Está en la página 1de 36

Clark, A. The Struggle for the Breeches.

Gender and the Making of the British Working


Class. Berkeley, University of California Press, 1995.

Capítulo 1: “Introducción”

Alexander Wilson puede ser considerado como el artesano arquetípico de la historia de


la clase obrera radical. Un tejedor poeta que satirizó a los patrones intransigentes y que en
1794 escapó a América desde Escocia por temor a la persecución política. Sin embargo, su
obra más exitosa, Watty and Meg, or the wife reformed (Watty y Meg, o la esposa reformada),
era más personal y vendió más de 100.000 ejemplares como libelo. En esta novela, Meg le
exige a Watty, su esposo sumiso, que se quede en casa en vez de salir a emborracharse a la
taberna. Para poner fin a esta situación, los amigos de Watty le aconsejan amenazarla con
abandonar el hogar y unirse al ejército. Aterrada por quedarse sola y sin sostén, Meg
finalmente se somete y vuelve a reinar la armonía dentro del matrimonio.1
¿Cómo podía Wilson aconsejar a los hombres para que desafiaran el poder aristocrático
y a la vez para que sometieran a sus esposas? La esfera privada del matrimonio a menudo fue
descrita satíricamente en la literatura popular como una amarga competencia: una lucha por
los pantalones en la cual las esposas trataban de despojar a sus maridos del control patriarcal.
También en la política los hombres plebeyos como Wilson sintieron que se les negaba la
masculinidad plena de la ciudadanía. Este libro intentará responder estas preguntas,
vinculando lo personal con lo político en la historia de la clase obrera y describiendo su
formación como una “lucha por los pantalones”.
Por supuesto, este no es el primer intento de vincular lo personal con lo político en la
historia de la clase obrera. En los años 50, Neal Smelser describió al radicalismo obrero
reaccionando de forma irracional ante la pérdida de su autoridad patriarcal durante la
Revolución Industrial.2 Como respuesta, en su obra clásica La formación de la clase obrera,
Thompson retrató a los activistas obreros como héroes racionales que forjaron una


Traducción de Ana Julia Ramírez y Federico Ramírez para el uso interno de la cátedra de Historia General V
(FaHCE-UNLP).
1
En Tom Leonard, ed., Radical Renfrew: Poetry from the French Revolution to the First World War
(Edinburgh: Polygon, 1990), p. 30; cf. p. 8.
2
Neil Smelser, Social Change in the Industrial Revolution (London: Routledge and Kegan Paul, 1959). Pero,
como lo señala Sonya Rose, la disposición de Smelser de considerar una conexión entre los cambios familiares y
la acción política continúa siendo un desafío para los historiadores de la clase obrera. Sonya O. Rose, Limited
Livelihoods: Gender and Class in Nineteenth-Century England (Berkeley: University of California Press, 1992),
p. 2. El primer capítulo del libro de Rose es una excelente y útil reflexión sobre muchos de los temas que estoy
planteando aquí.

1
consciencia de clase hacia 1832. Pero para sostener su argumento, Thompson negó las
conexiones entre la familia y la vida política.3
Como señala Joan Scott, Thompson marginó a las mujeres en su narrativa y presentó
una versión masculina de la historia de la clase obrera.4 De hecho, Thompson explicó su
proyecto como “una biografía de la clase obrera inglesa desde su adolescencia hasta los
primeros años de la edad adulta [early manhood]”.5 En contraste, Barbara Taylor inauguró de
forma brillante los intentos por reescribir esta historia desde una perspectiva feminista,
analizando los aportes de las socialistas feministas owenitas desde la década del 20 al 40.6 Sin
embargo, el owenismo incluía a una pequeña minoría de proletarios; la mayor parte del
movimiento obrero adoptó ideales conservadores de masculinidad y de feminidad, excluyendo
eventualmente a las mujeres de la política. Este libro comenzará a explicar por qué.
Mi proyecto homenajeará el trabajo de Thompson y Taylor, revisando la narrativa
thompsoniana para incluir el género e insertando al owenismo de Taylor en el contexto más
amplio de la cultura plebeya y obrera. No reemplazará la historia masculina de Thompson con
una historia de las mujeres obreras. En vez de eso, inspirado por la obra de historiadoras
feministas como Leonore Davidoff, Catherine Hall, Joan Scott y Sally Alexander, incluirá al
género –la construcción social de la masculinidad y la feminidad– en el análisis de la clase.7
Entre fines del siglo XVIII y principios del XIX ocurrieron cambios significativos en las
ideas de masculinidad y feminidad, en la división sexual del trabajo y en la moral sexual que
estuvieron íntimamente entrelazados con la evolución de la política de clase. Este período
implicó una transición entre una noción del género como jerarquía a otra como esferas

3
Para una valoración crítica de la obra de Thompson, véase Harvey J. Kaye y Keith McClelland, eds., E. P.
Thompson: Critical Perspectives (Philadelphia: Temple University Press, 1990). Para una reflexión teórica,
véase Ira Katznelson, “Working-Class Formation: Constructing Classes and Comparisons”, en Ira Katznelson y
Aristide Zohlberg, Working-Class Formation: Nineteenth-Century Patterns in Western Europe and the United
States (Princeton: Princeton University Press, 1986), p. 16. Craig Calhoun abordó directamente la obra de
Thompson: The Question of Class Struggle: Social Foundations of Popular Radicalism during the Industrial
Revolution (Chicago: University of Chicago Press, 1982), cap. 7.
4
Joan Scott, Gender and the Politics of History (New York: Columbia University Press, 1988), p. 73. [Existe
trad. española: Scott, J. W. Género e historia. México: FCE, Universidad Autónoma de México, 2008]
5
E. P. Thompson, The Making of the English Working Class (New York: Vintage, 1966), p. 11. [Existe trad.
española: Thompson, E. P. La formación de la clase obrera en Inglaterra. Madrid: Capitán Swing, 2012]
6
Barbara Taylor, Eve and the New Jerusalem: Socialism and Feminism in the Nineteenth Century (New York:
Pantheon, 1983).
7
Leonore Davidoff y Catherine Hall, Family Fortunes: Men and Women of the English Middle Class 1780-1850
(London: Hutchinson, 1987) [existe trad. española: Davidoff, L. y Hall, C. Fortunas familiares. Hombres y
mujeres de la clase media inglesa, 1780-1850. Valencia: Cátedra, 1994]; Scott, Gender and the Politics of
History; Sally Alexander, “Women, Class and Sexual Difference in the 1830s and the 1840s: Some Reflections
on the Writing of a Feminist History”, History Workshop Journal 17 (1984): 125-49. Pocos, pero notables
estudios sobre el género y la clase a finales del siglo XIX son los de Judith Walkowitz, City of Dreadful Delight:
Narratives of Sexual Danger in Late Victorian London (Chicago: University of Chicago Press, 1992); Rose,
Limited Livelihoods; y Ellen Ross, Love and Toil: Motherhood in Outcast London, 1870-1918 (New York:
Oxford University Press, 1993).

2
separadas y complementarias. Antes de mediados del siglo XVIII, hombres y mujeres no eran
considerados como opuestos; más bien la gente consideraba al género, al igual que a la
estructura social en su conjunto, en términos de jerarquías.8 Por ejemplo, a menudo se
consideraba a las mujeres como una versión imperfecta del hombre. Los hombres dominaban
a las mujeres, vistas como inferiores, del mismo modo en que la gentry dominaba a los
plebeyos, los amos a los sirvientes y los maestros a sus oficiales. La masculinidad del amo no
era la misma en naturaleza y grado que la de sus sirvientes. Para comienzos del siglo XIX, sin
embargo, había surgido una nueva ideología en torno al género como esferas separadas en la
cual los hombres como individuos se reunían como iguales para dar forma a la esfera pública
de la política, manteniendo a sus esposas en la esfera privada del hogar. 9 Poner en práctica
esas esferas separadas era, no obstante, un privilegio de clase, negado a hombres y mujeres de
la clase trabajadora: a los varones se les negaba el poder político y las mujeres no podían dejar
de salir a trabajar. Este libro demostrará que la formación de la clase fue, en parte, una lucha
del radicalismo obrero por universalizar esta noción de género clasista.
Para integrar el género en la clase es necesario transformar las categorías tradicionales
de la historia de la clase obrera. Para ello, analizaré la formación de la clase a partir de cuatro
niveles: el trabajo, la comunidad, la cultura y la consciencia de clase.10 Para Thompson y
varios marxistas ortodoxos la clase comienza con la experiencia compartida de algunos
hombres, fuertemente determinada por las relaciones de producción.11 En otras palabras, los
trabajadores obtuvieron un sentido de su propia explotación al experimentar la expropiación
de sus habilidades y de los beneficios de su trabajo. Pero el género también moldeó la división
del trabajo durante la Revolución Industrial en la medida que los empleadores buscaron
reemplazar a los hombres calificados con trabajo femenino e infantil más barato.12 Como

8
Thomas Laqueur, “Orgasms, Generations and the Politics of Reproductive Biology”, Representations 14
(1986): 2; Genevieve Lloyd, “Reason, Gender and Morality in the History of Philosophy”, Social Research 50
(1983): 509.
9
Davidoff y Hall, Family Fortunes, cap. 3. A pesar de la creencia dominante en la “naturalidad” de las esferas
separadas, las contradicciones y tensiones estaban ocultas al interior de este sistema, como lo han señalado
Davidoff y Hall. Cf. Mary Poovey, Uneven Developments: The Ideological Work of Gender in Mid-Victorian
England (Chicago: University of Chicago Press, 1988), p. 4.
10
Para un excelente ejemplo de un libro que integra diferentes niveles de formación de la clase al contrastar a la
clase media con la clase trabajadora, prestando atención al género, aunque no sea la principal perspectiva de
análisis, véase Theodore Koditschek, Class Formation and Urban Industrial Society: Bradford, 1750-1850
(Cambridge: Cambridge University Press, 1990).
11
Thompson, Making, p. 9.
12
La formulación de Heidi Hartmann de un enfoque de sistema dual para el capitalismo y el patriarcado demolió
la trampa de tratar de adaptar la experiencia de las mujeres a las categorías marxistas: “Capitalism, Patriarchy,
and Job Segregation by Sex”, Signs 1 (1976): 137-69. Recientemente, los y las historiadoras trataron de
implementar un enfoque integrador, mostrando cómo el género estructura de manera integral al capitalismo y las
respuestas de los y las trabajadoras. Véase Rose, Limited Livelihoods; Cynthia Cockburn, Brothers: Male

3
respuesta, los trabajadores identificaron las tareas calificadas con la masculinidad y buscaron
mantener a las mujeres fuera del lugar de trabajo, con el costo de dividir a la fuerza de trabajo.
En segundo lugar, para organizarse y luchar contra la explotación y la injusticia, los
trabajadores tuvieron que apoyarse en la fortaleza de los lazos comunitarios.13 Pero el género
también da forma a estos lazos. ¿Los plebeyos definieron a sus comunidades de acuerdo a los
mundos masculinos del taller y la taberna o incluyeron a las mujeres en los círculos más
amplios del barrio y los mercados?
En tercer lugar, el genio de Thompson reside en explorar las “tradiciones, sistemas de
valores, ideas e instituciones” del mundo del trabajo: su cultura plebeya.14 El término plebeyo
es útil por su capacidad de incluir a los trabajadores en general, no definidos por su relación a
un modo de producción sino por pertenecer a los sectores sociales bajos, incluyendo así desde
los rudos soldados, los jornaleros y las prostitutas hasta las costureras, los sirvientes, los
artesanos y los trabajadores de fábricas, y distinguiéndolos en conjunto –los órdenes
inferiores– de los que, por su parte, vendrían a convertirse en la clase media: pequeños
maestros, vendedores, comerciantes, dueños de tabernas. Sin embargo, como lo notó el mismo
Thompson, los plebeyos no formaban una clase en el sentido sociológico de un estrato que
compartía una experiencia común de relaciones productivas y valores sociales.15 De hecho, el
conflicto de género y las controversias sobre los valores morales a menudo dividían a la
cultura plebeya.16 Los creyentes respetables despreciaban a los rudos libertinos; los
trabajadores textiles necesitaban la ayuda de las mujeres mientras los artesanos rechazaban el
trabajo femenino.17
En cuarto lugar, es importante explorar cómo este conjunto diverso y a veces dividido
de personas logró construir una consciencia de clase. Cómo, en palabras de Thompson,
“sintieron y articularon la identidad de sus intereses a la vez comunes a ellos mismos y frente

Dominance and Technological Change (London: Pluto Press, 1983); Barbara Taylor y Anne Phillips, “Sex and
Skill: Notes towards a Feminist Economics”, Feminist Review 6 (1980): 1-15.
13
E. P. Thompson, Customs in Common: Studies in Traditional Popular Culture (New York: New Press, 1991)
[existe trad. española: Thompson, E. P. Costumbres en común. Estudios sobre la cultura popular. Madrid:
Capitán Swing, 2019]; véase también Calhoun, Question of Class Struggle, pp. 149-83; Koditschek, Class
Formation, pp. 450-83.
14
Thompson, Making, pp. 9-10; Thompson, Customs in Common, p. 64.
15
Thompson, Customs in Common, p. 73.
16
Thomas Laqueur, Religion and Respectability: Sunday Schools and Working-Class Culture, 1780-1850 (New
Haven: Yale University Press, 1976), p. 244.
17
Rose, Limited Livelihoods, p. 9; Joan Scott, “Gender: A Useful Category of Historical Analysis”, en su Gender
and the Politics of History, p. 43; para ejemplos, véase Lynn Hunt, ed., Eroticism and the Body Politic
(Baltimore: John Hopkins University Press, 1991). Mi discusión sobre la venta de esposas en el capítulo 5
mostrará el romanticismo de Thompson.

4
a otros hombres cuyos intereses son distintos –y habitualmente opuestos– a los suyos”.18 Para
los marxistas ortodoxos, la consciencia de clase simplemente reflejaba la estructura de las
relaciones económicas y se hacía evidente cuando los trabajadores tomaban consciencia de
esta determinación “objetiva”.19 Pero Gareth Stedman Jones y otros historiadores notaron
correctamente que el radicalismo de los trabajadores en los años 30 y 40 no reflejaba
simplemente un análisis socialista de la explotación económica. En vez de ello, Stedman
Jones examina el lenguaje de los radicales obreros y encuentra que éste toma prestado el
lenguaje político de los antiguos movimientos republicanos y que no incorporaba todavía un
análisis económico socialista.20
A pesar de ello, y rechazando una noción de clase rígida y determinista, aún debemos
preguntarnos cómo los radicales de los años 30 y 40 intentaron crear y definir una consciencia
de clase obrera en sus propios términos.21 Para ello, es importante considerar tanto las
palabras como la práctica organizativa de los movimientos obreros. Durante estos años, la
naturaleza de la consciencia de la clase obrera parecía todavía tener un final abierto, a veces
enfocado hacia los derechos políticos de los obreros calificados, a veces movilizando a las
mujeres y a los trabajadores no calificados como parte de una comunidad más amplia. Al
organizar a la gente de forma novedosa, los radicales intentaron crear una consciencia de clase
unificada a partir de comunidades heterogéneas. Para hacer esto, también tuvieron que crear
una retórica que resonara en las diversas experiencias de la gente y que prometiera soluciones
a los traumas de la Revolución Industrial. Los radicales no previeron el socialismo, sino que
recurrieron a viejas soluciones políticas para resolver los males económicos contemporáneos.
Si queremos entender el rol del género en el movimiento obrero, también es necesario
integrarlo al estudio del lenguaje y las prácticas organizativas. Joan Scott sostiene, por
ejemplo, que Stedman Jones ignora la forma en la cual la ciudadanía republicana excluye a las
mujeres de la política al definirlas como madres y esposas.22 Pero sería un error aceptar
totalmente esta posición de Scott centrada en el lenguaje político y separada de la

18
Thompson, Making, p. 9.
19
Para el determinismo económico, véase John Foster, Class Struggles and the Industrial Revolution (London:
Weidenfeld and Nicolson, 1974).
20
Gareth Stedman Jones, Languages of Class: Studies in English Working Class History 1832-1982 (Cambridge:
Cambridge University Press, 1983), p. 102. [Existe trad. española: Stedman Jones, G. Lenguajes de clase.
Estudios sobre la historia de la clase obrera inglesa (1832-1982). Madrid: Siglo XXI, 2014]
21
David Mayfield y Susan Thorne, “Social History and Its Discontents: Gareth Stedman Jones and the Politics of
Language”, Social History 17 (1992): 165-88; Marc W. Steinberg, “The Re-making of the English Working
Class?” Theory and Society 20 (1991): 173-97; James Epstein, “Rethinking the Categories of Working-Class
History”, Labour/Le Travailleur 18 (1986): 202; Neville Kirk, “In Defence of Class: A Critique of Gareth
Stedman Jones”, International Review of Social History 32 (1987): 5.
22
Joan Scott, “On Language, Gender and Working-Class History”, en Gender and the Politics of History, p. 53.

5
experiencia.23 Por ejemplo, luego de participar en movimientos políticos algunas mujeres
pudieron salir temporalmente de la domesticidad, redefiniendo sus identidades y reclamando
la ciudadanía para ellas mismas. La tensión entre el activismo militante de las mujeres y la
retórica de la domesticidad de los radicales fue una importante dinamizadora del movimiento
obrero. Al combinar el estudio de la experiencia de los trabajadores con el análisis de la
retórica radical, este libro va más allá del debate infructuoso sobre si la economía o el
lenguaje es lo que determina la consciencia de clase.
Incluir al género en la clase también requiere reescribir las narrativas tradicionales de la
formación de la clase obrera británica. Los historiadores a menudo cuentan la historia de los
trabajadores emblemáticos de la Revolución Industrial: los artesanos calificados y los
trabajadores textiles de estatus más bajo que los reemplazaron. Marx y Engels describieron a
estos trabajadores textiles como el proletariado clásico, como trabajadores arrancados de sus
talleres y propulsados a la experiencia masiva de las fábricas y, por lo tanto, como la
vanguardia en la formación de la consciencia de clase. Sin embargo, los historiadores
marxistas nunca pudieron enfrentar el hecho de que este proletariado estuviera constituido en
gran parte por mujeres y niños. En contraste, Thompson celebra la herencia artesanal del
radicalismo, describiendo a los artesanos como figuras heroicas que recurrieron a su rica
tradición cultural para resistir política y económicamente. Como señala Craig Calhoun,
Thompson deliberadamente descarta de su análisis a los trabajadores fabriles del algodón,
retratando con desdén sus luchas como pálidas imitaciones de las organizaciones
artesanales.24 Pero la historia se vuelve bastante diferente al ser examinada a través del
género: los artesanos aparecen menos heroicos y los trabajadores textiles más creativos.

23
Para una discusión de este problema, véase Laura Lee Downs, “If Woman Is Just an Empty Category, Then
Why Am I Afraid to Walk Alone at Night? Identity Politics Meets the Post-Modern Subject” y la respuesta de
Joan Scott, Comparative Studies in Society and History 35 (1993): 415-51.
24
Para una discusión de la visión de Thompson frente a la de Marx, véase Calhoun, Question of Class Struggle,
p. 52; para la historiografía, véase, por ejemplo, J. L. Hammond y Barbara Hammond, The Town Labourer
(London: Longman, 1978 [1917]) [existe trad. española: Hammond, J. L. y Hammond, B. El trabajador de la
ciudad. Madrid: Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, 1987], y su The Skilled Labourer 1760-1832 (New
York: Augustus M. Kelley, 1967) [existe trad. española: Hammond, J. L. y Hammond, B. El trabajador
especializado. Madrid: Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, 1987]; la obra clásica es Smelser, Social
Change. Véase también Foster, Class Struggles; Michael Anderson, Family Structure in Nineteenth Century
Lancashire (Cambridge: Cambridge University Press, 1971). Para otras discusiones sobre los artesanos, véase,
entre muchos otros estudios, Iorwerth Prothero, Artisans and Politics in Early Nineteenth Century London
(London: Methuen, 1981); E. J. Hobsbawm y Joan Scott, “Political Shoemakers”, en E. J. Hobsbawm, Workers:
Worlds of Labor (New York: Pantheon Books, 1984), pp. 103-30 [existe trad. española: Hobsbawm, E. J. y
Scott, J. “Zapateros políticos”, en Hobsbawm, E. J. El mundo del trabajo. Estudios históricos sobre la formación
y evolución de la clase obrera. Barcelona: Crítica, 1987]; y John Rule, “The Property of Skill in the Period of
Manufacture”, en Patrick Joyce, ed., The Historical Meanings of Work (Cambridge: Cambridge University Press,
1987), pp. 99-118. Para una crítica de la romantización del artesano, véase Jacques Rancière, The Night of
Labor: The Workers’ Dream in Nineteenth-Century France, trans. John Drury (Philadelphia: Temple University

6
El género moldeó a la Revolución Industrial.25 Como señalan Maxine Berg y Pat
Hudson, las nuevas disciplinas del trabajo, las nuevas formas de subcontratación y las redes
del trabajo a domicilio, la nueva organización fabril e incluso las nuevas tecnologías eran
probadas inicialmente con mujeres y niños.26 Los hombres calificados tuvieron que
enfrentarse a la competencia de esta fuente de mano de obra más barata. El caso más
conocido, por supuesto, es el de las fábricas de algodón donde las mujeres y niños utilizaban
máquinas cuya productividad superaba con mucho a la de los tejedores manuales. Pero los
empleadores urbanos también buscaron recortar los costos de los zapateros y de los sastres
subdividiendo el proceso de trabajo y sacando ventaja de las habilidades femeninas en la
costura y de la necesidad que las mujeres tenían de trabajar.
Este libro contrasta las relaciones de género de los artesanos y de los trabajadores
textiles en las áreas metropolitanas de Londres, Lancashire y Glasgow.27 Intenta demostrar
que los trabajadores textiles y los artesanos encontraron diferentes maneras de crear y
movilizar comunidades: unos basados en los lazos fraternales y los otros en relaciones
cooperativas, aunque todavía patriarcales, entre hombres y mujeres.28 Londres fue un centro
de cultura artesana y actividad política radical que experimentó la industrialización no a través
de la mecanización sino a partir de cambios introducidos en el trabajo dentro de los talleres.

Press, 1989). [Existe trad. española: Rancière, J. La noche de los proletarios: archivos del sueño obrero. Buenos
Aires: Tinta Limón, 2010]
25
En las últimas décadas la historiografía de la Revolución Industrial se alejó de la noción de una rápida
transformación tecnológica en la historia hacia una visión de crecimiento gradual. Véase Raphael Samuel, “The
Workshop of the World: Steam Power and Hand Technology in Mid-Victorian Britain”, History Workshop 3
(1977): 6-72; Maxine Berg, The Age of Manufactures: Industry, Innovation and Work in Britain, 1700-1820
(London: Fontana, 1985), pp. 15-20 [Existe trad. española: Berg, M. La era de las manufacturas 1700-1820:
Una nueva historia de la Revolución industrial británica. Barcelona: Crítica, 1987]. Pero, recientemente,
Maxine Berg y Pat Hudson señalaron que, al ignorar a las mujeres trabajadoras, estos estudios distorsionan la
importancia de los cambios en la industria del algodón y en el proceso de trabajo de los oficios no mecanizados.
Maxine Berg, “What Difference Did Women’s Work Make to the Industrial Revolution?” History Workshop
Journal 35 (1993): 22-44; y Maxine Berg y Pat Hudson, “Rehabilitating the Industrial Revolution”, Economic
History Review 45 (1992): 24-50. [Existe trad. española: Berg, M. y Hudson, P. “Rehabilitación de la
Revolución Industrial”, en Rex Bliss, S. (ed.) La Revolución Industrial. Perspectivas actuales. México: Instituto
Mora, 1997, pp. 84-116]
26
Berg y Hudson, “Rehabilitating the Industrial Revolution”, p. 36.
27
La división sexual del trabajo también fue un tema de discusión en otros oficios que no tengo espacio para
explorar aquí. Véase Sonya O. Rose, “Gender at Work: Sex, Class, and Industrial Capitalism”, History
Workshop Journal 21 (1986): 113-31. Estudios de casos: para la minería del carbón, véase Angela V. John, By
the Sweat of Their Brow: Women Workers at Victorian Coal Mines (London: Routledge and Kegan Paul, 1984);
para los oficios metalúrgicos de Birmingham, Berg, The Age of Manufactures, cap. 12; para la industria de
calcetines, Sonya O. Rose, “Gender Segregation in the Transition to the Factory”, Feminist Studies 13 (1987):
163-84, y Nancy Grey Osterud, “Gender Divisions and the Organization of Work in the Leicestershire Hosiery
Industry”, en Angela V. John, ed., Unequal Opportunities: Women’s Employment in England, 1800-1918
(Oxford: Basil Blackwell, 1986), pp. 45-70, y cf. los otros ensayos aquí citados. Para el trabajo de las mujeres y
la industrialización en general, la obra clásica es Ivy Pinchbeck, Women Workers and the Industrial Revolution,
1750-1850 (London: Virago, 1981 [1930]).
28
Como lo sugiere Maxine Berg en The Age of Manufactures, p. 161.

7
Pero la cultura artesana se expandía más allá de la metrópoli hacia Lancashire y Glasgow. Los
artesanos ya no podían seguir la trayectoria tradicional de aprendiz a oficial y de allí a
maestro y a hombre casado. Incapaces de sostener sus propios talleres, se enfocaron en crear
una solidaridad de oficio a través de una cultura de la asociación y de los rituales vinculados a
la vida de soltero y a la bebida. Pero como no aceptaban una vida de celibato, los artesanos
pronto se casaban o convivían y se apoyaban en los ingresos de sus mujeres para poder
mantener a la familia. Sin embargo, la orientación a esta cultura artesanal de la soltería podía
fácilmente caer en la misoginia o en la violencia, dirigida tanto contra las trabajadoras rivales
como contra las propias esposas que se quejaban del tiempo y del dinero que gastaban sus
esposos en la taberna con sus amigos. Por otra parte, los artesanos también siguieron una
estrategia sindical exclusivista dirigida no solamente contra las mujeres sino contra otros
trabajadores varones, profundizando aún más las divisiones dentro del mundo laboral.
Lancashire y Glasgow estaban dominadas por la industria textil del algodón, la
vanguardia de la Revolución Industrial. Al examinar en profundidad las circunstancias en
Escocia y las más conocidas de Lancashire, este libro extiende la historia de la formación de
la clase obrera del contexto inglés al británico. Sin embargo, las luchas sindicales textiles
fracasaron en Escocia pero tuvieron éxito en Lancashire y ello resultó en divisiones de género
muy distintas y significativas, tanto en lo laboral como en lo político. Los trabajadores
escoceses, no obstante, compartieron muchos de los problemas y respuestas de sus
contrapartes ingleses y las articularon a través de una cultura popular rica pero apenas
estudiada.29 El draconiano sistema legal escocés persiguió con ferocidad la militancia sindical
en Glasgow, acumulando en el proceso voluminosos registros de los interrogatorios realizados
a los trabajadores. El resultado fue devastador para el movimiento obrero, pero dejó una
documentación invalorable para los historiadores.
Los orígenes y cambios en la división del trabajo a partir del género en la industria textil
del algodón constituyen uno de los problemas clave en la historiografía de la Revolución
Industrial.30 Aunque los historiadores en general consideran a los tejedores manuales y a otros

29
Sobre la literatura popular escocesa, véase Leonard, ed., Radical Renfrew, p. 24; I. McGregor, Collected
Writings of Dougal Graham, Skellat Bellman at Glasgow (Glasgow, 1883). Aunque no me detendré en el
problema del nacionalismo, debo señalar que los movimientos radicales de la época estaban intrínsecamente
involucrados en la lucha por definir las herencias nacionales, evitando el antagonismo étnico y la dominación del
poder metropolitano. Roger Wells estudia a los United Scotsmen, un paralelo de los United Irishmen de la
década de 1790, en su Insurrection: The British Experience (Gloucester: Alan Sutton, 1986); véase también
Peter Beresford Ellis y Seumas Mac a’Ghobhaim, The Scottish Insurrection of 1820 (London: Pluto Press,
1989).
30
William Lazonick, “Industrial Relations and Technical Change: The Case of the Self-Acting Mule”,
Cambridge Journal of Economics 3 (1979): 239-40; Mary Freifeld, “Technological Change and the ‘Self-
Acting’ Mule: A Study of Skill and the Sexual Division of Labor”, Social History 11 (1986): 319-43. Per Bolin-

8
trabajadores calificados de la industria textil como artesanos, este libro sostiene que, en
términos de las relaciones de género, tenían más en común con los trabajadores textiles
fabriles que con los artesanos tradicionales que seguían vinculados al aprendizaje. Los oficios
textiles crecieron tan rápidamente que los empleadores comenzaron a contratar tejedores sin
aprendizaje. A diferencia de los artesanos, los tejedores manuales y otros trabajadores textiles
varones aceptaron el trabajo de las mujeres por ser esencial a la economía de la familia
protoindustrial; de hecho, solían casarse más temprano, en parte, porque podían contar con los
ingresos de la mujer. La importancia de la cooperación entre hombres y mujeres puede
explicar por qué los trabajadores textiles fueron, de algún modo, menos propensos a la
violencia contra las mujeres. Sin embargo, en la medida que la nueva tecnología permitía a los
empleadores reemplazar a los trabajadores fabriles calificados con mujeres y niños, la división
sexual del trabajo tenía que renegociarse constantemente. Para combatir esta amenaza, los
varones a menudo intentaron emular a los artesanos tradicionales excluyendo a las mujeres de
sus trabajos; pero, a diferencia de ellos, siguieron aceptando la asistencia de las mujeres como
auxiliares. Después de todo, las huelgas requerían el apoyo de las mujeres, como parte de las
redes comunitarias, de trabajo y de la familia. No obstante, las comunidades textiles también
estaban divididas entre sí intentando mantener los salarios vía la exclusión de los trabajadores
ajenos a la propia comunidad.
Por otra parte, mientras que el siglo XVIII suele ser considerado como una edad dorada
de armonía familiar destruida por la industrialización, el libro demuestra que la cultura
plebeya de la época se caracterizó por una crisis sexual.31 La movilidad laboral y los cambios
sociales de la industrialización incrementaron los índices de ilegitimidad entre mediados del
siglo XVIII y mediados del siglo XIX, y el abandono y la bigamia se volvieron más
frecuentes.32 Algunos plebeyos consideraban el concubinato y los nacimientos fuera del
matrimonio como ajustes aceptables a las nuevas realidades sociales o, alternativamente,
como parte del goce y un estilo de vida libertino y rudo. Un hombre podía ser considerado
respetable, incluso aunque bebiera demasiado y frecuentara prostitutas, mientras fuera un
trabajador independiente, calificado e inteligente.33 Pero este ethos libertino chocaba con las
responsabilidades domésticas y a menudo generaba, como resultado, violencia hacia sus

Hart, Work, Family and the State: Child Labor and the Organization of Production in the British Cotton
Industry, 1780-1920 (Lund, Sweden: Lund University Press, 1989) brinda una útil mirada general e ilumina la
experiencia de Glasgow.
31
Para el término crisis sexual, véase Taylor, Eve and the New Jerusalem, p. 268.
32
John Gillis, For Better, for Worse: British Marriages, 1600 to the Present (Oxford: Oxford University Press,
1985), p. 110.
33
Iain MacCalman, Radical Underworld: Prophets, Revolutionaries and Pornographers in London, 1795-1840
(Cambridge: Cambridge University Press, 1988), p. 28.

9
esposas. La humillación y la angustia confrontaban a las jóvenes parejas cuando el varón se
quedaba sin empleo y era incapaz de casarse y su querida embarazada quedaba sola y sin un
centavo.
En la rica cultura popular de las áreas urbanas, los plebeyos encontraron discursos a
través de los cuales articular sus dilemas.34 Los discursos sociales a menudo encarnan valores
inconscientes, pero también expresan las prácticas sociales de una cultura.35 Los artesanos y
los trabajadores textiles tenían diferentes conjuntos de perspectivas e ideales relativos al
trabajo, la comunidad y la familia, pero compartían la cultura popular de las baladas, las
caricaturas, los periódicos y el melodrama. Incluso si no sabían leer, escuchaban a los
trovadores callejeros, miraban obras en las ferias y teatros populares, consumían vorazmente
las últimas caricaturas en las vidrieras de las imprentas y escuchaban a sus colegas leer el
periódico en voz alta.36 Sin embargo, la literatura popular que esta gente consumía ni derivaba
de una presencia autónoma de la clase, ni se originaba en la cultura folklórica tradicional; en
su lugar, los editores de obras populares plagiaban tanto la alta como la baja literatura
contratando ocasionalmente a los cantantes itinerantes de baladas para escribir canciones
sobre la actualidad.37 Esperaban incrementar las ventas apelando a las experiencias plebeyas

34
Para la cultura plebeya, véase Hans Medick, “Plebeian Culture in the Transition to Capitalism”, en Raphael
Samuel y Gareth Stedman Jones, eds., Culture, Ideology and Politics (London: Routledge and Kegan Paul,
1983), p. 91.
35
El término discurso social deriva de Clifford Geertz, The Interpretation of Cultures (New York: Basic Books,
1973), pp. 5-12. [Existe trad. española: Geertz, C. La interpretación de las culturas. Barcelona: Gedisa, 1992]
Para una discusión del término discurso aplicado a las políticas de los trabajadores durante el período 1800-
1820, véase John Smail, “New Languages for Capital and Labour: The Transformation of Discourse in the Early
Years of the Industrial Revolution”, Social History 12 (1987): 51. Smail aplica el término discurso corporativo
para los sastres laneros. Me baso en el trabajo de Smail para diferenciar entre el discurso social y la retórica
deliberada y más consciente de sí misma formulada por los activistas para su uso en disputas políticas
específicas.
36
La alfabetización urbana no era universal, pero era relativamente alta en Glasgow, Lancashire y Londres. La
alfabetización en Escocia era un poco más alta que en Inglaterra, como resultado del tradicional sistema de
escuelas parroquiales; en 1833, un estudio encontró que 96% de los trabajadores escoceses podían leer, y
escuelas gratuitas o muy baratas estaban disponibles en las áreas industriales de Glasgow. Sin embargo, muchos
de estos trabajadores habían visto interrumpida su educación por la necesidad de trabajar y a menudo podían
leer, pero no escribir. En el conjunto de Inglaterra, entre 2/3 y 3/4 de la clase obrera podía leer, si no escribir, y la
alfabetización era incluso más alta en Londres. En el Bethnal Green plebeyo, por ejemplo, 92,5% de los hombres
y el 83% de las mujeres que se casaron en 1815 firmaron con sus nombres en el registro matrimonial: R. K.
Webb, The British Working-Class Reader (London: George Allen and Unwin, 1955), p. 25. Véase Helen Corr,
“An Exploration into Scottish Education”, en W. Hamish Fraser y R. J. Morris, eds., People and Society in
Scotland. Vol. 2: 1830-1914 (Edinburgh: John Donald, 1990), p. 292; Donald Withrington, “Schooling, Literacy
and Society”, en T. M. Devine y Rosalind Mitchison, eds., People and Society in Scotland. Vol. 1: 1760-1830
(Edinburgh: John Donald, 1988), p. 179; L. D. Schwarz, “Conditions of Life and Work in London, c. 1770-1820,
with Special Reference to East London”, D. Phil. Diss., Oxford University, 1976, p. 340.
37
Conocemos a pocos escritores de baladas londinenses, que parecen haber sido más bien figuras marginales:
Louis James, The Print and the People (Harmondsworth: Penguin, 1978), p. 23. Los editores del norte plagiaban
las canciones londinenses, pero también imprimían las obras de escritores de baladas locales y los “voceros de la
ciudad”. Martha Vicinus, Broadsides of the Industrial North (Newcastle upon Tyne: Frank Graham, 1975), p. 2;
también Martha Vicinus, The Industrial Muse (London: Croom Helm, 1974); Leonard, ed., Radical Renfrew, p.

10
del amor, el matrimonio, la familia y la vida social, no a través de descripciones realistas sino
a partir de los géneros altamente estilizados de la sátira, la comedia o el melodrama.
La religión también brindó formas alternativas de articular los traumas de la crisis
sexual. Mi visión de la religión difiere de la de Thompson, que describió al metodismo como
una distracción masoquista de los asuntos reales de la política; en su lugar, sostengo que la
religión de las sectas interpeló a los dilemas personales que el radicalismo en general ignoró.38
Hasta los años 20 los lazos entre los plebeyos y la clase media eran, a menudo, bastante
fluidos, compartiendo entre ellos valores y estilos de vida. A medida que avanzaba el siglo
XIX, no obstante, los mercaderes y comerciantes exitosos se distanciaron de sus vecinos que
estaban cayendo en la proletarización y la pobreza.
La clase media fue la primera en desarrollar una identidad de clase coherente. En el
transcurso de estos años el trabajo masculino separado del hogar femenino se convirtió en un
distintivo del estatus de la clase media.39 Más que un asunto de estilo de vida, las esferas
separadas tuvieron profundas implicancias políticas como ideología. Los reformadores de
clase media se definieron a sí mismos como más virtuosos que la aristocracia disoluta y los
vulgares plebeyos: la virtud privada de las esposas probaba la virtud pública de los hombres
burgueses. A partir de las tradiciones del humanismo cívico, los reformadores de clase media
definieron al ciudadano como un varón, propietario y cabeza de familia, excluyendo así a la
mayoría de los trabajadores que no tenían propiedad y que a menudo no podían sostener solos
el hogar. Este concepto de la clase media quedó totalmente cristalizado por la reforma
electoral de 1832 que otorgó el derecho al voto a los hombres de clase media y excluyó a la
clase obrera.40
Como sugieren Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, el lenguaje político crea a la clase al
establecer líneas jerárquicas de diferenciación entre grupos.41 Las nociones de virtud,

24; McGregor, Collected Writings of Dougal Graham. Para una buena mirada general sobre las baladas más
tempranas y su contexto social, véase Joy Wiltenburg, Disorderly Women and Female Power in the Street
Literature of Early Modern England and Germany (Charlottesville: University Press of Virginia, 1992), esp. pp.
27-46. Para una discusión de la literatura callejera en Lancashire entrado el siglo XIX, véase Patrick Joyce,
Visions of the People: Industrial England and the Question of Class 1840-1914 (Cambridge: Cambridge
University Press, 1991), pp. 231-55.
38
Thompson, Making, cap. 11.
39
Davidoff y Hall, Family Fortunes, p. 191.
40
Jones, Languages of Class, pp. 90-95; Geoff Eley, “Edward Thompson, Social History and Political Culture:
The Making of a Working-Class Public, 1780-1850”, en Kaye y McClelland, E. P. Thompson, p. 29. Para la Ley
de Reforma de 1832 como definitoria de la clase media, véase Drohr Wahrman, “Virtual Representation:
Parliamentary Reporting and the Languages of Class in the 1790s”, Past and Present 136 (1992): 113.
41
Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy: Toward a Radical Democratic Politics
(London: Verso, 1985), p. 88 [existe trad. española: Laclau, E. y Mouffe, C. Hegemonía y estrategia socialista:
Hacia una radicalización de la democracia. Buenos Aires: FCE, 2010]; véase también Pierre Bourdieu, “What
Makes a Social Class?” Berkeley Journal of Sociology 32 (1987): 13.

11
atravesadas por el género, expresadas en los discursos del humanismo cívico, las esferas
separadas, el maltusianismo y la economía política justificaron la exclusión de los
trabajadores de los privilegios de participación en el Estado. Como respuesta, el radicalismo
obrero enfrentó el problema de crear una consciencia de clase política positiva entre
trabajadores desmoralizados y divididos. Y lo hicieron desarrollando una retórica de
consciencia de clase antes de que la clase se hubiera formado en términos sociológicos, esto
es, antes de que se hubieran convertido en un grupo cohesionado de personas que comparten
experiencias y valores comunes. Los radicales tuvieron que movilizar grupos fragmentados de
trabajadores en una “comunidad imaginada” unificada de clase, creando nuevas formas de
organización política en el proceso.42 ¿Pero qué idea de comunidad daría forma a la
consciencia obrera? ¿Los radicales movilizarían a las comunidades en su conjunto,
incluyendo a mujeres y niños, o simplemente se dirigirían a los intereses de los varones
calificados?
Para unificar a los trabajadores, los radicales intentaron crear una retórica política que
pudiera convencerlos de que tenían intereses en común y que podían movilizarse para
defender dichos intereses. Empleo el término retórica porque implica un diálogo en el cual los
oradores deben persuadir a sus audiencias y presionar a sus oponentes.43 Para lograr la
primera tarea, los oradores tenían que expresar las demandas de los trabajadores, no
solamente describiendo sus dificultades o brindando un análisis correcto de su situación, sino
construyendo metáforas y motivos a partir de la cultura popular para evocar la emoción de sus
audiencias y condensar experiencias variadas en unas pocas pero potentes imágenes, tales
como la del aristócrata libertino destruyendo un hogar feliz.44 También tuvieron que brindar
una visión de futuro que prometiera superar estas dificultades y transformar las culturas
plebeyas plagadas de problemas como el alcoholismo, los antagonismos sexuales y las
divisiones entre oficios. Esta visión tenía que apaciguar las ansiedades tanto de los hombres

42
Véase Benedict Anderson, Imagined Communities (London: Verso, 1983). [Existe trad. española: Anderson,
B. Comunidades imaginadas: Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. México: FCE, 2007]
43
Sobre la retórica, véase Terry Eagleton, Literary Theory: An Introduction (Minneapolis: University of
Minnesota Press, 1983), p. 206 [existe trad. española: Eagleton, T. Una introducción a la teoría literaria.
México: FCE, 1998]; Mikhail Bakhtin, The Dialogic Imagination, trans. Michael Holquist (Austin: University of
Texas Press, 1981), pp. 342, 353 [existe trad. española: Bajtin, M. Teoría y estética de la novela. Madrid:
Taurus, 1991]. V. N. Volosinov, Marxism and the Philosophy of Language, trans. Ladislav Matejka y I. R.
Titunik (Cambridge: Harvard University Press, 1986) [existe trad. española: Volóshinov, V. El marxismo y la
filosofía del lenguaje. Buenos Aires: Ediciones Godot, 2009] presenta una interpretación más social del lenguaje
en contexto. Véase también John D. Schaeffer, “The Use and Misuse of Giambattista Vico: Rhetoric, Orality,
and Theories of Discourse”, en H. Aram Veeser, ed., The New Historicism (London: Routledge, 1989), p. 97; y
Kenneth Burke, A Rhetoric of Motives (New York: Prentice Hall, 19850), pp. 43, 45, 86.
44
Este análisis es similar al de Jones, Languages of Class, p. 96, aunque con mayor énfasis en la cultura popular
y las emociones.

12
ante la pérdida de los privilegios patriarcales, como de las mujeres preocupadas por unos
maridos irresponsables y la fatiga del trabajo.
Para lograr concesiones del Parlamento, los radicales tuvieron que manipular las
contradicciones entre la economía política y la idea de las esferas separadas. Al dar forma a
estas estrategias se enfrentaron con varias opciones. ¿Aceptarían la revisión de las normas de
género en términos del socialismo feminista owenita o reinterpretarían la ideología de la clase
media de las esferas separadas para sus propios fines? ¿Demandarían el voto sobre la base de
los derechos políticos inherentes al individuo –lo que podría incluir a las mujeres– o
reclamarían el sufragio masculino en tanto que sujetos que gozaban de la respetabilidad
patriarcal? Algunos historiadores y pensadores argumentan que sólo los discursos
contemporáneos disponibles pueden construir consciencia; sin ellos la gente no tiene manera
de pensar sobre el mundo.45 Sin duda, la economía política, por ejemplo, dio forma a la
manera en la que mucha gente pensaba a comienzos del siglo XIX. Pero sostengo que los
radicales de esos años podían elegir a partir de una variedad de ideologías y discursos. Sus
elecciones estuvieron determinadas no tanto por la existencia de un solo discurso dominante
sino más bien por las realidades del poder: por su propia falta de influencia política y su deseo
de retener el control sobre las mujeres en el trabajo y en el hogar.46
Mientras que Thompson cuenta la historia de la formación de la consciencia de la clase
obrera como un relato heroico, incluso melodramático, mi narrativa tendrá un final más
abierto.47 Al examinar diversos dilemas plebeyos y la retórica que intentaba encauzarlos
podemos entender mejor que la moderación de la política obrera no fue inevitable sino,
simplemente, una posibilidad o visión entre muchas, un posible resultado de la lucha por los
pantalones.48

45
De forma notable, Joan Scott, “Experience”, en Judith Butler y Joan W. Scott, eds., Feminists Theorize the
Political (New York: Routledge, 1992), pp. 22-40; Jones, Languages of Class. Para reseñas de este debate, véase
Gabrielle M. Spiegel, “History, Historicism and the Social Logic of the Text”, Speculum 65 (1990): 59-86; y
John E. Toews, “Intellectual History After the Linguistic Turn: The Autonomy of Meaning and the Irreducibility
of Experience”, American Historical Review 92 (1987): 879-907.
46
James Vernon resalta “la importancia del uso estatal de la ley para estructurar la forma de los lenguajes
políticos, limitando la elección de estrategias discursivas” (por ejemplo, a través de la censura y el
encarcelamiento de los radicales). James Vernon, Politics and the People: A Study in English Political Culture c.
1815-1867 (Cambridge: Cambridge University Press, 1993), p. 301. Agradezco a James Vernon por permitirme
ver un capítulo de esta obra antes de su publicación. Para una discusión de la agencia en este contexto, véase
Mayfield and Thorne, “Social History and Its Discontents”, pp. 180-88; y David Mayfield y Susan Thorne,
“Reply to the ‘Poverty of Protest’ and the Imaginary Discontent”, Social History 18 (1993): 219-34.
47
Renato Rosaldo, “Celebrating Thompson’s Heroes: Social Analysis in History and Anthropology”, en Kaye y
McClelland, E. P. Thompson, pp. 115-17.
48
William Sewell, “How Classes Are Made: Critical Reflections on E. P. Thompson’s Theory of Working-Class
Formation”, en Kaye y McClelland, E. P. Thompson, p. 68.

13
PARTE 3: “La domesticidad y la construcción de la clase obrera, 1820-1850”

Introducción general
Para las décadas de 1820 y 1830, los contemporáneos empezaron a utilizar la categoría
“clases trabajadoras” y en esta sección seguiremos ese uso. Ello no significa que los sectores
trabajadores ya tuvieran una experiencia compartida en común o que vivieran en el marco de
una cultura de clase autónoma. Al contrario, la clase obrera fue definida primero en términos
negativos cuando el Parlamento sancionó la Ley de Reforma de 1832, que otorgó el voto a las
clases medias y deliberadamente excluyó a los hombres trabajadores. E. P. Thompson termina
su historia en estos años, argumentando que las vertientes sindical y política del movimiento
radical finalmente se habían unido habilitando a los trabajadores a responder creando su
propia consciencia de clase.49 Thompson ha sido criticado por concentrarse en el liderazgo de
los artesanos.50 Por ejemplo, el marxista leninista John Foster celebra a los obreros
industriales del norte como la furiosa vanguardia proto-socialista dispuesta a tomar el poder.
Foster, no obstante, se siente confundido por el hecho de que tantos de sus proletarios ideales
fueran trabajadoras textiles.51
Al incorporar el género y extender el estudio de la formación de la clase obrera desde
los 20 hacia la década de 1840, se puede obtener una mirada más amplia de esa formación. La
“clase obrera” no debe ser vista como una construcción ideal-teórica, sino como una creación
del radicalismo –siempre cambiante y vinculada a diferentes estrategias– en su intento por
unir a los sectores trabajadores. Los socialistas owenitas habían comenzado a pregonar una
visión igualitaria de la sociedad, desafiando la moralidad sexual convencional, denunciando la
tiranía en el matrimonio, organizando a las mujeres junto a los hombres y demandando un
sufragio verdaderamente universal.52 Pero los owenitas eran una minoría entre las clases
trabajadoras. Los líderes sindicales, los activistas fabriles y los republicanos radicales, al
contrario, trataron de unir a la clase obrera adoptando la noción de domesticidad y
demandando acceso a la esfera pública para los hombres y protección en la esfera privada
para sus mujeres.
¿Por qué la domesticidad demostró ser tanto más persuasiva que el owenismo
igualitarista? Después de todo, las comunidades textiles y los activistas del norte habían

49
Thompson, Making, p. 807.
50
Jones, Languages of Class, p. 57; Eley, “Edward Thompson”, p. 29.
51
Foster, Class Struggles. Para una buena visión general sobre los debates en torno a la consciencia de clase,
véase Koditschek, Class Formation, pp. 1-5.
52
Taylor, Eve and the New Jerusalem.

14
empezado a incorporar a las mujeres al movimiento radical y muchos plebeyos no podían o no
querían amoldarse a la moralidad convencional. La idea de domesticidad –que los hombres
debían salir al mundo público mientras resguardaban a sus esposas en la casa– no era
inherente a la cultura plebeya, en la que se esperaba que tanto los maridos como sus esposas
contribuyeran a la economía familiar. Tampoco fue una imposición desde arriba de las clases
medias para cooptar al movimiento radical. La clase media creía que el trabajo femenino era a
la vez virtuoso y deseable, y negaban a los hombres trabajadores el privilegio de acceder a la
esfera pública.
Al terminar su historia en 1832, Thompson omite plantear el modo en que las nociones
sexuadas de virtud política y económica contribuyeron a la definición negativa de la clase
obrera. Los malthusianos culpaban a las clases populares de la sobrepoblación y el desempleo.
Esta filosofía impregnó la Nueva Ley de Pobres de 1834, que separaba a los maridos de las
esposas y a los padres de sus hijos en las nefastas casas de trabajo. La economía política
triunfó en 1833 al argumentar contra la necesidad de sancionar leyes que protegieran a
mujeres y niños de los abusos en las fábricas. Las luchas contra la Nueva Ley de Pobres y el
sistema de fábrica movilizaron a muchos trabajadores más allá de los artesanos urbanos
radicalizados, incorporando a las mujeres, los obreros textiles y a trabajadores no calificados
al movimiento obrero organizado. Sin embargo, el potencial igualitario de esta coalición de
base amplia se debilitó cuando el radicalismo adoptó la retórica de la domesticidad para
defender a la familia de clase obrera. Sin dudas, las sátiras libertinas heredadas del affaire de
la reina Carolina y el radicalismo social del owenismo perdieron su poder persuasivo cuando
la Nueva Ley de Pobres y el Parlamento reformado atacaron el derecho a la vida de las
familias obreras. En consecuencia, los radicales se apropiaron de la noción de domesticidad
de los moralistas de clase media y la manipularon para demandar los privilegios de las esferas
separadas para la clase obrera. La domesticidad demostró ser una potente arma retórica pero
también un arma de doble filo.

15
Capítulo 10: “El radicalismo sexual y la presión de la política”

En la década de 1820, los radicales empezaron a prestar seria atención a la crisis sexual
que atravesaban los sectores trabajadores desde hacía décadas. Para resolver el conflicto entre
el placer sexual y la dificultad de sostener a los hijos en tiempos de dificultades económicas,
algunos radicales comenzaron a difundir información sobre el control de la natalidad. Los
socialistas owenitas abordaron el conflicto endémico entre las parejas, atacando la inequidad y
la explotación de las mujeres en el matrimonio patriarcal. Sin embargo, los sectores
trabajadores –y el movimiento obrero como un todo– pronto rechazaron estas ideas. ¿Por qué
sucedió así, si no eran esquemas delirantes imaginados por intelectuales alejados de la
realidad de la vida cotidiana obrera? En ambos puntos, los radicales recurrieron a la
experiencia de las y los trabajadores en el amor, en el sexo y en el matrimonio para proponer
soluciones que no eran ajenas a su cultura. Después de todo, importantes sectores de la
sociedad plebeya aceptaban el placer sexual y el tópico abordado en la literatura popular
como “la lucha por los pantalones” presentaba el conflicto matrimonial como una lucha por el
poder. No obstante, las cuestiones sobre la moralidad siempre habían dividido a la sociedad
plebeya y muchos rechazaban el libertinaje en favor de la religión. Si bien muchos plebeyos
disfrutaban de la libertad sexual, muchos otros, especialmente las mujeres, experimentaban el
concubinato, la bigamia y la maternidad fuera del matrimonio como tragedias traumáticas.
Como elocuentemente lo señala Barbara Taylor, la profundización de la crisis económica
dejaba a las mujeres demasiado vulnerables como para desafiar la seguridad de la moral y el
matrimonio convencionales.53 Este capítulo no va a analizar los cambios en las actitudes
sexuales a nivel personal, pero está claro que estas experiencias de vulnerabilidad influyeron
en el rechazo que muchos sectores plebeyos mostraron hacia la sexualidad alternativa
expresada por algunos sectores del radicalismo.
Este capítulo, al contrario, se concentra en las razones políticas por las cuales una
noción más radical de la sexualidad no pudo triunfar en los años 20 y 30, aunque la
sexualidad y el matrimonio estuvieran en el foco de la discusión pública. La crítica de los
radicales a la moralidad convencional surgía de un análisis de la sociedad como un todo. Al
contrario, los moralistas de la clase media identificaban a la promiscuidad plebeya como un
síntoma de la indisciplina general de los trabajadores y las trabajadoras. James Shuttleworth,
por ejemplo, ligaba la “causa del descontento social y el desorden político” en las grandes

53
Taylor, Eve and the New Jerusalem, cap. 6.

16
ciudades congestionadas con “los efectos infecciosos del vicio de los pobres”. 54 La economía
política definía a las clases medias como contenidas y virtuosas, y a la clase obrera como
depravada y bestial.55 El debate, a su vez, estaba cada vez más dominado por la influencia
creciente de la doctrina malthusiana. Como escribe Thomas Laqueur, “Thomas Malthus hizo
del poder del deseo sexual irrefrenable el axioma central de su trabajo sobre la población”.56
De modo muy pesimista, Malthus argumentaba que inexorablemente la población
superaría los medios de subsistencia.57 Influenciados por Malthus, David Ricardo y otros
promulgaban la “ley de hierro de los salarios”, que sostenía que en la economía capitalista
había una disponibilidad limitada de recursos para el pago de salarios. Si estos eran
demasiado altos, los obreros se casarían más temprano y producirían más hijos que serían
entrenados en su oficio y, por lo tanto, saturarían el mercado de trabajo e inevitablemente
llevarían a una baja de los salarios. Al principio, Malthus creía que el vicio y la miseria eran
consecuencias inevitables de la pulsión incontrolable de los sectores populares para procrear y
que por lo tanto los pobres no podían hacer nada en contra de su destino. Pero, eventualmente,
Malthus y sus seguidores empezaron a admitir que empleando “restricciones morales” –
retrasando o rechazando el matrimonio– los trabajadores podrían mejorar su vida, aunque al
costo de sacrificar el amor familiar.58 Muchos malthusianos creían que, para contener el
crecimiento de la población, las leyes de pobres debían ser abolidas en su totalidad porque el
alivio artificial de la pobreza en realidad alimentaba a aquellos que, en las propias palabras de
Malthus, “no tenían lugar en la mesa de la Naturaleza”, estimulando a los pobres a
reproducirse.59 Un programa tan severo era políticamente imposible, pero incluso antes de que
la Nueva Ley de Pobres se aprobara en 1834 hubo varias propuestas al Parlamento que
intentaron introducir los principios malthusianos recortando las políticas de asistencia. En

54
James Kay-Shuttleworth, The Moral and Physical Condition of the Working Classes Employed in the Cotton
Manufacture in Manchester (London, 1832), pp. 8, 62, analizado en Frank Mort, Dangerous Sexualities:
Medico-Moral Politics in England since 1830 (London: Routledge and Kegan Paul, 1987), p. 21.
55
Karl Polanyi, The Great Transformation (London: Rinehart, 1944), pp. 114, 123-25. [Existe trad. española:
Polanyi, K. La gran transformación: Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo. México: FCE,
2011]
56
Thomas W. Laqueur, “Sexual Desire and the Market Economy during the Industrial Revolution”, en Domna
Stanton, ed., Discourses of Sexuality: from Aristotle to AIDS (Ann Arbor: University of Michigan Press, 1992),
p. 185.
57
Boyd Hilton, The Age of Atonement: The Influence of Evangelicalism on Social and Economic Thought
(Oxford: Oxford University Press, 1991), p. 78; Thomas Malthus, An Essay on the Principle of Population
(London, 1803) [Existe trad. española: Malthus, T. R. Primer ensayo sobre la población. Madrid: Alianza,
1982]; H. L. Beales, “The Historical Context of the Essay on Population”, en D. V. Glass, ed., Introduction to
Malthus (London: Watts, 1953), p. 15.
58
Raymond G. Cowherd, Political Economists and the English Poor Laws (Athens: Ohio State University Press,
1977), p. 31.
59
Malthus, Essay, pp. 541-543.

17
1817, por ejemplo, el Comité para las Leyes de Pobres propuso que el salario de subsistencia
debía alcanzar para alimentar a un hombre y dos hijos; y que cualquier hijo adicional debía
ser enviado a las casas de trabajo donde sería alimentado con pan y agua para que su madre
pudiera salir a trabajar.60
Una estricta moralidad religiosa permeaba estas prescripciones económicas.
Evangélicos como el ministro Thomas Chalmers de Glasgow combinaban la economía
política con la doctrina de la expiación argumentando que sólo el sufrimiento aseguraba la
salvación moral. Creían que la pobreza era creada por el pecado del goce sexual más que por
los bajos salarios o el desempleo.61 Para oponerse al maltusianismo y a las políticas sociales
que éste inspiraba, los radicales tenían que desarrollar una retórica sobre la familia, la
sexualidad y el matrimonio que pudiera contrarrestar y rechazar estas imágenes insultantes a
la vez que unir a los hombres y mujeres plebeyos, divididos a su vez por perspectivas morales
dispares. En este proceso, la centralidad del simbolismo sexual en la lucha contra el
maltusianismo eventualmente eclipsó el deseo radical de desafiar la moralidad convencional.

Radicalismo, sexualidad y control de la natalidad


La prescripción malthusiana respecto a que los pobres debían evitar o rechazar el sexo y
el matrimonio ofendía a muchos radicales que desde hacía tiempo se quejaban de que la crisis
económica impedía que los pobres se casaran. Dentro de los sectores populares muchos creían
que tener hijos era un derecho y que la actividad sexual era necesaria para mantener la buena
salud. No obstante, el radicalismo también reconocía que la sexualidad era problemática en el
mundo del trabajo: muchos hijos causaban penurias y las rupturas matrimoniales provocaban
angustia. Pero sus soluciones eran distintas a las de los malthusianos. Para algunos, la
respuesta era transgredir los límites de la moralidad convencional. Por ejemplo, algunos ultra-
radicales, con arraigo en una subcultura libertina, estimulaban la prostitución como un
paliativo para los matrimonios tardíos e incluso mantenían burdeles y publicaban
pornografía.62 No obstante, luego de que los radicales tuvieran éxito en capitalizar la imagen
de la reina Carolina como sexualmente pura en los años 20, las posiciones más radicalizadas
se convirtieron en una corriente marginal y clandestina del movimiento y las alternativas más
“respetables” y “autocontenidas” comenzaron a dominar la política sexual del movimiento
radical. Como lo nota Iain McCalman, Francis Place y Richard Carlile, por ejemplo, apoyaban

60
Cowherd, Political Economists, p. 59.
61
Hilton, Age of Atonement, p. 82.
62
MacCalman, Radical Underworld, pp. 193, 208-12.

18
las políticas de control de la natalidad no porque creyeran en una sexualidad radical sino
porque sostenían “las ideas liberal-iluministas de la libertad individual y la utilidad social”.63
Francis Place, un sastre próspero cuyas raíces radicales se remontaban a la London
Corresponding Society, intentó aplicar la economía política en beneficio de la clase obrera.
Creía con firmeza que el único modo en que los trabajadores podían mejorar su situación
material era restringiendo la oferta de mano de obra. Pero también rechazaba la demanda
malthusiana de que “un hombre no tiene derecho a existir si otro hombre no puede o no quiere
emplearlo”.64 Él argumentaba, al contrario, que los pobres no eran ni más ni menos disolutos
que las clases altas. En una época en que un aprendiz ya no podía llegar a convertirse en
maestro y los artesanos encontraban cada vez más obsoletas sus habilidades, no importaba
cuánto esperaran en la medida que nunca alcanzarían la seguridad económica para casarse, en
tanto que los salarios no aumentaban con la edad y era imposible ahorrar con salarios de
subsistencia. Si los trabajadores tuvieran disponible la anticoncepción para controlar su
fertilidad, se casarían más temprano y esto a su vez mejoraría la moralidad previniendo las
relaciones extramatrimoniales.65 Place difundía panfletos y publicaba artículos en el Black
Dwarf y en el Trades’ Newspaper argumentando, a su vez que, si los pobres podían controlar
la natalidad y la oferta de mano de obra, también tendrían más tiempo para militar por la
reforma política.66
A simple vista, las propuestas de Place no parecen ajenas a la moralidad plebeya. La
defensa que hacían los malthusianos y los evangélicos del celibato claramente no atraía a la
mayoría de los trabajadores y trabajadoras que estaban acostumbrados al concubinato y al
sexo pre marital.67 Más allá de que las ideas de Place enfatizaban la idea de respetabilidad,
también retenían algunos elementos de la cultura plebeya, como por ejemplo la creencia de
que las relaciones sexuales eran necesarias para la buena salud –quizás especialmente para las

63
MacCalman, Radical Underworld, p. 216.
64
Francis Place, Illustrations and Proofs of the Principles of Population, ed. Norman Himes (London: George
Allen and Unwin, 1980), p. 137.
65
Place, Illustrations, pp. 154, 175.
66
Black Dwarf 12 (1824): 17; Trades’ Newspaper, 5 Nov. 1826; Angus McLaren, “Contraception and the
Working Class: The Social Ideology of the English Birth Control Movement in Its Early Years”, Comparative
Studies in Society and History 18 (1976): 239.
67
Por ejemplo, el popular manual de sexo Aristotle’s Masterpiece aceptaba como necesario el placer sexual.
Había muchas publicaciones y versiones, como las de 1749, 1771 y 1812, todas publicadas en Londres. Véase
Janet Blackman, “Popular Theories of Generation: The Evolution of Aristotle’s Works”, en John Woodward y
David Richards, eds., Health Care and Popular Medicine in 19th Century England (London: Croom Helm,
1977), p. 69; Thomas Laqueur, Making Sex: Body and Gender from the Greeks to Freud (Cambridge: Harvard
University Press, 1990). [Existe trad. española: Laqueur, T. La construcción del sexo. Cuerpo y género desde los
griegos hasta Freud. Madrid: Cátedra, 1994]

19
mujeres.68 Uno de sus panfletos sobre el control de la natalidad declaraba que entre “la gente
sana y casada las relaciones sexuales son inevitables así como saludables y virtuosas”.69
También creía que la virginidad era perjudicial para las mujeres porque llevaba a “desórdenes
en el útero” y que las mujeres que se casaban tarde producían niños débiles.70
El control de la fertilidad había sido siempre un tema para la clase trabajadora. Muchas
parejas no casadas se separaban cuando la mujer quedaba embarazada, y en tiempos de
desempleo un nuevo miembro en la familia podía ser una carga, incluso para los casados. Los
plebeyos probaron una variedad de métodos anticonceptivos para controlar la fertilidad. Los
condones eran muy caros y poco efectivos, y la mayoría de la gente trabajadora practicaba el
coitus interruptus.71 Place argumentaba que especialmente los aprendices de sastre, que él
conocía muy bien, solían recurrir al aborto, aunque sólo fuertes venenos y crueles
procedimientos hacían posible esta alternativa.72 Para darles medios más seguros y efectivos
que el aborto, Place distribuía panfletos que informaban sobre el uso de esponjas vaginales
embebidas en vinagre y limón. Luego de que esta información comenzara a circular, tanto
Place como Carlile empezaron a recibir cartas de hombres trabajadores de todo el país que
eran muy receptivos al control de la natalidad. Por ejemplo, William Longson, un tejedor de
Manchester, le escribió a Place coincidiendo en que mencionar las partes del sistema
reproductivo en la discusión sobre el control de la natalidad no era inmoral, ya que la
información permitiría casamientos más tempranos.73 Un zapatero de Norwich le pidió a
Carlile información sobre el control de la natalidad porque no podía sostener ni siquiera a los
cuatro hijos que ya había tenido. Un lector anónimo recordaba que en su pueblo las mujeres,
durante cuarenta años, habían tomado algo para “tener la cantidad de hijos que deseaban”,
pero desafortunadamente no recordaba cuál era esa sustancia.74
Los valores morales de Place provenían no sólo de su experiencia plebeya, sino también
de los principios de los filósofos radicales. Era un discípulo del filósofo utilitario Jeremy
Bentham, quien creía en la economía política, pero a diferencia de muchos de sus
contemporáneos, rechazaba toda determinación moral en favor de un absoluto racionalismo.
A diferencia de la mayoría de los radicales, Bentham también repudiaba la noción de

68
Place, Illustrations, p. 325.
69
London, British Library, Place Collection (de aquí en adelante Place Coll.), vol. 68, fol. 103, folleto de
“Benjamin Aime”.
70
Place, Illustrations, p. 309, carta a Charles McLaren, 25 Nov. 1830; p. 330, carta a J. Wade, 9 Jul. 1833.
71
Angus McLaren, Reproductive Rituals (London: Methuen, 1984), pp. 66, 94.
72
Place Coll., vol. 68, fol. 88, carta a Carlile, 12 Aug. 1822.
73
Place Coll., vol. 68, fol. 103.
74
Place Coll., vol. 68, fol. 91, carta de Benjamin Base, 21 Jul. 1825, y carta a Carlile, sin firma, 4 Nov. 1824.

20
“naturaleza” –para él no existían los derechos o la moral naturales, sino simplemente el
principio de utilidad, la determinación de lo que trajera la mayor felicidad para el mayor
número. Esta lógica llevó a Bentham, por ejemplo, a concluir que la sodomía debía ser
despenalizada; no había ninguna racionalidad en su prohibición, ya que el amor homosexual
no incrementaba la población.75 Muchos radicales plebeyos, sin embargo, se sentían muy
apegados a la noción romántica de la “naturaleza”, de la que se derivaban los derechos y
necesidades naturales. Por ejemplo, Place tuvo que superar la objeción de Carlile respecto a
que el control de la natalidad era “antinatural”. Place le respondió, haciéndose eco de
Bentham, que “es un prejuicio irracional hablar de lo natural y lo antinatural como tú has
hecho (…) la naturaleza (…) debe ser confrontada con la razón cuando puede perjudicar a la
raza humana”.76
Eventualmente convencido por estos argumentos utilitarios, Carlile escribió y publicó
Every woman’s book, or what is love, en donde también brindaba información sobre el control
de la natalidad. Sin embargo, a diferencia de Place, que estaba convencido de las esferas
separadas y proponía de forma militante la exclusión de las mujeres del trabajo asalariado,
Carlile se vinculó con una filosofía del control de la natalidad relativamente feminista,
especialmente hacia finales de la década de 1820. Argumentaba que el control de la natalidad
iba a mejorar la posición de las mujeres porque iba a alentar el matrimonio temprano, dejando
a las mujeres desarrollar sus apetitos sexuales sin temor a los peligrosos abortos o los
embarazos indeseados, mientras que a los hombres les brindaría una alternativa frente a la
prostitución. Carlile valoraba a las mujeres como compañeras en su lucha por la libertad de
prensa, invitándolas a asistir a su negocio y a vender periódicos ilegales en la calle. Por
ejemplo, Susanna Wright, una vendedora de encajes de Nottingham, elocuentemente defendió
las publicaciones de Carlile en la corte y abogó con determinación por los derechos de las
mujeres respecto al control de la natalidad.77 Mientras Carlile estuvo en prisión, su mujer
manejó el negocio. Su matrimonio, sin embargo, era muy infeliz y Carlile eventualmente lo
abandonó para formar una unión libre con la feminista Eliza Sharpless.78

75
London, University College, Bentham Papers, box 73, folder 11, fols. 9-10, 1770-1774; folder 72, fols. 189-
91, 1778-1780; box 68, folder 3, fols. 13, 14, 1824; box 74a, folder 3, larga discusión sobre la homosexualidad,
1816. Véase también la discusión en Louis Crompton, Byron and Greek Love: Homophobia in Nineteenth-
Century England (Berkeley: University of California Press, 1985), pp. 256-78.
76
Carta de Carlile a Place, 8 Ago. 1822, y respuesta de Place a Carlile, 17 Ago. 1822, Place Coll., vol. 68, fol.
88.
77
Thompson, Making, p. 730; MacCalman, Radical Underworld, p. 193; Iain MacCalman, “Females, Feminism,
and Free Love in an Early Nineteenth Century Radical Movement”, Labour History 38 (1980): 1-25.
78
Taylor, Eve and the New Jerusalem, pp. 81-82.

21
La filosofía de Carlile sobre el género combinaba lo ultra-radical con lo tradicional. Por
un lado, negaba la importancia de la diferencia sexual. Argumentaba que, para el filósofo, los
hombres y las mujeres “varían (…) pero muy poco (…). El filósofo encuentra que tienen la
misma pasión, tienen el mismo deseo, viven por los mismos medios, con la diferencia de que
el cuerpo femenino está calificado para la reproducción”. De acuerdo a Angus McLaren, la
defensa de Carlile del control de la natalidad derivaba de su anticlericalismo; Carlile creía que
las mujeres debían controlar su propio destino y no someterse al “plan de Dios”. 79 Pero, por
otro lado, retenía la creencia en la “naturaleza” y argumentaba que el control de la natalidad
prevendría “goces antinaturales” como el onanismo y la pedofilia.80
Sin embargo, Place y Carlile nunca pudieron liberar al control de la natalidad de su
asociación con el maltusianismo, que la mayoría de la clase obrera consideraba insultante. Los
niños podían ser un recurso económico, especialmente en los distritos industriales, pero, más
importante que ello, daban sentido a la vida de los y las trabajadoras. El supuesto de la
economía política malthusiana de que la gente trabajadora debería reproducirse o no según las
circunstancias económicas los reducía a una condición animal, reforzando una metáfora ya
fuertemente cargada de sentido político desde que Burke denigrara a las clases trabajadoras
como una multitud bestial.81 Desalentar la reproducción de la gente trabajadora era negarles
su humanidad, implicaba que no valía la pena que se reprodujeran. Aunque Place y Carlile
denunciaban las teorías más despiadadas de Malthus y de Bentham, sus argumentos a favor de
las políticas de control de natalidad igual iban en contra de la centralidad de la paternidad y la
maternidad en la identidad de las clases trabajadoras. A diferencia de Carlile, los y las
trabajadoras asociaban el control de la natalidad con la prostitución y con actos
“antinaturales” como la sodomía. En un artículo, el Trades’ Newspaper informaba, por
ejemplo, que un grupo de muchachos que estaba distribuyendo los panfletos sobre el control
de natalidad escritos por Place entre las mujeres e hijas de los mecánicos y los vendedores del
mercado, fue arrastrado por una “multitud indignada” hacia los tribunales. 82 William Cobbett,
por su parte, denunció los panfletos de Carlile y Place sobre el control de la natalidad como
“diabólicos y monstruosos” por “enseñarles a las mujeres jóvenes cómo ser prostitutas antes

79
McLaren, “Contraception and the Working Class”, p. 244.
80
Richard Carlile, Every Woman’s Book, or What Is Love (4th ed. London, 1826), pp. 12, 37.
81
Los y las trabajadoras eran especialmente sensibles a cualquier manipulación de sus cuerpos que pareciera
reducirlos al nivel de los animales, como en la controversia alrededor de la Ley de Anatomía de 1832, inspirada
en Bentham, que habilitaba a los médicos a diseccionar los cuerpos sin reclamar de los pobres que morían en las
casas de trabajo. Véase Ruth Richardson, Death, Dissection and the Destitute (London: Penguin, 1989), p. 267.
Agradezco a James Epstein por este dato (comunicación personal).
82
Trades’ Newspaper, 11 Sept. 1825.

22
de casarse”.83 Al contrario, Cobbett celebraba la moralidad natural del casamiento temprano
entre los rozagantes muchachos del pueblo y las muchachas que obedecían el precepto bíblico
“fructificad y multiplicaos”.84 La defensa de Carlile de la libertad de expresión para los
editores pornográficos (a pesar de la desaprobación de su trabajo) y la inclusión de una
imagen de Adán y Eva desnudos en la cubierta de su libro Every woman’s book debe haber
ofendido a muchos de los miembros profundamente religiosos de la cultura radical y
plebeya.85
Para muchas mujeres radicales que enaltecían su rol político como madres que
defendían a sus familias, el control de la natalidad violaba su razón de ser y amenazaba su
reputación. Cuando Place mandó uno de sus panfletos a Mary Fildes, una líder radical de
Stockport, esperando que ella difundiera su doctrina, Mary respondió enviando los panfletos
al fiscal general y le escribió que “como mujer, como esposa y como madre (…) me siento
indignada por el insulto que he recibido”.86 El control de la natalidad también insultaba la
masculinidad heterosexual y vigorosa del ultra-radicalismo, que había abandonado la
misoginia de la soltería para celebrar el matrimonio y la paternidad. En 1821, el periódico The
Black Dwarf satirizaba a Malthus declarando que sus políticas llevarían a la creación de “una
junta de castración en cada parroquia… que se aseguraría de que la Naturaleza no interfiriera
con una disposición del Parlamento”.87
Los radicales anti malthusianos denunciaban el control de la natalidad como otro vicio
de las clases altas, antinatural y propicio a la sodomía. El Black Dwarf alegaba que los
defensores del control de la natalidad “están preparando el terreno para futuras
experimentaciones que podrían terminar en las más grotescas abominaciones y extender las
infames prácticas que han deshonrado tan vergonzosamente a tantos ornamentos de la Iglesia
y pilares del Estado”.88 Con ello, el periódico se estaba refiriendo a un reciente escándalo en
el que el arzobispo de Clogher, un miembro prominente de la Sociedad para la Supresión del
Vicio, había sido descubierto teniendo relaciones sexuales con un guardia.89 En 1825, al
revelar la existencia de un pub homosexual –el Barley Now–, el Trades’ Newspaper
editorializaba que “la indignación” ante la sodomía expresa un sentimiento de masculinidad
que debía también extenderse contra “los defensores y panegiristas de ciertas prácticas
83
Citado en Republican, 21 Abr. 1826.
84
William Cobbett, Surplus Population and Poor Law Bill: A Comedy (London, 1833).
85
Sobre Carlile y la pornografía, véase MacCalman, Radical Underworld, pp. 216-17; agradezco a James
Epstein por la información sobre la portada.
86
Place Coll., vol. 68, fol. 101, 7 Sept. 1823.
87
Black Dwarf 8 (1821): 881.
88
Black Dwarf 11 (1823): 407.
89
MacCalman, Radical Underworld, p. 206.

23
regulatorias de la población en nuestro país”.90 William Haley, un ex empleado de Carlile que
se había vuelto conservador, acusaba a Place de transformar a los varones jóvenes en
“catamitas” y a las mujeres jóvenes en prostitutas, de emplear a “desviados” y de asociarse
con algunos personajes notorios por sus “prácticas antinaturales”.91
Los radicales también se oponían al control de la natalidad en el terreno más filosófico y
político. El Black Dwarf argumentaba, por ejemplo, que “no era disminuyendo su número,
sino afilando su inteligencia que podía mejorarse la condición de la raza humana”. 92 Un lector
del Trades’ Newspaper sostenía que Place y Malthus “reducían el problema de la
reproducción a una cuestión privada entre los mecánicos y su esposas o amantes, pero que en
realidad el asunto era una cuestión pública entre los empleados y sus empleadores”. Otro
lector escribió que Place desviaba la atención de los obreros “de los verdaderos y ÚNICOS
responsables de su sufrimiento: el uso inhumano de las máquinas, el monopolio y el dinero”.93
El esfuerzo de restringir las cuestiones sexuales y matrimoniales a una esfera privada apolítica
estaba destinada al fracaso entre la clase trabajadora. El dominio de las ideas malthusianas,
con sus brutales ataques a la vida reproductiva de los pobres, implicó que los activistas
radicales tuvieran que confrontar abiertamente los problemas de la vida sexual.

El owenismo y el ataque radical al matrimonio patriarcal


El desafío más radical a las ideas convencionales sobre el sistema de clases y las
relaciones entre los sexos provino del owenismo. El owenismo era a la vez un esquema
“científico” y una articulación de experiencias de libertad y antagonismo sexual contenidas en
la cultura plebeya. Los owenitas atacaron la desigualdad en todos los frentes, culpando de
todo al espíritu egoísta del capitalismo, la propiedad privada y el matrimonio patriarcal.
Deseaban reemplazar este espíritu con un ethos más comunal y amoroso. Para transformar la
sociedad, fundaron comunas utópicas y expandieron sus doctrinas ampliamente a través de las
organizaciones sindicales y periódicos como el Pioneer. El fundador del owenismo, el
propietario de fábricas Robert Owen, y su hijo Robert Dale Owen, defendían el control de la
natalidad. Creían que la sexualidad era natural y saludable, tanto para los hombres como para

90
Trades’ Newspaper, 28 Ago. 1825, p. 105. Aunque homosexualidad no era un término contemporáneo, lo uso
para indicar relaciones sexuales y emocionales entre hombres, dado que el término contemporáneo, sodomía,
hace referencia únicamente a actos sexuales.
91
Bull Dog 3 (9 Sept. 1826): 87.
92
Black Dwarf 11 (1823): 780.
93
Trades’ Newspaper, 31 Jul. 1825, p. 33.

24
las mujeres. Carlile y los owenitas también defendían las uniones libres frente a los lazos
convencionales, como un modo de evadir la infelicidad de los matrimonios fallidos.94
Para los tempranos años 30, estas ideas se habían expandido más allá de los círculos de
los intelectuales y los proletarios desclasados, en la medida que el cooperativismo socialista
se transformó para la clase obrera en una empresa independiente de Owen. En 1830, las ideas
sobre el matrimonio de los owenitas llegaron a Glasgow cuando William Cameron, un radical
de la clase media, las predicó en su “Evils and Remedies of Domestic Life”.95 El panfleto de
Owen de 1835 Lectures on the Marriages of the Priesthood of the Old Immoral World
expandió estas doctrinas ampliamente a través de toda Gran Bretaña. Benjamin Grey, por
ejemplo, disertó en Glasgow en 1836 sobre cómo los hombres y las mujeres debían ser
“atraídos por vínculos amorosos y unirse sólo por el fuerte sentimiento del deber moral”.96
El radicalismo sexual del owenismo no era exógeno, sino una articulación política de
prácticas preexistentes en la cultura de la clase obrera. La convivencia y las separaciones
matrimoniales eran ampliamente aceptadas y practicadas entre muchos sectores de la sociedad
plebeya.97 Sin embargo, las ideas de Owen también podían atraer a los estratos libertinos que
enfatizaban los efectos perniciosos de reprimir la sexualidad, especialmente la masculina.
Como muy bien lo señala Barbara Taylor, Owen describía a la sexualidad como “una fuerza
natural (…) más allá del control de la voluntad humana” y atacaba a la “monogamia
compulsiva” por obstaculizar los vínculos naturales.98
La crítica owenita al matrimonio adquiría un tono feminista. Aunque Owen no era
particularmente feminista, sus seguidores Anna Wheeler y Richard Thompson habían
comenzado a publicar ataques devastadores sobre las desgracias matrimoniales ya en los 20:
comparaban a las mujeres con los esclavos de las Indias Occidentales, denunciaban la tiranía
masculina y presentaban los derechos políticos de las mujeres como solución a los malestares
sexuales.99 En la medida que los sectores trabajadores empezaron a discutir el matrimonio en
los periódicos owenitas, las quejas que hasta entonces se habían articulado solamente en el
lenguaje popular de la “lucha por los pantalones” adquirían ahora una voz política. Eliza
Sharpless, por ejemplo, declaraba que las mujeres merecían el sufragio porque “estaban

94
Taylor, Eve and the New Jerusalem, p. 20.
95
Herald to the Trades’ Advocate, 30 Oct. 1830.
96
Glasgow Evening Post, 4 Ago. 1836.
97
Taylor, Eve and the New Jerusalem, p. 195.
98
Taylor, Eve and the New Jerusalem, pp. 41-45, 199.
99
William Thompson, Appeal of One Half the Human Race, Women, Against the Pretensions of the Other Half,
Men, to Retain Them in Political, and Thence in Civil and Domestic Slavery (London: Virago, 1983 [1825]);
Taylor, Eve and the New Jerusalem, pp. 32-44.

25
sujetas a más abusos que los hombres”.100 En contraste a la actitud defensiva del Trades’
Newspaper, que exhortaba a las mujeres a ser criaturas “sumisas, domésticas y apolíticas”,101
los periódicos owenitas repudiaban a los maridos violentos y ofrecían a las mujeres un foro de
debate. Mientras que la lucha por los pantalones validaba el dominio masculino y ridiculizaba
la resistencia femenina, el owenismo se tomaba la desigualdad de género y del matrimonio
muy seriamente. James Morrison vinculaba la violencia con los niveles de vida desiguales de
los hombres y mujeres plebeyas, sosteniendo que un trabajador varón podía “ir a un bar cada
noche y leer los periódicos”, manteniendo la mitad de su salario para sí mismo, mientras su
esposa “trabaja desde la mañana hasta la noche como ama de casa (…) Sus ingresos
provienen de su esposo y son opcionales (…) Si ella se queja, él puede insultarla”.102
Repudiaba el “poder tiránico” que ejercían los trabajadores varones sobre sus esposas y
señalaba que “un trabajador podía descartar a su esposa con impunidad”.103 Un tal “Zero”
comparaba en el periódico Crisis a las mujeres con los esclavos negros, en la medida que a
ambos se los podía golpear legalmente.104 Las propias mujeres también escribían al Pioneer y
revelaban su infelicidad matrimonial; como decía una de estas lectoras, ella no sólo tenía que
ser la esclava de su marido para sobrevivir, sino que “si ofrecía la mínima resistencia, él era
capaz de estrangularla”.105 “Gertrude”, otra lectora, creía que el matrimonio podía ser más
feliz si “el hombre estaba más satisfecho con la vida doméstica y no abandonaba a su mujer
con sus frecuentes e incesantes reuniones”.106
No obstante, los periódicos owenitas publicaban los malestares de estas mujeres junto
con ataques misóginos, que las definían como criaturas vanas e ignorantes que eran una carga
para el movimiento de la clase obrera.107 Y la crítica owenita al matrimonio y a la moralidad
sexual convencional también fracasó en alcanzar a un gran número de mujeres. Muchas
mujeres de la clase obrera se enfrentaron enojadas a los owenitas que criticaban el
matrimonio. Un grupo de mujeres de Paisley, por ejemplo, insultaron y apedrearon a una
conferencista owenita.108 En tiempos de depresión económica eran muy vulnerables al
abandono de sus amantes y maridos como para abrazar esta doctrina. El amor libre de los
owenitas podía ser visto como una excusa política para que los plebeyos libertinos se salieran

100
Isis, 7 Abr. 1832.
101
Trades’ Newspaper, 4 Nov., 30 Dic. 1827.
102
Pioneer, 22 Mar. 1834.
103
Pioneer, 31 May. 1834.
104
Crisis, 24 Ago. 1834.
105
Pioneer, 12 Abr. 1834.
106
Pioneer, 21 Jun. 1834.
107
Taylor, Eve and the New Jerusalem, p. 100.
108
Taylor, Eve and the New Jerusalem, p. 169.

26
con la suya –seduciendo y abandonando a las mujeres pobres.109 Los owenitas no pudieron
curar las heridas de los matrimonios infelices y la confusión causada por las moralidades
encontradas y los tiempos de penuria.

La Nueva Ley de Pobres


Fuera cual fuera la posición individual que los obreros y obreras pudieran tomar en la
cuestión matrimonial, la brutal imposición de la Nueva Ley de Pobres de 1834 los forzó a la
defensiva, limitando mucho más la posibilidad de expansión de la crítica owenita. Para
enfrentar esta propuesta de ley, los radicales tuvieron que salir a defender la moralidad de la
clase obrera más que socavar sus débiles fundamentos.
Profundamente influenciada por el maltusianismo, la Nueva Ley de Pobres representaba
un giro dramático respecto del sistema anterior. Bajo éste los pobres recibían el “alivio” de un
trozo de pan o un poco de abrigo, lo que les permitía permanecer en sus hogares y mantener la
unidad familiar. Aunque se admitía que este sistema era imperfecto, estaba en ruinas y era
particularmente costoso, encarnaba el principio de que los pobres al menos tenían el derecho
mínimo a ser aliviados de sus penurias. Su irracionalidad y costo, sin embargo, horrorizaban a
los malthusianos. Los utilitarios como Edwin Chadwick sabían que la realidad política hacía
imposible deshacerse de la ayuda a los pobres en su totalidad, pero esperaban que cierta
reforma profunda volviera el sistema un poco más racional. La Nueva Ley de Pobres
expresaba la noción benthamiana de “menos derechos”, lo que significaba que el estándar de
vida de un pobre que recibía ayuda del Estado debía ser menor que el del trabajador
independiente más pobre. Al sostener que los pobres podían recibir ayuda sólo en las austeras
casas de trabajo, donde se les daría una dieta cuidadosamente calibrada para mantenerlos
apenas con vida, los promotores de esta reforma intentaban presionar a los pobres para que
renunciaran a sus derechos a ser asistidos.110 La premisa básica de la Nueva Ley parecía
implicar que los pobres apenas tenían derecho a la subsistencia, pero no tenían ningún
derecho a la vida familiar. Esto representaba para los sectores del trabajo un cambio
dramático y traumático respecto a las antiguas leyes de pobres.
Lo que motivaba a los creadores de la Nueva Ley de Pobres era el problema de la
sobrepoblación que se atribuía a los “matrimonios sin previsión”. Tanto los evangélicos, que
denunciaban el goce sexual como un pecado, como los utilitarios, que temían que la

109
Taylor, Eve and the New Jerusalem, cap. 6.
110
Anthony Brundage, The Making of the New Poor Law (New Brunswick: Rutgers University Press, 1978), p.
20.

27
reproducción saturara la oferta de mano de obra, creían que el sistema de las casas de trabajo
iba a impedir que los pobres se casaran y se reprodujeran. 111 Los oficiales de la Ley de Pobres
ya no podían brindar asistencia a las familias o admitir a algunos de sus niños en las casas de
pobres mientras el resto de la familia permaneciera en el hogar. La ayuda podía otorgarse sólo
si la familia en conjunto vendía todas sus posesiones y entraba a las casas de trabajo. Si bien
este sistema que separaba a las esposas de sus maridos y a los padres de sus hijos era
ostensiblemente menos costoso, lo que en realidad buscaba, siguiendo a Malthus, era prevenir
a las parejas de seguir produciendo niños pobres.112 Pat Thane argumenta que la Nueva Ley
de Pobres encarnaba el concepto de “la familia estable biparental, que dependía centralmente
del salario del padre” y la noción de que “la pobreza de las mujeres y los niños podía ser
remediable con el incremento del salario de los maridos y padres”.113 Mientras que Thane está
en lo correcto al argumentar que la Nueva Ley de Pobres no atendía el problema de las
viudas, las madres solteras y las mujeres abandonadas al asumir que debían depender de un
hombre, no se puede sostener que esta ley implicara promover el salario familiar. Garantizar
mejores salarios para los varones trabajadores con el sentido de sostener a la familia habría
violado el principio de la “ley de hierro del salario” y estimulado el matrimonio. Lo
fundamental que buscaban los reformadores de la Ley era evitar que los pobres se casaran y
tuvieran hijos. Sólo aquellos hombres que pudieran ganar lo suficiente para sostener a una
familia tenían derecho a casarse. Si no era así, debían resignarse a permanecer como solteros
mal pagados.
Para Nassau Senior, un seguidor de Bentham, prevenir los nacimientos en general era
más importante que prevenir los nacimientos ilegítimos. Por ello, se oponía al viejo sistema
que estimulaba a los padres solteros a casarse con las madres de sus hijos. Previamente,
cualquier mujer soltera cuyo hijo iba a ser inscripto en los registros parroquiales podía
presentarse ante un magistrado y denunciar bajo juramento quién era el padre. Los oficiales de
la parroquia obligaban al padre del bastardo a contribuir a su sostenimiento, usualmente
aportando dos chelines a la semana. Si se rehusaba a pagar, podía ser encarcelado o (de forma
ilegal) forzado a casarse. Senior creía que tales matrimonios producirían grandes números de

111
Sobre las diversas influencias de los evangélicos y los utilitarios, véase Boyd Hilton, Age of Atonement, p.
345; Peter Dunkley, The Crisis of the Old Poor Law in England 1795-1834 (New York: Garland, 1982); Peter
Mandler, “The Making of the New Poor Law Redivivus”, Past and Present 117 (1987): 131-157. Los dos
comisionados más influyentes, Nassau Senior y Edwin Chadwick, negaron la influencia de Malthus sobre sus
conclusiones. Tenían una perspectiva benthaminiana más optimista. Véase Beales, “Historical Context”. Un
obispo evangélico fue miembro de la comisión: Brundage, Making of the New Poor Law, p. 20.
112
Ursula Henriques, “Bastardy and the New Poor Law”, Past and Present 37 (1967): 111-12.
113
Pat Thane, “Women and the Poor Law in Victorian and Edwardian England”, History Workshop Journal 6
(1978), p. 29.

28
hijos legítimos pero pobres, entonces escribió una cláusula liberando a los padres solteros de
cualquier obligación de sostener a sus hijos. Al contrario, requería que las madres fueran
enviadas a las casas de trabajo para recibir ayuda.114 Esta cláusula de bastardía escrita por
Senior, principalmente motivada por Bentham, logró el apoyo de los evangélicos que creían
que la mujer debía pagar por sus pecados.115 Al defender la cláusula de bastardía en el
Parlamento, el arzobispo Bloomfield argumentaba que era una “ley de Dios” que las madres
solteras cargaran con mayor culpa que los padres.116
Los comisionados de la Ley de Pobres creían que era inútil intentar reprimir el
libertinaje masculino a través de la legislación. Sin embargo, describían a las madres solteras
como “prostitutas desvergonzadas y sin principios que chantajeaban a los hombres ricos y
oprimían a los hombres pobres”, abandonando completamente la vieja concepción que
reforzaba la costumbre plebeya de que luego del vínculo sexual había que casarse. 117 A pesar
de que consideraban a los padres solteros como víctimas, en general seguían describiendo a
los pobres como bestiales e irracionales: “deberíamos preguntarnos qué pasaría si a los
sectores incultos se les seduce para que aprueben un sistema que realza los atractivos de las
partes más débiles de nuestra naturaleza –que ofrece el matrimonio a los jóvenes, la seguridad
a los ansiosos, facilidades para los holgazanes e impunidad para los libertinos”.118
Los sectores del trabajo protestaron violentamente contra la Nueva Ley de Pobres y, en
particular, contra sus cláusulas de bastardía.119 Solamente la London Working Men's
Association de Francis Place y William Lovett apoyó estas cláusulas, aunque temporaria y
tibiamente, en función de su alianza con los filósofos radicales utilitarios. El periódico ultra-
radical London Democrat advertía que los hombres metropolitanos estaban ignorando los
peligros de la Nueva Ley de Pobres; la prensa radical denunciaba ferozmente estas cláusulas;
la mayoría de las organizaciones cartistas de Londres incluían la oposición a las mismas en
sus manifiestos; y los oficiales de parroquia y los radicales se unían para realizar
manifestaciones en su contra.120

114
Nassau Senior, Two Lectures on Population (London, 1928), p. 52; S. Leon Levy, Nassau W. Senior 1790-
1864 (Newton Abbott: David and Charles, 1970), p. 197.
115
Véase Hilton, Age of Atonement, p. 89, en general sobre la doctrina de la expiación.
116
Hansard Parliamentary Debates, vol. 25, Julio 28, 1834, Lords, cols. 601-2, 1080-81.
117
Great Britain Commissioners for Inquiry into the Administration and Practical Operation of the Poor Laws,
Report (London, 1834), p. 350, 346.
118
Great Britain Commissioners, Report, p. 59.
119
Dorothy Thompson menciona que la London Working Men’s Association, para ganar el apoyo de los
Philosophic Radicals, en un principio rehusó oponerse a la Nueva Ley de Pobres, pero pronto cambió de opinión.
The Chartists: Popular Politics in the Industrial Revolution (Aldershot: Wildwood House, 1986), p. 32.
120
Al no consultar la prensa radical londinense y al depender considerablemente de Place y Lovett, Nicholas
Edsall subestima el predominio del sentimiento anti-Ley de Pobres en Londres. The Anti-Poor Law Movement,

29
Los y las obreras del norte se opusieron a la puesta en práctica de la Nueva Ley de
Pobres en 1837 de una forma mucho más violenta y organizada. Siguiendo la tradición de las
agitaciones contra las leyes de fábrica, dos aristócratas paternalistas, Richard Oastler y John
Fielden, organizaron el movimiento contra la Ley de Pobres y los obreros calificados e
incluso las mujeres operarias como Eliza Dickson se sumaron a su iniciativa.121 Como dice
Cecil Driver, “en pueblos remotos los habitantes acudían a las capillas y espacios públicos a
escuchar las denuncias que hacían contra la Ley los oradores itinerantes, mientras Oastler y
Bull (…) lideraban manifestaciones en las ciudades más grandes, utilizando una retórica que
se puede ejemplificar con los propios dichos de Oastler, por ejemplo: ‘A la mierda, a la
mierda con la desalmada y mal parida Nueva Ley de Pobres’”.122
Los hombres radicales de la clase obrera temían que la nueva ley los castrara y redujera
al nivel de los animales. Como declaró la London Democratic Association en su manifiesto de
1838, la “maldita Nueva Ley de Pobres” surgía de “una pretendida filosofía que destruye, a
través de las amargas privaciones a las que nos somete, las energías de nuestra masculinidad,
volviendo nuestros corazones desolados y nuestros hogares desdichados (…) y por lo tanto
esta hipócrita filosofía malthusiana (…) pisotea los mejores sentimientos de humanidad”.123
El periódico The Spitalfields Weaver’s denunciaba a la Nueva Ley de Pobres y el esfuerzo de
los filántropos para disuadir a los hombres de casarse antes de los 25 años como un insulto
hacia las mujeres.
Los activistas radicales vincularon los ataques que recibían de los defensores de la
Nueva Ley con las políticas de control de la natalidad y el infanticidio. Estaban furiosos, por
ejemplo, con la publicación de un panfleto escrito por un tal “Marcus” que, literalmente,
proponía “gasear” a los niños pobres (aunque en realidad este panfleto puede haber sido
escrito por un satírico o un provocador, que en realidad podía ayudar a minar la credibilidad
utilitaria).124 El Northern Liberator dirigía su veneno hacia “ustedes, que tácitamente han
permitido esquemas para convencer a la gente de que desafíe a la Naturaleza previniendo la

1834-1844 (Totowa, N.J.: Rowman and Littlefield, 1971), p. 137. Véase John Knott, Popular Opposition to the
1834 New Poor Law (London: Croom Helm, 1986), pp. 66, 70, 71. Sobre las manifestaciones, véase Bronterre’s
National Reformer, 28 Ene. 1837.
121
R. L. Hill, Toryism and the People, 1832-1846 (London: Constable, 1929), p. 194.
122
Cecil Driver, Tory Radical: The Life of Richard Oastler (Oxford: Oxford University Press, 1946), p. 339. Cf.
Edsall, Anti-Poor Law Movement, p. 13; Knott, Popular Opposition, p. 80; Stewart Angus Weaver, John Fielden
and the Politics of Popular Radicalism, 1834-1847 (Oxford: Oxford University Press, 1987), p. 163.
123
Address, 13 Oct. 1838, citado en G. R Wythen Baxter, The Book of the Basiles; Or, The History of the
Working of the New Poor Law (London, 1841), p. 394.
124
Bentham cuestionaba la condena del infanticidio, de nuevo sobre la base del control poblacional, pero
también por simpatía con las madres solteras desesperadas. London, University College, Bentham Papers, box
74ª, folder 3, fols. 133-34, 1816. Véase Richardson, Death, Dissection, p. 268.

30
fertilidad de sus esposas e incluso mediante el asesinato de sus pequeños hijos; a ustedes, que
acusan a esta gente pacífica, excelente e industriosa de vicio, culpa y holgazanería”. El
periódico publicó una historia melodramática sobre una familia virtuosa, pero hambrienta,
forzada a entrar en una casa de trabajo en la que al padre no le permiten ver a su moribunda
esposa y en la que un guardia intenta violar a su hijo.125
Los sectores populares rechazaban la separación de las parejas y la de los padres
respecto a los hijos en las casas de trabajo por ser malthusiana, “inhumana”, “anticristiana” y
“opuesta a las leyes de Dios y del hombre”.126 El Weekly Dispatch editorializaba: “quizás la
peor parte, y la más decididamente anti-inglesa, del nuevo sistema es la separación de las
madres de sus hijos, de los esposos de sus mujeres en las nuevas Bastillas, y sacar a los
hombres de su lecho matrimonial para que duerman con niños”.127 El reverendo John Hart de
Middleton, cerca de Manchester, imploraba a la clase trabajadora a resistir con violencia;
describía a las “viudas invocando a sus maridos, los niños a sus padres, que ya no son ni
maridos ni padres; Dios ha determinado que merecen venganza si continúan robando,
matando y oprimiendo a los pobres”.128 Bronterre O’Brien culpaba a esta política de mutilar
“los lazos más profundos de la naturaleza humana, sin importarles los hábitos, los
sentimientos, las simpatías, las dolencias o las pasiones humanas”.129
Las mujeres se manifestaron vehementemente contra la nueva ley, profundamente
preocupadas por las cláusulas de bastardía y la separación de las madres de sus hijos. 130 John
Watkins señalaba que, bajo este sistema, “ya no hay esposas ni madres, solo mujeres
POBRES; seres degradados a lo más bajo de la humanidad”.131 Los opositores alentaron a las
mujeres para protestar contra la Nueva Ley de Pobres. Richard Oastler blasfemaba contra el
reporte de la Nueva Ley, diciéndoles a las “Madres inglesas” que “¡el mismo Parlamento que
sostenía las pensiones del Rey para mantener a sus prostitutas e hijos bastardos con un
altísimo nivel de vida, las ha tildado de putas! Mujeres de Inglaterra, mujeres obreras, ¿van a
soportarlo? ¿Van a someterse?”132 Un tal Peter Bussey, un radical de Bradford, les decía a las

125
Northern Lights (Newcastle, 1841), selección del Northern Liberator, Preface, y No. 37, 1 Dic. 1838.
126
Address of the Nottingham Working Man’s Association on the New Poor Laws (Nottingham, 1838); Robert
Blakey, Cottage Politics; Or, Letters on the New Poor Law Bill (London, 1837), p. 170.
127
Weekly Dispatch, 21 Mar. 1836, citado en Baxter, Book of the Bastiles, p. 131.
128
Rev. John Hart, The Cause of the Widows and Fatherless Defended by the God of the Bible (Manchester,
[1839]), p. 24.
129
Bronterre’s National Reformer, 28 Ene. 1837, p. 26.
130
Dorothy Thompson, “Women and Radical Politics: The Lost Dimension”, en Juliet Mitchell y Ann Oakley,
eds., The Rights and Wrongs of Women (Harmondsworth: Penguin, 1976), pp. 122-23.
131
English Chartist Circular 1 (1842): 49.
132
Richard Oastler, Carta al editor del Argus, 8 Ago. 1834, en Oastler Collection, vol. 1, London, University of
London, Goldsmiths Library, 578, no. 1.

31
mujeres: “sé que pueden pelear esta batalla mejor que sus maridos; quiero que sigan adelante,
iba a decir como hombres [fuertes risas] pero en realidad quiero que sigan como mujeres”. 133
“Pelear la batalla” no era sólo un lenguaje figurativo. En la ciudad de Mansfield, en
Nottinghamshire, una multitud furiosa rodeó a un comisionado asistente y juró,
“especialmente las enfurecidas mujeres, descuartizarlo”.134 Durante la campaña parlamentaria
de Oastler en Huddersfield, las mujeres de clase obrera iban en bandas “de comercio en
comercio amenazando con dejar de comprar si los propietarios no lo votaban”.135 En la ciudad
de Elland, Yorkshire, mujeres muy determinadas emboscaron a algunos comisionados de la
Ley de Pobres cuando salían de una reunión, tirándolos al suelo y haciéndolos rodar en la
nieve.136
Pero el movimiento en contra de la Ley de Pobres no sólo habilitó a las mujeres a
expresar sus sentimientos en las formas tradicionales de la acción colectiva; también les dio
una voz y un lugar en la política. Las mujeres de Elland, como miles de otras en Middleton,
en Barnsley, Stalybridge, Northampton y otras ciudades, enviaron peticiones a la reina
Victoria y al Parlamento denunciando la Nueva Ley. Susan Fierly abrió la reunión en la que
se redactaron las peticiones “exhortando a las mujeres presentes a que tomen la oposición a la
ley en sus propias manos, y a no apoyarse en las demandas de otros (…) sino afirmando la
igualdad y dignidad de su sexo”. Las mujeres de Elland rechazaban la separación de las
familias en las casas de trabajo y particularmente se oponían a las cláusulas de bastardía por
estimular a sus hijas a “asesinar a sus hijos o suicidarse”. 137 La London Female Chartist
Association denunciaba a la Nueva Ley de Pobres como “cruel, injusta y atroz”, haciendo
alusión a la terrible situación de las mujeres que eran forzadas a dejar a sus hijos en las casas
de trabajo porque no podían mantenerlos.138 Mary Ann Walker colocaba a las terribles
experiencias que tenían que soportar las mujeres bajo la Nueva Ley como un argumento
central para demandar la Carta.139 Una tal “Sophia” se preguntaba retóricamente por qué, si
los esposos y esposas pobres debían ser separados para prevenir el nacimiento de más pobres,

133
Reunión contra la Ley de Pobres en Bradford, 9 Jun. 1838, recorte de periódico sin etiqueta, Place Coll., vol.
56.
134
Nottingham Journal, 28 Jul. 1837.
135
Driver, Tory Radical, p. 348.
136
London Dispatch, 11 Mar. 1838.
137
Sobre Elland, véase London Dispatch, 25 Feb. 1838. Para relatos de otras reuniones que desafortunadamente
no se citan en las peticiones, véase Northern Star, 3, 24 Feb. 1838; Report on Public Petitions (PP, House of
Lords, 1841), nos. 1512, 1752.
138
Northern Star, 11 May. 1839.
139
Northern Star, 10 Dic. 1842.

32
los aristócratas “que recibían pensiones del Estado” no eran alcanzados por esta misma “Ley
Malthusiana”.140
Como en el affaire de la reina Carolina, las agitaciones contra las leyes de bastardía
colocaron a las mujeres en un escenario político en el cual expresar sus vulnerabilidades
sexuales. Pero también limitaron el modo en el cual esta cuestión podía ser explorada. La
crítica owenita de la tiranía matrimonial y la defensa de las uniones libres y del divorcio como
una solución no eran políticamente posibles en el marco de las campañas contra la Nueva Ley
de Pobres. Por ejemplo, cuando Elizabeth Hanson, una agitadora de Yorkshire, denunció la
Nueva Ley por separar a los maridos de las esposas en las casas de trabajo, el periódico The
Globe atacó su credibilidad denunciando que ella misma se había separado de su marido.
Elizabeth sólo pudo responder defensivamente que había diferencias entre la separación
forzada y la separación voluntaria.141 La batalla contra la Nueva Ley de Pobres, por lo tanto,
limitó la credibilidad del movimiento por el control de la natalidad de Place y las ideas de
amor libre del owenismo, especialmente en el norte donde dominaban los radicales metodistas
tales como el reverendo J. R. Stephens. Este clérigo sostenía que los pobres debían confiar en
Dios más que en aquellos “que transforman el amor en lujuria, que se burlan del matrimonio y
que definen como prejuicio de la educación a lo más puro y profundo de nuestros afectos”.
Para Stephens, “la ciencia” social de los benthaminianos o de los owenitas equivalía al
desarrollo tecnológico del telar mecanizado que había arruinado la vida de los pobres
tejedores manuales y alienado posteriormente a los trabajadores fabriles.142
La crítica a las cláusulas de bastardía también conllevó un cambio en los relatos de los
radicales sobre la sexualidad femenina. Las baladas plebeyas que describían a las mujeres
como activamente deseosas eran muy problemáticas, pero al menos las mostraban como
agentes activos más que como víctimas pasivas. Al principio, el owenita Pioneer denunciaba
las cláusulas de bastardía por castigar un acto natural: “mientras la naturaleza estimula a las
mujeres al amor y al goce, las duras costumbres se lo prohíben”. 143 Pero para oponerse a los
misóginos evangélicos y utilitarios que describían a las madres solteras como taimadas
seductoras, el Poor Man’s Guardian escribía que las mujeres sólo consienten al sexo bajo la
promesa del matrimonio: “es el afecto y la ternura lo único que las hace ceder frente a sus

140
English Chartist Circular 1 (1841): 104.
141
Citado en London Dispatch, 1 Abr. 1838; Thompson, The Chartists, pp. 134, 183. Aunque Thompson no
alude directamente a su separación, informa que el esposo de Hanson, Abram, un zapatero radical, era bastante
aficionado a la taberna y que Elizabeth era descrita como una “Jantipa” para su Sócrates.
142
J. R. Stephens, The Political Preacher: An Appeal from the Pulpit on Behalf of the Poor (London, 1839), pp.
18-19.
143
Pioneer, 28 Jun. 1834.

33
maridos”, porque las mujeres no tienen deseos sexuales. Las mujeres eran consideradas no
sólo como asexuadas, sino también como víctimas débiles y pasivas. A pesar de que su línea
editorial defendía a las mujeres de la clase obrera contra las calumnias evangélicas, también
socavaba la agencia de las mujeres. El Poor Man’s Guardian incluso sostenía que las mujeres
eran “el recipiente más débil” que no tenía “la capacidad, la reflexión y la resistencia
necesaria para sortear la seducción”.144 El London Dispatch repudiaba a los liberales por
culpar a las mujeres, “cuya mente es más débil”, por los hijos ilegítimos, mientras que “una
mujer inglesa” escribió en el Political Register de Cobbett que las leyes de bastardía iban a
ser infructuosas en disuadir a las mujeres “débiles y oprimidas” de la “pasión culposa”.145
La imagen caballeresca de la masculinidad que había dominado al radicalismo desde el
affaire de la reina Carolina adquirió mayor resonancia durante las campañas contra la Ley de
Pobres. En una reunión de la Convención Cartista de 1838, el reverendo Maberley era
aclamado cuando recordaba a la audiencia su defensa de la reina Carolina y proclamaba que
“ningún hombre debe maltratar a una mujer”.146 Si querían capitalizar el asunto, los radicales
debían denunciar a los seductores de jóvenes pobres como libertinos irresponsables. Pero tales
denuncias socavaban todavía más la credibilidad de las ideas owenitas sobre el amor libre.
Samuel Roberts celebraba las viejas leyes de pobres como “menos indulgentes con el
asaltante que con la débil víctima” y denunciaba a las cláusulas de bastardía por permitir a
miles de trabajadores rurales, “salvajes irlandeses”, policías y soldados, “corromper y arruinar
a nuestra población femenina”.147 Los radicales denunciaban las leyes de bastardía como un
“insulto a la virilidad”, contrastando a los “groseros y brutales libertinos” con el obrero
masculino, honorable y recatado.148
No obstante, los radicales también evadieron el hecho de que la mayoría de los hijos
ilegítimos eran hijos de los hombres trabajadores. Estos hombres no eran necesariamente los
manipuladores y “viles seductores” de la retórica, sino que en muchos casos habían planeado
casarse con sus amadas y después no pudieron hacerlo porque perdieron sus trabajos. Otros,
no obstante, no querían casarse con las mujeres que habían dejado embarazadas y la violación
no era para nada algo inusual durante el noviazgo.149 En vez de confrontar estas cuestiones de
modo directo, los radicales prefirieron culpar de la seducción a los aristócratas libertinos.
144
Poor Man’s Guardian, 24 May. 1834.
145
London Dispatch, 18 Feb. 1838; Cobbett’s Political Register, 23 Aug. 1834.
146
Recorte en Place Coll., Set 56, fol. 310, Diciembre 1838.
147
Samuel Roberts, The Reverend Pye Smith and the New Poor Law (Sheffield, 1839), pp. 24-29.
148
Baxter, Book of the Bastiles, pp. 4, 180.
149
John Gillis, “Servants, Sexual Relations, and the Risk of Illegitimacy in London, 1800-1900”, Feminist
Studies 5 (1979): 142-73; Anna Clark, Women’s Silence, Men’s Violence: Sexual assault in England, 1770-1845
(London: Pandora Press, 1987), caps. 5 y 6.

34
Tomando ideas a partir de los estereotipos del melodrama, el Pioneer declaraba, por ejemplo,
que “si se pudiera construir un registro fiable de la seducción y de los padres de los hijos
naturales, encontraríamos que la gran mayoría pertenecen a la aristocracia”, aunque también
avanzaba responsabilizando al “perejil que los sirve y los imita en su libertinaje”. 150 La
seducción, en consecuencia, se convirtió en una metáfora para la explotación de clase más que
en un problema real para la política radical.151 Peter Bussey dejó clara la conexión en una
importante manifestación contra la Ley de Pobres que se hizo en Bradford cuando dijo que
“me he formado la opinión de que las cláusulas de bastardía han sido introducidas en esta Ley
para proteger al aristócrata despreciable en todas sus pícaras intrigas [aplausos]”.152
A pesar de distorsionar la realidad, tal retórica resultaba muy efectiva en dos niveles.
Por un lado, levantando el ánimo de los sectores populares confundidos y perturbados por la
crisis sexual y poniendo la causa en razones políticas más que personales; y, por el otro,
manipulando la moral dominante con fines políticos. En 1844, las cláusulas de bastardía
fueron enmendadas para facilitar a las madres pobres reclamar apoyo material. Sin embargo,
en el proceso, se perdieron las críticas radicales a la sexualidad y al matrimonio.

Conclusión
Los años 20 se iniciaron con los radicales informando sobre los métodos de control de
la natalidad y desafiando la tiranía patriarcal. Pero estos esfuerzos no parecían resolver la
crisis sexual que se profundizó con el incremento de la movilidad laboral y el desempleo, que
obligaba a los hombres a abandonar a sus mujeres y novias embarazadas e incentivaba el
conflicto matrimonial. Más aún, la imposición de la Nueva Ley de Pobres forzó a los sectores
populares a la defensiva, obligándolos a sostener la moralidad convencional para combatir los
ataques sobre su integridad como familia. La descripción de las madres solteras como débiles
y pasivas era similar al modo en que Richard Oastler y otros paternalistas de clase alta veían a
la clase trabajadora. Siguiendo las doctrinas de la vieja economía moral, estos aristócratas
creían que tenían la obligación de ayudar a los necesitados, a la vez que consideraban a los
pobres como niños que todavía no estaban preparados para ejercer los derechos políticos. Los
sectores trabajadores no aceptaban fácilmente esta descripción melodramática. Ellos querían
ser los héroes de su propia historia y los hombres de la clase trabajadora demandaron el

150
Pioneer, 28 Jun. 1834.
151
Para una exposición más completa de este argumento, véase Anna Clark, “The Politics of Seduction in
English Popular Culture, 1748-1848”, en Jean Radford, ed., The Progress of Romance (London: Routledge and
Kegan Paul, 1986), p. 61.
152
Place Coll., vol. 56.

35
sufragio universal como el único modo de derrotar a la Ley del 34. Las asociaciones contra la
Ley de Pobres, tanto en el norte como en Londres, se dividieron respecto a este problema
hacia 1838. Los hombres de la clase obrera comenzaron a atacar las reuniones lideradas por
los aristócratas, demandándoles el apoyo al sufragio universal e iniciando disturbios si sus
demandas eran rechazadas.153
Aunque el movimiento contra la Ley de Pobres impidió las exploraciones públicas sobre
una moralidad alternativa, contribuyó a pensar al movimiento de la clase obrera como un
todo. Las agitaciones contra esta ley revivieron la tradición anterior de movilizar a las
comunidades en su conjunto y demostraron la contribución que las mujeres podían hacer al
movimiento. Sin embargo, los hombres justificaban su derecho al voto para proteger a sus
familias y para representar a una clase obrera compuesta no sólo por trabajadores o artesanos
calificados, sino también por mujeres pobres y niños. Así, empezaron a incorporar la
domesticidad en su propia retórica para apelar a la opinión pública de clase media, pero
asimismo para ganar el apoyo de las mujeres trabajadoras a las que les prometían que sus
maridos mejorarían sus comportamientos. Las vidas personales siguieron estando altamente
politizadas y la política siguió ligada a la vida privada.

153
M. E. Rose, “The Anti-Poor Law Movement in the North of England”, Northern History 1 (1966): 89-93;
London Dispatch, 25 Feb. 1838, 20 Jun. 1839; Weekly Dispatch, 14 Mar. 1841.

36

También podría gustarte