Está en la página 1de 27

RESUMEN FILOSOFÍA DEFINITIVO

- Programa de Examen.

PRIMERA PARTE: del MITO al LOGOS.

● La filosofía y el filosofar: Dimensiones de la filosofía: como sustantivo y como


verbo. Los comienzos de la filosofía, condiciones materiales e histórico-políticas de
su advenimiento. Mito y logos.
● Contextualización y orígenes.
● El aporte griego. La naturaleza como modelo de conocimiento de regularidades.
● Presocráticos.
● Los primeros filósofos: la búsqueda del arjé. La problemática cosmológica de los
primeros pensadores. Antecedentes socioculturales de los presocráticos.

Bibliografía: Rafael Gambra, “Historia sencilla de la Filosofía”.

El paso del mito al logos, es la expresión con la que se hace referencia al origen de la
filosofía como superación de las formas míticas y religiosas de pensamiento y al
advenimiento de un pensamiento racional que incluye tanto la filosofía como la ciencia.

EL PENSAR FILOSÓFICO.

La palabra “Filosofía” sugiere, en primer lugar, la idea de algo arcano y misterioso, un saber
mítico, un tanto impregnado de poesía, que hunde sus raíces en lo profundo de los tiempos,
y es solo propio de iniciados. Evoca, en segundo lugar, la idea de un arte de vivir reflexiva y
pausadamente. La “Filosofía” es el conocimiento que la razón humana reclama de modo
inmediato y natural. A diferencia de las ciencias particulares, la filosofía no recorta un sector
de la realidad para hacerla su objeto de estudio. Esta debe traspasar esos postulados
científicos y llegar a una visión coherente del Universo por sus razones más profundas. Ella
responde a la actitud más natural del hombre, en sus orígenes, era lo mismo que Ciencia:
filósofo, lo mismo que sabio o científico.

Rafael Gambra nos dice que si llegaríamos al mundo en estado adulto, nuestra perplejidad
sería semejante a la del hombre que, perdido el conocimiento, amaneció en un lugar
desconocido. Si este mundo nos parece tan natural y normal fuera de un modo distinto, el
humano se habituaba a él con menor dificultad. Asimismo, llegada la inteligencia a su
estado adulto, suele colocarse en el punto de vista no habituado, es decir, en su nesciencia
profunda frente al mundo y a sí mismo, es en ese momento que el hombre comienza a
hacer filosofía.

DIVISIÓN DE LA FILOSOFÍA.

Aristóteles dividió los modos del saber por lo que él llamó los grados de abstracción.
Abstraer es una operación intelectual que consiste en separar algún aspecto en el objeto
para considerarlo aisladamente de los demás. Cabe realizar la abstracción en tres grados
sucesivos:

● Primero: prescinde de los caracteres individuales, de las cosas que nos rodean, para
quedarnos solo con los caracteres físicos o naturales.
● Segundo: prescinde de toda cualidad específica o natural y nos fijamos en la
cantidad.
● Tercero: prescinde de la cantidad y nos quedamos únicamente con el ser, esa noción
es generalísima y primera, y es el origen de la Metafísica, a la que Aristóteles llamó
filosofía primera.

Se debe añadir a ella la fundamentación de nuestro recto obrar, es decir, de las nociones de
Bien y del Mal que deben regir nuestra conducta. Este es el objeto de la Ética o Moral.

Otra división de la Filosofía se realiza en tres grupos generales de materias: la filosofía


real, la filosofía del conocimiento y la filosofía de la conducta.

● La primera estudia el ser y las cosas en general.


● La segunda trata de ese gran fenómeno que se da en nuestra mente y que nos pone
en relación con las cosas exteriores (el conocimiento).
● La tercera estudia la acción y las normas que la rigen: complemento del conocer es
el obrar, el reaccionar sobre las cosas que se nos manifiestan en el conocimiento.

Cada uno de estos grupos abarca varias ciencias. La filosofía real se divide en metafísica
general y metafísica especial. La primera, que es la fundamental y determina en cada
filósofo la naturaleza toda de su sistema, estudia el ser en cuanto ser, el ser en sí. La
especial se divide en cosmología, psicología y teología natural o teodicea. Esta división
corresponde a las tres más generales categorías del ser real; el cosmos o conjunto
ordenado del mundo material, inerte; las almas, como algo distinto e irreductible a la
materia, y Dios, que sobrepasa y no corresponde a ninguno de los dos grupos. En la
filosofía del conocimiento cabe distinguir dos ciencias: la lógica y la teoría del conocimiento.
El pensamiento no se produce espontáneamente, de un modo anárquico, en la mente del
sujeto, sino que, sea lo que quiera lo que se piense, debe sujetarse a unas formas y leyes,
que son la estructura misma del pensamiento. Esas formas y leyes del pensamiento son el
objeto de la lógica. Para estudiarlas no es necesario salir del pensamiento mismo: al lógico
no le interesa que lo pensado esté de acuerdo con la realidad, sino que esté de acuerdo con
las leyes del pensamiento.

En la Filosofía del conocimiento cabe distinguir dos ciencias: la lógica y la teoría del
conocimiento. El pensamiento no se produce espontáneamente, de un modo anárquico, en
la mente del sujeto, sino que, sea lo que quiera lo que piense, debe sujetarse a unas formas
y leyes, que son la estructura misma del pensamiento.

A pesar de estas divisiones, la filosofía es, esencialmente, una. Es decir, que la concepción
básica que se tenga del ser en la metafísica general determina las posteriores visiones de la
cosmología, la psicología, la ética, etc., que son, al fin y al cabo, su aplicación o
prolongación. Así, de todos los grandes sistemas filosóficos de la historia puede decirse que
surgieron de una idea madre, fundamental, de una concepción original del ser y del
Universo.

LA UTILIDAD DE LA FILOSOFÍA.

Las diversas técnicas sirven al hombre y el hombre sirve a la filosofía en cuanto que la
esencia diferencial de su naturaleza propiamente humana es la racionalidad, y esta le exige
la contemplación intelectual del ser, el conocimiento desinteresado de la esencia de las
cosas.

La filosofía, pues, no es un medio, sino un fin; no sirve, sino que es servida por todas las
cosas, por el hombre mismo, por lo más noble de él, que es su facultad intelectual.

Los estoicos (El estoicismo es una escuela filosófica fundada por Zenón de Citio en Atenas a
principios del siglo III a. C.​Es una filosofía de ética personal basada en su sistema lógico y sus
puntos de vista sobre el mundo natural.) dan por sentado que en el Universo todo sucede
fatalmente, necesariamente, y por eso la metafísica y la cosmología carecen para ellos de
importancia. El único interés filosófico lo centran en la actitud que el hombre debe adoptar
ante ese acontecer predeterminado; la filosofía tendrá así por objeto inspirar al hombre la
indiferencia o imperturbabilidad del sofos (sabio), la libertad interior y el desprecio hacia las
cosas exteriores y su varia fortuna. La filosofía viene así a quedar reducida a una ética o,
mejor, un arte de vivir.

La filosofía no es así ciencia pura, sino más bien sabiduría, saber total, íntimo, que incluye y
compromete al hombre todo con sus facultades diversas.

EL ORIGEN DE LA FILOSOFÍA.

“Lo que en un principio movió a los hombres a hacer las primera indagaciones filosóficas-
dice Aristóteles- fue como lo es hoy, la admiración”.

Existen tipos de admiración:

- En una primera admiración directa ante la existencia. Si las cosas fueran de un modo
completamente distinto de cómo nos habríamos habituado a verlas con igual
naturalidad.

- Existe una segunda admiración, reflexiva; el hombre posee dos experiencias: la que le
proporcionan sus sentidos, la vida sensible y la que le depara su razón. La razón le
informa de un mundo de conceptos, de ideas, de leyes, que son universales, invariables.
Los sentidos, en cambio, le ponen en contacto con un mundo en que nada es igual a
otra cosa, un mundo compuesto de individuos diferentes.

FILOSOFÍA EN GRECIA.

Fue Grecia un pueblo excepcionalmente dotado para el pensar filosófico, y en él suele


buscarse también su origen. Según unos, la filosofía comienza en Grecia porque el pueblo
griego descubrió la razón.
EL BANQUETE DEL CONOCIMIENTO.

LOS PRIMEROS FILÓSOFOS COSMÓLOGOS- PRESOCRÁTICOS.

ARJÉ: es el elemento constitutivo, un principio que explique todo lo que existe en realidad:

Antigüedad: al arjé lo buscaron en la physis, es decir, en la naturaleza. Los primeros


filósofos, cosmólogos, pretenden explicar racionalmente mediante enunciados lo que ven en
la naturaleza.

GIRO FILOSÓFICO: en occidente, del mito al logos. Logos significa por un lado razón y por
otro, palabra. En estos tiempos los filósofos pretenden dar cuenta a partir del logo, lo que
existe en realidad. (Mito: cuenta lo que pasó) (Logos: explica cómo pasó).

Fue en el siglo VI a. C y la ciudad de Mileto, la época y el escenario de los más remotos


intentos filosóficos, allí vivió Tales de Mileto. Lo que movió a los hombres a filosofar fue, la
admiración y lo que les admiro fue el cambio y la multiplicidad de individuos, experiencias
que parecen contradecir a la inmutabilidad y unidad de las ideas.

Los primeros filósofos, presocráticos procuraron encontrar en el mundo físico un fondo


estable, un sustrato permanente al que todas las sustancias se redujeron, algo ante lo que
la multiplicidad y el cambio se convirtieran en apariencias.

● Tales de Mileto: el principio buscado creyó encontrarlo en el agua.


● Anaximandro: ese principio o fondo común de todas las cosas no debe ser el agua,
sino una sustancia indeterminada, invisible y amorfa de donde el agua y todos los
elementos de la naturaleza proceden. Llamo a este principio el apeiron (lo
indeterminado).
● Anaxímenes, sostuvo que el principio común de la aparente multiplicidad y
variabilidad de las cosas es el aire. El aire, tiene la apariencia sutil, invisible y amorfa
que Anaximandro reclamaba el principio universal.

Esta meditación sobre el Cosmos o universo material se prolonga en el siglo siguiente (V


antes de J.C.) con otros filósofos que suelen agruparse bajo el nombre de pluralistas. Sus
rasgos comunes estriban en admitir no una sola sustancia o arjé, sino una pluralidad de
elementos materiales irreductibles entre sí, y también en suponer una fuerza cósmica que
explique el movimiento o cambio de las cosas.

Aparecen aquí los siguientes filosófos:

● Empédocles de Agrigento, quien sostuvo por primera vez la cosmología de los


cuatro elementos- tierra, fuego, aire, agua- de cuya combinación se forman todos los
cuerpos.
● Anaxágoras, concibió el cosmos como agregado de unas realidades a las que
dominó homeomerías. Como principio de su movimiento y de la armonía resultante
supuso la existencia de un nus o mente suprema, que venía a identificarse con Dios.
● Demócrito de Abdera supuso que el mundo material estaba compuesto de un
número incalculable de partículas diminutas, indivisibles- los átomos-, que se
mueven eternamente en un vacío sin límites.

PITÁGORAS Y SU ESCUELA- PITAGÓRICOS.

Los pitagóricos fueron grandes cultivadores de las matemáticas y creyeron encontrar en los
números el principio (arjé), que los milesios habían creído descubrir en los elementos
naturales. Este mismo concepto de orden universal hizo admitir otra aportación de la
filosofía india: el eterno retorno, la pervivencia terrena de las almas que transmigran a otro
cuerpo cuando sobreviene la muerte, repitiendo así la sinfonía infinita del Universo. Esta
idea de la metempsícosis pasará, como veremos, a Platón, que recoge varios temas del
pitagorismo.

Podemos observar cómo en este período de iniciación (preático o presocrático) de la


filosofía griega, el pensamiento humano ha ascendido ya a través de los grados de
abstracción. Los primeros filósofos cosmólogos, con su búsqueda de un principio material
de todas las cosas, representaban el primer grado de abstracción: física. Pitágoras y su
escuela, a su vez, ascendieron al segundo grado o abstracción matemática: el número.
Heráclito y Parménides, primero filósofos metafísicos, alcanzaron, por fin, el tercer y último
grado, la abstracción metafísica: el ser.

LOS SOFISTAS Y SÓCRATES.

Entre el V y VI se sitúa el Siglo de Oro de la filosofía griega. En el período ateniense, que


producirá, además de a Sócrates, a las dos figuras quizá más grandes de la filosofía de
todos los tiempos: Platón y Aristóteles.

Una característica fundamental señala el límite de su comienzo: el espíritu reflexiona sobre


sí mismo, y abandona, por el momento, el estudio del mundo exterior. ¿Para qué conocer el
mundo —se pregunta Sócrates— si no me conozco a mí mismo? ¿Qué soy yo mismo y qué
mi razón, ese instrumento de que me valgo para conocer? Tal es el problema para este
período, que se ha llamado humanístico, de la filosofía griega.

En la iniciación de esta nueva época hay que destacar un fenómeno de carácter social, que
es lo que se conoce en la historia con el nombre de sofística. Sofista no quiere decir en sí
más que sabio o maestro de sabiduría, y así era empleada esta palabra en aquella época.
El sentido peyorativo y hasta injurioso que hoy tiene (hábil falsario en el discurso) procede
de lo que realmente llegaron a ser los sofistas. Grecia no tuvo unidad política hasta los
tiempos de Alejandro, que son los de su decadencia. Se gobernaba por ciudades (polis)
independientes, y en forma democrática, con la espontánea democracia de los pequeños
grupos sociales. En el ágora se administraba justicia públicamente, y cada ciudadano
defendía su propia causa. En estas condiciones puede comprenderse la inmensa
importancia que para todos tenía el saber exponer brillantemente y convencer a los jueces.
Pues bien, los sofistas fueron precisamente maestros dedicados a la enseñanza de retórica
y dialéctica, esto es, del arte de exponer, defender y persuadir públicamente. Lo que hasta
esa época había sido el libre y desinteresado ejercicio de la más noble dedicación, convirtió
entonces en una actividad mercantil; este fue el primer sentido peyorativo que, en la época,
adquirió la palabra sofista: el que cobra por enseñar o, mejor aún, enseña por cobrar.

Protagoras fue sofista y afirmó que el “hombre es la medida de todas las cosas”.

En el seno del movimiento sofístico surge una figura que conmovió profundamente aquel
ambiente, y que habrá de ser inspiradora y maestra de los más grandes filósofos griegos de
la Edad de Oro: Sócrates (469-399). Este filósofo no escribió nada, ni tuvo tampoco un
círculo permanente donde expusiera y sistematizara su pensamiento; él negaba su inclusión
entre los sofistas «porque no cobraba por enseñar». Sócrates habló únicamente; habló con
sus amigos, con sus conciudadanos, libremente, con la espontaneidad del diálogo. Por ello
de su personalidad y de su pensamiento sabemos muy poco de modo concluyente.
Además, los discípulos que de él nos hablan — Jenofonte y Platón— son, cada uno por su
estilo, malos biógrafos. El uno por defecto y el otro por exceso. Jenofonte no ve en Sócrates
más que al ciudadano honorable y justo —una especie de burgués ejemplar—, que fue
condenado injustamente por la ciudad y que aceptó la muerte con insuperable entereza.
Platón, en cambio, ve la profundidad de la posición del maestro, pero en sus Diálogos, de
los que Sócrates es protagonista, mezcla su propio pensamiento con el de su maestro, sin
que resulte fácil delimitar lo que corresponde a uno y a otro.

Dijimos al principio que según algunos «el pueblo griego descubrió la razón». Pues bien,
esta significación de los griegos se encarna propiamente en la figura de Sócrates. Sócrates
afirmó la razón como medio adecuado para penetrar la realidad. Y hubo de sostener esta
afirmación frente a dos clases de contradictores. Primeramente, contra los sofistas; la razón
bien dirigida sirve para alumbrar la realidad, no es una linterna mágica que forja visiones a
capricho sin relación con lo que es. Después, contra los irracionalistas, contra los filisteos de
la cultura: mucha gente en Atenas, como en todas partes, pasaba por especialista o
profesional en una materia sin que una verdadera comprensión de la misma cimentase
aquel conjunto de conocimientos. Sabían cosas porque se las habían enseñado, pero a
poco que se escarbase en su saber se descubría enseguida que estaba montado en el aire.
En el fondo, todos estos, como los pueblos orientales y los bárbaros, sabían de un modo
irracional, basado en la revelación o en el mito.

Sócrates paseaba por las calles de Atenas y tropezaba, por ejemplo, con un militar o con un
retórico. Les hace una pregunta sobre cualquier extremo relacionado con su profesión. Ellos
dan una respuesta más o menos acertada; entonces Sócrates les pide una aclaración sobre
los fundamentos en que ello se basa, preguntándoles, simplemente, ¿por qué? Las más de
las veces, los interrogados no resisten dos de estas preguntas y comienzan a divagar o a
dar respuestas huecas. No hay en ellos verdadera ciencia porque no la han adquirido
mediante el ejercicio de la razón, sino por autoridad o por la memoria.

A esta experiencia llega Sócrates valiéndose del primer aspecto de su método, que se ha
llamado ironía. Para la segunda experiencia se valdrá de la mayéutica, nombre que
proviene del oficio de su madre, que era partera; esto es, «arte de dar a luz». Sócrates
interroga a un esclavo —el hombre más ignorante—, y mediante preguntas graduadas que
le obligan a discurrir por sí mismo, va a alumbrando la verdad y llegando a resultados muy
superiores a los que obtuvo con los hombres más cultos.

La nesciencia (ignorancia) es, pues, el punto de partida en nuestra búsqueda de la verdad.


«Solo sé que no sé nada, pero aún supero a la generalidad de los hombres que no saben
esto tampoco». Después, la búsqueda misma ha de realizarse con la propia vis intelectual
de cada uno, con la razón, que es el instrumento de penetrar en la realidad. El resultado de
esta búsqueda racional es el hallazgo de la verdad —verdad diáfana, evidente,
cimentada—. Esta verdad no es creación de la mente ni de su habilidad dialéctica, sino
descubrimiento (aleceia). Este hallazgo es una aventura de la mente que, lejos de admitir
falsos y extraños ídolos, debe seguir su propio impulso (genio o demonio —daimon—
interior). De aquí el lema que Sócrates adoptó para su pensamiento, tomado del frontispicio
del templo de Apolo en Delfos: «Conócete a ti mismo».

La influencia histórica que Sócrates dejó tras de sí fue extensa y variada, como varias
pudieron ser las interpretaciones de su magisterio y de su testimonio personal. Entre las
llamadas «escuelas socráticas menores», cabe aludir a los cirenaicos y a los cínicos.
Aristipo de Cirene acentuó en la enseñanza de Sócrates su imperativo de independencia
personal y de búsqueda del bien. Pero el bien fue concebido por esta escuela como el
placer o el refinamiento en el placer, objetivo para una vida guiada por la razón. Es esta la
primera escuela hedonista (hedoné, placer), que influiría un siglo más tarde en las teorías
de Epicuro de Samos.

Antístenes interpretó, en cambio, que ese bien u objetivo último de una vida serena y
racional era la virtud, es decir, el dominio de las propias pasiones y apetencias. El sabio
debe vivir ateniéndose a lo indispensable, despreciando todo lo superfluo como fuente de
esclavitud moral. Los cínicos prescindían así de todas las convenciones sociales y hacían
gala de sinceridad y aun de desfachatez en sus juicios y respuestas. De aquí el concepto de
«cínico» que ha llegado hasta nuestros días. En lo demás, se sometían a una vida mísera y
ascética como imperativo de la virtud. El nombre de la escuela deriva de Cinosargos, de
donde era su fundador, pero coincide también con el nombre del perro (kuwn, can), cuyas
cualidades elogiaban como modelo de vida; su sobriedad, salud, alegría, impudicia y
fidelidad. Los cínicos serán precedente de la escuela estoica, en el siglo siguiente. Se
consideran «escuelas socráticas mayores» las de Platón y Aristóteles.

PLATÓN.

La empresa socrática de penetrar con las armas de la razón en la realidad que nos rodea y
ascender a la serena contemplación de la verdad, ganó para la filosofía a uno de los más
grandes espíritus de la humanidad: Aristoclés, llamado familiarmente por sus compañeros
Platón (427-347). Fue el suyo un espíritu de extraordinaria sensibilidad estética, que supo
recubrir su pensamiento con la belleza del mito y de la fantasía; consciente, por otra parte,
de su condición de filósofo —amante de la sabiduría—, huyó siempre del dogmatismo y del
sistema cerrado, para atenerse a la actitud humilde del rapsoda y del poeta, que se
expresan por analogías y comparaciones. La misión filosófica de Platón habría de consistir
en reparar la desgarradura que en la concepción del Universo habían abierto tanto Heráclito
como Parménides.

Puesto que Platón quiere sugerirnos su pensamiento a través de mitos y hermosas


imágenes (especie de parábolas filosóficas), tratemos de descubrirlo en sus dos más
conocidos mitos: el del carro alado, que se encuentra en su obra Fedro o del Amor, y el de
la Caverna, que expone en el libro VII de la República o el Estado. El primero envuelve su
concepción general del Universo y el viejo problema de la «verdadera realidad» del arjé o
principio. El segundo procura explicar cómo están constituidas las cosas concretas,
materiales, de este mundo. Ambos se complementan en el intento de dar una explicación
armónica de la realidad. «El alma —dice en el Fedro— es semejante a un carro alado del
que tiran dos corceles —uno blanco y otro negro— regidos por un auriga moderador». El
caballo blanco simboliza el ánimo o tendencia noble del alma; el negro, el apetito o pasión
baja, bestial; el auriga, a la razón que debe regir y gobernar el conjunto. El alma así
representada vivía en un lugar celeste o cielo empíreo, donde existió pura y bienaventurada
antes de encarnar en un cuerpo y descender a este mundo. En ese mundo o cielo de las
Ideas el alma estaba como en su elemento, sin experimentar la contradicción entre la
experiencia sensible y la inteligible porque solo existía allí la visión intelectual. El alma, en
este lugar celeste, contemplaba las Ideas.

Es preciso comprender lo que Platón entiende por Idea, porque es la base de su concepción
y difiere de la acepción corriente. Para nosotros, idea es algo mental, subjetivo: el concepto,
que puede atribuirse a varios objetos a los que representa en lo que tienen de común. Para
Platón, Idea es algo objetivo: significa etimológicamente lo que se ve, es el universal, la
esencia pura desprovista de toda individualidad material, pero existente en sí, fuera de la
mente, como una existencia purísima perfecta, en aquel lugar bienaventurado donde el
alma vivió en un tiempo anterior. El hombre en sí, el caballo en sí, la justicia en sí, son ideas
subsistentes del cielo empíreo.

Podemos imaginar, por ejemplo, una casa que ha sido edificada. Sin duda que, por bien que
se haya realizado el proyecto, siempre será su realidad más imperfecta que el plano del
arquitecto que la ideó. Pero el plano contiene también las imperfecciones de la materia en
que se ha plasmado, y será muy inferior a la idea que el arquitecto forjó. Pues bien, la
propia idea del arquitecto, que se da en un cerebro material e imperfecto, no alcanza
tampoco a la idea en sí, cuya pureza y perfección está por encima de toda limitación de la
materia. «Aquel lugar supraceleste —el lugar de las Ideas— ningún poeta lo alabó bastante
ni habrá quien dignamente lo alabe, porque la esencia existente en sí misma, sin color,
figura ni tacto, solo la puede contemplar el puro entendimiento». En la vida celestial de
algunas almas sobreviene, sin embargo, una caída. El caballo negro —la pasión—, cuyo
tirar es torcido y traidor, puede en un momento más que el blanco —el ánimo esforzado,
noble— y da en tierra con coche y auriga. Hallamos aquí quizá un eco lejano de la
revelación primitiva del pecado original, como se encuentra en muchos de los más viejos
textos de la humanidad. A consecuencia de esta caída el alma desciende a este mundo y se
une a un cuerpo, al que permanecerá adherido como la ostra a su concha. En su nuevo y
desventurado estado ha olvidado las Ideas que antes contempló intuitiva, directamente.
Ahora tendrá que conocer a través de los sentidos corporales, y solo percibirá cosas
concretas, singulares. Sin embargo, las cosas que le rodean participan —como el hombre
mismo— en la Idea, aunque por otra parte estén individualizados por su inserción en la
materia. Y el alma, al percibirlas, se siente subyugada, llamada interiormente a la búsqueda
de algo muy íntimo que aquellas cosas le sugieren. Experimenta algo así como la extraña
emoción que nos invade al encontrarnos en un lugar en que discurrió nuestra infancia y que,
aunque olvidado, evoca en nuestro espíritu el recuerdo vago y la nostalgia del pasado.
Prende entonces en el alma el eros (amor), que es, para Platón, un impulso contemplativo.
De él nace un esfuerzo por recordar, esfuerzo que consigue aflorar a la consciencia el
recuerdo que estaba latente de «las íntegras, sencillas, inmóviles y bienaventuradas Ideas».
El conocimiento intelectual se realiza así, según Platón, por recordación (anámnesis).

El segundo mito, el de la Caverna, pretende sugerir lo que Platón piensa sobre la naturaleza
de las cosas concretas, materiales, de este mundo. La condición humana es semejante a la
de unos prisioneros que, desde su infancia, estuvieran encadenados en una oscura
caverna, obligados a mirar a la pared de su fondo. Por delante de la caverna cruza una
senda escarpada por la que pasan seres diversos. Los resplandores de una gran hoguera
proyectan sobre el fondo de la caverna las sombras vacilantes de los que pasan ante la
entrada. Los encadenados, que solo conocen las sombras, dan a estas el nombre de las
cosas mismas y no creen que exista otra realidad que la de ellas.

La significación del mito no ofrece ya dificultad: la hoguera es la Idea de Bien, idea


fundamental y primera del cielo empíreo que muchos comentaristas identifican con Dios; los
seres que desfilan por la senda son las diversas Ideas o arquetipos de las cosas; las
sombras, en fin, son las cosas de este mundo. La forma de estas sombras, distinta en unas
de otras, procede de las Ideas; las cosas de este mundo participan de las Ideas y a ello
deben sus perfecciones, su entidad, lo que son. Esta idea de participación (mecexis) es
fundamental en Platón. Pero en las sombras observamos enseguida su carácter negativo;
son —diríamos— un no ser; este caballo concreto, por ejemplo, participa por una parte de la
idea caballo y eso le hace ser lo que es; pero por otra, está inserto en materia, y esto le
hace no ser el caballo-en-sí, el caballo perfecto, sino este caballo, individual, imperfecto,
temporal, en tránsito continuo hacia la muerte. La materia es así, para Platón, algo negativo,
oscuro y opaco elemento de limitación, de individuación. Las cosas, porque son materiales,
son como sombras, débiles trasuntos de aquello que les confiere su única y debilísima
entidad: la Idea, que es la verdadera y subsistente realidad. La ética y la política de Platón
son consecuencia de su metafísica; el fin último del alma que ha caído y se ha encarnado
en un cuerpo consiste en purificarse de la materia y elevarse a la pura y serena
contemplación de las ideas, liberarse de las sombras, y buscar lo que realmente es. Para
lograr esta purificación que permite el ascenso a la contemplación, es preciso adquirir y
practicar la virtud. La virtud es, para Platón, la armonía del alma, un estado de tensión de
las diversas partes del alma y una justa proporción entre ellas. Al ánimo o apetito noble
corresponde la fortaleza, virtud que lo estimula y mantiene vigoroso y esforzado; el apetito
inferior o pasión debe ser refrenado por la templanza; la razón debe ser guiada por la
prudencia, virtud del recto y ponderado juicio; la armonía, en fin, de estas partes del alma
constituye para Platón la virtud de la justicia. Las almas que por la virtud y la contemplación
ascienden a la esfera inteligible, transmigran al morir a seres superiores, o se liberan. Las
que se enlodan, en cambio, en los bienes y placeres materiales, reencarnan en animales
inferiores más alejados del mundo inteligible. Platón hereda de los pitagóricos esta idea de
la metempsícosis.

En política, supone Platón que la polis o ciudad ideal debe construirse a imagen del hombre
y realizar en cuanto pueda la Idea de hombre, es decir, algo superior al hombre concreto,
material. A cada una de las partes del alma corresponderá una clase en la sociedad; a la
pasión o apetito inferior, el pueblo encargado de los trabajos materiales y utilitarios; al
ánimo, los guerreros o defensores; a la razón, los filósofos, que deben ser los directores del
Estado. Cada clase debe ser guiada por la virtud correspondiente: el pueblo por la
templanza, los guerreros por la fortaleza, los sabios por la prudencia.

La filosofía de Platón constituye, en fin, un primer e ilustre esfuerzo por superar el


antagonismo y la parcialidad de Heráclito y Parménides. La experiencia sensible y la
inteligible se salvan en él con la admisión de dos mundos, aunque uno de ellos sea el
verdadero y confiera su ser y sentido al otro.

Sin embargo, la concepción filosófica de Platón deja planteados problemas de no fácil


solución, cuestiones difícilmente comprensibles que no se sabe como admitir; ante todo la
pluralidad y diversidad de ideas en el cielo empíreo: si la diferenciación de las cosas
procede de la materia, y las ideas en aquel lugar superior son simples y no materiales,
¿cómo se diversificarán? Más bien parece que tendría aquí razón el viejo Parménides al
admitir sólo una idea, la de ser o de Dios. En segundo lugar, no resulta fácilmente
comprensible la idea de participación: compréndese muy bien lo que es participar en algo
material, una comida, por ejemplo: cada comensal se lleva una parte y de este modo
participa. Pero en algo espiritual, simple, intangible, ¿qué participación cabe, en un sentido
entitativo, constitutivo del ser? Por último, ese concepto de materia, que parece ser algo
puramente negativo, mera limitación, ¿cómo concebirlo? Todo lo que es y actúa ha de tener
algún género de entidad. Estas serán las cuestiones que Platón —que dio un paso de
gigante en el pensamiento humano— hubo de dejar planteadas a la especulación posterior,
concretamente a su discípulo Aristóteles.

ARISTÓTELES.

Aristóteles (384-332) fue, sin duda, el fruto intelectual más granado de aquella civilización
refinada, especialmente idónea para la filosofía, verdadera «edad dorada» de la cultura
humana. Espíritu profundísimo e investigador incansable, no poseyó en tan alto grado las
condiciones literarias y poéticas de su maestro Platón, pero supo continuar la obra de este
con un rigor y profundidad que hicieron de su filosofía algo considerado durante siglos como
definitivo.

Entre las obras que de Aristóteles se conservan hay que destacar en primer lugar, por su
carácter introductorio, la Lógica, que él llamó Organon (o instrumento, instrumento del
saber). Es notable el hecho de que esta compleja ciencia de la estructura interna del
pensamiento fue descubierta y expuesta casi en su totalidad por Aristóteles, sin que toda la
humanidad posterior haya podido añadir otra cosa que leves detalles o modernamente su
conjugación con la matemática. Toda la minuciosa doctrina de las formas generales del
pensamiento (concepto, juicio y raciocinio) con sus clasificaciones, leyes y combinaciones, y
toda la teoría de las formas particulares del pensamiento científico (definición, división,
método), aparecen en el Organon aristotélico casi en la forma en que son estudiadas hoy
mismo.

Pero aquí nos interesa su Metafísica, obra que condensa la concepción aristotélica del ser y
prolonga el pensamiento filosófico en el punto en que lo dejamos. Aristóteles dio a este
tratado el nombre de Filosofía primera; el de metafísica le advino después, en razón del
lugar que ocupaba en su obra, detrás de la física. Esta Filosofía primera es, según su propia
definición, la ciencia del ser en cuanto ser, es decir, la ciencia que resulta del tercer grado
de abstracción.

Comienza Aristóteles admitiendo con Platón un universal- arché que es causa de las
perfecciones de las cosas, es decir, de que sean esto o aquello. Pero este universal no está
para él en un mundo superior y distinto, sino en las cosas mismas, como uno de los
principios metafísicos que las constituyen. En la realidad solo existen para Aristóteles las
cosas individuales, concretas, lo que él llama sustancias. Pero estas sustancias realizan,
cada una a su manera, un universal o modo de ser general, la esencia, aquello que la cosa
es, y cuyo ser comparte con los demás individuos de su misma especie. Así, por ejemplo,
solo existen real y separadamente hombres concretos, diferentes, pero todos realizan el
mismo universal hombre, que es su esencia común. Esta individualidad y esta universalidad
que se dan unidas en las cosas materiales concretas se explican, según Aristóteles, por dos
principios físicos, que él llama materia y forma (ulé y morfé, en griego; de aquí el nombre de
hilemorfismo que se da a esta teoría).

La forma, heredera de la idea platónica, es «un principio universal, causa de las


perfecciones específicas de un ser, y origen de inteligibilidad». La forma —hombre, caballo,
justicia—, hacen que este hombre, ese caballo, aquel acto justo, sean lo que son: hombre,
caballo, justicia. Además, por la forma comprendemos las cosas: comprender algo es, como
veremos, a modo de una iluminación de su forma que realiza el entendimiento. Lo que las
cosas tienen de puramente individual es incomprensible intelectualmente; el individuo solo
es accesible a la experiencia sensible. Imaginemos una familia a la que ha llegado un
pariente que residió siempre en América. Un miembro de la familia va a puerto a recibirle.
Los restantes miembros sienten viva curiosidad por el que acaba de llegar. Para
satisfacerlos, el familiar que se destacó les habla por teléfono intentando explicarles cómo
es. Les dirá, por ejemplo, que es alto, moreno, de edad mediana, etcétera. Es decir,
destacará de él varios conceptos universales, generales, y, con ello, podrá comunicar quizá
a los ausentes una idea aproximada; pero, aunque pasara toda su vida expresando rasgos
diferenciales de la personalidad del recién venido, no lograría transmitir la imagen concreta,
viva, real, que él adquirió en un instante con solo verle. La individualidad es impenetrable a
la razón e inexpresable, por tanto; la intelección se realiza siempre por medio de lo
universal.

La materia prima es, en cambio, «un principio pasivo, inerte, origen de la individuación». Por
la materia los seres se individúan, se hacen esta cosa concreta, diferente, ella misma. La
materia no es ya para Aristóteles algo meramente negativo — limitación de ser— como era
en Platón, sino un principio o causa del ser que, comunicándose, fundiéndose con la forma,
da lugar al ser existente o sustancia.

Materia y forma son las dos primeras causas del ser, que Aristóteles enumera; explicar un
ser —dice— es dar cuenta de las causas que han intervenido en su existencia. Estas son
cuatro: causa material, formal, eficiente y final. Imaginemos una estatua de Julio César.
Podemos decir que depende o es efecto de estas cosas: de la idea de Julio César que el
escultor poseía y que imprimió al mármol (causa formal); del mármol mismo, sin el cual no
habría estatua (causa material); de la acción del escultor, que con su cincel y su martillo
sacó de su indeterminación a la materia (causa eficiente), y del fin que el escultor se
propuso al hacer la estatua (agradar a César, ganar dinero, realizar la belleza...) (causa
final). A las dos primeras causas les llamó Aristóteles intrínsecas porque actúan desde
dentro, penetrándose, para la producción del ser; las otras dos son extrínsecas: la eficiente
es la acción —causa impulsiva— de que es capaz el ser ya existente; la final se opera a
través de la mente del que obra, que conoce el término de la acción y en vista de él
—atractivamente— obra.
Esta causa final no se da solo, según Aristóteles, en la acción del ser inteligente, sino que
también se halla impresa en la naturaleza. La forma de los seres tiende en ellos a su propia
perfección, abriéndose paso a través de la limitación, de la imperfección, que le imponen la
materia y la individualidad. Por ello, los seres poseen tendencias naturales y unos tienden
hacia otros, ya que, así como todos tienen una primera fraternidad en el ser, poseen otras
afinidades que los hacen mutuamente perfectibles, por una ley universal de armonía que
preside al Cosmos. Unos tienden a su fin ciegamente, como acontece en las afinidades
químicas de los cuerpos, por ejemplo; otros instintivamente, como los animales, conociendo
su objeto, pero no la razón de apetecerlo; otros, en fin —los hombres—, racionalmente,
libremente, conociendo la razón de apetibilidad y pudiendo, al no estar determinados por los
objetos mismos, apartarse de su cumplimiento en razón de otros motivos inferiores. De aquí
que la finalidad no sea solo un modo de apetecer y de obrar los seres dotados de
conocimiento, sino que está impresa en las formas mismas (entelequias) y en el orden
general del Universo.

Recordemos que los dos problemas primeros que movieron al hombre a filosofar fueron la
pluralidad de los seres y el movimiento, esto es, el cambio, la caducidad de las cosas. La
teoría de la materia y la forma respondía al primero de estos problemas; la que vamos
ahora a ver, al segundo. Trátase de la teoría de la potencia y el acto, que es central en el
pensamiento de Aristóteles.

Parménides, como recordamos, no admitía el movimiento, porque oponía el ser al no-ser y


rechazaba este por impensable. Pero entre el ser y el no-ser hay más que mera oposición,
hay contrariedad; cabe entre ambos un tercer término: el ser en potencia. Lo que no es
todavía, pero puede llegar a ser, la capacidad de ser. La potencia es ser comparado con la
nada; no-ser, en comparación con el ser. Pues bien, todos los seres de la naturaleza
contienen una mezcla de potencia y acto; poseen un ser actual —acto— y multitud de
disposiciones —potencias— que serán, o no, actuadas (realizadas) durante su existencia.
El movimiento es, precisamente, el tránsito de la potencia al acto, la actualización de
potencias.

Y el movimiento —el cambio— es el modo de existir de todas las cosas naturales por razón
de su mismo ser, que es mezcla de acto y de potencias que han de ser actualizadas
sucesivamente, en el tiempo. Supuesto que la materia es por sí inerte y no puede moverse
a sí misma, este mundo en movimiento ha de ser movido por un primer motor inmóvil —acto
puro—, que es lo que Aristóteles entiende por Dios. Por este camino filosófico llegó
Aristóteles al conocimiento de un solo Dios (monoteísmo), acto puro y ser necesario, que
tanto se aproxima al Dios del Cristianismo. Alguien le llamó por esto «cristiano
preexistente». Claro que el Dios de Aristóteles es solo un Dios filosófico que nada sabe del
Dios personal cristiano, ni siquiera del concepto de creación en el tiempo —pues suponía al
mundo existente desde siempre, aunque dependiendo de Dios —, ni mucho menos de la
idea de providencia.

A esta división dio el nombre de categorías. Divídense, ante todo, las cosas en sustancia y
accidente. Es sustancia lo que existe en sí, accidente lo que requiere de otro para existir en
él. Así, una mesa, un árbol, son sustancias; pero el color blanco, la bondad, el reír, son
accidentes porque no se dan solos, aislados, sino en otro, en algo que es blanco, que es
bueno o que ríe. Los accidentes se dividen a su vez en cantidad, cualidad, relación, acción,
pasión, lugar; tiempo, posición y estado. Si a ellos se antepone la sustancia tendremos las
diez categorías aristotélicas, que son como grandes casilleros en los que entran todas las
cosas.

Más allá de estas categorías o géneros supremos de las cosas no se puede alcanzar más
que un concepto más general, que los abarca de un modo especial: el concepto de ser. Este
concepto ha de captarse con una gran finura conceptual, pues solo así puede hacérsele
compatible con esa nuestra doble experiencia cognoscitiva, y con el dualismo que requiere
el hecho de que seamos libres para obrar. La noción que, según Aristóteles, debe tenerse
del ser nos servirá para recapitular sobre el planteamiento que del problema metafísico
hicieron Heráclito y Parménides.

Según su modo de aplicarse, un término (que es la expresión del concepto) puede ser
unívoco, equívoco o análogo. Unívoco es aquel término que se emplea siempre en el mismo
sentido; cuando digo reloj, por ejemplo, significo siempre lo mismo. Es equívoco, en cambio,
aquel otro que se emplea en sentidos totalmente diversos. Así, el término vela, que puede
aplicarse a la vela de un barco o a una bujía de cera. Es análogo, en fin, aquel que se
refiere a cosas diversas, pero no totalmente heterogéneas, sino derivadas de una
significación original. El término alegre, por ejemplo, si lo aplico a un paisaje quiero decir
que produce alegría; si a un rostro, que expresa alegría; si a un carácter, que es alegre;
cosas todas diversas, pero emparentadas entre sí, análogas.

La noción de ser no debe concebirse como unívoca ni como equívoca, sino como análoga.
«Ser —dice Aristóteles— se dice de muchas maneras». No se dice lo mismo de la sustancia
que del accidente, de la potencia que del acto, de Dios que de las cosas naturales.
Tampoco se dice de modo totalmente diverso, sino según un principio de analogía. Solo
partiendo de esta concepción se puede, según Aristóteles, superar los primeros y
fundamentales escollos del filosofar y salvar la posibilidad de una metafísica que se adapte
a la realidad tal como es y contenga así perspectivas de progreso. La concepción equívoca
del ser da origen al escepticismo; esto aconteció a Heráclito, que, teniendo ojos solamente
para la infinita diversidad de las cosas, no reconocía ningún valor real a los conceptos
universales, ni, menos, al concepto de ser, y veía en ellos solamente modos artificiosos y
equívocos de llamar a las cosas. La concepción unívoca conduce, en cambio, al monismo
(doctrina que admite un solo ser) o al panteísmo. Este fue el caso de Parménides.
Reconociendo un solo modo de ser, un concepto de ser unívoco, no podía concebir límite o
diferenciación alguna para la variedad de los seres, y hubo de afirmar en consecuencia un
solo ser eterno, infinito e inmóvil. Ambas concepciones, que, como dijimos, se traducen
prácticamente en un quietismo tan ajeno al espíritu occidental y al griego en particular, se
superan en el pensamiento de Aristóteles con esa forma radical de captar el ser que permite
su posterior contracción a modos y categorías diversos de ser y de obrar.

Esto que llamamos hombre es para él una unidad sustancial, no una mera episódica unión
accidental de alma y cuerpo, como en Platón. En su seno supone Aristóteles que hace el
alma papel de forma y el cuerpo de materia. No será así posible la preexistencia ni la
transmigración de las almas. Esta doctrina de la unión sustancial es, sin duda, la que más
responde a los hechos, esto es, a la estrecha solidaridad en que se encuentran en nosotros
los fenómenos psíquicos y los fisiológicos.

El conocimiento se inicia a través de los sentidos; quien esté privado de sentidos no puede
adquirir ninguna vida psíquica. Pero el conocimiento intelectual, aunque parta del
conocimiento sensible, es algo superior y distinto, algo que no posee el animal. Es un leer
dentro (intuslegere), un poder de penetrar en el interior del objeto e iluminar en él su forma
para lograr esa reproducción en la mente que es lo que se llama idea o concepto. Puede
compararse la función del entendimiento a la que en los cuerpos ejercen los rayos X: una
iluminación interior, el descubrimiento de una realidad profunda que no es accesible a los
sentidos. Merced a esta facultad puede el hombre traspasar la esfera de las cosas
concretas o individuales en que se mueve el animal para penetrar en el mundo inteligible de
las esencias universales, mundo que le permite un modo superior de existir, de relacionarse
y de progresar.

La ética o moral de Aristóteles coincide en sus líneas generales con la platónica. El hombre
tiende naturalmente a la felicidad (eudemonía), cosa distinta del placer (hedoné), que
proponen como fin supremo del hombre las teorías hedonistas. Un hombre puede disfrutar
de muchos placeres en su vida y no ser feliz en absoluto, incluso muy desgraciado; y a la
inversa, puede disponer de pocos placeres y considerarse fundamentalmente feliz.
Tampoco estriba el bien supremo en la adquisición de la virtud, porque la virtud es solo el
medio para alcanzar una vida feliz. La felicidad es, en rigor, una repercusión en el alma de
lo que para Aristóteles constituye el supremo bien humano: el ejercicio de la más alta y
diferencial facultad del hombre, que es el entendimiento. Aristóteles concibe así la felicidad
como el momento supremo de la contemplación intelectual: la fruición del comprender, o la
prolongación sin límite de ese instante luminoso en que el espíritu entiende o descubre la
verdad.

Para alcanzar ese bien supremo se requiere de la virtud, que es a la vez fuerza que
potencia a las diversas facultades y tensión armónica entre las mismas. La virtud se
manifiesta como un «hábito del término medio», ya que esa tensión y fuerza conduce a un
obrar armónico, equidistante de extremos viciosos. Así, la fortaleza o valor equidista de la
cobardía (decadencia del ánimo) y de la temeridad (ánimo no sometido a razón). Aristóteles
distingue entre las virtudes éticas, que regulan la vida activa, y las dianoéticas, que rigen la
vida contemplativa, superior.

Al ser la sociedad un hecho de la naturaleza humana, no solo están representadas en sus


clases las facultades del alma, como suponía Platón, sino que se construye respondiendo a
los dos estratos reales que comprende el ser humano: la racionalidad y la animalidad, el
intelecto y el instinto. Consecuente con esto, rechaza Aristóteles los intentos de constituir
una ciudad ideal por medios exclusivamente racionales; antes bien, se atiene a la
experiencia de los regímenes políticos históricos y existentes para determinar su valor y
sentido. Divide así las formas de gobierno en monarquía, aristocracia y democracia, según
que el poder rector resida en uno solo, en el grupo de los mejores o en la totalidad del
pueblo. A estas formas justas de gobierno en que el poder se ejerce para su fin natural, que
es el bien común, se oponen las injustas, en que se ejerce en beneficio de los propios
gobernantes: tiranía, oligarquía y demagogia; o lo que es lo mismo, gobierno arbitrario de
uno solo, de unos pocos no seleccionados, y de los peores instintos, o la más baja fracción
del pueblo. El mejor régimen es para Aristóteles la monarquía, porque puede ejercerse con
la eficacia y responsabilidad, que es patrimonio de la sustancia primera o individuo, ser real
existente. El peor, la tiranía, porque es la corrupción del más noble. Sin embargo, el más
perfecto régimen sería uno que armonizase las tres formas rectas de gobierno. No puede
olvidarse que Aristóteles propugna una coexistencia natural de instituciones y clases que
representan las facultades del hombre y sus necesidades sociales, autónomas en cierto
modo, aunque aglutinadas por un poder rector. Así sugiere un régimen mixto que sea
democrático en las instituciones inferiores, aristocrático en la minoría directora, monárquico
en el poder supremo. Toda esta teoría ha ejercido una gran influencia a lo largo de la
historia, tanto en las concepciones jurídicas (iusnaturalismo) como en las políticas.

Aunque Platón y Aristóteles fueron maestros y discípulo, y el aristotelismo fue una


prolongación de la Academia, inician uno y otro sendas corrientes generales del
pensamiento humano que contienden en muchas ocasiones a lo largo de la historia, pero
que, en su sentido más profundo, se complementan mutuamente: aquella corriente que
huye de este mundo que nos rodea para buscar la realidad verdadera en un trasmundo
superior, y aquella otra que parte del ser y del valer de la realidad que vivimos y que en su
seno descubre el mundo de la razón y la profundidad del conocimiento. Ambas corrientes se
prolongan a través de la época clásica, coexisten durante toda la Edad Media, y aún es
posible descubrirlas en el pensamiento moderno y contemporáneo.
LAS NUEVAS SUBJETIVIDADES Y LAS NUEVAS FORMAS DE CONOCER Y
PRODUCIR EL CONOCIMIENTO.

EPICURO (la relación del placer con la razón, la serenidad y la amistad)

Placer y Felicidad.

Epicuro es el primer filósofo que no desprecia al placer y lo coloca en el centro de su


filosofía. Él identifica el placer con la felicidad: “El placer es el principio y el fin de la vida
feliz”. Quien pretenda ser feliz debe entregarse al placer, organizar toda su vida en torno a
él.

Va a plantear una moral diferente de la moral abstracta e idealista que sostienen los
discípulos de Platón y Aristóteles. Es el planteo moral de Epicuro lo que nos indica que es lo
bueno y qué es lo malo o que nos hace bien y qué nos hace mal, es la sensibilidad corporal:
lo que nos produce placer es bueno, lo que nos produce dolor es malo.

Los componentes del placer.

Según Epicuro, lo que nos permite distinguir lo bueno y lo malo es la sensibilidad. Lo bueno
es todo aquello que proporciona placer. Él afirma que, a pesar de que las bebidas y las
comidas son unas de las tantas fuentes de placer, no encontramos placer en las
borracheras o en los banquetes continuos.

En la comida como fuente de placer intervienen tres factores: el estado en el que se


encuentra el sujeto que va a alimentarse (mientras más hambre más placer), la calidad
(mayor calidad mayor placer) y la cantidad del alimento (si la cantidad es menor a la
necesaria genera displacer, pero si se supera deja de producir placer y comienza a producir
dolor).

En su indagación sobre el placer, Epicuro hace dos descubrimientos: El placer es diferencial


y se presenta mediante pulsos.

El carácter diferencial y pulsante del placer.

Si el vino produce placer quienes viven en estado de ebriedad serían los más felices. Pero
no es así, ante esto la conclusión que saca el filósofo es que el placer siempre es resultado
de una diferencia entre estado previo y una situación posterior: para alguien que está
acostumbrado a comidas refinadas pasar un día a agua y pan es un castigo, para el
hambriento es una recompensa y aquel que está acostumbrado a comer pan y agua no
siente placer ni displacer.

En este último ejemplo se encuentra la segunda característica del placer: su ser pulsante.
Pensar en un estado permanente de placer es imposible, porque en cuanto se quiere hacer
del placer algo constante desaparece.

En síntesis, el placer es el pulso que marca la diferencia entre el estado previo y la situación
posterior. El placer no puede conservarse.

Para vivir placeres intensos es necesario que la brecha entre el estado previo y la situación
posterior sea lo mayor posible. Solemos creer que la manera de intensificar el placer es
aumentando la calidad y la cantidad de las sensaciones (queremos más y mejor comida,
más y mejor sexo). Pero cuanto más alto es el estándar más difícil resulta producir un nuevo
salto. Por lo tanto, mientras que la posibilidad de placer se reduce, más crece la posibilidad
de dolor. (Trampa a la que nos introduce la sociedad del consumo).
Epicuro, en cambio, nos muestra otra posibilidad. Si el placer es la diferencia entre dos
puntos, quizás lo conveniente no sea elevar el nivel del segundo, sino bajar el primero. Ante
esto entendemos que el rechazo de Epicuro a la lujuria, las borracheras y la gula no se
realiza en nombre de una moral espiritualista y trascendente enemiga de los placeres. Sino
que surge por la propia moral del filósofo, aquella que hace del placer el fin de la vida. Si la
lujuria es mala no es por el placer que produce, sino porque no produce el placer que
promete.

El lugar de la razón

La razón proporciona una vida feliz, no las borracheras y los banquetes dice Epicuro, la
razón busca los motivos legítimos de elección o aversión y apartando las opiniones que
puedan al alma la mayor inquietud.

(Esto se asemeja demasiado a las conclusiones que podemos encontrar en Platón o


Aristóteles).

La razón tiene una importancia capital en la filosofía de Epicuro. La razón no se opone al


placer, sino que se pone a su servicio. Empleando a la razón vamos a poder elegir el objeto
que mayor placer nos pueda provocar y vamos a discernir la cantidad de él que podremos
tomar para alcanzar el punto fronterizo que separa el máximo placer de su opuesto, el dolor.
También se hace necesaria en los casos en los que el placer se presenta acompañado de
dolor.

Empleando la razón vamos a elegir aquello que más placer nos puede provocar y vamos a
discernir la cantidad de él que podamos tomar para alcanzar el punto fronterizo que separa
el máximo placer de su opuesto, el dolor.

Puesto que el placer es el primer bien natural, se sigue de ello que no buscamos cualquier
placer, sino que en ciertos casos despreciamos muchos placeres cuando tienen como
consecuencia un dolor mayor. Por otra parte, hay muchos sufrimientos que consideramos
preferibles a los placeres, cuando nos producen un mayor placer después de haberlos
soportado durante un largo tiempo. Por consiguiente, todo placer es un bien, pero no todo
placer es deseable.

El buen uso de la razón nos permitirá decidir cuándo conviene postergar un placer en
atención a los dolores a los que está asociado y cuándo afrontar un dolor en vista al placer
que provendrá de él.

LA INTENSA SERENIDAD.

Para Epicuro es un error intentar hacer del placer un estado. El estado del que surge el
placer y al que vuelve es la serenidad, el sabio vive sereno y disfruta cuanto puede del
placer. Hay dos causas principales de amenazas de la serenidad: el miedo y el deseo.

Los miedos.

Quien tiene miedo se transforma en esclavo de aquello a lo que teme. Las principales
fuentes de temor que combate Epicuro son los dioses, la muerte, el futuro y la naturaleza.

Los dioses: Para Epicuro las características fundamentales de los dioses son la inmortalidad
y felicidad.
Epicuro prefiere redefinir a los dioses corpóreos, quitándoles algunas de las características
que les eran atribuidas por "la opinión de la mayoría". Lo que va a quitar a los
dioses es aquello que atenta contra su felicidad y contra la de los hombres.

Si los dioses existen y son poderosos e inteligentes, ¿en qué deberían emplear su poder
sino en ser felices? ¿Para qué malgastar su poder causándose molestias, provocándose
mutuos sufrimientos y dolores? Eso hablaría muy mal de los dioses.

Los dioses de Epicuro no premian ni castigan a los hombres. En realidad, ni siquiera les
prestan atención.

Viven su vida feliz y punto. El hecho de que los dioses no se ocupen de los hombres no
significa que no tengan ninguna utilidad para ellos. La tienen, y mucha. Porque les muestran
que lo mejor que pueden hacer los hombres es ser felices.

La muerte: la muerte no existe ni para los vivos ni para los muertos, porque para los unos
no existe, y los otros ya no son. Nadie habla de su propia muerte, por lo tanto nadie la
siente.

Con su planteo, Epicuro no pretende hacernos creer que somos dioses inmortales. Pero sí
convencernos de que podemos vivir como si lo fuéramos. Lo que a él le interesa no es la
muerte en sí misma, sino la vida, la vida feliz.

Se trata, en definitiva, de vivir lo más intensamente posible, no de procurar extender la vida


en el tiempo.

El futuro: En relación con el futuro, hay dos posturas clásicas: la de quienes sostienen que
depende exclusivamente de la voluntad humana y la de quienes afirman que el hombre no
tiene nada que hacer por él, sea porque está escrito de antemano o porque todo depende
completamente del azar.

La naturaleza: Epicuro no es un gran amigo de la cultura. Para Epicuro los conocimientos


tienen razón de ser solamente en la medida en que aportan a la felicidad.

No le interesa conocer la naturaleza simplemente para informarse de cómo es. Epicuro


sabe que la naturaleza es fuente de temor para los hombres. Como carecen de
conocimientos acerca de cómo y por qué se producen los fenómenos naturales suelen creer
en mitos que interpretan de un modo fantasioso.

Los deseos.

Además de los miedos, otra importante causa de inquietud puede encontrarse en los
deseos. Algunos deseos mueven al placer y por tanto a la felicidad. Pero también hay otros
deseos que conducen al dolor y el sufrimiento.

Los deseos naturales (comer, beber, dormir, tener relaciones sexuales, desechar residuos
corporales, no pasar excesivo frío ni calor) son aquellos cuya satisfacción conduce a la
felicidad. Se les añade la característica “necesario” cuando se está en una situación tal que
no satisfacer ese deseo produce un inmenso dolor. Será la razón la que nos oriente en
cuanto a si nos conviene o no satisfacer ese deseo.

Los deseos vanos, por su parte, son los que desvían a los hombres del camino de la
felicidad ya que hacen que se preocupen por cosas que, en realidad, no les proporcionan el
bienestar que prometen. La naturaleza aparece aquí como opuesta a lo humano.
LA INTENSIDAD DE LA AMISTAD.

Los epicúreos no sólo supieron elogiar la amistad, sino que hicieron de ella un componente
fundamental de su vida y de su filosofía.

Según él, debemos sospechar de quien separa a la amistad de la utilidad. La amistad es


algo útil, la utilidad de la amistad está en que ella colabora con la consecución de la
felicidad. Nosotros sabemos que para Epicuro la felicidad es el placer. Por lo cual, podemos
decir que la amistad contribuye al placer.

La amistad es algo que debe cultivarse con un objetivo

SPINOZA (inmanencia y potencia).

INMANENCIA.

Spinoza es el gran filósofo de la inmanencia. En principio, se trata de un concepto que alude


a un proceso que es por completo interno a algo, que tiene lugar por la simple relación entre
sus componentes. De modo que, para explicar lo que allí sucede, no hace falta recurrir a
nada exterior, ya que nada exterior o trascendente lo afecta.

Inmanencia se opone a trascendencia. Cuando un proceso tiene lugar de modo inmanente,


invalida cualquier tipo de intervención externa. Un proceso inmanente es, ante todo,
autosuficiente. Según el sentido común no hay nada totalmente inmanente.

Dios.

Si todo es inmanente, a Dios se le plantea una disyuntiva: o forma parte del todo o se queda
afuera. Pero si se queda afuera, no existe, por lo cual debe estar incluido en el todo. Si Dios
está en el todo, el único camino que queda es identificarse con él.

El hombre como un modo de ser de la sustancia.

Spinoza es un defensor de la singularidad. No hay nada que se sitúe por encima del
hombre. Se puede seguir sosteniendo la noción de un Dios, peroéste ya no podrá consistir
en un ser trascendente. Se tratará, en todo caso, de algo que se exprese a través de las
cosas.

Potencia.

La potencia es la esencia del modo, lo que lo diferencia. La pregunta “¿que soy?” tiene una
respuesta simple: soy lo que puedo.

Definiendo la singularidad mediante la potencia, queda claro que no puede haber dos
modos iguales, porque nada puede exactamente y en todos los sentidos lo mismo que una
cosa distinta. Esto le permite a Spinoza sostener que cada modo expresa la potencia divina,
la de la sustancia de una manera única y singular.

Pero la potencia no sólo varía en función del contexto presente, sino que también se ve
afectada por el contexto pasado ya que, al menos en parte, fui construyendo lo que hoy
puedo a lo largo de mi historia personal en el contacto con los demás.

La potencia varía, por lo tanto no se puede hablar de identidad en un sentido estricto. Los
cambios se dan sobre un trasfondo de cierta constancia que permite que se siga
reconociendo a esa cosa como ese ente particular.
Cuando pasa algo importante en la vida de una persona se dice que: ”desde que le sucedió
eso ya no es la misma “persona”;. Allí el cambio de potencia es tal que la pregunta” ¿quién
es?” tendrá una respuesta muy diferente que la que podía darse antes de ese
acontecimiento.

Esto solo habla desde el aspecto cuantitativo de la potencia. Desde el cualitativo los
cambios en la potencia no sólo atañen a cuánto puedo, sino también a qué puedo. En
relación con lo cualitativo, Spinoza toma especialmente en cuenta la relación de reposo y
movimiento que hay entre las partes que componen una cosa.

La alteración de la relación de reposo y movimiento que hay entre las partes de un cuerpo
hacen que varíe radicalmente la potencia de ese cuerpo. Spinoza presenta dos grandes
perspectivas de interpretación.

Esas perspectivas son la de la sustancia y la de los modos”. Con la muerte de un ser


humano (aunque lo mismo vale para la muerte de cualquier animal o para la transformación
de cualquier objeto) no hay pérdida de potencia, lo que hay es un cambio en su modo de
expresión.

Desde el punto de vista del modo, la cuestión es muy diferente. Porque el modo está
interesado en mantener esa forma singular de expresión. Como tendremos oportunidad de
desarrollar extensamente, cada cosa particular se esfuerza todo lo que puede por
permanecer siendo lo que es. Es la potencia lo que nos indica que es, no su dis potencia.

FOUCAULT (saber y poder: disciplinamiento y producción de subjetividad).

Límites del poder.

Obsesionado por los métodos de disciplinamiento instala una nueva terminología para
describir escenarios conocidos (biopolítica). Lo propio del saber no es ver ni demostrar, sino
interpretar.

Analiza el funcionamiento de los manicomios, las cárceles, las escuelas y los asilos.
Estructuras que nos llevan a redefinir los sistemas de poder instaurados y aceptados
socialmente.

Sus objetivos fueron iluminar las zonas de sombras de la sociedad y festejar lo que llamó “la
fiesta del pensamiento”.

Sus estudios del sistema del poder parten de los análisis de las cárceles. Foucault toma ese
modelo de disciplinamiento social y lo amplia a todo el espectro de los estudios sociales (los
hogares y las escuelas son instrumentos de las superestructuras para reafirmar su poder).

Se interesa en la relación entre el saber y el poder. A partir del tópico “saber es poder” se
pregunta cómo actúa el saber para articular el poder.

Un grupo de poder establece que es la verdad, pero no existe una verdad absoluta.
Entonces ¿Qué significa saber? El saber es lo que un grupo de gente comparte y que
decide lo que es la verdad. A través de esta verdad el poder disciplinario controla la
voluntad y el pensamiento en el proceso de normalización.
Normalización y lenguaje.

Normalizar implica numerar y controlar a los individuos para que cumplan su rol dentro del
grupo social. Este cuerpo social se normaliza por medio del lenguaje, afirma que los
saberes o discursos son frutos de determinadas condiciones.

Estas prácticas sociales han creado un lenguaje que se apoya en definir a algo por su
opuesto (bueno/malo, lindo/feo). Este lenguaje define al discurso.

Normal/anormal.

El discurso sobre la locura producido por psicólogos, trabajadores sociales, etc hablan de la
misma como algo anormal. Si la locura es anormal por lo tanto define la normalidad, solo
por lo anormal sabemos que es normal. (El poder afirma que la heterosexualidad es normal,
por lo tanto la homosexualidad es anormal).

La gente “normal” se ocupa de estudiar la anormalidad. A través de la anormalidad se


establecen las relaciones de poder en la sociedad, la persona normal tiene poder sobre la
anormal.

El mal sin límites.

Todas las violencias son posibles en las cárceles. Las prisiones permiten que ciudadanos
irreprochables puedan ejercer o permitir el encierro y el castigo, mientras que la sociedad no
solo tolera, sino que hasta exige que al delincuente se lo haga sufrir.

Superestructura.

El capitalismo se perpetúa gracias al ejercicio de poderes que se hallan presentes en todo


el cuerpo social, al que va a llamar micro poderes. El poder no pasa por el enfrentamiento
entre dominantes y dominados como decía Marx, sino que este está presente en cada parte
del entramado social. El Estado y los grupos sociales hacen uso del poder.

Sociedad disciplinaria.

Solo las mentes y los cuerpos disciplinados pueden garantizar la productividad, la


aceptación de las normas y el pensamiento metódico requeridos por el capitalismo
occidental. Pero este modelo de la sociedad de control fue cambiando. A partir de la
modernidad el control pasa a estar depositado en la seducción, el hedonismo, el consumo y
las biotecnologías.

Biopolítica.

Este término se creó para definir ese ambiguo sistema de relaciones entre el poder y la vida
cotidiana. La función de la biopolítica es tratar de que los cerebros se autorregulen, o sea se
autocontrolen. Se podría definir a la biopolítica como la implementación de acciones
políticas sobre la vida tanto en cuerpos individuales como en poblaciones. El estado y las
teorías económicas se ocuparon en potenciar las capacidades biológicas e intelectuales de
los individuos.

El objetivo del biopoder por lo tanto es el control total de la vida. El mercado es el verdadero
regulador de la sociedad, los individuos no cubren ningún papel. No es la explotación que
denunciaba Marx, sino de la exclusión progresiva de masas a los que se niega identidad.
Según Foucault las relaciones de poder varían según la resistencia. Coincidía con
Nietzsche sobre el hecho de que el hombre de la modernidad es un ser centrado en sí
mismo incapaz de grandes deseos, dedicado a preservarse y a evitar el dolor.

El poder es una red y los intelectuales tienen la tarea de cambiar algo en el espíritu de
la gente.

HAN (de la biopolítica a la psicopolítica, la sociedad de la transparencia: el rendimiento y la


positividad del poder inteligente).

La crisis de la libertad: la sensación de libertad se ubica en el tránsito de una forma de


vida a otra, hasta formar una especie de coacción; esto es el destino del sujeto que
literalmente significa “estar sometido”.

Hoy en día creemos que somos un proyecto, el yo como proyecto que cree haberse liberado
de las coacciones externas y de las coerciones ajenas, se somete a coacciones internas y a
coerciones propias en forma de una coacción al rendimiento y la optimización.

Entonces, la libertad es la contrafigura de la coacción pero cabe destacar que esta genera
coacciones (enfermedades, depresión, patologías).

El sujeto del rendimiento, que se pretende libre, es en realidad un “esclavo absoluto” en la


medida en que sin amo alguno se explota a sí mismo de forma voluntaria. La libertad es,
fundamentalmente, una palabra relacional. Uno se siente libre solo en una relación lograda,
en una coexistencia satisfactoria. El aislamiento total al que nos conduce al régimen liberal
no nos hace realmente libres. La libertad individual es una esclavitud en la medida en que el
capital la acapara para su propia proliferación.

Dictadura de la transparencia: la libertad y la comunicación ilimitadas se convierten en


control y vigilancia totales. También los medios sociales se equiparan cada vez más a los
panópticos digitales que vigilan y explotan lo social de forma despiadada. La sociedad
digital hace un uso intensivo de la libertad.

Nos dirigimos a la época de la psicopolítica digital. Avanza desde una vigilancia pasiva
hacia un control activo. Nos precipita a una crisis de la libertad con mayor alcance, pues
ahora afecta a la misma voluntad libre. El “big data” es un instrumento psicopolítico que
permite adquirir un conocimiento integral de la dinámica inherente a la sociedad de la
comunicación. Se trata de un conocimiento de dominación que permite intervenir en la
psique y condiciona a un nivel pre -reflexivo.

A su vez permite hacer pronósticos sobre el comportamiento humano por lo que de este
modo el futuro se convierte en predecible y controlable. La psicopolítica digital transforma la
negatividad de la decisión libre en la positividad de un estado de cosas. La persona misma
se positiviza en cosa, sin embargo ninguna cosa es libre aunque sí transparente. El Big
Data anuncia entonces el fin de la persona y de la voluntad libre.

Poder inteligente: el poder tiene formas muy diferentes de manifestación, este sucede sin
que se remita a sí mismo de forma ruidosa. Puede exteriorizarse como violencia o represión
pero no descansa sobre ella.

No se opone a la libertad, sino que hace uso de ella.

El poder disciplinario no está dominado del todo por la negatividad. A causa de esta
negatividad no puede describir el régimen neoliberal, que brilla en su positividad. El sujeto
sometido no es siquiera consciente de su sometimiento. El entramado de dominación le
queda totalmente oculto. El poder inteligente, amable, no opera de frente contra la voluntad
de los sujetos sometidos sino que dirige esa voluntad a su favor. No se enfrenta al sujeto, le
da facilidades. El poder inteligente se ajusta a la psique en lugar de disciplinarla y someterla
a coacciones y prohibiciones. Este lee y evalúa nuestros pensamientos conscientes e
inconscientes. Quiere dominar intentando agradar y generando dependencias.

Biopolítica: El poder disciplinario somete al sujeto a un código de normas, preceptos y


prohibiciones, así como elimina desviaciones y anomalías. Tanto el poder soberano como el
disciplinario ejercen la explotación ajena. Crean al sujeto obediente. El poder disciplinario
descubre a la población como masa de producción y reproducción que ha de administrar.
De ella se ocupa la Biopolítica (reproducción, tasas de natalidad y mortalidad, salud). La
Biopolítica es la forma de gobierno de la sociedad disciplinaria. Pero es totalmente
inadecuada para el régimen neoliberal que explota la psique.

La curación como asesinato: La época de la soberanía es la época de la absorción como


retirada y sustracción de bienes y servicios. El poder de la soberanía se manifiesta como
derecho de disponer y tomar. La sociedad disciplinaria, por el contrario, presupone la
producción. El régimen neoliberal introduce la época del agotamiento. Ahora se explota la
psique. La permanente optimización personal, que coincide con la optimización del sistema,
es destructiva. Conduce a un colapso mental. La optimización personal se muestra como la
autoexplotación total. El trabajo sin fin en el propio yo se asemeja a la introspección y al
examen protestante, que representa a su vez una técnica de subjetivación y dominación.
Tan destructiva como la violencia de la negatividad es la violencia de la positividad. La
psicopolítica neoliberal, destruye el alma humana, que es todo menos una máquina positiva.
El sujeto del régimen neoliberal perece con el imperativo de la optimización personal, con la
coacción de generar más rendimiento. La curación se muestra como asesinato.

Big data: posibilita una forma de control muy eficiente. Ciertamente, el panóptico digital
posibilita una visión de 360 grados sobre sus reclusos. El panóptico benthamiano está
sujeto a una óptica perspectivista. La vigilancia digital es más eficiente porque es
perspectivista. No tiene la limitación que es propia de la óptica analógica. Esta posibilita la
vigilancia desde todos los ángulos. Así elimina los ángulos muertes.

El dataísmo se muestra como un dadaísmo digital. También el dadaísmo renuncia a un


entramado de sentido. Renuncia totalmente al sentido. Los datos y los números no son
narrativos, sino aditivos. El sentido, por el contrario, radica en una narración. Los datos
colman el vacío de sentido. Los dataístas copulan con datos. Así, se habla de
“datasexuales”. Son inexorablemente digitales y encuentran los datos sexys. El dígito se
aproxima al falo.

El filósofo Byung Chul Han dirige ahora su mirada crítica hacia las nuevas técnicas de poder
del capitalismo neoliberal que dan acceso a la esfera de la psique, convirtiéndola en su
mayor fuerza de producción. La psicopolitica es aquel sistema de dominación que, en lugar
de emplear el poder opresor, utiliza un poder seductor, inteligente que consigue que los
hombres se sometan por sí mismos al entramado de dominación.

El sujeto sometido no es consciente de su sometimiento. La eficacia del psicopoder radica


en que el individuo se cree libre, cuando en realidad es el sistema el que está explotando su
libertad. La psicopolitica se sirve del Big Data que, como un Big Brother digital, se apodera
de los datos que los individuos le entregan de forma efusiva y voluntaria. Esta herramienta
permite hacer pronósticos sobre el comportamiento de las personas y condicionarlas a un
nivel pre reflexivo. La expresión libre y la hipercomunicacion que se difunden por la red se
convierten en control y vigilancia totales, conduciendo a una auténtica crisis de la libertad.
Según Byung Chul Han, este poder inteligente podría detectar incluso patrones de
comportamiento del inconsciente colectivo que otorgarían a la psicopolitica un control
ilimitado. Nuestro futuro dependerá de que seamos capaces de servirnos de lo inservible,
de la singularidad no cuantificable y de la idiotez- dice incluso- de quien no participa ni
comparte.

NIETZSCHE (la intensidad del lenguaje, del martillo y la creación).

La intensidad del martillo.

Nietzsche cuestiona la verdad de las palabras, la sangre, las perspectivas, el Estado, la


razón y todos aquellos valores morales a los que los hombres estaban acostumbrados y
consideraban legítimos desde siempre.

El afán destructivo de Nietzsche proviene de algo que va a “sobrevivir a continuación”,


provoca un placer que va más allá del gesto negativo y abre posibilidades para la creación.

Para medirse a sí mismo busca contendientes dignos de él, aceptar un combate puede ser
una prueba de valor y de gratitud. El filósofo demuestra que confía en su propia potencia en
uno de sus golpes más contundentes: La muerte de Dios.

“Dime contra quién peleas y te diré quién eres. Buscar enemigos que ya están derrotados
antes del combate es la actitud de quién no confía en su propia fortaleza”.

Por otro lado, aquellos que adhieren a algún fundamento único, metafísico, han acusado a
Nietzsche en muchas ocasiones de nihilista. Nihilista es aquel que niega los valores, el
sentido, la realidad. Santiago lo denomina como “un desencantado del mundo, de la política,
de la vida”. Nietzsche es nihilista. Pero su nihilismo no es igual al de aquellos que lo acusan
(un nihilismo nacido de la impotencia ante la imposibilidad de hacerle frente al mundo que
conocemos). El del filósofo es un nihilismo liberador de la densidad de los fundamentos. Si
bien para Nietzsche no existe un sentido o valor último, no quiere decir que no existan. El
hombre no puede vivir sin dichos valores y sentidos.

Cuando el hombre entiende que no existe un fundamento trascendente, se le abre la


posibilidad de destruir los fundamentos establecidos para construir sus propios valores y, de
este modo, hacerse cargo del sentido de su vida. Esto es lo que propone Nietzsche, dejar
de buscarle el sentido a la vida como si se tratara de algo que debemos encontrar.

Nietzsche nos demuestra que no existe un sentido pleno, sino que nosotros debemos crear
los sentidos para nuestra vida. No deben ser sentidos últimos, sino sentidos provisorios
pero plenamente transitables.

LA INTENSIDAD DE LA CREACIÓN.

El pensamiento destructivo de Nietzsche está basado en su poder creador. A este gesto de


atacar los valores preestablecidos para crear unos nuevos se los llama “transvaloración”. El
primer paso para enfrentarse a los valores establecidos es comprender que su origen es
inmanente y humano. No obstante, al establecerse como sagrados estos resultaron
inamovibles. Para crear es necesaria la inocencia del niño, el olvido, los cuales nos
permitirán crear valores completamente nuevos. Al no reconocer un fundamento último, los
valores se toman como ficciones que cada uno proyecta desde su propia perspectiva para
poder vivir, sin imponerlo a los demás como si fueran una verdad absoluta.

En relación a ello, Nietzsche plantea el concepto de “superhombre”. Este hace referencia a


la superación del hombre y una meta que se despliega desde la propia humanidad. Para
llegar a la senda de superhombre cada uno debe construir su propio camino con su propia
vida.

La expresión “desprecio” puede ser utilizada de dos maneras: la enferma y la sana. El


desprecio enfermo surge de la impotencia; se desprecia aquello que no se puede alcanzar
con el fin de desvalorizar la victoria de los otros. En cambio, el desprecio sano surge de la
potencia, siendo un impulso y resultado de superación.

Es a este desprecio al que nos invita el filósofo Zaratustra: a despreciar todo aquello que
para nosotros era la cumbre de la felicidad, la razón, la virtud, etc. En oposición al
superhombre surge el “último hombre”. El último hombre es el hombre más
despreciable,mediocre y conformista. Nietzsche es consciente de que hay muchos hombres
que prefieren el modelo de la mediocridad a la de la superación y que él no tiene derecho a
querer sacarlos de esa situación. Estos no quieren un conocimiento desinteresado sino uno
que les permita controlar su realidad

Al igual que este desprecio, podemos encontrar una voluntad sana y una enferma. La
voluntad es aquello que le permite al hombre interpretar el mundo, proyectar sentidos y
crear valores. La voluntad sana es aquella que comprende la necesidad de dejar atrás
aquello que teníamos establecido como verdad desde niños para reconstruirnos a nosotros
mismos y nuestros nuevos valores. La voluntad enferma, por el contrario, busca eliminar la
multiplicidad para establecer sentidos únicos.

El eterno retorno.

Este es considerado por Nietzsche como su pensamiento más abismal. El eterno retorno
no consiste en una promesa de felicidad en el más allá, sino una propuesta para vivir
intensamente, es una ficción. Su hipótesis es como un test que sirve para evaluar que tanto
amamos la vida, no una vida ideal, sino aquella que es nuestra.

Esta cuestión del eterno retorno tiene relación con el concepto de superhombre: quien
piensa el eterno retorno desde una voluntad de poder enferma no soporta la idea de tener
que vivir eternamente una vida que para él es sufrimiento. En cambio, aquel que lo perciba
desde una voluntad de poder sana es consciente de que solo uno mismo puede superarse y
enfrentar a aquello que intenta apoderarse de su vida, sellando un pacto con el eterno
retorno, el superhombre.

Lo que busca mostrarnos Nietzsche con esto es que la posibilidad de superación no es


lineal, sino circular.

Sin embargo este círculo no es homogéneo, el eterno retorno no es una repetición, sino una
transformación.

La decisión es una acción de voluntad de poder, de interpretar. Para Santiago, poner el


acento en lo pequeño, en lo doloroso sería un acto de voluntad ya que su resultado sería
una autentica tortura: aquel que interprete al eterno retorno desde una voluntad sana
aceptará aquellas cuestiones dolorosas de su vida, pero no porque le guste sufrir, sino
porque también quiere que retorne lo mejor.

El eterno retorno, la voluntad de poder y el superhombre están estrechamente ligados. El


superhombre es aquel que mediante una voluntad sana interpreta al eterno retorno como
algo liberador. Pero, a su vez, el eterno retorno es un pensamiento que permite sanar sus
males.
Es la voluntad lo que nos va a llevar a querer vivir de nuevo, a superarnos y a decir “¿Esto
era la vida? ¡Bien! ¡Otra vez!”

DELEUZE (la Filosofía como creadora de conceptos. El rizoma. Líneas de segmentaridad y


de fuga. La sociedad de control).

El filósofo como creador de conceptos.

Para Deleuze, la filosofía es la disciplina que consiste en crear conceptos;. Esta definición
encierra mucho más de lo que parece. Por un lado, por lo que excluye: la filosofía nada
tiene que ver con la contemplación, la reflexión o la comunicación.

La filosofía no es comunicativa, ni tampoco contemplativa o reflexiva: es creadora, incluso


revolucionaria por naturaleza, ya que no cesa de crear conceptos nuevos. La única
condición es que satisfagan una necesidad y que presenten cierta extrañeza, cosa que sólo
sucede cuando responden a problemas verdaderos. Todo concepto es, forzosamente,
paradoja.

El rizoma.

En el rizoma, por su parte, lo múltiple no se consigue a fuerza de agregar fragmentos, sino


sustrayendo la unidad a los fragmentos de que ya se dispone. Desde la botánica, se puede
describir al rizoma como un tallo que se despliega horizontal mente bajo el suelo. Este es el
tipo de organización que asume cabalmente la muerte de Dios nietzscheana y la
inmanencia spinoziana.

Una de las claves de la potencia del rizoma es, precisamente, la posibilidad de conexión
heterogénea. Es la reunión de lo diferente lo que puede dar lugar a un acontecimiento
inesperado, que libere de la reproducción de lo establecido. En el rizoma no hay ninguna
pretensión de representación. Lo que hay es una enorme fuerza creadora. (En términos de
Spinoza, diríamos que el hecho de que se pueda conectar cualquier punto con cualquier
otro amplifica la posibilidad de ser afectado, de establecer vínculos que produzcan
aumentos de la potencia).

Las multiplicidades rizomaticas no anhelan la restitución de la unidad perdida por medio de


un sujeto, como sí lo hacen las falsas multiplicidades de las raicillas. En el rizoma toda
unidad impuesta es falaz, violenta e inestable, ya que el rizoma siempre encuentra algún
intersticio por donde abrirse paso en direcciones imprevisibles, para proliferar y desmentir
esa falsa unidad coercitiva.

Contrariamente a los sistemas centrados (incluso poli-centrados) de comunicación


jerárquica y de uniones preestablecidas, el rizoma es un sistema a-centrado, no jerárquico y
no significante, sin General, sin memoria organizadora o autómata central, definido
únicamente por una circulación de estados.

Las líneas de segmentariedad y líneas de fuga.

Deleuze también presenta al rizoma a partir de su relación con otro tipo de líneas, las líneas
segmentarias y las líneas de fuga. Las líneas de segmentariedad son las que marcan
aquellos trayectos que, en cierto modo, se presuponen como obligatorios para un individuo.

Se trata de líneas que hacen a lo que se considera esperable o normal en el


comportamiento de un individuo o de un grupo, y que contribuyen a constituir una identidad
fuertemente definida.
Son líneas duras, consolidadas a base de tradición, que señalan un lugar para cada cosa y
que pretenden que cada cosa esté en su lugar. Son enemigas de los desvíos. Son las que
acatan al pie de la letra los “buenos y justos” de los que hablaba Nietzsche. Restan
vitalidad.

Al imponerse la línea segmentaria como norma, todo lo que se desvíe de ella será
considerado anormal, enfermo, peligroso. Por ello, si es necesario, se recurrirá a la violencia
(física, jurídica, simbólica) para garantizar el bien... de la normalidad.

Pero no siempre las líneas segmentarias son instauradas a través de la violencia y la


coerción.

El rizoma puede desgastar las líneas segmentarias. Pero, en realidad, la respuesta más
contundente a ellas provienen de las líneas de fuga. Las líneas de fuga son aquellas que
desterritorializan, que ponen en movimiento las multiplicidades presentes en un texto, que lo
descodifican; son aquellas que permiten al deseo fluir.

La línea de fuga es importante porque señala lo que se le escapa al sistema. Muestra que
por más fuerte que sea la territorialización, siempre pueden crearse caminos para escapar a
su lógica. Y ese mismo escape puede producir el estallido de la situación.

Las líneas segmentarias están mayormente impuestas desde afuera; las rizomáticas
surgen, en parte, por azar. Las líneas de fuga deben ser inventadas.

Sociedad de control.

En varios textos Deleuze retoma las consideraciones de Foucault sobre el poder


disciplinario y sostiene que Foucault estuvo acertado en el análisis de los centros de
encierro como la fábrica, la prisión, la escuela, los hospitales. El problema es que la
sociedad actual está dejando de ser aquella analizada por Foucault.

Foucault había centrado su análisis, en instituciones que se caracterizaban por ser lugares
a los que los sujetos se veían obligados a ingresar e impedidos de salir por un cierto tiempo.
Pero para Deleuze los tiempos de sociedad disciplinaria están terminando. A diferencia de
lo que sucedía en la sociedad disciplinaria, en las actuales sociedades de control el acento
no se coloca en impedir la salida de los individuos de las instituciones. Al contrario, se
fomenta la formación online, el trabajo en casa.

Sin horarios, sin nadie que esté vigilando. De lo que se trata ahora no es de impedir la
salida, sino de obstaculizar la entrada. No sólo resulta difícil ingresar; también es muy difícil
permanecer. Pero los privilegios de “pertenecer” hacen que se extremen los esfuerzos por
cruzar la barrera.

En la actualidad, la supuesta libertad del tiempo abierto resulta un elemento de control


mucho más fuerte que el encierro. Somos permanentemente ubicables.

El sistema, por más que se esfuerce por tener todo bajo control, no lo consigue. Siempre
hay orificios por los que se produce un escape, una fuga. Siempre hay flujos que ponen en
peligro la estabilidad. Por ello, para Deleuze, el camino no es la confrontación entre clases,
sino detectar y reforzar esas líneas de fuga que puedan conducir, a través de las máquinas
de guerra, a nuevos espacio tiempos.

Ante un sistema que pretende bloquear el deseo, circunscribirse a las líneas segmentarias,
hay que ver qué líneas de fuga se presentan o cuáles se pueden construir. . La salida está
en los devenires minoritarios.
Deleuze aclara que las categorías de “mayoria y minoria”; no tienen que ver con una
cuestión de cantidad. Una minoría puede ser numéricamente mayor que una mayoría. Lo
que las diferencia es que las mayorías responden a un modelo, a un patrón, y establecen
jerarquías de pertenencia a partir de ese patrón.

Lo que no se puede es “el devenir del hombre”;, porque el varón adulto no tiene”devenir”;. Él
es el patrón, su dominio es la historia, no el devenir. Y las minorías se reconocen,
justamente, en la fuga de ese poder dominante. No se trata de luchar por una toma del
poder, o del gobierno, sino de abrir posibilidades a un ejercicio creador de la potencia, a una
puesta en funcionamiento de las máquinas de guerra artísticas, revolucionarias; de ser
capaces de crear nuevos espacios, nuevos tiempos no regidos por el mercado, sin modelos
ni patrones, abiertos a la desconocido. Se trata de apostar por la micropolítica.

FREIZA (novedad y hospitalidad, acoger en el espacio educativa).

También podría gustarte