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CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

LA SOLICITUD
La nota o solicitud es una carta para realizar un pedido o dar una agradecimiento por escrito
que se dirige a algún funcionario de algún organismo o empresa. Su estilo es formal y pautado. La
presentación debe ser prolija y correcta y el lenguaje debe ser claro y preciso.
Las solicitudes se pueden redactar en primera o en tercera persona, cuidando que dicha
persona se mantenga desde el comienzo hasta el final.
Las solicitudes tienen un formato estándar, cuya función es que el receptor identifique fácilmente la
situación a la que se refiere.
Dependiendo de lo que se solicite, por lo general, deben escribirse con un lenguaje claro, sin
excesos de formalidad, y exponiendo de forma clara y sencilla aquellos detalles que se desean
solicitar.
Sea cual fuere el propósito, escribiremos siempre con letra de imprenta procurando separar
los párrafos, dejando márgenes que permitan la correcta legibilidad y claridad del documento.

Partes:
Lugar y fecha: Se coloca en primer lugar el lugar de donde se escribe, es decir la ciudad y
separado por una coma la fecha que incluye el día, el mes y el año (Ej. San Salvado de Jujuy, 16
de noviembre de 2018)
Encabezamiento: es la parte en donde se escribe a quién va dirigida la solicitud, esto se puede
hacer en dos o tres líneas, en primer lugar el cargo de la persona a la cual va dirigida la solicitud,
luego la institución a la que pertenece esa persona, el dato siguiente es el nombre de la persona a
la que enviamos la solicitud con el título que esta posee abreviado (Prof., Ing., Arq., etc.), como
cierre del encabezamiento escribimos las siglas “S.D.” que significan “Su despacho” separados por
una barra inclinada y a continuación los dos puntos.
Si por algún motivo se desconoce el nombre de la persona a la que dirigimos la solicitud,
pueden ser datos suficientes el cargo y la institución a la que pertenece. Si se desconoce el título
que esta posee o sabemos que no lo tiene, bien se puede escribir las abreviaturas de Sr., Sra.,
Srta.
Ej.
Al Director de la
E.E.T. Nº 1 “E. Zegada”
Prof. Jorge Zambrana
S / D:

El encabezamiento debe ir resaltado de alguna manera parta una mejor apariencia, puede ir
en negrita o subrayado, evitando usar las dos formas para no cargar demasiado al mismo. Otra
recomendación es que el encabezamiento para una mejor apariencia conserve la armonía y el
equilibrio y cada una de las líneas mantengan la misma medida en lo posible.

Ej.
Al Director de la empresa
UNICABLE - Canal 4 Jujuy
S / D:

En caso de que la persona a la que nos dirigimos no ocupe ningún cargo o simplemente lo
desconozcamos podemos solamente colocar su nombre:

Al Sr. Juan Pérez


S / D:

1
Si a quienes queremos dirigirnos es un grupo de personas es válido no nombrarlos:
A los Sres. Miembros del área prensa
del Ente Antártico Permanente de la
Fiesta Nacional de los Estudiantes
S / D:

Primer párrafo: Está destinado al pedido que se va a hacer, debe ser breve y directo. Se comienza
escribir debajo de los dos puntos del encabezamiento ya que esa será la sangría que se mantendrá
luego de cada párrafo. Generalmente se utilizan fórmulas ya preestablecidas como por ej.
Por la presente me dirijo a Ud. con motivo de….
Me dirijo a Ud. con el objeto de….
Con el debido respeto, me dirijo a Ud.
Tengo el agredo de dirigirme a Ud. con el objeto de….
El que suscribe, se dirige a Ud. con motivo de….
El abajo firmante se dirige a Ud. mediante la presente…

Segundo párrafo: Este párrafo está destinado a justificar o explicar el pedido del primer párrafo.
También debe ser breve, claro y preciso. Aquí también se puede mencionar las pruebas que se
presentan para el pedido que se está haciendo. Se puede comenzar de la siguiente manera:
Motiva el pedido…
El pedido se debe a…
Cabe aclarar…
Por tal motivo…
Adjunto a al presente…
Es por ello que…

Tercer párrafo: está destinado al saludo final o despedida. Siempre debe ser cordial y amable,
dejando en claro o dando por supuesto que el pedido tendrá una favorable respuesta.
Sin más, me despido de Ud. saludándolo atentamente.
Sin otro particular me despido de Ud. saludándolo atentamente.
A la espera de una favorable respuesta, me despido de Ud. saludándolo atentamente.

Firma y aclaración: La solicitud se cierra con la firma de quien escribe, y su correspondiente


aclaración, a estos dos datos se puede agregar otros que servirán para el pedido, el D.N.I. por
ejemplo. Estos datos se deben escribir en la parte inferior derecha. Si los que envían la nota son
muchos, las mismas se pueden distribuir como una crea que quedarán armónicamente distribuidos.
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Curriculum vite

El curriculum vitae es un escrito que muestra en forma ordenada el historial de la persona que se
presenta como aspirante a un cargo o puesto de trabajo.

Es su foto de presentación, por lo tanto debe mostrar su mejor perfil.


La mentira es lo que mayormente se juzga.
El curriculum no es ni una carta ni un cuento
Debe ser prolijo, en buen papel, con una buena impresión y nunca manuscrito.
Nos se pierda en detalles que no interesan o que no tienen relación con su situación actual o con lo
que mejor sabe hacer ahora.
En el idioma interesa eso, el idioma, no los cursos.
Sea preciso y conciso.
No mienta.
No deje de poner la edad.
No dé una idea confusa sobre sus estudios (ponga lo que realmente tiene aprobado)
No se alabe a sí mismo diciendo que es el mejor.
No incluir exceso de datos personales, respecto a la familia, interesa su estado civil y el número de
hijos.
Escriba en lenguaje simple, para que lo lea cualquiera no solo uno de su profesión
No utilice letras no adecuadas (arial, tahoma, new roman)
No señale con tildes, íconos, viñetas, distraen lo importante.
El curriculum puede tener orden cronológico ascendente o descendente.
Un buen curriculum se presenta en una sola página.
No firme el curriculum.
Resalte los títulos

ENCABEZAMIENTO: su nombre, dirección, edad, número de teléfono, estado civil, número de hijos
HISTORIA LABORAL O ANTECEDENTES LABORALES O EXPERIENCIA LABORAL: ascendente
o descendente, nombre de la empresa, fecha de ingreso y egreso, posición ocupada.
EDUCACIÓN: nombre del establecimiento, fecha de ingreso y egreso, título

Manejo de situaciones delicadas:


Despido: uno puede no poner la razón de su desvinculación, pero sí la fecha de egreso, la situación
de despido puede no ponerla en su curriculum pero sí debe estar preparado para decirlo en la
entrevista.
Edad: agregue una foto si lo ayuda, pero no mienta con una foto desactualizada.
Proceso penal: no tiene por qué ir en el curriculum, pero dígalo en la entrevista, cuando se lo
incorpore se enterarán, es mejor que escuchen su versión.

3
¡DILES QUE NO ME MATEN! - Juan Rulfo
-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles
que lo hagan por caridad.
-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga
por caridad de Dios.
-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién
soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del
corral. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los
hijos?
-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por
mí. Eso es lo que urge.
Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí,
amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato
para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de
nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan
grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel
asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que
matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo
sus razones. Él se acordaba:
Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él,
Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también
su compadre, le negó el pasto para sus animales.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se
le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía
negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de
animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don
Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el
agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí,
siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el
pasto sin poder probarlo.
Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez
don Lupe le dijo:
-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.
Y él contestó:
-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son
inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.
“Y me mató un novillo.”
“Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte,
corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para
pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no
perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este
otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera
Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero,
según eso, no lo está.”
“Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era
solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también
dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de
ellos, no había que tener miedo.”
“Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir
robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo
verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso
duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida.”
Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía
la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. “Al menos esto -pensó-
conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz”.
Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir
así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de
haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su
cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar
escondiéndose de todos.
Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con
la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a
buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al
pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que
le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo
mataran. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que
los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía
correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el
miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de
pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la
boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los
pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las
costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez
ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.
Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura,
sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de
orines que tiene el polvo de los caminos.
Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus
pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de
encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato
desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería
el último.
Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que
lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: “Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos”, iba a decirles,
pero se quedaba callado. “Más adelantito se los diré”, pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar
que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado
ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.
Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece
chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles
que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.
Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse
escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al
fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y
las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.
Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un
agujero, para ya no volver a salir.
Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la
cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a
hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció
darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.
Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún
otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos
cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.
5
-Mi coronel, aquí está el hombre.
Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por
respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
-¿Cuál hombre? -preguntaron.
-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.
-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.
-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la
pared de carrizos:
-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es
algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con
nosotros, eso pasó.
“Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el
estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un
arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.
“Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a
saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida
eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el
lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo.
No debía haber nacido nunca”.
Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de
viejo. ¡No me mates…!
-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.
-…Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de
muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el
pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el
Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.
Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su
hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.
Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por
el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo
pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para
arreglar el velorio del difunto.
-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres
tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por
tanto tiro de gracia como te dieron.
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EL DESAFÍO Mario Vargas Llosa

Estábamos bebiendo cerveza, como todos los sábados, cuando en la puerta del "Río Bar"
apareció Leonidas; de inmediato notamos en su cara que ocurría algo.
— ¿Qué pasa? — preguntó León.
Leonidas arrastró una silla y se sentó junto a nosotros.
— Me muero de sed.
Le serví un vaso hasta el borde y la espuma rebalsó sobre la mesa. Leonidas sopló
lentamente y se quedó mirando, pensativo, cómo estallaban las burbujas. Luego bebió de un trago
hasta la última gota.
— Justo va a pelear esta noche — dijo, con una voz rara.
Quedamos callados un momento. León bebió, Briceño encendió un cigarrillo.
— Me encargó que les avisara — agregó Leonidas. — Quiere que vayan.
Finalmente, Briceño preguntó:
— ¿Cómo fue?
— Se encontraron esta tarde en Catacaos. — Leonidas limpió su frente con la mano y fustigó el
aire: unas gotas de sudor resbalaron de sus dedos al suelo. — Ya se imaginan lo demás...
— Bueno — dijo León. Si tenían que pelear, mejor que sea así, con todas las de ley.
No hay que alterarse tampoco. Justo sabe lo que hace.
— Si — repitió Leonidas, con un aire ido.— Tal vez es mejor que sea así.
Las botellas habían quedado vacías. Corría brisa y, unos momentos antes, habíamos dejado
de escuchar a la banda del cuartel Grau que tocaba en la plaza. El puente estaba cubierto por la
gente que regresaba de la retreta y las parejas que habían buscado la penumbra del malecón
comenzaban, también, a abandonar sus escondites. Por la puerta del "Río Bar" pasaba mucha
gente. Algunos entraban. Pronto, la terraza estuvo llena de hombres y mujeres que hablaban en
voz alta y reían.
— Son casi las nueve — dijo León.— Mejor nos vamos.
Salimos.
— Bueno, muchachos — dijo Leonidas. — Gracias por la cerveza.
— ¿Va a ser en "La Balsa", ¿no? — preguntó Briceño.
— Sí. A las once. Justo los esperará a las diez y media, aquí mismo.
El viejo hizo un gesto de despedida y se alejó por la avenida Castilla. Vivía en las afueras, al
comienzo del arenal, en un rancho solitario, que parecía custodiar la ciudad. Caminamos hacía la
plaza. Estaba casi desierta. Junto al Hotel de Turistas, unos jóvenes discutían a gritos. Al pasar por
su lado, descubrimos en medio de ellos a una muchacha que escuchaba sonriendo. Era bonita y
parecía divertirse.
— El Cojo lo va a matar — dijo, de pronto, Briceño.
— Cállate — dijo León.
Nos separamos en la esquina de la iglesia. Caminé rápidamente hasta mi casa. No había
nadie. Me puse un overol y dos chompas y oculté la navaja en el bolsillo trasero del pantalón,
envuelta en el pañuelo. Cuando salía, encontré a mi mujer que llegaba.
— ¿Otra vez a la calle? — dijo ella.
— Sí. Tengo que arreglar un asunto.
El chico estaba dormido, en sus brazos, y tuve la impresión que se había muerto.
— Tienes que levantarte temprano — insistió ella — ¿Te has olvidado que trabajas los domingos?
— No te preocupes — dije. — Regreso en unos minutos
Caminé de vuelta hacía el "Río Bar" y me senté al mostrador. Pedí una cerveza y un
sándwich, que no terminé: había perdido el apetito. Alguien me tocó el hombro. Era Moisés, el
dueño del local.
— ¿Es cierto lo de la pelea?
— Sí. Va ser en la "Balsa". Mejor te callas.
— No necesito que me adviertas — dijo. — Lo supe hace rato. Lo siento por Justo pero, en
realidad, se lo ha estado buscando hace tiempo. Y el Cojo no tiene mucha paciencia, ya sabemos.
— El Cojo es un asco de hombre.
— Era tu amigo antes... — comenzó a decir Moisés, pero se contuvo.

7
Alguien llamó desde la terraza y se alejó, pero a los pocos minutos estaba de nuevo a mi
lado.
— ¿Quieres que yo vaya? — me preguntó.
— No. Con nosotros basta, gracias.
— Bueno. Avísame si puedo ayudar en algo. Justo es también mi amigo. — Tomó un trago de mi
cerveza, sin pedirme permiso. — Anoche estuvo aquí el Cojo con su grupo. No hacía sino hablar de
Justo y juraba que lo iba a hacer añicos. Estuve rezando porque no se les ocurriera a ustedes darse
una vuelta por acá.
— Hubiera querido verlo al Cojo — dije. — Cuando está furioso su cara es muy chistosa. Moisés se
río.
— Anoche parecía el diablo. Y es tan feo, este tipo. Uno no puede mirarlo mucho sin sentir
náuseas.
Acabé la cerveza y salí a caminar por el malecón, pero regresé pronto. Desde la puerta del
"Río Bar" vi a Justo, solo, sentado en la terraza. Tenía unas zapatillas de jebe y una chompa
descolorida que le subía por el cuello hasta las orejas. Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera,
parecía un niño, una mujer: de ese lado, sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar mis
pasos se volvió, descubriendo a mis ojos la mancha morada que hería la otra mitad de su rostro,
desde la comisura de los labios hasta la frente. (Algunos decían que había sido un golpe, recibido
de chico, en una pelea, pero Leonidas aseguraba que había nacido en el día de la inundación, y
que esa mancha era el susto de la madre al ver avanzar el agua hasta la misma puerta de su casa).
— Acabo de llegar — dijo. — ¿Qué es de los otros?
— Ya vienen. Deben estar en camino.
Justo me miró de frente. Pareció que iba a sonreír, pero se puso muy serio y volvió la
cabeza.
— ¿Cómo fue lo de esta tarde?
Encogió los hombros e hizo un ademán vago.
— Nos encontramos en el "Carro Hundido". Yo que entraba a tomar un trago y me topo cara a cara
con el Cojo y su gente. ¿Te das cuenta? Si no pasa el cura, ahí mismo me degüellan. Se me
echaron encima como perros. Como perros rabiosos. Nos separó el cura.
— ¿Eres muy hombre? — gritó el Cojo.
— Más que tú — gritó Justo.
— Quietos, bestias — decía el cura.
— ¿En "La Balsa" esta noche entonces? — gritó el Cojo.
— Bueno — dijo Justo. — Eso fue todo.
La gente que estaba en el "Río Bar" había disminuido. Quedaban algunas personas en el
mostrador, pero en la terraza sólo estábamos nosotros.
— He traído esto — dije, alcanzándole el pañuelo.
Justo abrió la navaja y la midió. La hoja tenía exactamente la dimensión de su mano, de la
muñeca a las uñas. Luego sacó otra navaja de su bolsillo y comparó.
— Son iguales — dijo. — Me quedaré con la mía, nomás.
Pidió una cerveza y la bebimos sin hablar, fumando.
—No tengo hora — dijo Justo — Pero deben ser más de las diez. Vamos a alcanzarlos.
A la altura del puente nos encontramos con Briceño y León. Saludaron a Justo, le
estrecharon la mano.
— Hermanito — dijo León — Usted lo va a hacer trizas.
— De eso ni hablar — dijo Briceño. — El Cojo no tiene nada que hacer contigo.
Los dos tenían la misma ropa que antes, y parecían haberse puesto de acuerdo para
mostrar delante de Justo seguridad e, incluso cierta alegría.
— Bajemos por aquí — dijo León — Es más corto.
— No — dijo Justo. — Demos la vuelta. No tengo ganas de quebrarme una pierna, ahora.
Era extraño ese temor, porque siempre habíamos bajado al cauce del río, descolgándonos
por el tejido de hierros que sostiene el puente. Avanzamos una cuadra por la avenida, luego
doblamos a la derecha y caminamos un buen rato en silencio. Al descender por el minúsculo
camino hacía el lecho del río, Briceño tropezó y lanzó una maldición. La arena estaba tibia y
nuestros pies se hundían, como si anduviésemos sobre un mar de algodones. León miró
detenidamente el cielo.
— Hay muchas nubes — dijo; — la luna no va a servir de mucho esta noche.
— Haremos fogatas — dijo Justo.
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

— ¿Estás loco? — dije. — ¿Quieres que venga la policía?


— Se puede arreglar — dijo Briceño sin convicción.— Se podría postergar el asunto hasta mañana.
No van a pelear a oscuras. Nadie contestó y Briceño no volvió a insistir.
— Ahí está "La Balsa" — dijo León.
En un tiempo, nadie sabía cuándo, había caído sobre el lecho del río un tronco de algarrobo
tan enorme que cubría las tres cuartas partes del ancho del cauce. Era muy pesado y, cuando
bajaba, el agua no conseguía levantarlo, sino arrastrarlo solamente unos metros, de modo que
cada año, "La Balsa" se alejaba más de la ciudad. Nadie sabía tampoco quién le puso el nombre de
"La Balsa", pero así lo designaban todos.
— Ellos ya están ahí — dijo León.
Nos detuvimos a unos cinco metros de "La Balsa. En el débil resplandor nocturno no
distinguíamos las caras de quienes nos esperaban, sólo sus siluetas. Eran cinco. Las conté,
tratando inútilmente de descubrir al Cojo.
— Anda tú — dijo Justo.
Avancé despacio hacía el tronco, procurando que mi rostro conservara una expresión
serena.
— ¡Quieto! — gritó alguien. — ¿Quién es?
— Julián — grité — Julián Huertas. ¿Están ciegos?
A mi encuentro salió un pequeño bulto. Era el Chalupas.
— Ya nos íbamos — dijo. — Pensábamos que Justito había ido a la comisaría a pedir que lo
cuidaran.
— Quiero entenderme con un hombre — grité, sin responderle — No con este muñeco.
— ¿Eres muy valiente? — preguntó el Chalupas, con voz descompuesta.
— ¡Silencio! — dijo el Cojo. Se habían aproximado todos ellos y el Cojo se adelantó hacía mí. Era
alto, mucho más que todos los presentes. En la penumbra, yo no podía ver; sólo imaginar su rostro
acorazado por los granos, el color aceituna profundo de su piel lampiña, los agujeros diminutos de
sus ojos, hundidos y breves como dos puntos dentro de esa masa de carne, interrumpida por los
bultos oblongos de sus pómulos, y sus labios gruesos como dedos, colgando de su barbilla
triangular de iguana. El Cojo rengueaba del pie izquierdo; decían que en esa pierna tenía una
cicatriz en forma de cruz, recuerdo de un chancho que lo mordió cuando dormía pero nadie se la
había visto.
— ¿Por qué has traído a Leonidas? — dijo el Cojo, con voz ronca.
— ¿A Leonidas? ¿Quién ha traído al Leonidas?
El cojo señaló con su dedo a un costado. El viejo había estado unos metros más allá, sobre
la arena, y al oír que lo nombraban se acercó.
— ¡Qué pasa conmigo! — dijo. Mirando al Cojo fijamente. — No necesito que me traigan, he venido
solo, con mis pies, porque me dio la gana. Si estás buscando pretextos para no pelear, dijo.
El Cojo vaciló antes de responder. Pensé que iba a insultarlo y, rápido, llevé mi mano al
bolsillo trasero.
— No se meta, viejo — dijo el cojo amablemente. — No voy a pelearme con usted.
— No creas que estoy tan viejo — dijo Leonidas. — He revolcado a muchos que eran mejores que
tú.
— Está bien, viejo —dijo el Cojo.— Le creo. —Se dirigió a mí:— ¿Están listos?
— Sí. Di a tus amigos que no se metan. Si lo hacen, peor para ellos.
El Cojo se rió.
— Tú bien sabes, Julián, que no necesito refuerzos. Sobre todo hoy. No te preocupes.
Uno de los que estaban detrás del Cojo, se rió también. El Cojo me extendió algo. Estiré la
mano: la hoja de la navaja estaba al aire y yo la había tomado del filo; sentí un pequeño rasguño en
la palma y un estremecimiento, el metal parecía un trozo se hielo.
— ¿Tienes fósforos, viejo?
Leonidas prendió un fósforo y lo sostuvo entre sus dedos hasta que la candela le lamió las
uñas. A la frágil luz de la llama examiné minuciosamente la navaja, la medí a lo ancho y a lo largo,
comprobé su filo y su peso.
— Está bien — dije.

9
Chunga caminó entre Leonidas y yo. Cuando llegamos entre los otros. Briceño estaba
fumando y a cada chupada que daba resplandecerían instantáneamente los rostros de Justo,
impasible, con los labios apretados; de León, que masticaba algo, tal vez una brizna de hierba, y
del propio Briceño, que sudaba.
— ¿Quién le dijo a usted que viniera? — preguntó Justo, severamente.
— Nadie me dijo. — afirmó Leonidas, en voz alta. — Vine porque quise. ¿Va usted a tomarme
cuentas?
Justo no contestó. Le hice una señal y le mostré a Chunga, que había quedado un poco
retrasado. Justo sacó su navaja y la arrojó. El arma cayó en algún lugar del cuerpo de Chunga y
éste se encogió.
— Perdón — dije, palpando la arena en busca de la navaja. — Se me escapó. Aquí está.
—Las gracias se te van a quitar pronto — dijo Chunga.
Luego, como había hecho yo, al resplandor de un fósforo pasó sus dedos sobre la hoja, nos
la devolvió sin decir nada, y regresó caminando a trancos largos hacía "La Balsa". Estuvimos unos
minutos en silencio, aspirando el perfume de los algodonales cercanos, que una brisa cálida
arrastraba en dirección al puente. Detrás de nosotros, a los dos costados del cause, se veían las
luces vacilantes de la ciudad. El silencio era casi absoluto; a veces, lo quebraban bruscamente
ladridos o rebuznos.
— ¡Listos! — exclamó una voz, del otro lado.
— ¡Listos! — grité yo.
En el bloque de hombres que estaba junto a "La Balsa" hubo movimientos y murmullos;
luego, una sombra renqueante se deslizó hasta el centro del terreno que limitábamos los dos
grupos. Allí, vi al Cojo tantear el suelo con los pies; comprobaba si había piedras, huecos. Busqué a
Justo con la vista; León y Briceño habían pasado sus brazos sobre sus hombros. Justo se
desprendió rápidamente. Cuando estuvo a mi lado, sonrió. Le extendí la mano. Comenzó a
alejarse, pero Leonidas dio un salto y lo tomó de los hombros. El Viejo se sacó una manta que
llevaba sobre la espalda. Estaba a mi lado.
— No te le acerques ni un momento. — El viejo hablaba despacio, con voz levemente temblorosa.
— Siempre de lejos. Báilalo hasta que se agote. Sobre todo cuidado con el estómago y la cara. Ten
el brazo siempre estirado. Agáchate, pisa firme... Ya, vaya, pórtese como un hombre...
Justo escuchó a Leonidas con la cabeza baja. Creí que iba a abrazarlo, pero se limitó a
hacer un gesto brusco. Arrancó la manta de las manos del viejo de un tirón y se la envolvió en el
brazo. Después se alejó; caminaba sobre la arena a pasos firmes, con la cabeza levantada. En su
mano derecha, mientras se distanciaba de nosotros, el breve trozo de metal despedía reflejos.
Justo se detuvo a dos metros del Cojo.
Quedaron unos instantes inmóviles, en silencio, diciéndose seguramente con los ojos cuánto
se odiaban, observándose, los músculos tensos bajo la ropa, la mano derecha aplastada con ira en
las navajas. De lejos, semiocultos por la oscuridad tibia de la noche, no parecían dos hombres que
se aprestaban a pelear, sino estatuas borrosas, vaciadas en un material negro, o las sombras de
dos jóvenes y macizos algarrobos de la orilla, proyectados en el aire, no en la arena. Casi
simultáneamente, como respondiendo a una urgente voz de mando, comenzaron a moverse. Quizá
el primero fue Justo; un segundo antes, inició sobre el sitio un balanceo lentísimo, que ascendía
desde las rodillas hasta los hombros, y el Cojo lo imitó, meciéndose también, sin apartar los pies.
Sus posturas eran idénticas; el brazo derecho adelante, levemente doblado con el codo hacía fuera,
la mano apuntando directamente al centro del adversario, y el brazo izquierdo, envuelto por las
mantas, desproporcionado, gigante, cruzado como un escudo a la altura del rostro. Al principio sólo
sus cuerpos se movían, sus cabezas, sus pies y sus manos permanecían fijos. Imperceptiblemente,
los dos habían ido inclinándose, extendiendo la espalda, las piernas en flexión, como para lanzarse
al agua. El Cojo fue el primero en atacar; dio de pronto un salto hacía delante, su brazo describió un
círculo veloz. El trazo en el vacío del arma, que rozó a Justo, sin herirlo, estaba aún inconcluso
cuando éste, que era rápido, comenzaba a girar. Sin abrir la guardia, tejía un cerco en torno del
otro, deslizándose suavemente sobre la arena, a un ritmo cada vez más intenso. El Cojo giraba
sobre el sitio. Se había encogido más, y en tanto daba vueltas sobre sí mismo, siguiendo la
dirección de su adversario, lo perseguía con la mirada todo el tiempo, como hipnotizado. De
improviso, Justo se plantó; lo vimos caer sobre el otro con todo su cuerpo y regresar a su sitio en un
segundo, como un muñeco de resortes.
— Ya está — murmuró Briceño. — lo rasgó.
— En el hombro — dijo Leonidas. — Pero apenas.
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

Sin haber dado un grito, firme en su posición, el Cojo continuaba su danza, mientras que
Justo ya no se limitaba a avanzar en redondo; a la vez, se acercaba y se alejaba del Cojo agitando
la manta, abría y cerraba la guardia, ofrecía su cuerpo y lo negaba, esquivo, ágil tentando y
rehuyendo a su contendor como una mujer en celo. Quería marearlo, pero el Cojo tenía experiencia
y recursos. Rompió el círculo retrocediendo, siempre inclinado, obligando a Justo a detenerse y a
seguirlo. Este lo perseguía a pasos muy cortos, la cabeza avanzada, el rostro resguardado por la
manta que colgaba de su brazo; el Cojo huía arrastrando los pies, agachado hasta casi tocar la
arena sus rodillas. Justo estiró dos veces el brazo, y las dos halló sólo el vacío. "No te acerques
tanto". Dijo Leonidas, junto a mí, en voz tan baja que sólo yo podía oírlo, en el momento que el
bulto, la sombra deforme y ancha que se había empequeñecido, replegándose sobre sí mismo
como una oruga, recobraba brutalmente su estatura normal y, al crecer y arrojarse, nos quitaba de
la vista a Justo. Uno, dos, tal vez tres segundos estuvimos sin aliento, viendo la figura desmesurada
de los combatientes abrazados y escuchamos un ruido breve, el primero que oíamos durante el
combate, parecido a un eructo. Un instante después surgió a un costado de la sombra gigantesca,
otra, más delgada y esbelta, que de dos saltos volvió a levantar una muralla invisible entre los
luchadores. Esta vez comenzó a girar el Cojo; movía su pie derecho y arrastraba el izquierdo. Yo
me esforzaba en vano para que mis ojos atravesaran la penumbra y leyeran sobre la piel de Justo
lo que había ocurrido en esos tres segundos, cuando los adversarios, tan juntos como dos
amantes, formaban un solo cuerpo. "¡Sal de ahí!", dijo Leonidas muy despacio. "¿Por qué demonios
peleas tan cerca?". Misteriosamente, como si la ligera brisa le hubiera llevado ese mensaje secreto,
Justo comenzó también a brincar igual que el Cojo. Agazapados, atentos, feroces, pasaban de la
defensa al ataque y luego a la defensa con la velocidad de los relámpagos, pero los amagos no
sorprendían a ninguno: al movimiento rápido del brazo enemigo, estirado como para lanzar una
piedra, que buscaba no herir, sino desconcertar al adversario, confundirlo un instante, quebrarle la
guardia, respondía el otro, automáticamente, levantando el brazo izquierdo, sin moverse. Yo no
podía ver las caras, pero cerraba los ojos y las veía, mejor que si estuviera en medio de ellos; el
Cojo, transpirando, la boca cerrada, sus ojillos de cerdo incendiados, llameantes tras los párpados,
su piel palpitante, las aletas de su nariz chata y del ancho de su boca agitadas, con un temblor
inverosímil; y Justo con su máscara habitual de desprecio, acentuada por la cólera, y sus labios
húmedos de exasperación y fatiga. Abrí los ojos a tiempo para ver a Justo abalanzarse alocado,
ciegamente sobre el otro, dándole todas las ventajas, ofreciendo su rostro, descubriendo
absurdamente su cuerpo. La ira y la impaciencia elevaron su cuerpo, lo mantuvieron extrañamente
en el aire, recortado contra el cielo, lo estrellaron sobre su presa con violencia. La salvaje explosión
debió sorprender al Cojo que, por un tiempo brevísimo, quedó indeciso y, cuando se inclinó,
alargando su brazo como una flecha, ocultando a nuestra vista la brillante hoja que perseguimos
alucinados, supimos que el gesto de locura de Justo no había sido inútil del todo. Con el choque, la
noche que nos envolvía se pobló de rugidos desgarradores y profundos que brotaban como chispas
de los combatientes. No supimos entonces, no sabremos ya cuánto tiempo estuvieron abrazados
en ese poliedro convulsivo, pero, aunque sin distinguir quién era quién, sin saber de que brazo
partían esos golpes, qué garganta profería esos rugidos que se sucedían como ecos, vimos
muchas veces, en el aire, temblando hacía el cielo, o en medio de la sombra, abajo, a los costados,
las hojas desnudas de las navajas, veloces, iluminadas, ocultarse y aparecer, hundirse o vibrar en
la noche, como en un espectáculo de magia.
Debimos estar anhelantes y ávidos, sin respirar, los ojos dilatados, murmurando tal vez
palabras incomprensibles, hasta que la pirámide humana se dividió, cortada en el centro de golpe
por una cuchillada invisible; los dos salieron despedidos, como imantados por la espalda, en el
mismo momento, con la misma violencia. Quedaron a un metro de distancia, acezantes. "Hay que
pararlos, dijo la voz de León. Ya basta". Pero antes que intentáramos movernos, el Cojo había
abandonado su emplazamiento como un bólido. Justo no esquivó la embestida y ambos rodaron
por el suelo. Se retorcían sobre la arena, revolviéndose uno sobre otro, hendiendo el aire a tajos y
resuellos sordos. Esta vez la lucha fue breve. Pronto estuvieron quietos, tendidos en el lecho del
río, como durmiendo. Me aprestaba a correr hacía ellos cuando, quizá adivinando mi intención,
alguien se incorporó de golpe y se mantuvo de pie junto al caído, cimbreándose peor que un
borracho. Era el Cojo.

11
En el forcejeo, habían perdido hasta las mantas, que reposaban un poco más allá,
semejando una piedra de muchos vértices. "Vamos", dijo León. Pero esta vez también ocurrió algo
que nos mantuvo inmóviles. Justo se incorporaba, difícilmente, apoyando todo su cuerpo sobre el
brazo derecho y cubriendo la cabeza con la mano libre, como si quisiera apartar de sus ojos una
visión horrible. Cuando estuvo de pie, el Cojo retrocedió unos pasos. Justo se tambaleaba. No
había apartado su brazo de la cara. Escuchamos entonces, una voz que todos conocíamos, pero
que no hubiéramos reconocido esta vez si nos hubiera tomado de sorpresa en las tinieblas.
— ¡Julián! — grito el Cojo. — ¡Dile que se rinda!
Me volví a mirar a Leonidas, pero encontré atravesado el rostro de León: observaba la
escena con expresión atroz. Volví a mirarlos: estaban nuevamente unidos. Azuzado por las
palabras del Cojo. Justo, sin duda, apartó su brazo del rostro en el segundo que yo descuidaba la
pelea, y debió arrojarse sobre el enemigo extrayendo las últimas fuerzas desde su amargura de
vencido. El Cojo se libró fácilmente de esa acometida sentimental e inútil, saltando hacía atrás:
— ¡Don Leonidas! —gritó de nuevo con acento furioso e implorante.— ¡Dígale que se rinda!
— ¡Calla y pelea! — bramó Leonidas, sin vacilar.
Justo había intentado nuevamente un asalto, pero nosotros, sobre todo Leonidas, que era
viejo y había visto muchas peleas en su vida, sabíamos que no había nada que hacer ya, que su
brazo no tenía vigor ni siquiera para rasguñar la piel aceitunada del Cojo. Con la angustia que nacía
de lo más hondo, subía hasta la boca, resecándola, y hasta los ojos, nublándose, los vimos
forcejear en cámara lenta todavía un momento, hasta que la sombra se fragmentó una vez más:
alguien se desplomaba en la tierra con un ruido seco. Cuando llegamos donde yacía Justo, el Cojo
se había retirado hacía los suyos y, todos juntos, comenzaron a alejarse sin hablar. Junté mi cara a
su pecho, notando apenas que una sustancia caliente humedecía mi cuello y mi hombro, mientras
mi mano exploraba su vientre y su espalda entre desgarraduras de tela y se hundía a ratos en el
cuerpo flácido, mojado y frío, de malagua varada. Briceño y León se quitaron sus sacos lo
envolvieron con cuidado y lo levantaron de los pies y de los brazos. Yo busqué la manta de
Leonidas, que estaba unos pasos más allá, y con ella le cubrí la cara, a tientas, sin mirar. Luego,
entre los tres lo cargamos al hombro en dos hileras, como a un ataúd, y caminamos, igualando los
pasos, en dirección al sendero que escalaba la orilla del río y que nos llevaría a la ciudad.
— No llore, viejo — dijo León. — No he conocido a nadie tan valiente como su hijo. Se lo digo de
veras.
Leonidas no contestó. Iba detrás de mí, de modo que yo no podía verlo.
A la altura de los primeros ranchos de Castilla, pregunté.
— ¿Lo llevamos a su casa, don Leonidas?
— Sí — dijo el viejo, precipitadamente, como si no hubiera escuchado lo que le decía.
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

Carta a una señorita en París - Julio Cortázar

Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los
conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas
mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con
polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde
alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros
(de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio
de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un
sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de
azúcar… Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser,
al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de
metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus
diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita
vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las
cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el
instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la
casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su
habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una
lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me pase por los ojos
como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan
natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el
departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia
hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde
quizá… Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo
enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas
maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte,
que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es
como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y
más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor.
Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado
antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de
cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el
hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía
total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un
conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse
y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza
abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de
frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en
ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal
y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejito de chocolate pero blanco y enteramente
un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el
conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa
trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de
comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al
balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza
del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo

13
dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en
las granjas.
Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa,
supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma
extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y
estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía
perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa,
vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento
a otro… entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se
callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la
mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía
desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del
ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se
había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué
todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y… Ah,
tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido
aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia
tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un
conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una
presencia inajenable… Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan
de uno que uno mismo… y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño
carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa:
cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia
permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne
sabe luego mejor, dicen, aunque yo… Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un
piquete sumándose a los desechos.)
Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para
ayudarme a entrar las valijas… ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el
conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo.
Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un
movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a
lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi
valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la
expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor
rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba,
solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el
botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome
las manos para quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días
después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las
tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni
Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea,
una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro
y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño
parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche
diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del
dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se
le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento.
(Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece
silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo
tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es
que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el
armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis
bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un
momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro
solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux,
Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.
Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles
inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su
triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se
trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos,
verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los
dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por
la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde
andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que
yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si
de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es
nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las
cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro
modo, pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día
duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y
mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos
que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un
concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud,
de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el
primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea
verdad.
Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel
más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su
lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se
advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted
sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la
alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano
distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en
su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas
apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada
carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra
todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve
decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones
sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de
ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas,
pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no
he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si… para qué seguir
todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.
15
Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en
la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y
creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos,
saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o
perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo
echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara
ha de ser así, con camisón- y entonces… Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo
en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el
segundo piso.
Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su
casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en
blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de
hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la
cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que
venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin
tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al
entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me
quedan.
Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo
insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna
clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos,
parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol
que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los
sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron,
estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban,
gritaban como yo no creo que griten los conejos.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída,
encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no
me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que
muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice
lo que pude para evitarle un enojo… En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable.
Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No
ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el
amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está
este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil
juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro
cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

TEXTO EXPOSITIVO
Un texto expositivo es aquel que pretende informar al receptor de temas de interés, tratando
de dar respuesta a preguntas tales como "¿Qué?", "¿Cómo?" y "¿Por qué?". Presentando además
una serie de ideas que aclaran o explican conceptos y argumentos.

Características del texto expositivo


La característica fundamental del texto expositivo es explicar con claridad la información.
Para explicar el emisor debe tener en cuenta dos aspectos esenciales:
La naturaleza de la información o mensaje: se debe considerar si la información es de de tipo
científico, económico, literario, histórico, noticioso. El lenguaje y vocabulario usado será pertinente
al contenido.
El tipo de receptor: Debe adaptar el discurso a si el receptor es estudiante, economista, científico,
académico, profesor, amigo...

OBJETIVIDAD: La explicación en un texto que aclara y explica ideas, conceptos y argumentos


debe ser objetiva, es decir, sin apreciaciones personales del autor.
Ej. Choque en la carretera vs. Violento choque en la carretera
DIFERENCIA DE CONOCIMIENTO ENTRE EMISOR Y RECEPTOR: El emisor conoce el tema a
tratar, mejor que le receptor

Para escribir un texto expositivo se debe tener en claro los conceptos de coherencia y cohesión,
siendo la coherencia una forma de unir las ideas en un texto a nivel formal y psicológico, es decir
cómo organizamos las ideas. La cohesión es la capacidad de organizar las ideas a nivel textual, es
decir tiene relación con el uso de conectores textuales por ejemplo.

ESTRUCTURA DEL TEXTO EXPOSITIVO


Introducción: es la parte inicial de un texto y la que presenta o delimita el tema de la
exposición. Responde a las preguntas: ¿para qué?, ¿cómo y qué?
Desarrollo: es la parte del texto que expone, explica, aclara, ejemplifica, describe, analiza,
narra, informa. Responde al ¿por qué?
Conclusión: es la parte final del texto en la que se puede sintetizar o recapitular el tema. Se
puede presentar conclusiones, recomendaciones o peticiones.

CARACTERÍSTICAS DE LA EXPOSICIÓN
La exposición es un tipo de discurso cuyo fin primordial es transmitir información. Esta
finalidad se puede concretar de formas muy distintas, ya sea en lengua oral o escrita. En cualquiera
de esos casos el emisor debe tener un conocimiento profundo del tema que trate.
Para que el propósito informativo característico de la exposición se cumpla de manera
satisfactoria, el texto expositivo debe reunir una serie de cualidades, entre las que se cuentan la
claridad, el orden y la objetividad. Todo texto expositivo, en efecto, debe presentar sus contenidos
de forma comprensible para el interlocutor (claridad), organizados según un determinado criterio
(orden) y sin valoraciones personales injustificadas (objetividad).

LOS ELEMENTOS DE LA EXPOSICIÓN


El discurso expositivo tiene lugar en una situación de comunicación que viene determinada
por tres elementos: el emisor, el receptor y la relación que se establece entre ellos.
El emisor ha de poseer unos conocimientos suficientes acerca del tema de la exposición y la
voluntad de transmitir esos conocimientos de una manera objetiva y, a la vez, comprensible para su
potencial receptor; puede tratar de influir sobre el comportamiento de los demás, además de
informar.
El receptor es la persona o el grupo a quien va dirigida la exposición. El tono y el léxico
deben estar adaptados a la naturaleza y el nivel de conocimientos de los receptores. Puede ser un
experto en la materia, ignorarla por completo o poseer algunos conocimientos sobre ella. De este
nivel de conocimientos dependerá el objetivo con el que se acerque al texto: encontrar una

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información inicial sobre un tema, ampliar lo que ya sabe o acceder a las últimas investigaciones de
la disciplina en la que es un especialista.
La relación entre emisor y receptor es básica para que la información se transmita de una
manera efectiva. El emisor ha de adaptar su exposición al tipo de receptor al que va a dirigirse: solo
así conseguirá dar a su intervención el nivel y el tono adecuados.

FASE DE PREPARACIÓN
Una exposición oral no se improvisa. Para tener éxito debemos preparar minuciosamente el
contenido de la exposición, así como los recursos y materiales de apoyo y la forma de expresión,
dando respuesta a el tema que vamos a tratar, las ideas a desarrollar, el orden en que vamos a
exponer esas ideas, los recursos y materiales de apoyo (presentación, pizarra, diapositivas,
carteles, documentos…) que vamos a emplear y el tono (informal, serio, divulgativo, etc.) que
vamos a adoptar.
Una de las tareas claves de la fase de preparación es la elaboración de un guión. El guión
es un esquema que recoge los puntos esenciales que se van a desarrollar y nos permite presentar
las ideas según un orden fijado, a la vez de que reduce las posibilidades de que olvidemos algunas
cuestiones importantes o de que nos quedemos atascados.

REALIZACIÓN DE LA EXPOSICIÓN ORAL: LA ACTUACIÓN


Cuando hacemos una exposición oral estamos ante un público que nos ve y nos oye. Por
ello, es muy importante cuidar el lenguaje corporal y la expresividad de la voz.
El lenguaje corporal: La persona que habla en público debe dominar el escenario en el que
se mueve, actuando con naturalidad:
-La posición del cuerpo y la expresión facial han de ser lo más distendidas posibles.
-Debemos controlar nuestros gestos, evitando la gesticulación excesiva aunque debemos
remarcar con ademanes oportunos aquello que estamos diciendo.
-La mirada es un elemento fundamental, ya que hay que mantener el contacto visual con el
auditorio, dirigiéndose al conjunto y no a una persona concreta.
La expresividad de la voz: Nuestra pronunciación debe ser clara y el volumen de voz
adecuado para que el mensaje llegue con nitidez al auditorio. Debemos evitar hablar en voz
demasiado baja o gritar. Evitar el atropellamiento y la monotonía que acaban aburriendo al auditorio
provocando que se desentiendan del mensaje.

EL TEXTO O DISCURSO
Para desarrollar de forma adecuada la exposición, debemos seguir estas normas:
. Debemos seguir el esquema fijado en el guión que hemos elaborado previamente.
. Explicar al principio el tema que vamos a tratar y la estructura que va a tener nuestro discurso.
. Empezar la exposición de una manera que resulte atrayente al público. Si se consigue captar
desde el primer momento la atención del oyente, este seguirá con mayor interés las fases
posteriores de la exposición
. Durante la intervención, hay que proporcionar al oyente ideas fundamentales. Se puede destacar
esas informaciones empleando un tono más enfático o indicando directamente la importancia que le
atribuimos.
. Debe finalizarse la intervención retomando las líneas fundamentales de la exposición y
resumiendo las distintas conclusiones analizadas.
. Seleccionar el vocabulario o léxico más adecuado para los distintos tipos de lectores
. Utilizar oraciones simples y breves, puesto que las largas dificultan la comprensión del discurso.

LA INTERACCIÓN CON EL AUDITORIO


El orador ha de prestar atención a las reacciones del público y reorientar su exposición en
función de ellas; si vemos que nuestro auditorio se aburre o se distrae, debemos dotar de mayor
expresividad nuestra intervención o introducir algún elemento que evite la monotonía: preguntas
dirigidas al auditorio, pausas para recuperar la atención, cambios de tono…

EL USO DE MATERIALES DE APOYO


A veces, conviene emplear recursos visuales para ilustrar y amenizar la exposición. Se puede,
por ejemplo: dibujar en el pizarrón esquemas o gráficos, realizar una presentación Power Point,
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

traer material auxiliar (gráficos, cuadros resúmenes, fotografías…) Este tipo de recursos ayudan a
estructurar la exposición, facilitan la comprensión y mantienen despierta la atención del público.
Con la presentación Power Point, el oyente puede captar fácilmente las ideas fundamentales de
la exposición. La presentación debe contener la información fundamental, presentándola de forma
esquemática. Se recogerán las ideas principales de cada apartado, acompañándolo de aquellas
imágenes o esquemas que sirvan para apoyar esas ideas o presentar datos complementarios. En
todo caso, no hay que limitarse a leer el texto de las diapositivas, sino que hay que utilizarlo de
soporte pero desarrollando las ideas con tus propias palabras.

EL ENSAYO
El ensayo es un género literario que se caracteriza por permitir desarrollar un tema
determinado de una manera libre y personal. Comúnmente, las personas escriben ensayos para
manifestar alguna opinión o idea, y sin tener que preocuparse de ceñirse a una estructura rígida de
redacción o documentarlo exhaustivamente.
Todo ensayo, es una exposición de ideas, basada en argumentos, por eso es expositivo y
argumentativo, y al mismo tiempo es crítico, ya que se está juzgando una determinada cuestión.

CARACTERÍSTICAS DE UN ENSAYO
Aunque sea difícil describir todas las características de un ensayo por ser un género literario
esencialmente libre, podemos resumir sus principales caracteres en la siguiente lista:
- Libertad temática
- Estilo personal o amistoso en la escritura
- Puede incluir citas o referencias
- Sin una estructura definida, el autor escoge el orden en que desarrolla su argumento
- Su extensión depende del autor
- Dirigido generalmente a un público amplio.

CÓMO ESCRIBIR UN ENSAYO


Partes del ensayo:
El ensayo consta de tres partes fundamentales: introducción, desarrollo y conclusión.
La introducción normalmente es corta. Su función es introducir al lector en el tema que trataremos
y, si es necesario, ponerlo al tanto de lo que se ha dicho del tema hasta el momento. En ella se
presenta la hipótesis. La hipótesis es la idea que buscamos realizar, esclarecer o sustentar a lo
largo de nuestro ensayo y alrededor de ella se desarrollará el cuerpo del texto. Es, en sí, la semilla
de la que nace el ensayo. Es lo primero que hay que dominar para saber cómo hacer un ensayo.
El desarrollo es el cuerpo del ensayo. Abarca la mayor parte del texto y en él se exponen los
argumentos que aclaran y sustentan nuestra hipótesis.
La conclusión es la parte final del ensayo. En ella podemos hacer una recapitulación de las
principales líneas argumentativas siguiendo una línea desde la hipótesis y terminar dando nuestro
punto de vista o resolución final del tema. (Aprende cómo hacer una conclusión aquí)

¿Qué características internas debemos conocer para saber cómo hacer un ensayo?
El ensayo necesita tener actualidad del tema tratado. En este sentido, podemos guiarnos para la
elección del tema tomando en cuenta el tipo de público al que va dirigido.
El ensayo no pretende agotar todas las posibilidades de un tema, sino que se enfoca sólo a una
parte del mismo.
A diferencia de otros géneros literarios, el ensayo carece de estructura rígida. Obedece, más bien,
al discurrir de la mente del autor.

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LA DESCRIPCIÓN TÉCNICA | LA DESCRIPCIÓN LITERARIA

El texto descriptivo consiste en la representación verbal real de un objeto, persona, paisaje, animal,
emoción, y prácticamente todo lo que pueda ser puesto en palabras.
Este tipo de texto pretende que el lector obtenga una imagen exacta de la realidad que estamos
transmitiendo en palabras, una especie de “pintura verbal”.
La descripción es un modo de organización del contenido de un texto que está constituido por tres
actividades: NOMBRAR la realidad (definir la realidad) SITUARLA en el espacio y el tiempo y
CALIFICARLA (calificar es una forma de tomar partido, por eso toda calificación implica subjetividad).
Es muy importante diferenciar dos tipos de descripción: la técnica y la literaria. Entre ambos hay
muchas diferencias:
En la descripción técnica es fundamental que la objetividad siempre sea respetada para que la
información no sea distorsionada por algún punto de vista u opinión. El lenguaje que se utilizará es
frío, con palabras técnicas que sólo apuntan a explicar una característica de lo que se intenta
representar.
En la descripción literaria se da lo opuesto, primando la subjetividad del autor y el uso de palabras
con la búsqueda agregada de generar una estética agradable. Importante también, es aclarar que la
realidad que nos describe el escritor puede haber salido de su imaginación, y ser perfectamente un
texto descriptivo, dado que, al fin y al cabo, se trata de una realidad: la suya.
Una característica esencial, que se aplica en ambos tipos de descripciones, es que se trata de
textos atemporales. Esto significa que lo que describimos, al momento de hacerlo, no se mueve en el
tiempo sino que lo detenemos unos instantes para hablar de él como un todo estático.

LA DESCRIPCIÓN TÉCNICA
Con ella se pretende dar a conocer las características de la realidad representada: sus elementos,
composición, funcionamiento y utilidad. Es objetiva y predomina la función referencial.
CARACTERÍSTICAS:
• Tendencia a la objetividad
• Lenguaje denotativo (abundancia de tecnicismos, adjetivos especificativos)
• Ordenación lógica
TIPOS:
Textos científicos: su finalidad es mostrar el procedimiento para realizar una investigación o una
experimentación.
Textos técnicos: Muestran los componentes, la forma y el funcionamiento de cualquier tipo de
objeto, creación artística o instrumental: pintura, escultura, mecánica, deportes, medicina, etc. Entre
ellos se incluyen los manuales de instrucciones de uso y montaje de aparatos; las recetas de cocina y
los prospectos de medicamentos.
Textos sociales: Ofrecen datos sobre el comportamiento de las personas e instituciones.

LA DESCRIPCIÓN LITERARIA
En la descripción literaria predomina la FUNCIÓN ESTÉTICA. La descripción literaria no necesita
ser veraz, sino verosímil, es decir, creíble dentro del contexto lingüístico en que se incluye. El autor es
subjetivo y manifiesta su punto de vista abiertamente, ya que no persigue el rigor científico ni la
exhaustividad, sino destacar aquellos aspectos que considera más relevantes para sus fines. La lógica
que rige el orden en este tipo de textos obedece a criterios artísticos propios de cada autor. Esto no
quiere decir que sea caótica, sino que se desarrolla según un plan bien estudiado y preciso, aunque
muchas veces huya del orden natural. La descripción literaria no suele cultivarse como forma
independiente, sino integrada en otras.

CARACTERÍSTICAS:
Lenguaje connotativo
Uso de adjetivos explicativos
Abundantes figuras retóricas

¿Qué podemos describir?


Cuando se describe físicamente a un ser, el texto recibe el nombre de prosopografía.
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Si lo que se describe es el carácter y los sentimientos de una persona, el texto recibe el nombre de
etopeya.
La unión de la descripción física y de carácter (prosopografía y etopeya) da lugar al retrato.
La descripción de una época (siglo, mes, día, año...) se denomina cronografía.
Cuando se describe un lugar real, éste recibe el nombre de topografía; mientras que si el lugar es
imaginario se llama topotesía.

PARA REDACTAR UN TEXTO DESCRIPTIVO SE DEBE:


• Elegir un punto de vista. El lugar desde donde se observa algo influye en la manera como lo
describimos: no es lo mismo decir cómo es un automóvil si estamos en el asiento del conductor que si
lo contemplamos desde afuera.
• Seleccionar los rasgos más importantes. La descripción puede ser minuciosa y exhaustiva (con
muchos detalles), o superficial, en la que lo fundamental es resaltar el rasgo más significativo.
• Ordenar las características de la descripción. Podemos describir de arriba abajo, de izquierda a
derecha, de dentro hacia fuera, de lo general a lo particular.

SE PUEDEN DISTINGUIR DOS CLASES DE DESCRIPCIÓN, LA OBJETIVA Y LA SUBJETIVA:


En una descripción objetiva el autor adopta una actitud imparcial frente al objeto descrito, y se
limita a describir, con la mayor objetividad y precisión posibles, las características que mejor lo definen
(no trata de suscitar ninguna emoción estética en el lector). Este tipo de descripción es característica
de los textos académicos y científicos.
En una descripción subjetiva el autor refleja lo que le sugiere personalmente el objeto que
describe, y en muchos casos los datos aparecen de manera desordenada. Contiene una gran carga
subjetiva y su finalidad suele ser estética.

¿CÓMO SE HACE?
A. Idear (explorar la situación)
El primer paso que debemos llevar a cabo al realizar una descripción es buscar todos aquellos
datos que nos sean útiles para crear la descripción: ¿qué es?, ¿cómo es?, ¿qué partes tiene?, ¿para
qué sirve?, ¿qué hace?, ¿cómo se comporta?, ¿a qué se parece?
B. Ordenar (esquema estructural)
El segundo paso que debemos llevar a cabo es la ordenación de las informaciones que hemos
obtenido. La estructura de los textos descriptivos puede variar, ya que se pueden establecer distintos
grados de complejidad.
C. Textualizar (redacción del texto)
Una vez cubiertas las etapas anteriores, se emprenderá la redacción del texto descriptivo:
Emplear sintagmas nominales ampliamente adjetivados.
Usar palabras que describen impresiones sensoriales.
Utilizar verbos en presente o imperfecto de indicativo.
Introducir enumeraciones de los distintos componentes del objeto descrito.
Realizar definiciones.
Introducir analogías.
Emplear terminología específica.

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¿QUÉ ES UN PROYECTO?

Se entiende por proyecto a una planificación consistente en un conjunto de actividades que


se encuentran interrelacionadas y coordinadas, con el fin expreso de alcanzar resultados
específicos en el marco de las limitaciones impuestas por factores previos condicionantes: un
presupuesto, un lapso de tiempo o una serie de calidades establecidas.
Los proyectos suelen comprenderse como la preparación y disposición por escrito de los
elementos teóricos, materiales y humanos que se necesitarán para elaborar un producto, servicio o
resultado único, por lo que en ciertos ámbitos puede ser equivalente a bosquejo, guion previo,
primer borrador, etc.
Un proyecto tiene más probabilidades de resultar exitoso cuando quien lo lidera (es decir,
quien se encuentre a cargo del mismo) establece algún tipo de sistema de control o método a
través del cual se monitorice a lo largo de las etapas todos los avances (o inconvenientes) del
proyecto en base a lo que fue planeado. De modo que puedan realizarse a tiempo las
modificaciones necesarias para lograr un mejor resultado y así concretar todos los objetivos.

Los proyectos se componen de cuatro etapas:


Diagnóstico: se evalúa la necesidad y oportunidad del proyecto en su rango particular de acción,
para determinar en qué condiciones debería darse y qué etapas involucrará, etc.
Diseño: se debaten las opciones, tácticas y estrategias que pueden conducir al éxito, es decir, a
cumplir con el objetivo. Se evalúa la factibilidad del proyecto, su relevancia y sus necesidades
puntuales.
Ejecución: la puesta en práctica de lo establecido en el proyecto.
Evaluación: se revisan las conclusiones del proyecto, los resultados arrojados tras su ejecución. Es
una etapa de control y de información, sustentada en la idea del mejoramiento y acumulación de
factores de éxito a lo largo del tiempo.

Elementos de un proyecto
Los proyectos suelen constar de los siguientes elementos:
Finalidad y objetivos. Apartado en que se explica el problema que el proyecto vendría a
solucionar, los fines que persigue y las metas concretas, generales y específicas.
Producto o servicio. Aquí se hace una descripción detallada del producto final que se desea
obtener, explicando el modo en que esto respondería a lo planteado en los objetivos y también a su
área de ejecución, es decir, a otro tipo de situaciones parecidas.
Cronograma de actividades. Se explican los pasos a seguir para cumplir los objetivos, ordenados
cronológicamente y detallando la cantidad de tiempo que requeriría su satisfacción.
Presupuesto. El costo que la aplicación del proyecto tendrá para sus destinatarios, así como el
modo detallado en que se empleará el dinero en cada fase del proyecto.
Resultados esperados. Un detallado de los resultados que se desea obtener mediante la
aplicación del proyecto, a menudo acompañados de sus márgenes de riesgo y de ganancia.

Cuando planifiques un proyecto, tienes que contestarte a las siguientes preguntas:


Qué quieres hacer-----------------Descripción y Finalidad.
Por qué lo quieres hacer-------------Fundamentación.
Para qué se quiere hacer--------------Objetivos.
Cuánto quieres conseguir-----------Metas.
Dónde se quiere hacer--------------Localización Física.
Cómo ce va a hacer-----------------Actividades y Tareas.
Cuándo se va a hacer-----------------Calendario.
A quienes va dirigido----------------------Destinatarios.
Quienes lo van a hacer---------------Recursos Humanos.
Con qué se va a hacer----------------Recursos Materiales.
Con qué se va a costear--------------Recursos Financieros.

Las respuestas a estas diez cuestiones proporcionarán los datos y la información mínima
para poder tomar una serie de decisiones que pueden ayudar a considerar y descartar propuestas y
a organizarse adecuadamente.
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

Una vez que se ha planificado el proyecto, hay que redactarlo. Hay que mentalizarse de que
la planificación siempre se va a encontrar con muchas incertidumbres. Nadie puede predecir el
futuro y es posible que cambien las circunstancias bajo las cuales ideaste tu proyecto. En principio,
el proyecto debe constar de las partes que enumeramos a continuación. Para diseñar bien un
proyecto se debe incluir los siguientes contenidos

• Nombre o titulo de un proyecto.


• Descripción: Explicación breve del proyecto.
• Fundamentación: Razones por las que se necesita realizar el proyecto.
• Finalidad: Qué problema social se contribuye a resolver con el logro de los objetivos del
proyecto.
• Objetivos: Qué se espera conseguir del proyecto en caso de que tenga éxito.
• Resultados: Qué logros relacionados con los objetivos pueden garantizarse a corto, medio y
largo plazo.
• Destinatarios directos e indirectos: A quién va dirigido el proyecto.
• Productos: Qué instrumentos y materiales deben adquirirse o producirse para conseguir los
objetivos del proyecto.
• Localización: Lugar en donde se va a realizar el proyecto, regiones a las que a afectar, etc.
• Actividades, tareas y metodología: Qué tipo de acciones formaran parte del proyecto y como
se realizarán.
• Calendario: En cuánto tiempo se realizaran las actividades y se lograran los resultados
previstos.
• Recursos: Qué recursos humanos y financieros se necesitan para realizar las actividades y
lograr el objetivo propuesto y como van a conseguirse.
• Presupuesto: Qué gastos van a realizarse y, si acaso, que ingresos pueden obtenerse con
la realización del proyecto.
• Responsables y estructura administrativa: Quién ejecutara el proyecto.( No necesario
depende el proyecto a realizar)
• Evaluación: Qué métodos e indicadores se van a utilizar para garantizar en el futuro la
correcta realización de las actividades previstas.

Nombre o Título
Evidentemente tu proyecto debe tener un nombre sencillo. Al poner titulo a un proyecto existe una
tendencia muy normal a hacer títulos muy largos y complicados.
Cuando te dirijas a un público general, es preferible perder algo de rigor y denominar a tu proyecto
de la manera lo más simple posible, o bien utilizar algún lema o juego de palabras.

Descripción del proyecto


Lógicamente, la denominación solo sirve para identificar rápidamente el proyecto, pero es
insuficiente para tener una idea completa acerca de que trata. Tu proyecto debe empezar
realizando una descripción amplia del proyecto, definiendo la idea central de lo que pretendes
hacer. En algunos casos, esta descripción hay que hacerla contextualizando el proyecto dentro del
programa del que forma parte. Tampoco conviene que hagas una descripción excesivamente
extensa, ya que a lo largo del proyecto irás ofreciendo información complementaria. Basta con que
la persona que desea conocer el proyecto pueda tener, de entrada, una idea exacta acerca de lo
fundamental del mismo.

Fundamentación o Justificación
En esta parte tienes que explicar las razones que justifican la realización del proyecto. Para que la
fundamentación sea completa y correcta, tienes que tratar dos cuestiones:
• Tienes que explicar la importancia y la urgencia del problema a solucionar. Los problemas
que puedan dar lugar a un proyecto pueden ser muy variados: Hay una necesidad y no
existe un servicio para satisfacerla, el servicio existente es insuficiente, se quiere mejorar la

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calidad de la prestación, etc. Aparte de mencionar la existencia del problema, también tienes
que referirte a su importancia y prioridad. Asimismo, es bueno que indiques los efectos de la
no intervención.
• En segundo lugar, tienes que justificar que tu proyecto es la solución más adecuada para
resolver el problema. A menudo, estos dos aspectos, complementarios pero distintos,
suelen confundirse. Muchas veces se da por hecho que el problema a resolver es muy
importante, sin explicar esa importancia. Otra veces se aportan datos acerca del problema
que se pretende resolver con el proyecto, pero no se justifica que el proyecto es lo mejor
que se puede hacer en esa situación.

Finalidad del proyecto


Hay que distinguir entre lo que es la finalidad del proyecto y lo que es el objetivo u objetivos del
proyecto. La finalidad de un proyecto es más bien una aspiración a solucionar un problema
bastante general. El objetivo fija unos resultados perfectamente alcanzables mediante la realización
del proyecto. No siempre es necesario explicar finalidades últimas. Son más importantes los
objetivos, de los que hablaremos a continuación. Existe a veces la tendencia a exagerar la finalidad
de un proyecto, o bien a expresarla en términos vagos y abstractos. Sin embargo, muchas veces
los proyectos son tan pequeños y concretos que no es necesario formular este tipo de fines. Solo
cuando se trata de proyectos que se insertan dentro de programas o planes más amplios y
tendentes a lograr el desarrollo de algunas áreas o sectores generales, conviene aclarar cuáles son
esos fines últimos que justifican la existencia del proyecto.

Objetivos del proyecto


Un proyecto sin objetivos no es un proyecto; podrá ser un estudio, un trabajo u otra cosa, pero no
un proyecto. Es importante que te esfuerces en definir bien los objetivos de manera precisa.

Resultados
Los resultados de un proyecto son los logros y realizaciones alcanzados gracias a la ejecución del
proyecto. Un proyecto habrá tenido en la medida en que los resultados se hayan aproximado a los
objetivos iniciales. Tanto los resultados como los objetivos pueden dividirse o clasificarse tanto de
manera cuantitativa como cualitativa, así como a corto, medio o largo plazo. En principio, cuando
redactes un proyecto puedes trazar unos objetivos y garantizar la realización de unas actividades,
pero desconocerás que resultados vas a alcanzar realmente con tu proyecto. A pesar de todo,
conviene que hagas una mención a los resultados que esperas conseguir con cierta probabilidad.
Los resultados concretan los objetivos, estableciendo cuanto, cuando y donde se realizaran estos.
Procura ser preciso en tu proyecto; aunque parezca que los objetivos y resultados de tu proyecto
son humildes, no trates de corregirlo con grandes frases, vaguedades o promesas irrealizables.

Los resultados de tu proyecto tienen que cumplir algunos requisitos:


• Que su realización pueda comprobarse,
• Que estén ordenados según una secuencia temporal lógica,
• Que su realización sea esencial para conseguir el objetivo propuesto,
• Que sean realizables con los recursos disponibles. Otra cuestión importante es la
divulgación de los resultados. Esta divulgación dará prestigio a tu organización y permitirá
que otras personas puedan realizar proyectos similares, los cuales facilitaran el
cumplimiento de los objetivos y finalidades trazados en tu proyecto.

Destinatarios
Se trata de identificar a los destinatarios inmediatos y a los destinatarios finales o indirectos.

Producto
Los productos son los materiales y las herramientas que debes confeccionar para poder ejecutar tu
proyecto. Son, por lo tanto, medios para conseguir los fines y los objetivos. Es normal que te cueste
distinguir entre los resultados y los productos.
La diferencia está en que la obtención de los productos no depende de factores externos. La
obtención de los productos depende de cómo gestiones el proyecto, de tu competencia y eficacia.

Localización
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

La localización de un proyecto es el lugar en donde se realizara. Por otra parte, tu proyecto también
debe señalar cuál es su cobertura espacial, es decir, debes indicar la zona que cubrirá el proyecto,
los lugares próximos al lugar de ejecución del proyecto que también se beneficiaran del mismo. Por
tanto, es necesario que expliques:
° La zona a la que va a afectar el proyecto.
° La sede o local desde el que vas a realizar el proyecto.

Actividades, tareas y metodología:


La ejecución de cualquier proyecto consiste en realizar un conjunto de actividades y tareas, con
objeto de obtener los productos del proyecto y alcanzar buenos resultados que cumplan los
objetivos marcados. Intenta que las actividades y tareas se sucedan en un orden lógico e indica de
manera concreta y precisa cuáles son las actividades que hay que ejecutar, así como las diferentes
tareas en que se dividen las actividades. Las actividades y tareas son la parte del proyecto que te
exigirá más concreción.
~ Especifica las actividades y tareas a realizar.
~ Señala una fecha de inicio y de terminación de cada actividad.
~ Señala la cantidad y calidad de los recursos necesarios (recursos humanos, servicios, equipo,
dinero, bienes, etc.) para cada actividad y tarea
~ Indica los métodos y técnicas que se utilizaran para realizar las diferentes actividades. En el caso
de proyectos de trabajo social o de animación, es bueno que utilices técnicas e instrumentos que
promuevan la participación de la gente en el desarrollo del proyecto.

Calendario

Otro de los aspectos esenciales en la elaboración de un proyecto es la determinación de la


duración de cada una de las actividades. Elaborar un calendario permitirá a quien juzgue tu
proyecto establecer si existe una distribución uniforme del trabajo, si los plazos son realistas, si los
límites de tiempo asignados a cada actividad (máximo y mínimo) son proporcionados entre sí. Para
realizar un cronograma solamente se requiere:
~ Ordenar las actividades cronológicamente, determinando aquellas que se pueden realizar
simultáneamente.
~ Estimar la duración de cada actividad.
~ Determinar en qué fecha va a comenzar cada actividad y en qué fecha se va a concluir. Hay que
contemplar la posibilidad de que se produzcan retrasos o se den situaciones imprevistas.

Recursos (Materiales y Técnicos, Humanos y Financieros)


Todo proyecto requiere para su realización una serie de recursos (bienes, medios, servicios, etc.)
para realizar las actividades, obtener los productos y lograr el objetivo inmediato. Cuando elabores
tu proyecto es conveniente que distingas tres tipos de recursos: Materiales y Técnicos, Humanos y
Financieros.
Recursos Materiales y Técnicos: Tu proyecto debe especificar las herramientas, equipos,
instrumentos, infraestructura física y tecnologías que necesitas para llevar a cabo el proyecto.
Recursos Humanos: Para ejecutar algunos proyectos, hay que disponer de personas adecuadas y
capacitadas para realizar las tareas previstas. Por consiguiente, deberás hacer constar en tu
proyecto la cantidad de personal, las cualificaciones requeridas y las funciones a realizar, indicando
quien es responsable de qué y cómo está distribuido el trabajo. En ocasiones, incluso, puede ser
necesario formar a los recursos humanos para que el proyecto pueda llevarse a cabo. En estos
casos hay que establecer qué formación ha de tener el personal que necesita. Cada vez es más
frecuente la formación de recursos humanos para los proyectos de voluntariado y los proyectos de
realización de actividades socio-culturales. Aunque la formación de voluntarios sea importante, es
más importante su buena disposición y sus ganas de trabajar.
Recursos Financieros: Un proyecto en el que no hay recursos financieros no es mucho más que
una declaración de buenos propósitos. Por consiguiente, debes realizar una estimación de los
fondos que puedes obtener, con indicación de las diferentes fuentes con las que podrás contar:
subvenciones, aportaciones de socios o colaboradores, créditos o prestamos, presupuestos

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ordinario de tu organización, pago del servicio por los usuarios, etc. Los recursos financieros sirven
para pagar los otros recursos: Humanos, materiales y técnicos. Con ello, quedará establecida la
estructura financiera del proyecto (quien o que financia que). Pero ello no basta; además, tienes
que elaborar un calendario financiero. No solo hay que proveer los gastos, sino también el
momento en que van a producirse. No solo debes tener ingresos para pagar tus gastos o bien, de
no ser así, al menos debes prever ese desfase y pensar en manera de afrontarlo (con tu propio
dinero, solicitando aplazamiento a los acreedores a los que debes pagar, etc.). Normalmente, la
elaboración de un proyecto conlleva unos pequeños gastos iniciales que, a menudo, deben pagarse
confiando en recibir más tarde algunos ingresos.
Presupuesto
El presupuesto es la relación de gastos e ingresos de tu proyecto.
El presupuesto recoge los gastos y, si los hay, los ingresos que vayas a obtener por la realización
de tu proyecto. Normalmente, solo podrás hacer una previsión de los ingresos. Los gastos, sin
embargo, deben ser exactos y estar suficientemente desglosados o individualizados; el presupuesto
debe especificar claramente cada una de las partidas, enunciando los gastos de personal, material,
equipo, gastos de funcionamiento, etc., Para hacer un presupuesto, conviene que conozcas la
diferencia entre un gasto y una inversión.

EL INFORME

El informe es un texto explicativo expositivo. Su finalidad comunicativa es dar cuenta al


destinatario de hechos objetivo y datos obtenidos. Este tipo de texto supone la exploración de una
realidad precisa. El escritor informa, describe y explica esa realidad llegando a ciertas conclusiones
y/o recomendaciones.
Es un texto donde se expone el resultado de una investigación. Se redacta teniendo en
cuenta quién es el destinatario. Será más complejo cuanto más especializado sea el receptor.
Por lo general, la finalidad del informe es, obviamente, informar. De todas formas, estos escritos
pueden incluir consejos u otros elementos que apunten a la persuasión.

Es común que los investigadores redacten informes acerca del desarrollo de la investigación
que están llevando a cabo. También, las empresas utilizan este tipo de texto para explicar la
evolución que está teniendo su actividad o porque alguien externo le solicita una serie de
informaciones. El informe puede tener como finalidad exponer los resultados parciales de de una
investigación que se está desarrollando, puede detallar los resultados finales acerca de ella o
puede ser el producto de un trabajo en equipo.

CARACTERÍSTICAS DEL INFORME:


• Se centra en un único tema bien delimitado.
• Se exponen claramente los objetivos, se describen los procedimientos utilizados para la recolección
de datos y se explicitan las conclusiones.
• Es un texto expositivo explicativo.
• No posee lenguaje subjetivo.
• Utiliza adjetivos descriptivos.
• Tiene por finalidad informar sobre resultados parciales o finales de un trabajo de investigación.
• Se emplean construcciones sintácticas sencillas con conceptos claros y definidos.
• Objetividad, es decir, que todas las interpretaciones estén fundamentadas.
• Concisión, puesto que sólo debe contener la información necesaria.
• Sobriedad, es decir, que se emplee el lenguaje profesional y la terminología específica de la
disciplina que trate el informe, con un lenguaje denotativo no afectivo.
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

Estructura:
1. Introducción: presenta el tema sobre el que se investigó. Utiliza fórmulas del tipo “El presente
informe tiene por objeto…”; “En este informe se expondrán los resultados de la investigación
sobre…”; “El objetivo de este informe es explicar…”
Se presentan los objetivos específicos y se describe el tema sobre el que se tratará la investigación,
así como también los conceptos principales que servirán de base en el desarrollo. Por otra parte el
autor incluye todos los datos necesarios para situar al lector y hacer más comprensible la lectura
del texto, como por ejemplo, por qué se llevó a cabo la investigación, y qué se intenta modificar o
explicar a través del trabajo. Es decir, luego de leer esta sección del informe el receptor debe estar
en condiciones de responder a las siguientes preguntas. ¿Cuál es el tema? ¿Cuál es el objetivo
que persigue el investigador? ¿Cómo está organizado el trabajo? También en esta sección el
autor explica si se trata de una investigación documental o técnico- científica.
2. Desarrollo o cuerpo del informe: contiene la selección de datos obtenidos de la investigación.
Conviene dividirlo en párrafos: en cada uno se desarrolla un tema.
el desarrollo constituye la esencia del trabajo, ya que es aquí donde se exponen los datos
obtenidos o recolectados. Si el informe es el resultado de una investigación documental, el
investigador organizará la información reunida relacionando los autores consultados o introduciendo
aquellas referencias que resulten importantes para el desarrollo del tema elegido. Si se trata de un
informe que expone los resultados de una investigación de campo, el autor detallará los materiales
utilizados y describirá, paso por paso, los procedimientos empleados para obtener determinados
resultados.
3. Cierre: puede tener distintos estilos. El autor del informe puede usar este espacio para
reflexionar sobre el tema investigado o, sencillamente, puede ser un párrafo de cierre del tipo: “En
este informe hemos conocido los aspectos más importantes de...”, “El informe intentó plasmar los
resultados de nuestra investigación sobre…”, etc.
es la sección final del informe. Aquí se resumen los datos más importantes que se desarrollaron en
el cuerpo del trabajo, sin agregar información nueva. En general, se trata de una sección breve en
la que el autor incluye alguna valoración personal del trabajo realizado o sobre el tema tratado, y
permite al lector saber cuál es la postura del investigador sobre el problema tratado.

Los paratextos más importantes son los siguientes:


La portada: se coloca delante del texto principal y, en ella, se especifica el título del informe, el
nombre completo del autor o los autores, el nombre de la institución, el lugar y el año de su
realización.
En tu caso, en la portada debes escribir: escuela, materia, profesor, tema investigado, alumno/s,
curso, división, fecha de entrega.(Estos datos van en la primer hoja).
El índice: contiene los títulos y subtítulos que aparecen en el interior del informe, con la indicación
de la página donde se encuentran.
Los apéndices: son secciones relativamente independientes del texto principal y ayudan a una
mejor comprensión del informe. Se coloca después de las conclusiones, pero antes de la
bibliografía. Pueden ser: imágenes, tablas, mapas o cuadros. Se colocan después de las
conclusiones pero antes de la bibliografía, aclarando siempre la fuente de la cual han sido
extraídos.

NOTAS AL PIE O AL FINAL: Se usan para agregar informaciones o hacer aclaraciones sobre el
trabajo, que si bien son importantes, su inclusión no es pertinente en el cuerpo del texto.
La bibliografía: es la lista completa, por orden alfabético, de todas las fuentes escritas que se
hayan utilizado para elaborar el informe. En esta lista se incluyen los textos citados en el interior del
trabajo y aquellas lecturas que sirvieron de base para su desarrollo. Deben escribirse: (nombre del
libro, editorial, año de edición) o en su defecto, copiar las páginas web de forma completa.
Se hace de esta forma:
Apellido y nombre del autor, Título de la obra (subrayado si el trabajo se presenta escrito a
mano o en cursiva si es escrito en computadora), lugar de edición, editorial, fecha de edición.

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Confeccionar el listado según orden alfabético de apellido de autor.

Si en el libro no figura el lugar de edición, se escribe: s. l. (sin lugar).Si no figura el editor, debes
omitirlo. Si no figura fecha de impresión, se coloca s. d. (sin data).

¿Y si los autores son dos?


Existen dos posibilidades: Ejemplo:
1. Morel, Ana y Liliana Velez, ...
2. Morel, Ana; Velez, Liliana, ...

¿Y si son más de dos?


Se escribe lo mismo que en el ejemplo anterior y se agrega : “y otros” o “et alia” ( que en latín
significa : y otro)

Cuando se trata de una revista debes escribir:


Apellido y nombre del autor, Título del artículo (entre comillas o subrayado), nombre de la revista
(En letra cursiva), volumen o número del fascículo o revista, mes y año, páginas en que aparece el
artículo, número de página en que aparece la cita (la forma abreviada de página es pp. y no pág.).

Algunos consejos prácticos para la elaboración de un informe:

Receptor: en primer lugar, tenés que pensar en el receptor del informe, en la persona/s a quien/es
va dirigido. De acuerdo a ese receptor, será la terminología que utilizarás. Por ejemplo, si el
receptor es un profesor, suponemos que sabe sobre el tema y podemos utilizar la terminología
específica del campo investigado. En cambio, si el receptor es un grupo de alumnos de la escuela a
quienes queremos contarles y acercarlos al producto de nuestra investigación, utilizaremos un
lenguaje sencillo y explicaremos cada término que supongamos que no conoce.
Selección: tenés mucho material que recopilaste para tu investigación. Llegó la hora de seleccionar
lo que vas a incluir en el informe y clasificarlo.
A escribir:
-Primero escribís el cuerpo del informe.
-Dividí la información por subtemas. Por ejemplo: el rock: orígenes, artistas principales, el rock en la
actualidad, el rock argentino vs. el rock internacional, etc.
-Escribí un párrafo de cada subtema (podés ponerle título o no).
-Una vez que hayas escrito sobre cada aspecto, categorizá los párrafos, o sea, asignales un orden.
Por ejemplo: en el informe del rock, primero hablaríamos de los orígenes.
-Escribí la introducción y el cierre.
-Revisá la ortografía, la coherencia y la cohesión, la terminología (si es adecuada al receptor) y
los aspectos formales (tipografía, márgenes, tipo y tamaño de letra, etc.). Puede ser muy útil que
la revisión del informe la haga algún profesor o tus compañeros.
-Agregale los elementos paratextuales. Imprimilo, ponele una linda carpetita o un folio y
entregáselo al profe para que te lo corrija y vea cuánto sabés sobre algunos temas.
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

Fermín - Abelardo Castillo


Fermín no era mejor que nadie, al contrario, tal vez fuera peor que muchos. No necesitaba
estar muy borracho para romperle las costillas a su mujer, y prefería ir a gastarse la plata al
quilombo en vez de comparle alpargatas al chico. Era sucio, pendenciero y analfabeto. Opinaba
que no se precisa ir al colegio para aprender a juntar fruta.
Si, indudablemente Fermín no era una excepción en los montes del francés. Según
contaban los juntadores, debía una muerte. Había sido en Santa Lucía, en un baile. Al otro le
decían el chileno. Fermón, en pedo, le manoseó la mujer y el chileno cuando quiso echar mano ya
tenía medio metro de tripa por el piso.
Claro que esa no era la única historia fea que corría por los montes, varios había con
asuntos parecidos.
Por eso, cuando para las elecciones vino ese político y gritó ustedes los trabajadores son la
esperanza de la patria porque en ustedes todo es puro, auténtico, no pudo reprimir una sonrisita
maliciosa. Y no sólo a él le dio risa.
-Ni en las casas me piropean tanto- comentó bajito.
Y era cierto. En su casa también sospechaban que Fermín no era, del todo, un varón
ejemplar. Borracho putañero, eso sí le decían. El día menos pensado lo agarro a mi hijo y no nos
ves más el pelo. Eso sí le decían. Pero la Paula no era capaz de irse, por qué se iba a ir, si el
Fermín la quería. Además, unos cuantos garrotazos por el lomo y la mujer se calma. Desde que
había hablado el político sin embargo, Fermín no les pegaba ni a la Paula ni al malandrín de su hijo.
Al fin de cuentas, cosas que dijo el hombre no daban risa, sobre todo cuando Cardozo el
más chico medio lo provocó y él, de ahí nomás de la tribuna, vea, le dijo, eso no es ser guapo
amigo, seguro que si el francés los grita no hacen la pata ancha. Y que la hombría se les
despertaba en casa, con la mujer. Esa parte le había gustado porque no era del discurso; le había
gustado que dijera pata ancha. Y además tenía razón. A veces es un desahogo dar vuelta la mesa
de una patada o reventar un plato contra la pared.
El siete y medio también es un desahogo. Porque a Fermín como a cualquiera, le gustaba el
siete y medio. De noche, en el almacén del zarateño, se armaban lindas tenidas. El tallador era un
chinón, clinudo, que imitaba los modales de los compadres puebleros, rápido para la baraja casi
tanto como para el chumbo. Una sola vez lo habían visto actuar; el finado Ortega le gritó aquella
noche: "¡Dame mi plata! yo sé que estás acomodado con el francés pero, lo que es a mí no me
volvés a robar". Y no volvió a robarle. El otro lo mató ahí nomás, en defensa propia: Ortega tenía el
cuchillo en la mano cuando se refaló junto a la mesa. El comisario de San Pedro tomó cartas sobre
el asunto, se lo vio conversando con el francés: a partir de esa noche quedó prohibido entrar a la
trastienda del boliche, con cuchillo.
El político también habló de esto. Según dijo, venía a tener razón el finado Ortega. Claro que
el político era del pueblo, (veinte kilómetros hasta el monte más cercano) y que en el pueblo uno
podía divertirse de otra manera; dos cines, dicen que había.
Sea como sea, de una semana atrás Fermín andaba pensativo. Y esa tarde, al cobrar, se
quedo un rato con la plata en la mano, mirándola. "Venís a lo del zarateño Fermín", oyó a la pasada
y no supo que contestar, se le atragantó una especie de gruñido.
En el almacén de Ramos Generales había visto un vestido colorado a lunares grandes.
Lindo.
-A que se lo llevo a la Paula- decidió de golpe. Y entró, y salió con el paquete bajo el brazo, y no
compró alpargatas para el chico de casualidad. Iba a pedirlas pero le dio risa. ' Cha, qué bárbaro,
se escuchó decir.
-Ni sé el número- dijo.
Cha, qué bárbaro, realmente. Ahora, en el camino hacia su casa arrastrando el paso,
mirándose fascinado el dedo que asomaba abajo, en la punta de la zapatilla, Fermín pensaba.
-¿Andás enfermo, Fermín?
-Eh, no. ¿Por?
-Digo, por el tranco -Ramón lo miraba, con intención-. Y como te volvías tan temprano.
Era cierto, gran siete. Desde el otro sábado que le debía un trago al Ramón. Entonces lo
convidó al boliche. Y Ramón dijo que sí, después dijo:
-¿Y ese paquete?

29
-El qué- Fermín se encongió de hombros y sacó el labio inferior hacia afuera, medio sonriendo:
-Nada.

Lo del zarateño estaba lindo. Al fin de cuentas, la Paula no lo esperaba hasta mucho más
tarde y no era cosa de darle un susto, y una ginebra no le hace mal a nadie, ¿no?
Iban tres vueltas. Entonces Fermín se dio cuenta que, de este modo, seguía debiendo una copa.
-Ginebra zarateño, pa mí y pal hombre.
Con el dedo índice tocó al hombre en el pecho y, echándose hacia adelante, agregó:
-Porque yo soy de ley, amigo.
La ginebra es áspera. Por eso, después del cuarto trago, la voz de Ramón era un poco más
solemne que de costumbre.
-Yo también soy de ley, Fermín...¡A ver patrón!: dos ginebras.
-Ta bien hermano: los dos somos de ley. Pero la próxima la pago yo y quedamos hechos.
-Ta bien.
Fermín tenía los ojos clavados en la cortina de la trastienda, vio en seguida cuando los
hermanos Peralta salieron del interior. Eso significada: dos sitios.
-¿Probramos?
-Probremos.
-Al siete y medio, pago.
La mano del tallador, morena y flaca, con una uña agresivamente larga en el meñique,
levantó de la mesa los mugrientos pesos que se apelotonaban junto a los naipes.
Se le achicaron amarillos, los ojitos a Fermín. Ya hacía rato que el aire estaba caliente bajo la
lámpara, espeso de humo y de ginebra. Fermín agachó la cabeza. Después mirando al morocho
por entre las cejas preguntó, pausadamente:
-¿Qué era lo que decía ese Ortega?
En la mesa hubo como un sacudón.
El chinón, despacito, se abrió la camisa hasta la altura del cinto. Luego, también despacito,
comenzó a pasarse el pañuelo por el pecho sudoroso. Junto al ombligo, ingenuamente, asomaba la
culata del Smith-Wesson.
-¿Andás con ganas de ir a preguntárselo?
El morocho era filoso. Fermín sintió que la cara le ardía como si le hubieran pegado un tajo.
Miró alrededor. Los hombres -Ramón también-rehuyeron sus ojos. A todos los había cacheteado la
fanfarronada del moreno.
-Ta bien- murmuró Fermín-. Ta bien, me voy pa casa...Vos, Ramón ¿venís? No, mejor quedáte.
Todavía no te ha ganao todo.
Dio espalda a la mesa y, arreglándose el pantalón a dos manos, encaró la cortina. Lo paró
en seco la voz del morocho:
-¡Che!
Fermín se dio vuelta como un tiro, buscando en la cintura el cuchillo que no tenía. Al otro le
había aparecido el revolver en la mano. Sonrió:
-Te olvidás de algo. -dijo, señalando con el caño hacia un rincón. Fermín se agachó a recoger el
paquete de la Paula.
Me han basureao gran puta el político e mierda ése tenía razón, somos guapos en las casas
nos roban la plata y tamos contentos. Fermín estaba parado en la puerta del prostíbulo.
Llamó de nuevo.
-Che, ¿te creés que nosotros no dormimos?- la voz opaca de doña María precedió a su rostro que,
hinchado, asomó detrás de la puerta a medio abrir:
-¿A quién buscás?
-A la pueblera.
-No se puede, ya no atiende. Está acostada.
-Mejor si está acostada...
La mujer frunció la boca, dubitativa, luego, repentinamente desconfiada, preguntó:
-¿Traés plata?
-No
-¿Ah no m'hijito! A esta hora y con libreta, no.
Fermín puso el pie antes de que la puerta se cerrara:
-Oí...Traigo esto. Si te va apretao, lo cambiás mañana.
Y le alcanzó el paquete.
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

EL ESCUERZO - Leopoldo Lugones.

Un día de tantos, jugando en la quinta de la casa donde habitaba la familia, di con un


pequeño sapo que, en vez de huir como sus congéneres más corpulentos, se hinchó
extraordinariamente bajo mis pedradas. Horrorizábanme los sapos y era mi diversión aplastar
cuantos podía. Así que el pequeño y obstinado reptil no tardó en sucumbir a los golpes de mis
piedras. Como todos los muchachos criados en la vida semicampestre de nuestras ciudades de
provincia, yo era un sabio en lagartos y sapos. Además, la casa estaba situada cerca de un arroyo
que cruza la ciudad, lo cual contribuía a aumentar la frecuencia de mis relaciones con tales bichos.
Entro en estos detalles para que se comprenda bien cómo me sorprendí al notar que el sapo me
era enteramente desconocido. Circunstancia de consulta, pues. Y tomando mi víctima con toda la
precaución del caso, fui a preguntar por ella a la vieja criada, confidente de mis primeras empresas
de cazador. Tenía yo ocho años y ella sesenta. El asunto había, pues, de interesarnos a ambos. La
buena mujer estaba, como de costumbre, sentada a la puerta de la cocina, y yo esperaba ver
acogido mi relato con la acostumbrada benevolencia, cuando apenas hube comenzado la vi
levantarse apresuradamente y arrebatarme de las manos el despanzurrado animalejo.
-¡Gracias a Dios que no lo hayas dejado! -exclamó con muestras de la mayor alegría-, en este
mismo instante vamos a quemarlo.
-¿Quemarlo? -dije yo-; pero qué va a hacer, si ya está muerto...
-¿No sabés lo que es un escuerzo -replicó en tono misterioso mi interlocutora- y que este animalito
resucita si no lo queman? ¡Quién mandó matarlo! ¡Eso habías de sacar al fin con tus pedradas!
Ahora voy a contarte lo que le pasó al hijo de mi amiga la finada Antonia, que en paz descanse.
Mientras hablaba, había recogido y encendido algunas astillas sobre las cuales puso el
cadáver del escuerzo.
¡Un escuerzo!, decía yo, aterrado bajo mi piel de muchacho travieso: ¡un escuerzo! Y
sacudía los dedos como si el frío del sapo se me hubiera pegado a ellos. ¡Un sapo resucitado! Era
para enfriarle la médula a un hombre de barba entera.
-¿Pero usted piensa contarnos una nueva batracomiomaquía? -interrumpió aquí Julia con el amable
desenfado de su coquetería de treinta años.
-De ningún modo, señorita. Es una historia que ha pasado.
Julia sonrió.
-No puede usted figurarse cuánto deseo conocerla...
-Será usted complacida, tanto más cuando que tengo la pretensión de vengarme con ella de su
sonrisa.
Así, pues, proseguí, mientras se asaba mi fatídica pieza de caza, la vieja criada hilvanó su
narración, que es como sigue:
Antonia, su amiga, viuda de un soldado, vivía con el hijo único que había tenido de él, en
una casita muy pobre, distante de toda población. El muchacho trabajaba para ambos, cortando
maderas en el vecino bosque, y así pasaban año tras año, haciendo a pie la jornada de la vida. Un
día volvió, como de costumbre, por la tarde, para tomar su mate, alegre, sano, vigoroso, con su
hacha al hombro. Y mientras lo hacía, refirió a su madre que en la raíz de cierto árbol muy viejo
había encontrado un escuerzo, al cual no le valieron hinchazones para quedar hecho una tortilla
bajo el ojo de su hacha.
La pobre vieja se llenó de aflicción al escucharla, pidiéndole que por favor la acompañara al
sitio, para quemar el cadáver del animal.
-Has de saber -le dijo- que el escuerzo no perdona jamás al que lo ofende. Si no lo queman,
resucita, sigue el rastro de su matador y no descansa hasta que pueda hacer con él otro tanto.
El buen muchacho rió grandemente del cuento, intentando convencer a la pobre vieja que
aquello era una paparrucha buena para asustar chicos molestos, pero indigna de preocupar a una
persona de cierta reflexión. Ella insistió, sin embargo, en que la acompañara a quemar los restos
del animal.
Inútil fue toda broma, toda indicación sobre lo distante del sitio, sobre el daño que podía causarle,
siendo ya tan vieja, el sereno de aquella tarde de noviembre. A toda costa quiso ir, y él tuvo que
decidirse a acompañarla.

31
No era tan distante, unas seis cuadras a lo más. Fácilmente dieron con el árbol recién
cortado, pero por más que hurgaron entre las astillas y las ramas desprendidas, el cadáver del
escuerzo no apareció.
-¿No te dije? -exclamó ella echándose a llorar-. Ya se ha ido; ahora ya no tiene remedio esto. ¡Mi
padre San Antonio te ampare!
-Pero qué tontera, afligirse así. Se lo habrán llevado las hormigas o lo comería algún zorro
hambriento. ¡Habráse visto extravagancia, llorar por un sapo!. Lo mejor es volver, que ya viene
anocheciendo y la humedad de los pastos es dañosa.
Regresaron, pues, a la casita, ella siempre llora, él procurando distraerla con detalles sobre
el maizal que prometía buena cosecha si seguía lloviendo; hasta volver de nuevo a las bromas y
risas en presencia de su obstinada tristeza. Era casi de noche cuando llegaron. Después de un
registro minuicioso por todos los rincones, que excitó de nuevo la risa del muchacho, comieron en
el patio, silenciosamente, a la luz de la luna, y ya se disponía él a tenderse sobre su montura para
dormir, cuando Antonia le suplicó que por aquella noche, siquiera, consintiese en encerrarse dentro
de una caja de madera que poseía y dormir allí.
La protesta contra semejante petición fue viva. Estaba chocha, la pobre, no había duda. ¡A
quién se le ocurría pensar en hacerlo dormir con aquel calor dentro de una caja que seguramente
estaría llena de sabandijas!
Pero tales fueron las súplicas de la anciana, que como el muchacho la quería tanto decidió
acceder a semejante capricho. La caja era grande, y aunque un poco encogido, no estaría del todo
mal. Con gran solicitud fue arreglada en el fondo la cama, metióse él adentro, y la triste viuda tomó
asiento al lado del mueble, decidida a pasar la noche en vela para cerrarlo apenas hubiera la menor
señal de peligro.
Calculaba ella que sería la medianoche, pues la luna muy baja empezaba a bañar con su luz
el aposento, cuando de repente un bultito negro, casi imperceptible, saltó sobre el dintel* de la
puerta que no se había cerrado por efecto del gran calor. Antonia se estremeció de angustia,
Allí estaba, pues, el vengativo animal, sentado sobre las patas traseras, como meditando un
plan. ¡Qué mal había hecho el joven en reírse! Aquella figurita lúgubre, inmóvil en la puerta llena de
luna, se agrandaba extraordinariamente, tomaba proporciones de monstruo. ¿Pero si no era más
que uno de los tantos sapos familiares que entraban cada noche a la casa en busca de insectos?
Un momento respiró, sostenida por esta idea. Más el escuerzo dio de pronto un saltito, después
otro, en dirección a la caja. Su intención era manifiesta. No se apresuraba, como si estuviera
seguro de su presa. Antonia miró con indecible expresión de terror a su hijo; dormía, vencido por el
sueño, respirando acompasadamente.
Entonces, con mano inquieta, dejó caer sin hacer ruido la tapa del pesado mueble. El animal no se
detenía. Seguía saltando. Estaba ya al pie de la caja. Rodeóla pausamente, se detuvo en uno de
los ángulos, y de súbito, con un salto increíble en su pequeña talla, se plantó sobre la tapa.
Antonia no se atrevió a hacer el menor movimiento. Toda su vida se había concentrado en
sus ojos. La luna bañaba ahora enteramente la pieza. Y he aquí lo que sucedió: el sapo comenzó a
hincharse por grados, aumentó, aumentó de una manera prodigiosa, hasta triplicar su volumen.
Permaneció así durante un minuto, en que la pobre mujer sintió pasar por su corazón todos los
ahogos de la muerte. Después fue reduciéndose, reduciéndose hasta recobrar su primitiva forma,
saltó a tierra, se dirigió a la puerta y atravesando el patio acabó por perderse entre las hierbas.
Entonces se atrevió Antonia a levantarse, toda temblorosa. Con un violento ademán abrió de
par en par la caja. Lo que sintió fue de tal modo horrible, que a los pocos meses murió víctima del
espanto que le produjo.
Un frío mortal salía del mueble abierto, y el muchacho estaba helado y rígido bajo la triste
luz en que la luna amortajaba aquel despojo sepulcral, hecho piedra ya bajo un inexplicable baño
de escarcha.
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

EL HIJO – Horacio Quiroga

Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede
deparar la estación. La naturaleza, plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.
Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.
-Ten cuidado, chiquito -dice a su hijo, abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y
que su hijo comprende perfectamente.
-Si, papá -responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su
camisa, que cierra con cuidado.
-Vuelve a la hora de almorzar -observa aún el padre.
-Sí, papá -repite el chico.
Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte. Su padre
lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.
Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro,
puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino
trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de
sorpresa infantil. No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la
marcha de su hijo.
Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.
Para cazar en el monte -caza de pelo- se requiere más paciencia de la que su cachorro puede
rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado,
en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha
descubierto días anteriores. Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión
cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá -menos aún- y
regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su
hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.
Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de
aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe...
No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo,
educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y
manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la
escasez de sus propias fuerzas.
Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una
criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!
El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si
desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.
De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a
su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre
desde hace un tiempo de alucinaciones.
Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía
surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este
tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del
taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de
caza.
Horrible caso... Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece
haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo y seguro del porvenir.
En ese instante, no muy lejos, suena un estampido.
-La Saint-Étienne... -piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el
monte...
Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.
El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire -piedras, tierra,
árboles-, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el
ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida
tropical.

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El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte. Su hijo debía
estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro -el padre de sienes
plateadas y la criatura de trece años-, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: "Sí, papá",
hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir. Y no ha
vuelto.
El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan
fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras
se descansa inmóvil?
El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el
banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e
instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la
Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo
no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.
¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un
hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la
línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden
retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.
Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha
visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado,
una gran desgracia...
La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea
la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.
Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza
conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en
adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.
Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría, terrible y consumada: ha
muerto su hijo al cruzar un... ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan
sucio el monte! ¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la
escopeta en la mano...
El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado,
y a otro y a otro...
Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha
llamado a su hijo. Aunque su corazón clama por él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que
el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.
-¡Chiquito! -se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar,
tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.
Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el
padre buscando a su hijo que acaba de morir.
-¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! -clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.
Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la
frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque, ve centellos
de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su...
-¡Chiquito...! ¡Mi hijo!
Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la más atroz pesadilla tienen
también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente
desembocar de un pique lateral a su hijo.
A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin
machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.
-Chiquito... -murmura el hombre. Y, exhausto, se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando
con los brazos las piernas de su hijo.
La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia
despacio la cabeza:
-Pobre papá...
En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres...
Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.
-¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora...? -murmura aún el primero.
-Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí...
-¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

-Piapiá... -murmura también el chico.


Después de un largo silencio:
-Y las garzas, ¿las mataste? -pregunta el padre.
-No.
Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra
de espartillo, el hombre vuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos,
lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de
cuerpo y alma, sonríe de felicidad.
Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo.
A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y
con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto
desde las diez de la mañana.

35
ME VAN A TENER QUE DISCULPAR - Por Eduardo Sacheri

Me van a tener que disculpar. Yo sé que un hombre que pretende ser una persona de bien
debe comportarse según ciertas normas, aceptar ciertos preceptos, adecuar su modo de ser a
determinadas estipulaciones convenidas por todos. Seamos más explícitos. Si uno quiere ser un
tipo coherente debe medir su conducta, y la de sus semejantes, siempre con la misma e idéntica
vara. No puede hacer excepciones, pues de lo contrario bastardea su juicio ético, su conciencia
crítica, su criterio legítimo.
Uno no puede andar por la vida reprobando a sus rivales y disculpando a sus amigos por el
sólo hecho de serlo. Tampoco soy tan ingenuo como para suponer que uno es capaz de sustraerse
a sus afectos y a sus pasiones, que uno tiene la idoneidad como para sacrificarlos en el altar de
una imparcialidad impoluta. Digamos que uno va por ahí intentando no apartarse demasiado del
camino debido, tratando de que los amores y los odios no le trastoquen irremediablemente la
lógica.
Pero me van a tener que disculpar, señores. Hay un tipo con el que no puedo. Y ojo que lo
intento. Me digo: no puede haber excepciones, no debe haberlas. Y la disculpa que requiero de
ustedes es todavía mayor, porque el tipo del que hablo no es un benefactor de la humanidad, ni un
santo varón, ni un valiente guerrero que ha consolidado la integridad de mi patria. No, nada de eso.
El tipo tiene una actividad mucho menos importante, mucho menos trascendente, mucho más
profana. Les voy adelantando que el tipo es un deportista. Imagínense, señores. Llevo escritas
doscientas sesenta y tres palabras hablando del criterio ético y sus limitaciones, y todo por un
simple caballero que se gana la vida pateando una pelota. Ustedes podrán decirme que eso vuelve
mi actitud todavía más reprobable. Tal vez tengan razón. Tal vez por eso he iniciado estas líneas
disculpándome.
No obstante, y aunque tengo perfectamente claras esas cosas, no puedo cambiar mi actitud.
Sigo siendo incapaz de juzgarlo con la misma vara con la que juzgo al resto de los seres humanos.
Y ojo que no sólo no es un pobre muchacho saturado de virtudes. Tiene muchos defectos. Tiene tal
vez tantos defectos como quien escribe estas líneas, o como el que más. Para el caso es lo mismo.
Pese a todo, señores, sigo sintiéndome incapaz de juzgarlo. Mi juicio crítico se detiene ante él, y lo
dispensa.
No es un capricho, cuidado. No es un simple antojo. Es algo un poco más profundo, si me
permiten calificarlo de ese modo. Seré más explícito. Yo lo disculpo porque siento que le debo algo.
Le debo algo y sé que no tengo forma de pagárselo. O tal vez ésta sea la peculiar moneda que he
encontrado para pagarle. Digamos que mi deuda halla sosiego en este hábito de evitar siempre
cualquier eventual reproche.
Él no lo sabe, cuidado. Así que mi pago es absolutamente anónimo. Como anónima es la
deuda que con él conservo. Digamos que él no sabe que le debo, e ignora los ingentes esfuerzos
que yo hago una vez y otra por pagarle.
Por suerte o por desgracia, la oportunidad de ejercitar este hábito se me presenta a
menudo. Es que hablar de él, entre argentinos, es casi uno de nuestros deportes nacionales. Para
ensalzarlo hasta la estratosfera, o para condenarlo a la parrilla perpetua de los infiernos, los
argentinos gustamos, al parecer, de convocar su nombre y su memoria. Ahí es cuando yo trato de
ponerme serio y distante, pero no lo logro. El tamaño de mi deuda se me impone. Y cuando me
invitan a hablar prefiero esquivar el bulto, cambiar de tema, ceder mi turno en el ágora del café a la
tardecita. No se trata tampoco de que yo me ubique en el bando de sus perpetuos halagadores.
Nada de eso. Evito tanto los elogios superlativos y rimbombantes como los dardos envenenados y
traicioneros. Además, con el tiempo he visto a más de uno cambiar del bando de los inquisidores al
de los plañideros aplaudidores, y viceversa, sin que se les mueva un pelo. Y ambos bandos me
parecen absolutamente detestables, por cierto.

Por eso yo me quedo callado, o cambio de tema. Y cuando a veces alguno de los
muchachos no me lo permite, porque me acorrala con una pregunta directa, que cruza el aire
llevando específicamente mi nombre, tomo aire, hago como que pienso, y digo alguna sandez al
estilo de «y, no sé, habría que pensarlo»; o tal vez arriesgo un «vaya uno a saber, son tantas cosas
para tener en cuenta». Es que tengo demasiado pudor como para explayarme del modo en que
aquí lo hago. Y soy incapaz de condenar a mis amigos al tórrido suplicio de escuchar mis
argumentos y mis justificaciones.
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

Por empezar les tendría que decir que la culpa de todo la tiene el tiempo. Sí, como lo
escuchan, el tiempo. El tiempo que se empeña en transcurrir, cuando a veces debería permanecer
detenido. El tiempo que nos hace la guachada de romper los momentos perfectos, inmaculados,
inolvidables, completos. Porque si el tiempo se quedase ahí, inmortalizando a los seres y a las
cosas en su punto justo, nos libraría de los desencantos, de las corrupciones, de las ínfimas
traiciones tan propias de nosotros los mortales.
Y en realidad es por ese carácter tan defectuoso del tiempo que yo me comporto como lo
hago. Como un modo de subsanar, en mis modestos alcances, esas barbaridades injustas que el
tiempo nos hace. En cada ocasión en la cual mencionan su nombre, en cada oportunidad en la cual
me invitan al festín de adorarlo y denostarlo, yo me sustraigo a este presente absolutamente
profano, y con la memoria que el ser humano conserva para los hechos esenciales me remonto a
ese día, al día inolvidable en que me vi obligado a sellar este pacto que, hasta hoy, he mantenido
en secreto. Un pacto que puede conducirme (lo sé), a que alguien me acuse de patriotero. Y
aunque yo sea de aquellos a quienes desagrada la mezcla de la nación con el deporte, en este
caso acepto todos los riesgos y las potenciales sanciones.
Digamos que mi memoria es el salvoconducto para volver el tiempo al lugar cristalino del
cual no debió moverse, porque era el exacto sitio en que merecía detenerse para siempre, por lo
menos para el fútbol, para él y para mí. Porque la vida es así, a veces se combina para alumbrar
momentos como ése. Instantes después de los cuales nada vuelve a ser como era. Porque no
puede. Porque todo ha cambiado demasiado. Porque por la piel y por los ojos nos ha entrado algo
de lo cual nunca vamos a lograr desprendernos.
Esa mañana habrá sido como todas. El mediodía también. Y la tarde arranca, en apariencia,
como tantas otras. Una pelota y veintidós tipos. Y otros millones de tipos comiéndose los codos
delante de la tele, en los puntos más distantes del planeta. Pero ojo, que esa tarde es distinta. No
es un partido. Mejor dicho: no es sólo un partido. Hay algo más. Hay mucha rabia, y mucho dolor, y
mucha frustración acumuladas en todos esos tipos que miran la tele. Son emociones que no
nacieron por el fútbol. Nacieron en otro lado. En un sitio mucho más terrible, mucho más hostil,
mucho más irrevocable. Pero a nosotros, a los de acá, no nos cabe otra que contestar en una
cancha, porque no tenemos otro sitio, porque somos pocos, porque estamos solos, porque somos
pobres. Pero ahí está la cancha, el fútbol, y son ellos o nosotros. Y si somos nosotros el dolor no va
a desaparecer, ni la humillación ha de terminarse. Pero si son ellos. Ay, si son ellos. Si son ellos la
humillación va a ser todavía más grande, más dolorosa, más intolerable. Vamos a tener que
quedamos mirándonos las caras, diciéndonos en silencio «te das cuenta, ni siquiera aquí, ni
siquiera esto se nos dio a nosotros».
Así que están ahí los tipos. Los once nuestros y los once de ellos. Es fútbol, pero es mucho
más que fútbol. Porque cuatro años es muy poco tiempo como para que te amaine el dolor y se te
apacigüe la rabia. Por eso no es sólo fútbol.
Y con semejantes antecedentes de tarde borrascosa, con semejante prólogo de tragedia, va
este tipo y se cuelga para siempre del cielo de los nuestros. Porque se planta enfrente de los
contrarios y los humilla. Porque los roba. Porque delante de sus ojos los afana. Y aunque sea les
devuelve ese afano por el otro, por el más grande, por el infinitamente más enorme y ultrajante.
Porque aunque nada cambie allá están ellos, en sus casas y en sus calles, en sus pubs,
queriéndose comer las pantallas de pura rabia, de pura impotencia de que el tipo salga corriendo
mirando de reojito al árbitro que se compra el paquete y marca el medio.
Hasta ahí, eso solo ya es historia. Ya parece suficiente. Porque le robaste algo al que te
afanó primero. Y aunque lo que él te robó te duele más, vos te regodeas porque sabes que esto,
igual, le duele. Pero hay más. Aunque uno desde acá diga bueno, es suficiente, me doy por hecho,
hay más. Porque el tipo además de piola es un artista. Es mucho más que los otros.
Arranca desde el medio, desde su campo, para que no queden dudas de que lo que está por
hacer no lo ha hecho nadie. Y aunque va de azul, va con la bandera. La lleva en una mano, aunque
nadie la vea. Empieza a desparramarlos para siempre. Y los va liquidando uno por uno,
moviéndose al calor de una música que ellos, pobres giles, no entienden. No sienten la música,
pero sí sienten un vago escozor, algo que les dice que se les viene la noche. Y el tipo sigue
adelante.

37
Para que empiecen a no poder creerlo. Para que no se lo olviden nunca. Para que allá lejos
los tipos dejen la cerveza y cualquier otra cosa que tengan en la mano. Para que se queden con la
boca abierta y la expresión de tontos, pensando que no, que no va a suceder, que alguno lo va a
parar, que ese morochito vestido de azul y de argentino no va a entrar al área con la bola mansita a
su merced, que alguien va a hacer algo antes de que le amague al arquero y lo sortee por afuera,
de que algo va a pasar para poner en orden la historia y que las cosas sean como Dios y la reina
mandan, porque en el fútbol tiene que ser como en la vida, donde los que llevan las de ganar
ganan, y los que llevan las de perder pierden. Se miran entre ellos y le piden al de al lado que los
despierte de la pesadilla. Pero no hay caso, porque ni siquiera cuando el tipo les regala una
fracción de segundo más, cuando el tipo aminora el vértigo para quedar de nuevo bien parado de
zurdo, ni siquiera entonces van a evitar entrar en la historia como los humillados, los once ingleses
despatarrados e incrédulos, los millones de ingleses mirando la tele sin querer creer lo que saben
que es verdad para siempre, porque ahí va la bola a morirse en la red para toda la eternidad, y el
tipo va a abrazarse con todos y a levantar los ojos al cielo. Y no sé si él lo sabe, pero hace tan bien
en mirar al cielo.
Porque el afano estaba bien, pero era poco. Porque el afano de ellos era demasiado grande.
Así que faltaba humillarlos por las buenas. Inmortalizarlos para cada ocasión en que ese gol
volviese a verse una vez y otra vez y para siempre, en cada rincón del mundo. Ellos volviendo a
verse una y mil veces hasta el cansancio en las repeticiones incrédulas. Ellos pasmados, ellos
llegando tarde al cruce, ellos viéndolo todo desde el piso, ellos hundiéndose definitivamente en la
derrota, en la derrota pequeña y futbolera y absoluta y eterna e inolvidable.
Así que señores, lo lamento. Pero no me jodan con que lo mida con la misma vara con la
que se supone debo juzgar a los demás mortales. Porque yo le debo esos dos goles a Inglaterra. Y
el único modo que tengo de agradecérselo es dejarlo en paz con sus cosas. Porque ya que el
tiempo cometió la estupidez de seguir transcurriendo, ya que optó por acumular un montón de
presentes vulgares encima de ese presente perfecto, al menos yo debo tener la honestidad de
recordarlo para toda la vida. Yo conservo el deber de la memoria.
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

La casa de Asterión - Jorge Luis Borges

Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.


Apolodoro: Biblioteca, III,I

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales
acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi
casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)1 están abiertas día y noche
a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aqui
ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa
como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.)
Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que
yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una
cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por
el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano
abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la
grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se
encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó
bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo; aunque mi
modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros
hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas
y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he
retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo
aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las
galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta
de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta
ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la
respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando
he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a
visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la
encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la
canaleta oAhora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya veras cómo el sótano se bifurca. A
veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de
la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un
abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La
casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios
con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las
Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son
catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos
cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión.
Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo
sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La
ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde
cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son,
pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor.
Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre
el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve
a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un
toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de
sangre.
-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.
39
EL CASO DE LOS CRÍMENES SIN FIRMA - Adolfo Pérez Zelaschi.

En la vida lo principal es ser inteligente. Por eso, cuando perdí las dos últimas fichas y decidí
matar a mi socio Frobel, tuve que hacerlo de modo inteligente.
En la sociedad yo atiendo los asuntos administrativos y contables, en tanto que Frobel anda
de aquí para allá, ocupado de los clientes. Yo había empezado a hacer negocios por mi cuenta,
sacando dinero de las cuentas, los que repuse realizando negocios, también inteligentes...
Pero ahora Frobel sospechaba algo. En estos días lo vi revisar los libros con aire vacilante.
Sin duda no entendía nada porque yo complicaba a propósito la contabilidad y él no conoce de
estas cosas. Pero era evidente que los números no cerraban.
Hace poco yo había comprado un auto, lo había hecho arreglar y lo había vendido muy bien,
quedándome con la diferencia. Repuse el dinero y listo. Nadie se dio cuenta. Negocios como ese
había hecho muchos, por supuesto usando de mi inteligencia. Pero como dije ahora Frobel
sospechaba y más vale prevenir que curar.
Frobel no tenía más herederos que dos hermanas solteras. Eran buenas amigas mías y si él
moría yo podría convencerlas para que siguieran la sociedad. Entonces sí que habría buenas
ocasiones para un tipo inteligente
Frobel se fue a Montevideo el 20 de Junio sin haber podido verificar sus sospechas. Yo me
fui a Mar del Plata para ver si con suerte en el casino podía recuperar el dinero que había sacado.
Pero me fue mal, jugué con toda la inteligencia del mundo, pero tuve mala suerte. La ruleta me llevó
hasta la última ficha. No tuve pues la culpa de la muerte de Frobel. La culpa la tuvieron la ruleta y la
mala suerte.
Pero todo tiene remedio para un tipo inteligente. Matar a Frobel era fácil, pero yo sería
acusado enseguida, además los clientes de la firma no eran amigos míos sino de Frobel y el solo
conocimiento de que me enredaran en un sumario haría que huyeran de mí como una bandada de
patos del fusil del tirador. Pero, naturalmente, un tipo inteligente o posee recursos o los inventa.
Matar a un hombre, repito, no es difícil, cualquier imbécil lo hace. La cosa era no ser descubierto.
Lo que descubre a un asesino son las conexiones con la víctima. Así que pensé en una estrategia:
mataría a alguien cualquiera. Si luego de ese cualquiera, se liquida a otro cualquiera y por último a
Frobel, la policía creerá que Frobel es otro cualquiera, vinculado con los anteriores, y no el Frobel
vinculado conmigo. Y esto se impondrá con mayor fuerza si uno deja en cada caso un rastro
evidente, una marca de fábrica, digamos, lo suficientemente extravagante para que esas muertes
se entrelacen entre sí. Creando un vínculo artificioso entre las tres, el verdadero motivo quedaría
oculto y con ello oculto también el criminal.
Bien. No sé dónde leí que lo mejor para partir un cráneo como si mera un huevo es una
cachiporra flexible y barata, que se hace de una tela fuerte, se la cose como un tubo, y se la rellena
con arena. Yo la hice y le agregué municiones y una bola de acero en la punta. Resultó una varilla
bastante pesada pero cómoda para llevar dentro de las ropas.
Como vivo solo nadie podía sorprenderse de que esa noche no volviera a mi departamento.
Fui a un cine, luego a la salida fui a tomar un café y por último me tomé cualquier colectivo, creo
que era el 126. Se metió por un barrio solitario, lo recorrí un poco hasta que me bajé. Caminé por
unas calles solitarias hasta que vi a un hombre que salía de una casa. Iba con un paso vacilante,
como de los borrachos. Lo seguí silenciosamente, pues me había puesto zapatos de goma. El
hombre estaba abrigado porque hacía frío. Pude tomar todas las precauciones: verificar lo solitario
de la calle, sopesar la cachiporra. Pobre diablo. Cayó como si se hubiese dormido de pronto
mientras caminaba. Arrojé sobre él un ejemplar de L'Europeo,- revista de la que había comprado
tres ejemplares, y caminando tranquilo, me alejé del lugar.
Los diarios de la mañana siguiente no destinaron mucho espacio a ese crimen. Y la policía,
como lo había previsto, quedó a ciegas.
Ocho días después volví a meter la cachiporra bajo el abrigo, tomé un café en un bar
cualquiera y subí al primer colectivo que pasó. Recorrí barrios muy retirados del centro hasta que
por fin me bajé. En ese barrio solo andaba el cortante viento de la madrugada... y le hundí la
cabeza a un tipo gordo y calvo, que volvía a su casa resoplando de frío y sobre cuyo cadáver dejé
L'Europeo, mi marca de fábrica. ¡Entonces sí que hablaron los diarios! Los periodistas hicieron mil
hipótesis, desde una venganza corsa hasta la revelación de que existía en Buenos Aires una
organización anarquista, hasta la idea de que se trataba de una obra de inmigrantes ilegales. En fin,
hicieron todo tipo de conjeturas y fantasías. La policía no pudo establecer ningún vínculo entre un
muerto y otro. El primero había sido un pobre empleado jubilado sin más familia que un perro y el
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

segundo resultó ser un catalán propietario de una mercería, hombre acomodado, sin enemigos,
casado y sin hijos.
Entretanto yo concurría como siempre á mi oficina. Estaba preparado para esto y así, en
menos de una semana arreglé los libros de modo que, muerto Frobel, nadie pudiera sospechar
nada.
Frobel regresó contento de Montevideo, sospeché que había cerrado dos o tres buenos negocios
por su cuenta con su propio dinero. Pensé que como no me comentaba nada estaba pensando en
disolver la sociedad. Desgraciadamente para él. Y digo desgraciadamente porque dos noches
después de su llegada me aposté en la esquina de su casa y esperé a que saliera. Sabía que hacía
esto: a las diez y media terminaba metódicamente su cena, a las once y cuarto se encaminaba al
club donde jugaba hasta las tres de la mañana. Por suerte la noche era oscura y pude permanecer
bajo la ancha sombra de las acacias. Era además, un barrio tranquilo, de grandes casas burguesas
y casi ningún peatón.
Como uno es un tipo inteligente llevé conmigo una radio de bolsillo, para escuchar los
programas. Era una precaución más. Ya pensaba: "Vea, oficial, yo anoche me quedé en casa
oyendo radio..." El oficial sonreiría... "¡Aja, muy interesante...!" y de pronto, incisivamente:" ¿Y qué
es lo que oyó entre diez y las doce?"
"Espere Ud.... ¡Ah sí! Oí a los hermanos Ávalos a las diez y después, sí, unos temas de Piazzola...
y luego otros sobre los barrios porteños..."
Esto era imposible saberlo sin haberlo oído... y yo lo escuchaba con el mínimo volumen,
tratando de recordar cada cosa...
A las once se abrió la forjada puerta de hierro. Frobel se envolvió en la bufanda y empezó a
caminar por la Avenida Cabildo que brillaba adelante a tres o cuatro cuadras. Descorrí el cierre,
palpé la cachiporra y lo seguí. Él caminaba despacio, con pasos seguros y satisfechos.
Seguramente había comido muy bien y había disfrutado de sus vinos. Ni siquiera me oyó llegar: se
derrumbó lentamente, como si se acostara a dormir. Nada mejor que repetir una cosa para lograr la
perfección. Dejé L'Europeo al lado del cuerpo y me alejé a buen paso, doblando esquina tras
esquina hasta que llegué a Barrancas" de Belgrano diez minutos después y tomé un tren casi vacío.
Regresé a mi casa a medianoche sin tropezar con nadie. La cachiporra la arrojé al Riachuelo.
Realmente estaba satisfecho. Aquellos dos primeros muertos se encadenarían a éste. Y la policía,
confundida por los tres crímenes hechos de igual manera pero sin que las víctimas tuvieran nada
entre sí, giraría en el vacío.
Yo me hallaba en la misma situación de cualquiera de los parientes de Frobel o de sus
amigos y conocidos. La policía buscaría al hombre relacionado con los tres crímenes. Y ese
hombre, desde luego no era yo. Si aceptaban la hipótesis del asesino serial, del psicópata. ¿Por
qué irían a pensar en mí?
Todo salió como lo pensé. Interrogaron a la secretaria de la empresa, a las hermanas de
Frobel, a sus amigos, a mí, a nuestros clientes. Yo era uno más.
Aquel ejemplar de L'Europeo alucinaba a todos. Un redactor de "Noticias" tejió una hipótesis
entera en tomo a él, pues, por distintos caminos y por pura casualidad, esos tres hombres tenían en
algo que ver con Alemania: Frobel era alemán, de Baviera. La mujer del hermano del dueño del bar
de donde salió el borracho, primera víctima, era alemana, de Brandeburgo, y el principal fiador del
dueño de la mercería de Villa del Parque era también alemán, del Palatinado. En torno a eso y
mezclándolo bien con una dosis de espionaje, datos sobre los funerales de Hitler y otros detalles,
quedó un lindo cóctel.
Esa noche, la edición sexta del diario fue agotada ya en las paradas principales, no alcanzó
a llegar a los barrios. Al día siguiente todos los diarios hablaban del "Triple misterio alemán" Yo me
divertí bastante.
Naturalmente las cosas no podían quedar así. Si Frobel era el último muerto yo podría
quedar en evidencia por cualquier azar, más si pensaba ser gerente y socio a la vez de la firma. Si
nadie había aprovechado las dos muertes anteriores, yo usaría brillantemente la tercera. Era
peligroso si, y no podía quedar así.
Por eso, cuando las cosas se calmaron, fabriqué otra cachiporra y una noche de perros,
lluvia y viento del este, salí de casa para seguir el camino de siempre, un cine, un café, un
colectivo, otra calle solitaria, en pleno barrio de Floresta, esta vez.

41
Un hombre caminaba delante de mí, mojado y oportuno. Abrí de nuevo el cierre de la cachiporra... y
entonces me iluminaron dos linternas cuyos haces se cruzaron sobre mí. Los imbéciles de la policía
me habían seguido.

-Esto es lo que confesó Juan Bemal, amigo Pérez Zelaschi, porque no tenía más remedio. Así
terminó el caso del "Triple misterio alemán"
El inspector Leoni sonrió. Era como un buda, gordo, calmo y lustroso, pero catamarqueño.
-Tres asesinatos y otro en puerta... ¿le parecen pocos?
-No me refiero a eso, sino a la pesquisa.
Estábamos en la cocina de su casa, llena a esa hora lluviosa, por el aceitoso aroma de las
tortas fritas que hacía la patrona. Leoni llenó el mate. Solo cuando en la boca del mate apareció un
copete verde y fragante, me contestó.
- Los tipos inteligentes sólo hacen macanas: guerras, revoluciones, libros, crímenes, bombas
atómicas. No sirven para nada, pero se creen superiores. Bemal era uno de ellos. Menos mal que la
humanidad está compuesta por tontos o pobres diablos como usted y como yo... Bien... Confieso
que los de la Federal estaban despistados. Casi tanto como los periodistas. Investigaron por todos
lados tratando de relacionar al empleado con el catalán, pero no salieron ni para atrás ni para
adelante. Entonces al comisario de la 23 se le ocurrió que se tratara caso por caso, es decir como
si entre ellos no hubiera lazo alguno, Al jefe le pareció bien y así se hizo, al principio sin resultado.
Bemal nos desorientó pero se olvidó de que hay muchachos en la Federal que tienen 35 años de
oficio. Cuando se produjo el tercer asesinato volvimos a estudiarlo con los dos métodos, es decir:
tratando de vincularlo con los anteriores y también como si fuera un caso aislado.
Y así supimos unas cuantas cosas: que Bemal tenía sus asuntitos, que había jugado fuerte
a la ruleta, que esa plata era plata sospechosa. Un sábado y un domingo enteros dos ex
inspectores de la DGI revisaron los libros de contabilidad y hallaron cosas que habían sido
fraguadas. Nada ilegal pero sí oscuro. Hasta ese momento no sospechábamos de Bemal más que
de cualquiera pero descubrimos unas compritas en una ferretería: municiones, una bola de plomo.
Esa noche y otras que él no advirtió lo seguimos. Estuvimos en el cine, en el bar, en el
colectivo, recorrimos calles solitarias. Salí delante de él desde una casa y hubiera sido su cuarto
muerto. Pero vio usted como lo iluminaron. Estaba cercado. Bemal se perdió por querer terminar su
obra demasiado bien, con demasiada inteligencia. Seguramente un cuarto crimen hubiera desviado
nuestra tarea. ¡Lástima que levantaron el penal de Ushuaia! Está en Santa Rosa, con cadena
perpetua. Ahora decora lapiceras con sedas de colores. Ya ve para qué le sirvió su inteligencia.
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

Yzur - Leopoldo Lugones

Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.


La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas
líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje
articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. “No hablan, decían, para que no los
hagan trabajar”.
Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en
este postulado antropológico:
Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la
atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta
suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el
humano primitivo descendió a ser animal.
Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las
anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración
posible: volver el mono al lenguaje.
Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de
peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo querido, llego a darle la
celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de negocios mal se avenía con tales
payasadas.
Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía concerniente
al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, que no hay
ninguna razón científica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.
Yzur (nombre cuyo origen nunca pude descubrir, pues lo ignoraba igualmente su anterior
patrón), Yzur era ciertamente un animal notable. La educación del circo, bien que reducida casi
enteramente al mimetismo, había desarrollado mucho sus facultades; y esto era lo que me incitaba
más a ensayar sobre él mi en apariencia disparatada teoría.
Por otra parte, sábese que el chimpancé (Yzur lo era) es entre los monos el mejor provisto
de cerebro y uno de los más dóciles, lo cual aumentaba mis probabilidades. Cada vez que lo veía
avanzar en dos pies, con las manos a la espalda para conservar el equilibrio, y su aspecto de
marinero borracho, la convicción de su humanidad detenida se vigorizaba en mí.
No hay a la verdad razón alguna para que el mono no articule absolutamente. Su lenguaje
natural, es decir, el conjunto de gritos con que se comunica a sus semejantes, es asaz variado; su
laringe, por más distinta que resulte de la humana, nunca lo es tanto como la del loro, que habla sin
embargo; y en cuanto a su cerebro, fuera de que la comparación con el de este último animal
desvanece toda duda, basta recordar que el del idiota es también rudimentario, a pesar de lo cual
hay cretinos que pronuncian algunas palabras. Por lo que hace a la circunvolución de Broca,
depende, es claro, del desarrollo total del cerebro; fuera de que no está probado que ella
sea fatalmente el sitio de localización del lenguaje. Si es el caso de localización mejor establecido
en anatomía, los hechos contradictorios son desde luego incontestables.
Felizmente los monos tienen, entre sus muchas malas condiciones, el gusto por aprender, como lo
demuestra su tendencia imitativa; la memoria feliz, la reflexión que llega hasta una profunda
facultad de disimulo, y la atención comparativamente más desarrollada que en el niño. Es, pues, un
sujeto pedagógico de los más favorables.
El mío era joven además, y es sabido que la juventud constituye la época más intelectual del mono,
parecido en esto al negro. La dificultad estribaba solamente en el método que se emplearía para
comunicarle la palabra. Conocía todas las infructuosas tentativas de mis antecesores; y está de
más decir, que ante la competencia de algunos de ellos y la nulidad de todos sus esfuerzos, mis
propósitos fallaron más de una vez, cuando el tanto pensar sobre aquel tema fue llevándome a esta
conclusión:
Lo primero consiste en desarrollar el aparato de fonación del mono.
Así es, en efecto, como se procede con los sordomudos antes de llevarlos a la articulación;
y no bien hube reflexionado sobre esto, cuando las analogías entre el sordomudo y el mono se
agolparon en mi espíritu.

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Primero de todo, su extraordinaria movilidad mímica que compensa al lenguaje articulado,
demostrando que no por dejar de hablar se deja de pensar, así haya disminución de esta facultad
por la paralización de aquella. Después otros caracteres más peculiares por ser más específicos: la
diligencia en el trabajo, la fidelidad, el coraje, aumentados hasta la certidumbre por estas dos
condiciones cuya comunidad es verdaderamente reveladora; la facilidad para los ejercicios de
equilibrio y la resistencia al marco.
Decidí, entonces, empezar mi obra con una verdadera gimnasia de los labios y de la lengua
de mi mono, tratándolo en esto como a un sordomudo. En lo restante, me favorecería el oído para
establecer comunicaciones directas de palabra, sin necesidad de apelar al tacto. El lector verá que
en esta parte prejuzgaba con demasiado optimismo.
Felizmente, el chimpancé es de todos los grandes monos el que tiene labios más movibles;
y en el caso particular, habiendo padecido Yzur de anginas, sabía abrir la boca para que se la
examinaran.
La primera inspección confirmó en parte mis sospechas. La lengua permanecía en el fondo de su
boca, como una masa inerte, sin otros movimientos que los de la deglución. La gimnasia produjo
luego su efecto, pues a los dos meses ya sabía sacar la lengua para burlar. Ésta fue la primera
relación que conoció entre el movimiento de su lengua y una idea; una relación perfectamente
acorde con su naturaleza, por otra parte.
Los labios dieron más trabajo, pues hasta hubo que estirárselos con pinzas; pero apreciaba
-quizá por mi expresión- la importancia de aquella tarea anómala y la acometía con viveza. Mientras
yo practicaba los movimientos labiales que debía imitar, permanecía sentado, rascándose la grupa
con su brazo vuelto hacia atrás y guiñando en una concentración dubitativa, o alisándose las
patillas con todo el aire de un hombre que armoniza sus ideas por medio de ademanes rítmicos. Al
fin aprendió a mover los labios.
Pero el ejercicio del lenguaje es un arte difícil, como lo prueban los largos balbuceos del
niño, que lo llevan, paralelamente con su desarrollo intelectual, a la adquisición del hábito. Está
demostrado, en efecto, que el centro propio de las inervaciones vocales, se halla asociado con el
de la palabra en forma tal, que el desarrollo normal de ambos depende de su ejercicio armónico; y
esto ya lo había presentido en 1785 Heinicke, el inventor del método oral para la enseñanza de los
sordomudos, como una consecuencia filosófica. Hablaba de una “concatenación dinámica de las
ideas”, frase cuya profunda claridad honraría a más de un psicólogo contemporáneo.
Yzur se encontraba, respecto al lenguaje, en la misma situación del niño que antes de
hablar entiende ya muchas palabras; pero era mucho más apto para asociar los juicios que debía
poseer sobre las cosas, por su mayor experiencia de la vida.
Estos juicios, que no debían ser sólo de impresión, sino también inquisitivos y disquisitivos,
a juzgar por el carácter diferencial que asumían, lo cual supone un raciocinio abstracto, le daban un
grado superior de inteligencia muy favorable por cierto a mi propósito.
Si mis teorías parecen demasiado audaces, basta con reflexionar que el silogismo, o sea el
argumento lógico fundamental, no es extraño a la mente de muchos animales. Como que el
silogismo es originariamente una comparación entre dos sensaciones. Si no, ¿por qué los animales
que conocen al hombre huyen de él, y no los que nunca le conocieron?…
Comencé, entonces, la educación fonética de Yzur.
Tratábase de enseñarle primero la palabra mecánica, para llevarlo progresivamente a la
palabra sensata.
Poseyendo el mono la voz, es decir, llevando esto de ventaja al sordomudo, con más ciertas
articulaciones rudimentarias, tratábase de enseñarle las modificaciones de aquella, que constituyen
los fonemas y su articulación, llamada por los maestros estática o dinámica, según que se refiera a
las vocales o a las consonantes.
Dada la glotonería del mono, y siguiendo en esto un método empleado por Heinicke con los
sordomudos, decidí asociar cada vocal con una golosina: a con papa; e con leche; i con vino; o con
coco; u con azúcar, haciendo de modo que la vocal estuviese contenida en el nombre de la
golosina, ora con dominio único y repetido como en papa, coco, leche, ora reuniendo los dos
acentos, tónico y prosódico, es decir, como fundamental: vino, azúcar.
Todo anduvo bien, mientras se trató de las vocales, o sea los sonidos que se forman con la
boca abierta. Yzur los aprendió en quince días. Sólo que a veces, el aire contenido en sus
abazones les daba una rotundidad de trueno. La u fue lo que más le costó pronunciar.
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

Las consonantes me dieron un trabajo endemoniado, y a poco hube de comprender que


nunca llegaría a pronunciar aquellas en cuya formación entran los dientes y las encías. Sus largos
colmillos y sus abazones, lo estorbaban enteramente.
El vocabulario quedaba reducido, entonces a las cinco vocales, la b, la k, la m, la g, la f y
la c, es decir todas aquellas consonantes en cuya formación no intervienen sino el paladar y la
lengua.
Aun para esto no me bastó el oído. Hube de recurrir al tacto como un sordomudo, apoyando
su mano en mi pecho y luego en el suyo para que sintiera las vibraciones del sonido.
Y pasaron tres años, sin conseguir que formara palabra alguna. Tendía a dar a las cosas,
como nombre propio, el de la letra cuyo sonido predominaba en ellas. Esto era todo.
En el circo había aprendido a ladrar como los perros, sus compañeros de tarea; y cuando
me veía desesperar ante las vanas tentativas para arrancarle la palabra, ladraba fuertemente como
dándome todo lo que sabía. Pronunciaba aisladamente las vocales y consonantes, pero no podía
asociarlas. Cuando más, acertaba con una repetición de pes y emes.
Por despacio que fuera, se había operado un gran cambio en su carácter. Tenía menos
movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y adoptaba posturas meditativas. Había
adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar las estrellas. Su sensibilidad se desarrollaba
igualmente; íbasele notando una gran facilidad de lágrimas. Las lecciones continuaban con
inquebrantable tesón, aunque sin mayor éxito. Aquello había llegado a convertirse en una obsesión
dolorosa, y poco a poco sentíame inclinado a emplear la fuerza. Mi carácter iba agriándose con el
fracaso, hasta asumir una sorda animosidad contra Yzur. Éste se intelectualizaba más, en el fondo
de su mutismo rebelde, y empezaba a convencerme de que nunca lo sacaría de allí, cuando supe
de golpe que no hablaba porque no quería. El cocinero, horrorizado, vino a decirme una noche que
había sorprendido al mono “hablando verdaderas palabras”. Estaba, según su narración,
acurrucado junto a una higuera de la huerta; pero el terror le impedía recordar lo esencial de esto,
es decir, las palabras. Sólo creía retener dos: cama y pipa. Casi le doy de puntapiés por su
imbecilidad.
No necesito decir que pasé la noche poseído de una gran emoción; y lo que en tres años no
había cometido, el error que todo lo echó a perder, provino del enervamiento de aquel desvelo,
tanto como de mi excesiva curiosidad.
En vez de dejar que el mono llegara naturalmente a la manifestación del lenguaje, llaméle al
día siguiente y procuré imponérsela por obediencia.
No conseguí sino las pes y las emes con que me tenía harto, las guiñadas hipócritas y -Dios
me perdone- una cierta vislumbre de ironía en la azogada ubicuidad de sus muecas.
Me encolericé, y sin consideración alguna, le di de azotes. Lo único que logré fue su llanto y
un silencio absoluto que excluía hasta los gemidos.
A los tres días cayó enfermo, en una especie de sombría demencia complicada con
síntomas de meningitis. Sanguijuelas, afusiones frías, purgantes, revulsivos cutáneos, alcoholaturo
de brionia, bromuro -toda la terapéutica del espantoso mal le fue aplicada. Luché con desesperado
brío, a impulsos de un remordimiento y de un temor. Aquél por creer a la bestia una víctima de mi
crueldad; éste por la suerte del secreto que quizá se llevaba a la tumba.
Mejoró al cabo de mucho tiempo, quedando, no obstante, tan débil, que no podía moverse
de su cama. La proximidad de la muerte habíalo ennoblecido y humanizado. Sus ojos llenos de
gratitud, no se separaban de mí, siguiéndome por toda la habitación como dos bolas giratorias,
aunque estuviese detrás de él; su mano buscaba las mías en una intimidad de convalecencia. En
mi gran soledad, iba adquiriendo rápidamente la importancia de una persona.
El demonio del análisis, que no es sino una forma del espíritu de perversidad, impulsábame, sin
embargo, a renovar mis experiencias. En realidad el mono había hablado. Aquello no podía quedar
así.
Comencé muy despacio, pidiéndole las letras que sabía pronunciar. ¡Nada! Dejelo solo
durante horas, espiándolo por un agujerillo del tabique. ¡Nada! Hablele con oraciones breves,
procurando tocar su fidelidad o su glotonería. ¡Nada! Cuando aquéllas eran patéticas, los ojos se le
hinchaban de llanto. Cuando le decía una frase habitual, como el “yo soy tu amo” con que
empezaba todas mis lecciones, o el “tú eres mi mono” con que completaba mi anterior afirmación,

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para llevar a un espíritu la certidumbre de una verdad total, él asentía cerrando los párpados; pero
no producía sonido, ni siquiera llegaba a mover los labios.
Había vuelto a la gesticulación como único medio de comunicarse conmigo; y este detalle,
unido a sus analogías con los sordomudos, hacía redoblar mis preocupaciones, pues nadie ignora
la gran predisposición de estos últimos a las enfermedades mentales. Por momentos deseaba que
se volviera loco, a ver si el delirio rompía al fin su silencio. Su convalecencia seguía estacionaria. La
misma flacura, la misma tristeza. Era evidente que estaba enfermo de inteligencia y de dolor. Su
unidad orgánica habíase roto al impulso de una cerebración anormal, y día más, día menos, aquél
era caso perdido. Más, a pesar de la mansedumbre que el progreso de la enfermedad aumentaba
en él, su silencio, aquel desesperante silencio provocado por mi exasperación, no cedía. Desde un
oscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su milenario mutismo al animal,
fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces mismas de su ser. Los antiguos hombres de la
selva, que forzó al silencio, es decir, al suicidio intelectual, quién sabe qué bárbara injusticia,
mantenían su secreto formado por misterios de bosque y abismos de prehistoria, en aquella
decisión ya inconsciente, pero formidable con la inmensidad de su tiempo. Infortunios del
antropoide retrasado en la evolución cuya delantera tomaba el humano con un despotismo de
sombría barbarie, habían, sin duda, destronado a las grandes familias cuadrumanas del dominio
arbóreo de sus primitivos edenes, raleando sus filas, cautivando sus hembras para organizar la
esclavitud desde el propio vientre materno, hasta infundir a su impotencia de vencidas el acto de
dignidad mortal que las llevaba a romper con el enemigo el vínculo superior también, pero infausto,
de la palabra, refugiándose como salvación suprema en la noche de la animalidad.
Y qué horrores, qué estupendas sevicias no habrían cometido los vencedores con la
semibestia en trance de evolución, para que ésta, después de haber gustado el encanto intelectual
que es el fruto paradisíaco de las biblias, se resignara a aquella claudicación de su extirpe en la
degradante igualdad de los inferiores; a aquel retroceso que cristalizaba por siempre su inteligencia
en los gestos de un automatismo de acróbata; a aquella gran cobardía de la vida que encorvaría
eternamente, como en distintivo bestial, sus espaldas de dominado, imprimiéndole ese melancólico
azoramiento que permanece en el fondo de su caricatura.
He aquí lo que, al borde mismo del éxito, había despertado mi malhumor en el fondo del
limbo atávico. A través del millón de años, la palabra, con su conjuro, removía la antigua alma
simiana; pero contra esa tentación que iba a violar las tinieblas de la animalidad protectora, la
memoria ancestral, difundida en la especie bajo un instintivo horror, oponía también edad sobre
edad como una muralla.
Yzur entró en agonía sin perder el conocimiento. Una dulce agonía a ojos cerrados, con
respiración débil, pulso vago, quietud absoluta, que sólo interrumpía para volver de cuando en
cuando hacia mí, con una desgarradora expresión de eternidad, su cara de viejo mulato triste. Y la
última noche, la tarde de su muerte, fue cuando ocurrió la cosa extraordinaria que me ha decidido a
emprender esta narración.
Habíame dormitado a su cabecera, vencido por el calor y la quietud del crepúsculo que empezaba,
cuando sentí de pronto que me asían por la muñeca.
Desperté sobresaltado. El mono, con los ojos muy abiertos, se moría definitivamente aquella
vez, y su expresión era tan humana, que me infundió horror; pero su mano, sus ojos, me atraían
con tanta elocuencia hacia él, que hube de inclinarme de inmediato a su rostro; y entonces, con su
último suspiro, el último suspiro que coronaba y desvanecía a la vez mi esperanza, brotaron -estoy
seguro-, brotaron en un murmullo (¿cómo explicar el tono de una voz que ha permanecido sin
hablar diez mil siglos?) estas palabras cuya humanidad reconciliaba las especies:
-AMO, AGUA, AMO, MI AMO…
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

Emma Zunz – Jorge Luis Borges

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y


Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su
padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra
desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier
había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el
hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de
Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las
rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día
siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo
único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su
cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos
ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier,
que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de
Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron,
recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los
anónimos con el suelto sobre "el desfalco del cajero", recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su
padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón
Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba
el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la
profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal
no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya
estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros.
Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A
las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se
inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas
vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué
cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma
hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi
patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó
y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de
estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas
alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö,
zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar,
sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer.
Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa
mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del
paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que
había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin
duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la
cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la
carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un
atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava
tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo
recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por
Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de
Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos,
pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró
en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del

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Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más
bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una
puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo
(en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un
pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque
en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen
consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y
atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí
que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no
pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo
pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no
hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el
goce y él para la justicia.
Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el
dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta.
Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de
soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la
tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no
quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran;
en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más
delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles,
que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos,
viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes.
Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los
pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía
en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el
patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver.
Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le
trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía
menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto
secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento,
enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe
confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio
hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los
de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de
morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior,
ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la
miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar
de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser
castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las
cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de
castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra.
Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal,
invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a
entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una
copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor,
Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable
cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió,
la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas
palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió
a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa.
Emma inició la acusación que había preparado ("He vengado a mi padre y no me podrán
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

castigar..."), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si
alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván,
desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego
tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido
una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó
de mí, lo maté...
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era
cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero
también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos
nombres propios.

CAMINO A LA PEÑA BLANCA

Don Pedro, tiene muchas historias, a él le pasó lo del asalto, el único que sucedió en el
pueblo. También escuchó los pasos la noche esa en que desapareció el Hilario. Que era carnaval
de Flores, decía; que esa noche había luna nueva, entonces poco se podía ver más bien eran los
ruidos los que se cuchaban. Los perros ladraban con insistencia, serían casi las dos de la mañana
cuando sucedió lo del Hilario. Don Pedro no sabía que se trataba del pobre infeliz, de saberlo
habría salido con el Chito que ese sí que se enfrenta a cualquier cosa. La otra vez se sentía que un
espíritu lloraba toda la noche, el Chito no estaba, pero cuando llegó, cruzó el pasillo y se fue
derechito al patio ahí nomás a puro ladrido sacó al alma en pena, los ojos se le salían de las
órbitas, no le dejó en paz hasta que se fue el alma del finadito.
Pero esa vuelta, cuando sucedió lo del pobre Hilario se sintió que dos hombres pasaban por
la vereda, para colmo, la casa de don Pedro queda camino a La Banda. Los tipos estaban medio
machaditos, hablaban con voces pastosas y medio entrecortadas, algo les entendió en sus
balbuceos vamos para arriba, decía uno con insistencia, el otro dele que forcejear, se tambaleaba
como clavado en su sitio. Total que entre dimes y diretes se fueron por el camino que lleva a la
Peña Blanca.
Al otro día todas las historias se iban articulando, y encajaban las piezas de cómo
sucedieron en realidad los hechos.
El compadre Zoilo también sintió que dos borrachines discutían, al parecer empezaron a
forcejear, luego se golpearon. Y se habrán dado unas cuantas piñas, después se fueron, lo que no
sabe decir el compadre es si cada uno se fue por su lado o los dos tomaron la misma dirección.
Pero por los rastros se deduce que avanzaron un buen trecho.
Con las primeras luces, encontraron al Hilario con la mirada perdida, la borrachera se le
había pasado pero estaba totalmente enajenado. Nunca pudo contar su historia. Los lugareños la
reconstruyeron a partir de las huellas que había en la arena.
Que al Hilario lo vieron en el baile, todos acordaban; que salió con un tipo desconocido,
algunos lo recuerdan. El tipo supuestamente le insistía en que fueran para el lado de la Peña
Blanca, a pesar de que el pobre infeliz vivía en Santa Rosa, luego habría sido la discusión y la
pelea. ¿Y después?
¿Por qué entonces se veía un solo rastro de humano en la arena? ¿Con quién peleó el
Hilario?
La otra huella que claramente se distinguía era de unas pezuñas.

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Elena Alarcón en “Y al caer la tarde”, Edición de autor, 2012

EL ENCADENADO
Aquella zafra de 1947 en La Mendieta fue la mejor de la década. Los obreros habían
trabajado como nunca pensando en que algo de la riqueza que claramente desbordaba les llegaría.
Llegó el día de la paga, pero el capataz les acercó una verdadera miseria. Pronto
comenzaron los reclamos. Enzo Fidel Cabana, quien aún quizá figure en los archivos del Ingenio
Río Grande, juró no darse por vencido y puso el reclamo en el cielo.
Una tarde al fin, después de dos semanas de entorpecer la zafra, desde el Ingenio lo citaron
con la promesa de solucionar sus reclamos. Cabana fue con dos obreros más, pero ni bien la
puerta se cerró, tras la sonrisa del patrón, aparecieron seis soldados quienes los ataron y los
llevaron al monte. Allí bajo la mirada del dueño y los capataces, los compañeros de Cabana fueron
fusilados. Al líder de la revuelta lo encadenaron a una morera, lo golpearon y lo dejaron morir lenta
y dolorosamente.
Desde esa noche se escuchan las cadenas de Cabana que baja de la loma del arroyo Los
Matos buscando a sus asesinos...

LA SALAMANCA
El Turco llegó a la Mina Pirquitas, con una mano adelante y otra atrás, por acomodo. Desde
Jujuy fue designado encargado de la mina. Apenas bajó de la camioneta que lo traía, se encontró
con el paisaje agreste de la puna jujeña en su esplendor: una inmensa soledad que sólo los
lugareños saben disfrutar y querer.
Todos pensaban que era ingeniero, pero él jamás había obtenido dicho título. Su trabajo se
limitó a mirar lo que los obreros bien sabían hacer y ante cualquier pregunta de éstos asentía con la
cabeza para luego huir a toda prisa. El frío, el dolor de cabeza, y el tedio lo asechaban segundo a
segundo pero su ambición le impedía renunciar al puesto que había obtenido.
Una noche extrañamente cálida, no pudiendo hallar el sueño, salió del campamento, creyó
ver luz en la boca del socavón y hasta allí fue. Sorprendido, se encontró con una fiesta, en ella
estaban los capataces, algunos de sus obreros y varias mujerzuelas, Feliz se unió a la fiesta y a la
bebida, no le parecía raro que aquellos trabajadores bien pagados gastaran su dinero de esta
manera. Al fin fue feliz en aquellas alturas lejos de la civilización.
Al día siguiente, Yunes Raúl Namur, el Turco, fue hallado con una sonrisa inmensa, sentado
en la boca de entrada a la mina, helado frío y feliz, para toda la eternidad.

Gerardo Ramos en “EN POCAS PALABRAS – Microficciones del noroeste”, ed. Consejo
Norte Cultura, Salta, 2014
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

EL VIAJANTE

Yo por Ruta 9 conduciendo mi auto nuevo, yendo a Salta desde Jujuy, apreciando las
bondades del silencioso motor, la complicidad de la butaca acomodándose a mi cuerpo,
abrazándome. 110 km/h. Verde a un costado y al otro verde también. Árboles, chicos, gigantes,
matorrales. El sol no incomoda, bruscamente enredado en el tornasolado de los cristales de mi auto
nuevo. "Confort, velocidad y buen precio" o algo así era el slogan del modelo y cuánta razón tenía.
Las líneas blancas pasan amontonándose kilómetros atrás, tal vez en un balde. Pero ahora que el
volante responde a un delicado movimiento hacia la derecha, una amarilla línea continua divide la
ruta en dos mitades exactamente iguales y otra vez una larga recta y ya se ven aproximarse las
blancas en asombrosa discontinuidad hasta que acelero un poco más y se asemejan a una sola
indivisible como la amarilla. Este auto es una barbaridad, esta ruta, impecable, sin baches. Un
cartel verde con letras blancas se aproxima e indica que a pocos kilómetros se llega a una ciudad
que no alcanzo a leer cuál. Y es verdad, ahora veo venir por el otro carril una breve fila compuesta
por dos camiones y un auto y la distancia con la que nos cruzamos es apenas de un metro,
sacudida de mi auto nuevo, recupero de estabilidad en la firmeza de las cuatro ruedas, dura poco
ya que un camión cargado de ladrillos ha aparecido en mi carril obligándome a desacelerar y
esperar absorbido detrás hasta que pasen los autos que vienen en el sentido opuesto. Este
desacelerar me permitir observar un grupo reducido de vacas pastando, a lo lejos un tractor tirando
un arado, del otro lado cosecha de soja y tranquera o caminos de tierra perpendiculares a la ruta y
el camión que deja una estela de humo que cubre el camino. Me animo a sobrepasarlo, y ahora de
nuevo el placer, sí señor, otra vez pisando el acelerador a fondo y el motor ruge como un león con
un pañuelo en la boca. Un hombre camina por la banquina con una pala al hombro y también hay
ciclistas y cada vez más coches de un lado y del otro y freno y acelero, paso y no paso, y ya se ve
la ciudad apareciendo adelante como un escollo inevitable por el cual debo pasar para continuar
viaje.
La ciudad empieza como cualquier otra ciudad con casitas aisladas, separadas entre sí por
cien metros, también grandes negocios que venden tractores, estaciones de servicio, una des-
pensa, más casas de construcción modesta, algunas de dos plantas, otras con un viejo mateando
en el frente sentado en un banquito.
Un semáforo. Rojo, qué desgracia, brusca frenada. Alcanzo a divisar el fin de la ciudad que
tal vez sólo sea un pueblo porque para cruzarlo apenas si basta transitar cuatro o cinco cuadras
pero el semáforo en rojo parece perpetuarse en tan colorada insistencia dándole paso a camionetas
antiquísimas típicas de pueblo cargando unas sifones de soda, otras garrafas de gas. Algún autito
con una señora mamá ama de casa saliendo de compras. Hasta un caballo cruzando la ruta para
seguir por los caminos de tierra de lo que definitivamente es un pueblito. Semáforo de mierda, en
rojo, permitiendo el pulular de vendedores de diario, de hojas de coca, de este flaco desalineado
que sin preguntarme nada está pasando un trapo roñoso por el parabrisas de mi auto nuevo con
una velocidad opuesta a la de cualquier empleado administrativo, ni tiempo a reflexionar demasiado
que ya lo tengo pegado a la ventanilla mangueando unas monedas y le doy y eso me cuesta que
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ahora tres chiquillos mugrientos me quieran vender a toda costa inútiles despertadores con la cara
de Rodrigo y del otro lado un hombre que me golpea el vidrio y me muestra un juego de tenedores-
desodorantes-perchas de madera-encendedores, tres por un peso, linterna-mágica-que-no-usa-
pilas, la puta que lo parió y el rojo del semáforo eternizado en su gobierno rigiendo todo este caos.
Sospecho que los vendedores ambulantes han metido mano porque es imposible que dure tanto
tiempo, si no ahora no tendría a una niña parada al frente de mí auto nuevo con un paquete de
diarios a la altura exacta de mis ojos anunciándome que la policía, que el receso por vacaciones,
que el senador, que Francia, que Gaudio a la final y que cuesta un peso con diez y trae el
suplemento de arquitectura. Apenas he leído los titulares, pero fue el suficiente tiempo para que
mirando ahora por el espejo retrovisor vea la tapa del baúl abierta y recuerdo el bolso con ropa,
mierda. Trato de bajar pero hay un hombre agachado con una ganzúa maniobrando en la cerradura
de la puerta de mi auto nuevo que me dice que espere un segundo que ya la va a abrir, que tenga
paciencia, entonces pongo primera y acelero y el vagabundo que está saltando sobre el capot se
ríe como un loco y me señala a un grupo de niños que se pierde por una calle haciendo rodar las
cuatro ruedas de mi auto nuevo. Es increíble pero el semáforo sigue en rojo y ya alrededor del auto
hay por lo menos veinte personas que me ofrecen productos importados de todo tipo, diarios
nacionales y locales, coca y bica, gaseosas, chocolates y galletitas, y otros golpean con la mano el
techo y canturrean y ya son por lo menos diez los que están saltando sobre el capot, niños que
arrancan los espejos retrovisores, el limpiaparabrisas, la tapa del baúl, otro a cadenazo limpio
castiga sobre la chapa, una señora con bebé en brazos me insulta amenazándome con el índice en
alto y el hocico de un perro ladra empañando el vidrio de la puerta que el tipo agachado se esmera
en abrir con alambres y destornillador.
Gracias a Dios veo aparecer un patrullero de policía y comienzo a tocar la bocina para que
me rescate y un grupo de uniformados se abre paso a empujones y cachiporra hasta llegar al
coche. Les señalo desesperado a toda la gente que está atacándome pero miran indiferentes,
corno si no pasara nada. Uno de ellos saca un papel y lo apoya en el vidrio, alcanzo a leer que es
una orden judicial de arresto por interrumpir el tránsito de una ruta nacional, ocasionar disturbios y
desobediencia civil Comprendo que la policía es parte de esta locura generalizada y esto ya se ha
pasado de insoportable. Saco coraje de no sé dónde, abro la puerta y bajo: todos detienen su
accionar violento y me miran expectantes. Saco la billetera y compro tres diario, cien gramos de
coca y un paquete de bica, un reloj trucho, pilas, medias de nylon, una escoba, una caja con
encendedores, dos empanadas fritas, tamales y absolutamente todo lo que me ofrecen. A medida
que voy satisfaciendo la compra de cada porquería, uno a uno los vendedores se alejan guardando
felices el dinero en el bolsillo y veo a los niños volver con las ruedas y un señor que dice ser
gomero ofrece sus servicios por un módico precio y un chapista promete que no va a quedar ni un
rayón en el auto y el dueño de la casa de repuestos se aparece con un kitt de limpiaparabrisas y
espejos retrovisores y yo pago, le pago a todos por lo que venden y por los servicios que ofrecen y
por supuesto esto va a llevar una hora por lo menos me dice el dueño del restauran! que aprovecha
para encajarme la carta con el menú del día tan predecible de albóndigas con puré y, por supuesto,
también acepto.
Concluido el almuerzo aparece el comisionado municipal rodeado por un tropel de
empleados también municipales con una placa en la mano y luego de entonar el himno nacional,
entre apretones de manos anuncia que se me hace entrega oficial de las llaves de la ciudad, otra
placa en la que consta que también soy ciudadano ilustre y un señor que dice pertenecer al partido
de la oposición me murmura al oído que todo está arreglado para que mi candidatura a concejal en
las elecciones de fin de año sea un éxito. Si, gracias, bueno, muy amable, tome diez pesos, sí
señor, a todo cedo y accedo sin resistencia y una vieja acaba de contarme todos sus pecados y la
absolví y dos abogados me piden celeridad para expedirme sobre el caso M. Robles c/ Chiflete S.A.
y les digo que respeten los tiempos procesales. Una niña me tira del pliegue del pantalón
avisándome que el auto ya está listo, le doy unas monedas y me despido efusivamente de todos los
parroquianos entre abrazos y el llanto desconsolado de una muchacha que se había ilusionado en
casarse conmigo.
Me subo al auto y lo encuentro impecable, igual al que saqué de la concesionaria ayer a la
mañana, orgulloso de mi nueva adquisición. El semáforo sigue en rojo y al costado de la ruta los
vendedores vociferan las bondades de sus productos, los álamos causan sombra sobre el asfalto,
un leve viento sopla del norte, un bocinazo me advierte sobre el cambio del semáforo a verde y
acelero. Pronto el pueblo queda atrás y reaparecen las rayas blancas con su monotonía métrica,
otros campos, otros tractores, otros hombres caminando por la banquina y de a poco van quedando
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

atrás todas las cosas y aprieto el pedal hasta el fondo y mi auto nuevo, con el baúl repleto de
cosas, responde fiel y me lleva de viaje por Ruta 9. Yo.

Maximiliano Chedrese Lachat en “II CERTAMEN DE TEATRO Y CUENTO”, Cuadernos del duende,
2004, San Salvador de Jujuy

FE DE ERRATAS

Fui Eva expulsada del Paraíso. Fui la esposa de Lot convertida en estatua de sal. Fui Dalila
cortando la melenuda fuerza de Sansón. Fui la reina de Saba enamoradamente perdida en el
nombre de Salomón. Fui Salomé pidiendo la cabeza de Juan el Bautista. Fui María la
Virgen recibiendo al Arcángel Gabriel. Fui María Magdalena descubriendo la tumba vacía.

De todos estos episodios encontrarás testimonio en las Escrituras.

También fui la elegida que salvó a todas las especies del diluvio universal; la que, vendida
como esclava por sus hermanas, interpretó los sueños del Faraón de Egipto; que guió al pueblo de
Dios hacia la Tierra Prometida a través del Mar Rojo y el desierto. Fui la Mesías que murió
crucificada, la que al tercer día resucitó entre los muertos.

Estos y muchos otros sucesos han quedado también escritos. De ellos hallarás versiones
corregidas y aumentadas por la pluma de Judas.

LA RUEDA

Un dios que crea un mundo. Un mundo que tiene un pequeño paraíso. Un paraíso que
regala, con una sola advertencia, a un hombre y una mujer. Un hombre y una mujer que
desobedecen al dios. Un dios que arroja del paraíso al hombre y la mujer. Un hombre y una mujer
que tienen hijos. Unos hijos que pueblan la tierra. Una tierra que da frutos. Unos frutos por los que
los hijos comienzan una guerra. Una guerra que dura siglos y no acaba hasta aniquilar a los hijos, a
la tierra, a los frutos, al hombre y a la mujer creados por el dios. Un dios que escapa del desastre.
Un dios que crea un mundo.

TARTAMUDEO

Ah. Ahí está. Ahí está ella. Ella. La muy zorra. Viene a decirle que. Viene a decirle que no.
Que no se acerque más. Que no se acerque más a. A su esposo. Que si se acerca. Que si se
acerca de nuevo. Si se acerca: no sabe. No. No sabe de lo, de lo que ella es capaz. Que cuidadito.
Viene a decirle que tenga mucho cuidado: mucho cuidado con ella. Pero no. Pero no, no, no le va a
decir. No le va a decir porque. Porque acaba de. Acaba de, de llegar su esposo. Su esposo, que la
besa. Que la abraza. A la otra, la besa, la, la abraza. Y ella se vuelve. Mejor, sí. Mejor se vuelve. Se
vuelve sola a, a casa.

CUMPLEAÑOS

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Hoy sus papás le han dado permiso para faltar a la escuela, así puede dormir hasta tarde. Al
despertarse su mamá la abraza y la llena de besos, y le tira cariñosamente las orejas siete veces.
Ahora su mamá le hace dos trenzas, suavemente, como siempre, mientras ella mira televisión y se
prepara para tomar un riquísimo café con leche con medialunas calentitas. Al mediodía su mamá le
cocinará un pollo al horno y su papá le traerá un regalo sorpresa cuando vuelva del trabajo. ¡Qué
lindo es cumplir años, mami! dice mientras mira los dibujitos animados, pero de pronto un dolor en
la nuca le interrumpe el pensamiento; qué raro, su mamá jamás le tira el cabello mientras la peina.
Sigue mirando televisión, y siente un tirón más fuerte, y otro, mientras una voz, que no es la de su
mamá, le grita que es una vaga, que no sirve para nada, y ella hace fuerza para no escucharla,
pero entonces un golpe terrible le sacude la cama mientras la misma voz la arranca definitivamente
de las manos de su mamá y del sueño gritándole que se levante de una vez, que tiene que ir a
retirar los diarios, y cuidadito con no venderlos a todos y traer toda la plata, porque aunque hoy sea
su cumpleaños, no se va a salvar de una buena paliza.

CAPILLA ARDIENTE

Finalmente se ha quedado dormida. Después de llorar y llorar por él durante tantas horas.
Después de mirar y mirar las fotos de él y acariciarlas y besarlas sin poder parar de llorar. Después
de rezar y rezar para que él vuelva. Después de encenderle una velita a San Antonio para que él
vuelva. Y otra velita a Santa Rita. Y otra a San Expedito para que él vuelva. Y sus rezos son oídos:
él vuelve. Un poco tarde, vuelve, porque el fuego de las velas ya ha consumido todo: la imagen de
San Antonio, la de Santa Rita, la de San Expedito, las cortinas, la cama, las fotos de él, el cuerpo
de ella.

DIVINAS METAMORFOSIS

El divino seductor toma la forma de toro, de cisne, de lluvia de oro, de sátiro, de águila, de
cuanto ser animado e inanimado exista para poseer a las bellas mortales y a las soberbias ninfas.
Se ve obligado a emplear estas artes por su esposa Hera, que es monstruosamente celosa y lo
vigila por donde quiera que vaya. Él, con todo, siempre logra burlarla para holgar deliciosamente
con cada nueva mujer. Y luego, reunido con los olímpicos, se jacta de sus conquistas amorosas.

Hace un momento se ha transformado en un bellísimo e inmaculado cisne para gozar a


Leda. Después de la apasionada unión, el dios descansa satisfecho sobre la hierba. Mientras tanto,
la joven se incorpora, se viste y se marcha, y con cada paso va recuperando la forma de la diosa
entre las diosas, que es celosa, pero no tonta y también sabe sacarle provecho al arte de la
metamorfosis.

Patricia Calvelo: Nació en Buenos Aires en 1970 y se radicó en Jujuy en 1984. Es Profesora
y Licenciada en Letras. Se desempeña como profesora adjunta de Latín I y II y Filología Hispánica
en la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy.
Como investigadora publicó diversos artículos para revistas científicas, actas y volúmenes
conjuntos. Editó, además, “La abreviatura. Evolución de un rasgo escritural” (1997) y “Diccionario
de Latinismos y Cultismos de Origen Latino en la administración Pública” (2003) en coautoría con
Ana María Postigo de De Bedia, y “Ludi Magister” (2003) en coautoría con Beatriz Lizárraga. Como
poeta y narradora, publicó “Pasajero solo” (poemas, 2000); “Relatos de bolsillo” (microrrelatos,
2006) y “Fórmula para incendiarios” (poemas, 2008).
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023

LIBERACIÓN

En la oscuridad del cuarto, admiro tu figura. La luz artificial de las farolas callejeras se filtra
por los intersticios de la puerta balcón y recorta tu silueta de mujer fatal. Y allí, sentado en un
vértice del cuarto, me deleito, calladamente, en la contemplación de tus formas de guitarra de fina
luthería. El silencio, la noche y el tiempo confabulan en mi contra, y en este silencio, mi respiración
es casi un jadeo; la noche cachetea mi nuca reclamándome el sueño del que escapo como puedo;
el tiempo discurre ahora de otra manera y mi percepción de los segundos y las horas, se
desdibujan como las formas polícromas de un caleidoscopio de mirífico efecto. Y esta trilogía me
sujeta los pies como si calzara plúmbeas botas de un buzo marítimo, y me quedo sentado, a pesar
de que hace ya rato me hormiguean las piernas. El tiempo, ese maldito tic-tac que no tiene el reloj
eléctrico, golpea mi conciencia y me provoca un pulsado martirio, como el de la tortura japonesa de
la segunda guerra, en la que se dejaba caer rítmicamente una gota de agua sobre la cabeza del
prisionero hasta que no daba más de la angustia. Ahora que te veo así, dormida, recuerdo cómo
me angustiaba la hora; el levantarse tan temprano para tener tiempo para todo, porque siempre nos
encargamos de todo, vos y yo.
Y me levantaba tan temprano... ¡qué imbécil!, porque después aunque tuviera tiempo de
sobra me apuraba nerviosito renegando de la cotidianidad de las tareas domésticas, de la anodina
rutina. Y salíamos apurados al trabajo, a dejar las niñas al colegio, y nos despedíamos con un beso
almendrado.
-Chau, fíjate en el celular, te mensajeo, me decías, y siempre agregabas, te amo. Yo
también te amo, te digo ahora que te miro, aunque no me escuches. Hace ya tres horas y media
que estoy aquí sentado, absorto en este soliloquio que desaloja al descanso. Bueno, ya basta, me
acuesto a tu lado y al rozar tu piel se eriza y recién caigo en la cuenta del frío, del inusitado frío del
dormitorio. Por suerte no interrumpo tu sueño, pero de espaldas a mí, encogidas las piernas, sus-
piras y ese suspiro deviene en sollozos lacónicos, sobrecogedores. Y aunque no me digas nada, ni
gires a mirarme, sé que tienes razón: soy un maldito, aprieto los párpados con furia, aparto mis
manos de tu cadera, me muerdo los labios y entonces incomprensiblemente, me duermo. Ya es de
mañana, te levantaste sin despertarme, y por lo que escucho ya desayunaron; entonces me levanto
y tomo café, solo, en la cocina; me evitas y entretienes a las pequeñas en el comedor. Desde la
calle me llegan los furibundos ladridos de un perro, pero solo es un momento y escucho su carrera,
como de huida. Te vestiste y las vestiste con las mejores ropas, yo también lo hice, no sé si te diste
cuenta, pero me puse el traje que me regalaste. Me acuerdo de tu enojo cuando te dije:
-Si me muero, entiérrenme con éste.
Ya estamos listos, ahora sin apuros nos subimos al auto, no al grande porque está
destruido, sino al chico, pero nadie se queja, nos entretiene la música, por eso vamos en silencio.
Al llegar tuvimos que estacionar algo alejados porque hay mucha gente, siempre pasa, todos
esperamos hasta el último momento, debe ser para no sentirnos solos, para estar acompañados.
Caminamos despacio, uno al lado del otro, sin emitir palabra, pero miscibles uno en el otro;
nuestras hijas siguen nuestros pasos. Entramos ahora en un pasillo, a la izquierda los feriantes y
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puesteros del cementerio ofrendan lo suyo, sobre todo flores y panes con formas de ángeles, de
escaleras, de cruces; hacia la derecha, la calle que se ha cerrado para el tránsito vehicular, arriba,
el cielo límpido y prometedor. Hay una multitud, como todos los segundos días de noviembre, el de
los fieles difuntos; somos indiferentes a todos ellos y nadie parece percatarse de nuestra presencia,
pero hay una cholita, a unos diez metros, a la que le llamamos la atención; he notado que no vende
nada, pero sí que regala pequeños ataditos florales y rosarios a quien lo solicite, y ha posado su
mirada en nosotros, y cuando pasamos a su lado, cae sentada sobre un banquito y se santigua con
modoso gesto, al mismo tiempo que dice:
-Dios mío...tenlos en tu gloria. Seguimos camino, flanqueamos la misa, y entramos en tierra
santa, que está húmeda por el agua que la gente vuelca al cargar los floreros. Siempre me ha
gustado el olor a tierra mojada y sé que también a vos, recuerdo cuando en las noches lluviosas de
verano salíamos al balcón a respirar el aire de la tormenta, aunque tronara, aunque nos mojáramos,
y nos reíamos deleitándonos de estar juntos, y recién entrábamos cuando las niñas reclamaban por
nosotros, asustadas. Y pienso esto mientras vamos llegando a destino. Qué hermosa la vida... qué
frágil. Ya llegamos, vos y yo de cara a los nichos, y las nenas que juegan mirando sin tocar a las
piedritas del suelo; a nuestras espaldas los eucaliptos gigantes comienzan a mover sus ramas,
como los músicos antes del concierto. Y a lo lejos la cholita que se acerca con otras dos, con
rosarios entre sus manos y semblantes de congoja y lamento. Es el momento, y me miras, serena,
tus pupilas en las mías trazan dos líneas imaginarias, como los ríeles por los que transitan las
formaciones de dos trenes cuya colisión es inevitable; la sonrisa en tus labios, y me dices:
-Está bien mi amor, fue un accidente, no tuviste la culpa, íbamos muy apurados, siempre
fuiste prudente, pero ese día... Todo mi cuerpo tiembla en una conjunción de espasmos y digo:
-Te amo y las amo con toda la fuer..., y no puedo continuar porque lloro a los gritos. Me
miras con tanta calma, hay tanta paz en tu mirada, que quisiera tenerla, tenerte, seguirte, seguirlas.
-No es posible, descansa en paz, me dice, y con un gesto llama a las pequeñas... que toman
las manos de su madre, y agrega:
-Díganle chau a su papá.
-Chau, papi, me dicen a coro.
-Ahora tenés que hacerlo, me dice.
-¿Cómo? Pregunto estúpidamente, mientras trato en vano de retener el llanto, pues la
cholita y sus acompañantes ya están junto a mí y rezan compulsivamente
-Tenés que liberarnos, tenés que dejarnos ir.
-Pero ¡cómo hago, qué tengo que hacer!
-Tenes que aceptar el destino, nada más. Pienso un rato tratando de entender esta realidad,
y finalmente digo con la pasmosa simplicidad de los hechos trascendentes:
-Adiós, chicas, siempre estarán conmigo, a donde quiera que vayan allí estaré, y nunca
dejaré de amarlas. Descansen en paz, mis amores.
-Gracias, papá, me dicen las tres al unísono. Y dicho esto, se alejan dos o tres pasos y con
sus manos en alto me despiden; tomo altura, y emprendo el viaje, me iré muy lejos, mas cuando
regrese me ocultaré en las paredes, detrás de un cuadro, dentro de un espejo.

• En “Puros cuentos – Ficciones jujeñas” de Daniel Medina, 2013

Daniel Alejandro Medina, nació en San Salvador de Jujuy, en 1963. Cursó sus estudios primarios en la
escuela "Bernardo de Monteagu-do" y los secundarios en la ENET N° 1 "Escolástico Zegada". Tras el servicio
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militar por desgracia para él, obligatorio, se dirigió a la provincia de Tucumán para seguir la carrera de
Ingeniería Electrónica, estudió mucho, muchísimo, pero eso no era para él, se graduó de Profesor de Física,
Matemática y Cosmografía en el Instituto 9 de Julio de la citada Capital; se fue y no volvió más.
Ya radicado definitivamente en San Salvador, ejerció la docencia en distintos establecimientos educativos de
esta ciudad. Actualmente enseña Matemática en el Colegio N°2 "Armada Argentina". A pesar de todo asegura
pasarla bien, y cuando duda se pone a escribir. Todavía vive, vivirá según él, hasta cumplir los ciento veinte
años.

SALAMANCA - Jorge Accame

Los dos hombres llegaron a la parada del colectivo. El refugio era como muchos otros: un
cuartito de ladrillos sin revocar y techo de cinc. Adentro, había un viejo que gesticulaba y parecía
hablar con un compañero invisible.
Se miraron y sonrieron.
El más joven pensó que tenía tiempo antes de que pasara el ómnibus y, sorteando los
arbustos espinosos, se dirigió atrás de la casilla para orinar.
Apoyó una mano en la pared y con la otra se desabrochó el pantalón. Concentrado en el
charco que iba creciendo a sus pies, apenas percibió las risas y la música: de pronto alzó su
cabeza y se vio en medio de la fiesta.
Volvió la vista hacia abajo y comprobó que la tierra mojada del suelo se había convertido en
piso embaldosado.
Algunas parejas habían dejado de bailar y lo observaban divertidas. El muchacho reparó en
su incómoda posición y, venciendo el asombro que lo paralizaba, acomodó sus ropas. Hizo una
mueca como disculpándose y se metió entre los invitados. Necesitaba encontrar un sitio tranquilo
para reflexionar sobre lo que había sucedido.
Sentado en un sillón, mientras miraba la fiesta, intuyó que la explicación de aquel fenómeno
no estaba a su alcance. Por el momento, se hallaba en una especie de bolichón lleno de gente que
se movía al ritmo de cumbias.
Distinguió, entre los huecos de una pareja que iba y venía por la pista, algo que acabo de
confundirlo: el viejo que había visto en la parada de colectivo hablando solo.
Continuaba haciendo los mismos gestos, con igual expresión de seriedad. Un grupo de
personas tapaba a su posible interlocutor. Se inclinó un poco y asomándose logró una mejor
perspectiva.
Conversando con él, vio a un individuo de edad indefinida, quien al descubrirlo en esa
postura singular, lo saludó correctamente. Perturbado, el muchacho tornó a sentarse como antes.
Aquel hombre tenía un rasgo que lo ponía nervioso. La sonrisa, el mentón; los cuernos,
quizá.
Mientras confirmaba con terror su identidad, el diablo se apersonó ante él y lo saludó de
nuevo.
No le quedó otra alternativa que responderle.
-Permítame. Voy a presentarme. Soy el dueño de casa.
-Mucho gusto- dijo el muchacho sin atreverse a mirarlo a la cara.
-Espero que no le haya molestado el modo de invitarlo. Lo vi ahí tan solo… ¿Puedo
sentarme?
El otro le hizo lugar.
-Está linda la fiesta ¿no?
-Sí, señor

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-¿Usted no baila? Puedo relacionarlo con alguna señorita, si quiere.
-No, no; gracias. Después
Es solo una fiesta familiar- dijo el diablo- diviértase.
Y levantándose, desapareció de golpe.
El muchacho, al verse libre, preguntó dónde estaba al baño y le indicaron un pasillo,
escaleras y una pieza al final.
Sin pensar, fue hasta allá; entró y decidió a terminar con lo que había empezado un rato
antes. Cerrando los ojos con fuerza, escuchó el chorro contra el agua estancada. Se sintió aliviado.
Cuando abrió los ojos otra vez, vio el muro de ladrillos y el charco que iba absorbiendo la tierra
seca. Alcanzó a oír las últimas letras de su nombre en la voz de su compañero que lo llamaba.
Cerca tronaba el colectivo. Componiéndose, corrió hacia la parada a los tropezones.
El vehículo frenó y los dos pasajeros subieron.
Ya en el interior, acomodado en un asiento, el muchacho contempló a través de la ventanilla
al viejo que seguía hablando solo.
El coche se puso en movimiento y su amigo hizo un comentario gracioso acerca de aquel
loco, que él no festejó.
PAYASITO - Franco L. Fernández

Nuestros nombres habían estado grabados en carbón en la pared saliente justo al frente de la
escuela, una marca que parecía permanente como esa de las paradas de colectivo, el corrector brillando
blanco: “Marcos y Daniela”. Tan simple como eso, nada de promesas al viento ni palabras acortadas en
números como los “por 100pre” tan engañosos; solo dos nombres en carbón. Luego los tapó el payasito, casi
como enterrándonos en el recuerdo, de colores vibrantes contraste con el negro. Nunca supimos ni nunca
hemos de saber quien escribió el mensaje, a veces discutimos si fuiste vos o fui yo pero nunca llegamos a
ningún acuerdo concreto; te diría que pude haber sido yo en una de mis escapadas mentales cuando me
dejaba mandar por puro instinto, un fantasma pasional que sin animarse a confesarlo encontraba su escape
en la escritura, el de los versos sueltos en el cuaderno y la letra inconfundible de la “M” con una patita más
corta que la otras. Si no fuera que el recuerdo escapa a mi consciencia, me animaría a admitir que esa
confesión fue mi último intento para ganarte.
¿Y si fuiste vos? Si nunca te animaste a admitirlo pero en realidad siempre hubo algo de encanto, si
las miradas mantenidas por más de un minuto o las tomadas de brazo repentinas significaban que de alguna
manera me correspondías, ni hablar de los mensajes de las dos de la mañana que se extendían hasta las
cinco en esos momentos donde ambos éramos jóvenes y no nos importaba el horario ni que al otro día había
que trabajar o despertarse temprano para ir a clases ¿será que siempre entendí bien las señales? Siempre te
me burlaste por lerdo, sería el colmo que hoy ya tantos años después venga a darme cuenta que podríamos
haber sido pero no fuimos ¿reescribir la historia? Dejarnos borrar, todo lo que fue cambiado por un instante
como lo enuncian esas canciones que alguna vez escuchamos juntos. Hoy en día, poder decir que me trajo
hasta aquí, que todos los años pasados significaron algo más que una pérdida, un ancla marcando tiempo
que podría haber perdido con vos pero en vez de eso tenemos el payasito que sonríe eterno como una burla
y ya no soporto su mirada, porque no es un punto de encuentro donde me encuentro en este momento; es
un monumento al fracaso y a como la ciudad mata los buenos tiempos.
Por eso me fui en cuanto pude y no espere que me siguieras, a Buenos Aires o Nueva York; en estos
momentos no recuerdo pero me viene a la mente una ciudad de rascacielos grandes y un mundo por
conquistar que quedó opacado por una copa de vino. Vos también habrás andado por tus lados, perdida en
rincones distintas entre obsesiones patentadas, propias de tu neurosis que siempre buscaba donde fijarse
para no afrontar la realidad de no encontrar un lugar al que pertenecer. Y el tiempo nos trajo de vuelta aquí, o
al menos eso creo. En principio sé que yo estoy aquí, en el payasito, y si hubiera algo conocido como destino
o una forma de reescribir lo vivido con la revelación de que fuiste vos quien escribió nuestros nombres
entonces te podría ver claramente caminando por la calle a mi encuentro; por eso la guardia casi diaria a las
doce del mediodía aferrado a mi última obsesión, la de encontrarte y borrar la sonrisa del payasito y creerme
finalmente que todo ha valido la pena.
Si hubiera justicia divina te vería en estos momentos, te reconocería por la larga cabellera negra y las
botas negras, la sonrisa de oreja a oreja que pronuncia más los pómulos de los cachetes redondos, la voz de
timbre grueso que finalmente expulsaría un “te amo” seguro y confiado que me devolvería a mis años mozos.
Nos miraríamos como nunca nos miramos reconociendo la juventud en los ojos, el sentimiento imperecedero
que solo el romance adolescente hace perdurar en el tiempo. Me vería alto como me supe alguna vez, de
pelo ondulado y sonriendo, sin ojeras ni rostro cansado ni aliento a cerveza. Casi puedo verte en la nebulosa,
te formas corpórea hasta donde alcanza mi vista casi oscurecida, siento tus manos tocar cada rincón de mi
rostro, unos dedos finos y morenos, suaves al tacto, hacen contacto con la única lagrima de felicidad que se
derrama de mis ojos para dar paso a la sonrisa imborrable; y a vivir por siempre con días contados pero
seguros, se derrumba la pintura y vuelven a brillar nuestros nombres, grabados en carbón en la pared.
CARTILLA DE LENGUA LITERATURA III - 2023
Pero la ilusión se desvanece nuevamente en cuanto pasa el efecto de la última copa y caigo al vacío
en un rincón abandonado de la pequeña ciudad. Caigo en picada y no sé cuándo podré levantarme de vuelta
ni tampoco sé si quiero hacerlo. Las risas estridentes me vuelan la cabeza, el tiempo me pesa en las rodillas
y la ciudad ha ganado una vez más dejándome a la deriva y a la mirada risueña e impoluta del payasito que
se deleita con las ilusiones perdidas de aquellos que hemos sobrevivido, a diferencia de nuestros nombres, al
ritmo del tiempo y de la ciudad.

Del libro “5 cartas para escribir (te)”

Franco L. Fernández: Escritor, actor y guionista argentino. Nació en San Salvador de Jujuy, en 1993.
Actualmente es miembro de la Comisión Directiva de Letras en Red Jujuy, involucrado en el área de prensa y
difusión. Como escritor ha publicado el libro de cuentos “Deseos y Miedos” en el año 2015, “Cambios” en el
2017 y “SinSentidos” en el año 2019. Actualmente se encuentra trabajando en la publicación de su cuarto
libro “5 cartas para escribir (te)”, un proyecto digital que se viene publicando durante el año 2022 y que saldrá
en formato audio libro en el 2023 por la plataforma “Whisfy”

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