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MUJER Y LITERATURA31

En primer lugar, quiero dejar sentado que soy feminis-


ta. Y no digo "feminista, pero no de las que enarbolan los
corpi...", ni "feminista, pero tengo una hermosa fami..." Soy
feminista, desde que era así de chica. Y punto.
En segundo lugar: de un texto literario me importa su
calidad, no el sexo del o la que lo escribió.
Tercero: creo que sí existe una literatura de mujeres
(evito usar el término "femenino", tan torpemente zaran-
deado y tan cargado de significaciones masculinas que se
ha vuelto engañoso). Hablo de una literatura con marcas es-
pecíficas, que aborda temáticas propias del género, que in-
tenta volver a nombrar lo ya nombrado o bautizar lo que
aún no tiene nombre (una literatura que comienza a florecer
en el siglo XIX y crece y se desboca en el XX). Pienso que
hay una mirada de mujer -y la mirada, ya sabemos, crea el
objeto- que ilumina ciertas zonas de la realidad, descu-
briendo recovecos de insospechada riqueza. Y pienso que
hay una voz de mujer, que quizá podamos asimilar al estilo
del que habla Barthes; el estilo, que nace de las profundida-
des míticas del escritor, ía escritora, está encerrado en su
cuerpo, en su historia.
Cuarto (y fundamental): como narradora, no me pro-
pongo dejar un mensaje feminista (ningún mensaje preten-
do dejar) ni esclarecer a las mujeres ni nada que se le parez-
ca. Escribo porque me gusta, porque es lo que sé hacer. Es-
cribo para conjurar la muerte. Y ni siquiera escribo lo que
quiero: escribo lo que puedo. Ya sabemos que las mejores
intenciones y la buena ideología -o lo que cada uno consi-
dere buena ideología- no garantizan la calidad literaria. Y
estoy de acuerdo con Victoria Ocampo cuando dice: "...una
mujer no logra escribir como mujer sino a partir del mo-
mento que esa preocupación la abandona".32
También sabemos que si censuráramos a ios autores
por su ideología prácticamente nos quedaríamos sin litera-
tura.
En cuanto al sexismo en el pensamiento literario, es cla-
ro que responde al sexismo de la sociedad y, por supuesto,
depende del momento histórico a que hagamos referencia.
Pensemos que -como señala Virginia Woolf33 - "...todas las
grandes figuras (femeninas) novelescas, fueron hasta los
días de Jane Austen, no sólo vistas por el otro sexo, sino vis-
tas únicamente en relación con el otro sexo, y qué pequeña
parte es ésa en la vida de la mujer; y qué poco puede saber
un hombre cuando la^observa a través de los anteojos ne-
gros o rosados que el sexo le coloca en la nariz." Y sigue,
más adelante: "Supongan, por ejemplo, que los hombres só-
lo figuraran en la literatura como amantes de las mujeres, y
nunca como amigos de los hombres, soldados, pensadores,
soñadores... ¡cómo habría sufrido la literatura!"
Es en el siglo XIX cuando aparecen excelentes escrito-
ras: Mary Shelley, las Bronté (Charlotte, Emily, Anne), Geor-
ge Elliot, George Sand, Emily Dickinson, y, entre nosotros,
Juana Manuela Gorriti, Juana Manso, Rosa Guerra. Escribie-
ron, sí, pero a qué costo (la creación parecía llevarse mal
con la procreación). Podrían haber sido muchas más. Algu-
nas podrían haber escrito mejor. Pero en esos tiempos las
mujeres estaban dedicadas a las tareas propias de su sexo,
como bordar y pelar papas y zurcir medias.
La verdadera catarata de mujeres escritoras se produ-
ce a comienzos de este siglo. Nombremos algunas: Katheri-
ne Mansfield, Simone de Beauvoir, Marguerite Yourcenar,
Carson Me Cullers, Mercé Rodoreda. Y también: Alfonsina
Storni, Gabriela Mistral, Silvina Ocampo, Dulce María Loy-
naz, Idea Vilariño, Angélica Gorodischer, María E. Walsh, Li-
liana Hecker (la lista es infinita). Y es aquí donde me gusta-
ría retomar el tema de la voz de la mujer, de la búsqueda de
esa voz propia.
>6 La voz de la mujer y su contraparte, el silencio, es uno
de mis temas recurrentes, literarios y de reflexión. Acaso el
recuerdo de una imagen -que inquietó las noches de mi in-
fancia y todavía mantengo fresca- esté en el origen, por lo
menos consciente, de esta problemática. Se trataba -se tra-
ta- de la escena de una película vista, sospecho que por
error, a los tres o cuatro años, en la que un hombre, él, mien-
tras con una mano le apretaba el cuello a una mujer, ella, pa-
ra que no cantara, con la otra mano les pinchaba los ojos a
unos pajaritos, para que sí cantaran.
-¿Por qué el señor le hace eso a la chica? -pregunté a
los gritos. Entonces todos hicieron "¡Shhhh!", mi mamá me
dio un caramelo y yo, seguro, empecé a volverme feminista.
La imagen se confunde con otra, igualmente espeluz-
nante y lejana. Ella -¿Christian Galvé?- era poseedora de un
terrible secreto de familia. Y, para que nunca lo revelara, él
le había cortado la lengua...
Mujeres silenciadas.
Silenciadas, que no es lo mismo que silenciosas. Porque
las silenciosas pueden elegir el silencio.
Silenciosa es la protagonista del film La lección de pia-
no -de la neocelandesa Jane Campion-, para quien la mudez
es una forma de rebelión, y que se comunica a través de la
música. Silenciosa es la niña de La casa de los espíritus, de
Isabel Allende, quien se niega a hablar para no desencade-
nar espantos, y, ya adulta, usa el silencio como forma de
venganza. Mujeres que, ante la opción de decir lo que los
demás esperan que ellas digan, eligen callar.
Silenciadas o silenciosas, el mandato de mantener la
boca cerrada tiene que ver con el adentro, la inmovilidad, la
locura, la muerte. Las inocentes Caperucitas de los cuentos
de hadas. Beth, la hermana callada y hacendosa de Mujerci-
tas, de Louise M. Alcott, que se queda en la casa y muere (¿o
muere porque se queda en la casa?). Vivien Haig Wood, es-
posa, amanuense, consejera literaria y, según se dice, coau-
tora de T. S. Eliot, quien, después de aprovechar de sus ser-
vicios, y molesto por sus rarezas, la encerró de por vida en
un hospicio, negándose a volver a verla y prohibiendo que
en su presencia se pronunciara su nombre. Camille Claudel,
cuya energía creadora tan bien supo usufructuar el maestro
Rodin, encerrada durante treinta años en un manicomio, co-
sa de no perturbar la carrera de su impecable hermano
Paul. Mi tía Camila, confinada por sesenta años en el mismo
cuarto de un viejo caserón de San Telmo, que escribía y can-
taba óperas y tocaba el piano y andaba por el mundo escan-
dalizando a la parentela, hasta que un día, uno de esos días
en que los ojos de las hembras desafilan los cuchillos, em-
pañan los espejos y acaban con las más pimpantes azaleas,
se animó a lavarse el pelo y se volvió loca y muda, para tran-
quilidad de todos. Janet Frame, la de Un ángel a mi mesa
-también de la Campion-, sometida por rara y diferente a
todo tipo de violencias en institutos frenopáticos. Virginia
Woolf y su Diario -tan expurgado por el señor Woolf, que de
los veintiséis volúmenes que integraban el texto original so-
lo quedó un libro de trescientas sesenta y cinco páginas-,
condenada por largos períodos a un nefasto tratamiento
que a la sobrealimentación forzada unía la prohibición de
escribir, método ideado supuestamente para proteger la fra-
gilidad de su sistema nervioso.
¡Es que es tan frágil el sistema nervioso de las muje-
res...! ¡Es que ellas son tan impresionables y enfermizas! ¿Se-
rá por eso que en un Tratado de medicina doméstica de co-
mienzos de siglo puede leerse: "Las jóvenes se exponen a
padecer esta enfermedad [se refiere al furor uterino] cuan-
do se entregan a ciertas lecturas"? ¿Será por eso que en un
libro de educación titulado El tesoro de las niñasM dice tex-
tualmente (atención): "El vicio infame de la mentira, de que
se sirven las niñas para ocultar sus defectos, se convierte
luego en la perniciosa manía de inventar historias. Los pa-
dres y preceptoras deben, pues, castigar con tanta severi-
dad a las niñas que forjan cuentos, por inocentes o éntrete-
nidos que sean, como a las que dicen mentiras..." Y no olvi-
demos que el hablar en exceso -así como el reír- fue consi-
derado signo de brujería. La brujería, el lugar de las mujeres
disconformes, de las que no se resignaron a su destino de
silencio, de las que hablaron sin permiso, de las que se ani-
maron a tomar la palabra.

¿Existe un género propio del género? Viniendo como


vengo de la literatura para chicos, infinidad de veces tuve
que participar en mesas donde se planteaba si la literatura
infantil era "cosa de mujeres". O, peor: "de señoras", Dios li-
bre y guarde. (Quede claro que la literatura para chicos
-también el término infantil, tan desgastado por su mal uso,
me produce resquemores- es literatura, vale decir, cosa de
escritores y de escritoras (o de escritoras y de escritores,
como gustéis).
Me interesa sí hablar del peso de lo autobiográfico en la
literatura escrita por mujeres. Si bien es cierto que, como
dice Barthes, toda autobiografía es ficción y toda ficción es
autobiográfica, creo que en las mujeres escritoras se nota
una especial voluntad por hurgar en los archivos de la me-
moria, por abrir cajas, destrabar puertas y sacar esqueletos
de los roperos, por bucear en las historias familiares, espe-
cialmente en las historias de otras mujeres. Acaso se trate
de asegurar la identidad. Acaso se trate de comprender
ciertos hechos de nuestras vidas desentrañando misterios
de otras vidas. Acaso se trate de un intento de recuperación
y de reparación de la propia infancia. Y aunque toda escri-
tura sea, en cierto modo, una recuperación de la propia in-
fancia, parecería que son muchas las mujeres que han elegi-
do éste como su lugar natural, el lugar donde se instalan pa-
ra escribir. Estoy pensando en Silvina Ocampo, en Norah
Lange, en Olga Orozco, en Alicia Steimberg, en Hebe Uhart,
en Paulina Movsichoff, en Noemí Ulla, en Laura Devetach,
0 por nombrar algunas escritoras cercanas.
Escribir, decía Gide en su Diario, es poner algo a salvo
de la muerte. Y de salvar de la muerte sí que entendemos
las mujeres. Por eso, quizás el destino literario de algunas
de nosotras (no hablo de intenciones, de propósitos, sino
de destino; si prefieren: de condena) sea hacer públicas las
palabras privadas, pasar en limpio las vidas vividas en bo-
rrador, hablar en nombre de las anónimas y silenciosas, de
las abuelas niñas que llegaron en barcos trayendo en sus
baúles los ajuares y las muñecas, de las tías encerradas de
por vida en los conventos o en los hospicios, de las madres
que dejaron sus poemas en las libretas del almacén, de las
que se animaron a mirarse adentro y entraron en pánico, de
las que no se animaron, de las que ardieron en la hoguera,
junto con sus maléficos gatos, de las locas de arriba, de las
locas de abajo, de las humilladas y ofendidas, de las que fue-
ron arrancadas de sus casas en mitad de la noche, de las
que tuvieron miedo, de las que tuvieron vergüenza, de las
que aullaron de dolor, de las que parieron en soledad, de las
que yacen en tumbas sin nombre, de las que, en fin, no al-
canzaron a decir: "esta boca es mía".

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