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MANUELA SAENZ

Hija del hidalgo español Simón Sáenz Bang y de la criolla María


Joaquina de Aizpuru, nació en Quito el 27 de diciembre de 1797, aunque
algunas fuentes citan el año de 1795. Su madre, que había sido enviada a la
hacienda Cataguango, propiedad de los Aizpuru, a dar a luz, murió, según
unas versiones, al día que nació Manuela o, según otras, dos años más tarde,
por lo cual la niña fue entregada al Convento de las Monjas Conceptas (Real
Monasterio de la Limpia e Inmaculada Concepción), en el que pasó sus
primeros años bajo la tutela de su superiora, sor Buenaventura.

A los 17 años, huyó del convento, en un episodio del que se sabe pocos
detalles y del cual ella no hablaba, pues al parecer fue seducida y luego
abandonada por Fausto D’Elhuyar, oficial del Ejército Real, sobrino de Juan
José Elhúyar e hijo de Fausto Elhúyar (los descubridores del tungsteno).

Por sus actividades pro independentistas, San Martín, luego de haber


tomado Lima con sus milicianos y proclamado su independencia el 28 de julio
de 1821, le concedió a Manuela el título de Caballeresa de la Orden El Sol del
Perú.

En 1821, a raíz de la muerte de su tía materna, Manuela decidió


regresar al Ecuador, para reclamar su parte de la herencia de su abuelo
materno, y viajó con su medio hermano, entonces oficial del batallón Numancia,
ya integrado al ejército libertador con el nombre de Voltígeros de la Guardia y
bajo las órdenes del general Antonio José de Sucre, que había recibido la
orden de trasladarse a Quito.

Cuando se acercaba al paso de nuestro balcón, tomé la corona de rosas


y ramitas de laureles y la arrojé para que cayera al frente del caballo de S. E.;
pero con tal suerte que fue a parar con toda la fuerza de la caída, a la casaca,
justo en el pecho de S. E. Me ruboricé de la vergüenza, pues el Libertador alzó
su mirada y me descubrió aún con los brazos estirados en tal acto; pero S. E.
se sonrió y me hizo un saludo con el sombrero pavonado que traía a la mano.

En un encuentro posterior, en el baile de bienvenida al Libertador, él le


manifiesta: «Señora: si mis soldados tuvieran su puntería, ya habríamos
ganado la guerra a España». Manuela y Simón Bolívar se convirtieron en
amantes y compañeros de lucha durante ocho años, hasta la muerte de éste en
1830.

En 1823 Manuelita acompañó a Bolívar al Perú y estuvo a su lado


durante buena parte de las campañas, participando en ellas activamente, hasta
culminar la gesta libertadora cuando se radicaron en la ciudad de Santa Fé de
Bogotá.
Thorne su esposo, en varias ocasiones pidió a Manuela que volviera a
su lado. La respuesta de Manuela fue contundente: seguiría con Bolívar y daba
por finalizado su matrimonio con el inglés. En alguna ocasión, consultada sobre
el rompimiento con su marido, Manuelita expresó que no podía amar a un
hombre que reía sin reír, que respiraba pero no vivía y que le generaba las más
agrias repulsiones.

Durante su estancia en Santa Fé de Bogotá, el 25 de septiembre de


1828, Bolívar fue objeto de un intento de asesinato, frustrado gracias a la
valiente intervención de Manuelita. Los enemigos de Bolívar habían conjurado
para darle muerte aquella noche de septiembre. Al entrar al Palacio de San
Carlos (hoy día sede de la Cancillería de Colombia), frente al Teatro Colón,
Manuela se da cuenta del atentado, y se interpone a los rebeldes, con el fin de
que Bolívar tuviera tiempo de escapar por la ventana.

Después de que fuera aceptada su dimisión a la presidencia, Bolívar


abandonó la capital el 8 de mayo de 1830 y falleció en diciembre en la ciudad
de Santa Marta producto de la tuberculosis, sumiendo a Manuela en la
desesperación. En 1834, el gobierno de Francisco de Paula Santander
destierra a Manuela de Colombia y ella parte hacia el exilio en la isla de
Jamaica. Regresa a Ecuador en 1835, pero no alcanza a llegar a Quito. por lo
que decidió instalarse en el puerto de Paita, al norte del Perú; Durante los
siguientes 25 años se dedicó a la venta de tabaco, además de traducir y
escribir cartas a los Estados Unidos de parte de los balleneros que pasaban
por la zona, de hacer bordados y dulces por encargo.

En 1847, su esposo murió asesinado. Manuela falleció el 23 de


noviembre de 1856, a los 59 años de edad, durante una epidemia de difteria
que azotó la región.4 Su cuerpo fue sepultado en una fosa común del
cementerio local y todas sus posesiones, para evitar el contagio, fueron
incineradas, incluidas una parte importante de las cartas de amor de Bolívar y
documentos de la Gran Colombia que aún mantenía bajo su custodia. Manuela
entregó a O’Leary gran parte de documentos para elaborar la voluminosa
biografía sobre Bolívar, de quien Manuela dijo: «Vivo adoré a Bolívar, muerto lo
venero».
Soy Manuela Saenz Aizpuru, hija del hidalgo español Simón Saenz Bang
y de la criolla María Joaquina de Aizpuru. Nací en Quito el 27 de diciembre de
1797. Mi madre fue enviada a la hacienda Cataguana propiedad de los Aizpuru
para darme a luz pero falleció el día de mi nacimiento. Por lo que fui entregada
al Convento de Monjas Concepto Real Monasterio de la Limpia e Inmaculada
Concepción, en el que pasé los primeros años de mi vida bajo la tutela de la
superiora Sor Buenaventura.

A los 17 años, hui del convento, fue un episodio del que poco hablo,
pues fue seducida y luego abandonada por Fausto D’Elhuyar, oficial del
Ejército Real.

Inicié actividades pro independentistas, luego que San Martin hubiera


tomado Lima con sus milicianos y proclamaran la independencia el 28 de julio
de 1821, por lo que me fue otorgado el título de Caballeresa de la Orden El Sol
del Perú.

Para 1821, a raíz de la muerte de mi tía materna, decidí regresar al


Ecuador, para reclamar la herencia de mi abuelo materno viajando con mi
medio hermano, quien era entonces oficial del batallón Numancia, ya integrado
al ejercito libertador con el nombre de Voltígeros de la Guardia y bajo la orden
del general Antonio José de Sucre, que había recibido de trasladarse a Quito.

Cuando se acercaba al paso de nuestro balcón, tomé la corona de rosas


y ramitas de laureles y la arrojé para que cayera al frente del caballo de S. E.;
pero con tal suerte que fue a parar con toda la fuerza de la caída, a la casaca,
justo en el pecho de S. E. Me ruboricé de la vergüenza, pues el Libertador alzó
su mirada y me descubrió aún con los brazos estirados en tal acto; pero el se
sonrió y me hizo un saludo con el sombrero pavonado que traía a la mano.

En un encuentro posterior, en el baile de bienvenida al Libertador Simón


Bolívar, me manifesto: «Señora: si mis soldados tuvieran su puntería, ya
habríamos ganado la guerra a España». A partir de entonces nos convertimos
en amantes y compañeros de lucha durante ocho años, hasta su muerte en
1830.

En 1823, acompañé a Bolívar al Perú y estuve a su lado durante buena


parte de las campañas, participando activamente, hasta culminar la gesta
libertadora cuando nos radicamos en la ciudad de Santa Fé de Bogotá.

Thorne un inglés, quien fue mi esposo, en varias ocasiones me pidió que


volviera a su lado. Mi respuesta fue contundente: que seguiría con Bolívar y
daba por finalizado mi matrimonio con él.

Durante la estancia en Santa Fé de Bogotá, el 25 de septiembre de


1828, Bolívar fue objeto de un intento de asesinato, el cual pude frustar ya que
los enemigos de Bolívar habían conjurado para darle muerte aquella noche de
septiembre. Pero al entrar al Palacio de San Carlos (hoy día sede de la
Cancillería de Colombia), frente al Teatro Colón, me doy cuenta del atentado, y
me interpongo a los rebeldes, con el fin de que Bolívar tuviera tiempo de
escapar por la ventana. Desde allí me dicen libertadora del Libertador.

Para 1830, después de que fuera aceptada su dimisión a la presidencia,


Bolívar abandonó la capital el 8 de mayo y fallece en diciembre en la ciudad de
Santa Marta producto de la tuberculosis, esto hizo que me sumiera en
desesperación. Fui desterrada de Colombia en 1834, por el gobierno de
Francisco de Paula Santander y parto hacia el exilio en la isla de Jamaica. En
1835 regresé a Ecuador, pero no alcanzo llegar a Quito, por lo que decido vivir
en el puerto de Paita, al norte del Perú; Durante los siguientes 25 años me
dediqué a la venta de tabaco, además de traducir y escribir cartas a los
Estados Unidos de parte de los balleneros que pasaban por la zona, de hacer
bordados y dulces por encargo.

En 1847, mi esposo muere asesinado. Finalmente fallecí el 23 de


noviembre de 1856, a los 59 años de edad, durante una epidemia de difteria
que azotó la región. Mi cuerpo fue sepultado en una fosa común del cementerio
local y todas mis posesiones, para evitar el contagio, fueron incineradas,
incluidas una parte importante de las cartas de amor de Bolívar y documentos
de la Gran Colombia que aún mantenía bajo custodia. Antes de morir entregue
a O’Leary gran parte de documentos para elaborar la voluminosa biografía
sobre Bolívar, de quien dije: «Vivo adoré a Bolívar, muerto lo venero».

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