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La “Biblia”
La religión judía y más tarde la cristiana, tienen también sus Libros Santos, las Sagradas
Escrituras, en las que tienen puesta su confianza en todo momento, de forma que en ellas
pueden encontrar la respuesta a las dificultades de la vida (cf 1Mc 12,9).
Pero la santidad de los libros de estas religiones es muy diversa: mientras los libros de las
primeras son considerados santos por el hecho de que en ellos se puede encontrar el sentido
religioso del hombre y el esfuerzo de éste por llegar hasta Dios, en la religión judía y cristiana
se consideran y son santos porque Dios mismo es su autor, ha sido él quien se ha rebajado y
ha tomado la iniciativa para llegar a los hombres y entablar un diálogo con ellos, rebelándose
a sí mismo e iluminando los grandes problemas de la humanidad. Es el misterio de la
"condescendencia divina". Dios ha buscado al hombre perdido en el mundo, le ha hablado, y
sus palabras se han conservado en las Sagradas Escrituras.
Esta Palabra divina, acogida y transmitida en clave humana por algunos hombres
privilegiados, fue puesta por escrito para que no se perdiera. El aliento de Dios, el soplo
divino "inspiraba" todos esos libros. El mismo Espíritu que dio fuerza a los jueces salvadores
del pueblo judío, que animó a los profetas, que hizo fuertes a unos tímidos pescadores de
Galilea y que se derramó sobre toda la Iglesia, es el que impulsó a esos hombres a escribir la
Palabra santa de Dios, y por eso se les llama "hagiógrafos", es decir, escritores de las cosas
santas. Desde entonces "tenemos algo más firme, a saber, la palabra profética (Sagradas
Escrituras) a la cual hacéis bien en atender, como a lámpara que luce en lugar tenebroso,
hasta que luzca el día y el lucero se levante en vuestros corazones. Pues debéis ante todo
saber que ninguna profecía de la Escritura es de privada interpretación, porque la profecía no
ha sido en los tiempos pasados proferida por humana voluntad, antes bien, movidos por el
Espíritu Santo han hablado los hombres de parte de Dios" (2Pd 1,19-21).
Dios se nos manifiesta a través de sus hagiógrafos y nos transmite su mensaje por unos
hombres formados según su época y su ambiente. El misterio de la "inspiración de los libros
sagrados" tiene un gran parecido con el de la encamación del Verbo de Dios en la naturaleza
humana que asumió Jesús de Nazaret. Muchas veces se han comparado estas dos
encamaciones de la Palabra de Dios. También lo ha hecho el Concilio Vaticano II, diciendo:
En la encamación del Verbo divino, fue permitido a los hombres colaborar para que se
realizase la unión de lo divino con lo humano. En la encamación de Cristo, fue la Virgen
María. Recibió el Verbo divino por el Espíritu Santo. En la Sagrada Escritura, el evangelista,
apóstol o profeta, recibió también la Palabra divina, los pensamientos divinos, por el Espíritu
Santo. María y los escritores sagrados pusieron de su parte carne y huesos. Por eso debió de
parecerse Jesús de Nazaret a su santa Madre. El que los veía pasar por la calle decía: madre
e hijo. Otro tanto sucede con los hijos espirituales que profetas y evangelistas regalaron al
mundo. Estas escrituras respondían a la naturaleza de los hombres por medio de los que Dios
escribió. Por las peculiaridades de un libro podemos deducir el carácter de su autor. Hijos
espirituales de ese hombre concreto -Isaías, Amos, Pablo- y, sin embargo, Palabra de Dios,
como el Hijo de María era hijo de su Madre y sin embargo Verbo de Dios".
Un día quiso Dios que se escribieran los anales de su historia y fue inspirando a sus
secretarios, los hagiógrafos, que a la vez los iban archivando en colecciones. Cada colección
resultó un librito y, una vez encuadernadas todas las colecciones o libritos, nos dieron lo que
llamamos la "Biblia", una pequeña biblioteca religiosa, "el conjunto de libros que escritos por
el Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han sido entregados a la misma
Iglesia" (C. Vaticano I). "Biblia" es un vocablo latino que traduce el plural del griego "byblos"
y significa "los Libros" o el "Libro" por excelencia. ("Byblos" era el antiguo material para
escribir, la hoja de papiro, que probablemente llevaba el nombre de la famosa ciudad fenicia
Byblos, donde se comerciaba). Como palabra de Dios inspirada, "toda la Escritura es útil para
enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios
sea perfecto y consumado en toda obra buena" (2Tm 3,16s).
Por consiguiente no hay que imaginarse la Biblia como si tuviera un solo autor humano. Han
sido muchos los intermediarios de esta Palabra de Dios. Y así quedó dividida en varios libros,
según los autores o escuelas que los compusieron. Más tarde, en la edad media, el Cardenal
Esteban Langton, arzobispo de Canterbury (m. 1228), dividió cada libro en capítulos. La
división en versículos a veces se dice remonta a los masoretas (copistas del texto hebreo que
florecieron en los siglos VII al IX después de Cristo). No obstante, hasta mediados del siglo
XVI no encontramos la Biblia dividida como ahora la tenemos. Estas divisiones, no siempre
acertadas, se hicieron por razones prácticas, y se deben al impresor parisino Roberto
Estienne en 1550.
He aquí la división por libros, tal como la seguimos los cristianos (los judíos y los griegos la
dividían en otra forma) y consta desde el Concilio de Trento:
Libros históricos del Nuevo Testamento: Los cuatro Evangelios: Mateo, Marcos, Lucas
y Juan. Y los Hechos de los Apóstoles.
Libros didácticos del Nuevo Testamento: Cartas de san Pablo a los: Romanos, primera
y segunda a los Corintios, Calatas, Efesios, Filipenses, Colosenses, primera y segunda
a los Tesalonicenses, primera y segunda a Timoteo, Tito y Filemón. Carta o sermón a
los Hebreos. Epístolas Católicas de: Santiago, primera y segunda de san Pedro,
primera, segunda y tercera de san Juan y la de san Judas.