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WITTGENSTEIN: EL LENGUAJE COMO PRINCIPIO, MEDIO Y FIN

En ‘Tractatus logico philosophicus’, Wittgenstein aborda qué permite el


lenguaje. Esta es la herramienta que nos permite pronunciarnos sobre el
mundo.
Miguel Antón Moreno

Ludwig Wittgenstein (1989-1951) comenzó a escribir el Tractatus logico


philosophicus hacia 1912, continuándolo durante el tiempo que estuvo
en el frente, en la Primera Guerra Mundial, y dándole fin en agosto de
1918. El lenguaje y sus límites es la idea central del libro, que se
desarrolla a través de un análisis de carácter lógico. Los resultados de
este análisis del lenguaje se aplican no solo a la lógica, sino también a la
matemática y a las ciencias naturales. De ahí que el tratado tenga la
pretensión de repercutir hasta en tres dimensiones: la lógica, la
epistemológica y también una quizá menos transitada, a saber, la ética,
pues como es sabido las consecuencias de las ciencias naturales tienen
siempre fuertes implicaciones de carácter ético y moral (pongamos por
caso los grandes debates éticos que suscitó la teoría de la evolución de
Darwin, que perduran hasta el presente).

De la materia del Tractatus dice Wittgenstein: «En realidad no le es


extraña, porque el sentido del libro es ético […] Quise escribir, en
efecto, que mi obra se compone de dos partes: de la que aquí aparece,
y de todo aquello que no he escrito. Y precisamente esta segunda parte
es la importante. El libro, en efecto, delimita por dentro lo ético, por así
decirlo; y estoy convencido de que, estrictamente, solo puede
delimitarse así».

Parece razonable pensar que no hay solamente existe un primer y


segundo Wittgenstein, sino que podría llegar a hablarse de tantos
‘Wittgensteins’ como lectores

Lo más frecuente es que el acercamiento a la obra de Wittgenstein se


haga a través de la visión bipartita de «los dos Wittgensteins». Sin
embargo, parece razonable pensar que no hay solamente existe un
primer y segundo Wittgenstein como tradicionalmente se ha planteado,
sino que, debido al misticismo que envuelve toda su obra y a la
necesidad por ello de llevar a cabo una lectura «hacia dentro», podría
llegar a hablarse de tantos Wittgensteins como lectores. La exigencia de
una lectura «hacia dentro», de una recepción interior, recuerda
inmediatamente a la obra de San Agustín de Hipona, autor al que el
propio Wittgenstein menciona de manera recurrente en las
Investigaciones filosóficas. Esta lectura mística de la obra de
Wittgenstein es ante todo paradójica, ya que es una lectura antigua y
contemporánea al mismo tiempo; si bien responde ante un modelo
filosófico del siglo IV como el de San Agustín, también se ajusta a las
exigencias individualistas de la posmodernidad. Esta lectura «hacia
dentro» nos inclina a pensar que la escalera de Wittgenstein debe
tenderse, subirse y después arrojarse en solitario. Así escribió el
Tractatus, al margen de la academia, y así fue como vivió después en su
cabaña.

La concepción del lenguaje de Wittgenstein como la condición de


posibilidad del pensamiento y del ejercicio filosófico constituye las dos
caras de una moneda. De una parte, el lenguaje nos permite ejercer el
pensamiento y, por otra, nos condena indefectiblemente a las
interferencias y los errores que le son propios. El mundo para
Wittgenstein es lo expresable y lo que no es expresable queda fuera del
mundo: «El mundo es todo lo que es el caso» quiere decir que el caso
es susceptible siempre de ser expresado con nuestro lenguaje. Ahora
bien, esa expresión puede ser insuficiente, desordenada, incompleta,
disfuncional, mal entendida, etc. Esas son las interferencias a las que
nos referimos.

Esa limitación del lenguaje muestra al mismo tiempo su potencialidad.


Es decir, que en Wittgenstein el lenguaje funciona, además de como la
herramienta epistemológica por excelencia, como un concepto límite.
Uno que nos permite conocer cuál es el ámbito que nos es dado
conocer, con el fin de no tropezar con obstáculos a los que no tenemos
acceso o que ni siquiera tienen existencia. Este fue una de las grandes
ideas de fondo de la Modernidad, con el noúmeno de Kant, pero
acordémonos también de Aristóteles y su primer motor inmóvil, que
cumplía la misma función epistemológica. Esa primera causa que es
también causa de sí misma fue planteada por el filósofo griego para
saber lo que no podemos saber, es decir, que más allá de ese concepto
límite no tiene sentido emprender una tarea cognoscitiva. Así,
Wittgenstein plantea que más allá del lenguaje no existe nada a lo que
podamos tener acceso, y de ese modo delimita el ámbito de lo
cognoscible a través de lo que puede expresarse. Ese planteamiento es,
digamos, el primer y último peldaño de la escalera que deberemos
arrojar una vez que la hayamos ascendido.

Wittgenstein plantea que más allá del lenguaje no existe nada a lo que
podamos tener acceso

Eso de lo que no se puede hablar es para Wittgenstein lo más


importante, como él mismo explicita. Si tratásemos de pronunciarnos
sobre lo que no nos es dado conocer entonces estaríamos incurriendo en
el error que se pretende evitar de partida. Y al señalar Wittgenstein las
limitaciones del lenguaje a lo largo de la obra, en un ejercicio de
demarcación, está mostrando también su potencial, porque si no se
delimitara tampoco podríamos conocer su extensión, esto es, hasta
dónde puede abarcar. Pero a Wittgenstein no le interesa tanto levantar
un edificio conceptual, sino más bien tender los puentes hacia unos
fundamentos lo más claros posibles y con una consistencia firme, para
que, una vez cumplida esa tarea, se pueda llevar cabo una construcción,
sabiendo dónde y de qué manera pueden establecerse los pilares.

Esos fundamentos que permiten establecer el ámbito de validez del


lenguaje nos conducen a pensar que, en realidad, la filosofía queda en
un plano distinto del estudio del lenguaje, que es la única forma legítima
de conocer el mundo. Porque para Wittgenstein la estructura interna del
lenguaje y su forma lógica tienen una absoluta correspondencia con el
mundo. El mundo y el lenguaje, en el fondo, compartirían una misma
esencia de tipo lógico. Esta importancia de la lógica que ya
apuntábamos al principio, y que constituye uno de los planos principales
de la obra, se explica mediante el sentido que encontraba en ella, que
no era otro que escapar de la oscuridad de los planteamientos
metafísicos.

Si existiera algo en el mundo que no pudiera expresarse mediante el


lenguaje no tendría sentido pronunciarse al respecto; solamente cabría,
en caso de que esto fuera posible, mostrarlo, señalarlo. Aquello que
queda fuera del ámbito de la lógica y del lenguaje –es decir, a lo que
tradicionalmente se había dedicado la filosofía– no tiene sentido para
Wittgenstein como forma de expresión que pueda quedar fijada, y
además estas tendencias inherentes del ser humano son todas ellas una
y la misma. Wittgenstein identifica la ética, la religión y la estética como
la misma cosa. De ahí que lo que no es expresable solamente pueda ser
mostrado, llegado el caso. La dimensión ética del Tractatus que
mencionábamos al principio es una cuestión que queda plasmada en la
obra como el fondo, como lo no expresable pero sí existente dentro de
su proyecto gnoseológico.

La forma mística de la obra de Wittgenstein y la manera aforística que


tiene de expresar sus ideas son un buen indicativo de que no cabe
pronunciarse sobre esas cuestiones, sino que, en todo caso, solamente
pueden «estar ahí». Lo místico en la obra de Wittgenstein, que entraña
siempre la dimensión ética a la que apuntan en última instancia sus
planteamientos y, sobre todo, el derribo de la escalera, es una forma de
mirar el mundo. El principio y el fin de la filosofía sería entonces
reconocer y observar sus propios límites, que serían también los
nuestros, y guardar silencio sobre aquello que no podemos expresar.

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