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INDIVIDUO Y COSMOS EN LA FILOSOFÍA DEL RENACIMIENTO /ERNST CASSIRER, / ES PROPIO DE

LOS ESPÍRITUS CELESTES EL QUE MIENTRAS CONTEMPLAN LO SUPERIOR NO DEJAN DE MIRAR Y


CUIDAR EL MUNDO INFERIOR. ESTA MISMA ES LA PECULIARIDAD DE NUESTRA ALMA, QUE NO
ATIENDE SÓLO A SU PROPIO CUERPO, SINO TAMBIÉN A TODOS LOS DE LAS COSAS TERRESTRES Y
AUN A LA TIERRA MISMA, PARA CULTIVARLA Y PARA HACERLA PROSPERAR ...

Para comprender la transformación que experimenta la filosofía del Renacimiento tenemos que
remitirnos a esta oposición, a esta tensión que ya se da en el sistema medieval de vida y de
doctrina. Durante los siglos XIV y XV el averroísmo, no obstante los ataques de los clásicos sistemas
del Escolasticismo, parecía inconmovible en sus bases teoréticas. Durante largo tiempo constituyó
en las universidades italianas la enseñanza dominante. En el centro verdaderamente erudito de los
estudios escolásticos —Padua— la doctrina averroísta se mantuvo a partir de la primera mitad del
siglo XIV hasta el XVI y aún hasta el XVII. Pero poco a poco se va constituyendo cada vez en forma
más enérgica un movimiento antagónico. Es altamente significativo que ese movimiento contrario
al averroísmo no permanezca en modo alguno limitado al círculo de la Escuela y que sus impulsos
más poderosos procedan de otro sector. Los hombres del nuevo ideal humanista de cultura y los
representantes del nuevo ideal renacentista de la personalidad fueron los que primero
emprendieron la lucha contra la doctrina averroísta. También en esto es Petrarca un precursor. La
guerra apasionada que durante todo el curso de su vida hizo al averroísmo no está exenta de
errores, que, con todo, apenas menoscaban el valor de su obra. En efecto, se trata aquí de algo
más que de meras controversias de carácter especulativo; se trata de una personalidad genial que
apoyándose en la legitimidad de su sentimiento vital se subleva contra todas las conclusiones que
tiendan a limitarla o que amenacen privarla de valor. El artífice y el virtuoso de la individualidad —
individualidad que es descubierta por primera vez en toda su riqueza y en su valor inagotable— se
resiste a una filosofía para la que toda individualidad no significa sino algo mera y puramente
accidental. Y en esta lucha toma a San Agustín como a garante verdadero. Petrarca, y en esto fue
uno de los primeros, no se deja influir por el mero contenido objetivo de las creaciones históricas
del espíritu, sino que quiere sentir y convivir a través de ellas con su creador; por eso puede
afirmarse que gracias a tal empeño consiguió salvar la distancia de los siglos y estar así en contacto
inmediato con San Agustín. El genio lírico de la individualidad se inflama al ponerse en contacto
con el genio religioso de la individualidad en la forma característica de la mística de Petrarca, pues
lírica y religión confluyen en una única corriente. Ésta no se orienta como la mística averroísta en
un sentido cosmológico, sino puramente psicológico. Ahora bien, por más que este sentimiento
místico busque y anhele la unión del alma con Dios, no se agota ni puede descansar en esa unidad,
que no constituye por cierto su única meta, ya que el poeta cada vez se abisma más en la
contemplación de la íntima movilidad del yo para admirarla en su multiplicidad y gozarla
precisamente en este su aspecto discorde. Desde este punto de vista bien se comprende que la fe
de Petrarca en su lucha contra el averroísmo se haya acentuado continuamente, que él mismo se
pueda sentir un cristiano verdaderamente ortodoxo, que defienda la candidez de la fe contra las
pretensiones de la razón humana, aunque por otra parte el cristianismo cobre en él un sentido
completamente personal, más estético que religioso. Si la reflexión filosófica pretendía dominar al
averroísmo debía echar a andar por otro camino; en lugar de anegarse en el sentimiento y en el
goce de la individualidad debía buscar un nuevo y más profundo principio para fundarla. Ya hemos
visto que la doctrina de Nicolás de Cusa fue la primera que se lo procuró. En la época en que el
Cusano estudia en Padua, el averroísmo de la escuela paduana alcanza la cumbre de su desarrollo;
sin embargo nada indica que haya influido en el filósofo con alguna sugestión esencial en su
formación espiritual y filosófica. En sus tratados fundamentales ulteriores combate expresamente
la doctrina esencial del averroísmo valiéndose no tanto de argumentos de su metafísica como de
los de su gnoseología, según la cual no existe separación absoluta entre el reino de lo sensible y el
de lo inteligible, pues aun cuando lo intelectual y lo sensible se opongan entre sí, el intelecto
necesita precisamente de esa resistencia y sostén que le presenta la percepción sensible, porque
sólo a través de ella puede alcanzar su propio cumplimiento, su plena realización. De modo, pues,
que no es posible que función espiritual alguna pueda cumplirse estando absolutamente separada
de lo sensible. El espíritu, para poder obrar, exige un cuerpo que le corresponda y le sea adecuado;
de ahí que ulteriormente la diferenciación y la individuación del acto del pensar deban guardar: el
mismo paso de marcha que el de la organización corporal. “Así como la visión de tu ojo no podría
ser la de ningún otro por más que estuviese separada de tu ojo y se sirviera del de otro cualquiera,
porque aquella medida que posee en tu ojo no puede volver a encontrarla en el de otro, y así
como la distinción que hay en tu visión no puede ser la distinción que hay en la visión de otro,
tampoco puede pensarse un intelecto único en todos los hombres.” Con esto nace en la filosofía un
pensamiento cuyo pleno desarrollo sistemático y cuya forma acabada se logran sólo con Leibniz. El
puro acto del pensar no tiene en lo sensible y corporal simplemente un substrato indiferente, ni se
sirve de él como de un mero órgano que, como un instrumento muerto, esté a su disposición;
antes bien, la fuerza y la función de ese acto consisten en que éste comprende las diferencias que
se dan en lo sensible y las representa en sí mismo en toda su plenitud. De modo que, según esto,
el principium individuationis no debe buscarse en la mera materia del pensar; hay que fundarlo en
la pura forma de éste. El alma, como fuerza activa del pensar, está incluida en el cuerpo como en
una morada exterior, pero además revela en mayor o menor grado de claridad todas las diferencias
que existen en ese cuerpo y todas las modificaciones que en él tienen lugar. De modo que la
relación que existe entre alma y cuerpo no sólo es de unión; también lo es de completa
correspondencia, de adecuada proporción, como el Cusano la llama. Por otro lado, la concepción
contraria fue sustentada por Averroes y también por determinados neoplatónicos; por eso es
significativo que el neoplatonismo del Renacimiento, concentrado en la Academia de Florencia, se
sitúe en el mismo terreno que el Cusano frente a este problema decisivo. También Ficino combatió
continuamente la doctrina de la unicidad del intelecto activo en su obra capital Theologia Platonica
y en sus cartas. También él se remite en esto a la experiencia directa que nos muestra siempre lo
que llamamos nuestro yo y nuestro pensar sólo en forma absolutamente individual. No existe una
diferencia substancial entre la esencia del yo y la de lo que se nos da inmediatamente en la
conciencia: quid enim menti naturalius, quam sui ipsius cognitio?

Pero a este proceso que tiende a elaborar las bases teoréticas y las condiciones del concepto de
subjetividad se le opone otro en que se destacan claramente las fuerzas que a la postre
determinan e informan todo el movimiento espiritual de la época. El fundamento sobre el que
Ficino asienta su doctrina del alma y su doctrina de la inmortalidad no es tanto su concepción
general del conocimiento como su concepción de la voluntad humana. La doctrina del Eros
constituye la verdadera piedra angular de la psicología de Ficino. Es en realidad el centro de todos
los esfuerzos filosóficos de la Academia de Florencia, constituye —como lo demuestran las
Disputationes Camaldulenses de Cristóbal Landino— el eterno e inagotable tema de las
discusiones académicas. De ese núcleo proceden todas las influencias que la Academia ejerce en
todos los órdenes de la vida espiritual de la época, tanto en la literatura como en las artes plásticas
del Quattrocento. Pero en ese sentido la influencia es recíproca, pues así como por un lado
Girolamo Benivieni en su Canzone dell'amor celeste e divino revistió con ropaje poético los
pensamientos fundamentales de la teoría del amor de Ficino, por otra parte Pico de la Mirándola,
al escribir un comentario sobre el poema de Benivieni, restituyó esos pensamientos a la pura
esfera filosófica. En este sentido, tanto Pico como Ficino no parecen tener otro empeño que
reproducir lo más fielmente posible la doctrina platónica del Eros; ambos mantienen contacto
directo con el Banquete, que Ficino comentó muy detenidamente en una de sus obras. Y sin
embargo quizá en ningún otro autor se manifiesten con tanta nitidez como en Ficino las
particularidades y singularidades del platonismo cristiano de la Academia florentina. “Mitto ad te
—se puede leer en una carta de Ficino dirigida a Luca Controni con la que acompaña el envío de su
comentario al Simposio y su tratado De Christiana religione— amorem, quem promiseram. Mitto
etiam religionem ut agnoscas et amorem meum religiosum esse et religionem amatoriam.” En
efecto, la doctrina del amor de Ficino representa el punto en que confluyen y se funden
indisolublemente su teología y su psicología. También en Platón el amor corresponde a un reino
intermedio del ser, pues situándose entre lo divino y lo humano, entre lo inteligible y lo sensible,
su misión consiste en relacionar y unir un mundo con el otro. No podría llevar a cabo esa unión,
empero, si perteneciera exclusivamente a uno de los dos mundos. Eros mismo no es ni profuso ni
carente, ni sabio ni ignorante, ni mortal ni inmortal, pero su naturaleza demoníaca es una
amalgama de todas esas oposiciones. La en sí misma discorde naturaleza del amor constituye el
verdadero momento activo del cosmos platónico; con este motivo penetra en su estructura
estática por primera vez un momento dinámico. El mundo de la apariencia y el del amor no están
ya sencillamente uno frente al otro, pues la apariencia misma tiende y aspira a la idea. Esta
aspiración constituye la fuerza esencial de la que procede todo devenir; esta íntima deficiencia
representa la eterna agitación animadora que impone a todo acontecer una determinada
dirección: la tendencia hacia el ser inmutable de la idea. Dentro del sistema platónico, empero, no
es reversible esa dirección; hay un transformarse en el ser, pero en cambio no una tendencia del
ser hacia el devenir, de la idea hacia la apariencia. El motivo queda mantenido así en todo su rigor,
pues la idea del bien es la causa del devenir únicamente en este sentido: la idea representa la meta
y término del devenir, pero no interviene como fuerza motriz en el mecanismo y movimiento de la
realidad empírica y sensible. Después, en el sistema del neoplatonismo, esta misma relación
metódica hubo de sufrir una interpretación metafísica. También para los neoplatónicos es propio
de todo ser condicionado y derivado el impulso que lo hace remontarse a la causa primera. Pero a
la tendencia de lo condicionado hacia lo no condicionado no corresponde una inversa, esto es, de
lo no condicionado hacia lo condicionado. El supraser y el suprauno del neoplatonismo está por
encima de la vida. Así, pues, la pura objetividad de lo absoluto como tal está por encima de la
esfera de la conciencia subjetiva, ya se entienda esta última como conciencia práctica, ya como
teorética, porque tanto la determinación del tender como la del conocer son ajenas a lo absoluto.
Todo conocer supone la relación con otra cosa, circunstancia que contradiría la pura autarquía de
lo absoluto, su ser perfecto en sí mismo.

La teoría del amor de Ficino no entra en esta esfera de ideas, por cuanto concibe el proceso del
amor como fenómeno por entero recíproco. La tendencia hacia Dios que hay en el hombre —y que
se representa en Eros— no sería posible si en Dios no existiera la tendencia inversa, es decir, hacia
el hombre. He aquí el pensamiento capital de la mística cristiana, que cobra vida en Ficino y que da
a su neoplatonismo un nuevo cuño. Dios, el ser absolutamente objetivo, está asimismo prisionero
de la subjetividad y a ella ligado como correlación, como necesaria contraposición, así como por
otra parte la subjetividad toda está referida y dirigida a Él. De esta suerte el mismo amor no puede
realizarse sino en esta doble forma: es tanto el impulso de lo superior hacia lo inferior, de lo
inteligible hacia lo sensible, como la nostalgia de lo inferior que tiende a lo superior. Y así como
Dios se vuelve al mundo en un acto libre de amor, así como en virtud de un acto libre de su gracia
redime al hombre y al mundo, todas las inteligencias puras, de acuerdo con la naturaleza de su
esencia, tienen una doble dirección de su tendencia. “Es propio de los espíritus celestes el que
mientras contemplan lo superior no dejan de mirar y cuidar el mundo inferior. Esta misma es la
peculiaridad de nuestra alma, que no atiende sólo a su propio cuerpo, sino también a todos los de
las cosas terrestres y aun a la tierra misma, para cultivarla y para hacerla prosperar.” Ese cultivo,
esa cultura de lo sensible, constituye el momento fundamental y la misión capital de lo espiritual
en sí. La doctrina del amor ilumina con nueva luz el problema de la teodicea, en el que también el
neoplatonismo se había debatido permanentemente. Ahora sólo es posible una teodicea en un
sentido riguroso, pues la materia ya no constituye una mera oposición a la forma y por lo tanto no
puede ser concebida como el mal absoluto; antes bien, se ve en la materia aquello a lo que se
refiere toda actividad de la forma y aquello en que tal actividad se realiza. Eros se convierte así en
un verdadero vínculo del mundo, pues salva la desigualdad de sus distintos elementos y dominios
al incluirlos dentro de su círculo; y al conciliar y suprimir las diferencias substanciales de los
elementos del ser, muestra que éstos no son sino sujetos y centros de una idéntica función
dinámica. Gracias al amor, el espíritu es capaz de descender al mundo sensible y corporal, y
también por el amor puede elevarse nuevamente hacia su propia esfera; en ninguno de los dos
movimientos, empero, interviene impulso extraño alguno, ninguna coerción fatal, pues el espíritu
sigue su propia y libre decisión. “Animus numquam cogitur aliunde, sed amore se mergit in corpus,
amore se mergit e corpore.” Muéstrase aquí un movimiento circular, un circuito espiritual, un
circuitus spiritualis que no necesita de ningún objeto exterior porque tiene su meta y su límite en sí
mismo, porque en él se encuentra tanto el principio del movimiento como el de la quietud.

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