de la igualdad es nocivo, porque una sociedad
necesita hombres de clases muy diversas. Sin duda que
necesita de aristocracias. No es ya tan seguro que esas
aristocracias tengan que ser hereditarias. Esos jueces
a los que encomienda la misión de dirigir la marcha

de la civilización, como los nueve jueces del Tribunal


Supremo de los Estados Unidos deciden de la consti-
tucionalidad e inconstitucionalidad de las leyes y me¬
didas de gobierno, difícilmente podrán ser hereditarios.
Pero en lo que no tiene razón el doctor Carrel es en
quejarse de que la Humanidad está dirigida por filóso¬
fos. Por políticos sí que lo está. Y estos políticos suelen
ser meros agitadores. Pero en los gobiernos actuales
del mundo, difícilmente se descubren las huellas que
haya dejado en sus jefes el estudio de Platón o de
Aristóteles.
1936

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