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TEXTOS SOBRE LA FILOSOFIA

La esencia de la filosofía y la condición moral del conocer filosófico. Max


Scheler.
El problema de la esencia de la filosofía está erizado de dificultades, no por
incapacidad humana, sino a causa de la índole del asunto mismo. Estas dificultades no
se pueden comparar con las dificultades igualmente considerables que suelen
presentarse cuando se trata de circunscribir exactamente los objetos de las diversas
ciencias positivas. Es difícil separar con claridad, por ejemplo, la física de la química
(sobre todo desde que existe una química física), o decir qué es la psicología. Pero en
estos casos por lo menos es objetivamente posible y es necesario recurrir en toda
duda a conceptos básicos, filosóficamente aclarados, como materia, cuerpo, energía o,
respectivamente, «conciencia», «vida», «alma», es decir, a conceptos cuyo último
contenido aclara la filosofía de moda indudable. La filosofía en cambio, que, por así
decirlo, tiene que constituirse a sí misma a partir de la pregunta acerca de su esencia,
no puede proceder en forma semejante, en la medida en que no se refiere a un
particular contenido doctrinario de una determinada especie de la esencia de la
filosofía por ella buscada, es decir, a una teoría filosófica determinada o a un
«sistema» denominado filosófico —por lo cual cae en una especie de círculo. Pues aun
cuando tal contenido doctrinario sea filosófico —no sólo verdadero y capaz de
soportar la crítica—, esto presupone que se sabe de antemano qué es la filosofía y cuál
es su objeto. La referencia a la historia de la filosofía tampoco exime a la filosofía de la
tarea que he llamada de auto-constitución, puesto que, sin recurrir consciente o
semiconscientemente a una idea ya dada de la esencia de la filosofía, yo sólo podría
señalar, para empezar, qué ha sido llamado «filosofía», por diversos autores en
distintas épocas, y qué características comunes corresponderían a estos diversos
productos espirituales. De tal conocimiento histórico y sistemático de la filosofía del
pasado sólo puede esperarse con razón una determinada prueba y ejemplificación del
autoconocimiento de su peculiar esencia, hallada gracias a esta autoconstitución,
prueba y ejemplificación que tendría que delatarse en el hecho de que empresas
completamente distintas llamadas filosofía sólo adquieren un sentido unitario y un
nexo de desarrollo lógico, objetivo e histórico a la luz del autoconocimiento adquirido.
La tarea que he llamado autoconocimiento de la esencia de la filosofía por medio de la
filosofía también parece peculiarmente evidente por el hecho de que, de acuerdo con
su intención esencial, la filosofía, en todos los casos, tiene que elaborar su
conocimiento sin supuestos —o, digamos, para no anticipar que una decisión filosófica
pueda ser verdadera o falsa—, un conocimiento objetivamente lo más exento posible
de supuestos. Todo esto demuestra que no puede presuponer como verdaderos ni el
conocimiento histórico (tampoco, por lo tanto, el conocimiento de la historia de la
filosofía), ni cualquier conocimiento de las llamadas «ciencias» o de una sola de ellas,
ni el modo de conocimiento (ni contenidos aislados) de la cosmovisión natural, ni el
conocimiento de la revelación, por más que todos estos modos y materias de
conocimiento caigan por una parte —una parte que ella misma indaga en su
autoconstitución— en el dominio de los objetos de que se ocupa la filosofía (por
ejemplo, la esencia del conocimiento de la historia, la esencia de la ciencia histórica de
la filosofía, la esencia del conocimiento de la revelación, la esencia de la cosmovisión
natural). Las pretendidas filosofías, cuyos representantes, los respectivos «filósofos»,
ya admiten tales supuestos, atentan, por lo tanto, contra la primera característica de la
filosofía, la de ser el conocimiento más exento de supuestos, por lo menos en aquellos
casos en que no es un resultado especial del conocimiento logrado el hecho de que la
filosofía tenga que admitir en su tarea ciertos supuestos de índole determinada. Estos
ensayos de filosofía, contrarios a su esencia, pueden encontrar aquí nombres
especiales. Si presuponen como verdadero el conocimiento histórico desde cualquier
ángulo, se llama «tradicionalismo»; si presuponen como verdadero el conocimiento
científico, «cientificismo»; si presuponen como verdadero el conocimiento de
revelación, «fideismo»; si presuponen como verdadero los resultados de la
cosmovisión natural, «dogmatismo del sano entendimiento humano». En cambio, a
una filosofía que se constituye a sí misma auténticamente, sin supuestos, y que evita
tales faltas, la llamaré en adelante filosofía autónoma, es decir, filosofía que busca y
encuentra su esencia y su legitimidad exclusivamente por sí misma, en sí misma y en
sus elementos.

Los más grandes entre los antiguos todavía no habían caído en la pedantería que
acabamos de censurar, de definir la filosofía, ya sea como garantía de una necesidad
previamente dada, de cualquier organización social, o como dominio fácilmente accesible a
todos y presupuesto en el contenido de la cosmovisión natural y, por lo tanto, ya dado en el
contenido de la misma. Si bien —en contraste con los modernos— descubrieron el objeto de la
filosofía en un determinado dominio del ser, y no, como la filosofía de los tiempos modernos
de orientación esencialmente «gnoseológica», en el conocimiento del ser, ellos sabían que el
posible contacto del espíritu con este dominio del ser está ligado a un determinado acto de la
personalidad íntegra, a un acto que le falta al hombre orientado en la cosmovisión natural.

Cada vez que Platón trata de conducir al discípulo a la esencia de la filosofía aclara
reiteradamente y en distintas formas este acto. En forma tan plástica como profunda,
lo llama «el movimiento de las alas del alma»; en otra parte, un acto del ímpetu de la
totalidad y del núcleo del hombre hacia lo esencial; no como si lo «esencial» fuera un
objeto particular junto a los objetos empíricos, sino hacia lo esencial en todos los
posibles objetos particulares en general. Y él caracteriza la dynamis en el núcleo de la
persona, el resorte, aquello que realiza la elevación hacia el mundo de lo esencial,
como la forma suprema y más pura del «eros», es decir, aquello que más tarde, con
mayor precisión —en verdad ya como resultado de su filosofía— determina como la
tendencia o movimiento inherente de todo ser imperfecto hacia el ser perfecto o del
me óv hacia el óntos ón. Ya la palabra «filosofía» como amor a lo esencial —en la
medida en que la incógnita llevada por este movimiento del eros al ser completo no es
cualquier ente, sino el caso especial de un alma humana— lleva aún hoy el sello firme
e imborrable de esta fundamental definición platónica. Esta determinación más
precisa de la forma suprema del amor, como tendencia del no ser al ser, está
demasiado afectada por el contenido especial de la doctrina platónica como para que
podamos adoptarla aquí como fundamento. Más aún lo están aquellas características
platónicas de este acto, que constituyen al filósofo, y que lo presentan como mera
lucha, conflicto, contraste con la carne y con toda vida corporal y sensible. Ellas
inducen a considerar la meta del acto, a saber, el estado del alma, ante el cual el
objeto de la filosofía se ofrece, a los ojos del espíritu, no como una vida eterna del
espíritu en lo «esencial» de todas las cosas, sino como un eterno morir.
Por la tanto, ahora, que nos ocupamos de la esencia de la filosofía atengámonos
exclusivamente a las dos definiciones básicas con que Platón abrió para siempre al
hombre las puertas de la filosofía: 1. que es necesario un acto total del núcleo de la
persona, acto que no se encontraría en la cosmovisión natural ni en toda el ansia de
saber fundada aún en ella, para hacer comparecer ante los ojos del espíritu el objeto
de la filosofía, y 2. que este acto estaría fundado en un acto cuya esencia es un amor
nítidamente caracterizado. Antes de caracterizar independientemente a este acto,
podemos definir, pues, provisoriamente la esencia de la actitud espiritual, que en
todos los casos está formalmente en la base de todo filosofar, como acto determinado
por el amor de participación del núcleo de una persona humana finita en lo esencial de
todas las cosas posibles. Y un hombre del tipo esencial del filósofo es un hombre que
adopta esa actitud frente al mundo y lo es en la medida en que la adopta.

¿Por qué filosofar? – Filosofía y origen. Jean-Francois Lyotard.


En una obra de juventud, Diferencia entre el sistema de filosofía de Fichte y el de
Schelling (1801), Hegel escribe: «Cuando la fuerza de la unificación desaparece de la
vida de los hombres, cuando las oposiciones han perdido su relación y su interacción
activas y han adquirido la autonomía, aparece entonces la necesidad de la filosofía».
He aquí una respuesta clara a nuestra pregunta: ¿por qué filosofar? Hay que filosofar
porque se ha perdido la unidad. El origen de la filosofía es la pérdida del uno, la muerte
del sentido. Pero, ¿por qué se ha perdido la unidad? ¿Por qué los contrarios se han
hecho autónomos? ¿Cómo es que la humanidad, que vivía en la unidad, para quien el
mundo y ella misma tenían un sentido, eran significantes, como dice Hegel en el
mismo pasaje, ha podido perder este sentido? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde, cuándo,
cómo, por qué?
Comenzaremos volviendo a la cita de Hegel para entenderla mejor: ella manifiesta
claramente que la filosofía nace a la vez que algo muere. Este algo es el poder de
unificar. Este poder unificaba las oposiciones que, sometidas a él, estaban en relación e
interacción viva. Cuando este poder languidece, la vida de la relación y de la
interacción va hacia su ocaso y lo que estaba unido se hace autónomo, es decir, ya no
acepta más ley ni más posición que la suya. Donde reinaba una ley única que
gobernaba los contrarios, predomina ahora una multiplicidad de órdenes separadas,
desórdenes, un desorden. La filosofía nace en el luto de la unidad, en la separación y la
incoherencia, un poco al estilo del inicio de El zapato de raso. Hegel escribe en la
misma obra: «La escisión (la di-sensión, la dis-cordia, la duplicación, Entzweiung) es la
fuente de la necesidad de la filosofía».
Así pues, ¿de qué unidad o de qué poder de unificación habla Hegel? O bien —lo que
viene a ser lo mismo—, ¿cuáles son los contrarios, las oposiciones cuya escisión, cuya
duplicación coincide con la llegada de la filosofía? He aquí lo que dice Hegel en el
mismo pasaje: «Las oposiciones que bajo la forma de espíritu y de materia, de alma y
de cuerpo, de fe y de entendimiento, de libertad y de necesidad, etc., y de otras
muchas formas en círculos más restringidos eran antaño significantes y sostenían todo
el peso de los intereses humanos...». Detengámonos aquí un momento y volvamos a
esta enumeración.

Pero la crítica filosófica, al poner de manifiesto la no consistencia del sistema, busca su
inconsistencia (en el sentido fuerte), busca desvelar una consistencia más estrecha,
más tenue y más fuerte, una pertinencia mayor a la cuestión del Uno. En resumen, hay
más de un filósofo, Platón precisamente, o Kant, o Husserl, que, en el transcurso de su
vida, efectúa él mismo esta crítica, vuelve sobre lo que ha pensado, lo deshace y
vuelve a comenzar, ofreciendo la prueba de que la verdadera unidad de su obra es el
deseo que procede de la pérdida de la unidad y no la complacencia en el sistema
constituido, en la unidad recobrada. Lo que es cierto de un filósofo lo es también de la
serie de todos ellos; la discontinuidad que nos muestra la historia, la mezcla de lenguas
que en ella intervienen, la interferencia de los argumentos sólo pueden tener para
nosotros el valor tan irritante, tan decepcionante, de actos fallidos, de malentendidos,
de quidproquos, de desorden, en la medida en que las palabras que se dicen dan
testimonio de un deseo común, compartido; y mientras deploramos o ridiculizamos la
torre de Babel filosófica, alentamos a la vez la esperanza de una lengua absoluta,
estamos a la expectativa de la unidad.
Esta unidad no se ha perdido, pues, definitivamente; el hecho de que haya una historia
de la filosofía, es decir, una dispersión, una discontinuidad esencial a la palabra que
quiere pronunciar esta unidad, prueba sin duda que no poseemos el sentido; pero que
la filosofía sea historia, que el intercambio de razones y de pasiones, de argumentos
entre los filósofos se lleve a cabo en una amplia escala bien determinada, en cuyo seno
está sucediendo algo, quizá como en un juego de cartas o de ajedrez, eso es la prueba
de que los trozos recortados por la diversidad de los individuos, de las culturas, de las
épocas, de las clases, de la tela del diálogo filosófico, forman un conjunto, que hay una
continuidad, que es la del deseo de la unidad. La escisión de la cual habla Hegel no ha
pasado, sino que es precisamente en la actualidad permanente, absoluta, de esta
escisión, en la pérdida continua de la unidad, donde la filosofía puede diversificarse,
perder la continuidad. La separación de antaño es la misma de hogaño, y, puesto que
antaño y hogaño no están separados, la separación puede ser su tema común. El deseo
de unidad es la prueba de que esa unidad falta, pero también la unidad del deseo
demuestra su presencia.
Nos habíamos preguntado por qué y cómo se perdió la unidad. Esta pregunta procedía
de aquel interrogante: ¿por qué desear?, el cual, a su vez, era una derivación de
nuestro problema: ¿por qué filosofar? Quizás ahora entendamos un poco que la
cuestión de la pérdida de la unidad no es simplemente histórica, no es una cuestión a
la cual el historiador puede responder completamente mediante un trabajo titulado
«Los orígenes de la filosofía». Acabamos de constatar que la historia misma, y de modo
especial la historia de la filosofía (pero es verdad de cualquier historia), manifiesta en
su textura que la pérdida de la unidad, la escisión que separa la realidad y el sentido,
no es un acontecimiento en esta historia sino, por así decir, su motivo: los criminalistas
entienden por motivo aquello que impulsa a obrar, a matar o a robar; la pérdida de la
unidad es el motivo de la filosofía en el sentido de que es lo que nos impulsa a
filosofar; con la pérdida de la unidad, el deseo se reflexiona. Pero los musicólogos
llaman también motivo al período del canto que domina toda la pieza, que le da su
unidad melódica: la pérdida de la unidad domina de esta forma toda la historia de la
filosofía, que es de hecho una historia.
Si quisiéramos pues situar en el siglo VII o bien en el V antes de nuestra era el índice
histórico de un supuesto origen de la filosofía, nos expondríamos simplemente al
ridículo que arrastra todo genetismo. El genetismo cree poder explicar al hijo por el
padre, lo ulterior por lo anterior; pero olvida, no sin futilidad, que si es verdad que el
hijo procede del padre —porque no hay hijo sin padre—, la paternidad del padre
depende de la existencia del hijo y no hay padre si no hay hijo; cualquier genealogía
debe leerse al revés (así es como ha llegado a la conclusión de que la criatura es el
autor de su autor, que el hombre ha creado a Dios lo mismo que Dios ha creado al
hombre). El origen de la filosofía está en el día de hoy.
Una última observación: al decir eso, nuestra intención no es pasar una esponja sobre
la historia y actuar como si no hubiese habido veinticinco siglos al menos de palabra, y
palabra reflexiva, de deseo que se traduce en palabra. Lo que quiero decir es
exactamente lo contrario: dar a esta historia su poder y su presencia, su «fuerza de
unificación» (Hegel) real, tomarla en serio, equivale a comprender que su motivo, la
cuestión de la unidad, no cesa de inquietarla. Porque si existe una historia (lo dijimos la
semana pasada) es porque la conjunción de los hombres con ellos y con el mundo no
se da de manera irreversible, porque la unidad del mundo para el espíritu, la unidad de
la sociedad para sí misma, y la unidad de estas dos unidades necesitan
permanentemente que sean restablecidas; la historia es la huella que deja detrás de sí
la búsqueda y la espera que se abre ante ella. Pero estas dos dimensiones, la del
pasado y la del futuro, sólo se pueden situar a ambos lados del presente porque éste
no está aún colmado, porque encubre una ausencia en su permanente actualidad,
porque no ha conseguido la unidad. Proust decía que el amor es el tiempo (y también
el espacio) que se hace patente en el corazón; la unidad de la falta de unidad es lo que
hace desplegar el abanico de la historia. Ustedes han comprendido que la filosofía es
historia de este modo, no de manera fortuita, por añadidura, sino por su misma
constitución, ya que ambas van en búsqueda del sentido.
Ya sabemos por qué es menester filosofar: porque se ha perdido la unidad y porque
vivimos y pensamos en la escisión, como dice Hegel; también sabemos que esta
pérdida es actual, presente, no pérdida en sí, y que no hay una unidad, por así decirlo,
transtemporal de esta pérdida. Tendremos que preguntarnos qué es lo que tiene que
ver el filosofar con esta pérdida única, permanente, del sentido, de la unidad, que se
pierde constantemente. Lo veremos en la próxima oportunidad.

Segundo manifiesto por la filosofía. Alain Badiou.


La necesidad en cierto modo existencial de un segundo Manifiesto se puede describir,
entonces, de esta forma: así como se declaraba mínima, hace veinte años, la existencia
de la filosofía, se podría sostener que hoy está igualmente amenazada, pero por una
razón inversa: está dotada de una existencía artificial excesiva. En Francia,
singularmente, la filosofía está por todos lados. Sirve de razón social a diferentes
paladines mediáticos. Anima cafés y centros de puesta en forma y bienestar. Tiene sus
revistas y sus gurúes. Es universalmente convocada, desde los bancos hasta las
grandes comisiones de Estado, para disertar sobre la ética, el derecho y el deber.
La razón de ser de este trastorno es un cambio de trascendental que concierne no
tanto a la filosofía como a su sucedáneo social, que es la moral. Efectivamente, desde
los “nuevos filósofos” y la caída de los Estados socialistas, solo se califica de filosofía a
la prédica moralizante más elemental. Toda situación es juzgada con la vara del
comportamiento moral de sus actores, el número de muertos es el único criterio de
evaluación de las tentativas políticas, la lucha contra los malos es el único “Bien”
presentable; en pocas palabras: se llama “ filosofía” a los argumentos de lo que Bush
llamaba la lucha contra “ el Imperio del mal” , mezcla confusa de restos socialistas y de
grupúsculos fascisto-religiosos en nombre de la cual nuestro Occidente lleva a cabo
sanguinarias campañas y defiende, un poco por todas partes, su indefendible
“democracia” . Digamos que no es posible existir como “filósofo” sino en la medida en
que se adopta, sin la más mínima crítica -en nombre del dogma “democrático” , de la
cantilena de los derechos del hombre y de diversas costumbres de nuestras sociedades
en lo que concierne a las mujeres, los castigos o la defensa de la naturaleza-, la tesis
típicamente yanqui de la superioridad moral de Occidente. Se podría formalizar así
este trastorno: así como la filosofía, hace veinte años, acorralada en ruinosas suturas
con sus condiciones de verdad, se veía asfixiada por inexistencia, hoy en día,
encadenada a la moral conservadora, se ve prostituida por una sobreexistencia vacía.
De donde se sigue que ya no se trata de reafirmar su existencia mediante operaciones
que apunten a de-suturarla de sus condiciones, sino de disponer su esencia tal como
se manifiesta en el mundo del aparecer, con el fin de distinguirla de sus falsificaciones
morales. Falsificaciones que, como ya he indicado, son tanto más virulentas cuanto
que redoblan la expansión del positivismo grosero (neurociencias, cognitivismo, etc.)
proveyéndole su indispensable suplemento de alma.
De lo que se trata hoy, en suma, es de desmoralizar a la filosofía. Lo cual equivale a
arriesgarse a exponerla de nuevo al juicio de los impostores y de los sofistas, juicio que
la acusación más grave, de la que fue víctima cierto Sócrates, resume así: “usted
corrompe a la juventud”. Muy recientemente, incluso, un crítico norteamericano hizo
aparecer, en una prestigiosa revista de Nueva York, un ataque que podía permitirse ser
de un nivel conceptual totalmente mediocre, dado que su objetivo no era otro que la
rectificación moral. Respecto de los jóvenes estudiantes y los docentes mal
informados, decía este fiscal, filósofos como Slavoj Zizek o yo somos reckless, término
que puede traducirse como “desprovistos de toda prudencia”. Es un tema tradicional
de los peores conservadores, desde la antigüedad hasta nuestros días: los jóvenes
corren gravísimos riesgos si se los pone en contacto con “malos maestros”, que van a
desviarlos de todo lo que es serio y honorable, a saber: la carrera, la moral, la familia,
el orden, Occidente, la propiedad, el derecho, la democracia y el capitalismo. Para no
ser reckless hay que comenzar por una subordinación rigurosa de la invención
conceptual a las evidencias “naturales” de la filosofía, tal como esa gente la entiende.
A saber: una moral blanda, o aquello que Lacan, en su lengua abrupta, llamaba “el
servicio de los bienes”.
Respecto de la superabundancia de existencia que, hoy en día, amenaza a la filosofía
con evaporarla en una figura a la vez conservadora y gruñona, asumiremos una
evaluación trascendental de su existencia que la lleve muy cerca de su esencia. Por
definición, la filosofía, cuando aparece verdaderamente, es reckless o no es nada.
Potencia de desestabilización de las opiniones dominantes, ella convoca a la juventud
a algunos puntos en que se decide la creación continua de una verdad nueva. Por eso
su Manifiesto trata hoy del movimiento, típicamente platónico, que conduce de las
formas del aparecer a la eternidad de las verdades. Ella se compromete, sin restricción,
en ese proceso peligroso.
En el mundo en que estamos, la filosofía solo puede aparecer como el inexistente
propio de toda moral y de todo derecho, en la medida en que moral y derecho
permanecen -y no pueden sino permanecer- bajo la dependencia de la increíble
violencia desigualitaria infligida al mundo por las sociedades dominantes, su economía
salvaje y los Estados que, más que nunca, según la fórmula de Marx, son solamente los
“fundados por el poder del Capital”. O, más precisamente: la filosofía aparece en
nuestro mundo cuando escapa al estatuto de inexistente de toda moral y de todo
derecho. Cuando, invirtiendo ese veredicto que la abandona a la vacuidad de filosofías
tan omnipresentes como serviles, adquiere la existencia máxima de lo que ilumina la
acción de las verdades universales. Iluminación que la lleva mucho más allá de la figura
del hombre y de sus “derechos”, mucho más allá de todo moralismo.
Y en estas condiciones es apenas posible, en efecto, que una fracción de la juventud
reconozca un surgimiento filosófico verdadero sin que lo que la ataba a la pura y
simple persistencia de lo que es se corrompa de modo duradero. Es así, eternamente,
como Sócrates es juzgado.

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