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J.M Ramos Mejía, A. Álvarez, C.O Bunge y J. Ingenieros: Positivismo y nación en la Argentina.

En la Argentina la ideología positivista desempeñó un considerable papel hegemónico, tanto por su capacidad para
plantear una interpretación verosímil de estas realidades nacionales cuanto por articularse con instituciones que –
como las educativas, jurídicas, sanitarias o militares – tramaron un sólido tejido de prácticas sociales en el momento
de la consolidación del Estado y de la nación a fines del siglo pasado y comienzos del actual.
En le primer aspecto, la inclusión de las economías del subcontinente dentro de los cánones capitalistas generó un
conjunto de conflictos y tensiones. Si bien el positivismo configuró la matriz mental dominante durante el periodo de
1880-1910 en la Argentina y en general en América Latina, en ese mismo periodo se asiste a una formidable
superposición de ideologías en cuyo seno convivían tendencias tan variadas como el vitalismo, el decadentismo o el
espiritualismo modernista.
El ensayo positivista construyó su intervención discursiva más exitosa en la doble pretensión de explicar, por una
parte, los efectos no deseados del proceso de modernización en curso o también de comprender los consistentes
obstáculos para que dicho proyecto pudiera desplegarse con eficacia y, por la otra, hacerse cargo reflexivamente del
problema de la invención de una nación.
No todo el positivismo latinoamericano adhirió a estas concepciones a veces primariamente biologistas, no puede
subestimarse que el positivismo en su aspecto filosófico lucía proclive a inducir precisamente la creencia en lo dado
como un destino pero también a no subestimar las resistencias de la realidad para plegarse mansamente a los
designios de los reformadores. De allí que al trasladar su retícula teórica hacia la problemática de la construcción de
la nación, registrará según las circunstancias de cada país la necesidad de contar con esas crudas materialidades
para mejor domeñarlas.
Junto con las propuestas para promover la modernización, explicar los males latinoamericanos y normalizar los
vínculos entre el aparato estatal y la sociedad, el positivismo fue también utilizado en América Latina como una
instancia interpretativa del entero pasado nacional.
En el área del ensayo positivista argentino, lo más significativo transcurre no exclusiva pero sí centralmente en las
obras de José María Ramos Mejía, Agustín Álvarez, Carlos Octavio Bunge y José Ingenieros. En el caso argentino,
es evidente que el primer ensayo positivista planteó una respuesta a los estupores, problemas o efectos
inesperados de la implementación del proyecto de 1880.
Estos entusiasmos sin duda sobredimensionados se apoyaban no obstante sobre datos tan reales en la sociedad
argentina como una expansión económica inusitada, una notoria movilidad social ascendente y una modernización
cultural impulsada desde el aparato estatal.
En el seno de este movimiento político-cultural tan rápidamente descrito, el ensayo positivista se abocó en principio
a recortar una zona donde creyó detectar una clave de la historia nacional no sólo reciente: la presencia del
fenómeno multitudinario. Tematizar este objeto implicaba en la Argentina aluvional de entonces desembocar
rápidamente en la consideración de los problemas generados por la inmigración masiva, dado que si en el decenio
del ´80 sumaba un millón el número de extranjeros ingresados en el país sobre un total de tres millones y medio de
habitantes. La figura del inmigrante debía resultar una evidencia imposible de soslayar en la vida cotidiana de los
argentinos. Pero además esta presencia incuestionable planteaba de hecho el problema de la nacionalización de
esas masas y comunicaba esta preocupación con la entonces llamada “cuestión social”.
José María Ramos Mejía será uno de los primeros promotores de la aplicación de este código ideológico al análisis
de una problemática nacional. No ha de resultar anecdótico que sea a partir de la disciplina medica cómo se
organiza una interpretación de lo social únicamente posible por lo simultanea concepción de la sociedad como un
organismo y de la crisis como una enfermedad. Curva vital que pone de relieve además hasta qué punto resultaba
valorado como puesto clave en la organización institucional de la enseñanza argentina el Consejo Nacional de
Educación. Dado que si la laicización de la modernidad descorporaliza el poder y con ello demanda otro tipo de
gobernabilidad fundada en la sacralización de las instituciones, pocas cosas como la organización de la liturgia
patria por Ramos Mejía desde aquel espacio educativo avalan tan linealmente este aserto, ni bien se consideran las
precisas instrucciones desde allí comunicadas a las escuelas para que en ellas se celebre un culto a la patria, más
que no por eso consideraba menos esencial con la finalidad de nacionalizar prontamente a los hijos de inmigrantes.
La educación será así también para el positivismo una de las respuestas centrales al respecto. Los sectores
dominantes argentinos se enfrentaron con el problema de cómo incorporar a las masas inmigrantes a un régimen de
trabajo asalariado que desmentía en ocasiones expectativas previas de los extranjeros, pero que además planteaba
la cuestión de la nacionalización de las masas. También es preciso disciplinarlos simultáneamente mediante la
aplicación de una variada res de estrategias político-culturales, o sea, “superestructurales”. Por eso, para que la
coerción intraeconómica funcione “automáticamente”, el capitalismo debe bloquear los senderos que conducen a la
revuelta social o a la organización masiva del robo. En la Argentina el bandidismo social y el anarquismo
configuraron dos vías por momentos concurrentes y preocupantes. El positivismo argentino – como movimiento
cultural de la constitución de la nación – actuó en ambos registros, comprendiendo de hecho que no existe primero
una fuerza de trabajo flotante necesariamente fijable a la producción si de manera paralela no se ha dominado a los
actores económicos dentro de un determinado campo de opciones políticas y culturales. De allí el temor a la
multitud, representada como fenómeno morboso y que José María Ramos Mejía comparaba respecto de sus
integrantes con el ejército y los hospitales en tanto instituciones productoras de hombres-masa. El positivismo
proseguirá su tarea de medicalización que, al conjuntarse con el lombrosismo, penetrará en las disciplinas jurídicas.
El alienista Ramos Mejía apoyará sus razonamientos expresamente en el LeBon de la Psicología de las multitudes.
Puede postularse que la inquietud básica que acucia la escritura del sociólogo francés y que compartirá Ramos
Mejía es el problema de la gobernabilidad en una sociedad atravesada por la presencia de esas multitudes que han
llegado a la historia para ya no abandonarla. Lo que define al objeto multitudinario es que en su seno la personalidad
se aliena de manera irremisible, cargándose predominantemente de espontaneidad y violencia pero también del
heroísmo de los seres primitivos. LeBon considera que en una época de extrema laicización las viejas creencias
religiosas y tradicionales desquiciadas por una etapa crítica tienen que resultar sustituidas por ideas capaces de
organizar y orientar una voluntad colectiva.
Al centrarse en el papel de las masas en la historia nacional, esta mirada también penetrada por categorías
darwinianas produce en principio unos efectos historiográficos en el sentido de lo que en jerga contemporánea se
denominaría “el descentramiento del sujeto” simultáneamente, la utilización de un modelo organicista de la sociedad
y la constitución del objeto multitud desde matrices biologistas definirán la presencia de alas masas en la historia
como la de una fuerza fenomenal vaciada de inteligencia y raciocinio. En vez de la razón, las muchedumbres están
motorizadas por un puro instinto que las aproxima inexorablemente a la animalidad; puro inconsciente.
Ramos Mejía descree de la tesis inquietante de que todo hombre puede ingresar en estado de multitud y allí alienar
sus potencias racionales, dado que la materia prima de las masas está constituida por elementos anónimos, e
históricamente el hombre de las multitudes argentinas ha sido el individuo humilde, de inteligencia vaga y sistema
nervioso relativamente rudimentario y escasamente educado. Este sujeto así reducido es sin embargo capaz de
agruparse en multitud tanto para protagonizar actos de barbarie como de heroísmo, sanguinarios o piadosos según
las circunstancias, pero cuyos componentes siempre requieren una alta capacidad combinatoria. Quien ejerce el
arma de la crítica se coloca en una posición distanciada que lo habilitaría para observar más objetivamente a esa
ciega muchedumbre en cuyas pulsiones básicas Ramos Mejía busca la clave del pasado argentino.
Ramos Mejía se mostró interesado desde su práctica intelectual y su adscripción al grupo gobernante por obtener
reglas de comprensión y cursos de ordenamiento del confuso mundo social argentino de fines de siglo, cuyo centro
aparecía ocupado – ahora que el mundo rural ha sido efectivamente normalizado – por una multitud urbana y
aluvional. LeBon había considerado al sufragio universal como un mal tan indudable como incontenible. El sufragio
universal otorga una riesgosa representatividad a la “inmensa masa de analfabetos o de votos inconscientes” y por
ende incapaces de discriminar racionalmente entre las diversas opciones electorales.
En las multitudes argentinas Ramos Mejía dedica un espacio específico al tema inmigratorio, dentro de algunos
parámetros definidos, eso sí, por el darwinismo social. Según esa última inspiración ideológica, el caso argentino no
podría ser una excepción a los fenómenos derivados de la lucha por la supervivencia que se verifican “en toda
sociedad entre capacidades desiguales”, en la cual inexorablemente “el más fuerte concluye por oprimir al más
débil”. El discurso de Ramos Mejía sobre la inmigración contiene una dosis de integracionismo paternalista que
sigue considerando a los extranjeros como un aporte complejo aunque imprescindible para la construcción de una
nación moderna. El inmigrante es regenerable para Ramos Mejía también por el ejercicio obstinado del trabajo
inscripto necesariamente dentro de una ética espontanea del productivismo.
Es cierto, de todas maneras, que la presencia extranjera puede resultar a veces excesiva y hasta abrumadora. Y sin
embargo Las multitudes argentinas no dejan de observar con simpatía la voluntad de integración de esos
inmigrantes que se obstinan para los carnavales en disfrazarse de gauchos.
Aquella ingenuidad estimulada por la libertad y el trabajo conforma para Ramos Mejía el signo positivo de un aporte
sustancial para la nacionalidad argentina. Es hacia estos niños hijos de extranjeros adonde el Estado, a través de la
educación primaria, debe dirigirse para consumar el proceso de argentinización.
En las entrelíneas de este texto asoma así la necesidad de insuflar un élan penetrado de ideales como reaseguro de
la conformación de una buena nacionalidad, mostrando ya que el ensayo positivista no desestimó esa temática que
luego será desplegada centralmente por el nacionalismo espiritualista pero que en Ramos Mejía, Álvarez, Bunge o
Ingenieros aparecerá bajo la apelación a lo que en clave de época se llamaban “las fuerzas morales”.
El problema reside entonces en detectar los métodos más adecuados para que estos estímulos éticos penetren en
el ánimo de las multitudes argentinas.
Lo que Ramos Mejía llama “el plasma germinativo” de la Argentina lo convence de que con una cierta dosis de
educación nacional finalmente se logrará la cristalización de una nacionalidad.
También en Agustín Álvarez se hallarán preocupaciones teóricas que se dirigen básicamente a desentrañar algunos
males argentinos con vistas a la elaboración de los correctivos necesarios para obtener de verdad una nación laica y
moderna.
En el ámbito de lo que genéricamente podría llamarse una psicología social o, mejor aún, una ensayística destinada
a reflexionar sobre la identidad nacional, Agustín Álvarez enumerará una serie de lastres que dificultan la
constitución de una ciudadanía cabal.
La inorganicidad con que para Álvarez circula el poder en la Argentina es lo que define a “la política criolla”, y en sus
primeras obras considera que la matriz de larga duración donde aquel desquicio se genera es la apelación
inmoderada a la razón “natural o pura” no suficientemente controlada por la experiencia. Cuando en 1901 publique
sus Ensayos sobre educación – que Ingenieros reeditará con el título de Educación moral -, este culto a la
racionalidad abstracta será visto como la antesala del sectarismo que para Agustín Álvarez define la exacta antítesis
de una cultura política laica y tolerante. Mas ya en South América este primado de ideas que tratan de imponerse
brutalmente contra la realidad es considerado como un eterno enemigo de la paz, “porque es necesario tener razón
para odiarse, para perseguirse, para matarse”. Tras esta razón totalizadora y por ende totalitaria asoma la
pretensión refundacional y fundamentalista de las distintas facciones que se alternan en el poder, dado que “para
unos y para otros, pues, a poco andar ya no se trataba de gobernar el país sino de salvarlo”
El militante anticatolicismo de Álvarez encuentra en la denuncia de este espíritu de intolerancia uno de sus motivos
medulares. De allí que sea “necesario para nuestro progreso excluir las ideas, los sentimientos, las supersticiones y
las costumbres hispano-coloniales; el ambiente ético debe ser renovado en consonancia con el espíritu moderno,
sustituyendo la fe en los milagros por la fe en el trabajo, la fe de la mentira teológica por la fe en la verdad científica,
la fe en el privilegio por la fe en la justicia”.
Agustín Álvarez opera intelectualmente con la confianza de quien se siente en los umbrales de una nueva era
iluminada por la aurora de un desarrollo científico que disuelve todas las supersticiones y fantasmas y que
garantizará consiguientemente un progreso indefinido y venturoso cuando sean removidos los obstáculos que en la
Argentina resisten el empuje de la verdadera modernidad.
Agustín Álvarez demanda la utilización de una racionalidad que denomina a posteriori artificial o experimental. Pero
si el liberalismo de Álvarez es más que confeso, por sus vinculaciones con la efectivización de la participación
democrática estará sometido a tensiones que no fue el único en experimentar dentro de quienes compartían el
mismo credo político. Por un lado, el liberalismo no es únicamente para él un sistema axiológico que ubica en la
cúspide de su jerarquía el bien de la libertad individual; también es una concepción de los social capaz de alternar la
transformación con la conservación de las estructuras de un país, a diferencia de comunistas, socialistas,
anarquistas y radicales que para un momento de la producción de Álvarez diagraman el espacio de la pura protesta
destructiva.
En tal sentido, anglosajones y escandinavos configuran el paradigma político por imitar, ya que al mantener la
libertad del individuo se posicionaron en condiciones de profundizar la moralización de sus costumbres. Mas si ya en
este aspecto se observa hasta donde la política incluye para Álvarez una dimensión ética, por el otro lado en South
América este liberalismo experimentará la limitación que a su entender imponen las circunstancias nacionales al
ejercicio irrestricto del sufragio universal. El pensamiento de Agustín Álvarez no iba a resultar insensible a las
demandas de la “cuestión social”, llegando inclusive en el Manual de patología política a postular que la supresión
de la miseria será siempre el primer paso de la libertad.
Las tareas materiales de construcción de una nación estuvieran fusionadas con las destinadas a promover una
indispensable moral pública. Esta última para Álvarez se encuentra íntimamente vinculada con los ideales y
creencias de una época, un grupo o un individuo, adoptando así el tema comteano de la capacidad de las ideas para
contribuir al progreso orgánico de la sociedad.
Invirtiendo la máxima iluminista e intelectualista convencida de que “una ley puede abolir una costumbre”, Álvarez
desconfía así de las ideas que no se hallen encarnadas en instituciones pero también de las leyes e instituciones
que no se correspondan con los hábitos específicos de una sociedad.
En este terreno también es donde confluye una cierta sociología con el cientificismo laicizante de Agustín Álvarez.
Como las ideas convertidas en rutinas institucionalizadas son el molde de lo social, la concesión de un país moderno
supone barres con los lastres del dogmatismo y la superstición que se oponen a los vientos del progresismo laico.
Era coherente que así fuera para quien lanza la hipótesis de que, al colocar las ideas y la educación en el centro de
una eventual antropología, son aquellos símbolos los que trazan sobre una especie humana concebida como un
universal las particularidades de lo que a veces llama “raza” y otras denomina indistintamente “pueblo”, y que
esclarece por fin al referir a la noción de “raza artificial” de Le Bon: con ello Álvarez no sólo definía a los sujetos
sociales como un efecto de las ideas, costumbres, sentimientos, ideales y leyes; también habría sitio en su reflexión
para considerar que la incapacidad southamericana para el progreso no proviene de un estigma racial sino de la
fábrica moral. Agustín Álvarez escribía que “una raza de hombres no se mejora durablemente por la cruza con otras
ya mejoradas, como los ganados, sino por la mejor de sus propias ideas, sentimientos y costumbres. Una raza de
hombres no se mejora por su transformación étnica, sino por su transformación mental”.
De estas consideraciones surgirá una valoración irrecusablemente positiva de la inmigración masiva, pero donde la
consolidación de una nacionalidad puede descansar, también sobre la prospectiva sarmientina de la difusión de la
escuela, la prensa y los libros. En última instancia, no es la sangre de los extranjeros lo que ha mejorado el tipo
humano del argentino; en cambio, hay que buscar esos beneficiosos aportes en las ideas y sentimientos que han
logrado sedimentarse en el espíritu nacional. La formación pedagógica no debe agotarse en la instrucción que
fomenta aptitudes éticas o profesionales; es preciso igualmente ofertar una autentica educación que incluya en un
lugar privilegiado la presencia de las fuerzas morales. De ese modo Álvarez resultaba sensible a la línea de
remolarización ciudadana que a partir de la crisis de 1890 formaba parte del programa de las fuerzas políticas
opositoras y de algunos sectores de la élite gobernante, en cuyo camino comenzó esa revalorización de las
disciplinas humanísticas.
Contra la ignorancia, en suma, es suficiente con promover la instrucción publica, mas frente a los males argentinos
de la pertinaz política criolla es menestar apelar una y otra vez a una autentica pedagogía moral que insufle unos
valores sin los cuales la conformación de una nacionalidad resulta o impensable o indeseable.
Carlos Octavio Bunge buscará así las causales de los males argentinos y también latinoamericanos en una
sociología psicobiológica que s ele ocurre fundadamente científica. Con esto último no hacía más que plegarse al
clima ideológico dominante que pretendía extender la cientificidad hacia el terreno de las disciplinas sociales. Esta
positividad de la ciencia y el carácter paradigmático de la biología es lo mismo que Bunge consideraba en Principios
de psicología individual y social, como aquellos elementos necesarios y suficientes para explicar el creciente y ya
definitivo desprestigio de la “idea filosófica”, que al traducirse al plano del análisis histórico y social iba a brindar
como precipitado teórico la concepción de la sociedad como un organismo psíquico. Y si la sociología es en
definitiva una parte de la psicobiológica, la noción de “instinto” emergerá como aquella categoría que posibilitará la
comunicación entre ambos ordenes de fenómenos. Ley básica de la vida, el instinto es inconsciente y apunta a la
conservación de la especie bajo la orientación de lo que en una terminología que no es de Bunge bien podría
designarse como “el principio de placer”.
En sus conexiones con el problema de la nación, estas convicciones genéricas se mantienen en Nuestra América, el
libro sin duda más difundido de Carlos Octavio Bunge y en el que aborda expresamente las dificultades para la
modernización de esta parte del continente.
Nuestra América mantiene expresamente en su singular prologo una concepción organicista de la sociedad que
subtiende al proyecto de realizar una cuasi literal “autopsia” del cuerpo nacional con el fin de “coadyuntar
modestamente a algún diagnóstico para que atienda sus dolencias”. Si bien la organización social y política de un
pueblo remite según Bunge a su psicología, ésta a su vez se fundaría en factores étnicos y del ambiente físico y
económico, por lo cual comenzará por estudiar los afluentes españoles, indígenas y negros para definir a través de
sus características y mezclas raciales la psicología del hispanoamericano. La finalidad de todo este recorrido teórico
reside en describir otra vez esa política criolla que constituye “la enfermedad objeto de este tratado de clínica social”.
Como para dar cuenta de lo que Bunge considera la decadencia colectiva del espíritu español no bastan por ejemplo
los elementos psicológicos, se debe apelar además a los de orden fisiológico, que tornarían comprensible una
degeneración que a su turno comunica con la penuria económica y los prejuicios ideológicos. Para Bunge ese
mismo fenómeno podría explicarse también por razones económicas, ya que “bastarían dos o tres generaciones de
miseria para la degeneración del tipo medio” de una raza determinada.
No obstante, en el interior de un pensamiento tan atraído por las variables raciales como ideologemas explicativos
del desarrollo histórico, al tocarse la cuestión de las mezclas étnicas los efectos racistas resultarán más notorios.
Carlos Octavio Bunge considera así inconveniente el entrecruzamiento de razas no afines o incongruentes entre sí.
Concluye por sancionar la inferioridad intelectual del tipo africano a partir de la obvia verificación de que éste no ha
sido el inventor del telégrafo ni del ferrocarril.
Aunque quizás en rigor el pensamiento de Bunge apunte nuevamente a alertar contra los efectos degenerativos de
las razas, sobre todo cuando pueden hallarse presentes incluso en el interior de su propio círculo social como
consecuencia del ocio, en tanto que las castas inferiores pueden fortalecerse por el contrario a través del ejercicio
tesonero del trabajo.
Sobre este suelo teórico apresuradamente elaborado, Carlos Octavio Bunge construye por fin las razones del
contraste entre esta “Nuestra América” – revuelta y sin síntesis de los heterogéneos elementos que la componen – y
los Estados Unidos de América, en donde la modernidad ha podido nacionalizarse exitosamente. Un factor central
de este desarrollo desigual lo encontrará en el puritanismo de los colonizadores norteamericanos, que impidió todo
contacto sexual interracial y con ello la degeneración étnica que en todos los casos del mestizaje hispanoamericano
produjo cierta inarmonía psicológica, una relativa esterilidad y la ausencia de sentido moral.
Como a Ramos Mejía, también a Bunge le entusiasma esta población extranjera que marcha cantando a sus faenas,
y que después de argentinizarse suficientemente podrá llegar a hacer casta en el país. Más que tales atractivos
pueden resultar insuficientes para la nacionalización de las masas lo muestra el hecho de que alguien tan prudente
como Bunge ante los excesos de un patriotismo que teme ver degenerar en chauvinisme considere no obstante en
La educación que “preciso es enseñar a los futuros ciudadanos las tradiciones y gloria de la patria, para que la
reverencien y amen”
José Ingenieros en su discurso se ve terminantemente penetrado por categorías que se reclaman de una “sociología
científica” encuadrada ahora sí coherentemente dentro de las matrices del positivismo evolucionista y darwiniano.
El sistema capitalista comienza a ser caracterizado como un régimen que ahora contiene los efectos benéficos de
desarrollar las fuerzas productivas, universalizar las relaciones humanas y generar una clase proletaria destinada a
superarlo. Más si Ingenieros también comparte una visión organicista de la sociedad, no podía tampoco dejar de
interpretar las disfunciones de ese sistema como los síntomas de unos fenómenos mórbidos que otra vez adoptan la
forma de la degeneración. La terapéutica propuesta entonces se va a ramificar en una serie de estrategias
destinadas cada una de ellas a atacar la enfermedad social según las características específicas que adopte de
acuerdo con los diversos sujetos sociales que la padezcan.
Cuando el mal se localice en el mundo del trabajo, las eventuales tendencias antisociales deberán contrarrestarse
mediante una sumatoria de reformas que se plasmen en la legislación de las condiciones laborales.
Esta terapéutica de reformas sociales demanda el preciso conocimiento del campo sobre el cual pretende operar, y
para tal fin se acudirá a una sociología inspirada en los métodos de las ciencias positivas.
“Las sociedades humanas evolucionan dentro de leyes biológicas especiales, que son leyes económicas”.
La experiencia intelectual de Ingenieros va a estar centrada entre 1900 y 1911 en la investigación psiquiátrica y
criminológica, en el estudio de cuyas dolencias va a detectar una suerte de metáfora de los factores que degeneran
el organismo social y simbolizan las crisis y perturbaciones del orden anhelado.
Ingenieros imagina un destino manifiesto argentino tendido hacia la hegemonía en la región latinoamericana. Ya que
si el imperialismo es concebido como expresión pacifica de la lucha darwiniana entre las naciones, y si el
expansionismo obedece a inexorables leyes científicas que lo ponen al abrigo de extemporáneos juicios morales, en
“La función de la nacionalidad argentina en el continente sudamericano” sostiene que este país puede aspirar a un
liderazgo semejante en este sector latinoamericano sobre la base de su riqueza creciente, su clima templado y sus
franjas de población blanca en aumento. Raza, medio y momento serian así para Ingenieros los soportes adecuados
no sólo para convertir a la Argentina en el bastión de un futuro liderazgo sudamericano.
Emerge el dualismo entre una ética para las masas conformistas y otra para minorías idealistas que recorrerá como
una invariante casi toda la producción de Ingenieros.
Esas mismas élites son las depositarias del programa de una nación moderna que incluso contemple el derecho a la
diferencia, pero dentro de unos límites que garanticen esa gobernabilidad que está siendo desestabilizada por
ciertos focos disruptivos dentro del vasto proyecto de la modernidad.
El discurso positivista persistió en asumir una misión que en el Ingenieros de principios de siglo se ha tornado
evidente: proponer un mecanismo institucionalizado de nacionalización, para lo cual la nación deberá ser imaginada
como un dispositivo de reformas integradoras y diferencias segregacionistas. Ante la cuestión social no se trata ya
de apelar a las prácticas informales de la caridad tradicional, y sí de transformar “las instituciones que hacen posible
la injusticia”. Este proyecto únicamente podrá imponerse si la clase gobernante comprende que el mejor antídoto no
reside en la variable represiva sino en la educación de la clase obrera y el mejoramiento de las condiciones de vida.
Este programa de reformas destinado a integrar progresivamente a las masas a la nacionalidad debía contener
empero una estrategia para el tratamiento de las zonas de penumbra que el mismo proceso de modernización
constituía en la Argentina. La muchedumbre urbana se dibuja otra vez entonces ante la mirada positivista como
aquel espacio en el cual pueden confundirse y disimularse los límites entre lo normal y lo patológico. En su
Criminología Ingenieros señala que existen sujetos improductivos tales como vagos, mendigos, locos y delincuentes.
Es necesario instaurar un sistema de detección que permita la identificación y consiguiente exclusión de aquellos
núcleos migratorios en donde la extranjería se conecta con la marginalidad. De allí que resulte correcto prohibir el
ingreso al país del submundo que teje su trama perversa con los hilos de la locura, el delito, la enfermedad y el
parasitismo.
Los mundos de la locura, la criminalidad, la violencia y el precapitalismo que en sus conexiones van diseñando las
condiciones de posibilidad de la política criolla deben ser consiguientemente exorcizados para tornar viable la
modernización argentina en curso. Sobre un terreno así depurado, este país podrá desarrollar sus potencialidades
para proyectarse hacia un papel hegemónico en la América Latina. Orgánicamente entonces, las minorías del saber
podrán aproximarse sin confundirse a las fracciones reformistas del poder burgués, para propugnar los cambios
deseables que conduzcan la nación a un grado mayor de civilización y también de justicia social.
José Ingenieros había desarrollado una tenaz tarea de la escritura destinada a fundamentar desde los registros de la
psicopatología, la criminología, la sociología y la filosofía las vinculaciones entre la teoría y la política que resultaban
congruentes con las relacione para él deseables entre los intelectuales y el Estado.

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