Está en la página 1de 6

MARTHA Evelina MERCADER (La Plata, Provincia de Buenos Aires, 27 de Febrero de 1926 - Ciudad

Autónoma de Buenos Aires, 17 de Febrero de 2010) fue una escritora argentina, cuya obra abarcó los
géneros de la novela, el cuento, la dramaturgia, el ensayo y la literatura infantil, siendo reconocida prin-
cipalmente por sus obras de novela histórica y alcanzando un bestseller en 1980 con su novela biográfi-
ca Juanamanuela, mucha mujer, sobre Juana Manuela Gorriti Zuviria (1818- 1892), escritora argentina
célebre por la cadena de peripecias de su vida. Tanto o más notables son sus últimos cuentos, reunidos
en El hambre de mi corazón (1989).
Hija del abogado, juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y político, Amílcar Ángel Mercader,
estudió Magisterio antes de licenciarse como Profesora de Enseñanza Media en Inglés en la Universidad
Nacional de La Plata, y de titularse en la misma Universidad como Traductora Pública Nacional en Inglés
en 1953. Además, entre 1993 y 1997 fue diputada por la Unión Cívica Radical. también"". En 1949 obtu-
vo una beca del Consejo Británico que le permitió conocer Europa: Londres, París y Madrid, donde co-
noció a Juan Benet y a los correligionarios políticos (anarquistas) de Nicolás Sánchez Albornoz (con
quien se casó en 1952, tuvo dos hijos y terminó divorciándose en 1960). Entre 1984 y 1989 se radicó en
España, al ser nombrada directora del Colegio Mayor "Nuestra Señora de Luján" de Madrid, dependien -
te del Ministerio de Educación de Argentina.
A propósito de su poética hay que decir que, a las preocupaciones históricas y sociales, evidenciadas ya
en su primer libro de cuentos, Octubre en el espejo (1966), se fueron sumando posturas cada vez más
fuertes de reivindicación de la mujer, de lo que es epítome su mencionada novela Juanamanuela, mu-
cha mujer y muchos de los cuentos de su último libro de relatos, El hambre de mi corazón (1989), don-
de se incluye el abajo seleccionado Los intrusos, que es una reescritura en clave femenina de «La intru-
sa», de Jorge Luis Borges: la homosexualidad es aquí la cara oscura de un universo cerradamente mas -
culino y opresor; a la par, se sugiere también la homosexualidad oculta no sólo en los personajes de
Borges, sino también en la misma gestación de los textos borgianos.
Además de su carrera literaria, cultivó el periodismo y escribió guiones para radio y televisión: en 1975
realizó el de las películas Solamente ella, y La Raulito; y también se desempeñó como funcionaria en el
campo de la cultura y tuvo actividad política: fue Directora de Cultura de la Provincia de Buenos Aires
entre 1963 y 1966, y Diputada de la Nación por la Unión Cívica Radical durante el período 1993-1997.

LOS INTRUSOS (en volumen de cuentos "El hambre de mi corazón", 1989).


2, REYES; 1,26
2, SAMUEL; 1,26
A Pierre Menard, autor de El Quijote;
y a Rafael Flores, que me alcanzó la palabra exacta.

Nunca sabré si fue la hermana o la sobrina de Juliana Burgos quien le contó la historia a Catali -
na Lamela. (Tampoco hay que descartar la hipótesis de que hubiera sido una hija de Juliana.)
Cuando quise averiguarlo ya era tarde.
Catalina Lamela era una allegada de mi familia paterna. Mis mayores casi nunca se molestaban
en visitarla y éramos los chicos los encargados de damos una vuelta por su casa para llevarle
frutas o dulces con los que aquéllos creían mitigar su desatención. Parece ser que un desliz de
juventud fue la causa de la discreta penumbra en que transcurrieron los últimos sesenta o setenta
años de su vida.

1
Para decir lo suyo (que nunca coincidía con lo ajeno), Catalina no utilizaba más que las palabras
necesarias, siempre pocas. Entre éstas, incluía sin pudor las llamadas “malas”. Mis tías más esti-
radas la tildaban de vieja loca.
Catalina parecía agradecer mis parloteos cuando yo caía por su casa, llena de muebles demasia-
do grandes, de begonias y helechos sofocantes y de grotescos muñecos en papel maché que ella
misma modelaba y pintaba. Mientras yo comía sin parar tortitas de manteca que eran la especia -
lidad de una criada hermética, heredada y antigua como sus muebles, le contaba todo lo que
reputaba contable, con la intención de distraerla de sus erráticos dolores. Su marginalidad no
dejaba de encantarme, como la de una pequeña estación ferroviaria en desuso invadida por la
maleza.
Una tarde del verano del 48 se me ocurrió repetirle algo (a pesar de que no era un tema apropia -
do para una charla entre señoritas) que había escuchado la noche anterior, en una reunión ines-
perada: un ex policía que tocaba el violín, Atilio o Santiago Dabove, no recuerdo bien, había
narrado la historia de dos orilleros de Turdera que compartían una misma mujer, la Juliana Bur-
gos. Otro de los contertulios, un escritor de palabra vacilante, no muy conocido pe ro de gran
futuro (según opinaron algunos entendidos, le expliqué), había declarado que el tal Dabove le
acababa de regalar un tema para un cuento perfecto (o un tema perfecto para un cuento).
-¿Dijiste Juliana Burgos? -me preguntó entonces Catalina, incorporándose en su hamaca de este-
rilla-. A ver, contá, yo también conocí una Juliana Burgos, mejor dicho, conocí a su hermana, la
Jesusa.
Repetí, sin omitir detalle y asimismo sin arte, lo que Dabove había contado.
-Hay cosas que ese Deadobe o como se llame se dejó en el tinte ro -afirmó Catalina.
-¿Cómo lo sabe?
-Te digo. La gente macanea mucho. No fue como vos decís. La propia Jesusa me habló de la
vida y de la muerte de Juliana. Un calvario.
-¿Dónde la conoció a esa Jesusa? Usted... usted... ¿anduvo por Turdera?
-Yo anduve por muchos lugares, m’hija.
Presentí tanta carga, tanto tumulto de recuerdos prohibidos en esa frase, que la curiosidad sobre
su vida anuló -momentáneamente- la que sentía por la otra versión de la historia de Juliana.
Pero la discreción -virtud que puede no ser más que pusilanimidad- inhibió otras inquisiciones.
Acepté una taza de té, le pedí la receta de las tortitas, nuestra charla se ramificó y sólo cuando
estuve en la puerta, a punto de despedirme, retomé el hilo:
-¿Y cómo fue lo de Juliana Burgos?
-Venite cuando quieras -contestó- y te cuento todo.

Pasó mucho tiempo antes de que yo cayera de nuevo por allí. Regresé demasiado tarde; Catalina
estaba muy desmejorada. Se dormía en cualquier posición y confundía el nombre de los parien-
tes vi vos .con el de los muertos. Llegó a preguntarme: «Vos ¿sos la hija de Malvina o de Cori -
na?» Por eso, cuando me animé a interrogarla a boca de jarro sobre la identidad de Jesusa Bur -
gos y su relación con ella, tenía pocas esperanzas de alcanzar datos seguros. Efectivamente, me
respondió con vaguedades, pero también con algunas escasas y certeras palabras, como en sus
mejores épocas.

2
Al poco tiempo, a mediados del '49, Catalina Lamela murió, nonagenaria, en la ciudad de La
Plata.
Con sus palabras y sus pistas he recompuesto una historia ajena. La escribo ahora porque en ella
se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de nuestras antepasadas, las mu-
das milenarias. Lo haré con probidad, aunque ya preveo que cederé a la tentación literaria de
acentuar o agregar algún pormenor.

II

Juliana Burgos nació en un rancho de las afueras de Morón, como sus diez hermanos. Habrá
sido cuando las tropas de Mitre marchaban al Paraguay. Era la mayor de las hembras. A su pa-
dre no lo conoció. Al cumplir trece años, su madre se la entregó a un señor a cambio de algunos
pesos, que ella nunca vio. Le dijeron que se la llevaban a Turdera para trabajar de sirvienta.
Entró con miedo en el caserón de ladrillo sin revocar, que le pareció enorme. Sus dos patios se
le figuraron un lujo, a ella, que había compartido una pieza con un enjambre humano. El dueño
de casa se llamaba Cristián Nilsen y tenía el pelo y la barba color zanahoria. Don Cristián vivía
con un hermano bastante menor: Eduardo, tan alto y pelirrojo como él, que se fue sin saludar
apenas llegaron.*
Aquél parecía hecho a tajo de hacha, en dura madera; éste, una figura de cera. Su cara le recordó
la de algunos santos, por lo linda.
Después de enumerarle sus nuevas obligaciones, don Cristian la empujó sobre un catre y tras
varios intentos la desvirgó. Juliana sufrió menos el dolor que la decepción. Mientras se alejaban
del rancho, ella había fantaseado que ese hombre que la llevaba en ancas de un oscuro bien ape -
rado era el padre que le hubiera gustado tener.
Don Cristian se metía en su catre de vez en cuando, cuando Eduardo no estaba. Por lo demás, la
dejaba tranquila para que hiciera la comida, lavara y planchara. Sólo le dio unos sopapos una
vez que se le quemó el puchero. Era hombre de cuidar el centavo, aunque le gustara comer bien.
En esa casa siempre había azúcar y fideos y buena carne y algunas veces hasta queso y dulce de
membrillo. Juliana engordó y adquirió curvas de mujer.
Eduardo lo reconoció en voz alta, mientras ella les cebaba mate en el segundo patio, una tardeci-
ta de primavera, y Juliana sonrió; le había parecido casi un piropo.
Los Nilsen eran troperos y cuarteadores y salían a menudo con su carreta. (Después, la Juliana
se enteraría de su fama de cuatreros y tahúres.) Cuando se quedaba sola soñaba despierta el mis-
mo sueño: con sus alpargatas nuevas salía corriendo y no paraba hasta llegar a su rancho, donde
todos la abrazaban y se admiraban de lo que había crecido. El recuerdo de sus hermanitos la
hacía lagrimear. No digamos el de su madre. Buscaba entre sus petates la crucecita que le había
regalado al despedirse y la besaba. Pero nunca se animó a escaparse. Juliana no era una mujer
decidida, como la Lujanera.
Todos los viernes, de puro aburrida, lustraba con ceniza las monedas de plata de las rastras de
los Nilsen. Y los sábados, con el pre texto de barrer el patio de baldosa colorada, se divertía mi-
rando de reojo a Eduardo que, de bombacha blanca, corralera y pañuelo al cuello, se calaba el
chambergo y ensayaba poses de forajido frente al espejo del ropero. Al rato era Cristián el que
aparecía con el atuendo rumboso de los sábados, la daga de hoja corta asomando en el cinto, y
se admiraba en la luna. Satisfechos con su estampa, ambos hermanos se iban al boliche.
3
Volvían borrachos. A veces dormían la mona, endomingados y todo, en cualquier parte, incluso
en el zaguán; otras veces el alcohol penden ciero desataba la lengua de Eduardo, que sobrio no
osaba desacatarse ante el mayor, y discutían en la pieza con la puerta cerrada hasta que los gritos
se convertían en sollozos y susurros. Más de una vez el inesperado remate de estas curdas fue
una paliza propinada a Juliana.
Cuando al día siguiente Cristián emergía desencajado y con ojeras, o Eduardo caminaba como
arrugado, la Juliana, tragándose el rencor, pensaba quién te ha visto y quién te ve. Pero se cuida-
ba de mostrarse retobada o solícita, y cebaba el mate como si tal cosa. Los Nilsen no eran gente
de admitir ante extraños ninguna debilidad.
Al caballo, el apero, la daga, la rastra y las espuelas, Cristián decidió añadir un lujo más: le com-
pró un vestido de colores y un collar de cuentas de vidrio a la Juliana y la llevó a una fiesta. El
baile fue en un conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos. Juliana era de tez
morena y de ojos rasgados, y en ese barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las
mujeres, no parecía fea. Cristián bailó alguna polca o ranchera con ella. Esa noche bastaba que
alguien la mirara para que Juliana sonriera; esa noche Juliana pensó que su suerte había mejora-
do.
Mientras tanto, Eduardo, acodado en el mostrador, se dedicaba a la grapa.
Muy pocos días después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio, llevando a su
vuelta a la casa a una muchacha que había levantado por el camino, y que a los pocos días echó.
Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén. Cualquiera podía advertir que estaba
celoso.
Una noche, al volver tarde la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque. En el
patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas.
Juliana iba y venía con el mate. Cristián le dijo a Eduardo:
-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, úsala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer.
Cristián se levantó y se despidió de Eduardo, no de Juliana. Los hombres no se despiden de las
cosas.
Juliana tampoco sabía qué hacer. Imaginó el frío placer de hundir el acero en la espalda de Cris-
tián, pero la daga quedó en el cinto del hombre, que montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde ese día soportó alternativamente el peso de Cristián y de Eduardo. Nadie le había ense -
ñado que eso también podía ser fuente de placer y ella no tuvo nunca ocasión de descubrirlo por
sí misma. Cerraba los ojos, abría las piernas y esperaba que todo acabase lo antes posible. Pero
no le daba lo mismo uno que otro. Eduardo había resultado un pelele, un don nadie, un si te he
visto no me acuerdo. El que no tenía perdón era Cristián.
Las discusiones entre los Nilsen arreciaron. Las riñas eran por una partida de truco o por la ven -
ta de unos cueros, o por nada.
El barrio tal vez supo con fruición adelantada que ese triángulo prefiguraba una pedestre trage-
dia.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por el primor
que se habían agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a
hacer burla de Cristián. Juan Iberra habrá tenido sus razones; lo cierto es que no acusó recibo de
la injuria. Así Eduardo aumentó su fama entre el compadraje. A él, sin embargo, le importaba
más la opinión de su hermano que la de todos los orilleros de la Costa Brava.
4
Un día le mandaron a la Juliana sacar dos sillas al patio y no aparecer por ahí, porque tenían que
hablar. Ella se fue a su cuarto, a rumiar en soledad. Al rato la llamaron, le hicieron llenar una
bolsa con todo lo que tenía. A ella le importó no olvidar el rosario de vidrio, la crucecita que le
había dejado su madre y las baratijas regaladas por Cristián, que alguna vez la habían hecho
feliz. Sin explicarle nada, la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso viaje. Había llo-
vido; los caminos estaban muy pesados y serían las tres de la mañana cuando llegaron a Morón.
Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho. Cristián cobró la suma y la
dividió después con el otro.

Los Nilsen quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las truca-
das, al reñidero, a las juergas casuales, a la ropa sucia y sin planchar, a las comidas fáciles. Pero
en esa casa faltaba algo, además de la comodidad.
Para Juliana, el burdel fue escuela de negras enseñanzas sobre la condición humana. Allí termi-
nó de aprender la infinita gama de perversiones que se pueden mentar con lenguaje soez. El efí-
mero placer, pocas veces a su alcance, no compensaba la maldad del mundo, demasiado com-
pleja para su orfandad.
Lo que no le habían hecho los Nilsen se lo hizo alguien irreconocible. Un aborto (o varios) me-
diante agujas curanderas; quizás una hija que la sobrevivió, fueron sus nuevas experiencias. Allí,
por primera vez, supo que se quería morir.
Poco antes de fin de año el menor de los Nilsen dijo que tenía algo que hacer en Morón. Cristián
lo siguió; conocía de sobra sus maniobras; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al
overo de Eduardo. Entró; y allí estaba el otro, esperando tumo.
Para desbaratarle el juego, le dio a entender que él también había visitado varias veces el lupa -
nar.
-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano- le dijo, can-
chero.
Habló con la patrona y con unas monedas que sacó del tirador cerró el nuevo trato.
Antes de regresar a Turdera, Juliana obtuvo permiso (de la madama o de Cristián, esto Catalina
Lamela no lo podía saber) para llegarse hasta su rancho o hasta otro sitio, a encomendarle a al -
guien, tía o hermana, el cuidado de una hijita. Habrá sido entonces cuando habló algunas pala-
bras, las necesarias, que siempre son pocas, para insinuar la intención de manejar su destino.
Y partieron sin perder más tiempo. La Juliana iba con Cristián, Eduardo espoleó el overo para
no verlos.
Una de las pupilas, al saber que la Juliana regresaba con los Nilsen, le había dicho:
-Tenés suerte, hermana.
Pero casa y comida y sólo dos hombres no elegidos en lugar de diez extraños por día no era
nada para quien alguna vez, secretamente, había anhelado el amor, aunque fuera como tenue
gesto, como brecha que permitiera colarse la esperanza.
Los Nilsen volvieron a lo que ya se ha dicho. Para no enfrentarse, los hermanos desahogaban su
exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que nunca sería
solución.

5
Sin embargo, una mujer es un buen pretexto para descargar tensiones sin desnudar el alma, al-
ternativamente, y luego, simultáneamente. Hasta que uno se atreve a tocar al otro. Entonces se
prescinde del pretexto.
Una tardecita de domingo de finales de un marzo empecinado en prolongar el verano, Eduardo
volvió del almacén y lo encontró a Cristián unciendo los bueyes. Cristián le dijo:
-Vení; tenemos que dejar unos cueros en lo de Pardo. Ya los cargué; aprovechemos la fresca.
El comercio de Pardo quedaba, creo, más al sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después,
por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron el pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con
sus pilchas.
Se abrazaron, temblando. Ya no les importaba disimular su vínculo secreto al aire libre.
Nadie sabrá si alguna vez Cristián reveló a su hermano los detalles que precipitaron el último
acto.
Sabiamente elegida, gracias a la universidad del lupanar, la palabra exacta, la que a su juicio le
otorgaría la libertad de elegir su venganza al mismo tiempo que su muerte, la Juliana había le-
vantado por primera vez la cabeza y había afirmado:
-Eduardo Nilsen es un manflora. En Morón lo sabe todo el mundo.
-¿Qué estás diciendo, deslenguada? -habría preguntado Cristián. De pie frente a la muchacha,
ese hombre temido por el barrio y que probablemente debía alguna muerte, no podía creer que
una cualquiera desbaratara de un solo golpe el amor propio familiar, tan cuidadosamente apunta-
lado.
-¡Y usted también! -gritó Juliana-. ¡Sí! ¡Usted también! ¡Manflorón!
Cristián sacó el cuchillo y ahí nomás la sacrificó.

*«La intrusa», cuento de J. L. Borges, en El informe de Brodie (1970), contiene referencias a los
Nilsen, con pequeñas variaciones.

FIN

También podría gustarte