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BLOQUE V: EL SEXENIO DEMOCRÁTICO (1869-1874) ECONOMÍA Y SOCIEDAD ESPAÑOLA DEL SIGLO XIX
una acción dirigida por los generales Serrano y Dulce del partido unionista, y por el
general Prim del progresista. En los días siguientes la revolución se extiende por la
península y surgen Juntas Revolucionarias en las principales capitales de provincia, que
asumen el poder y demandan reformas políticas y sociales (sufragio universal, libertad de
expresión, culto y asociación, etc.).
El día 28 de septiembre tiene lugar la Batalla de Alcolea (Córdoba) entre las tropas
gubernamentales y las sublevadas; el triunfo claro de Serrano provoca la salida de Isabel II
de España. A continuación, el gobierno provisional formado por Prim y Serrano decretaba
la disolución de las Juntas, para evitar el peligro de una dualidad de poder en la nación, y
convocaba elecciones a Cortes Constituyentes, en las cuales se decidiría la forma del
futuro gobierno de España.
Las elecciones de 1869 son las primeras celebradas por sufragio universal masculino para
mayores de 25 años. Dieron la mayoría a los partidos de la coalición antiborbónica:
unionistas, progresistas y demócratas, todos ellos partidarios de una monarquía
democrática (236 escaños). Quedaron fuera del poder el nuevo Partido Republicano (85
escaños), que se escinde del demócrata, y los carlistas (20 escaños). La unión de la
colación victoriosa se desintegraría rápidamente tras la aprobación de la Constitución de
1869 debido a sus diferencias en la mayor o menor dosis de liberalismo y sobre quien
debía ser el próximo rey.
Una vez elegidas las Cortes Constituyentes, estas elaboraron el nuevo texto constitucional
que fue aprobado el 6 de junio de 1869. Se trata de la primera Constitución democrática
española y sus principales características son:
La elección de un monarca era un problema de difícil solución que agudizó los ya graves
conflictos internos. Las diferentes corrientes políticas y de opinión presentaban en la
prensa y los debates a sus candidatos para ocupar el trono vacante: Serrano, Espartero, el
príncipe Alfonso (hijo y heredero de Isabel II), aristócratas y miembros de dinastías
europeas como el duque de Montpensier, Leopoldo de Hohenzollern, Francisco de
Portugal, Amadeo de Saboya, tuvieron sus partidarios. Sin olvidar, por supuesto, al
pretendiente carlistas, don Carlos VII, que vio una nueva oportunidad de hacer valer sus
derechos a la Corona.
A finales de octubre de 1870 se solucionó la cuestión del rey, hecho que era vital para
garantizar la estabilidad interna. Gracias a las buenas gestiones de Prim, Amadeo de
Saboya, duque de Aosta, aceptó el cargo y, tras recabar el consentimiento de las
potencias europeos, finalmente fue elegido rey por las cortes a mediados de noviembre
con 191 votos a favor y 100 en contra, claro indicador de la débil base con que nacía la
monarquía democrática. Además, el asesinato de Prim el 27 de diciembre dejaba a
Amadeo sin su principal respaldo.
En el año y poco que duró el reinado de Amadeo I los problemas fueron cada vez más
numerosos. Por un lado, estaban aquellos ya existentes a su llegada: la crisis económica,
la conflictividad social, el auge de los movimientos obreros, la expansión cada vez mayor
de la ideología republicana y, sobre todo, el problema colonial con la Guerra de los Diez
Años en Cuba (1868–1878) y la 3ª Guerra Carlista (1872– 1876), que reclamaba los
derechos a la Corona de su rey, don Carlos, nieto de Carlos María Isidro. Por otro lado, se
sumaban los nuevos problemas generados con su llegada y la aprobación de la
constitución de 1869. En primer lugar, la Iglesia, que no aceptaba la libertad de culto
establecida por la Constitución ni la tendencia cada vez más evidente a la separación
entre Iglesia y Estado. En segundo lugar, la nobleza, que además de haber apoyado
4. LA PRIMERA REPÚBLICA
La llegada de la República en febrero de 1873 no supuso un cambio sustancial en el
transcurrir del sexenio democrático, fue la salida lógica de un proceso democrático que se
encontraba ante un callejón sin salida. Había más de continuismo que de ruptura, más de
solución de urgencia que de proyecto alternativo global. Los Republicanos tenían la
oportunidad de democratizar totalmente la sociedad española, pero, además de los
graves problemas que sufría el país, tuvieron que enfrentarse a su propia división.
La caída de este gobierno estuvo muy relacionada con la insurrección cantonal, que
comenzó en Cartagena y luego se extendió por las ciudades del sur y el levante. Esta
revolución estaba promovida por republicanos intransigentes y pretendía formar un
Estado federal no de arriba abajo, sino de abajo arriba, es decir, a partir de pequeñas
unidades independientes (cantones) que establecerían acuerdos entre sí hasta formar
el conjunto del Estado.
Tras el golpe del general Pavía, el general Serrano encabezó un nuevo Gobierno (enero–
diciembre de 1874) y dedicó todos sus esfuerzos a restablecer el orden público con mano
dura (limitación del derecho de asociación, cierre de la prensa republicana, etc.) y poner
término a la guerra carlista. Se completaba así el giro conservador iniciado con Salmerón.
A lo largo del s. XIX la población española pasó de 10,5 a 18,6 millones, un crecimiento
muy bajo si lo comparamos con el resto de los países europeos. Las consecuencias para la
economía fueron muy negativas: falta de mano de obra para la industria, ausencia de un
mercado nacional y escasa demanda de productos tanto agrícolas como manufacturados.
Mientras que los países más desarrollados de Europa (Inglaterra, Francia, Alemania, etc.)
habían entrado de pleno en la transición demográfica –rápido y acusado descenso de la
TBM, mantenimiento de una TBN muy elevada, y por tanto C.V. muy alto–, España lo hace
de forma muy lenta e imperfecta. Su TBN es moderada, en torno al 34 %o, y su TBM
demasiado alta, en torno al 29%o, debido a las continuas crisis de subsistencias, las
guerras, las pésimas condiciones higiénicas y sanitarias, las enfermedades, etc. A esto se
une emigración continuada de españoles que buscan mejor situación económica en el
extranjero. Destacan como destinos Argelia y el Norte de África entre 1830 y 1880, y
sobre todo América Latina, donde se calcula que emigró más de un millón de personas
entre 1880 y 1900. Por todo ello, el CV tan elevado en Europa que hace hablar de la
“explosión blanca”, fue en España muy moderado y ello repercutió negativamente en la
economía.
La agricultura fue durante el s. XIX la principal actividad económica del país. Aún en 1900
ocupaba a dos tercios de la población, proporcionaba más de la mitad de la renta
nacional y tenía un peso decisivo en las exportaciones.
Las medidas reformistas se iniciaron ya en las Cortes de Cádiz, pero, siguiendo los
altibajos propios del liberalismo español, no se consolidaron hasta las etapas del régimen
isabelino protagonizadas por gobiernos más progresistas (1836–1840 y 1854–1856). Estas
medidas fueron:
El objetivo de esta “reforma agraria liberal” era, al tiempo que obtener beneficios
económicos para una Hacienda pública empobrecida, crear una clase de medios y
pequeños propietarios que impulsaran el desarrollo de la agricultura, base a su vez de
toda revolución industrial. Sin embargo, el resultado no fue el esperado, ya que los
campesinos no pudieron acceder a la propiedad de las tierras por falta de poder
adquisitivo; lo hicieron la burguesía, que invertía capitales procedentes de la industria
para convertirse en arrendatarios, y la propia nobleza.
La época de mayor expansión de la agricultura se produjo entre 1840 y 1880, pero a partir
de esta fecha se vio afectada por una crisis agraria que afectó a toda Europa, provocada
por la irrupción en los mercados de países como Estados Unidos, Canadá, Australia o
Argentina. Las mejoras en los medios de transportes permitían a estos países llevar a los
mercados europeos cereales y carnes muy baratos que competían con los productos de
países menos desarrollados como España. Esta crisis, sin embargo, tendría como aspectos
positivos estimular la utilización de innovaciones técnicas y la implantación progresiva de
la agricultura intensiva.
3. DE LA INDUSTRIA
3.1 SECTOR TEXTIL
Centrado en torno a Cataluña, el textil era uno de los sectores con más tradición en
España desde la Edad Moderna, pero vio como se retrasaba su modernización respecto al
resto de Europa por la Guerra de Independencia, primero, y la pérdida de los mercados
americanos (1808–1824), después. Salvado este importante bache, los empresarios
catalanes se lanzaron a un proceso de mecanización con la sustitución de los telares
manuales por telares mecánicos y la importación de máquinas de vapor. La fábrica
Bonaplata en Barcelona es uno de los mejores ejemplos de este proceso. Suelen
distinguirse dos etapas en el proceso industrializador:
1ª. Así, desde 1830 se experimenta una fase expansiva del sector que provoca
una concentración geográfica y financiera, debido a que las nuevas técnicas exigen
importantes inversiones de capital y los capitales familiares no son suficientes. La primera
industrial textil organizada como Sociedad Anónima fue La España Industrial, S.A., de
1847. Esta fase terminaría con la Guerra de Secesión de Estados Unidos entre 1861–
1865, que redujo la importación de materia prima, y la crisis económica de 1866–1877.
2ª. Una nueva fase de expansión se abre desde 1870, pero en este caso mucho
más limitada debido a la saturación del mercado interior, formado mayoritariamente por
campesinos con escaso poder adquisitivo. La situación se mantendrá durante un tiempo
con la exclusividad en los mercados de Cuba y Puerto Rico. Su independencia en 1898
provocará el estancamiento de la producción hasta las primeras décadas del siglo XX.
Por el contrario, España dispone de grandes recursos mineros (hierro, cobre, plomo,
mercurio y cinc). Las zonas más importantes desde el punto de vista minero eran las
sierras del sureste de la península (Málaga, Almería y Murcia), Sierra Morena (Huelva,
Córdoba y Jaén), las Cordillera Cantábrica y los Montes Vascos (Asturias, Santander y
Vizcaya. Pero su explotación permaneció estancada hasta finales del s. XIX por falta de
capital, de demanda y de conocimientos técnicos. Además, la legislación vigente –Ley de
Minas de 1825– que establecía el dominio de la Corona sobre estos recursos, desalentó la
iniciativa privada.
La Ley de Bases sobre Minas de 1868 pondría en marcha una explotación intensiva que,
vistas las condiciones en que fue realizada, ha sido calificada por muchos autores como
expoliación. Tras la revolución de 1868, el Estado español se enfrentó al déficit financiero
recurriendo a una vieja solución: la venta a particulares de las últimas propiedades
públicas (montes, patrimonios de la Corona y minas). Las minas eran propiedad del
Estado desde el s. XVI. Las más productivas eran explotadas por el Estado –minas
reservadas–, mientras que el resto eran cedidas a particulares por un periodo
determinado de tiempo. Los políticos progresistas consideraron este sistema arcaico y
emprendieron la venta de las “minas no reservadas” a particulares que se convertían así
en propietarios a perpetuidad de los yacimientos. También fueron vendidas algunas de
las “minas reservadas” más productivas, como las minas de Riotinto (100 millones de
pesetas). Las compras y arriendos se realizaron la mayor parte por grandes empresas
extranjeras –británicas, francesas y alemanas, principalmente– que aportaron el capital y
la técnica de que carecía España.
En Vizcaya existían unos yacimientos cuyo mineral de hierro era muy adecuado para ser
elaborado por el convertidor Bessemer. Fueron explotados de forma intensiva entre 1870
y 1908, destinado en un 90% a la exportación. El principal comprador fue el mercado
inglés, lo que explica que las empresas británicas participaran activamente en la
explotación de las minas vizcaínas. Ahora bien, en el caso de Vizcaya una parte del capital
de las empresas mineras pertenecía a empresarios bilbaínos, lo que permitió que una
parte de los beneficios se reinvirtiera en la industria y en la banca.
El primer intento de instalar una moderna siderurgia en España surgió en Málaga con el
fin de explotar los yacimientos ferrosos de Marbella y Ojén. En 1832 funcionaron los
primeros Altos Hornos en las factorías de La Concepción en Marbella y La Constancia en
Málaga. Pero la dificultad más grave era la inexistencia de coque. Hacia los años 1860
decayó esta fase de hegemonía de la siderurgia andaluza, debido a que su fundición con
carbón vegetal no podía competir con la de los altos hornos con carbón mineral.
Asturias, por el contrario, cuenta con las cuencas carboníferas de Mieres y Langreo. En
1848 se fundó un Alto Horno en Mieres y en 1857 la Sociedad Metalúrgica Duro y Cía. en
La Felguera. La siderurgia asturiana provocó un desplazamiento geográfico de la
siderurgia española hacia el norte que se completaría en los años 1880 con el desarrollo
de la siderurgia vasca.
Con la primera Ley de 1844 tan sólo se construyeron unas pocas líneas (Barcelona–
Mataró, Madrid–Aranjuez, Valencia–Játiva)1. Así, antes de 1855 sólo se habían construido
475 km. El impulso vino con la Ley General de Ferrocarriles, de 1855 aprobada por los
progresistas. Por esta ley el Estado otorgaba una serie de ventajas económicas a las
1 Además, se cometió un grave error técnico que se arrastraría hasta nuestros días: el ancho de vía
establecido de 1,67 m, 15 cm mayor que la norma europea.
A lo largo del siglo XIX, se transformó el sistema bancario español, aunque se considera
que el punto de partida de su modernización fue la promulgación, en 1856, de la Ley de
Bancos de Emisión y Sociedades de Crédito, que permitía a la iniciativa privada la
constitución de entidades bancarias.
En España, los estamentos dejaron de existir con la configuración del Estado liberal en el
siglo XIX, cuando las nuevas leyes impusieron la igualdad jurídica de todos los
ciudadanos, que ponía fin a los privilegios otorgados por el nacimiento, los títulos o la
pertenencia al clero. En el nuevo sistema liberal todos los grupos sociales pagaban
impuestos, eran juzgados por las mismas leyes y tribunales y gozaban, teóricamente, de
iguales derechos políticos.
El destino de la pequeña nobleza fue, sin embargo, bien distinto. Los hidalgos perdieron
su principal privilegio, el derecho a no pagar impuestos, y dado que sus tierras les
proporcionaban rentas escasas, pasaron a ejercer actividades muy diversas y se fueron
diluyendo entre el grupo de medianos propietarios agrarios.
Por otro lado, el poder de la nobleza no provenía sólo de su riqueza, sino también de su
influencia política. Durante el reinado isabelino constituyó el grupo de mayor influencia
en la corte, conseguía altos cargos políticos y militares y se beneficiaba de unas amplias
relaciones sociales. En 1849, el Senado estaba formado por 43% de nobles, y en 1868,
por un 48%.
No será hasta el último cuarto del siglo XIX, cuando la nobleza empezará a perder parte
de su poder económico y su influencia política debido a la depreciación de sus
patrimonios agrarios. Por ello, en la Restauración, una parte de la nobleza emprendió
negocios y emparentó con una burguesía que, para entonces, ya poseía fortunas muy
superiores a las nobiliarias.
Las clases medias compartían con los grupos poderosos un estilo de vida (formas de
ocio, educación, etc.), aunque su capacidad económica era más limitada. Aunque
poseían más riqueza que los campesinos o los obreros, debían llevar una vida austera y
pasar estrecheces para poder mantener un cierto estatus social y proporcionar estudios
a sus hijos.
Entre las clases más humildes, predominaban las mujeres empleadas en el trabajo
doméstico, seguidas de los mozos de comercio y los pequeños vendedores autónomos
(en puestos de mercado y similares). La mayor parte de las muchachas de servicio
habían abandonado su pueblo natal para trasladarse a vivir a la ciudad, donde
desarrollaban largas jornadas laborales y percibían bajos salarios. Otras mujeres
trabajaban de lavanderas, planchadoras, costureras o amas de cría.
En definitiva, en el siglo XIX, la mayoría de los campesinos vio frustradas sus aspiraciones
de que el proceso de reforma liberal les permitiese el acceso a la propiedad y, en
consecuencia, el “hambre de tierras” se mantuvo en gran parte de la España agraria.
Las reglas que regulaban este nuevo tipo de trabajo eran muy similares en todas partes.
El patrón, propietario del establecimiento industrial, empleaba a los obreros a cambio
de un salario, normalmente muy bajo puesto que se regulaba por la ley de la oferta y la
demanda, sin salario mínimo fijado por el Estado, y la oferta de mano de obra entre los
campesinos emigrados a las ciudades era muy abundante. La jornada laboral tampoco
estaba regulada era de 12 a 14 horas diarias durante seis días a la semana, y se cobraba
por día trabajado. Las mujeres y los niños a partir de siete años también trabajaban en
las fábricas, con salarios muy inferiores a los de los hombres. Una férrea disciplina
laboral impedía la más mínima protesta, que conllevaba de forma automática el
despido, y no existía ninguna protección en caso de paro, enfermedad, accidente o
vejez.
Los salarios de los obreros apenas daban para comer. Las casas eran pequeñas,
miserables y situadas en barios que carecían de servicio de alumbrado, agua corriente,
alcantarillado, etc. Las enfermedades infeccionas como la tuberculosis se propagaban
rápidamente, afectando a una población muy vulnerable por la mala alimentación y el
trabajo agotador.
En la década de 1820, el ludismo fue la primera expresión de rebeldía obrera contra las
máquinas a las que se responsabilizaba de la pérdida de puestos de trabajo. El incidente
más relevante fue el incendio, en agosto de 1835, de la fábrica de Bonaplata de
Barcelona. Sin embargo, muy pronto los trabajadores comprendieron que el origen de
sus problemas no estaba en las máquinas, sino en las condiciones de trabajo que
imponían sus propietarios. Por tanto, el eje de la protesta obrera se centró en el derecho
de asociación y la mejora de las condiciones de trabajo. Surgieron así, en la década de
1830, las primeras Sociedades de Socorros Mutuos o Sociedades Mutualistas, a las que
los obreros entregaban una pequeña cuota para asegurarse una ayuda en caso de
desempleo, enfermedad o muerte. No se trataba todavía de verdaderos sindicatos, pues
su función era sobre todo de protección ante la adversidad y carecía de un programa
reivindicativo propio.
Las huelgas, aunque estaban prohibidas, fueron un instrumento usado cada vez con
mayor frecuencia para presionar ante los patronos. Por ello, las sociedades obreras
crearon un fondo para ayudar a los obreros en huelga, las llamadas cajas de resistencia.
La primera huelga general declarada en España tuvo su origen en Barcelona en el año
1855.