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CAROLINA BRUCK (probablemente, apócope de “Bruckman”), nació en 197?

en La Plata (Provincia de
Buenos Aires, Argentina); licenciada en Literatura por la UNLP (Univ. Nac. de La Plata y magíster en
Creación Literaria por la UPF (Univ. Pompeu Fabra) de Barcelona, con una tesis dirigida por Juan Villoro,
es docente (imparte clases de lectura y escritura en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad
Nacional de las Artes), editora, narradora y ensayista, y también guionista de documentales sobre escri-
tores y artistas. Cuentos suyos integran antologías en Argentina, Colombia, España y Estados Unidos,
mereciendo destacarse entre las últimas la antología española Emergencias (Barcelona, Candaya, 2013)
y la argentina de 2012 que recopila relatos breves o minis ¡Basta! Cien mujeres contra la violencia de
género. Lleva publicados los libros de relatos: Fast food (2008), debut con el que obtuvo el premio del
Concurso Nacional de Narrativa Macedonio Fernández de ese año; Las otras, con el que ganó el Premio
de Narrativa “Eugenio Cambaceres” de la Biblioteca Nacional en 2013 y fue finalista del Premio García
Márquez en Colombia; y No tenemos apuro (2016).
En la justificación del premio al libro Las otras señaló el jurado: Carolina Bruck, pensando que nada hay
más enrarecido que lo cotidiano, pero convencida de que el secreto no se comunica con estridencia,
convierte la claridad en una forma del misterio.., sirviéndose a tal fin de un tono cómplice para crear
situaciones de inquietante intimidad en las que nada de lo que ahí ocurre es inocente, pero tampoco
nada deja de ser entrañable: los personajes buscan sentirse bien en un entorno que no comprenden y
acaban yendo del anhelo al malentendido merced a la sutil tensión que crea la autora.., que demuestra
en estas historias cómo, no obstante carecer de plan maestro la existencia, ciertos detalles permiten
entender las vivencias, pero nos exigen atención, pues, como escribe en una de ellas esta cazadora de
tenues paradojas: “la única cualidad positiva de los cisnes de hielo es que son efímeros”. Y en la reseña
del mismo libro en el diario bonaerense Página 12 del 28 de Marzo de 2014, escribió Malena Rey:
“… ¿Quiénes son “las otras” del título? Porque ninguno de los cuentos reunidos se llama así. ¿Aludi -
rá quizás las distintas voces que Bruck adopta al hacer hablar a sus personajes para delinear los
perfiles intimistas de sus historias?... Son nueve cuentos en los que desfilan los variados intereses
de la autora, siempre procesados por su trabajo con el tono de sus personajes: la historia de la Ar-
gentina, la formación sentimental de las mujeres, la mirada de los otros, la cotidianidad inquietante,
la amistad, el amor..; y están plagados de referencias, tanto en los epígrafes como en las dedicato -
rias, e incluso entremetidos en las tramas, a escritores que han tenido que ver con la formación del
universo narrativo y sensible de Bruck: Clarice Lispector, Esteban Echeverría, Rodolfo Walsh, Juan
Carlos Onetti, Macedonio Fernández, Olga Orozco, Patricio Rey y hasta Los Beatles, con mención
especial a Gloria Pampillo y Gabriel Báñez, escritores ya fallecidos con los que Bruck se formó...
En el interior de estos cuentos viven seres más o menos perturbados, trágicos o superficiales, pues-
tos a funcionar en situaciones cotidianas, a los que Bruck examina en minuciosa disección. Protago-
nizados en su mayoría mujeres que se valen de la primera persona para sugerir los matices de una
psicología compleja, como sucede, por ejemplo, en el desgarrador Submarinos amarillos, que tiene
como trasfondo la Guerra de Malvinas y narra los vaivenes traumáticos de una niña que visita a su
madre loca e intenta en vano comunicarse con ella; o en China, un relato en el que la ingenuidad
oportunista y el maltrato doméstico hacen mella en una dama de alcurnia en un pueblo de la pro-
vincia de Buenos Aires durante el gobierno de Perón. Otras veces la mujer es vista a través de los
hombres, como en El cerebro del ratón, en el que un creativo publicitario inexperto debe diseñar
una campaña de ropa informal para mujeres y crea algunos perfiles que de tan estereotipados ter -
minan mal. Todas estas criaturas extrañadas dan nota de la versatilidad estilística de Carolina Bruck,
que además cruza personajes de un cuento a otro, y repite situaciones generando un aire de com -
plicidad: esas redes entre personajes, como hilos de tejidos que forman sutiles tramas, arman series
que implican vínculos con la tradición cuentística universal, incluída esa maestra del relato corto y
condensado que es la Nobel Alice Munro“.

RELATOS: Fast food (p.2) y Casi transparente (p.6).


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FAST FOOD (en libro del mismo título, 2008)

—Al menos te dan los días de pre-examen. Vos te quejás de llena.


“Te quejás de llena”: la frase le encantaba a su mamá; siempre encontraba el momento y el lugar
para pronunciarla. Algunas veces más literal; otras, más metafórica, subrayaba que Julieta esta-
ba llena de algo, satisfecha, y le quitaba el derecho a protestar. Esa mañana la había usado mien -
tras le cosía el monograma a la camisa amarilla y le emprolijaba [arreglaba, ordenaba] el pelo
con la planchita de cerámica.
Nunca la dejaba prepararse sola para salir: la sentaba frente al espejo del dormitorio, y le pedía
que levantara el mentón y enderezara la espalda. Como cuando iba a la escuela primaria, y le
arreglaba las trenzas y el guardapolvo. Pero en esos años, lo único que veía Julieta junto a su
imagen en el espejo era la cama matrimonial tendida con la colcha Palette color turquesa. Ahora
esa misma cama estaba desarreglada y su padre dormía en calzoncillos con la bolsa de suero
clavada en el brazo derecho.
Te quejás de llena. Julieta le había dejado entrever lo de las caricias en la cintura, las respiracio -
nes de Simón en la nuca, cuando ella se daba vuelta para preparar la máquina de expreso [café].
Su vieja le había dicho que no se hiciera la película y usara menos escote; le había abrochado los
botones de la camisa hasta arriba y la había sacado afuera para tapar los pantalones ajustados.
No te hagas la película: sonaba impostada también esa frase de adolescente en boca de su ma-
dre. Había simulado no escucharla y había guardado los apuntes de la facultad en la mochila y la
cámara digital para hacer el trabajo práctico de esa semana.
El 130 la dejaba enfrente: a veces siete y veinte, otras veces siete y media. A esa hora, el drugs-
tore, del otro lado de la avenida del Libertador, parecía un espejismo. El enano del semáforo se
empecinaba en enrojecer, y cuando al fin viraba al verde, las franjas blancas para peatones se
camuflaban bajo los colectivos y las cuatro por cuatro. Los paseadores de perros amontonaban
caniches, pastores alemanes y dogos albinos; los chicos y las chicas de uniforme —atontados
por la resaca del vodka con speed [refresco energético], y por el apresto de sus camisas recién
planchadas— los esquivaban como zombies. En la estación de servicio en la que trabajaba Julie-
ta, la cola de taxistas llegaba hasta la mitad de cuadra; después de cargar gas, cinco o seis se
quedaban a desayunar.
Al entrar en el drugstore, escuchó que algunos clientes comentaban que a Soledad —una de las
playeras, que cambiaban el aceite, limpiaban vidrios y cargaban nafta [gasolina] en ese lugar—
la habían atropellado la noche anterior. La chica sólo se había lastimado un poco, pero estaba
internada en observación. El conductor había puesto como excusa que la confundió con una de
esas muñecas que se agitan a la salida de algunos lavaderos de autos para atraer a los clientes.

Un taxista que desayunaba junto a la ventana intentó una rima sobre el airbag doble que había
protegido a la chica. Simón ni siquiera sonrió, lo miró y con esa mirada lo obligó a cerrar la
boca. El tipo venía todas las mañanas; pedía un café, tres medialunas y algún diario dedicado a
los casos policiales. Julieta tenía la foto pensada: la cara del taxista aparecía en primer plano, la
boca entreabierta a punto de comer la medialuna (la medialuna no entraba en cuadro) y enmar-
cada por la dentadura postiza, pero fuera de foco, más atrás, una playera. La idea era buena, pen-
saba, y no era una construcción artificial, lo había visto así, lo había encuadrado con la mente,
todos los días. Pero nunca había llegado a disparar.
Cuando se acercó a retirar las bandejas, escuchó que dos corredores de productos lácteos tam-
bién hablaban del tema. El más joven comentaba que esa madrugada había escrito la historia del
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accidente en un blog sobre playeras. Un poco cambiada, y con buenas descripciones, para darle
más interés a la trama.
Los dos corredores tomaban café y se reían. El viejo se paró y se puso a imitar el movimiento de
las muñecas que atraen tipos a los lavaderos. Usaba una barba de varios días, y las migas graso-
sas de las medialunas se le pegaban en los pelitos del mentón. Otra foto perfecta. Pero no sabía
cómo sacarla.
Simón no los escuchó, pero estaba segura de que si los escuchaba los haría callar. Siempre y
cuando alguna de sus empleadas pudiera verlo. Una tarde, le había contado a Julieta el supuesto
origen de su nombre: cuando estaba embarazada de él, la mamá leía La mujer rota de Simone de
Beauvoir, que hacía muy poco tiempo se había editado. Pensaba que pariría una mujer, y que la
ayudaría a construir un camino propio. Pero parió un macho, y lo único que pudo hacer fue po -
nerle como nombre “Simón”. Días después, se murió. Como homenaje a su mamá, Simón había
decidido que en cada negocio que emprendiera contrataría sólo a mujeres. Mientras le contaba
esto, jugueteaba con el monograma de la camisa de Julieta, como si estuviera arreglándolo, y le
rozaba los pechos con los dedos gordos. Ella simulaba no darse cuenta. Abría la caja registrado-
ra; apartaba el fajo de billetes de cincuenta y de cien, y los escondía en el doble fondo. Tenía
ganas de morderlo, como hacía a los cinco años en el jardín de infantes cuando un amigo le con-
taba alguna mentira.
—Una cabina, por favor.
El taxista de los casos policiales quería hablar por teléfono. Tenía las uñas sucias y una alianza
de casamiento, de oro. Por debajo del puño de la camisa de jean asomaban algunos pelos y dos o
tres canas. Le entregó el cartelito de plástico con el número 3 y lo espió mientras hablaba.
El tipo dibujaba garabatos en la humedad condensada del vidrio de la cabina. No parecía inter -
venir mucho en la conversación; se lo veía escuchar callado y, cada tanto, decir algunas pala -
bras. Por momentos, sacaba uno o dos papeles de una cartera de mano, de cuero negro, muy
gastada. Después, volvía a meterlos y se ponía a dibujar.
Salió de la cabina y pidió otro café. A Julieta le extrañó; a esa hora solía arrancar con el taxi. Le
acercó el expreso: sobre la mesa de fórmica naranja, esta vez no estaban desplegados los casos
policiales. Había separado las últimas páginas de algunos diarios de la mañana, las que incluían
los chistes, los juegos de ingenio y el pronóstico del tiempo. También, había sacado de la cartera
una tijera larga, como las que usaban los sastres. Le preguntó si podía llevarse algunos recortes.
Julieta le hizo señas y Simón se acercó al taxista. Le dijo que podía llevarse lo que quisiera si les
pedía disculpas a las damas presentes por el comentario que había hecho hacía un rato. Las da-
mas presentes eran Julieta y una mujer de unos ochenta años que acababa de entrar al drugstore
e intentaba leer las fechas de vencimiento de los yogures descremados. Siguiendo las instruccio-
nes de Simón, el taxista se levantó, y prometió que nunca más iba a usar la palabra “airbag” ni
ningún término relacionado con la mecánica del automóvil para referirse al cuerpo de una mu-
jer. La vieja de los yogures le sonrió, le preguntó qué quería decir con “airbag”, que ella no ha-
bía entendido el chiste. Mientras el hombre intentaba esbozar una explicación, los demás vol-
vían a sus cocacolas y sus panchos con mostaza. Julieta recordó a su padre: una noche —ella
tendría seis o siete años— lo vio a la vuelta de una despedida de soltero. Su madre le había he-
cho desglosar minuto por minuto, hora por hora, fotograma por fotograma, cada escena de la
fiesta.
Ahora el taxista se sentaba, tomaba la tijera y recortaba una serie de rectángulos prolijos [esme-
rados] de las páginas del diario. Los doblaba en cuatro y los apilaba junto a su cartera de cuero

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gastado. Esa, pensó Julieta, también era una foto. Pero una foto diferente, que ocultaba más de
lo que revelaba.
—¿Me leés, nena?
La vieja de los yogures finalmente eligió un paquete de sandwiches de miga [sándwich de pan de
molde]. Cuando Julieta le leyó que vencerían la semana siguiente, la mujer rechazó el paquete y
volvió a guardar en su bolsa de plástico las monedas que había desparramado frente a la caja
registradora. Mientras escondía en su bolsa algunos bocaditos de dulce de leche, le gritaba a
Julieta que cuidara su trabajo, que en todos los lugares no había jefes como ese Simón, que en el
drugstore de la otra cuadra [manzana], para que no tuvieran que ir tanto al baño, a las chicas las
obligaban a usar pañales. Aunque —agregó— tampoco era tan terrible eso de los pañales porque
ella estaba mucho más cómoda desde que los usaba.
—Tiene razón —le dijo Julieta—. Yo me quejo de llena. La mujer salió del negocio y se quedó
unos minutos parada junto al expendedor de nafta súper, conversando con una de las playeras.
Se había levantado viento: el pelo largo y rubio de la chica se movía en ondas ascendentes; el
pelo ralo de la vieja se levantaba y dejaba ver pedazos de cuero cabelludo. La vieja se señalaba
la entrepierna; le señalaba la entrepierna a la playera. Seguiría hablando de pañales. Julieta sacó
la cámara de debajo del mostrador y disparó. Pero la foto —al menos lo que se veía de ella en la
pantalla de la cámara— no quedó bien encuadrada. No había logrado captar el momento.
—Cambio de cien, ¿tenés?
El corredor más joven —el que había escrito la historia de la playera en un blog— le acercaba
un billete nuevo, recién sacado del cajero. Tenía los dedos largos, esos que su vieja llamaba “de-
dos de pianista”, y las uñas limadas. No usaba anillos y le dedicaba una mirada con esos ojos de
pupilas gris verdoso y pestañas largas. Se parecía a Ethan Hawke. No era el primero. Desde que
trabajaba en el drugstore, ya habían pasado por allí al menos diez Ethan Hawke. Pero ninguno,
claro, había sido un Ethan Hawke.
Los dedos de pianista balanceaban un paquete de forros texturados [condones revestidos] delante
de sus ojos y una golosina, un conejo verde y gelatinoso.
—Extrafinos, ¿tenés?
Estaba segura de que quedaba una caja, pero no lograba encontrarlos. Pensó en preguntarle por
la historia que había escrito en el blog. Ethan Hawke podría, por qué no, haber compuesto un
poema de vanguardia que sugiriera, a través de cadenas y cadenas de metáforas con lactobaci-
llus, una mirada superadora de la figura de la playera. Podría —al menos— haber puteado a los
camioneros que se la pasaban posteando [“intercambiando mensajes” en las redes sociales] comen-
tarios llenos de barrabasadas.
—Sos monja, ¿vos?
Los dedos de pianista le señalaban los botones superiores de la camisa; esos que su mamá había
abrochado con tanto esmero a la mañana. Como un flash, se le apareció la imagen de su padre
tendido en la cama y Ethan Hawke volvió a ser el corredor de productos lácteos. Roja, le dio el
vuelto. Antes de irse, él le puso el conejo sobre la mano.
—Para tus fotos, monjita —le aclaró—. Miralo bien: si lo ponés al sol, cambia de color.
Lo vio salir, y pensó que otra vez la foto ocultaba más de lo que revelaba: una imagen no valía
más que mil palabras, aunque su profesora de la Facultad insistiera con la cantilena.
Desde cuándo los clientes del local sabían que ella hacía algo más que convertir la leche en es-
puma para el capuccino. Ese, seguramente, habría sido Simón. Lo imaginaba acercándose a los
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hinchas de Boca, a los hinchas de Independiente, a los hinchas de San Lorenzo para preguntarles
tal o cual detalle del equipo de cada uno, para discutir si tal o cual jugada había sido orsai [“fue-
ra de juego” en el fútbol] o si el referí estaba adornado. Y después, en el medio de la conver -
sación, como si nada, sabés que mis chicas esto, sabés que mis chicas lo otro.

La carne estaba fría y muy molida, siempre se le metían algunos pedacitos entre las uñas. Pero
ya había probado preparar las hamburguesas con guantes y no había caso. Tenía ese rato entre
las 11 y las 11 y media, cuando el drugstore estaba tranquilo, para dejar listas al menos dos do-
cenas. Las hamburguesas habían sido otra de las ideas geniales de Simón: las vendían al mismo
precio que en los locales de fast food, pero eran caseras. Eso les aseguraba una cantidad razona-
ble de gente a la hora del almuerzo.
Metió las hamburguesas en la heladera [frigorífico]. Pasó un trapo con lavandina [detergente]
por la tabla; se limpió un poco las manos. Constató que las fetas [lonchas] de queso y jamón
estuvieran preparadas; roció unas gotas de agua fresca sobre las hojas de lechuga y las rodajas
de tomate. Como casi siempre, las llaves del baño para empleados no estaban en el cajón. Se
colgó la cartera al hombro. Hizo señas a la playera que la reemplazaba cada vez que tenía que
salir.
Al pasar junto a la puerta descubrió que el taxista todavía estaba a la mesa. El café con leche a
medio tomar, y los recortes de papel de diario desplegados. Eran crucigramas autodefinidos.
Esos que incluyen las consignas dentro los casilleros y alguna foto de un actor o deportista fa -
moso cuyo apodo hay que recordar. No la vio salir: el hombre completaba los crucigramas con
desesperación, con gula. Tenía los dedos manchados de tinta de dos colores. La azul de la biro -
me que estaba usando, y tinta negra, de unos papeles que asomaban de su cartera de cuero. Julie-
ta no llegó a distinguir qué decían.
Un hilo leve de agua podrida debajo de las piletas [piscina o, en general, reservorio o contenedor de
agua, como un fregadero, por ejemplo]; sobre el hilo de agua, papeles abollados [estropeados]. El
secamanos eléctrico cubierto de óxido, con el enchufe colgando. Restos de calcomanías en los
azulejos. La lamparita desnuda a punto de caer.
—A tus compañeras, por ejemplo, las hacen limpiar el baño. No sabés las pestes que te podrías
agarrar. Pero a vos no: él sabe que vos estudiás, que estás para otra cosa. Su mamá, como los
chicos [niños] y los locos, siempre tenía la razón. Ella, Julieta, estaba para otra cosa. No sacaba
una foto que mereciera la pena; tenía veintitrés y no lograba terminar primero de Diseño Gráfi-
co; se ponía a leer Semiótica en el colectivo y no entendía una papa. Es verdad, estaba en el
mundo para otra cosa. Pero para qué cosa estaba. Abrió la canilla [grifo], se humedeció las ma-
nos, hizo girar el jabón rosa que colgaba de un soporte metálico bajo el espejo. Su madre le ha-
bía enseñado que para que esos jabones estuvieran limpios había que humedecerlos y hacerlos
girar al menos ocho veces.
—No te podés quejar, Juli. Dicen que a las chicas de la otra cuadra les hacen usar pañales.
Esta vez no era la voz de su madre en flashback; era una voz de hombre cascada de tabaco ne-
gro. Reflejado en el espejo vio asomarse a Simón tras la puerta de uno de los baños con la bra-
gueta baja. Se acercaba a ella con una sonrisa y las manos ocupadas.
Julieta seguía haciendo girar el jabón. Después, abrió la canilla y dejó que el agua corriera por
sus manos. Otra vez tenía restos de carne picada entre la piel y las uñas. Trozos de grasa, cada
vez más hediondos, que se le incrustaban mientras manipulaba la mezcla de las hamburguesas.
Bajo los cuarenta watts que tambaleaban, las bolitas de carne con grasa eran una especie extraña

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de cascarudos. Dejaba correr el chorro —el agua tan helada anestesiaba los sentidos—, pero no
lograba que se desprendieran. Se sacudió las manos y las hundió en la cartera.
Simón sacó un extrafino del paquete que hacía unos minutos ella no había podido venderle a
Ethan Hawke. Se lo puso con cuidado, y la tomó por la cintura mientras intentaba bajarle el pan-
talón para penetrarla. Julieta se escurrió e intentó patearle los huevos. Le dio en las costillas.
—Puta.
Entonces disparó: como había poca luz, el flash encandiló a Simón. Lo dejó ciego, doblado del
dolor, con el extrafino puesto y el conejo de gelatina derretido en una de las manos.
—Puta.
No volvió al drugstore; tampoco revisó la pantalla de la cámara. Tenía que aprovechar el mila-
gro: ese día, a esa hora, la avenida estaba desierta y no tendría problemas para cruzarla.

CASI TRANSPARENTE (en la antología pluriautorial Historias para leer despacio;


ediciones del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, 2020)

Los niños entendíamos, súbitamente, que no éramos tan importantes. Que


había cosas insondables y serias que no podíamos saber ni comprender.
ALEJANDRO ZAMBRA

¿Me pasás el Off [marca de “repelente” de mosquitos], Kari? Está ahí debajo del libro. Ya sé
que a esta hora los mosquitos se van, pero para mí que tengo la sangre dulce, porque aunque
haya uno nomás, me deja toda llena de ronchas. Ponete vos también, no te preocupes si se gasta;
a último momento, papá me metió otro más en la mochila. No sabés, cuando vio que nos iban a
llevar hasta Necochea con el micro [otro nombre para “ómnibus, colectivo, autobús”; pero aquí con un
sentido irónico] de Fito casi me hace bajar; dice que es una catramina [coche viejo y desvencijado]
maquillada de naranja. Por suerte al final me dejó venir. Me acomodó la mochila, agitó la
cantimplora, me subió el cierre de la campera [cazadora deportiva] y cruzó al kiosco de Silvia
para comprar otro repelente. Como si así hubiera podido estar seguro de que la chatarra de Fito
nos iba a llevar sin problemas hasta el camping de la Juventud. ¿Lo escuchaste vos? Mientras
me subía al micro, cantaba unas canciones reviejas: “Chofer, chofer, apure ese motor, que en
esta cafetera nos morimos de calor”, y la otra, esa del campamento que es puro experimento,
una que dice “Y qué tomaste, y qué tomaste... mate cocido con gusto a podrido, oí mame, si
querés no sé qué cosa”. Qué vergüenza que me dio. Hasta que llegamos a Atalaya, los chicos del
grupo más grande se la pasaron cargándome.
¿Sabías que mi papá también estuvo acá de joven? La noche antes de salir se la pasó como
seis horas enseñándome a hacer el ballestrinque [Nudo marinero que se forma con dos vueltas de
cabo, dadas de tal modo que los extremos resultan cruzados]. Me había estado contando de su
primer campamento, de cómo había conocido ahí a Aaroncito y al Bebe, sus amigos de toda la
vida, de lo lindo que es mirar el mar desde los acantilados, aprender a ajustar las estacas para
que no se vuele el sobretecho y después, a la noche, ante el fogón, tener charlas profundas sobre
la identidad judía o conocer más sobre nuestra historia. Esas charlas como las que a veces
proponen los maestros: que definamos lo que es ser judío para nosotros, si es una identidad o
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una religión; que digamos si nos parece bien que en algunos kibutzim los chicos duerman en
pabellones separados de los padres; o que opinemos sobre lo que dijo ese italiano que nos
leyeron, que no hay que olvidarse de las cosas terribles que hicieron los nazis porque en
cualquier momento pasan otra vez, como en la guerra de Argelia o en Vietnam hace repoco. En
serio, me lo contó el maestro del grupo de once, el hombre va por los colegios de su país y se lo
explica a los chicos.
Viste que el italiano se llama Primo; yo no sabía que “Primo” es un nombre allá, quiere
decir “primero”. En cambio acá, el nombre “Primero” no existe que yo sepa, ni tampoco “Pri-
mera”. Sí existe “Segundo”, lo sé porque en la biblioteca hay un libro, Don Segundo Sombra.
Lo leen las chicas de séptimo; dicen que es un plomo. ¿Te están picando a vos? A mí creo que
sí, o por ahí son hormigas coloradas que se metieron en el banco de troncos; a esas creo que el
Off no las afecta. Si me ves rascarme, apretame la mano fuerte, porque si no se me hacen como
unas montañas con lastimaduras arriba. Me arden tanto que parece que tuviera volcanes en la
piel.

Te decía: la cosa es que lo vi tan contento a papá con eso de las charlas ante el fogón y las
reflexiones que no me animé a contarle que los chicos de nuestro grupo no les dan mucha pelota
a los maestros, y lo único que hacen en los campamentos es organizar campeonatos de pedos o
de eructos, o ponerse a hablar boludeces. Qué sé yo, del Taunus automático que se va a comprar
la mamá de Daniela, o del equipo de música Technics importado que le trajo a Mauri su zeide
para el cumpleaños, o del viaje a Disney que hizo toda la familia cuando el hermano más grande
de Germán se recibió de martillero público. O de las zapatillas para aerobic que se compraron
cuando viajaron a Miami. Veinte horas hablando de las zapatillas de aerobic y del test de
Cooper, y otras veinte más hablando de las de tenis que usó Vilas para llegar a ser número uno
hace tres años. Como si ellos fueran tan grandes deportistas. No lo quise desilusionar al pobre
papá.
Aunque la verdad, la verdad, te lo digo a vos, Kari, porque, sí sos mi amiga, creo que
mamá y papá me mandaron al campamento para quedarse solos con la bebé y ver si se arreglan
de una vez por todas. Mi hermana les llora un montón y no pueden calmarla. Y desde que a
mamá se le fue la leche, Sole está peor; se despierta a cada rato y no saben qué es lo que quiere.
A veces yo me levanto, agarro un libro de la colección Su Hijo de Tantos Meses, el que
sirve para los meses de mi hermana, y se lo llevo: lean, a ver si aprenden, les digo. Ellos me
dicen “sabelotodo” y me echan del cuarto, aunque se quedan con el libro: no sé si lo leen o
hacen como que lo leen para que yo me vaya. Pará, no te muevas que tenés uno ahí en la pierna,
se ve que le agarró insomnio. Te lo mato: duele un poco, pero peor si te pica. Mirá qué grande
que es: parece un modelo en miniatura de esos helicópteros que vimos cuando pasábamos por
Quequén.
Dice mi bobe que a mamá se le fue la leche por un disgusto; viste que las bobes usan
mucho la palabra “disgusto”. Lo que no sé bien es qué fue, porque cuando se lo estaba contando
a una de sus amigas se puso a hablar en yídisch para que yo no entendiera. Me da un odio; se
creen superiores porque saben muchos idiomas. La mía sabe alemán, polaco, un poco de
holandés; eso dice, porque solamente la escuché hablar yídisch y castellano.
Igual, yo estoy casi casi segura de que todo este lío tiene que ver con algo que pasó justo
antes de que terminaran las clases, un mes después de que naciera Sole, un martes. Me acuerdo
porque ese día, en la cena, mamá y papá habían estado festejándola como unos tontos. Como a
las dos de la madrugada, cuando ya nos habíamos redormido todos, llegó a casa mi tío llorando

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de tristeza (viste que mi tío es grande y los varones grandes casi no lloran de tristeza, algunas
veces por ahí de alegría). Les dijo a mamá y papá que ya no podían ir más al consultorio de la
calle 53, que es donde atendía ese doctor gordo medio pelado de anteojos que la pesaba y le
medía los centímetros a mi hermana. A mí me dibujaba Dailan Kifkis en las hojas para las
recetas, aunque la verdad ya estoy un poco grande para eso, porque Dailan Kifki es como mucho
para segundo grado, no más.
Yo escuchaba escondida, desde la puerta de mi pieza [cuarto/dormitorio]. Qué habría pasado
con el doctor gordo; por ahí le habían aumentado el alquiler; siempre se quejaba con mamá.
Pero eso no era para que mi tío se pusiera a llorar. Me dio mucha lástima que ya no pudiéramos
ir: por más que me trataba como a una nena de segundo, igual me encantaba la sala de espera de
ese consultorio. Tenía unos sillones naranja fosforescente muy cómodos, te podías hundir ahí
como en una pileta [piscina] de Crush; también había una mesa de plástico azul francia con
revistas de Astérix y de La pequeña Lulú, y las paredes decoradas todas con diplomas, fotos y
pósteres. Los que más me gustaban eran el de la mona Chita disfrazada de enfermera, que pedía
silencio con el dedo en los labios, y otro con un poema muy largo. Me lo quería aprender de
memoria, pero nada más me quedaron algunas frases: “Si un niño vive criticado, aprende a
criticar; si un niño vive avergonzado, aprende a sentirse culpable; si un niño vive amado,
aprende a amar”, y así seguía diciendo si un niño vive una cosa, aprende esta otra relacionada.
Yo me lo iba a aprender cuando terminara el de “Tus hojitas nevadas piden solo un favor: de tus
manos rosadas un poquito de amor”, ese que habla del libro, que nos lo pidieron para la escuela,
pero no llegué.
Ahora no vamos a poder ir más a esa sala de espera. Desde mi escondite, también escuché
que mi tío dijo que habían roto todos los vidrios, que habían desparramado el relleno de los
sillones por el piso y que se habían llevado el fichero. No, no era lo del alquiler para nada; unos
ladrones, puede ser. Después les preguntó a mamá y papá si se acordaban de Isabel, la
compañera de Hugo, la que estaba de siete meses. Mamá se puso a llorar a coro con el tío y
después gritó. Pegó un grito tan fuerte que despertó a Sole y ahora era una orquesta desafinada
retumbando a todo volumen.
Igual cuando entré yo se quedaron callados; mamá se sonó los mocos y después se
pusieron a hablar de una película de Luisina Brando que habían visto ese sábado en el cine. Qué
tenía que ver hablar de una película de Luisina Brando un martes a las dos de la mañana.
No sé, Kari, si vos sentís lo mismo, pero cuando papá y mamá me esconden algunas cosas
que pasan, yo me quedo sin dormir toda la noche, imaginando qué es lo que no me quieren
contar. Y quedarte sin dormir sola en tu pieza no es lindo como ahora, que nos escapamos al
quincho las dos para charlar, leer el diario de Ana y hacernos compañía, sentadas en los bancos
de madera, aunque acá puedan venir los mosquitos o las hormigas coloradas. Cuando no me
puedo dormir en casa, veo sombras atrás de las cortinas y escucho ruidos por todas partes. Me
siento como si estuviera con una gripe fuertísima: el cuerpo me tiembla un montón, de repente
tengo frío, de repente me muero de calor y se me moja toda la espalda, y no me animo a salir de
la cama ni para hacer pis (una vez, no se lo cuentes a nadie, me aguanté tanto que me pishé
encima).
¿Sabés hacer ballestrinque? Al final, viste que los maestros se la pasaron ellos haciendo
los nudos y las carpas, y nos dejaron a nosotros jugando al quemado. Odio el quemado; cuando
los chicos del grupo eligen los equipos, a mí me dejan siempre para lo último, nadie me quiere.
Es horrible quedar para lo último; por lo menos si queda uno después que vos no te da tanta
vergüenza. Y cuando empieza, tenés que estar ahí moviéndote y saltando para que no te maten

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con la pelota; siempre me apuntan a matar primero y, aunque sé que es nada más que un juego,
el corazón me late rapidísimo, Kari.
Bueno, vamos a leer, no te hincho más con las cosas de mi familia. Lo que pasa es que, si
no es con vos, no puedo hablarlo con nadie; viste que las chicas del grupo de la Juventud a mí
no me dan ni bolilla. Y las de la escuela de la mañana, menos todavía; en los recreos, todas
andan atrás de esa Guillermina Capdebarthe para que les regale la ropa de Barbie que ya no usa,
les convide golosinas importadas o les enseñe las letras de las canciones de Cantaniño. Una vez
se me acercó una chica de 5° B, pero esa me da un poco de miedo, porque tiene internada a la
madre en una clínica de locos y anda siempre despeinada. Tenés que decirles a tus papás que te
cambien a mi escuela.
Qué bueno que lo trajiste, hace un montón que quiero leerlo entero. Yo leí algunas partes
en la casa de la bobe, un sábado a la noche que vimos Teatro como en el teatro en la tele y
después ella se sentó conmigo a contarme de los pocos días que pasó en Holanda. Eso fue antes
de hacer el viaje a Argentina de contrabando por Paraguay. Viste que el anexo secreto de Ana
estaba en Holanda. Así que mientras leíamos, yo me imaginaba que la bobe caminaba ya sin la
estrella (sabés que en el camino de París a Ámsterdam la bobe se había conseguido documentos
falsos), con el pelo teñido de rubio, por las calles tapadas de niebla. Pasaba por la empresa del
señor Frank sin saber que todos vivían escondidos en el segundo piso del edificio y seguía
haciéndose la tranquila hasta que se encontraba con el hombre de la Aduana que la ayudó a
entrar en el barco.
El domingo siguiente a la mañana me desperté pensando en los documentales de los
campos que nos pasaron en los aniversarios del Schule. Me daban escalofríos cuando me
imaginaba a los de la Gestapo que pateaban la puerta secreta del anexo y los encontraban a
todos sentados alrededor de la mesa, menos a la señora Frank, que estaba trayendo la olla con la
sopa. Después, las imaginaba a Ana y a Margot en el campo con el pelo sucio, vestidas de gris,
encerradas en un cuarto helado; Margot, enferma en la cama, y Ana, mirando por una ventanita
cuadrada a las mujeres que caminaban en fila con la espalda encorvada por el patio lleno de
polvo, para ver si aparecía la mamá, o la señora Van Daan.
Sabés que una semana después de que lo leímos, la bobe me trajo un diario de regalo. Está
muy bueno: no es de Sarah Kay ni de My Melody, es de unos unicornios japoneses rodeados de
estrellas. Tiene candado y hojas de distintos colores pastel. Empieza verde agua, después rosa
bebé, salmón, celeste y amarillo suave. A la noche me senté y lo quise empezar. Pero no supe
qué poner. Me parecía una pavada hablar de los chicos del grupo, y de cómo me revienta tanto
lo del quemado y también que se rían de mí porque digo “Israel” distinto que ellos. Me acordaba
del diario de Ana y cómo ella contaba cosas de su vida de todos los días, de lo que le daba
miedo, de los libros que leía, de los compañeros que le gustaban, como cualquier chica, pero
también reflexionaba mucho sobre la guerra y sobre los judíos en ese momento. ¿Yo qué voy a
contar? ¿Que la hermana de Daniela Goldberg le robó el Taunus a la madre, se lo abolló y por
eso la castigaron hasta Rosh Hashaná? ¿Que mamá no me quiere comprar pantalones fucsia
porque dice que tengo las piernas gordas?
Mejor empecemos a leer, Kari, antes de que se haga de día y los maestros nos lleven a
correr contra el viento pasando los médanos, por donde empiezan los acantilados. No sé qué
tengo en los ojos, pero cuando amanece, no veo nada de nada. Es como si la claridad me dejara
medio ciega y lo que pasa cerca, muy cerca, se me volviera borroso, casi transparente.

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FIN

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