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En charlas con otros colegas casi siempre surge la interrogante: ¿Qué es ser
un buen maestro? Las respuestas van desde “enseñar lo que pide el currículo
educativo”, pasando por hacer el papeleo en tiempo y forma, que durante la
clase no exista desorden o ruido, hasta el maestro que cree en la participación
infantil y juvenil como parte fundamental de su clase.
También son parte de ser docente: lidiar con las autoridades educativas, con
los padres, con el papeleo excesivo, y con planificaciones que casi nunca se
cumplen y se vuelven más una simulación que una verdadera planificación que
atienda a la población educativa.
Sin embargo, al estar frente a grupo con 30 personas diferentes (cuando bien
nos va), personas que piden toda nuestra atención como si solo fuéramos ese
maestro y ese alumno en el salón de clase, me doy cuenta de que estamos
hechos de emociones. Que escuchar a nuestros alumnos y ponernos en sus
zapatos hace la diferencia a la hora de enseñar. Solamente si acercamos los
contenidos académicos a lo que ellos están viviendo, si socializamos los
contenidos educativos, la educación será no sólo para pasar un examen, sino
para toda la vida.
Educamos a niños y jóvenes que son parte de nuestra manada, los educamos
para que aprendan a ser de esa manada, aprendan los códigos necesarios
para identificarse con nosotros y con los individuos que los rodean.
Ser maestro es dar herramientas y habilidades para hacer adultos felices que
puedan lidiar con la frustración que provoca ser adulto, en un mundo que se
empeña en ser hostil y marcar a los humanos con un código de barras. Para
mí, ser un buen maestro es el que, a pesar de toda la burocracia y
formalidades académicas, tiene el deseo de inspirar a sus alumnos.