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Semana 4

La filosofía moderna: René Descartes

Hoy empezamos con la unidad II, que trata sobre la filosofía moderna. El eje sigue

siendo el mismo, la antropología, es decir, las formas que tienen los filósofos de

entender y conceptualizar al ser humano. Como vimos en las clases pasadas, el

pensamiento antropológico de los antiguos estaba bastante signado por su

ontología/metafísica. Es decir, la manera en que Platón y Aristóteles concebían al

hombre dependía de su manera de concebir la realidad. Para Platón había dos

mundos separados: el sensible y el inteligible. El primero era engañoso, un mundo de

apariencias e ilusiones, y el segundo era la verdad. El mismo dualismo aplicaba luego

a la conceptualización del ser humano: el cuerpo, que pertenece al mundo sensible, es

nuestra cárcel, nuestra tumba, nuestra existencia accidental e ilusoria; el alma,

perteneciente por su origen al mundo inteligible, es nuestro verdadero ser y nuestro

auténtico yo. Con Aristóteles pasaba otro tanto: sus categorías ontológicas (sustancia,

forma, materia) eran luego aplicadas al ser humano para definir qué era este: la unión

sustancial (es decir, necesaria, y no accidental) de un alma y de un cuerpo.

Con los filósofos que vamos a estudiar ahora —los modernos— las cosas son

diferentes. Para ellos, si bien el problema metafísico continúa siendo algo sumamente

pertinente, veremos cómo las cuestiones gnoseológicas1 poco a poco empiezan a


1
La gnoseología es una rama de la filosofía que se ocupa del problema del conocimiento. Los
filósofos antiguos discutían qué era realmente la realidad, o cuál era la verdadera sustancia y
esencia del ser humano; pero daban por sentado (al menos los que estudiamos) que estas
preguntas tenían una respuesta y que esa respuesta podía conocerse. Los filósofos modernos, en
cambio, van a adoptar otro punto de partida para sus reflexiones. Antes de proponer una
metafísica, y hacer teorías sobre Dios y sobre el alma, o antes de especular sobre los
fundamentos y causas de la realidad, van a hacer gnoseología, es decir, van a cuestionarse qué
es el conocimiento, cuáles son sus fuentes, cuáles sus garantías, cuáles sus límites. Antes de
hacer afirmaciones temerarias sobre la naturaleza del mundo, los filósofos modernos van a
preguntarse: ¿qué es lo que se puede conocer? y ¿cuál es el método que debe emplearse para
conocerlo? De sus respuestas a estas preguntas va a depender su concepción del ser humano.
tener un mayor protagonismo. Canónicamente considerado como el primer filosofo

moderno ,este nuevo “enfoque” será inaugurado por el célebre René Descartes.

I: BREVE ESBOZO DE LA MODERNIDAD

El surgimiento de la Edad Moderna: el giro antropocéntrico

Lo que encontramos entonces, antes que nada, a principio de la Edad Moderna, con el

Renacimiento, es un giro antropocéntrico en la mentalidad de los hombres: Dios deja

de ser el centro de la escena y el fundamento de todo para dejar su lugar al hombre,

que ahora se pone a sí mismo como fundamento del conocimiento y como meta de

sus actos. ¿Qué quiere decir esto? Que el hombre ya no quiere conocer más el mundo

a través de la revelación divina, sino que quiere conocerlo a través de sus propias

facultades; que ya no espera más encontrar la felicidad en una vida futura y en tanto

que recompensa divina, sino que espera ser feliz en esta vida y que planea lograrlo a

través de su propio esfuerzo.

El giro antropocéntrico de la época moderna consiste en una especie de

optimismo por el cual la humanidad, con entusiasta confianza en sí misma, se siente

capaz de acceder a la verdad por sus propias facultades así como de acceder a la

felicidad por medio de su esfuerzo, es decir, a través de las industrias y las ciencias.

De este modo, para los modernos el nuevo criterio de verdad pasará a ser el sujeto

entregado al pleno despliegue de sus facultades racionales. Ya no es posible aceptar

una verdad impuesta porque una autoridad externa nos dice que esa es la verdad;

sólo puede ser verdadero aquello que puede ser reconocido por el sujeto como tal,

aquello que se impone a su discernimiento, al uso libre de sus facultades de

conocimiento. La verdad se establece por las facultades cognoscitivas del sujeto, no

por la autoridad de libros prestigiosos.

Las corrientes principales de la filosofía moderna


Ahora bien, dijimos que la filosofía moderna pone el criterio de verdad en el sujeto, no

en una institución exterior. Sin embargo, no todos los filósofos modernos van a

entender este sujeto de la misma manera. Resulta que en este sujeto encontramos

facultades cognoscitivas muy diferentes: los sentidos y la razón, que nos dan

testimonios contradictorios sobre la realidad. ¿Cuál de estas facultades nos da el

testimonio verdadero? ¿Cuál de ellas es la idónea para conocer la verdad? Algunos

filósofos dirán que es la razón, y establecerán a esta como criterio de verdad. Estos

son los filósofos racionalistas. Otros dirán que son los sentidos, y propondrán a la

experiencia como criterio de verdad. Estos son los empiristas. Pero vemos que en

ambos casos el criterio de verdad es una facultad cognitiva interior al sujeto, sea la

razón o la experiencia. La verdad está en lo que el sujeto piensa o en lo que el sujeto

percibe, pero está en el sujeto.

II: LA FILOSOFÍA DE DESCARTES

Presentación

René Descartes (1595-1650) fue un filósofo moderno que no sólo fue afectado por

esta transformación intelectual (por el advenimiento de la modernidad) sino que

además fue uno de sus padres, de sus pioneros. Descartes no es un moderno más,

sino que es el símbolo por antonomasia de la modernidad. Podemos decir sin temor a

equivocarnos que la revolución científica y filosófica producida en torno al renacimiento

y principalmente a la revolución copernicana2; lo ayudaron a tomar conciencia de lo

fácil que era caer en el error si es que uno presentaba una fe ciega en los sentidos

como una facultad adecuada para alcanzar la verdad. Ya que, si los humanos por

2
El heliocentrismo es un modelo astronómico según el cual la Tierra y los planetas se mueven
alrededor del Sol relativamente estacionario y que está en el centro del universo. Esta postura
fue defendida por el matemático, astrónomo y clérigo católico polaco Nicolás Copérnico, con la
publicación póstuma en 1543 del libro De Revolutionibus Orbium Coelestium, lo cual marcó el
inicio de lo que se conoce en Historia de la ciencia como “revolución copernicana”.
tanto tiempo –por haber confiado plenamente en lo que nos mostraban los sentidos–

habíamos caído en el error de pensar que era el sol el que gira alrededor de la tierra y

no al revés, entonces esto tenía que ser un gran grito de advertencia: significaba que

las bases del pensamiento científico de su época eran endebles, y que por lo tanto

había que reconstruir “el edificio del conocimiento” desde cero, con una base mucho

más estable y segura. Es así como Descartes, al igual que el resto de filósofos

racionalistas, sintió una especial fascinación por la matemática: un modelo de

conocimiento puramente racional, libre de cualquier tipo de vicio importado por los

sentidos, claro y distinto, y basado en la plena deducción.

Cuando ustedes lean el Discurso del método, encontrarán ejemplificadas todas

estas preocupaciones de la filosofía moderna. Descartes buscará así comenzar de

cero, procurando hacerse de un método para evitar el error, tratando de dar con una

verdad indubitable a partir de la cuál poder construir conocimiento deductivamente,

sobre bases seguras similares a las de las matemáticas.

El método, la aplicación de la duda metódica, y el potencial de cogito cartesiano

Es así que Descartes propondrá un método, que no consistirá en otra cosa que en un

conjunto de reglas para conducir la indagación filosófica, cuyo cumplimiento se supone

garantizaría la adquisición de conocimiento verdadero e indubitable.

Este se compondrá de cuatro preceptos o reglas a seguir:

1) El primero de ellos será el de la evidencia, el cual nos invita a no

aceptar ningún conocimiento como verdadero si es que su verdad no se

nos presenta como algo evidente, claro y distinto al punto tal que no

haya ocasión de ponerlo en duda. Este criterio nos exige que todo

conocimiento para ser aceptado como verdadero debe mostrársenos

con claridad y distinción, por lo que al menor y más absurdo indicio de

duda habrá que dejarlo en suspenso hasta contar con bases más

sólidas.
2) El segundo principio es el de análisis: Que nos invita a

descomponer una cuestión compleja en sus elementos más simples

para su análisis.

3) El tercer principio es el de la síntesis, que en palabras del autor

sería: “conducir ordenadamente mis pensamientos, empezando por los

objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco

a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más complejos”.

4) Por último tenemos el principio de la revisión, el cual –tal y como

su nombre lo indica– consiste en realizar una revisión general de todo el

proceso con la finalidad de estar seguros de no haber cometido algún

descuido.

La duda metódica será entonces consecuencia de la regla de la evidencia. Esta

consistiría en el ejercicio mental de descartar cualquier supuesto no seguro, del que se

pueda dudar. No solo consiste en rechazar aquello que veamos falso, sino de dudar

de todo aquello que sea mínimamente cuestionable: puesto que su verdadero

propósito es el de descubrir algo tan claro y evidente, que pueda servir como un

fundamento absoluto para el conocimiento filosófico y científico.

Ahora bien, dado que no podemos examinar una por una todas nuestras

opiniones, Descartes propondrá mejor revisar los "fundamentos" en los que estas

opiniones descansan: los cuales son los sentidos (base de las ciencias empíricas) y la

razón (base de las matemáticas). En cuanto a la veracidad de los sentidos, objetará

que a veces estos nos engañan; como un segundo argumento de duda al

conocimiento sensible, Descartes también aludirá a la supuesta dificultad para

distinguir el sueño de la vigilia 3. Respecto de las verdades intelectuales como las

matemáticas, presenta también dos objeciones: por un lado la idea de que con

3
Muy probablemente la base literaria de estos argumentos se encuentre en la literatura española
de la época, como el Don quijote, y La vida es sueño de Calderón de la Barca.
frecuencia hay equivocaciones al razonar; y por el otro, la hipótesis del genio maligno:

en donde sostiene –a modo de experimento mental– la posibilidad de que nuestro

correcto juicio fuera viciado por algún tipo de coerción externa, del tipo sobre-humana.

Sin embargo existirá un fundamento del cual Descartes no podrá dudar: la

veracidad de su propia existencia como algo caracterizado por el pensamiento. Esto

en el lenguaje filosófico se conoce como “cogito cartesiano”: célebremente acuñado

bajo la sentencia: “pienso, luego existo".

Es así como la auto-evidencia de la existencia del propio sujeto pensante, será

para Descartes la base indubitable de la que tendrá que partir toda indagación

filosófica. El cogito es la primera verdad en el orden del conocimiento, y ello en dos

sentidos: 1) por una parte porque es la primera verdad a la que llegamos cuando

hacemos uso de la duda metódica: 2) por el otro, porque a partir de ella podemos

fundamentar todas las demás. Este “pienso entonces existo”, vendrá a ser el axioma

básico a partir del cual desarrollar toda la filosofía como un sistema de conocimiento

absolutamente fundamentado.

La sustancia pensante y sustancia extensa

De este descubrimiento del cogito se deriva el denominado dualismo cartesiano,

nombre con el que se conocerá a la relación cuerpo/mente postulada por Descartes en

la sexta meditación de su célebre libro Meditaciones metafísicas, donde el filósofo

francés propondrá que existen dos tipos de sustancia: la sustancia extensa y la

sustancia pensante.

La palabra sustancia es extraída del mismísimo vocabulario aristotélico, y muy

similar a como lo hizo este filósofo griego, Descartes definirá a la sustancia como

aquella forma de ser que existe por sí misma. Sólo que ahora, a diferencia de lo que

pasaba en la unidad anterior, en vez de tener una sustancia para cada ente de la

naturaleza, en este esquema metafísico el número de sustancias quedaría reducido a

solamente dos.
La sustancia pensante (res cogitans) correspondería a lo que nosotros

denominamos conciencia, refiriendo al yo, el alma: aquello cuyo principal atributo es el

pensamiento. Por otro lado la sustancia extensa (res extensa) se identificaría con los

objetos físicos, con todos aquellos cuerpos tangibles dotados de algún tipo de

extensión.

Estos dos tipos de sustancias son representados de forma tan contrapuestas, que

su interacción va a terminar siendo severamente problemática para Descartes, quien

había adoptado el mecanicismo.

Mecanicismo

Para que entiendan: el mecanicismo vendría a ser una doctrina filosófica según la cual

la realidad puede explicarse únicamente recurriendo a lo que en el lenguaje aristotélico

sería la causa eficiente. Es decir que, el mecanicismo intentaría explicar todo el

movimiento en el mundo natural como una suerte de larga cadena de eventos

mecánicos, donde la naturaleza ya no es la manifestación de un principio vivo, sino

más bien un sistema de materia en movimiento regido por leyes matemáticas, en

donde un objeto siempre resulta movido por otro.

Ahora bien, créanlo o no, esto traerá consigo implicaciones muy importantes para

la concepción antropológica cartesiana: ya que si el cuerpo es una sustancia extensa,

esto significaría que –al igual que como ocurre con el resto de los objetos físicos– su

comportamiento también estaría regido por estas leyes, implicando que los hombres

estaríamos condenados a obedecer ciegamente los dictámenes de la naturaleza. Sin

embargo, sabemos que no es así. Los seres humanos poseemos libre albedrío,

contamos con la voluntad para actuar en contra de estos dictámenes naturales. Y esto

sería, justamente, gracias a la sustancia pensante: que, al no poseer cualidades

materiales, no estaría sometida a las leyes físicas del cuerpo, y por lo tanto sería la

responsable de dotar al ser humano de la libertad que este presenta frente al

determinismo mecanicista.
Sin embargo la cosa no terminará ahí para Descartes, ya que su dualismo

antropológico de corte mecanicista terminará suscitándole muchos más problemas.

Principalmente le costará dar una explicación satisfactoria al respecto de cómo

funcionaría la interacción entre estas dos sustancias; es decir entre el cuerpo y el

alma. En textos como su Tratado de las pasiones, nos dirá que podríamos entender

esta relación como la que existe entre un piloto y su nave. A pesar de esto, no serán

poco los filósofos y pensadores que seguirán encontrando puntos débiles en su teoría.

Por ejemplo: una de las críticas más severas sobre este punto vendrá por parte de

Isabel de Bohemia, quien se encargó en señalar que la sustancia pensante, al ser en

sí misma algo tan diferente del cuerpo, no tendría forma alguna de interactuar con él.

Su crítica es sumamente certera, ya que; si la condición necesaria en la naturaleza

para que un cuerpo se mueva reside en que este sea movido por otro; entonces no se

terminaría de entender cómo es que la consciencia, la cual es algo inextenso e

incorpóreo, lograría controlar y mover el cuerpo4.

Frente a esto, Descartes –al ver amenazado su sistema– ensayará una solución

(hoy en día científicamente desechada) en su Tratado del hombre, en el que dirá que

la glándula pineal es el punto “matemático” en el cual mente y cuerpo se relacionarían.

Por su parte Leibniz, otro filósofo cartesiano, dirá que la armonía entre los

pensamientos y los sucesos físicos es un milagro, y que constituye la mejor prueba de

la existencia de Dios.

No obstante, en la actualidad la pregunta planteada por Isabel de Bohemia sigue

siendo tema de numerosos debates filosóficos y neurológicos: ¿Cómo es

verdaderamente posible la relación cuerpo y mente?

4
Tal y como ella dice : “¿Cómo el alma humana (ya que no es más que una sustancia pensante)
puede llevar a los espíritus del cuerpo a producir acciones voluntarias? Ya que parece que toda
determinación de movimiento proviene de un impulso de la cosa movida, acorde con la manera
en que es empujada por aquello que la mueve; y si no, depende de la calidad y figura de la
superficie del segundo. Se requiere contacto para que se den las primeras dos condiciones y la
extensión para el tercero. Usted excluye por completo la extensión de la noción del alma, y el
contacto, por lo tanto, me parece incompatible con una cosa inmaterial.” (Isabel a Descartes, 16
de mayo de 1643)
Cualidades primarias y secundarias

Descartes va a decir que sólo son reales las cualidades primarias de las cosas, es

decir, sus propiedades físico-matemáticas (la figura, la masa, la extensión, el

movimiento), aquellas cualidades que podemos conocer a través de la razón; las

cualidades secundarias, que son las cualidades sensibles de las cosas, las que

conocemos a través de nuestros sentidos (el color, la textura, la temperatura, el sabor,

el sonido) va a decir que no tienen una realidad objetiva: no pertenecen a las cosas en

sí mismas, sino que son la manera en que nuestros sentidos perciben esas cosas. Son

ideas confusas, es decir, poco confiables, porque en ellas es difícil saber qué

pertenece al objeto y qué pertenece al sujeto. Me golpeo el dedo del pie con la cama;

el dolor que siento, ¿es una propiedad de la cama o una propiedad de mi cuerpo?

Evidentemente, el dolor no está en la cama, está en mi cuerpo. Aun así, ¿está en mi

dedo o está en mi cerebro? El dolor no es una propiedad de una cosa, ni siquiera de

mi cuerpo, sino una representación de mi consciencia. Lo mismo ocurriría, según

Descartes, con el resto de la cualidades sensibles: el rojo no está en la manzana, no

es una propiedad suya, sino que es la manera en que la manzana repercute en mis

sentidos; el rojo está en mi visión, y quizás en el caso de un daltónico ni siquiera vería

rojo sino amarillo, y sin embargo la manzana seguiría siendo la misma. Las cualidades

secundarias son subjetivas, existen solamente en la consciencia, en la res cogitans,

pero no tienen lugar en la sustancia extensa, en la que solo hay movimiento, figura y

extensión (las propiedades geométricas de las cosas).

Demostración de la existencia de Dios

Retomemos el programa de Descartes. Buscamos una verdad indubitable para deducir

a partir de ella, con certeza incuestionable, el resto de las verdades. Esta verdad

resultó ser el cogito, la existencia de la propia consciencia. ¿Qué puedo deducir de

ella? Analicemos nuestra verdad fundamental. Encuentro en mí, dice Descartes,


muchas ideas que representan objetos; la existencia de esos objetos me resulta

todavía incierta, pero la existencia de mis ideas en tanto ideas es incuestionable. Yo

tengo la idea de un unicornio, y aunque los unicornios no existan, existe en mi mente

la idea de unicornio. Ahora bien, todas estas ideas de objetos que tengo bien podrían

ser como la idea de unicornio, ideas de cosas inexistentes que yo me he inventado,

por eso no puedo estar seguro de la realidad de sus objetos. Sin embargo, Descartes

descubre en su mente una idea singular. Es la idea de un ser perfecto, omnipotente,

omnisciente, infinitamente bueno y justo, al que usualmente identificamos con el

nombre de “Dios”. Como ocurre con el resto de los objetos, no sé si existe Dios, hasta

ahora sólo puedo estar seguro de que existo yo; pero esta idea presenta una

particularidad, y es que yo no la puedo haber inventado. Puedo inventar ideas de

animales fabulosos, de otras sustancias finitas, porque las invento más o menos a

partir de la idea que tengo de mí, que soy una sustancia pensante. Pero a partir de

qué, yo que soy un ser finito, imperfecto, mortal, deleznable, voy a inventar la idea de

un ser que sea perfecto, infinito, eterno, etc. Es imposible que algo inferior produzca

algo superior; que Descartes haya inventado la idea de Dios es como que una

parturienta de sesenta kilos de a luz a un bebé de sesenta toneladas. Además, el

conocimiento de lo negativo presupone el conocimiento de lo positivo: sé que algo no

es blanco porque conozco el color blanco, de lo contrario no podría saberlo. De la

misma manera, sé que soy finito e imperfecto, que adolezco de ciertas privaciones,

porque conozco la idea de lo perfecto, de lo infinito... en una palabra, porque me

comparo con la idea de Dios. Entonces, ¿de dónde obtuve esta idea, si no pude

inventarla yo? Tiene que haber sido puesta en mí por otro ser. Un ornitorrinco no va a

producir en mí la idea de Dios, tiene que haber sido un ser semejante al que

representa esta idea, igualmente infinito; tiene que haber sido... Dios. Por lo tanto,

Dios existe.

Resumo la demostración: encuentro en mi consciencia la idea de Dios; esa idea

no puede haberla inventado el “yo pienso”, por lo tanto la ha puesto en mí otro ser; el
único ser que pudo haberla puesto es Dios; por lo tanto, la existencia en mi mente de

la idea de Dios implica la existencia de Dios. Dios existe.

La veracidad divina y el método cartesiano como garantías del conocimiento

La existencia de Dios vuelve imposible toda duda razonable sobre la existencia del

mundo externo, del mundo material. Si somos obra de Dios, no tiene sentido dudar de

nuestras facultades de conocimiento, del testimonio de nuestra razón y de nuestros

sentidos. Dios, por definición, no puede ser malvado, no puede haberme hecho de

manera tal que me engañe, que mis facultades de conocimiento no sean idóneas. No,

Dios es bueno y omnipotente, y, por lo tanto, me ha hecho de manera tal que pueda

conocer el mundo mediante mis facultades. Dios es veraz, no engañador, y si yo tengo

una inclinación irrefrenable a creer que existen objetos materiales que corresponden a

mis ideas, entonces es porque esos objetos existen. La realidad no es un sueño; Dios

no se burla de nosotros, es bueno, es veraz. La realidad es real. Puedo conocerla,

dice Descartes, siempre y cuando siga el método correcto, que consiste en aceptar

como verdaderas solamente las ideas que se presentan a mi mente con claridad y

distinción. Si cometo precipitación y juzgo verdaderas ideas oscuras y confusas (esto

es, ideas conocidas a través de los sentidos, ideas que no he analizado debidamente

a la luz de la razón), me engaño yo solo, por mi exclusiva culpa, no por culpa de Dios

o de un genio maligno o engañador.

Bibliografía:

DESCARTES, René, Discurso del método. Trad. Mario Caimi. Bs. As.: Colihue, 2004.

Cap. 4.

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