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Realidad y existencia:

¿burda ilusión de la conciencia?

Marina Patón Arias


2º BCT
“Se mide la inteligencia del individuo por la cantidad
deincertidumbres que es capaz de soportar”.
- Immanuel Kant -
¿Pertenece acaso todo lo que percibimos al mundo real? ¿existe si quiera “la realidad”?
Para plantear este dilema, primeramente, debemos tratar de encontrar una definición
formal que responda al término de qué es la realidad, para así, poder desarrollar y construir
nuestras propias teorías y conclusiones sobre si éste es un término ciertamente adecuado para
definir tal concepto.
Encontramos la realidad definida tal como la existencia real y efectiva de algo.
Bajo esta premisa, podemos adoptar la perspectiva que tomaba uno de los grandes y
más reconocidos filósofos del siglo XVII, René Descartes, tomando como punto de partida
para comprender la realidad su “duda metodológica”.
La duda metodológica de Descartes es una estrategia filosófica que utilizó como fundamento
básico en su búsqueda de un conocimiento seguro y fundamentado. Descartes estaba
preocupado por la falta de certeza en muchas creencias y conocimientos que se consideraban
verdaderos en su época.

Para abordar este problema, decidió someter todas sus creencias a una duda radical y
sistemática en busca de cualquier cosa que fuera indudable.
Descartes comenzó por cuestionar la confiabilidad de los sentidos, así como ya lo hizo
previamente el filósofo presocrático Parménides, mediante su explicación de la compresión de
la realidad a través de la división de ésta en dos caminos o vías: la vía de la verdad y la vía de
las apariencias.
Parménides sostenía que la realidad verdadera contaba con ciertas características; ésta era
inmutable, eterna y única, mas no infinita, ya que eso concedería a la realidad una connotación
relativa a lo imperfecto o lo inacabado.
La physis para Parménides era sencillamente homogénea en su totalidad, por lo que, según él,
el cambio, la multiplicidad y la variación son meros acontecimientos ilusorios.
Para él, la vía de la verdad debía necesariamente basarse en la razón, la lógica (el denominado
“logos”); ya que solamente, mediante dichas cualidades el ser humano es capaz de alcanzar el
conocimiento verdadero en su totalidad.

No obstante, Parménides reconocía abiertamente que la inmensa mayoría de ciudadanos


tendían a realizar una compresión de la realidad mediante la otra vía: la vía de la apariencia.
La vía de la apariencia era un camino de la compresión de la physis mucho más sencilla de
comprender, pues se relacionaba y basaba enteramente en la percepción sensorial y las
opiniones humanas. Es por ello mismo que, a pesar de su aparente sencillez, este camino
conduce irremediablemente al error, la inexactitud y el desacierto; errando aquellas personas
que basaban únicamente su perspectiva sobre el mundo que les rodeaba en las apariencias,
ilusiones engañosas que pueden llevar al individuo a creencias y conclusiones malinterpretadas
sobre la verdadera realidad.
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A partir de la duda de los sentidos, Descartes llevó su escepticismo un paso más allá y
dudó de la existencia de un mundo externo completamente.
Descartes también consideró que muchas de sus creencias anteriores podrían haber sido
erróneas, ya que las había adquirido antes de aplicar su método de duda. Por lo tanto, incluso
creencias arraigadas y ampliamente aceptadas debían someterse a la duda metódica.
De tal manera, basándose en dichos razonamientos, Descartes concluyó aquello de lo que podía
mostrarse completamente seguro, y aquello era la existencia del “yo pensante”.
Descartes llegó a una conclusión irrefutable, el acto mismo de dudar requería la existencia
certera de un “yo pensante” que realizara la duda. Esto lo llevó a su famosa afirmación "cogito,
ergo sum" (pienso, luego existo).

Asumiendo esta conjetura, podemos llegar al corolario de que, cada ser pensante puede
asumir única y exclusivamente su propia existencia, mas no la del resto de individuos que lo
rodean; lo que genera una paradoja ciertamente absurda y contradictoria.
Además, si únicamente los seres pensantes son capaces de asumir su propia existencia, ¿acaso
los seres u objetos inanimados o aquellos que no cuentan con una conciencia propia no pueden
ser considerados verídicamente reales?

Pero, ¿por qué el concepto de la conciencia y la realidad vertebra nuestra realidad?


Como dice el profesor de filosofía John Searle, destacado filósofo de la mente y el lenguaje,
ésta es una materia tremendamente descuidada tanto por el ámbito científico como por nuestra
cultura filosófica.
La conciencia es un tema de estudio que ha desconcertado a filósofos, científicos y académicos
durante siglos. Para Searle dicha renuencia hacia el estudio de la conciencia humana es
ciertamente curioso, ya que, según su teoría, la aparente aversión que rodea este tema se debe
al enfrentamiento beligerante de la combinación generada por dos aspectos ampliamente
arraigados en nuestra cultura intelectual, aspectos que, a pesar de encontrarse usualmente
opuestos entre sí, comparten en esencia un considerable conjunto común de supuestos entre
ambos.

En primer lugar, nos encontramos con la arcaica tradición del dualismo religioso.
Dicha convicción o dogma aplicada a la conciencia humana se basa en la idea de que la mente
y el cuerpo son entidades separadas y que la mente es de naturaleza espiritual o divina, mientras
que el cuerpo pertenece al mundo material o terrenal.
Este enfoque sostiene que mente y cuerpo interactúan entre sí, pero son fundamentalmente
distintos en su esencia y origen. La conciencia no es parte del mundo físico, sino que ésta
pertenece al mundo sagrado, pertenece al alma y el alma en sí misma no pertenece a la realidad
física. Ésta posee el don de la inmortalidad, ya que es creada por un ser supremo, como Dios;
esa es su tradición, la relación entre Dios y el concepto de la eternidad.
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Al ser creada por un ente divina, el alma es poseedora igualmente de una naturaleza
sacra, siendo ésta considerada sede de la conciencia y la identidad individual.

Aunque no es puramente religioso, la filosofía del propio René Descartes promovió un


tipo de dualismo basado en la existencia de dos sustancias fundamentales e independientes en
el mundo: la res cogitans (mente o sustancia pensante) y la res extensa (sustancia extensa o
material).

El dualismo religioso aplicado a la conciencia humana a menudo tiene implicaciones


estrechamente relacionadas con cuestiones como la moral y la ética, ya que se relaciona con
conceptos tales como el libre albedrío, la responsabilidad moral y el destino eterno. Las
creencias en un alma inmortal pueden influir en cómo se entiende el propósito de la vida, la
relación con lo divino y el significado de la propia existencia de la realidad humana.

Para Searle existe otra tradición que se opone frontalmente a este dualismo religioso
anteriormente citado, aunque tomar esta opción supone aceptar el peor de los supuestos, pues
implica asir la vía del materialismo escéptico.

El materialismo filosófico es una corriente de pensamiento dentro de la filosofía que


sostiene que la realidad fundamental del mundo está compuesta por materia en lugar de
conceptos abstractos o entidades espirituales.
Cuando aplicamos el materialismo filosófico a la conciencia, debemos considerar que, por
tanto, mente y conciencia cuentan con una esencia material, es decir, que pueden entenderse y
explicarse en términos de procesos y fenómenos físicos, en lugar de depender de sustancias o
fuerzas inmateriales.
Algunos materialistas admiten la idea de que la conciencia pueda ser una propiedad emergente
de la materia organizada de una cierta manera. En otras palabras, la conciencia puede surgir de
la complejidad de la organización de la propia materia sin tener la necesidad de postular una
sustancia o entidad no material.

Tras exponer ambas teorías que para Searle forman los dos pilares principales de la
compresión del mundo que nos rodea bajo la mirada de la sociedad actual, debemos regresar a
la consigna que nos ocupaba inicialmente: ¿qué es la realidad?, y si existiese, ¿qué podríamos
entender como “real”?

Volviendo de nuevo a los planteamientos filosóficos de René Descartes, quien con su


escepticismo metodológico nos va a dar pie a realizarnos cuestiones verdaderamente
importantes en lo que concierne a nuestra pregunta, debemos partir nuevamente de su famosa
sentencia “pienso, luego existo”.
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Como bien hemos aclarado previamente, para Descartes, la única afirmación irrefutable
consistía en la existencia del “yo pensante”; mas, esta afirmación posee una enorme falta de
concisión, hecho que promueve que nosotros, como seres pensantes, indaguemos en las
posibles vías de pensamientos alternativas que nos pueden ofrecer dichas conclusiones.
Según lo anteriormente citado, podemos afirmar únicamente nuestra propia existencia real,
pero ¿acaso en dicha existencia se encuentra intrínsecamente incluida la existencia de un
cuerpo material que sostenga dicha conciencia o es nuestra realidad corpórea igualmente una
mera ilusión banal?

Acudiendo a las convicciones de otro pensador conocido por su enfoque en cuestiones


existenciales y su contribución a la filosofía existencialista, el danés Søren Kierkegaard tenía
una perspectiva única sobre la realidad y la existencia que basaba en un término conocido como
"angustia existencial".

Kierkegaard hablaba de la "angustia existencial" como una parte fundamental de la


existencia humana. Esta angustia surge de la conciencia de la responsabilidad y la libertad
individual, presente cuando un individuo se enfrenta a la toma de decisiones que le posibilitan
elegir su propia existencia.
Kierkegaard creía que los seres humanos son seres libres con la capacidad de elegir y tomar
decisiones. Esta libertad conlleva la responsabilidad de definir la propia existencia y de
enfrentar las consecuencias de esas elecciones. La angustia surge de la comprensión de que
nuestras decisiones determinan quiénes somos y cómo vivimos.

En su teoría sobre la realidad humana, Kierkegaard también acuña la idea de los “estadios de
existencia”. Estos estadios representan diferentes modos de vida y estados de la existencia
humana. Kierkegaard creía que los individuos podían moverse y variar entre dichos estadios a
lo largo de sus vidas.

Son tales los estadios existentes, que éstos se organizan niveles tales como el “estadio
estético”, caracterizado por la búsqueda del placer y la gratificación inmediata. En este estado,
las personas buscan la satisfacción de sus deseos y apetitos sensoriales. Están orientadas hacia
la experiencia estética, como la belleza, el placer y la sensualidad, mas es un estadio que
conduce a la insatisfacción y al vacío, ya que no proporciona un sentido duradero de significado
y propósito.

Asimismo, contamos con otros estados como el “estadio ético”, centrado en la


responsabilidad y la moralidad. En este estado, las personas toman decisiones basadas en
principios morales y valores éticos. Se preocupan por vivir de acuerdo con un código de
conducta y se enfrentan a dilemas morales.
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Estos estadios de la existencia humana de Kierkegaard se encuentran estrechamente
relacionados con otro planteamiento existencial basado en el concepto de la realidad; nos
referimos a la tesis de la existencia auténtica e inauténtica de Martin Heidegger, filósofo alemán
del siglo XX conocido por su profunda reflexión sobre el ser y la existencia.
La noción de existencia auténtica e inauténtica es un concepto fundamental en la filosofía de
Martin Heidegger, particularmente en su obra "Ser y Tiempo" ("Sein und Zeit"). Heidegger
argumenta que la mayoría de las personas viven en un estado de existencia inauténtica, pero
que, sin embargo, la autenticidad es un objetivo deseable para una vida significativa.

Para Heidegger, la existencia humana se puede dividir en dos estancias: la existencia auténtica
(eigentliches Dasein) y la existencia inauténtica (uneigentliches Dasein). La existencia
inauténtica es el estado en el que la mayoría de las personas viven, caracterizado por la
alienación, la conformidad social y la evasión de la responsabilidad existencial.
En contraste, la existencia auténtica es un estado de autenticidad en el que el individuo se
enfrenta a su propia finitud, asume la responsabilidad de sus elecciones y se relaciona
auténticamente con su propio ser y con el mundo.

Únicamente, a través de la reflexión y el reconocimiento de la temporalidad, la


existencia auténtica permite al individuo vivir de manera genuina, superando la alienación y la
superficialidad que caracterizan la existencia inauténtica.

Como hemos podido observar, el ser humano a lo largo de su existencia ha sido incapaz
de hallar un mismo consenso acerca de los ideales que rigen su propia existencia, así como la
propia realidad que lo rodea.
Ya que, según palabras del propio Martin Heidegger: “No tenemos ninguna relación clara,
común y simple con la realidad y con nosotros mismos. Ese es el gran problema del mundo
occidental”.

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