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Nacido en 1924 y fallecido exactamente ochenta años después, en 2004, Giannuzzi está de vuelta al alcance para ser leído,
releído o como se estila para las gestas inmobiliarias, para ser “puesto en valor”.
Giannuzzi empezó a publicar a fines de los años ’40, pero estuvo bien lejos de las preocupaciones de los poetas de esa
generación, los llamados “jóvenes serios” de tono elegíaco y búsqueda neorromántica. Su poesía circuló por un margen, un
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punto excéntrico en el campo literario, que fue donde se ubicó lo mejor de esa década y la siguiente. Suele citarse el
primero de sus poemas como muestra de lo determinado de su programa: “Este breve racimo/ de uvas rosadas pertenece/ a
otro reino./ Yace, sobre mi mesa,/ en la fría integridad de su peso terrestre/ mientras yo permanezco silencioso/
imposibilitado/ de oponer mi vida a su carnal exuberancia./ Casi con horror admiro allí/ la dura tensión del agua/ hacia la piel
mortal/ como una realidad insoportable.”
Si, como decía Pier Paolo Pasolini, nada mejor que los objetos que nos rodean para dar cuenta de nuestra experiencia
sensible y nuestra clase (“la primera lección me la dio una cortina”, escribió) nadie mejor que Giannuzzi para expresar esa
pertenencia. Poemas sobre unas uvas sobre la mesa, sobre su taza de café, el brillo de unas pulseras, un trapo tirado en la
cocina, lo que se ve adentro de un tacho de basura en la ciudad. Una poesía coloquial, urbana y tabacosa, escrita desde el
lado de adentro de los cristales de un ventanal.
Y es que Giannuzzi cultivó esa parquedad, una identificación con cierta grisura de “hombre común”. Ni loco maldito, ni
militante de ninguna causa, ni intelectual que se desplaza hacia otras esferas de la cultura; un pésimo publicista de su
propia obra. Se mantuvo fiel a su registro dentro de los márgenes estrechos y reconcentrados de su intimidad. Claro que ahí
dentro el pozo era profundo y de paredes oscuras. Ni la precariedad del mundo ni la caducidad del hombre quedaban afuera
de sus reflexiones. Así escribe en Contemporáneo del mundo (1962), su libro siguiente: “Qué triste se pone todo esto. Has
entrado en la calle/ sin haberte entendido en tu casa con nadie/ Una vez más, concluyes, te ha fallado el lenguaje/ los
motivos lejanos de tus propios senderos/ se agotan enturbiados y no saben ahora/ a donde te conducen. Pero ocurre que el
mundo/ es más difícil siempre; y todavía un hombre/ es un caso insoluble para otro”.
Una mezcla de desencanto y perplejidad en poemas que logran una descarga emotiva a partir de la descripción de una
imagen muy concreta, plasmada con una planificación cuidadosa, que podría incluso describirse como fría. “Quinientas
habitaciones tiene este edificio. No sé quién vive del otro lado de la pared./ Aplico a veces el oído, como un médico/ en el
pecho de un enfermo. (...) Cautivos que se ignoran/ atados a una vida que fermenta en terribles/ emociones aisladas.
Alguien golpea una pared infinita, pero su código es privado./ No hay señales entre nosotros”.
Especulativo y meditabundo, ha dicho alguna vez: “He tenido siempre una mentalidad cartesiana, racional a ultranza,
acentuada quizá por mis estudios científicos de ingeniería, que no parecen estar presentes en mi obra pero la marcan
sutilmente. Por supuesto, esa actitud suele ser sobrepasada por la predisposición poética, que incursiona en lo mágico y lo
emocional”.
Sin estridencias ni revuelo en el campo poético, fueron apareciendo sus libros siguientes: Las condiciones de la época
(1967), Señales de una causa personal (1977), Principios de incertidumbre (1980), Violín obligado (1984), Cabeza final
(1991) y Apuestas en lo Oscuro (2000). Tal vez por esa modestia o el tono bajo es que su contundente obra pasó
relativamente inadvertida largas décadas. Tamara Kamenszain, una poeta que comenzó a publicar a partir de los años ’70,
cuenta acerca de esta tenue indiferencia de la recepción: “Lo descubrí tarde, o mejor, cuando lo necesitaba, porque uno lee
por necesidad. Con mis compañeros de generación nos habíamos concentrado más en los hijos de Girondo: Molina,
Madariaga, Olga Orozco. Pero después, cuando las dicotomías forma-contenido, Boedo-Florida, sujeto-objeto y otras
empezaron a no cerrarme, encontré en la poesía de Giannuzzi –como en la de Biagioni o en la de Juana Bignozzi– líneas de
fuga. No por nada las generaciones que vinieron después de la mía lo tomaron a él como modelo: su gran legado es un
permiso para ser ‘un poeta standard’. En Un arte callado de 2008, su último libro, deja enumerados algunos atributos para
un posible autoepitafio. De ese testamento poético tomo estas dos perlitas que desinflan cualquier pomposidad literaria: no
hizo de ninguna palabra la enemiga total y fue correcto, adecuado, municipal y obvio, o sea una buena persona en el peor
sentido de la palabra”.
Fabián Casas, poeta clave de la poesía de los ’90 y de algún modo discípulo de Joaquín Giannuzzi, cuenta cómo se de-
sarrolló ese vínculo: “Conseguí en una mesa de saldos una primera edición de Señales de una causa personal. Me metí en
la cama a leerlo con una lata de galletitas y no pude parar hasta terminarlo. Sentí esa sensación física que da la gran
poesía. El vértigo de estar leyendo algo fundamental sobre el mundo. Giannuzzi escribía metabolizando la influencia de T. S.
Eliot y Eugenio Montale. Con Montale tiene un poema gemelo sobre los domingos, aunque el de Joaquín me parece mejor.
La construcción del poema, girando hacia un remate final, controlando su metafísica y drenándola de a poco, me maravilló.
Creo que del periodismo sacó la economía de sus versos y la estructura del poema. Me maravilló ver en un amplio ventanal
de su casa de Once, que daba a un patio inmenso donde había un millón de plantas, un vergel en medio de un pulmón de
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manzana: ahí se sentaba, como un entomólogo, a observar esa segunda naturaleza que forma la materia prima de sus
poemas”.
Para unos poetas tan desencantados como fueron los que empezaron a publicar en la década del ’90, el corte oscuro y la
seca e implacable mirada de Giannuzzi se volvieron medulares. “Por alguna razón, al anochecer,/ mi corazón late como una
ametralladora./ El cardiólogo me ha dicho:/ controle su vida emocional. Me pregunto/ si no habrá allá adentro una verdad/
que intenta abrirse paso”. Escribía burlándose de sus propias emociones, hablando del corazón, como un hipocondríaco.
Giannuzzi se convirtió en la salida de muchas encrucijadas, una opción a la poesía de la pura subjetividad, del regodeo
autobiográfico, o la extenuación lingüística del neobarroco. “Renuncio a practicar un destino” escribía Giannuzzi en uno de
los poemas nunca recogidos en libro, que aparecen en las últimas páginas de su voluminosa Obra Completa. Pero sucedió
exactamente lo contrario. El suyo fue un destino poético que, en el correr de las décadas y las palabras, se volvió carne de
la poesía por nacer.
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