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LUIS MATEO DÍEZ Rodríguez (Villablino, León, España, 21 de Septiembre de 1942) es un escritor (no-

velista, narrador, ensayista y memorialista), miembro de la Real Academia Española, y que ha recibido la
mayoría –y alguno en más de una ocasión: es el único que ha obtenido dosveces el Premio Nacional de
Narrativa y otras dos el Premio de la Crítica– de los más prestigiosos premios de la literatura en España:
Premio de la Crítica de 1986 y Premio Nacional de Narrativa de 1987 por su novela La fuente de la edad;
Premio de la Crítica de 1999 y Premio Nacional de Narrativa del 2000 por su novela La ruina del cielo,
Premio Francisco Umbral al Libro del Año en 2012 por la tetralogía de novelas cortas La cabeza en lla-
mas, Luz del Amberes, Contemplación de la desgracia y Vidas de insecto, Premio Nacional de las Letras
Españolas en 2020 y Premio Miguel de Cervantes en el 2023
Luis Mateo Díez Rodríguez nació en un pueblo minero de las montañas del noroeste de León situado en
el centro de la comarca de Laciana y del que su padre, Florentino Díez, era Secretario del Ayuntamiento:
el futuro escritor nació –como él ha escrito– «en la vieja casona consistorial, asentada en el corazón del
valle sobre el antiguo solar donde un día se alzó la Torre que erguía el recuerdo de los concejos ancestra -
les», viviendo allí con su familia hasta que, a sus doce años, se trasladaron a León cuando su padre fue
nombrado Secretario de la Diputación: en la capital estudió el bachillerato, y en 1961 comenzó Derecho
en la Universidad Complutense de Madrid. En 1969 ingresó por oposición en el cuerpo de Técnicos de
Administración General del Ayuntamiento de Madrid.
Entre 1963 y 1968 participó en la redacción de la revista poética Claraboya junto a Agustín Delgado, An-
tonio Llamas y Ángel Fierro, y por ese entonces aparecieron sus primeros poemas, que reunió en Señales
de humo (1972); sin embargo, su creación lírica fue efímera, dando pronto paso definitivamente a la
ficción narrativa.
Algunas de sus obras han sido adaptadas al cine. Así, José María Martín "Chema" Sarmiento llevó a la
pantalla grande el cuento Los grajos del Sochantre, una de las cinco historias que se relatan en El filan-
dón (1984) y adaptó Los males menores en la película Viene una chica (2011), de la que Díez fue coguio-
nista; mientras que su novela La fuente de la edad fue adaptada por Julio Sánchez Valdés (1991) para
TVE.
Del 2020 es la antología, en edición y prólogo de Ángeles Encinar, que funciona a la par como introduc -
ción y recapitulación de su narrativa: Invenciones y recuerdos, título que anuncia la mezcla de la memo-
ria con la fabulación y nos sitúa ante un autorretrato literario en el que destacan vivencias particulares
junto a las de sus personajes de ficción. El hibridismo genérico, la mezcla de cuento y ensayo es una de
las características básicas del libro, constituído por una primera gavilla de historias enmarcadas en el
ámbito de lo fantástico o lo insólito que dan paso, en la segunda parte, a una serie de evocaciones de
variada factura que remiten a su mundo literario-vivencial. Los relatos de la primera parte despliegan
historias sobre seres extraviados y perdidos, a la deriva, destacando entre ellos algunos con enfermeda-
des del alma: el cuento primero -que se titulaba en su origen «El cielo enfermo»- aparece ahora como
«Melancolía»; y en esta ficción, además de contarnos la historia de unos personajes aquejados por esta
enfermedad, el autor nos ofrece, desde un cambio a la primera persona, su concepción de la melancolía
en unas líneas que abandonan momentáneamente el relato para exponer sus ideas al respecto.
En 2022 se publicó el libro colectivo de mini/micro-relatos Minicuentos y fulgores, en el que 65 autores
de España y América Latina homenajearon a José María Merino y Luis Mateo Díez.

RELATOS: Melancolía (p.2), El puñal florentino (p.5), las ficciones autobiográficas El lobo (p.8) y
La bandera (p.10). MINI/MICRO-RELATOS (p.11)

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MELANCOLÍA (originariamente titulado El cielo enfermo)

Ese chico que se llamaba Zaro vino a Olencia desde una aldea de Cantil.
Era un primo lejano de la familia Abascal que vivía en el piso tercero de la casa de la abuela Có-
sima. Una familia muy discreta y feliz, de esas que nunca hacen ruido y siempre sonríen y salu-
dan en la escalera.
Siendo como era la abuela Cósima, tan huraña y destemplada, todavía resaltaba más la educación
y buen humor de la familia, como si todos incrementaran la comprensión y la delicadeza ante la
intemperancia de la abuela, que nunca bajaba la guardia a la hora de hacer patente su hostilidad a
cualquier inquilino, por mucho que el inquilino fuese exquisitamente cumplidor de sus obligacio-
nes.
Se llamaba Zaro y vino de una aldea de Cantil.
Era un chico alto, desgarbado, rubio, los ojos de un azul desvaído y las manos muy grandes, esas
manos que son más largas de lo debido y da la impresión de que al dueño le pesan y no sabe qué
hacer con ellas porque parece que no puede moverlas.
Se lo encontró la abuela Cósima en la escalera, él subía, ella bajaba. No dijo nada al cruzársela, la
abuela se hizo a un lado porque nada le molestaba más que rozarse con un extraño. Es posible
que él no la viera, ese chico habitualmente no miraba, parecía que los ojos le pesaban igual que
las manos, alzarlos era un sufrimiento y, como bien supimos, una perdición, si entendemos que el
azul desvaído reflejaba un cielo enfermo.
La abuela no se atrevió a preguntarle dónde iba, lo que indica que el chico la inquietó o le produ -
jo suficiente extrañeza como para que no reaccionase. A dónde va usted, era lo mínimo que la
abuela inquiría en la escalera, con voz más recriminatoria que interesada.
Ese chico llamó a la puerta de los Abascal y, una vez que le abrieron, la familia ya no volvió a ser
la misma.

A veces a un primo lejano se le tarda en reconocer, en aquel caso ni siquiera hubo necesidad de
ello, el reconocimiento no provenía de un recuerdo sino de una ilusión, lo esperaban desde que
Alicia, Feda y Omedo habían pasado un mes en la aldea de Cantil cuando eran niños. Sabían que
algún día iba a venir, y con la ilusión de que ese día llegase había discurrido la adolescencia de
los tres hermanos y se habían hecho jóvenes.
Primero enfermó Alicia. La mirada risueña que no llegaba a molestar a la abuela Cósima, proba-
blemente porque Alicia era la más pequeña y, aunque entre los tres hermanos no había mucha
diferencia de edad, tenía un aire infantil muy acusado, se fue difuminando hasta apagarse, y fue la
propia abuela la que en seguida se percató.
—Esa chica de Abascal, la pequeña, dijo un día la abuela, ya no sonríe. Ahora sube la escalera
como si aupara la pena en cada peldaño, mal asunto.

Después enfermó Omedo. La familia se había hecho más discreta y hasta era difícil encontrarse
con ellos. En alguna ocasión, a horas intempestivas, bajaba el padre a abrir el portal o se oía el
llamador en la puerta del piso.

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—Visita médica, refunfuñaba la abuela con el gesto torcido de quien ni siquiera se ablanda al
constatar la desgracia ajena. Mal asunto tanto voy y vengo, la medicina no es la panacea, ni dan-
do la tabarra sanó nadie.
Cuando se supo que había enfermado Feda, también se supo que los tres hermanos padecían de lo
mismo y ya no solo en la casa sino en el propio Barrio, se comentaba, con la discreción de que
los Abascal se habían hecho merecedores, que algo infeccioso afectaba a los tres, la misma enfer -
medad contagiada.
—Ahora el virus, dijo la abuela Cósima de la forma más impía, sale al descansillo y sube y baja
la escalera como un atracador que nos robará la salud. Voy a perdonarles el alquiler para que se
vayan con viento fresco.

No llegó a hacerlo, en el fondo la imagen enferma de las dos chicas sobre todo, le causaba un
extraño malestar que, a veces, motivaba una imprecación que nada tenía que ver con ellas.
—Se mueren, dijo un día. No hay planta que a base de languidecer no se acabe. El mal que se
lleva en el alma es como el que se lleva en la raíz, una bilis del espíritu.
Eso debía de ser, una bilis del espíritu, una enfermedad que minaba el cuerpo sin hacer percepti -
ble su destrucción, como si el alma supurara una niebla invisible que hacía languidecer la carne.

Murió Omedo y murieron sus hermanas, y los Abascal le comunicaron a la abuela Cósima que
abandonaban el piso, que la desgracia de aquellas muertes seguidas hacía imposible que pudieran
continuar viviendo en el escenario de tan penoso recuerdo.
—Dicen que también están enfermos, reconoció la abuela con más displicencia que aflicción. El
mismo mal y la misma causa, ya puede Dios cogerlos confesados.
Vino un coche a por ellos, y ciertamente al matrimonio se le veía en muy malas condiciones, to-
davía más enfermos que afectados, como si la niebla hubiese borrado el brillo de las lágrimas
hasta reconducir el llanto al silencio. La niebla los había hecho suyos.

Bajaba la escalera aquel chico que se llamaba Zaro, había sido el encargado de cerrar la puerta,
sus tíos le esperaban en el coche, él arrastraba la maleta que aumentaba el peso de su mano más
grande.
La abuela lo aguardó en el rellano del primero, fue hacia él y tendió la palma para que depositara
la llave en ella.
—¿Qué hiciste…?, le preguntó sin disimular lo más mínimo el aborrecimiento.
El chico no llegó a alzar los ojos, alargó la mano con la llave que recogió la abuela. La llave tenía
la temperatura de los dedos cuyo roce ella no logró evitar.
—Nada, musitó el chico, y caminó con más pesadez, como si no tuviera claro el rumbo hacia los
siguientes peldaños.
—¿Nada de nada…?, inquirió entonces la abuela con mayor indignación, dejando caer la llave y
limpiándose la palma en la falda.
Zaro se detuvo, dejó la maleta en el suelo, se sentó en ella con tanta parsimonia como esfuerzo, y
en seguida sus sollozos recobraron algo parecido a la lluvia de un cielo enfermo.

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—Nada que no fuera quererlos a los tres, dijo finalmente, y acordarme de cuando fuimos niños y
jugábamos al escondite…

Siempre me resultó sugestiva esa idea de la melancolía como enfermedad, aunque la condición
contagiosa de la misma, tal como pudo concebirla la abuela Cósima, me parece exagerada.
De suyo, la melancolía nombraba antiguamente alguna variante de lo que ahora pudiéramos en-
tender por depresión, una suerte de tristeza recalcitrante que podía acabar en monomanía y que
causaba despego y desaliento. La vieja imagen del melancólico remite sin remisión al romántico
desolado o al tísico que, además del pulmón, parece estar enfermo del alma. La propia imagen de
la melancolía como enfermedad del alma es francamente sugestiva, podía ser el sentimiento que
supura esa enfermedad, la bilis espiritual a la que probablemente se refería la abuela Cósima.
La verdad es que yo siempre me he confesado melancólico para defenderme del riesgo de ser
diagnosticado como nostálgico, una forma de evadirme de un sentimiento que me resulta bastante
aborrecible.
No me gusta la nostalgia, esa otra variante de la tristeza que se alimenta de la añoranza, son pocas
las cosas que añoro, por no decir ninguna, y las pérdidas de todo grado que he ido cobrando en la
vida ocupan el vacío de su disolución, dejan la huella que contiene ese vacío, una nada a veces
terrible y otras benigna.

Lo que se pierde ya nunca se gana y hay una razonable resignación que afianza, hasta donde se
puede, el sentido de la vida, la conciencia de vivir.
Siempre admiré a quienes saben administrar los recuerdos, no a quienes sucumben a ellos a base
de alimentarlos de forma desmedida, ni a quienes de ellos huyen como si en el olvido buscasen
alguna solución.
Debe de ser muy difícil administrarlos pero, como en tantas cosas de la vida, hay un aprendizaje
además de una predisposición: la lucidez de vivir se relaciona con ese aprendizaje, la madurez
como edad no solo tiene que ver con el tiempo, tiene mucho que ver con el conocimiento que
vamos adquiriendo de nosotros mismos, de la conciencia con que iluminamos ese sentido de la
vida que tanto ayuda a que podamos llegar a ser lo que queremos.
Contrapongo la melancolía a la nostalgia admitiendo que de la primera destila un sentimiento
maduro y más benigno, al menos con la benignidad de lo inocuo, de lo poco interesado, un senti -
miento que de nada pretende adueñarse, que exhuma su liviana pureza como un no menos liviano
resol en nuestro paisaje interior.
La melancolía ni siquiera necesita adornarse con alguna emoción, lo emotivo es más propio de la
nostalgia, ese resol se diluye antes de que el paisaje se conmueva, su huella concierne más a la
ceniza que no necesitó de la llama o al polvo desperdiciado del camino.
En realidad, la nostalgia se promueve, se busca, se atesora y, sin embargo, la melancolía se en-
cuentra, es un hallazgo sin mayores requerimientos, tan fácil de obtener como de dejar, nos recla-
ma y nos abandona, a no ser que contraigamos la dichosa enfermedad del alma que parecía conta-
giar Zaro, una infección mortal donde la pena se inocula como un veneno.
La melancolía es también un consuelo, si entendemos que la segrega la edad bien administrada, la
madurez en que la edad se muestra a través de la conciencia lúcida y de la claridad que vamos
ganando en el sentido de la vida.

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Consuela ser dueño de ese sentimiento benigno y dulce que nos reconcilia con el tiempo que
cumplimos y alivia su cumplimiento, como si el liviano resol proporcionara cierto regusto íntimo,
algo parecido a un diminuto placer muy secreto y nada insignificante.
De todas formas, y aunque la condición contagiosa que consideraba la abuela Cósima me parece
exagerada, tampoco quiero pasarme de ingenuo.
Hay, como bien sabemos, sentimientos peligrosos que, con más frecuencia de la precisa, se hacen
enfermizos, degeneran o subvierten su propia condición, y precisamente son peligrosos por eso,
porque de la inocuidad a la perversión hay un trance imprevisto que los transforma.
De la añoranza de la nostalgia a la ñoñería se llega casi sin solución de continuidad, por ese mis-
mo conducto que lleva a la cursilería el embeleso del recuerdo. La complacencia del melancólico,
el gusto extremado de las afecciones morales, la búsqueda inconsecuente de ese diminuto placer
que antes mentaba, también pueden reconvertirse, del mismo modo que una planta trepadora se
hace viciosa cuando pierde la orientación de su crecimiento.
La autocomplacencia siempre es peor que la complacencia, los vicios solitarios son de menor
envergadura y más patéticos que los que derivan de las generosas pasiones.
Esa melancolía autocomplacida, recabada, se envicia a base de enquistarse y acaba perdiendo el
brillo de su resol para comenzar a parecerse a la tontorrona nostalgia, frágil sentimiento a fin de
cuentas y para nada comparable, como ya he dicho, al que destila la madurez de esta honda triste -
za placentera que tanto nos consuela.

Aquel chico que se llamaba Zaro y vino a Olencia para consumar la desgracia de sus primos leja-
nos, debía de ser un enfermo incurable, alguien que contaminaba la bilis del espíritu, o lo que esa
bilis supurase, probablemente desde la inocencia de su propia desgracia, desde la inconsecuencia
de su terrible destino, porque él mismo estaba contaminado.
La abuela Cósima tardó un tiempo en confesar lo que Zaro le contestó aquella última tarde, cuan -
do le aguardó en el rellano del primero y le preguntó por lo que había hecho. Nada, musitó Zaro,
y ella volvió a inquirir con mayor indignación: ¿Nada de nada…?
Nada que no fuera quererlos a los tres, dijo finalmente, mientras alzaba de nuevo la maleta sin
tiempo de secarse las lágrimas, y acordarme de cuando fuimos niños y jugábamos al escondite.

EL PUÑAL FLORENTINO (en Los males menores, 1993)

A mí me mataban en el primer acto.


Había acudido a aquella taberna toscana, sin que las ropas de labriego de mi disfraz lograran disi -
mular del todo mi condición nobiliaria, y allí aguardaba a un criado de mi amigo el Conde Ricci
que me conduciría a algún lugar seguro.
Eran los últimos cinco minutos del primer acto, la escena decimoquinta de un atropellado drama
en el que andaban los Médicis por medio y en el que, entre lances de capa y espada, venenos e
intrigas cortesanas, se iba tejiendo un indescifrable galimatías derivado de la propia adaptación
de la obra que, como era habitual en la Galería Salesiana, estaba arreglada para que la interpreta-
sen exclusivamente actores masculinos. .

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Las transferencias de amores en amistades, de pasión en idealismo, y el trastorno de los parentes -
cos, además del exceso de viudos y solteros impenitentes, hacían que la trama navegara, con fre-
cuencia, entre ambiguas declaraciones fraternales y sospechosos rencores nacidos de inexplica-
bles despechos. Era muy dura de entender la desavenencia de dos primos con un pasado que más
parecía amoroso que otra cosa, o la rara filiación de un vástago cuyo tío era como su madre, en
aquel raro mundo de exclusivos varones en el que hasta las teóricas nodrizas parecían barbudos
aldeanos.
Sentado en un taburete, al pie del proscenio, con la jarra de vino en la mano y el codo
apoyado .en la mesa, aguardaba con cierto aire de disimulada despreocupación, al dichoso criado
del Conde Ricci, que entraría por el foro, tembloroso y con cara de traidor subvencionado, para
indicarle al sicario que le seguía que aquel desamparado parroquiano, tan sospechosamente dis-
frazado, no era otro que el Marqués del Arno, al que había que dar el trágico pasaporte previsto
en la terrible conspiración. Ni que decir tiene que mi amigo el Conde estaba metido hasta las ca-
chas en el asunto y que yo pecaba de ingenuo esperando su amparo.
El tabernero, después de servirme, había hecho un discreto mutis y todo estaba dispuesto para la
celada.
Entraría el criado, me señalaría con el dedo e irrumpiría, blandiendo ya el puñal, el voluntarioso
sicario que se abalanzaría sobre mí sin apenas darme tiempo a desenfundar la espada. Tras las
arteras cuchilladas yo haría un rápido movimiento hacia el cercano lateral, donde el padre Cor-
sino, director de la función, me vaciaría, con muy ensayada y veloz medida, un tintero de tinta
china roja que, al volverme, mostraría al respetable la condición mortal de mis heridas.
Había bebido media jarra, ya que el padre Corsino consideraba que para el realismo de la escena
hasta el vino debía ser vino, aunque fuese de misa, y comencé a sentir que me temblaba la mano
y a percatarme de que el tiempo de la espera era mayor que en los ensayos. Sujetando los nervios
a duras penas, convencido de que aquel terrible silencio de la sala era un indicio casi insoportable
de que los ojos de los espectadores estaban fijos en mí, el único punto de atención en el escena-
rio, miré hacia el lateral y escuché algunos solapados y frenéticos requerimientos.
Algo iba mal entre bastidores y el padre Corsino alzaba los brazos en un mudo gesto de indignada
desesperación.
El tiempo transcurría y de la sala comenzaron a llegarme, sorteando la costa de oscuridad que
marcaban las candilejas, variados ruidos de impaciencia y desánimo que no tardarían en alcanzar
cierta insolencia.
Las voces del padre Corsino vituperando a Escanciano, que hacía el papel de sicario, reclamando
su presencia, alcanzaban mis oídos y acrecentaban mi nerviosismo. Por el forillo lateral también
divisaba la trémula figura de Enrique Yustas, el criado del Conde Ricci, que devanaba el gorro
entre las manos y se lo llevaba a la boca como si fuera a comerlo.
Los cinco minutos finales serían rematados, y nunca mejor dicho, con mi muerte, antecedida por
la súplica de la venganza a manos del hijo que yo invocaría, y que cualquier espectador cabal
fácilmente iba a confundir entre tantos huérfanos de madre a los que ya se había hecho referencia
a lo largo de aquel acto.
Pero esos cinco minutos se alargaban sin remedio, y en el fondo vacío de la jarra yo contemplaba
mi indefensión, puesto en evidencia en aquel trance de una espera absurda.
Las voces del padre Corsino se habían incrementado y salpicaban sin respeto los aledaños del
escenario, donde podía comprenderse que todos buscaban a Escanciano, desaparecido en el mo-
mento crucial.
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Desde el mar oscuro, el rumor de los espectadores era ya un bullicio molesto y poco a poco se
destacaban algunas voces solitarias, entre las que no era difícil reconocer las de algunos alevines
de primaria, a buen seguro incitados por los más malévolos de los internos y de los repetidores.
-¡Tabernerooo! -clamaban los más osados -, ponle otra a mi cuenta…
-Calpurrio -me insultaba ya directamente algún enemigo anónimo deformando la voz -espabila
que se te va a hacer de noche …
Alargando el cuerpo hacia el cercano lateral llamé como pude a Evaristo Valderas, que era el
tabernero toscano y que permanecía sin moverse entre el tumulto de los bastidores, aguardando el
instante de mi muerte para hacer la nueva entrada y recoger mi último suspiro.
-¿Dónde está el padre Corsino? –inquirí aterrado-. Dile que me saque… -supliqué.
La voz del padre Petronilo, el rector, rompió la algarabía que ya tronaba en la oscuridad de la
sala. Era una voz imperativa, metálica, que se alzaba en el palco, desde donde contemplaba la
función con otros padres y profesores.
-No aparece Escanciano -dijo lloroso Evaristo y volví a divisar por el forillo a Yustas que devora-
ba la gorra.
El silencio fue más cruel que la algarabía. La jarra se me fue de las manos, rodó por la mesa, se
estrelló en la tarima del escenario. Abrí los ojos después de mantenerlos cerrados un momento y
sentí la humedad de las lágrimas.
Entonces me di cuenta de que la oscuridad se había vaciado, que las candilejas no marcaban esa
costa difusa. Todos los rostros eran nítidos en el atestado patio de butacas y en el frondoso galli-
nero y en ninguno había el mínimo gesto de comprensión, todos aseveraban mi orfandad, mi des-
amparo, ninguno daría un duro por la vida del asediado Marqués del Arno, a quien los más crue -
les no dudaban en llamar Calpurrio.
Los insultos del padre Corsino mediaban entre las patadas con que traía a Escanciano, de quien
luego supe que se había encerrado en un aula a fumar un cigarro con la mala suerte de que la
puerta se había trabado y no pudo abrirla.
Sentí el desconcierto, la confusión y las bofetadas entre bastidores y vi al padre Corsino con el
hábito descompuesto y el cabello revuelto.
Enrique Yustas lloraba a lágrima viva y se negaba a salir, suplicando por Dios que no le obliga-
ran. Escanciano recibía resignado las últimas patadas y ajustaba con dificultades la camisola y los
pantalones.
El fondo de la taberna toscana tembló, los bastidores se movieron y hasta las bambalinas fluctua -
ron inquietas cuando el criado del Conde y el sicario desfilaron empujados por el padre Corsino,
que ya no lograba contenerse, hasta asomar por el foro y yo me disponía a recibir las puñaladas.
Era un momento de extrema tensión después de aquella demora que se acercaba a los diez minu-
tos, y un malévolo suspiro de alivio se escuchó en la sala moteado con alguna voz que incitaba a
Escanciano para que se abrochase la bragueta.
Supongo que en ese instante todos fuimos conscientes de que el desastre no había terminado. Yo
llevé la mano derecha a la empuñadura de mi espada para preparar el inútil gesto de defensa, y en
el vertiginoso trance de aguardada acometida me volví, antes de tiempo, calculando que, como
sucedía en los ensayos, Escanciano se lanzaría veloz sobre mi espalda sin aguardar apenas la in-
dicación de Yustas.

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Pero allí estaban los dos, quietos y temblorosos, con las manos vacías, sin decidirse siquiera a dar
un paso.
-El puñal… -gritó alguien entre bastidores, y fue la alerta desolada que ponía en evidencia que el
sicario ve nía a por mí desarmado.
-Acabar con él como sea… -ordenó el padre Corsino en el límite de la desesperación.
Yo ya blandía mi espada y había tenido tiempo suficiente para volverme hacia ellos corroído en-
tre la indecisión y el arrojo.
Era imposible que, dadas las circunstancias, aquellos dos temblorosos sujetos reaccionaran con la
decisión precisa, lanzándose sobre mí para cumplir con las manos lo que ya no era posible con el
puñal. Ambos me miraban con asombro y sorpresa, tan cohibidos como indefensos.
Atravesé primero a Yustas, que simuló la caída de forma lamentable, y eso que había ensayado
mucho la escena de su muerte en el segundo acto, y ensarté con más propiedad a Escanciano, que
dio un traspié bastante con vincente y se llevó la banqueta por delante al estrellarse en el suelo.
-Telón, telón -pedía el padre Corsino, mientras el padre Petronilo se descolgaba literalmente del
palco y venía hacia el escenario con los ojos inyectados del veneno de los Médicis.
Al Marqués del Arno lo sacrificaron en el entreacto pero, así y todo, la función duró cuatro horas.

EL LOBO (en Días del Desván, 1997)


“Días en el desván” es una recreación literaria de su infancia en treinta capítulos breves que
dan cuenta de lass “aventuras” del autor vividas en compañía de su inseparable hermano:
dos niños de fértil imaginación que han encontrado en un desván del hogar el paraíso para
sus inagotables fantasías.

Lo que Almo contó juraba habérselo oído a su padre, y del padre de Almo todos tenían la impre-
sión de un hombre tan extremadamente serio, que aquello debe ser verdad por extraordinario que
pareciera.
Lo contó una de esas tardes de invierno que larvaban el oscurecer con más desidia que inquietud,
como si las horas inmovilizaran el sopor y los niños no encontraran el aliciente de ningún juego.
Se habían sentado en el soportal de la plaza, arracimados en el mismo poyo, con los cabases de -
sordenados a sus pies. La plaza estaba sumergida en el silencio que la deshabitaba y hasta el agua
de los caños de la fuente manaba con mayor sigilo, como si la desgana del invierno la contuvie-
ra.
Tal como lo contaba Almo, la noche no había hecho ninguna advertencia de nieve, al menos una
advertencia suficiente para que Birno pudiera calcular las complicaciones de aquellos siete kiló-
metros hasta el pueblo, desde la bocamina de Canzo, por los pinares y las selvas del Rebueno.
No era la hora habitual porque no coincidía con ninguno de los turnos, y Birno había tenido que
hacer algunas labores especiales y el camión en el que había subido, había bajado hacía un buen
rato. Los siete kilómetros por los pinares y las selvas le parecieron el mejor atajo y, por lo que
comentaba el padre de Almo, no reparó en nada que no fuese el pensamiento de llegar a casa lo
antes posible.

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La nieve llegó por el camino en la dirección que Birno llevaba, y en los trechos en los que el ca -
mino se hacía sendero o se adelgazaba hasta el límite de una huella que se internaba en la maleza,
arreciaba como si los copos volaran más inquietos.
El padre de Almo, que conocía a Birno de toda la vida, dijo que solo un hombre joven y fuerte
como él pudo seguir adelante, cuando pasados algunos kilómetros la nieve ya cuajaba en la espe -
sura del pinar y, mucho más, por la selva de los helechos, sabiendo Birno que el tiempo que lle -
vaba andando no coincidía con un tramo razonable de trayecto, y la noche cumplía sus horas
mientras más se extraviaba.
Por las profundidades del Rebueno se escuchó la respiración de la alimaña. Ahora la nieve caía
con mayor parsimonia, densa y ociosa, en ese punto en que la nevada ya no se resigna a ceder,
porque conquista la convicción de que se hará eterna. La respiración llegaba como un rastro más
ávido que sofocado, y Birno se detuvo un instante.
-El lobo calla y se agacha -decía Almo que le había contado su padre- cuando la presa se para, y
cuantas veces lo haga la presa lo hace el lobo, teniendo en cuenta que el lobo teme al hombre y
no le va a atacar hasta que lo tengo derrotado.
Lo escuchaba con absoluta nitidez, como si el silencio de la nieve sirviera para ampliar el eco de
la persecución.
Birno llevaba un rato sintiendo la humedad helada que amenazaba los músculos, porque su ropa
sorbía los copos y sus pasos se habían hecho demasiado lentos. Intentó agilizarlos pero le resultó
imposible. El rastro de la alimaña era cada más cercano, tanto, contaba el padre de Almo, que
hubo un momento en que, al volverse, percibió su hocico, del mismo modo que, unos pasos des-
pués, vio brillar sus ojos.
Del pinar y la selva a la Corrada la noche se hizo más larga que ninguna, al menos más larga que
todas las que Birno pudiera recordar juntas.
El lobo corría a su alrededor, le adelantaba, le aguardaba, volvía a perseguirle. Era un bicho enor-
me y, cuando Birno alcanzó la vuelta del camino que, hacia la Corrada, señala un abedul gigante,
lo vio tendido en la nieve, al pie del abedul, como si hubiese elegido ese punto, desde donde ya
podía avistarse el pueblo, para poner fin a la persecución.
Fue entonces cuando Birno se detuvo y sintió que el miedo, un miedo que venía creciendo en su
cuerpo como el musgo de la congelación, paralizaba su mente, enquistaba su voluntad, desvane-
cía la conciencia, al tiempo que comenzaba a percibir una extraña salpicadura en las venas que,
solo por un instante, alertó el latido de lo que deja la vida en el umbral de la muerte.
El lobo husmeó con sigilo y recelo aquel cuerpo varado que ya no tenía respiración y retomó el
rastro de su acecho, la huella que la nieve velaba en el camino de la persecución, como si quisiera
regresar sobre sus pasos al interior de la selva petrificada.
Almo dijo que su padre fue el primero que vio a Birno llegar al pueblo, porque esa madrugada los
mineros del primer turno adelantaban la entrada y él tenía que ir antes. Venía entre la nieve como
si la nieve le creciera del cuerpo y caminaba como un autómata, con pasos firmes y mecánicos.
Lo que más impresionó al padre de Almo fueron los ojos de Birno, la mirada helada que solo
comenzó a desentumecerse cuando se sentó desnudo, con una manta a los hombres, ante la estufa
de serrín. Eran los ojos de la alimaña que le había perseguido y solo con mirarlos comprendía
uno, aseguraba el padre de Almo, lo que el miedo había matado para siempre en el corazón de
aquel muchacho.

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LA BANDERA (en Días del Desván, 1997)

Misto era el primero en salir cuando don Brano, sin darse la vuelta sobre el encerado, donde po-
nía las cuentas que luego había que copiar en los cuadernos, alzaba la mano izquierda y mostraba
el reloj en la muñeca dejando apreciar los puños raídos de la camisa, que había sido blanca en
alguna antigüedad tan remota como la de los cartagineses.
Misto ocupaba habitualmente el primer pupitre, destacado entre las dos filas que lo continuaban,
como si el pupitre fuese la punta de lanza de un ejército valeroso. Era el premio al mejor, no solo
al más aplicado sino al más sumiso y al que revelaba los mayores sentimientos patrióticos, algo
que los alumnos que alcanzaban el tercer grado, y que jamás olvidarían a don Servo y a don
Amo, no lograban comprender con exactitud.
En el hueco del tintero del primer pupitre don Brano colocaba todas las mañanas, después de la
oración y mientras los alumnos permanecían de pie, la enseña nacional prendida en una vara de
fresno, un mástil nudoso y torcido y un trapo precario que mostraba en la franja gualda los aguje -
ros de las balas del frente
-Las hordas marxistas fusilaron la bandera porque el odio es ciego y no repara siquiera en los
símbolos…-decía don Brano con frecuencia, cuando vigilaba los deberes dando vueltas por el
aula, y los alumnos observaban con temor el brillo de su mirada, la temblorosa mano derecha que
aliviaba en su cuello la grasienta corbata, como si aquel gesto anunciara la convulsión que en
seguida le llevaría a proferir los primeros insultos y propinar las primeras bofetadas .
Misto regresaba a los veinte minutos exactos. Entraba en el aula sudoroso y sofocado y nada más
sentarse se levantaba y salía el siguiente en el orden de los pupitres, de izquierda a derecha.
Hasta que finalizaba la jornada de la mañana, uno tras otro, con el ritmo marcado por Misto, iban
y venían de la Escuela al pueblo, inventando el mejor atajo para llegar a la casa de don Brano,
subir el tramo de las empinadas escaleras, entrar en el piso, siempre sumido en el abandono de su
acérrima soltería, alcanzar la cocina, donde la suciedad goteaba el aroma rancio de los cocidos, y
alzar la tapa del puchero para comprobar que hervía su insondable contenido y reponer el agua
para que no dejase de hacerlo.
La franja gualda de la bandera mostraba la huella de las balas de su fusilamiento y durante mucho
tiempo fue para todos los alumnos una reliquia temerosa que traía al aula el fragor de la pólvora y
el odio. La reliquia perdió buena parte de su aureola uno de aquellos días en que don Brano esta -
llaba en improperios y repartía bofetadas a diestro y siniestro conteniendo a duras penas la altera -
ción que le llevaba finalmente a golpear con el puño la mesa, cuyo tablero había roto en más de
una ocasión.
Desde el ventanal del patio los hermanos y sus amigos espiaron asustados al maestro que en el
recreo golpeaba con el gancho de la estufa los pupitres vacíos, le vieron luego introducir el gan-
cho en las brasas y llevar la punta candente a la franja gualda de la bandera, donde tres nuevos
disparos añadían mayor oprobio al fusilamiento.
Fue Perlo quien calculó mal el agua del puchero de don Brano, lo que motivó que se quemara su
contenido y se hiciera acreedor del castigo que suscitaba el forzado ayuno. Al día siguiente don
Brano abofeteo a Perlo y en los siguientes continuó golpeándolo, buscando cualquier motivo para
hacerlo. Uno de aquellos golpes reventó el oído derecho de Perlo y su padre denunció al maestro.
Fue el último curso que estuvo en el Valle y no hubo especiales comentarios cuando marchó,
apenas la discreta referencia a sus rarezas y extravíos, aquella extravagante soledad que le margi-
naba de todos, como si el gesto huraño y violento de don Brano fuera el gesto vengativo de un
terco aborrecimiento del mundo y sus habitantes.
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En los diez años que don Brano había ejercido de maestro, siempre desaparecía del Valle en junio
para volver a mediados de septiembre, uno o dos días antes de que comenzara el curso. Nadie
supo nunca de dónde era ni adónde iba. El don Brano que regresaba en Septiembre casi no resul-
taba reconocible: a su habitual delgadez había que añadir cuatro o cinco kilos de menos, la mo -
desta indumentaria alcanzaba un límite andrajoso y su rostro se escondía en la desordenada barba
que había crecido en aquel tiempo.
La gente lo olvidó en seguida y en el aula quedó la vilipendiada enseña sin la huella de más dis-
paros, hasta que un día el nuevo maestro decidió retirarla.
Tuvieron que pasar dos años hasta que en el Valle se supiera algo más de don Brano, de su pasa -
do, de sus desapariciones veraniegas.
Una familia que buscaba trabajo en las minas preguntó por él y todos se extrañaron de la devo-
ción con que mentaban su nombre.
-Ese hombre -dijeron- venía todos los veranos a los pueblos de la Cabrera, a los más pobres y
perdidos, y echaba los días en enseñar a leer a quien quisiera y gastaba los ahorros, que no debían
ser muchos, en comida para los rapaces. No hay persona más querida y recordada en aquella
comarca.

MINI/MICRO-CUENTOS
Amantes

No pude creerlo hasta que les descubrí. Muchos me lo habían advertido


En aquel momento ella, asustada, dejó de maullar pero él, que no se daba cuenta de que los estaba
mirando, todavía siguió ladrando un rato.

El pozo

Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias familiares
que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa. Veinte años después, mi
hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En
el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en su interior. Éste es un mundo como otro
cualquiera, decía el mensaje.

El sueño

Soñé que un niño me comía. Desperté sobresaltado. Mi madre me estaba lamiendo. El rabo toda-
vía me tembló durante un rato.

El tilo (en el volumen de cuentos “rescatados” El Árbol de los cuentos, 2006)

Un hombre llamado Mortal vino a la aldea de Cimares y le dijo al primer niño que encontró: avi -
sa al viejo más viejo de la aldea, dile que hay un forastero que necesita hablar urgentemente con
él.
11
Corrió el niño a casa del Viejo Arcino que, como bien sabía todo el mundo en Cimares, tenía más
edad que nadie.
Hay un forastero que le quiere hablar con mucha urgencia, dijo el niño al Viejo.
Las prisas del que las tiene suyas son, la edad que yo tengo me la gané viviendo con calma, si
quiere esperar que espere.
El hombre daba vueltas alrededor de un tilo muy grande que había en la entrada del pueblo.
Cuando volvió el niño y le dijo lo que le había comentado el Viejo Arcino, estaba muy nervioso.
Es poco el tiempo que queda, musitó contrariado, una docena más de vueltas al árbol y termina el
plazo.
El niño le miraba aturdido, el hombre le acarició la cabeza: lo que menos vale de la edad de un
hombre es la infancia, dijo, porque es lo que primero acaba. Luego viene la juventud, siguió di-
ciendo mientras volvía a dar vueltas, y nada hay más vano que las ilusiones que en ella se fra-
guan. El hombre maduro empieza a sospechar que al hacerse más sabio, más se acerca a la muer -
te, entendiendo que la muerte sabe más que nadie y siempre sale ganando. De la vejez nada pue -
do decir que no se sepa.
El Viejo Arcino llegó cuando el hombre estaba a punto de dar la docena de vueltas.
¿Se puede saber lo que usted desea, y cuál es la razón de tanta prisa?…, le requirió.
Soy Mortal, dijo el hombre, apoyándose exhausto en el tronco del tilo.
Todos los somos, dijo el Viejo Arcino. Mortal no es un nombre, Mortal es una condición.
¿Y aun así, aunque de una condición se trate, sería usted capaz de abrazarme?…, inquirió el hom-
bre.
Prefiero besar a ese niño que darle un abrazo a un forastero, pero si de esa manera queda tranqui -
lo, no me negaré. No es raro que llamándose de ese modo ande por el mundo como alma en pena.
Se abrazaron bajo el tilo.
Mortal de muerte y mortandad, musitó el hombre al oído del Viejo Arcino. El que no lo entiende
de esta manera lleva las de perder. La encomienda que traigo no es otra que la que mi nombre
indica. No hay más plazo, la edad está reñida con la eternidad.
¿Tanta prisa tenías…? inquirió el Viejo, sintiendo que la vida se le iba por los brazos y las ma-
nos, de modo que el hombre apenas podía sujetarlo.
No te quejes que son pocos los que viven tanto.
No me quejo de que hayas venido a por mí, me conduelo del engaño con que lo hiciste, y de ver
asustado a ese pobre niño…

La carta

Todas las mañanas llego a la oficina, me siento, enciendo la lámpara, abro el portafolios y, antes
de comenzar la tarea diaria, escribo una línea en la larga carta donde, desde hace catorce años,
explico minuciosamente las razones de mi suicidio.

La papelera

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Por lo menos había visto a siete u ocho personas, ninguna de ellas con aspecto de mendigo, meter
la mano en la papelera que estaba adosada a una farola cercana al aparcamiento donde todas las
mañanas dejaba mi coche.
Era un suceso trivial que me creaba cierta animadversión, porque es difícil sustraerse a la penosa
imagen de ese vicio de urracas, sobre todo si se piensa en las sucias sorpresas que la papelera
podía albergar.
Que yo pudiera verme tentado de caer en esa indigna manía era algo inconcebible, pero aquella
mañana, tras la tremenda discusión que por la noche había tenido con mi mujer, y que era la cau -
sa de no haber pegado ojo, aparqué como siempre el coche y al caminar hacia mi oficina la pape -
lera me atrajo como un imán absurdo y, sin disimular apenas ante la posibilidad de algún obser-
vador inadvertido, metí en ella la mano, con la misma torpe decisión con que se lo había visto
hacer a aquellos penosos rastreadores que me habían precedido.
Decir que así cambió mi vida es probablemente una exageración, porque la vida es algo más que
la materia que la sostiene y que las soluciones que hemos arbitrado para sobrellevarla. La vida es,
antes que nada y en mi modesta opinión, el sentimiento de lo que somos más que la evaluación de
lo que tenemos.
Pero si debo confesar que muchas cosas de mi existencia tomaron otro derrotero.
Me convertí en un solvente empresario, me separé de mi mujer y contraje matrimonio con una
jovencita encantadora, me compré una preciosa finca y hasta un yate, que era un capricho que
siempre me había obsesionado y, sobre todo, me hice un transplante capilar en la mejor clínica
suiza y eliminé de por vida mi horrible complejo de calvo, adquirido en la temprana juventud.
El billete de lotería que extraje de la papelera estaba sucio y arrugado, como si alguien hubiese
vomitado sobre él, pero supe contenerme y no hacer ascos a la fortuna que me aguardaba en el
inmediato sorteo navideño.

Náufragos en la nieve

El mismo día en que naufragó en la nieve el coche de línea de Beltrán, que venía de León y debía
llegar al valle de Laciana, en alguna de las rutas de los valles Luna y Omaña, que en él confluyen,
se perdieron mis hermanos Floro y Miguel. Ellos son los niños que se divisan en la fotografía,
como si en la nieve regresaran de un más allá no muy lejano. El coche aparcado con el delantal
de la nieve es el mismo que naufragó y que luego, tras el rescate, estuvo abandonado muchos días
al pie de la casa de mis abuelos maternos.
Lo trajeron arrastrado por unas caballerías, el motor se heló y el coche nunca volvió a ser el mis -
mo, renqueaba con el estertor de los bronquios averiados, se paraba en las cuestas, tuvieron que
retirarlo antes de que hubiera cumplido los kilómetros que le correspondían. Aunque la certeza de
ese cumplimiento no tenía reglamentación en los coches de línea de Beltrán, viejos fords, y do-
dges, de vida imprevisible, siempre eterna. Los autocares semejaban viejas gabarras que jamás
entregarían el alma, aunque el cuerpo se desmadejara, y las revisiones y los recauchutados les
diesen el pulimento de la subsistencia.

FIN

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