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Historia de la Psicología: De la antigüedad a nuestros días.

En Sócrates la psicología está totalmente subordinada a la ética al ser la introspección función del sentido que se
trata de dar a la conducta humana. El hombre socrático es un ser que quiere alcanzar la dicha en virtdu de una
tendencia más o menos oscura, postulada como la raíz misma de sus deseos. La habilidad dialéctica de Sócrates
sólo podía afirmar, la identidad establecida entre los objetos del deseo y el bien, entre lo deseable y el fin del
hombre; finalmente, entre el bien, la belleza, la virtud y lo útil. Su “sólo sé que nada sé” es un procedimiento
didáctico, fundado en realidad en la convicción de que el contraste entre la búsqueda del placer o del poder, y la
búsqueda del soberano bien, no es sino aparente, y que obedece a una falta de discernimiento, a un conocimiento
insuficiente del bien, única garantía de la felicidad humana; la acción justa es, la que está guiada por un
conocimiento claro, fundado a su vez en una elucidación teórica, y es a esta ciencia del bien a lo que nos quiere
llevar a su famosa mayéutica.
El lazo de la razón y las pasiones se mantiene en cuanto el hombre pone su pasión en esa acción buena.
La concepción socrática del alma es inseparable de una filosofía de la sabiduría, ciencia por excelencia, por cuanto
engloba a todas las demás virtudes particulares (piedad, justicia, valor, templanza); y de una sabiduría que se puede
enseñar, puesto que es posible obrar sobre el alma de tal manera que se ve obligada a expresar la verdad de que
está preñada.

 La psicología de Platón.
I. La espiritualidad del alma y su destino.
Si se admite la distinción establecida entre las doctrinas de Sócrates y de Platón, la obra de este último, constituye;
más que una psicología en la acepción moderna del término, lo que podríamos llamar una metapsicología, inscrita
en un contexto de fuerza y riqueza incomparables. El ama – declara – es, luego de las divinidades, lo que de más
divino hay para el hombre y lo que más directamente le interesa.
Platón quiere demostrar que es absolutamente incorpórea, y repudia todas las teorías anteriores que, al identificar el
alma con un elemento o con una mezcla de elementos, le parecen comprometer irremediablemente su carácter
espiritual y su destino sobrenatural.
El alma posee desde siempre la verdad; es el principio de todo movimiento; simple e indivisible, y por tanto no
compuesta, escapa por fuerza a la descomposición; es capaz de una reminiscencia que demuestra su existencia
anterior; por participar en la idea de vida, se encuentra investida de una actividad eterna, que excluye la muerte. De
tal modo Platón concibe la vida psíquica como independiente de la vida del cuerpo, al que gobierna tal como el alma
universal, de la que es una porción, rige los movimientos del universo. Si se encuentra en la tierra mezclada a la
materia y al devenir es por haber sido arrojada, por una suerte de caída; y de este cuerpo que habita aquí en la
tierra aspira a liberarse como de una prisión. Su destino es volver a su patria originaria, a través de reencarnaciones
sucesivas. Ahora bien, tal fin tiene como condición su liberación del mundo material. El alma humana se halla
desgarrada entre la oscura nostalgia de una eternidad divina y los atractivos de la vida terrestre. Debe comprender
que su tarea consiste en elevarse por encima de los placeres del cuerpo, en vencer las tentaciones, en huir del
mundo y de sus seducciones, en avivar su reminiscencia de las ideas que ha conocido en la realidad suprasensible.
La dialéctica, capaz de superar la multiplicidad de los datos sensoriales y de disipar la ilusión que a ellos se adhiere,
le permite lanzarse por esta vía liberadora; igualmente el amor, que despierta en ella el recuerdo de la idea de lo
Bello reflejada en cierta medida por las cosas y por los seres, y que la conduce a la preocupación por el bien
absoluto, cuyo esplendor domina el mundo inteligible, el único que es verdaderamente real. La muerte podrá
constituir una liberación para el alma, que se sustraerá a la rueda de los nacimientos y recuperará su verdadero
hábitat. Platón nos cuenta cómo fue precipitada el alma en la materia y en el devenir; enumera los castigos y las
recompensas que la aguardan en el mas allá, pero poniendo cuidado en precisar que se trata de símbolos. Así, las
almas no purificadas por la filosofía descienden al Hades para recibir el pago que se han merecido. Penas eternas
les serán infligidas a las que se han endurecido en el mal; las demás, después de una larga estancia en el Hades,
eligen el cuerpo (de un ser humano o de un animal) que habrán de ocupar; y esta elección está determinada por el
pasivo o el activo que han adquirido en una encarnación anterior.
II. El proceso del conocimiento.
A Protágoras, que hacía depender todo conocimiento de las sensaciones, Platón objeta que la ciencia no se puede
reducir a ellas. Distingue entre las sensaciones conforme a un determinado grado de objetividad que les es propia.
Pues una impresión cualquiera no podría estar completamente desprovista de ella aun si el objeto se encuentra
modificado en cierta medida ni si ella misma es perturbada por él, y deja siempre trasparentar algo de ese objeto. Si
el color, por ejemplo, no fuese una suerte de fuego, si no perteneciese a las especies susceptibles de obrar sobre el
fuego ocular, no habría ninguna percepción de color. Por otra parte, es abusivo pretender que toda sensación es
completamente original con relación a las que la han precedido, sin que haya nada que reconduzca a una
experiencia anterior. Todo conocimiento implica una determinada permanencia, si los objetos se hallasen en
perpetua transformación el pensamiento no podría hacer de ellos pesa alguna. Esta permanencia no es menos
necesaria del lado del sujeto del conocimiento, y por eso este último no puede descansar en las sensaciones. La
actividad racional, coordina lo semejante. Esta actividad es inseparable en Platón de su condición metafísica, y el
famoso “mito de la caverna” expresa el despego necesario de la simple existencia y el acercamiento a las ideas
eternas. Igualmente la reminiscencia, recuerdo latente de nuestro origen supraterrenal y de las realidades que el
alma ha encontrado, nos pone en el camino del verdadero conocimiento, abierto solamente al se desprende del
mundo sensible.
Cuando Platón, en el Menón, nos muestra a Sócrates interrogando a un muchacho esclavo de manera que le
conduce a descubrir por sí mismo, la solución de un problema geométrico: construir un cuadrado cuya superficie sea
el doble de la de otro cuadrado dado, lo hace para demostrarnos que este ser inculto llevaba en sí mismo la
solución; y esto significa, para Platón, haberla conocido en una vida anterior. Instaura así una suerte de técnica de
las reminiscencias para rebasar el estadio de las creencias y de las opiniones y alcanzar el verdadero saber.
III. Una psico-fisiología finalista.
El problema del conocimiento y de la acción remiten forzosamente a Platón al ser humano constituido por un
organismo; admite, que el alma, en el transcurso de sus peregrinaciones, sufre una influencia que obstaculiza o
retarda la realización de su destino, y que, por eso mismo, mantiene forzosamente con el cuerpo relaciones de un
cierto orden.
En el Fedro, Platón compara al alma con un carro de dos caballos conducido por un cochero. El cochero simboliza la
razón, uno de los caballos la energía moral y el otro el deseo. Esta división tripartita se encuentra de nuevo en la
República: “Si el alma de cada uno de nosotros se divide en tres partes, a éstas corresponden tres placeres, propios
de cada una; y por consiguiente, tres clases de deseos y de dominaciones. La primera de esas partes es aquella por
la que el hombre conoce; la segunda es aquella por la que el hombre incita; la tercera tiene demasiadas formas para
ser comprendida bajo un nombre particular, pero ya la hemos designado por lo más notable y por lo que más
predomina en ella. La hemos llamado apetito concupiscible a causa de la violencia de los deseos que nos arrastran
a comer, beber, al amor, y a los demás placeres de los sentidos; y la hemos llamado amiga de las riquezas, porque
el dinero es el medio más eficaz para satisfacer esta clase de deseos”.
La razón tiene como sede la cabeza, la energía moral el pecho y el deseo el abdomen.
Nos encontramos en presencia de una psico-fisiología finalista que explica “por qué” las tres partes del alma ocupan
ese lugar distinto en el cuerpo. Si el principio divino del alma tiene su sede en la cabeza, separada del pecho por el
cuerpo, es porque quiere permanecer, todo lo posible, protegido de las mancilladuras provenientes del alma
infe3rior; como esta última contiene una parte naturalmente mejor, y otra peor la primera está situada más cerca de
la cabeza, entre el diafragma y el cuello, para que pueda contribuir, en concierto con la razón, a contener los
apetitos; y estos últimos tienen su sede lo más lejos posible del alma deliberadora, en el intervalo que separa el
diafragma del ombligo. La medula es considerada por él como lazo que une al alma con el cuerpo. La sangre tiene
su fuente en el corazón, nudo de todos los vasos, y se refresca en los pulmones. El aire, o pneuma, penetra en el
cuerpo humano por vías definidas, desde la boca y los pulmones hasta el corazón. De ahí, corre por el organismo
entero, rige la vida, el equilibrio de las funciones, los movimientos del pensamiento.
De la concepción platónica se desprende que sólo la parte superior del alma tiene el privilegio de la inmortalidad.
Platón declara que el alma que se ha nutrido de la verdad divina no teme “desparramarse en el momento en que se
separará del cuerpo, y, una vez partida, ya no estar en ninguna parte”.
Por otra parte, si lo esencial del alma, si el elemento divino que hay en ella es únicamente la facultad cognoscitiva o
la razón, tal parece que las afecciones, los apetitos, los deseos, por cuanto son producto de su unión con el cuerpo,
no habrán de poder sobrevivir a la destrucción de este último; la cuestión consiste entonces en saber cómo y por
qué esta alma, puro pensamiento, ha podido precipitarse en la prisión del cuerpo.
Los trastornos psíquicos y los factores inconscientes.
Se admite que las enfermedades tienen a menudo causas externas: abuso de alimentación, excesos sexuales,
desproporción entre los gastos físicos y la alimentación, piensa también: “que la mayor parte de los reproches que
se hacen a los hombres a propósito v de su intemperancia en los placeres, cual si en realidad fuesen
voluntariamente viciosos, son reproches injustos”, pues nadie es malo porque quieren sino que llega a serlo por una
mala educación o “por una mala disposición del cuerpo” de la que el alma padece a causa del cuerpo.
Si añadimos a esto la influencia de las malas instituciones políticas y de la corrupción del medio, que nadie se
preocupa por reformar, se comprende la existencia del mal: En todo caso, todos debemos esforzarnos cuanto nos
sea posible, mediante el estudio (educación), la ciencia, y una buena disciplina, en huir de la maldad, y alcanzar la
virtud, su contraria.
A propósito de los apetitos y de los deseos que se manifiestan en los sueños, en las cuales podemos ver una
especie de presciencia del papel de inconsciente descrito por el psicoanálisis. En unos, nos dice, estos deseos
“gracias a la razón” se desvanecen enteramente o son débiles y pocos en número; mientras que en otros, son “más
numerosos y al mismo tiempo los más fuertes”; son los que se despiertan durante el sueño, cuando esta parte del
alma que es racional, pacífica y a propósito para mandar, está como dormida, y la parte animal y feroz, excitada por
el vino y por la buena comida, se rebela y, rechazando el sueño, intenta escaparse y satisfacer sus apetitos. Sabes
que en tales momentos esta parte del alma a todo se ofrece, como si se hubiera libertado violentamente de todas las
leyes de la conveniencia y del pudor; no distingue nada, ni dios, ni hombre, ni bestia. Ningún asesinato, ningún
alimento indigno le causa horror; en una palabra, no hay acción por extravagante y por infame que sea, que no esté
pronta a ejecutar.
Inclusive, se encuentran en Platón observaciones, sobre éste de una vida preocupada por el equilibrio, se disfrutará
del reposo, escribe; cuando un hombre observa una conducta sobria y arreglada; cuando antes de entregarse al
sueño reanima la antorcha de su razón, alimentándola con reflexiones saludables, conversando consigo mismo;
cuando, sin saciar la parte animal, e concede lo que no puede rehusarle, para que se tranquilice y no turbe, la parte
inteligente del alma; cuando se acuesta tranquilo y sin resentimiento; cuando todo duerme en él, menos su razón,
que se mantiene despierta.
Y si se ha tratado de calmar con la reflexión la efervescencia de los sentimientos, es entonces también cuando: “el
espíritu ve más en claro la verdad, se íntima con ella y no se siente turbado por fantasmas impuros y sueños
criminales”.
Hay en cada uno de nosotros, incluyendo a los que parecen más dueños de sus pasiones, una especie de deseos
crueles, brutales, sin freno, como lo prueban los ensueños.

 La psicología de Aristóteles.
I. Aristóteles y sus precursores.
La psicología de Aristóteles está dominada por una ontología que presta al universo, por la intervención de una
causa final y de un principio de perfección en las cosas, una arquitectura estable y armoniosa en la que cada parte
está ordenada por el conjunto. Pero se abre paso un sentido de la observación objetiva, un gusto por lo concreto,
una preocupación por lo individual que confieren, en cierta medida, a pesar del marco dogmático, muchos rasgos de
una psicología en el sentido moderno del término.
Aristóteles se preocupó por las teorías de sus precursores a veces para criticarlos. Considera que los pitagóricos y
los platónicos, en su preocupación por afirmar el carácter sobrenatural del alma, descuidan las condiciones reales,
físicas y orgánicas de su existencia; y a los pensadores materialistas, a los atomistas en particular, les reprocha el
confundir el principio vital con los elementos que éste organiza.
La aparición de la vida no es reductible a los procesos físico-químicos; estos últimos son su condición necesaria,
pero no suficiente, y le deben su orientación. El principio vital, por tanto, difiere de los elementos que componen el
mundo físico.
II. La oposición a Platón.
Platón fue el primero que quiso demostrar el carácter inmaterial del alma como garantía de su inmortalidad. Pero su
intento, por el hecho de que atribuyó al alma, como su papel esencial, el reintegrarse a una realidad metafísica
puramente ideal, culminó en separarla del cuerpo, en excluir las sensaciones del dominio de la verdad, a pesar de
las correcciones que se pueden encontrar en su obrar. Según Aristóteles, si se observan las cosas concretamente,
existe más bien una unión y colaboración entre el alma y el cuerpo. La unidad funcional de este último, articulada en
funciones diversas, depende de ese único principio activo que es el alma, sin anterioridad real en relación con los
elementos que unifica, coordina y gobierna. El alma no puede subsistir sin un cuerpo al que anime. Es principio de
ida y de movimiento, inmanente a las funciones biológicas y fisiológicas. En cuanto causa primera de la vida, de la
sensibilidad y de la inteligencia, es acto, esencia, forma.
He aquí, la mayoría de las teorías relativas al alma: unen al alma con el cuerpo y la colocan sin precisar en nada la
razón de esta unión, ni la disposición del cuerpo que esto comporta. En virtud de las relaciones entre el alma y el
cuerpo es por lo que aquella obrar y éste padece, porque uno es movido y la otra mueve.
En pocas palabras, el alma no es esa exiliada de que habla Platón, encerrada en un cuerpo con la nostalgia de
despojarse para siempre de él, es ella la que asegura la armonía funcional de las funciones vitales.
III. El alma como “forma” del cuerpo.
El ser humano no está constituido por un alma y un cuerpo como dos entidades yuxtapuestas. Los dos términos
expresan los aspectos inseparables de su unidad viviente. Aristóteles se ve así conducido a definir el alma como “la
entelequia primera de un cuerpo natural que tiene la vida en potencia”. Principio de movimiento, de crecimiento, de
generación, unifica todas sus funciones, sin exceptuar las operaciones de la sensibilidad y del entendimiento.
El alma es, en sentido primordial, aquello por lo que vivimos, percibimos y pensamos; el alma no puede estar, ni sin
un cuerpo, ni ser un cuerpo, pues no es un cuerpo, sino algo del cuerpo y por eso está en un cuerpo.
IV. Lo propio del hombre.
El paso del animal al hombre está caracterizado por una suerte de perfección. La inteligencia misma en su forma
racional, capaz de descubrir en el mundo sensible invariantes, tipos; de llegar a comprender principios universales,
axiomas eternos. Esta inteligencia racional propia del hombre es “impasible, inmortal y eterna”. Es el nous
introducido por Anaxágoras, quien según Aristóteles no supo captar su verdadera esencia. No se sabe nada con
seguridad acerca de este nous, salvo que se trata de otro género de alma. Este nous es, en relación con nuestro
pensamiento ordinario, “pensamiento del pensamiento”; por cuanto hace posible la intuición intelectual de los
primeros principios, es fundamento de toda ciencia.
V. La primacía ontológica.
La doctrina de Aristóteles descansa sobre una distinción fundamental entre el orden cronológico y un orden
ontológico más profundo, que confiere a la vida un movimiento cuyo sentido es actualizar virtualidades emanadas de
una perfección originaria. Por tanto, lo imperfecto procede idealmente de lo perfecto. Aristóteles se ve llevado a
postular a Dios como primer motor inmóvil, como ser absolutamente inmaterial como pura forma.
VI. El objeto de la psicología.
La clasificación de las almas en vegetativas, sensitivas e intelectivas no supone en él diferenciaciones cualitativas
de partes del alma en el sentido platónico. Se trata de una distinción establecida entre estructuras orgánicas más o
menos complejas.
Todas las afecciones del alma están dadas en un cuerpo: el valor, la mansedumbre, el temor, la piedad, la audacia y
también la alegría, lo mismo que el amor y el odio; pues, al mismo tiempo que se producen estas determinaciones,
el cuerpo experimenta una modificación.
A partir de la consciencia que el ser vivo toma de sí mismo, se elabora un conocimiento cualquiera, y la sensación
nos remite, forzosamente, no a un exterior interpretado en términos de movimientos, sino a un sistema interno de
cualidades y de significaciones. Aristóteles lo comprendió bien, pues vio en la sensación, esencialmente, una
capacidad de discernir en el mundo sensible cualidades: lo blanco, lo rojo, lo duce, lo amargo, lo duro, lo blanco; en
virtud de un acto que pone en juego un elemento externo (el poder que tiene el objeto de afectar a uno o a varios
órganos de los sentidos) y un elemento interno (la actividad de estos órganos mismos).
VII. Las sensaciones y la percepción.
Si la presencia de la razón es necesaria para el conocimiento de las estructuras esenciales de la realidad, los
materiales sobre los cuales ejerce le son proporcionados por los sentidos. Sin las cualidades que éstos nos revelan,
la razón sería incapaz de hacer inteligible al mundo. Pero, ¿cómo nos las revelan? Aristóteles considera esencial el
hecho de que el alma permanece interior en el proceso de la sensación. El hombre que conoce hace existir en cierta
manera al objeto conocido en su intelecto: “no es la piedra lo que está en el alma, sino su forma”.
La psicología de Aristóteles apunta, en relación al idealismo platónico, a rehabilitar la sensación como fuente de
conocimiento, al establecer que no podría engañar en cuanto a su objeto propio.
Después de haber tratado por separado a los cinco sentidos, Aristóteles se planteó el problema de la unificación de
las sensaciones en un sujeto perceptor. Este mediador entre los sentidos particulares, al que se debe la unificación
de sensaciones diferentes, es la sensación de la sensación, algo análogo a lo que llamamos hoy consciencia.
Los diversos sentidos obran no como sentidos separados, sino formando un solo sentido, cuando se produce una
simultaneidad de sensaciones relativamente al mismo objeto.
Esta sensitividad primera aparece, como el sostén del mundo de la experiencia que forzosamente es una
experiencia. Es al corazón al que atribuye un papel privilegiado, admitiendo que este órgano es la sede del pneuma
psíquico, a saber, del principio de la vida, de donde parte el movimiento mismo: “este lugar de origen es, de las tres
regiones determinadas del cuerpo, la que está situada en la parte intermedia entre la cabeza y el vientre. En los
animales sanguíneos, es la parte que colinda con el corazón: pues todos los animales sanguíneos tienen un corazón
y el principio del movimiento y de la sensibilidad parte de allí”.
Es el corazón el que recibe las sensaciones a través de las venas. Este pneuma, este soplo congénito, suerte de
naturaleza sutil, difundida por el organismo, es el sujeto del calor vital, el sustrato de la vida sensorial, el primer
instrumento del alma.
La sensación normal no puede nacer sino vinculada a una precedente, que sea a la vez de cualidad semejante y de
intensidad inferior. El conocimiento no está fundado sólo en sensaciones, como creía Protágoras, y que tampoco es
simplemente producto de la sola razón, como se desprende de la filosofía de Platón. Es una actividad compleja, en
la que lo inferior, que no se basta a sí mismo, encuentra en lo superior su orden y su sentido.
Por eso no podríamos aprender o comprender ninguna cosa en ausencia de toda sensación y, por otra parte, el
ejercicio mismo del intelecto debe ir acompañado de una imagen, pues las imágenes son semejantes a
sensaciones.
VIII. La imaginación, la memoria, los sueños.
La imagen, distinta de la sensación de que procede, es indispensable a la actividad del pensamiento, pero puede ser
verdadera o falsa: que la imaginación no sea la sensación, es evidente, la sensación es, en efecto, o potencia o
acto. Por el contrario, puede haber imagen en ausencia de la una o de la otra, tales son las imágenes que
percibimos en el sueño. Luego la sensación está siempre presente, mientras que la imaginación no lo está. Las
sensaciones son siempre verdaderas, mientras que las imágenes son las más de las veces falsas, aparecen
imágenes visuales inclusive cuando se tienen los ojos cerrados.
La imaginación se manifiesta como una facultad intermedia entre la sensibilidad y la razón. Se halla estrechamente
vinculada a la memoria. Cuando los sentidos especiales están inactivos, no por ello se detiene la vida psíquica, y su
actividad vincula la función sensible a la función imaginativa – esto se produce en los sueños – y a la memoria.
Cuando un estímulo externo ha dejado de obrar, los movimientos sensoriales se prolongan y al estar reforzadas
estas sensaciones retardadas por la aportación de sensaciones semejantes se constituye todo un complejo de
imágenes. La imaginación se distingue de la memoria por cuanto esta última supone la intervención de un “sensible
común”, el tiempo, que nos conduce de nuevo a una continuidad vivida, a imágenes-copias de experiencias
anteriores. La memoria se distingue igualmente de la sensación y del acto cognoscitivo por cuanto envuelve el
tiempo sentido. Sólo esta memoria voluntaria es una función de la inteligencia, de ese nous que es lo propio del
hombre.
El que rememora, en efecto, llega a la conclusión de que, anteriormente, ha visto, u oído o sentido alguna
experiencia de este género, y este proceso es una suerte de búsqueda, la cual, por naturaleza, no se produce más
que en los seres a quienes pertenece la facultad deliberadora.
Este “acto de reminiscencia”, como dice Aristóteles, no nos conduce de nuevo a un saber adquirido en una
existencia anterior, como creía Platón; sirve para volver a encontrar, con esfuerzo o sin él, un recuerdo desaparecido
de la consciencia. Este acto es posible porque los movimientos dejados en nuestros órganos por las percepciones
tienden a sucederse conforme a un determinado orden, en el que operan relaciones de continuidad, de semejanza,
o de contrariedad que constituyen el hábito.
Aristóteles piensa que los “temperamentos melancólicos” están particularmente sujetos a este desagradable estado
interior, que consiste aquí en un difícil restablecimiento de los mecanismos desencadenados por el esfuerzo de
rememoración.
A propósito de los sueños, enuncia una idea que ya encontramos en Hipócrates, a saber, que pueden anuncia las
enfermedades. Pues estas últimas, observa, van precedidas de movimientos insólitos en nuestro organismo, los
cuales escapan al estado de vigilia, porque entonces son eclipsados por impresiones sensoriales más intensas.
En el sueño ocurre todo lo contrario, pues los movimientos pequeños nos dan entonces la impresión de ser grandes.
Lo que a menudo ocurre en el sueño lo muestra con evidencia: nos imaginamos, por ejemplo, que truena o que hay
relámpagos, cuando en realidad los oídos no perciben más que débiles ruidos o también, que se come con delicia
miel o sabores dulces, cuando tanto sólo una gota de flema escurre; o que se camina a través del fuego, siendo así
que se trata solamente de que un ligero calor afecta a algunas partes del cuerpo. Una vez despiertos, todo esto se
nos aparece bajo verdadero aspecto.
IX. El principio de perfección.
Vegetales, animales, seres humanos, son contemplados en la perspectiva de una conquista incesante de la materia
por la forma, por la atracción de un Bien supremo, la perfección divina, que hace pasar a la materia por formas cada
vez más perfectas. Este principio de perfección, que en la esfera del pensamiento obra como un estimulante de la
búsqueda de la belleza y de la verdad, se manifiesta en el nivel del deseo por el impulso hacia el placer. Para un
organismo vivo, ser es crecer y reproducirse para la conservación de la expíe. Lo “divino en el alma” para los seres
inferiores es este impulso a engendrar para que su especie se perpetúe, en el espacio y en el tiempo a la vez. El
deseo permanece ligado al sentido, mientras que la voluntad es la forma que adopta bajo el control de la razón. La
moral aristotélica no tiene por meta, como la de Platón, un destino supraterrenal, sino que es una búsqueda de la
felicidad aquí en la tierra. Toda actividad es fuente de placer, siempre que se ejerza conforme a la naturaleza del ser
que la despliega. En el hombre, su naturaleza de ser razonable lo inclina muy naturalmente al ejercicio del
pensamiento, principal fuente de dicha. Una vida humana vivida conforme a la razón asegura la felicidad, idéntica a
la virtud. En su más alto grado, esta virtud es la vida puramente contemplativa del sabio. Prácticamente, dicha y
virtud se reúnen en una moral del justo medio (el valor es mejor que la cobardía y que la temeridad; la generosidad
es preferible a la avaricia y a la prodigalidad).

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