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En esta nota presento la primera parte de un escrito que preparé para la

intervención de apertura en el debate sobre teoría del valor con Juan Carlos
Cachanosky (ver aquí), quien adscribe a la corriente de economistas
conocida como “austriaca”, esto es, ubicada en la tradición de Menger,
Böhm Bawerk, Wieser, von Mises y Hayek.

Debido a las limitaciones de tiempo, en mi intervención sólo utilicé una


parte del texto que había preparado. Aquí lo presento de forma completa,
pero además agregué pasajes en respuesta a objeciones y críticas que
realizó JCC en el debate, así como también respondo (en la segunda parte
de esta nota) a una crítica por escrito que puede consultarse en

http://puntodevistaeconomico.wordpress.com/2014/03/10/cambio-de-
preferencias-sin-cambios-en-los-precios-relativos/.

La relevancia del debate justifica que le dediquemos tiempo y espacio (de


ahí que voy a publicar el escrito en varias partes, para que la gente tenga
tiempo de evaluar a fondo los argumentos). Como es conocido, la teoría del
valor trabajo de Marx es la base de su explicación del origen del plusvalor.
De manera que sustenta la crítica del modo de producción capitalista. La
teoría del valor utilidad, por el contrario, niega que el capitalismo sea un
modo de producción basado en la explotación, y se presenta como una
alternativa radical a la teoría de Marx. Dado además que las dos teorías
postulan una fuente del valor autónoma –trabajo o utilidad- ambas evitan
incurrir en un razonamiento circular; lo cual nos lleva de manera directa a
las cuestiones teóricas fundamentales. Aclaro que hay razonamiento
circular cuando se afirma, por ejemplo, que el valor del bien X está dado
por el valor del trabajo empleado en producir X, ya que aquí la explicación
sólo remite del valor de X al valor del trabajo empleado en X.

A fin de introducir las cuestiones en discusión, comienzo destacando los


muy diferentes enfoques y explicaciones del movimiento tendencial de los
precios que se desprenden de ambas teorías.

La teoría austriaca del valor utilidad

Una ventaja que tiene el polemizar con los economistas austriacos es que
éstos, a diferencia de los neoclásicos modernos, sostienen que es necesaria
una teoría del valor, y que además, las cuestiones fundamentales no se
resuelven apelando a formulismos matemáticos, como se estila en los
manuales de microeconomía usuales. Por eso, la polémica gira en torno a
los principios conceptuales, a los fundamentos.
La idea primordial de los austriacos es que el valor deriva de la utilidad que
el consumidor asigna al bien que compra. Por eso, el énfasis está puesto en
la relación del individuo con sus necesidades y el bien. “El valor de los
bienes se fundamenta en la relación de los bienes con nuestras necesidades,
no en los bienes mismos”, escribe Menger (p. 108). En consecuencia, el
valor “es la significación que unos bienes concretos o cantidades parciales
de bienes adquieren para nosotros, cuando somos conscientes de que
dependemos de ellos para la satisfacción de nuestras necesidades” (pp. 102-
3). La valuación que realiza el consumidor consiste en preferir un
incremento particular de una cosa sobre incrementos de cosas alternativas
(una forma de evitar la objeción conocida como “la paradoja del diamante
y el agua”, ver más abajo). El individuo establece una escala o ranking de
preferencias, y los precios constituyen el reflejo de esa escala.

Por lo tanto, y siempre según los austriacos, el valor no se produce ni puede


producirse. De ahí que rechacen la tesis de que el capital genere valor y que
el interés se explique por la productividad marginal del capital; o que el
salario sea igual a la productividad marginal del trabajo. Como explica
Böhm Bawerk, la producción sólo genera bienes que tienen valor a partir
de la valorización que hacen de ellos los consumidores. De aquí también
que el valor de los medios de producción se establezca por imputación
“hacia arriba”, a partir del valor de los bienes finales, o de consumo. Por
ejemplo, el precio de una herramienta que se utiliza para producir bauxita
deriva de la utilidad del consumo del aluminio; utilidad que determina la
utilidad de la alúmina y por lo tanto su precio; del que a su vez se deriva la
utilidad y el precio de la bauxita; de la que a su vez se deriva la utilidad y el
precio de la máquina que permite extraer la bauxita. Los austriacos
sostienen que esto no tiene nada de artificioso, y que cualquiera puede
deducir muy fácilmente la forma en que se determinan los precios. El valor,
según esta óptica, siempre deriva de la significación que los consumidores
finales dan a los bienes.

La teoría marxista del valor y dos tipos de precios

La teoría de Marx sostiene que el valor es generado por el trabajo humano;


por eso tienen valor las mercancías que son reproducibles con trabajo
humano. En el capítulo 1 de El Capital Marx define al valor como tiempo
de trabajo socialmente necesario, objetivado, en la mercancía (ampliamos
más adelante). Esta idea general, sin embargo, es presentada en dos
instancias que se corresponden tanto a la concatenación lógica de los
argumentos, como al desarrollo histórico. La primera, contenida en los
primeros capítulos de El Capital, supone una sociedad de productores
simples de mercancías, y la libre competencia. Esto significa que todavía
no hay capital, trabajo asalariado ni plusvalía. Dado que la tesis central es
que el trabajo es la única fuente de valor, se desprende muy fácilmente (una
demostración rigurosa más adelante) que en una sociedad de productores
simples de mercancías (esto es, con tasa de ganancia cero) los precios son,
aproximadamente, directamente proporcionales a los tiempos de trabajo
requeridos para su producción, dada una tecnología e intensidad promedio.

Naturalmente, la idea de que la única fuente del valor es el trabajo humano


social es el basamento de todo el desarrollo teórico posterior de Marx. Es
que admitida la tesis, deberá admitirse luego que la plusvalía es tiempo de
trabajo no pagado. Por eso los economistas austriacos están obligados a
criticar la teoría de Marx en este nivel. De manera que nos focalizaremos
en este análisis de Marx, que a su vez contiene una crítica a cualquier
intento de explicar el valor por la utilidad.

La segunda instancia de la presentación de Marx ocurre cuando tenemos en


cuenta que en el modo de producción capitalista las mercancías no se
intercambian como productos de productores simples, sino como productos
de capitales que exigen participación en la masa global de plusvalía en
proporción a su magnitud, aunque sus composiciones de valor (esto es, de
capital constante y capital variable) sean distintas. Por lo tanto, las
mercancías, en tanto productos del capital, se intercambian a precios que
oscilan en torno a los precios de producción. Es que a través de los
mecanismos competitivos surge una tasa media de ganancia que determina
el recargo que el capitalista hace sobre los costos de producción (lo
invertido en salarios y medios de producción). Es lo que en los libros de
texto de economía aparece como el mark-up, del que nadie parece dar
cuenta teórica. En la teoría de Marx ese mark-up está determinado por la
ley del valor trabajo.

Vemos entonces que Marx sostiene que los precios en la sociedad


capitalista no pueden ser proporcionales a los valores. Por eso distingue
dos escenarios, uno que corresponde a una sociedad de productores simples
de mercancías, otro configurado por la producción capitalista de
mercancías. De manera explícita sostiene que los precios directamente
proporcionales a los valores corresponden a “un estadio muy inferior al
intercambio a precios de producción, para el cual es necesario determinado
nivel de desarrollo capitalista” (p. 224, t. 3). Los precios de producción, en
cambio, corresponden a un modo de producción capitalista. Entonces que
el caso de la producción simple de las mercancías puede considerarse una
variante del caso particular (composiciones orgánicas iguales en todas las
ramas) de la explicación más compleja, referida a los precios de
producción.
Críticas sin sustento

Si bien el nudo de las diferencias entre los marxistas y austriacos está en


los argumentos en torno al capítulo 1 de El Capital, los austriacos insisten
en que la teoría de Marx fracasó a causa de la distinción entre precios
directamente proporcionales a los valores (correspondientes a una sociedad
sin capital) y precios de producción (correspondientes a una sociedad
capitalista). La crítica se desarrolla en base a tres argumentos: el primero
atribuye a Marx ideas que no dijo; el segundo afirma que hay contradicción
lógica entre los dos tipos de precios; el tercero sostiene que el planteo es
incorrecto porque es complicado, y esa complicación deriva de postulados
ad hoc.

En relación al primer argumento, el falseamiento de lo planteado por Marx


se advierte claramente en la Historia del pensamiento económico de
Murray Rothbard, en el capítulo dedicado a la teoría económica de Marx,
en el volumen 2. Para aquellos que no lo conozcan, digamos que Rothbard,
fallecido en 1995, continúa siendo uno de los principales referentes de la
corriente austriaca. Sus obras se han traducido a varios idiomas, se utilizan
como libros de texto, y dentro de la escuela se lo cita aprobatoriamente con
frecuencia.

Pues bien, Rothbard afirma que, según Marx, en la sociedad capitalista los
precios son proporcionales a los tiempos de trabajo empleados en la
producción. Sin embargo, Marx dice explícitamente que no son
proporcionales. Rothbard también sostiene que Marx no solucionó la
cuestión planteada por el hecho de que, según la teoría del valor, el trabajo
es la fuente de la plusvalía, las composiciones orgánicas entre ramas
difieren, y las tasas de ganancia tienden a igualarse. Falso de nuevo, Marx
dejó una solución al problema. A Rothbard puede no gustarle, pero no
puede negar que está presentada la solución a un problema en el que se
había trabado Ricardo. En otras notas, además, he demostrado que el
llamado problema de la transformación no presenta ninguna dificultad
particular (aquí y aquí). Rothbard también afirma que a causa de las
contradicciones que enfrentaba en su teoría, Marx “muy pronto dejó de
trabajar en El Capital” (447). Pero éste es otro disparate: Marx trabajó en
esa obra hasta poco antes de morir; de hecho, le dedicó 38 años de su vida.

En este punto entonces es necesario hacer una observación de método: toda


crítica exige como premisa el rigor, y éste debe empezar por reconocer el
principio de “realismo epistemológico” en referencia a los textos. Como
dice Umberto Eco, las interpretaciones de texto son abiertas, pero esto no
puede tomarse como sinónimo de arbitrariedad, ni para hacerles “decir” lo
que nos conviene. Por caso, no se puede atribuir a Marx la idea de que el
trabajo tiene valor; o que la tierra es capital; y similares afirmaciones, como
hacen libremente los economistas austriacos. Este proceder, además, nos
obliga a estar siempre despejando falsedades y confusiones, con el
resultado que se oscurecen los argumentos principales. Curiosamente, por
otro lado, Rothbard afirma que los marxistas “no actúan como científicos
honestos” (p. 449, t. 2).

Voy ahora al segundo cargo austriaco, que dice que Marx incurrió en
contradicción lógica al afirmar la existencia de los dos tipos de precios.
Para sostener esta acusación, y teniendo en cuenta el principio aristotélico
de no contradicción, habría que demostrar que Marx afirma que un mismo
sujeto (en este caso, el modo de producción capitalista) tiene, bajo el
mismo respecto y contemporáneamente, dos determinaciones opuestas
(precios directamente proporcionales a los tiempos de trabajo y precios
determinados por la igualación de la tasa de ganancia). Por supuesto, los
economistas austriacos no tienen manera de demostrarlo, porque Marx dice
precisamente lo opuesto. Sin embargo, insisten con la cantinela de la
“contradicción”.

Por último, tenemos la crítica que dice que la distinción entre los dos tipos
de precios de Marx es un agregado ad hoc, para “salvar” afirmaciones
anteriores, y por eso conforma una teoría demasiado complicada. Un
argumento que ha repetido Juan Carlos Cachanosky en el debate, y no sólo
en lo referido a los precios de producción. Así, aplicó esta crítica a las
distinciones entre valores y precios, entre valor de la fuerza de trabajo y
trabajo, y entre tierra y capital. Se trataría de soluciones propuestas por
Marx a problemas específicos, no generalizables, y concebidas para salvar
el núcleo central de su teoría de supuestas anomalías (es lo que se entiende
en filosofía por explicaciones ad hoc).

La respuesta a esta crítica es sencilla: no existen los planteos ad hoc cuando


las distinciones conceptuales se corresponden con el desarrollo lógico. En
otros términos, para decir que se trata de soluciones específicas agregadas a
posteriori del planteo conceptual primero, hay que demostrar que no existe
conexión interna entre las categorías tratadas y esas «soluciones». Y esto es
lo que no pueden hacer Cachanosky ni el resto de los críticos austriacos
cuando abordan la teoría de Marx. Por ejemplo, ya en el mismo planteo de
qué es valor está contenida la distinción entre valor y precio, así como la
tesis de que el trabajo no tiene valor. No se puede entender la noción de
valor, presentada por Marx en el capítulo 1 de El Capital, si se pasan por
alto estas cuestiones, ya que son inherentes al concepto. Pero Cachanosky,
o Rothbard, ni siquiera se detienen en ellas, y por eso no tienen manera de
demostrar que, por ejemplo, la distinción entre valor y precio sea un
postulado ad hoc. Pero si aquí no hay solución específica, mal se puede
afirmar que hay contradicción entre valor y precio de producción; o que el
último constituye una solución ad hoc para proteger la teoría del valor de
eventuales refutaciones.

Ante esto, sólo quedaría como recurso a los críticos afirmar que la teoría
de Marx debe de estar equivocada porque los conceptos en sí son
complicados (fue insinuado en el debate). Con lo cual tendríamos como
bonita conclusión que la validez científica de una teoría estaría
condicionada a la simpleza de sus afirmaciones. Algo así como “cuanto
más simplota una teoría, tanto mejor”. Pero este criterio llevaría al desastre
a cualquier ciencia. ¿Qué diríamos del físico que rechazara la teoría de la
relatividad, o la mecánica cuántica, por ser “demasiado complicadas”? En
particular, las relaciones sociales son complejas, y por eso no siempre se
dejan captar con las nociones simples, que son las que generalmente
expresan los fenómenos de «superficie» de la sociedad.

Bienes reproducibles, no reproducibles y la generalidad vacía

Señalemos también que la teoría del valor trabajo de Marx se aplica a los
bienes que son reproducibles, de manera que supone que hay competencia
por el lado de la oferta. Si alguien es propietario de una damajuana de agua
en el desierto, y está frente a una persona que desfallece de sed, podrá
vender el agua según la desesperación y recursos que tenga la persona
sedienta (y según la codicia del vendedor). Casos como éste hacen las
delicias de los austriacos. Pero aquí el marxismo sostiene que no hay ley
que rija el precio; éste depende del capricho y de la intensidad del deseo de
compra. El economista austriaco dice lo mismo, pero agrega que esa
declaración constituye una “teoría del valor”. Un marxista dice, en cambio,
que esa afirmación no encierra teoría alguna (porque es imposible
establecer vinculaciones sistemáticas entre variables que determinen el
precio). Y agrega que sólo hay teoría cuando hay ley económica, y que esta
última opera sólo si hay competencia por el lado de la oferta. En términos
modernos, si la curva de oferta es horizontal (competencia por el lado de la
oferta y suponemos rendimientos constantes) la curva de demanda sólo
determina la cantidad transaccionada, no el precio. Y en este caso, dice
Marx, hace falta una teoría que dé cuenta de una ley económica.

En cuanto a los casos del tipo “desierto y soy el único que ofrece agua a
caminantes sedientos”, si bien no están sometidos a ley económica alguna,
no son importantes para entender el funcionamiento del capitalismo. Es que
el modo de producción capitalista no se distingue por la escasez de la
oferta, sino por la capacidad de reproducir, y en escala ampliada, la oferta
(¿alguien oyó hablar de la producción en masa?). Por eso Marx (también
Ricardo) distingue entre el escenario de monopolio y el escenario de la
libre competencia: en el primero no hay ley económica que explique los
precios. El economista austriaco volverá a decir que es más sencillo
explicar que el precio depende de la significación que el consumidor da al
objeto, sea bajo monopolio (desierto, sed, único poseedor de agua) o libre
competencia (supermercado con muchas botellitas de agua de varias
empresas y consumidores comparando precios). A esto le llamará una
“teoría general del valor”. Desde el enfoque marxista, se trata de una
generalidad vacía: cuando el universal pasa por alto la riqueza de lo
particular, es abstracto y deja de explicar. Casos particulares esencialmente
distintos no se pueden subsumir bajo el mismo universal sin deslizarse a la
vaciedad.

La ley del valor trabajo gobierna los precios de producción

Una tesis clave de Marx, y relacionada con este debate, dice que al
introducir los precios de producción como los centros de gravitación en
torno a los cuales giran los precios del mercado, la ley del valor trabajo
sigue rigiendo los precios. Esto sucede por dos razones. La primera, porque
la ganancia es valor generado por el trabajo humano. Esto significa que la
masa de ganancia que se apropia el capital de conjunto no es arbitraria, y
por lo tanto, tampoco lo es la tasa media de ganancia.

La segunda forma en que se evidencia que la ley del valor gobierna los
precios de producción es por los cambios en la productividad, y sus efectos
en los precios. En palabras de Marx: “La ley del valor rige su movimiento
(de los precios de producción) al hacer que la disminución o el aumento del
tiempo de trabajo requerido por la producción haga aumentar o disminuir
los precios de producción” (p. 227, t. 3). Esto significa que, según esta
teoría, los precios de los productos de las ramas en que haya mayor
aumento relativo de productividad (o sea, reducción de tiempo de trabajo
por unidad de producto) caerán, en promedio; y lo inverso sucederá con los
productos de las ramas con menores ganancias de productividad.

La necesidad de explicar lo que sucede

Salgamos ahora un momento del gabinete de discusión para echar un


vistazo a algunas realidades. Tomemos los precios del petróleo en EEUU.
Éstos se mantuvieron relativamente estables durante décadas; entre 1948 y
1973 oscilaron (a precios constantes) entre los 22 y los 25 dólares. En 1973
dieron un salto a 44 dólares, luego fluctuaron con un pico de 106 en 1980,
mínimos de 17 en 1998, para comenzar a subir sostenidamente desde 2000,
ubicándose en 91 en 2013 (datos del Bureau of Labor Statistics, EEUU).
Según especialistas en petróleo y ejecutivos de la industria, el ascenso
tendencial de los precios del petróleo y del gas, en particular desde
principios de los 2000, se debe a que ya se están agotando las fuentes
tradicionales de petróleo barato, y cada vez es necesario ir a pozos más
profundo, y muchas veces más lejanos de los centros de consumo.
Actualmente un pozo de 3000 metros de profundidad en el océano, y un
gasoducto de 2000 o 3000 kilómetros pueden exigir inversiones de varias
decenas de miles de millones de dólares. Dados estos aumentos de costos,
los ejecutivos de la industria pìensan que los precios se van a mantener
altos en los próximos años. Desde el punto de vista del marxismo, este
movimiento tendencial de precios no resulta difícil de explicar: en
promedio, hay que destinar más tiempo de trabajo social a la producción de
petróleo y gas porque bajó la productividad al agotarse los recursos más
accesibles. El economista austriaco, en cambio, explicará que los precios
simplemente aumentaron porque la gente decidió darle esa significación a
los bienes de consumo que contienen derivados del petróleo (recordar el
ejemplo de la bauxita).

Tomemos ahora los productos agrícolas, más precisamente, del maíz, en


EEUU. Entre 1950 y 2000 la cantidad de trabajo necesaria para producir
100 bushels de maíz bajó de 20 horas a 3 horas (el cálculo lo hizo la
USDA), Entre 1950 y 2000 cada granjero de EEUU produjo en promedio
12 veces más de output agrícola por hora trabajada que un granjero en
1950. Entre 1948 y 2004 el empleo agrícola disminuyó 3,2% por año pero
el producto por trabajador aumentó 4,9% por año, Los precios agrícolas
bajaron en relación al índice general de precios: con base 100 en 1948, en
2004 estaban en alrededor de 200 mientras el índice general de precios
rondaba 680. En 1950 el bushel de maíz ajustado a dólares de 2010 estaba a
12 dólares. En 1999 estaba a 3 dólares, o sea, había caído 75% entre 1950 y
2000. En los 2000 el maíz aumentó, debido al aumento de la demanda y la
reducción de tierra arable. Pero aun así, en términos reales el precio del
maíz, a fines de 2013, estaba más bajo que a comienzos de los años 1980
(Fuglie, McDonald, Ball, 2007). Los autores sostienen que estos aumentos
de productividad están detrás de la caída tendencial de los precios. Es una
explicación lógica desde el punto de vista de la teoría de Marx. Pero no
para el austriaco, que nos volverá a decir que los precios son lo que son
porque los consumidores le dieron esa significación a los granos y otros
productos agrícolas.

Vayamos a otro ejemplo, ahora más general. Según datos del Bureau of
Labor Statistics los sectores con ganancias más altas en productividad por
hora de trabajo entre 2000 y 2010 fueron equipos de telecomunicaciones
sin cable (16,5% anual); manufactura de computadoras y equipo periférico
(9,5%), equipos electrónicos; otras industrias, como producción de
vehículos (5,4%), también tuvieron aumentos significativos de
productividad. Para el promedio de la economía no agrícola la
productividad aumentó al 2,4% anual, y en extracción de gas y petróleo
descendió el 2,5% anual.

Luego el BLS constata que en las industrias en las que cayeron los precios
estuvieron asociadas generalmente con aumentos de productividad: equipos
de telecomunicación sin cable, manufactura de computadoras y equipos
periféricos, electrónica, manufactura de semiconductores y otros
componentes, tuvieron fuertes aumentos de productividad y esos productos
experimentaron sustanciales caídas de precios entre 2000 y 2010. En
contraste, minería de carbón, acero, tapicería y reparación de muebles,
mostraron caídas de productividad y aumentos de precios. De manera que
la evidencia recogida por el BLS parece de nuevo explicarse bastante bien
con la teoría del valor trabajo de Marx. Pero el economista austriaco
volverá a protestar: los precios relativos de los bienes informáticos y
telecomunicaciones bajaron y los de minería subieron porque así lo
quisieron los consumidores.

Llegados a este punto, regresemos a la discusión teórica fundamental: la


que gira en torno a las primeras páginas de El Capital. Mi argumento es
que la teoría del valor trabajo explica muy bien los resultados anteriores, y
que se puede demostrar por qué la teoría de la utilidad no puede hacerlo. Lo
que equivale a afirmar que es empíricamente irrelevante.

El nudo del debate está en los conceptos elementales

Por lo que hemos explicado en la primera parte (aquí), las cuestiones


decisivas ya están planteadas en el capítulo 1 de El Capital. Marx afirma
que en una sociedad de productores simples de mercancías, el trabajo es la
fuente del valor y descarta que pueda serlo la utilidad. Rothbard en su
Historia del pensamiento económico. sostiene que la explicación del
intercambio y del valor del capítulo 1 de El Capital es lógicamente
absurda; los economistas austriacos saben que éste es el punto nodal. Me
centro entonces en esta cuestión, que comprende las cuestiones básicas y
elementales. Debido a varias confusiones y cuestiones que se han suscitado
en el debate, he decidido darle a estas notas toda la extensión necesaria;
esto es, por encima de lo que había concebido originariamente como un
apunte para una intervención oral.

Conceptos elementales

Valor de uso
Empecemos señalando que el valor de uso, en Marx, es una condición
necesaria para que haya valores de cambio y valores. Si una mercancía no
tiene valor de uso para alguien, o para algunos, no se la demanda, y por lo
tanto no tiene valor (su precio es cero). De manera que no es cierto, como
sostienen los economistas austriacos, que según Marx el valor de uso no
tiene importancia. El concepto incluso es clave para entender la noción de
trabajo productivo de Marx: si un trabajo no afecta al valor de uso, no
genera valor, y por lo tanto es improductivo. Por ejemplo, el trabajo
implicado en los actos de compra y venta -que afectan sólo al cambio de
forma social, de dinero a mercancía o viceversa- es improductivo, aunque
necesario para la sociedad productora de mercancías.

En segundo término, el valor de uso se relaciona con la utilidad que obtiene


el consumidor del bien, y desde este punto de vista afecta al ámbito de lo
subjetivo. Sin embargo, también tiene anclaje en las propiedades físicas de
la mercancía. Este aspecto es cuestionado por muchos austriacos porque
buscan desconectar la valoración de la utilidad de todo aquello que tenga
que ver con propiedades objetivas (esto es, del objeto y objetivamente
medibles). Pero la realidad es que las propiedades físicas de los objetos
afectan al valor de uso y a la utilidad; cualquier ingeniero, por ejemplo,
tendrá muy en cuenta la resistencia de los materiales a la hora de elegir las
piezas que componen una máquina o una estructura, o la conductividad de
un metal, si se trata de transporte de electricidad, etcétera. Son propiedades
físicas, objetivamente medibles, que existen por fuera de la valoración de
los sujetos, y son determinantes en la utilidad que los seres humanos
obtienen de los bienes.

Por otro lado, esas propiedades materiales existen con independencia de la


forma social, o propiedad social. Por ejemplo, una pieza de acero puede
tener determinada resistencia, con independencia de si es una mercancía, o
si su precio aumenta o baja. Éste es el punto de partida para comprender
por qué el valor de uso se ubica en otro orden de análisis del que lo hacen
las propiedades sociales, entre ellas el valor. Dicho en otros términos, el
grado de utilidad está condicionado por las propiedades materiales, en
relación a las necesidades humanas, y por lo tanto es independiente de la
forma social: el trigo o el hierro tienen utilidad con independencia de que
se trate de una sociedad capitalista, productora simple de mercancías o
comunista. El precio, en cambio, no existe si no hay mercancías y mercado,
o sea, si no existen determinadas relaciones sociales entre los productores;
esto es, el precio se inscribe en el orden de una propiedad social,
cualitativamente distinta de la propiedad física.
En tercer lugar, dado que los valores de uso son distintos, según las
mercancías, también las utilidades (o los “servicios” que prestan los bienes
como valores de uso; véase Marx, 1980, p. 20) que los consumidores
obtienen de los bienes que consumen son muy distintas. Además, las
utilidades que los individuos sacan de los bienes que consumen no
convergen hacia alguna medida social común. Aunque las necesidades
están condicionadas socialmente, no existe fuerza social que mueva hacia
la convergencia de las utilidades.

Obśervese por último que si se admite que las necesidades están


condicionadas socialmente, es imposible derivar el comportamiento
agregado, o macro, de los consumidores en el mercado de sus
comportamientos individuales. En otras palabras, es imposible aplicar el
individualismo metodológico en el análisis, como hacen los austriacos. Si
bien lo individual tiene importancia, lo social tiene prioridad explicativa, y
esto se aplica al mercado y el consumo. Somos formados socialmente como
consumidores, diríamos que casi desde que nacemos.

Valor de cambio (precio)

El valor de cambio es definido por Marx como la proporción cuantitativa


en que se intercambian dos mercancías. Si X e Y se intercambian en la
proporción de 1:1 el valor de cambio de X, expresado en Y, es 1. Cuando
hay dinero, el valor de cambio es el precio de las mercancías.

Eñ valor de cambio es objetivo, esto es, se trata de una propiedad del objeto
y constatable por cualquiera que participe en el mercado. Precisemos que
objetivo no significa natural; como ya dijimos, el precio es una propiedad
social objetivada en bienes. Además, y a diferencia de lo que ocurre con el
valor de uso, por vía de la competencia se impone una convergencia hacia
un único precio del bien en un mercado determinado. Por caso, si el
productor A quiere vender X a $120 y en el mercado se vende a $100, A
deberá resignarse a venderlo a $100, con independenca de la valoración
que tenga acerca de las virtudes de X (la alternativa es no vender, con lo
que puede conservar un bien que tiene poco o ningún valor de uso para él).

Valor de cambio, mercado y relación social

El análisis de la mercancía y del valor de cambio de Marx se desarrolla en


el marco de una concepción social que es opuesta a la defendida por los
economistas austriacos, quienes hacen eje en el individuo y sus
necesidades. El análisis de Marx es histórico y social. Parte del supuesto de
que los individuos siempre trabajaron en sociedad, y que toda sociedad
tuvo que administrar y repartir racionalmente los tiempos de trabajo
dedicados a satisfacer sus necesidades. Ésta es, según Marx, la primer ley
económica en cualquier forma de producción colectiva (el cuento de
Robinson es eso, un cuento). Y el carácter social de los productores simples
de mercancías, lejos de desaparecer, se acentúa. Es que cada productor
produce para él, pero no produciendo un bien que tenga utilidad directa
para él, sino para otros. Un panadero que produce 200 unidades de pan, y
consume por día 0,4 unidades, está produciendo pan independientemente
de sus propias necesidades, porque depende de los otros productores para
satisfacer éstas. De aquí resulta una interdependencia universal dentro de
un sistema de producción complejamente articulado. “La dependencia
mutua y generalizada de los individuos recíprocamente indiferentes
constituye su nexo social” (Marx, 1989, 84, t. 1). Una dependencia que, por
otra parte, “se expresa en la necesidad permanente del cambio y en el valor
de cambio como mediador generalizado” (idem, p. 83). Esto es, cada
individuo debe producir valor de cambio (dinero) para satisfacer sus
necesidades. Por eso, el valor de cambio es expresión necesaria de la
relación social entre productores. Éste es el fundamento último de la
afirmación que hicimos en el anterior apartado, acerca de la naturaleza
social del valor de cambio (o precio), y su diferencia con el valor de uso.
Es también el fundamento de por qué el precio se explica a partir de
catergorías sociales (como veremos, a partir de una actividad socialmente
determinada) y no puede explicarse desde lo subjetivo, o desde los deseos y
preferencias del átomo-individuo, como pretende la teoría de la utilidad.

Es desde este punto de vista, opuesto al individualismo metodológico, que


Marx también critica una de las ideas centrales de la teoría austriaca del
valor y más en general, de toda la apologética burguesa de la sociedad
mercantil. Según ésta, en el mercado “cada uno persigue su interés privado
y sólo su interés privado, y de ese modo, sin saberlo, sirve al interés
privado de todos, es decir, al interés general” (idem, p. 83). Marx observa
que de aquí se puede derivar un escenario de guerra de todos contra todos,
pero sin embargo, hay “un punto verdadero”, que es al mismo tiempo una
negación del principio del individualismo: “El punto verdadero está sobre
todo en que el propio interés privado es ya un interés socialmente
determinado y puede alcanzársele solamente en el ámbito de las
condiciones que fija la sociedad y con los medios que ella ofrece… Se trata
del interés de los particulares; pero su contenido, así como la forma y los
medios de su realización están dados por las condiciones sociales
independientes de todos” (idem, p. 84). En este sistema deberá entonces
encontrarse un principio que regule esta relación social mediada por
mercancías que se intercambian en determinada proporción cuantitativa
(véase más abajo).
Valor de uso y precio

En base a lo desarrollado hasta aquí puede entenderse por qué valor de uso
y valor de cambio son fenómenos de distinto orden. El valor de uso entra
en el ámbito de lo subjetivo, el valor de cambio en la esfera de lo objetivo.
Las utilidades son distintas para cada interviniente en el mercado, y no hay
fuerza que las haga converger. Los precios (o valores de cambio) son
iguales para todos los que intervienen en un mercado, en un momento
determinado. La utilidad no tiene una determinación cuantitativa precisa
(aunque hasta cierto punto se pueden ordenar las utilidades, razonando en
el margen, o dada una restricción presupuestaria). El precio no puede no
estar definido cuantitativamente.

Exploremos más a fondo estas diferencias entre valor de uso y valor de


cambio a partir de un ejemplo inspirado en un pasaje del capítulo 4 de El
Capital. Supongamos que los productores, A y B, intercambian los bienes
X e Y, valuados en $100 cada uno. Los intercambian porque para cada uno
el bien que entrega tiene menos utilidad que el bien que recibe. Más aún, en
la medida en que se ha profundizado la división social del trabajo y la
especialización, los bienes tienen prácticamente un valor de uso nulo, o casi
nulo, para quien lo ha producido. Por lo tanto, y aunque no podamos
cuantificarlo, podemos decir que una vez efectuado el intercambio tanto A
como B, han ganado en utilidad. Ésta es la base del intercambio, como
explica Marx reiteradas veces.

Sin embargo, desde el punto de vista del valor, ninguno ha ganado. A, que
poseía X, valuado en $100, luego del intercambio posee Y, también
valuado en $100. Lo mismo sucede con B. Ambos ganaron en utilidad,
pero no en valor. Pero si esto es así, la utilidad no puede ser valor. Y aquí
es donde a Rothbard, y al resto de los teóricos del valor utilidad, se les
presenta un problema insoluble, porque deben demostrar que la utilidad es
valor. Este sencillísimo ejemplo desbarata el intento. Las ganancias en
utilidad de A y B no dicen nada acerca del valor de X e Y. Por eso, no hay
forma de establecer relación cuantitativa alguna entre utilidad y precio.
Los precios de X e Y permanecen invariables, a pesar de las ganancias en
utilidad, que además son disímiles, y apenas comparables (Robbins diría
que incomparables). ¿Cómo puede ser que las utilidades expliquen
entonces la determinación cuantitativa que se expresa en el intercambio,
esto es, los precios? ¿Cómo pueden explicar las utilidades el hecho de que
X e Y se hayan intercambiado en la proporción exacta de 1:1? Ésta es una
pregunta clave que el teórico de la utilidad no puede responder.

Ley económica y medida


El paso analítico que sigue es determinar si existe alguna ley que rija la
proporción cuantitativa en que se intercambian los bienes. Lo que equivale
a encontrar una ley que regule la relación social establecida entre los
productores.

La pregunta por esta ley parte de una constatación empírica: las mercancías
tienden a intercambiarse en determinadas proporciones cuantitativas, al
margen de oscilaciones más o menos aleatorias. Esto es, los precios
observados oscilan en torno a “centros de gravitación” o “atractores”, que
se hacen visibles cuando los intercambios son repetidos y muchos
productores producen para el mercado. Aparece entonces la determinación
estadística, o de los grandes números. Si volvemos al ejemplo del vendedor
monopólico de botellas de agua en el desierto, allí no es posible detectar los
“centros de gravitación”; no hay atractor del precio del mercado porque
éste depende totalmente del capricho o intensidad del deseo. Lo mismo
sucede si la producción es ocasional. En cambio, si los intercambios son
repetidos por muchos compradores y vendedores, aparecen los “centros de
gravitación” de los precios de mercado, centros que se imponen a los
productores “como si fuera una ley natural reguladora” (Marx). Aquí el
adjetivo “natural” no quiere significar que se trate de una ley de la
naturaleza, sino de una ley objetiva, que los productores no dominan. Esa
ley debe explicar por qué los precios de mercado (esto es, agitados por las
oscilaciones de la oferta y la demanda) se mueven como si fueran atraídos,
durante períodos más o menos largos de tiempo, hacia relaciones
cuantitativas determinadas.

Nuevamente, en este punto se ponen de manifiesto los distintos puntos de


vista de la teoría del valor trabajo de Marx, y de la teoría del valor utilidad.
Esta última se limita a afirmar que los precios constituyen la expresión de
valoraciones subjetivas, sin poder avanzar más allá, hacia alguna forma de
determinación sistemática. O sea, se queda en el registro empírico de los
precios existentes, ya que jamás nadie pudo establecer alguna relación más
o menos sistemática entre evoluciones de preferencias y precios; ni siquiera
correlaciones (que como sabemos, tampoco conforman una teoría). Por eso
Pareto decía que dada la multiplicidad de las tasas de cambio la
construcción de una teoría del valor era imposible. O, en las palabras de un
analista de mercado: “La simple verdad es que todos los bienes que se
pueden comercializar valen lo que el próximo individuo quiera pagar por
ellos. No hay una medida objetiva de caro o barato” (tomado de la página
web de Bloomberg). Expresiones semejantes se vertieron en el curso del
debate con Cachanosky. Pero si esto es así, sólo queda aceptar la
diversidad, tal como aparece en la superficie del fenómeno, y limitarse a
decir que “cada precio reflejó la preferencia del consumidor”.
En la teoría de Marx, en cambio, hay un progreso desde el fenómeno tal
como aparece -las mercancías se intercambian en las más diversas
proporciones- hacia el principio regulador. Esta progresión la encontramos
en las primeras páginas de El Capital. Marx comienza diciendo que, en una
primera mirada, las mercancías parecen intercambiarse “sin orden ni
concierto”. En términos del pensamiento dialéctico (la influencia de Hegel
es indudable en esta exposición) estamos en el reino de la diferencia, y
parece imposible encontrar alguna identidad. Aquí se detienen los
economistas “a lo Pareto o analista de Bloomberg”. Sin embargo, el
pensamiento que profundiza no puede quedarse en la epidermis de la cosa.
Apenas examinamos la cuestión encontramos que las mercancías X e Y se
intercambian en cierta proporción. Esta proporción, que se repite, nos
muestra el camino de salida de lo contingente (adonde nos dejaba el
ejemplo del desierto y la botella de agua). Como Hegel explica en la
Lógica, en la misma razón entre cantidades se apunta a un subsistente por
debajo de la variación cuantitativa. Si, por caso, la relación cuantitativa
entre X e Y es 5 X/Y, los dos cuantos están relacionados por la proporción
5:1; proporción que se mantiene cuando el intercambio es 10/2 o 20/4,
etcétera. Este simple hecho evidencia que hay un eje ordenador interno; si
éste no existiera, las relaciones cuantitativas serían arbitrarias al variar los
valores absolutos de las cantidades intercambiadas (situación que ocurre en
la indeterminación en que nos deja la tesis “los precios relativos solo
expresan preferencias”).

De manera que si encontramos la permanencia de la razón en que se


intercambian las mercancías, estamos entrando en la esfera de lo
determinado. En esa razón emerge una determinación interna, la medida,
que es la unidad de la cantidad y la cualidad (véase Ciencia de la Lógica).
En otros términos, hay que pasar de los cuantos empíricos (los precios tal
como se registran) a “una forma general de determinaciones cuantitativas,
de manera que ellos se conviertan en momentos de una ley o de una
medida” (Doz, 1970, p. 45, comentando el concepto de medida de Hegel).
La medida debe entenderse como proporción; X e Y se intercambian en
cierta proporción, y si hay proporción hay ley interna. Entonces, si hay ley
reguladora, lo contingente juega un rol subordinado. Lo cual explica por
qué X e Y a veces se pueden intercambiar en proporción 5,1 o 5,2 o 5 o 4,8,
o 4,95… pero no en proporción 1000 : 1. Los órdenes de variación están
determinados por la ley interna. Y éste es el punto de partida para que haya
ciencia.

A su vez, para que la relación cuantitativa, o proporción, pueda ser


determinada por una ley, es necesario una unidad común, que tenga
existencia propia. De esa manera la relación cuantitativa es en lo esencial
un exponente, entre otros muchas proporciones cuantitativas, de esa unidad
(véase Doz, pp. 59 y ss). Es lo que explico en la siguiente parte de esta
nota.

Valor y trabajo abstracto

Marx presenta la ley económica que gobierna los intercambios en un pasaje


muy conocido, en el que se pregunta qué es lo que tienen en común dos
mercancías para que puedan compararse cuantitativamente. Afirma que
para comparar cuantitativamente, tiene que encontrarse algo en común en
las mercancías (es imposible comparar, por ejemplo, el color amarillo con
el logaritmo natural del número 37). Además, el elemento en común que
haga comparable a las mercancías debe ser determinable cuantitativamente.
Por eso, no puede tratarse de las características físicas, ya que éstas no son
reducibles a alguna proporción en común. Tampoco el valor de uso puede
ser el elemento común que haga comparable a las mercancías. Si, por
ejemplo, la utilidad que el productor A obtiene de Y es distinta de la que B
obtiene de X, y si X e Y se intercambian en la proporción de 1:1, la utilidad
no puede ser el elemento en común que se iguala en el intercambio.

Ahora bien, “si ponemos a un lado el valor de uso del cuerpo de las
mercancías, únicamente les restará una propiedad: ser productos del
trabajo” (Marx, 1999, p. 46, t. 1). Sin embargo, no puede tratarse de los
trabajos en tanto creadores de valores de uso, dado que los mismos son
idiosincŕaticos, y por lo tanto no son comparables. No tiene sentido
comparar cuantitativamente el trabajo de un tornero con el de un tapicero
en lo que respecta a sus especificidades; a igual que sucede con las
características físicas de los bienes, no hay forma de reducirlas a unidad
común. Pero sí tiene sentido comparar los trabajos invertidos haciendo
abstracción de sus formas concretas, ya que entonces “dejan de
distinguirse, reduciéndose en su totalidad a trabajo humano indiferenciado,
a trabajo abstractamente humano” (idem, p. 47). Esto es, a gasto humano
de energía. Ésta es la base material, fisiológica, de todo trabajo, concebido
como actividad destinada a la reproducción de los seres humanos.

A partir de esta deducción, Marx define el valor como el tiempo de trabajo


socialmente necesario para la producción, objetivado en la mercancía. Al
mismo tiempo, al deducir la propiedad común que hace comparables a X e
Y en tanto mercancías, llegamos a la ley económica que rige su
intercambio: los tiempos de trabajo. Por eso la medida se identifica con la
ley reguladora -tiempos de trabajo social- que a su vez explica la fuente del
valor.

La objetividad de las mercancías en cuanto valores y el mercado


Aunque por razones de espacio no puedo desarrollar completamente el
tema, tengamos en cuenta que el término “objetivado” alude a la necesidad
de que la mercancía se venda, esto es, realice su valor en la venta. La
cuestión se comprende fácilmente si recordamos que el valor es una
propiedad social (en términos de Marx, los valores de las mercancías son
expresiones de una misma unidad social, el trabajo humano) y objetiva (es
la mercancía X la que vale, con independencia de quien la posea). Dado
que la mercancía X no puede expresar su valor a través de sus
características físicas, lo hace a través de una relación con otra mercancía:
1 X vale 5 Y, por ejemplo. En esta relación se expresa el valor de X en
cuanto “objetividad”, esto es, en cuanto propiedad social y objetiva. Pero
eso sólo puede ocurrir en y a través del mercado. Por esta razón también el
trabajo no puede tener valor; el acto de trabajar crea el valor, pero no es
valor. Para que exista el valor el trabajo empleado debe pasar a una forma
objetiva, convertirse en una propiedad de la mercancía. Y esto ocurre
cuando la mercancía expresa esa propiedad objetiva relacionándose con
otra mercancía.

Por eso Marx dice que el valor se genera en la producción, y se realiza en la


venta (contra lo que sostienen los economistas austriacos, en la teoría de
Marx el mercado importa). Es que pudo haberse trabajado en la producción
de X, pero si X no se puede vender, por la razón que sea, el trabajo no
habrá generado valor. La razón más esencial es que los trabajos, que se
realizan como trabajos privados deben validarse en tanto partes del trabajo
social, y esta validación se concreta a través de la reducción de los
productos, y los trabajos privados, a valores de cambio, más
específicamente, a dinero. Por eso, en la concepción de Marx, el valor no
surge de una relación privada entre el trabajo individual y la mercancía
(como sucede en el enfoque de Ricardo), sino de una relación social de los
trabajos individuales, que son partes integrantes del trabajo total social.

Esto significa también que sólo bajo un determinado tipo de sociedad -


propietarios privados de los medios de producción- el trabajo privado
adquiere un doble carácter social: debe ser productor de valores de uso y de
valor. En la sociedad capitalista este hecho se expresa en que los
capitalistas no producen con vistas a producir valores de uso, sino con el fin
de producir valor que incrementa el valor del capital adelantado. Es un
enfoque distinto del que presentan la ortodoxia neoclásica, la corriente
austriaca o Keynes, con su énfasis en el valor de uso como el objetivo
único de la producción (en esta visión, pareciera que Carlos Slim o
Rockefeller siguen invirtiendo por afán de obtener valores de uso).

El principio fundamental de la economía, visiones contrapuestas


El argumento de Marx se inscribe, a su vez, en una perspectiva histórica y
social que tiene como eje la centralidad del trabajo humano. La cuestión
está planteada en una carta a Kugelman, del 11 de julio de 1868, donde
explica que aunque no hubiera escrito ningún capítulo sobre el valor, “el
análisis de las relaciones sociales hecho por mí contendría la prueba y
demostración de la relación real de valor” (Marx y Engels, 1973, p. 206). Y
a continuación observa que hasta un niño sabe que si un país dejara de
trabajar siquiera por unas pocas semanas, moriría. Por lo tanto, cualquiera
sea la forma histórica de producción, siempre hubo que comparar y
determinar cuantitativamente los trabajos humanos, porque siempre hubo
que distribuir los tiempos de trabajo según alguna proporción definida. De
manera que también en la sociedad capitalista los trabajos humanos, que se
realizan bajo la forma privada, deben compararse, medirse y distribuirse.
Lo que hay que demostrar entonces no es que en la sociedad productora de
mercancías los trabajos se comparan -esto es lo que hizo siempre la
humanidad- sino mostrar la forma en que lo hacen, y la razón por la cual se
comparan a través del intercambio de “cosas que valen”. “No se puede
eliminar ninguna ley natural. Lo que puede variar con el cambio de las
circunstancias históricas es la forma en que operan esas leyes” (idem). Y en
otro escrito explica que “economía de tiempo, a esto se reduce finalmente
toda la economía” (Marx, 1989, p. 101, t. 1). Aquí el punto de partida del
análisis es la producción realizada bajo forma social: “Individuos que
producen en sociedad, o sea, la producción de los individuos socialmente
determinada: éste es naturalmente el punto de partida” (idem, p. 3).

Esta concepción que hace eje en la producción, y en las relaciones de


producción, como la instancia determinante de la economía, está vinculada
estrechamente a la idea de que el trabajo, en tanto actividad humana
socialmente determinada, es la única fuente del valor. O, como explica
Marx comentando a Ricardo, “el valor de cambio de las cosas es una
simple expresión, una forma social específica, de la actividad productiva de
los hombres, algo por entero distinto de las cosas y de su uso como tales
cosas…” (Marx, 1975, p. 150, t. 3).

En Menger, en cambio, la economía es, en lo esencial, la actividad


dedicada a formarse una idea de las necesidades de los seres humanos y a
calcular la cantidad de bienes que disponen para cubrirlas (véase pp. 83 y
ss.). En este enfoque la actividad determinante pasa por hacer una elección
entre las necesidades más importantes, que los seres humanos satisfacen
con las cantidades de bienes de que disponen, para alcanzar, con una
cantidad parcial dada de bienes y su empleo racional, la mayor satisfacción
posible. En este planteo el trabajo humano juega un rol secundario. Las
relaciones sociales de producción, las formas o propiedades sociales que
adquieren los “bienes”, están desaparecidas. El enfoque es, en lo básico,
individualista. Los individuos comparan las utilidades de bienes dados y
necesidades; la distribución del trabajo social, las comparaciones de
productividades relativas, han sido suprimidas ab initio.

Por supuesto, Menger hace referencia al trabajo, de la misma manera que


Marx hace referencia al consumo y la satisfacción de necesidades. Pero los
órdenes de importancia están invertidos. En Menger, como en los
austriacos, el foco está puesto en los bienes ya producidos que se
intercambian en el mercado. En Marx, los bienes que se consumen y
satisfacen necesidades no caen del cielo; son producidos por trabajo
humano y en un tipo específico de sociedad, son mercancías. Antes de
poder consumir hay que producir; el primer acto está subordinado al
segundo (hasta un niño sabe que si una sociedad no produce, muere de
hambre).

Trabajo socialmente necesario y la crítica austriaca

Marx afirma que el trabajo, como generador de valor, debe ser socialmente
necesario. Por socialmente hace referencia a la necesidad de trabajar, por lo
menos, con la tecnología y la intensidad promedio imperantes en la rama.
Rothbard sostiene que esto es incomprensible, y cree refutar la teoría de
Marx comparando el trabajo invertido en un libro escrito a mano con el
trabajo invertido en un libro producido con métodos modernos. Por
supuesto, esta “refutación” de la teoría de Marx sólo puede apoyarse en
declarar “incomprensible” un hecho que es perfectamente comprensible
para cualquiera que conozca un poco siquiera cómo funcionan las empresas
capitalistas y la competencia. Cualquier capitalista sabe que tiene que
trabajar con una productividad media, por lo menos, si quiere sobrevivir
(los editores saben que no pueden competir produciendo libros escritos a
mano).

Todo esto es muy sencillo y lógico, pero es clave en la polémica con los
economistas austriacos. Tengamos presente que durante el debate
Cachanosky sostuvo que cuando la mercancía llega al mercado, para el
empresario “el costo es historia” porque sólo le interesa estimar la demanda
futura. De esta manera, se quita relevancia a los cálculos de productividad,
que realiza cualquier management empresario, y se corta el vínculo entre el
precio y la producción. Sin embargo, en la vida real la productividad, lejos
de ser cosa “del pasado”, está en el primer plano. Las empresas siempre
están atentas a la productividad media imperante en la rama, y la
productividad social media se impone en cada rama por la competencia.
Por ejemplo, si una acerera calcula que para producir 1000 toneladas en
lingotes de acero por mes requiere 1710 horas de trabajo del departamento
de fundición y 4320 horas de trabajo del departamento de vaciado y
modelado, totalizando 6030 horas de insumo laboral, y resultando en una
productividad de 0,1658 toneladas de lingote por hora hombre, en
promedio (las cifras están tomadas de un estudio real), compara este
promedio con la productividad de otras empresas, a través del mercado y la
competencia de precios. Por eso el costo no es historia.

Costos de producción y proceso circular

La cuestión si el costo es o no historia en el momento de llegar al mercado


se vincula también con los enfoques opuestos acerca de si el proceso
económico debe concebirse en forma circular, o a la manera de una “manta
corta”. En la visión de Ricardo y Marx, los productores de mercancías (o
los capitalistas) no sólo se preocupan por la producción inmediata para el
mercado, sino por las condiciones para la reproducción al menos en la
misma escala y, de ser posible, en escala creciente (cuestión que también
subrayan muchos sraffianos, como Garegnani o Roncaglia). Esto implica
que se concibe la economía como un círculo, o más bien una espiral: los
outputs producidos entran como insumos en la siguiente ronda, a fin de
generar más productos que a su vez sirven para generar más insumos
(siendo estos últimos tanto medios de producción como medios de
consumo de la fuerza laboral). Por eso, es imposible que los capitalistas, o
los productores simples de mercancías, no presten atención a los costos de
producción.

Para verlo, supongamos por ejemplo que en la sociedad simple de


mercancías el productor A emplea normalmente 10 horas de trabajo en
producir X y el productor B emplea 5 horas de trabajo en producir Y, y que
ambas se intercambian en la proporción 1:1. Si el intercambio ocurriera por
una única vez, y fuera episódico, A podría considerar que “el costo es
historia”, y tal vez ni siquiera llegase a conocer cuál es el costo de
producción (en horas de trabajo) de B. Pero si los intercambios son
repetidos, y existen muchos productores A y B, el promedio social tiende a
imponerse. A medida que se renueva la producción para el mercado, se
hace insostenible una situación en la que un producto que se produce en 5
horas se intercambia en relación 1:1 con otro que se produce en 10 horas.
Paulatinamente, productores A pasarán a ser productores B hasta que los
outptus y los precios se reacomodan, de manera que 1 A se intercambia por
2 B. La relación 1:1 era incompatible con la continuidad de la producción,
pero sí lo es la relación 1:2. A esto nos referíamos entonces con una ley
interna, reguladora de los intercambios.

Observemos, por otra parte, que en este enfoque no es necesario hacer


ningún supuesto especial sobre rendimientos; éstos pueden ser constantes a
escala, esto es, la curva de ofertas puede ser horizontal, sin perjuicio para la
determinación de los precios. Es conocido, por otra parte, que en el mundo
real muchas empresas trabajan con costos más o menos constantes, o
decrecientes.

“Manta corta” y escasez

Todo esto parece elemental, pero los defensores de la teoría del valor
utilidad se empeñan en negarlo. ¿Por qué? ¿Por qué esa idea tan irrealista
de “llegado al mercado el costo es historia”? Pues porque el escenario es de
agentes que llegan al mercado con bienes (caídos como maná del cielo) y
todo se reduce a la cuestión de cómo se asignan de manera óptima esos
bienes (son “bienes” no mercancías) a fin de satisfacer los deseos y
necesidades de los individuos. Es la visión opuesta a la del proceso
económico en forma de círculo, de los clásicos o Marx. Ahora la metáfora
es “la manta corta”, ya que si se asignan bienes a satisfacer una necesidad,
se le quitan a la satisfacción de otra. En este enfoque, la hipótesis de
rendimientos constantes a escala es inadmisible, la curva de oferta “debe”
tener una pendiente positiva y los precios solo son indicadores de la
escasez relativa de los bienes, y de las preferencias. La condición sine qua
non del esquema es que no se preste atención a la reproducción del
proceso productivo. Para ver por qué, examinemos un momento la cuestión
de la escasez en relación a la producción y la demanda.

Los defensores de la teoría del valor utilidad dicen que la escasez es


relativa, pero… ¿relativa en relación a qué? Hay que decirlo: sólo puede
ser relativa en relación a un poder de compra que está determinado por la
producción (no cae del cielo), y por lo tanto, en relación a la producción
del resto de las mercancías. En el caso de nuestro ejemplo, el poder de
compra que permite realizar la venta de X está determinado por la
producción de V, W, Y, Z, etcétera. No es indeterminado. Por ejemplo,
supongamos que en la producción de X e Y se emplean 10 horas de trabajo,
respectivamente, que los precios son X = Y = $100, y que a ese precio las
producciones satisfacen las demandas existentes. Podemos decir que en
relación a la producción del resto de los bienes (y por lo tanto, en relación
al poder de compra global) no hay escasez ni de X ni de Y. Por eso, y dado
que por fuera de esa relación no tiene sentido hablar de escasez (no hay
escasez de X en relación a los viajes a la Luna), la escasez no puede
explicar la relación de intercambio entre X e Y.

Para ver entonces qué puede explicar la escasez relativa, supongamos que
se produce un cambio en los gustos y preferencias, de manera que aumenta
la demanda de X y baja la de Y. Dada la producción, hay una escasez
relativa de X paralela a una abundancia relativa de Y. En consecuencia,
aumenta el precio de X a $110 y baja el precio de Y a $90. Se puede decir
que la alteración de $10 en los precios relativos se explica por el cambio en
las preferencias, que deriva en una escasez relativa de X y una abundancia
relativa de Y. La escasez no explica, por supuesto, el precio base del que
partió el cambio. Pero además, dado que la producción de X e Y se
reproduce, y dado que con 10 horas de trabajo los productores A obtienen
$20 más que los productores B, habrá productores B que pasarán a ser
productores A de X. De manera que las ofertas se adecuan a la nueva
estructura de demanda, y la relación de cambio entre X e Y vuelve a ser
1:1. La escasez, de nuevo, no explica esta relación; como tampoco los
cambios en los gustos y preferencias. Estos últimos han explicado un
cambio en la demanda, que explicó un cambio en la escasez relativa de uno
de los bienes (escasez relativa a la oferta dada), que tuvo como
contrapartida la abundancia relativa de otro (abundancia relativa a la oferta
dada), situación que explica el cambio en las escalas de producción en la
siguiente ronda. Puede verse aquí la importancia que tiene para el teórico
de la utilidad decir que al llegar al mercado “la producción es cosa del
pasado”. Además, una vez que se efectuó el cambio en las escalas de
producción, no hay escasez relativa de X, ni abundancia relativa de Y.

La crítica sobre el trabajo complejo y simple

Respondemos ahora una crítica que han realizado los austriacos, que se
refiere a la heterogeneidad en la calificación de los tipos de trabajos. En
palabras de Böhm Bawerk, la objeción es cómo se puede relacionar
cuantitativamente el trabajo de un artista talentoso y el de un pintor de
brocha gorda. Recordemos que en El Capital Marx sostiene que el trabajo
complejo es igual a ciertas unidades de trabajo simple, siendo este último el
gasto de fuerza de trabajo simple “que, término medio, todo hombre
común, sin necesidad de un desarrollo especial, posee en su organismo
corporal” (p. 54). Y agrega un poco más adelante que “las diversas
proporciones en que los distintos tipos de trabajo simple son reducidos al
trabajo simple como su unidad de medida, se establecen a través de un
proceso social que se desenvuelve a espaldas de los productores, y que por
eso a éstos les parece resultado de la tradición” (p. 55). En la
Contribución… define el trabajo simple como aquél “para el cual puede
adiestrarse a cualquier individuo medio, y que éste deberá efectuar de una u
otra forma” (p. 13). También explica que “el trabajo simple constituye, con
mucho, la mayor parte de todo el trabajo de la sociedad burguesa, como es
posible persuadirse a partir de cualquier estadística” (ídem). Y todavía unas
líneas más abajo se refiere a “la simplicidad indiferenciada del trabajo” (p.
14) como una característica o determinación social del trabajo.
En términos modernos, el trabajo simple es aquél que demanda una
competencia adquirida a través de la educación obligatoria y que se pueden
ejecutar luego de un corto período de entrenamiento. Trabajadores de este
tipo son, por ejemplo, operarios de máquinas o en líneas de montaje, que
realizan tareas simples, operarios de limpieza, y similares. Por encima de
este tipo de trabajos se ubicarían los que requieren, además de una
educación básica obligatoria, períodos más largos de entrenamiento y
experiencia; incluye operaciones de máquinas, conductores, venta, trabajos
administrativos y de oficina. Luego tendríamos el escalón medio alto, con
capacidades adquiridas más allá de la educación básica obligatoria, pero sin
llegar a la universidad. Aquí entrarían los oficios como electricistas y
plomeros, enfermeras, y otros oficios calificados. Y por encima tendríamos
profesionales, técnicos especializados con alto entrenamiento, y similares.

Dado que las calificaciones van en aumento -y exigen más tiempo de


trabajo dedicado a su preparación- aumenta el valor de la fuerza de trabajo
empleada, y con ello la complejidad del trabajo. Nos referimos, por
supuesto, a los trabajos dedicados a la reproducción más o menos
sistemática de las mercancías. Esto significa que los trabajos intelectuales
son sistematizados, de manera que se contabilizan tiempos de trabajo más o
menos complejos. En este sentido, Marx observa que el capital separa los
distintos tipos de trabajo, entre ellos el trabajo intelectual y manual, o los
tipos de trabajo en los que predomina uno sobre el otro y los distribuye
entre distintas personas (Marx, 1975, t. 1 pp. 347-8).

Por otra parte, y de forma creciente, los diversos tipos de fuerza de trabajo
calificada son reproducidos por el modo de producción capitalista, a través
de un sistema educativo estandarizado; y esto se combina con los avances
en la división del trabajo y la especialización unilateral (que lleva a la
descalificación de la mano de obra). Por eso, constantemente se asiste a un
proceso de recalificación (tecnologías que requieren trabajo más complejo)
y descalificación (producción “en serie” de egresados con estudios
secundarios o terciarios más parcelización de tareas), lo que hace que, en
promedio, los trabajos más calificados, aplicados a la producción, sean
reducibles a cierta ciertas cantidades de trabajos simples. Y cuando la
generación de fuerza de trabajo se estandariza, los diferenciales de salarios
pueden considerarse ponderaciones adecuadas de las calificaciones
laborales. Es de notar que el mismo mercado opera esta reducción, de
forma más o menos permanente (por caso, un empresario cotiza la hora del
tornero especializado 2,5 veces la hora de trabajo del operario simple). Por
eso, aunque no es comparable el tiempo de trabajo de un Picasso con el de
un pintor de brocha gorda, sí es comparable el tiempo de trabajo de un
pintor de brocha gorda con el de otros trabajadores medianamente
calificados, y el de éstos con el de un operario simple.

Precios directamente proporcionales a los tiempos de trabajo

Se ha sostenido que el concepto de tiempo de trabajo invertido es una


abstracción, y que no puede ser comprobable. Sin embargo, en una
sociedad en que no hay capital, o en que la tasa de ganancia es cero, se
puede demostrar teóricamente que los precios deben ser proporcionales a
los tiempos de trabajo invertidos. Este resultado se obtiene de manera muy
sencilla con las matrices de insumo producto. Así, si p es el vector (fila)
precios; A la matriz de coeficientes insumo producto; a el vector de
tiempos de trabajo directo empleados en cada rama, y w el salario,
tendremos que p = a (I – A)-1 w, donde (I – A)-1 es la inversa de Leontiev.
Esta matriz representa las cantidades físicas de las mercancías que han sido
necesarias, directa o indirectamente, en todo el sistema económico para
obtener una unidad física de la mercancía i-ésima como mercancía final.
De manera que si se multiplica cada una de estas cantidades físicas por el
correspondiente coeficiente trabajo, y se suman los valores así obtenidos,
se puede determinar la cantidad de trabajo que ha sido necesaria, directa o
indirectamente, para obtener una unidad de la mercancía i-ésima como
mercancía final. Lo cual demuestra que los precios, en este caso, deben ser
proporcionales a los tiempos de trabajo invertidos (véase Pasinetti, 1984).
Es básicamente el planteo de Marx en el capítulo 1 -cuando hay producción
simple de mercancías los precios son proporcionales a los valores- aunque
sin las complejidades derivadas de la forma del valor y de la venta, que es
la instancia de la realización del valor.

Recordemos también que en la primera parte de la nota hemos dicho que


los datos empíricos muestran que existe una relación entre caída relativa de
precios y avances de productividad. Por supuesto, una correlación no hace
una teoría, pero una teoría puede explicar una correlación. Por lo
argumentado antes, es claro que la teoría del valor trabajo explica muy
fácilmente esa correlación, a diferencia de lo que sucede con la teoría del
valor utilidad. Si, por ejemplo, en la producción de X e Y se emplean 10
horas de tiempo de trabajo, y sus precios son X = Y = $100, y luego, en
virtud de un cambio en tecnológico baja a 5 horas el tiempo de trabajo
invertido en X, las fuerzas de la competencia forzarán el precio de X a $50.
Este cambio de precio sucede con independencia de cualquier modificación
de las preferencias, y puede vincularse fácilmente este caso teórico con lo
que registran las estadísticas de la BLS o USDA, que hemos presentado en
la primera parte.

Respuesta a una crítica equivocada


En el curso del debate con Cachanosky expliqué, a través de un ejemplo
teórico, por qué la teoría de la utilidad no puede explicar los precios
tendenciales, en torno a los cuales oscilan los precios de mercado. El
ejemplo es así:

Supongamos que en las mercancías X e Y, producidas por A y B


respectivamente, se emplean 10 horas de trabajo, y sus precios son X = Y =
$100. Supongamos luego que se produce un cambio de las preferencias de
los consumidores, de manera que aumenta la demanda de Y y baja la
demanda de X. En virtud de las fuerzas de la competencia, el precio de Y
aumenta a $110 y el de X baja a $90. Desde el punto de vista de la teoría
del valor de Marx, el caso es sencillo; la sociedad, de conjunto, y a través
del lenguaje de los precios y el mercado, está diciendo es necesario destinar
más tiempo de trabajo social a producir Y y menos a producir X, a fin de
satisfacer las necesidades sociales. Pero esto es lo que ocurre (en
condiciones de libre competencia). Dado que los productores de X emplean
10 horas de trabajo y obtienen $90 y los de Y ingresan $110, productores A
comienzan a producir Y, hasta que los precios vuelven a ser X = Y = $100.
Una vez acomodada la oferta (estamos suponiendo rendimientos constantes
a escala), los precios están determinados por el costo de producción, en
términos laborales.

Frente a este ejemplo teórico, los economistas de la corriente austriaca han


planteado que es lícito sólo porque se trata sólo de dos bienes y no hay
interdependencia con el resto de la producción. “Si se extiende el ejemplo,
y hay interdependencia, el caso se cae”, viene a decir el argumento.

La objeción no es correcta. Primero, podemos extender el caso


incorporando el bien Z, de manera que, por ejemplo, la caída de la
preferencia por X se reparta en proporciones iguales en aumento de la
demanda de Z e Y (el precio de X baja a $90 y los de Z e Y suben a $105,
por ejemplo). El planteo básico no varía. Luego, podemos incluir un bien
T, que se une a X en la caída de preferencias, sin que se alteren los
resultados teóricos. Y así podría seguir. Es que la interdependencia no tiene
relevancia en la medida en que los bienes X, Y, Z y T no entren como
insumos en la producción de otros bienes. En cambio, si suponemos que X
e Y, además de ser bienes de consumo, entran como insumos en la
producción de otros bienes, basta con la alteración de sus demandas (y
precios) para que haya interdependencia. Pero… ¿modifica esto las
conclusiones que he sacado del ejemplo? En absoluto, sólo hace más
complejo seguir la evolución de la adecuación de costos y precios, ya que
durante un período el aumento del precio de Y por encima del de X
afectará a algunas ramas más que a otras. Esto ocurrirá hasta que se
readecue la producción de X e Y, y los precios relativos vuelven a la
situación original.

En definitiva, reafirmo lo ya planteado: los cambios en las preferencias


sólo explican los cambios en las cantidades demandadas de X e Y; no
afectan a los precios tendenciales. Más en general, las variaciones de la
oferta y la demanda generan oscilaciones de los precios en torno a los
precios regidos por los costos laborales de producción, que siguen actuando
como centros de gravitación.

El impás teórico en Menger

La incapacidad de la teoría del valor utilidad para explicar los precios que
actúan como centros de gravitación de los precios de mercado se pone en
evidencia en los problemas lógicos en que incurre el razonamiento de
Menger cuando intentar explicar el intercambio. Es que Menger distingue
entre el fundamento del valor y el precio, pero fracasa en establecer la
conexión entre ambos. Para ver por qué, examinemos el razonamiento que
presenta en los Principios de la economía política.

En el capítulo 3 de su libro Menger define al valor como “la significación


que unos concretos bienes o cantidades parciales de bienes adquieren para
nosotros, cuando somos conscientes de que dependemos de ellos para la
satisfacción de nuestras necesidades” (pp. 102-3). Esto es, el valor sólo es
la traslación de la importancia de la satisfacción de nuestras necesidades (p.
109); no es algo inherente a los bienes mismos. Pero si esto es así, los
precios no pueden confundirse con el valor. Menger parece tener
conciencia de esta cuestión cuando explica (capítulo 5) que los precios no
constituyen “la esencia” del intercambio, y que son “simples fenómenos
accidentales, síntomas de la equiparación económica entre las economías
humanas” (p. 170; énfasis añadido). Agrega que son movidos por una
fuerza que “es la causa última y universal de todo movimiento económico”,
que es “el deseo de los hombres de satisfacer de la mejor manera posible
sus necesidades” (idem). Además, “son los únicos fenómenos de la
totalidad del proceso económico que pueden percibirse con los sentidos, los
únicos cuyo nivel puede medirse, y los que la vida diaria nos pone una y
otra vez ante los ojos…” (idem). Así, Menger está considerando una fuerza
esencial, la satisfacción de necesidades humanas, y un fenómeno de
superficie, los precios.

Pues bien, aquí viene el paso clave que demanda la teoría: establecer
alguna relación sistemática (o ley) entre las valoraciones subjetivas y los
precios. Pero dado su punto de partida, ese paso debe respetar una
condición: que no haya equivalencia alguna en el intercambio de las dos
mercancías, X e Y, ya que si admite que hay equivalencia se deslizaría
hacia una teoría objetiva del valor. Por eso, cuando X e Y se intercambian,
según Menger, no puede haber equivalencia alguna. Escribe: “Si los bienes
intercambiados han pasado a ser equivalentes, en el sentido objetivo de la
palabra, a través de la mencionada operación de intercambio, o lo eran ya
incluso antes de la operación, no se ve por qué ambos negociadores (A y B
de nuestro ejemplo) no habrían estado dispuestos a deshacer
inmediatamente el cambio. Pero la experiencia nos enseña que en este caso,
de ordinario, ninguno de los dos daría su asentimiento a tal arreglo” (pp.
171-2). Con un razonamiento similar, Rothbard critica a Marx. X e Y no
pueden ser equivalentes en ningún sentido en tanto valores. La idea es que
si X e Y valen lo mismo, ¿para qué el intercambio? Por eso Menger afirma
que “no existen equivalentes en el sentido objetivo de la palabra” (p. 172).
Sin embargo, la realidad es que los X e Y de nuestro ejemplo teórico son,
dada determinada proporción cuantitaitiva, equivalentes; por eso hemos
dicho que los productores A y B no ganan en cuanto valores, aunque sí
ganan en tanto valores de uso. Y este aunto tan sencillo es el que no puede
ser admitido por Menger, ni por los austriacos. Pero por eso mismo Menger
no puede establecer una conexión lógica entre valor subjetivo y precio. El
precio de X = Y = $100, en nuestro ejemplo (o sea, hay equivalencia desde
el punto de vista del valor) en tanto los valores de uso son distintos.

Estamos en el meollo de la contradicción lógica que plantea la teoría de la


utilidad. Menger es incapaz de establecer la conexión entre el fenómeno
ubicado a nivel de la conciencia y el hecho objetivo de que las mercancías
tienen precios, y que se intercambian, en tanto valores, como equivalentes.

El mismo problema en Rothbard

Pasó más de un siglo desde que Menger escribiera su obra, y la cuestión


permanece sin resolver, como lo evidencia Rothbard en su Historia del
pensamiento económica. Efectivamente, en el capítulo dedicado a la crítica
de la teoría del valor de Marx, Rothbard repite el argumento de Menger.
Cita primero el pasaje en el que Marx dice que para que dos bienes sean
intercambiables tienen que tener algo en común, y ese algo es el tiempo de
trabajo socialmente necesario, y hace una afirmación crucial: sostiene que
del hecho de que dos artículos se intercambien uno por otro no se deriva
que sean iguales en valor, ya que si se intercambian son desiguales en
valor. Textualmente: “A entrega X a B a cambio de Y porque A prefiere Y
a X y B prefiere X a Y. El signo de la igualdad falsea la verdadera idea.
Además, si los dos artículos, X e Y, fueran realmente iguales en valor
desde el punto de vista de los que realizan los intercambios, ¿por qué
demonios se tomarían el tiempo y la molestia de llevarlo a cabo?” (p. 442).
Luego: “Si no existe igualdad de valor, entonces es evidente que no hay
una tercera “cosa” a la que deban ser iguales los valores” (p. 443).

Vemos que de manera absurda Rothbard pone un signo igual entre la


afirmación “las mercancías X e Y tienen algo en común”, que es de Marx,
y la afirmación “X e Y son iguales”. Por supuesto, es elemental decir que
cualquier particular X tiene algo en común con otro particular Y, sin que
eso signifique que X es igual a Y. Jamás Marx afirmó que las mercancías
que se intercambian son iguales en tanto valores de uso. X e Y se
intercambian porque sus valores de uso son distintos. Marx es explícito en
esto. Pero incapaz de criticar el planteo de El Capital, Rothbard repite el
argumento de Menger que hemos analizado antes. Así, no puede superar el
problema en que cayó Menger: explicar por qué X e Y son equivalentes en
tanto valores, aunque no en tanto valores de uso. Estamos ante el fracaso
de la tesis que dice que el valor surge de una comparación individual (esto
es, a-social) entre las necesidades del individuo y su satisfacción mediante
el uso de bienes.

Aunque Rothbard no lo dice, y tratándose del intercambio más simple entre


dos productores, lo que en realidad compara A es el valor de uso de X con
el valor de uso de Y, ya que necesita ganar en valor de uso. Pero además,
compara los precios de X e Y; y los tiempos de trabajo de X e Y (para no
incurrir en intercambios desventajosos, como aquél de 10 horas contra 5
horas de trabajo). Por todos lados se ve que se trata de una relación social,
más específicamente, entre trabajos (la actividad humana fundante de la
economía) que se han realizado bajo forma privada, pero pertenecen en
sustancia al trabajo total social. La teoría del valor utilidad, en la vieja
versión Menger o en la más moderna de Rothbard (y estamos hablando de
referentes indiscutibles de la corriente austriaca) no puede explicar ni
siquiera el intercambio mercantil más sencillo.

Conclusión: no hay teoría del valor utilidad

El fracaso en explicar teóricamente por qué el precio está fundado en la


utilidad lleva, de hecho, a la renuncia a encontrar cualquier fundamento. De
ahí que los teóricos de la utilidad, finalmente, terminan diciendo que el
precio “es” valor. Es lo que hacen los economistas del “mainstream
ortodoxo”, quienes parten de la utilidad para explicar los precios relativos -
en los cursos de microeconomía es un tópico-, pero en los desarrollos
ulteriores hacen desaparecer, prácticamente, toda referencia a la utilidad.
Por eso sostienen que es un error buscar en los precios alguna ley
económica reguladora. Precio “es” valor según el enfoque establecido. Lo
cual explica la evolución que ha tenido la teoría de la utilidad: los sucesivos
intentos de medición -primero fue la utilidad cardinal, luego la ordinal, más
tarde vino la sofisticación de las escalas de preferencias, y por último las
preferencias reveladas, que ya es pura tautología- son la expresión de la
imposibilidad lógica de conectar utilidad y precio. No es una cuestión
“técnica”, sino teórica. Por eso, quedan dos salidas: o repetir el
razonamiento de Menger (que es lo que hace Rothbard), lo que nos lleva a
un absurdo (no se puede explicar el intercambio más elemental). O decir
que precio es sinónimo de valor. Pero en este último caso el precio no es
expresión fenoménica de ninguna fuerza más esencial. Es volver a Samuel
Bailey, quien afirmaba que el valor era sólo una relación entre dos objetos.
Y eso es lo que sostuvo Cachanosky en la polémica, cuando criticó a Marx
por distinguir entre valor y precio. No es casual; en todo debate hay una
lógica. Subrayo: si no hay distinción entre valor y precio, se renuncia a
indagar en una teoría del valor. La razón última de este desenlace reside
en el fracaso de conectar la teoría subjetiva del valor con los precios. Es el
fracaso del intento de explicar un fenómeno social -valor, precio, mercado-
desde el individuo a-social, y de desplazar del foco del análisis la
centralidad del trabajo humano.

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