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HÉCTOR BIANCIOTTI (Calchín, Córdoba, Argentina, 18 de Marzo de 1930 - París, 11 de Junio de 2012)

fue un escritor y crítico literario argentino naturalizado francés, que vivió desde 1961 hasta su muerte
en París, donde trabajó en la revista Le Nouvel Observateur y en la editorial Gallimard, llegando a ser en
1996 el primer miembro de la Academia Francesa procedente de un país latinoamericano, y siendo
condecorado Oficial de la Orden de la Legión de Honor.
Nacido en el seno de una familia de agricultores; a la edad de quince años pasó a residir al sudeste de la
Ciudad de Buenos Aires, en la pequeña localidad en la que estaba al cuidado de sus tíos paternos: al
terminar el bachillerato ingresó en un seminario franciscano, donde pudo sumergirse en las letras, pero
lo acabó abandonando por su carencia de vocación religiosa. Hacia 1953 comenzó a interesarse por la
actuación y durante algunos años trató de introducirse en el cine: en Argentina no pasó de salir de extra
en alguna película de Leopoldo Torre Nilsson; en Roma, a la que llegó en 1955, tras reunir lo suficiente
para comprar el pasaje de barco y poder así seguir los pasos del escritor Juan Rodolfo Wilcock, que lo
había invitado a sumarse al crucero marítimo que se aprestaba a realizar, no tuvo más fortuna; y me -
nos aún en Nápoles, donde pasó una breve temporada en la más extrema pobreza antes de poder via -
jar a Madrid, donde entre 1956 y 1960 consiguió algunos breves papeles en películas de José María
Forqué o Edgar Neville, los cuales alternó con los trabajos más diversos hasta que marchó para Francia
en 1961: instalado en París, al año siguiente comenzó a trabajar para Éditions Gallimard, en 1969 debu-
tó con sus primeras críticas en La Quinzaine Littéraire, y tres años más tarde se convirtió en asiduo cola-
borar en Le Nouvel Observateur y en Le Monde años después.
En las décadas de 1960-70 escribió varias novelas: Les déserts dorés (1962), Celle qui voyage la nuit
(1969) y Ce moment qui s’achève ( 1972), además de la obra de teatro Les autres, un soir d’été (1970),
llegándole la consagración en 1977 al recibir el premio Médicis a la mejor novela extranjera por La bus-
ca del jardín, con la que Bianciotti inicia esa larga aventura personal en la que la conjunción del tiempo,
la distancia, el cambio de lengua y, sobre todo, la distorsión de la memoria, fueron decantándose en
una sucesión de obras de autoficción: en ésta, el jardín es ese extraño terreno acotado en la inmensi-
dad de la pampa argentina, en el que un Niño descubre un día, gracias a las revistas del corazón, que
más allá de aquel ilimitado llano uniforme existe otro mundo donde se conjugan lo bello, lo sabio y lo
distinto; y en ese camino del Niño hasta el Hombre —los dos protagonistas de esta historia—, serán los
nombres de lugares, personajes y circunstancias los que irán tramando el itinerario de ida y vuelta, do-
minado por la nostalgia y el remordimiento que se nos muestra.
Naturalizado francés en 1981, al año siguiente ingresó en el Comité de Lectura de Gallimard, donde
permanecería durante diez años, y definitivamente dejó de escribir en español: su primera novela en
francés, Sans la miséricorde du Christ (1985), obtuvo el prestigioso premio Fémina. En 1988 publicó Seu-
les les larmes seront comptées; y, a partir de 1992, una trilogía netamente autobiográfica que inicia con
Lo que la noche cuenta al día (1992), en la que narra su propia experiencia como homosexual en la Ar-
gentina rural. Su amplia recopilación titulada Antología obtuvo el premio Prince Pierre de Mónaco en
1993 y el Premio de la Lengua Francesa el año siguiente. Una de sus últimas publicaciones fue su novela
Nostalgie de la maison de Dieu (2003).
Se retiró de la actividad literaria cuando comenzó a sufrir problemas de alzheimer; y, tras un prolonga-
da internamiento hospitalario, con escasísimos amigos que lo visitaran, murió en el 2012 lejos de Ar -
gentina y aún más de su familia.

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DE LA MELANCOLÍA DE LAS PERSPECTIVAS (en El amor no es amado, 1983)

Al fin, la perspectiva me permite ver el mundo cómo Dios lo vio.


J. B. ALBERTI
Si un transeúnte observador hubiera entrado en el bar la tarde de los hechos y reparado en los
dos hombres aparentemente disímiles que, sentados a una mesa, en un rincón, fumaban sin ha -
blarse, habría tal vez conjeturado que el muchacho, la cara apoyada en una mano, se aburría, y
que el otro, el mentón erguido, la mirada entrecerrada, tendida más allá de los muros, padecía de
tedio. Pero, si le concedemos una imaginación suspicaz, a poco habría sospechado, al sorprender
entre ellos una mirada sin parpadeos, de ojos absortos en los ojos del otro -que un imperceptible
esbozo de sonrisa desviaba-, que les gustaba compartir el silencio, mejor dicho, una consentida
mudez, ya que de silencio no podía tratarse en aquel despacho de bebidas vocinglero donde el
vecindario intentaba dar a sus mise rias un color de aventura o de leyenda. Ambos tenían un
aspecto de exiliados prestigiosos -todos lo son de alguna manera- que subrayaban las maneras
cautas de la patrona, esa señora digna y melancólica que se sentía visiblemente re confortada por
la presencia de los presuntos extranjeros, tanto más cuanto que debía condescender a brindar
con la clientela miscelánea en la que alternaban, con los comerciantes del mercado vecino, soli-
tarios de ambos sexos para quienes el sexo no era ya sino una jactancia, que atenuaban sus desi -
lusiones con vino, y prostitutas que habían recuperado cierta dignidad a fuerza de hacer sus
compras menudas a la misma hora, aunque sin renunciar a la estridencia de los afeites y teñidos
que delataban su condición primigenia.
De costumbre, no solían demorarse hasta el caer de la noche, pero les gustaba contemplar el
humo de sus cigarrillos, que se deshacía en la vidriera cuando el anochecer lo volvía paulatina-
mente neto. En cierto modo era para ellos el último acontecimiento de la tarde. La tarde les per-
tenecía. Mas, aquel día, debían esperar un festejo: el casamiento de una portera de la vecindad
que había sido la del hombre hasta una fecha reciente, y cuyo inventario de infortunios -obvia-
mente, su vida- los había primero intrigado y, al fin, conmovido.
Se habían encontrado por casualidad -adoptemos el vanidoso término- en el Museo del Louvre,
en un día de inextinguible afluencia. Los dos, impedido el paso por el cordel protector, intenta-
ban ver, en el costado penumbroso de uno de esos nichos espectaculares que la burguesía rellena
con un diván y cuya definición evitan los diccionarios, la virgen de Rafael que obedece al con-
currido apodo de «La Belle Jardinière», relegada allí sin duda por el prejuicioso desapego del
que padece el pintor, cuyo «San Miguel», en la sala adyacente, hace de paje de «La Gioconda».
Cuando uno alargaba el cuello, el otro retrocedía, cediéndose el precavido espacio y, a la tercera
o cuarta vez, como ya una complicidad se había establecido, se miraron y sonrieron. El hombre,
al ver de lleno la cara del muchacho, tuvo la impresión de que pertenecía al mundo invulnerable
de la pintura, que tales rasgos, esa serenidad lisa del rostro, la mirada inmediata que denotaba
una vehemencia recóndita, correspondían a las figuras habituales de un pintor que no supo ubi-
car. Tal vez le recordase un retrato del oscuro Ambrosio de Predis. En todo caso, pensó que era
demasiado hermoso: más allá de cierto grado de belleza se sentía en zona prohibida. Quizá por-
que, aunque no compartiera la candorosa opinión, según la cual hermosura e inteligencia se ex-
cluyen, estaba convencido de que un hombre o una mujer bellos están, y con razón, tan distraí-
dos por su belleza, que pueden prescindir de los demás. Hablaron de Rafael, arriesgando frases
que eran como la conclusión de largas meditaciones y que pocos habrían entendido, añadiendo
exaltaciones que se complementaban hasta formar, más que un diálogo, monólogos, en los que
se recalcaba la lisura del rostro de la virgen, su misteriosa materia, la ausencia de toda huella de
factura. Uno de ellos (tal vez el hombre -más tarde ya ninguno de los dos sabría decir quién-)
arriesgó la fórmula de «pinceles escamoteados». A lo que sucedió la sentencia según la cual los
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cuadros del pintor de Urbino parecían estar, haber estado, allí desde siempre, no haber sido pin-
tados, pues. ¿Qué le reprochaba la complacida modernidad de la que ambos -no tardarían en
descubrirlo y no sin entusiasmo- abominaban? ¿Haber querido deducir sus figuras de la Ley? Y
esa voluntad de triunfar de lo efímero la rebajaban hasta reducirla a un mero epíteto, a una infa-
mia estética: «Académico», olvidando que el alma posee, esencialmente, una tendencia a la
constancia, vale decir, la nostalgia de la eternidad. Por lo demás, afirmaba el muchacho, para
que Sanzio fuera Rafael, había tenido que soñar la Antigüedad, anhelarla y, de algún modo tenaz
aunque ilusorio, imitarla para ser Rafael, él mismo, único. Luego pasaron a enumerar conviccio-
nes, de una manera sucinta y atropellada, como si quisieran afianzar la incipiente intimidad acu-
mulando afinidades, e hicieron el elogio de la tradición hasta tal punto que terminaron conside-
rando el plagio -el plagio que suele rescatar de libros somnolientos la iluminación furtiva, la
frase exacta- como una contribución generosa. De pronto se miraron, por primera vez, con esa
mirada sostenida que años más tarde habría podido sorprender al hipotético observador en el
bar, en la tarde del suceso, y ambos sintieron lo que se siente al encontrar a alguien que se va a
querer: como el recuerdo impreciso de una imagen que, en el santuario íntimo, la espera, la vigi-
lante espera del otro ha llevado a la perfección. Ya que todo preexiste en el ser -los rostros que
nos seducirán, las músicas que con tentarán el oído, los colores y la luz que varía los colores, los
instantes precarios que nunca sabremos por qué razón hemos retenido, los momentos preclaros
que nunca sabremos por qué ya no nos parecen tales, y usted y, detrás, esta enumeración y el
orden de las palabras que la componen. A través del entrevero de circunstancias, toda vida es la
busca ahincada de esas cosas que nos faltan interminablemente sin sospechar que ya las posee-
mos, que son una -ese perpetuo desconocido con el que convivimos.
Tal vez ya en aquel momento presintieron la amistad que hoy los une, sin saber que esa suerte
de sensualidad aérea y confiada que se instauraba entre ellos los conduciría a una violencia in -
saciable. El atropello de los espectadores en bandada, que se aglutinaron frente a los opulentos
terciopelos del Giulio Romano que preside en ese penumbroso receptáculo, los arrancó a aquel
éxtasis. Dieron unos pasos y luego, atravesando el desfile que se prolonga en los vidrios que
alejan aún a la distante dama de Leonardo, ganaron la espaciosa galería. En los museos reina
una especie de inmunidad, de sensualidad irresponsable. Los ojos que se despegan de un cuadro,
si lo han con templado con amor, conservan, al volverse, una intensidad que, antes de apagarse,
se transmite, si el azar es generoso, a uno u otro espectador, convirtiéndolo en objeto casual de
esa pasión suscitada por la pintura. Si la mirada encuentra otra mirada que goza aún de lo que ha
visto, no es improbable que se establezca un fluido entre ellas y que la óptica tensión del deseo
contagie los cuerpos. Así, a veces, de cuadro en cuadro, dos desconocidos se van poco a poco
acercando, con fingida indiferencia, sin perderse de vista, adelantándose o retrasándose, como
en un juego en el que un hilo tenue los ligara, y luego se esperan, los cuadros se van volviendo
lejanos, invisibles a su paso: al fin hay dos siluetas paralelas que se hablan. El hombre y el mu-
chacho, que ya eran, en aquel momento, el uno para el otro, el escritor y el pintor, habían justa-
mente seguido (tal vez con la sensación de un presentimiento) el manejo de dos espectadores
que en un momento dado habían cesado de mirar los cuadros y que, al llegar al fondo de la gale-
ría, antes de desaparecer, se habían abordado. Sin duda, aquel día les debió de parecer prematu-
ro hablar de ese erotismo difuso que emana de la pintura, y hablaron de perspectiva. Aventura-
ron fórmulas, no sin tratar de asombrarse mutuamente: «Una línea que penetra en el espacio de
la tela, que es todo el espacio, no es una simple línea, sino el tiempo». Hubo un asentimiento por
parte del otro, pero disminuido por las ganas de decir lo que ya había pensado: «La perspectiva
es la sensación que se vuelve matemática». No acertaban. «No, es el tiempo que fluye hacia el
pasado... Sí, la perspectiva es la metáfora del pasado...»
Desvariaban. «No, del tiempo.» Se asomaron a los ventanales que dan a los jardines. Llovizna-
ba. El césped lavado tenía un color químico. En voz baja, el muchacho dijo: «La perspectiva es
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la melancolía». Y el hombre sintió la dicha de una revelación y, al mismo tiempo, una punzada
en el pecho. Aquella tarde, la patrona de «El Kedive» había juntado las mesas en una sola, en el
saloncito del fondo, recubriéndola con un mantel de plástico que imitaba el encaje con sus cala-
dos y relieves. Entre el respaldo de la banqueta de terciopelo raído y el cielorraso pespunteado
por generaciones de moscas, la fotografía de un río bordeado de vegetación oscura ocupaba todo
el muro. El agua era de color esmeralda pero el cielo la manchaba de azul, allí donde agua y
cielo se juntaban. En la mesa había floreros con dalias y, en primer plano, un letrerito de metal
herrumbrado cuya advertencia ya no se distinguía. En el alboroto que llegaba a su apogeo a la
hora del cierre del mercado, con las voces broncas y jactanciosas de los autóctonos se mezcla-
ban otras, yugoslavas y, de cuando en cuando, la tímida de un árabe para quien era una cuestión
de honor hacer reír su francés aclimatado. Árabes lentos remontaban la calle y a veces, de la
bolsa de la compra, asomaba un ramillete de menta. Nadie se marchaba, esperando a los novios.
El nivel alcohólico subía y hubo algún vaso roto. El hombre y el muchacho fueron los primeros
en avistar a la portera: venía por la vereda de enfrente y los bomberos del cuartel vecino le hicie-
ron reverencias, sacudiendo una manguera. Entonces, se pusieron de pie y la concurrencia se dio
vuelta hacia ella, que se había detenido en el umbral: novia vestida de madrina, con traje y abri-
go de color gris perla, una toca de bies y dos vueltas de perlas al cuello, tenía la majestad hones -
ta y razonable de la reina de Inglaterra. Un carnicero se restregó la diestra en el delantal, pero,
aturdido por tanto esplendor, no atinó a tendérsela. La gente le abrió paso entre aplausos y vivas,
y ella avanzó sonriendo a unos y a otros, tocando con la punta de la mano enguantada la joroba
de la enana rubia que, encaramada en una silla, se la ponía a su alcance para que le trajese suer -
te. Como ya había sido casada, el matrimonio no había tenido lugar sino en las aulas desampara -
das del Registro Civil, de modo que «El Kedive», con las dos Mieras de conocidos que la mira-
ban pasar, era su iglesia, y la mesa al fondo, blanca y con flores, el altar. Pero ¿y el novio?,
¿dónde estaba el novio? Los amigos que lo esperaban a la salida, se lo habían llevado a tomar
una copa, no sin invitarla, claro está, pero ella había eludido... Y, aunque ahora hubiera preferi -
do esperarlo, con amables empujones la obligaron a ocupar su sitio, en el centro de la banqueta,
entre esos vagos primos que habían oficiado como testigos y que, como no conocían a nadie,
demostraron cierto alivio. Con remilgos y gestos precavidos, como si temiera perturbar la so-
lemnidad que le imponían el traje y el tocado, trató de elevar a evento el borrón que había hecho
al coronar con una rúbrica su firma, y la risa de los asistentes que, aseguraba, el mismo juez, tan
simpático, había desencadenado. La desapacible enana, siempre trepada a su silla, miraba la
impaciencia que los demás, conociendo al novio, intentaba disimular, fijaba la vista alternativa-
mente en el grupo y en la calle, alargando la cabeza sin cuello, poniéndose una mano de visera,
haciendo alharacas. Y todos esperaban que descorcharan las botellas de champán, y nadie se
atrevía a hacerlo. La dueña había cerrado la puerta de entrada, y afuera había gente que apretaba
la cara contra los vidrios y chicos que hacían morisquetas [muecas de burla]. Un sentimiento de
embarazo empezaba a cundir y algunos invitados optaron por formar una rueda de sillas, a una
prudente distancia de la mesa, para no darle la impresión al otro, cuando se le ocurriere venir, de
estar instalados, festejando. La patrona paseó la bandeja de bocadillos y todos se sirvieron in-
ventando modales apropiados a la circunstancia, intimidados por el atuendo y la compostura de
la novia, que se había decidido a quitarse los guantes y enseñaba su sortija guarnecida de un
brillante. Aunque la sonrisa se le había vuelto triste y la mirada era ya la de todos los días, man -
tenía su actitud erguida, sin apoyarse en el respaldo. Y la cabeza se recortaba en medio del pai-
saje de la fotografía, el sombrero al sesgo como una barca ladeada, y todo alrededor un vellón
disperso de nubes, y el río que se iba. El hombre, que por su parte había permanecido acodado al
mostrador, para que hubiera un vínculo entre la celebración del fondo y la puerta, cuando apare-
ciera el descomedido, miró al pintor que, entrecerrando los ojos, fijos en la mesa blanca, intenta-
ba de seguro grabar de un modo indeleble la visión. La concurrencia se había calmado y era una

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composición hierática la que ofrecía en torno de la clara figura de la portera, y cabal, en la que
no faltaba el personaje anónimo que se vuelve y mira fuera del cuadro, ni las sombras complejas
y tenues, como una veladura. En el grupo, sólo la enana aspa ventera introducía el desasosiego
de la vida. Enseguida, un bullicio de protesta descompuso el boceto, porque, aprovechando el
silencio, uno de los presentes alegó una cita de negocios y entonces la patrona, que debía de
esperar la ocasión, hizo saltar los corchos, llenó las copas, y cada uno quiso entrechocar la suya
con la de la novia, que no ignoraba ya que la compadecían y que, detrás de los afeites, mostraba
su habitual rostro marchito, su alma aturdida. Que el escritor y el pintor, que el hombre y el jo -
ven hombre, cuya compartida pasión es la de atisbar en el desorden del día los indicios de esa
ley que -les agrada imaginar- gobierna el mundo, tengan la costumbre de encontrarse a diario,
terminadas sus tareas, en el desapacible «Kedive», puede tener visos de inverosimilitud si, según
puede constatarse, se mantienen aislados, observando pero eludiendo participar en ese teatro del
atardecer donde se representa, inmutable, la relación de los clientes entre sí o con la patrona,
hecha de mutuos y consabidos recuentos de miseria, que exaltan ciertas fanfarronadas. Que a
ambos, parejamente, los fascinen los cuerpos doblados por el tiempo, los rostros que han perdi-
do para siempre su rostro, los deshechos humanos cuya última posibilidad de naufragar digna-
mente, de inventarse un destino, consiste en el cotidiano relato de sus pocas dichas y sus ciertas
desdichas, puede inducir a considerarlos como testigos faltos de pudor. Sin embargo, si entre los
establecimientos del barrio sólo éste los retuvo, fue ante todo porque, sin que mediaran palabras,
la patrona los conmovió: todo en su rostro se acordaba de una niña remota -la tímida sonrisa que
atenuaba la expresión compungida, los ojos desorbitados y dispares que no acababan de asom-
brarse. Mientras la atención discreta que prodigaba a los clientes, los gestos devotos al pasar el
trapo sobre el mostrador, al repasar los vasos y alinearlos evitando el menor ruido, hablaban de
una vida cuya desdibujada finalidad se reducía a esos ritos precavidos que, un día, había de ha-
ber celebrado para alguien, con amor. Por lo demás, de un modo oscuro deben de presentir que
el fruto de sus laboriosas vigilias, de sus sueños perplejos, corre el riesgo de ser mero ornamento
si no lo irriga la compasión. Y así, vienen a un bar como «El Kedive», poco propicio a sus elu -
cubraciones, mas donde las figuras erosionadas y gárrulas que componen la asamblea se mueven
para ellos en el espacio de la piedad. Como en la pintura o en los libros, cuando el estilo no es
simple cuidado, o manera. En cuanto a la portera, si nunca había ganado el afecto del hombre,
poco a poco lo había vuelto atento a sus penas. Tal vez por el remordimiento que le procuraba
su mal disimulada exasperación ante las imprevistas intermitencias en la limpieza de su aparta-
mento y, en particular, la complacida exhibición de sus agobios, la voluptuosa pesadumbre que
ostentaba. Quizá a causa de la reprobación de los copropietarios, estrechamente colectiva, de
que era objeto, los cuales, al tanto de ciertas anécdotas de su vida, que la misma infeliz les había
a unos y otros prodigado, habían decidido que no tenía sino su merecido -y, en asamblea gene-
ral, rehusado la instalación de una ducha en la portería que, habían aducido, ya tenía lavabo y
una gran ventana que había resultado costosa (y que era, por cierto, una tiniebla de vidrios esme-
rilados). Tanto a él como al muchacho que, cuando venía a verle, era un auditor escogido para la
portera, ya que simulaba ignorar sus descalabros biográficos y sabía distraerse sin denotarlo, los
fascinaba la disonancia física de esa mujer del Norte, de ojos y pelo claros, de hermosos rasgos
que perduraban bajo la piel fláccida y cuyo cuerpo, en cambio, se había deformado por partes,
en realidad, del talle para abajo: las caderas y los muslos, que un ajustado pantalón acentuaba,
eran enormes y macizos, de modo que el torso, grácil aún, emergía como un cuerpo dentro de
otro cuerpo que lo llevaba torpe mente de un lado a otro. Por otra parte, si la fatigada historia del
abandono, tantos años atrás, del domicilio conyugal -en cuyo relato ocultaba con sagacidad lo
que quería que se adivinase: el repudio por adulterio, del que sin duda se sentía todavía dichosa-,
nunca lo había conmovido porque con ella la mujer nórdica no hacía sino agregar una variante
agreste a las razonables heroínas de Ibsen, le gustaba imaginar la silueta ladeada por el peso de

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la valija, alejándose por un camino entre campos de remolacha exaltados por las chimeneas de
una fábrica de azúcar, y luego un tren al alba sin despedidas. Ni siquiera el reciente hecho luc -
tuoso, la muerte de su hijo crecido lejos y, sin duda, en el desprecio que de ella nutría la tribu
doméstica, lo había movido a compasión, tan evidente resultaba que su dolor se convertía en una
complaciente declamación al narrar lo sucedido, en el patio, en los rellanos, como si más que
desahogarse intentara sosegar la perpetua acechanza del vecindario, oponer a la reprobación,
una desgracia de talla. Por cierto, la culminación de su afligido recuento no era el cuerpo destro-
zado del adolescente entre las ruedas de un tractor, sino ciertas circunstancias que hacían de ella
la verdadera víctima, coronada de infamia: que había sido arrojada, apenas llegar, por el marido
y la suegra y la entera parentela al acecho, quienes le habían impedido el paso a la capilla ar-
diente y pisoteado las flores empaquetadas que, a falta de manos que las recibieran, había de -
puesto en el suelo. Que, en el día del entierro, se había escondido entre los panteones del cemen-
terio sin árboles, para asistir, aunque fuese de lejos y medio de espaldas, arrodillada junto a una
tumba ajena. Y esperado que la comitiva se marchase para plantar, con la bien recompensada
complicidad del sepulturero, un ciprés a la cabecera del hijo, de casi un metro ya, decía señalan -
do con la mano, y casi sonriendo, que había hecho venir de París y que quién sabe si se habría
aclimata do. Nada parecía apaciguar su desdicha como contarla a quien quiera le prestase oído,
y perfeccionaba el recitado, la graduación de los detalles infaustos, y ese lloro final, que era sin
duda por ella misma, al hacer mutis aludiendo a sus palpitaciones que la ahogaban si subía la
escalera, a su corazón nervioso, según el displicente dictamen de su médico. Quizás, aparte el
fervoroso menosprecio de la copropiedad, que lo había convertido en su exclusivo y malmirado
defensor, lo que despertaba su compasión por ella era la ahincada pasión por ese muchacho fur-
tivo que tenía el aspecto de un actor al que le habían distribuido para siempre el mismo papel en
un melodrama -el personaje de los gestos imprevisibles, que fatalmente comete los mismos- y
que, cuando venía a verla, se ocultaba detrás de la heladera si algún vecino se asomaba a la por-
tería. A veces, cuando las diversiones dominicales vaciaban el inmueble, ellos dejaban la puerta
abierta. El hombre solía verlos, él, sentado a la mesa, de espaldas, mirando en la televisión algún
partido ruidoso; ella, recostada en el diván, lejana, doblando los cabos de una geografía insegu-
ra, como intentando divisar en él los archipiélagos últimos, abandonada a la ignorante esperan-
za, entreviendo tal vez, desde la terraza de su vida, la curva del mundo. Grávida de proyectos, o
de uno solo, ese hombre joven, sin sospechar que los proyectos no son, casi siempre, sino indis -
cernibles recuerdos. Que ese muchacho la hiciera feliz, lo desdecían las disputas tras de la cena
esmerada, la batahola que el volumen a fondo de la televisión intentaba confundir con los grite-
ríos o los llantos de un folletín, cuando el vino caudaloso daba cuenta de su apatía y liberaba en
él una violencia que se le iba en alaridos, tal vez en empujones o en puñetazos y que, una noche,
acabó con la puerta, lo cual procuró a la copropiedad un satisfactorio escándalo. Pero tal vez
esas turbulencias periódicas, que a veces durante días seguían atestiguando los moretones, eran
parte irremediable de la felicidad de la portera. Lo cierto es que, al día siguiente -salvo la vez de
la puerta destrozada-, allí estaba él, de nuevo, al atardecer, y su larga silueta que parecía agaza-
parse, aun en la calle, atravesaba el patio. Ligeramente entrado de hombros, aunque le gustase
lucir su delgadez ceñida por vestimentas de una elegancia canalla, caminaba esquivando, miran
do de soslayo con esos ojos agudos en los que subsistía algo de entrañable que hubiese podido
contaminar su expresión, si los bigotes, aunque ralos, largos, no le hubieran ocultado la comisu-
ra de los labios, acentuando el despecho de su media sonrisa, la desdicha renco rosa que le con-
sumía los rasgos.
Tal era el novio, o tales los indicios del oblicuo amedrentador que apareció al fin en «El Kedi-
ve», amedrentado en su traje azul marino, indispuesto por la corbata que se aflojó de un tirón
para desabrocharse la camisa a su manera, hasta el cuarto botón, cuando ya la mayoría de los
invitados se había ido y la enana renunciado a su puesto de vigía. Salvo el hombre y el mucha-
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cho que, junto al mostrador, habían reanudado el monólogo de sus perplejidades -así llamaban
ellos lo que, otros, metafísica-, aparte el padrino y el carnicero que no había osado tenderle la
mano a la novia enguantada y que, ahora -para no contribuir al desdoro que había dado cuenta
del esfuerzo decorativo de la patrona- se metía una servilleta de papel abollada en el bolsillo, no
quedaban más que las vecinas asiduas, las que esperaban, como cada día, el cierre, para retardar
la soledad. El cuadro había cambiado. Una noche con vagos reflejos se agolpaba en la ventana
y, aunque la patrona demostrara las ventajas del encaje de plástico pasando de tiempo en tiempo
un trapo húmedo sobre la mesa y reordenara las dalias, la compleja composición ya no existía.
Los personajes subsistentes, aglutinados frente a la novia, con los codos apoyados en la mesa,
sosteniéndose con la mano el mentón o la sien y, en general, despatarrados, habían renunciado a
la juiciosa pose inicial. Y, cuando el novio entró en el bar, hubo un barullo de sillas y risas ato-
londradas, pero nadie se alzó. Sólo la novia se enderezó un poco más, iluminada desde adentro
bajo la luz cónica de la lámpara del cielorraso, que parecía venir desde otra al tura, tendiendo los
brazos hacia el novio que se había quedado plantado en medio de la primera sala, junto al hom-
bre y al muchacho a quienes, sin mirarlos a la cara, como de costumbre, invitaba a una copa,
depositando sobre el mostrador un par de billetes excesivos y apelmazados. «Mi mujer...», dijo
de pronto, pero sin que sus pies apartados se despegaran de las baldosas, balanceando de atrás
hacia adelante el rostro. «Mi mujer...», repitió despacio, como si le costara reconocer el hecho y,
aunque trastabillaba, se fue acercando a la mesa nupcial y la novia se llevó una mano al pecho,
tal vez por aquello de las palpitaciones. Aliviadas, las vecinas vocearon y la enana, que de algún
modo se sentía invulnerable o mágica, le cortó el paso y le hizo una reverencia. Él le pasó xana
de sus largas piernas por encima y se apoyó con ambas manos en la mesa, alargando entre sus
hombros en cogidos su cara hacia la cara de su mujer que irradiaba un blando temor pero tam-
bién una especie de beatitud: al fin llegaba, después de tantos años de haber huido, del Norte
dilatado por las brumas, de la hacendosa miseria campesina, a través de la miseria prolija de
cuchitriles, de hambre saciada en encuentros aceptados sin amor, de calles largas al azar, de no-
ches escondidas en un zaguán, de amaneceres sin café que le había deparado la metrópolis, hasta
alcanzar la modesta competencia de las porterías. Al fin quedaban atrás, se borraban para siem-
pre en el fulgor de este momento, la tribu fa miliar y, en ella, su exigua calidad de mano de obra,
los vejámenes de la copropiedad que ya poco o nada le importarían. Al fin, acudiendo del fondo
de los años mal vividos, llegaba al juvenil presente es camoteado, recuperaba el tiempo que la
torpe vida le había impedido vivir. Cargada de dolores, los deponía todos como una ofrenda al
pie de este instante. Y los muertos de la infancia y el hijo muerto que bordoneaban en sus no-
ches, se apagaban, prudentes, y, si el ciprés plantado con sus manos no crecía en el frío del Nor -
te, sería una distracción de la Providencia...
En ese ensueño debía de hallarse, esperando el beso del novio, cuando se descargó la bofetada.
Ella trató de enderezarse el sombrero que se le escurría y las vecinas, vociferaron, triunfales:
«Te lo habíamos dicho, te lo habíamos dicho y requetedicho», mientras el carnicero, el hombre
y el muchacho se abalanzaban para retener al demente y la enana se le prendía con su enorme
boca de la muñeca, sin que nadie lograse impedir los dos golpes simétricos que dejaron tiesa a la
portera, los ojos en blanco, la boca abierta y resollante, buscando el aire, inútilmente el aire.
Como una befa última, mientras decía a la concurrencia: «Son nuestras caricias...», el avieso
arrancó de golpe el mantel (otro hubiera sido el efecto de ser de tela), tirando al suelo copas,
dalias y botellas. De nuevo se calmó, se volvió, y todos se volvieron: en medio del bar, la horda
de sus amigotes, alevosamente sonrientes, con los pulgares en sus cintos claveteados de tachue-
las, como sus botas. La novia estaba rígida, el alma hundida ya no latía en sus sienes, ya nada
palpitaba en ella. La enana, que de un manotazo había dado con su joroba contra el filo de un
muro, fue la primera en percatarse: a gatas bajo la mesa, se escurrió, le pegó el oído al pecho y,
despegándolo con asco, decretó su muerte. Entonces, en el crepúsculo de ceniza amarillo de la
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lámpara, la novia se fue deslizando lenta y de lado, como si se hundiera en el río que se la lleva -
ba hacia el punto de fuga de sus aguas, hasta quedar doblada en la banqueta. Luego hubo teléfo-
nos urgentes, bomberos llamados a gritos de una vereda [acera] a otra, más tarde una sirena,
policías, hombres vestidos de blanco. Era tarde. En sus casas respectivas habrían dejado de es -
perarlos. Entonces echaron a andar, decididos pero sin consultarse, abandonando las calles su-
cias, los confusos bulevares, hacia ese lugar dilecto y afortunadamente solitario que en el caos
prolijo de la ciudad gris subsistía, así lo pensaban, para ellos: el impávido rectángulo que en los
jardines del Palais Royal delimitan sendos pórticos, las fachadas idénticas, en los extremos y, en
el empedrado, dos rectángulos de agua quieta que retienen todo el cielo. La simetría, que revela
la indescifrable ley del Universo, los exaltaba. En una noche única -aunque todas lo eran cuando
estaban jun tos- habían opinado que aquel espacio de inalterables columnas, aquel orden tangi-
ble, era, por encima de todos los lugares de la Naturaleza o los inventados por el ingenio, propi-
cio a la pasión. «La simetría es el amor», había concluido el muchacho -a menos que no fuera el
hombre: en general olvidan quién de los dos ha dicho una u otra cosa y así na da les pertenece,
vale decir, todo. Y mirando las siete ventanas de cada fachada, las siete columnas que sostienen
el balcón, habían añadido: «La simetría es el amor, porque es siempre dos, en uno». Allí habían
vivido momentos que seguían atenuando con su felicidad el pasado de cada uno y que se prolon-
garían en lo porvenir, modificándolo ya. La soledad, que suele ser industriosa cuando se trata de
un soñador, había amortiguado su soberbio prestigio y dejado de ser, para ambos, un hábito.
Aunque, como todos los hombres, no sabían bien quiénes eran, eran lo que sabían -y esto, lo
sabían. Digamos que, fundamentalmente, no ignoraban que ya no estarían solos. Esa alegría, a
veces, podía dejarles exhaustos. Nadie, ni ellos mismos que habían multiplicado por juego las
conjeturas, hubiera podido definir esa tensión violenta que entre ambos se instalaba, como la
irreparable de los pórticos entre las opuestas fachadas. En todo caso, nunca condescendieron a la
ternura, que tiende a convertir al otro en niño. Ni a la tristeza, que acobarda, pero se deleitaban
en la melancolía que es impersonal: nace de la mirada, busca algo a lo lejos, piensa: «La melan-
colía es el único sentimiento que piensa». Y allí estaban, tras de los sucesos del «Kedive», y de
tiempo en tiempo hablaban de la portera muerta -a veces decían «la novia» como si hubieran
querido brindarle la dignidad póstuma de aquel sitio. De nada había vuelto la desdichada, ni del
Norte natal ni de la acumulada miseria: como en esos cuadros en que el pintor ha dispuesto en
primer plano a los personajes del presente, iluminados por una luz que les llega del futuro y,
más lejos, a otros, pequeños, y, en un resplandor último, a otros aún, diminutos, entre los que
hay alguien a veces que vuelve la cara, una mano en el aire, que mira a los protagonistas y qui -
siera regresar a reunirse con ellos (pero na die responde a sus señales) -como en esos cuadros en
que el tiempo atraviesa el espacio y a todos los va llevando, ineluctable, hacia el pasado, la vida
no le había perdonado que destruyese su ardua composición huyendo del sitio que los años le
habían asignado.
El muchacho recordó el encuentro en el Museo del Louvre y un vago texto, cautelosamente alu-
sivo, que al día siguiente el hombre le había dado, y que trataba de la perspectiva. Ya no lo re -
cordaban. Las dilatadas conversaciones, el atareado olvido de las palabras, lo habían ido trans-
formando. Sólo recuperaron, o creyeron recuperar de su compartido palimpsesto, unas sílabas
desmemoriadas que re sonaron como la lectura de un epitafio entre los altos pórticos, bajo la
cúpula de nubes entreabiertas: «Nadie vuelve del fondo de las perspectivas...». Luego se aleja-
ron y en la plaza vecina se despidieron. Cada uno se fue por su lado sin volverse. Nunca se vol -
vían al separarse. Sin duda porque les habría apenado no coincidir.

FIN

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