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ESCUELA DE POSTGRADO
MAESTRIA EN CONTABILIDAD Y ADMINISTRACION
ESPECIALIDAD GESTION PUBLICA
TEMA:
EL FUTURO DE LA GOBERNABILIDAD DEMOCRÁTICA EN AMÉRICA
LATINA
PRESENTAPOR POR:
YOLANDA NELY CHACCA ARAPA
PUNO- PERU
2023
INTRODUCCION
La gobernabilidad es necesario delimitar la interpretación del concepto y proponer una
definición. Al definirla como el estado o grado de equilibrio dinámico entre demandas
sociales y capacidad de respuesta gubernamental, es necesario distinguir sus diferentes
grados (ideal, normal, déficit, crisis e ingobernabilidad). El déficit y la crisis de
gobernabilidad son los niveles clave para este estudio, ya que surgen en las áreas
comunes de acción de los sistemas políticos. El tema de gobernabilidad democrática es
difícil de tratar ya que podría ser el núcleo de la problemática referida a la consolidación
de la democracia en América Latina. El Estado del capitalismo globalizado necesita
fortalecerse y para ello necesita un poder que unifique a la nación, que la integre a partir
de sus distintas segmentaciones regionales, sociales y étnicas. Vamos en dirección de
construir otro gran sistema histórico porque el actual está llegando a su fin. Hay que dar
un salto que permita ir más allá de la necesidad de administrar en forma eficiente el
orden establecido, lograr que el desarrollo y la modernización, empaten en dirección de
los fines de la democracia y para ello es sumamente importante reconfigurar ciertos
elementos de nuestra actual forma de gobierno.
DESARROLLO
La gobernabilidad es tal vez el factor más
importante para erradicar la pobreza y
promover el desarrollo.
Kofi Annan, secretario general de las
Naciones Unidas
GOBERNABILIDAD
La delimitación conceptual del término “gobernabilidad” es necesaria ya que, marcado
por implicaciones pesimistas y a menudo conservadoras por las continuas crisis de
equilibrio dinámico entre demandas sociales y capacidad de respuesta gubernamental, el
término se presta a múltiples interpretaciones. El Diccionario de Política de Norberto
Bobbio y Matteucci, (1998) define el término de gobernabilidad como la relación de
gobierno, es decir, la relación de gobernantes y gobernados, por lo tanto, la relación
compleja entre los dos entes es lo que permite hablar de gobernabilidad. Algunos
autores enfatizan ciertos elementos que la definen como una propiedad (Juan Rial,
1987)), cualidad (Angel Flisfish,1987; Xavier Arbós y Salvador Giner, 1993) o un
estado (Comisión Trilateral: Michel Crozier, Samuel Huntington y Joji Watahuki, 1975)
de la relación del gobierno.
Ya que se tienen consideradas las tres acepciones, es más fácil proponer una definición
más delimitada de gobernabilidad: “estado o grado de equilibrio dinámico entre
demandas sociales y capacidad de respuesta gubernamental”. Esta definición articula los
tres principios (eficacia, legitimidad y estabilidad), asimismo permite ubicar a la
gobernabilidad en el plano de relación entre sistema político y sociedad, sin excluir a
ninguno de la relación de gobierno, por lo tanto, “la eficacia gubernamental y
legitimidad social se combinan en un círculo virtuoso de gobernabilidad, garantizando
la estabilidad de los sistemas políticos; mientras que la ineficacia gubernamental para el
tratamiento de los problemas sociales y la erosión de la legitimidad política generan un
círculo vicioso que desembocará en situaciones inestables o de ingobernabilidad”.
No existe una respuesta única. Pero gran parte del debate reciente se ha centrado en qué
hace más efectivas a las instituciones y las normas, incluida la transparencia, la
participación, la capacidad de respuesta, la responsabilidad y la primacía de la ley.
Todos los factores son importantes para el desarrollo humano especialmente porque las
instituciones ineficaces suelen ser especialmente nocivas para las personas pobres y
vulnerables. Pero al igual que el desarrollo humano significa mucho más que el
crecimiento de la renta nacional, la gestión para el desarrollo humano significa mucho
más que instituciones y normas efectivas. Debe también ocuparse de si las instituciones
y las normas son justas, y si todos tienen voz en determinar cómo funcionan, por las
siguientes tres razones:
La participación en las normas e instituciones que configuran la propia
comunidad es un derecho humano básico y forma parte del desarrollo humano.
Una gobernabilidad más participativa puede resultar más efectiva. Cuando se
consulta a los ciudadanos locales acerca de la ubicación de una nueva clínica de
salud, por ejemplo, hay más posibilidades de que se construya en el lugar
adecuado.
Una gobernabilidad más participativa también puede ser más equitativa. Se sabe
mucho acerca de las políticas económicas y sociales que ayudan a erradicar la
pobreza y fomentar un crecimiento más compartido. Pero pocos países aplican
con firmeza dichas políticas, a menudo porque los posibles beneficiarios carecen
de poder político y sus intereses no están plenamente representados en las
decisiones políticas. La gestión para el desarrollo humano consiste, en parte, en
disponer de instituciones y normas eficaces que fomenten el desarrollo, haciendo
que los mercados funcionen y asegurando que los servicios públicos son dignos
de ese nombre. Pero también incluye la protección de los derechos humanos, la
promoción de una participación más amplia en las instituciones y en las normas
que afectan la vida de las personas, y logran resultados económicos y sociales
más equitativos. Por consiguiente, la gobernabilidad para el desarrollo humano
se refiere no sólo a resultados eficaces y equitativos sino también a procesos
justos. La gobernabilidad para el desarrollo humano debe ser democrática –
democrática en sustancia y forma– por el pueblo y para el pueblo. (Véase la
contribución especial de Aung San Suu Kyi, Premio Nobel).
GOBERNABILIDAD DEMOCRÁTICA
Ya que se tienen consideradas las tres acepciones, es más fácil proponer una definición
más delimitada de gobernabilidad: “estado o grado de equilibrio dinámico entre
demandas sociales y capacidad de respuesta gubernamental”. Esta definición articula los
tres principios (eficacia, legitimidad y estabilidad), asimismo permite ubicar a la
gobernabilidad en el plano de relación entre sistema político y sociedad, sin excluir a
ninguno de la relación de gobierno, por lo tanto, “la eficacia gubernamental y
legitimidad social se combinan en un círculo virtuoso de gobernabilidad, garantizando
la estabilidad de los sistemas políticos; mientras que la ineficacia gubernamental para el
tratamiento de los problemas sociales y la erosión de la legitimidad política generan un
círculo vicioso que desembocará en situaciones inestables o de ingobernabilidad”.
Los niveles clave que requieren mayor análisis son el déficit de gobernabilidad y la
crisis de gobernabilidad. Los problemas en estos niveles surgen, normalmente, en las
áreas comunes de acción de los sistemas políticos: mantenimiento del orden y la ley, la
capacidad del gobierno para desarrollar una gestión eficaz de la economía, la capacidad
del gobierno para promover el bienestar social y el control del orden político y la
estabilidad institucional. Las cuatro áreas están muy vinculadas entre sí, y nos permiten
delinear un mapa de las condiciones de gobernabilidad de un país. Dependerá de
circunstancias específicas el que un déficit de gobernabilidad en una o varias áreas se
convierta en el detonante de una crisis de gobernabilidad.
Al hacer un análisis de la gobernabilidad, es necesario tomar en cuenta la relación que
este término tiene con la democracia. La democracia es una forma de gobierno y la
gobernabilidad es un estado, cualidad o propiedad que nos indica el grado de gobiernos
que se ejerce en una sociedad. Por lo tanto, puede existir una democracia (como forma
de gobierno), y no por eso va a existir un gobierno democrático. La compleja relación
entre gobernabilidad y democracia ha sido juzgada, tanto en términos positivos como en
negativos. En cuanto a los positivos, siempre se destaca que la vigencia de las reglas
democráticas aumenta las posibilidades de alcanzar una adecuada gobernabilidad, y en
cuanto a los negativos, Bobbio (1984) critica que, bajo un régimen democrático, la
expresión del conflicto de las sociedades es más fácil de manifestar, y que, de no
resolverse favorablemente el conflicto, éste obstaculizaría la legitimidad del gobierno.
Bobbio también critica el problema de la distribución del poder, que a veces merma los
procesos de toma de decisiones de las demandas, postergándolas y a veces evitando su
aplicación. En la América Latina de hoy, vivir en democracia no es solamente un
derecho de cada hombre, sino un imperativo social. La democracia es el nuevo nombre
de la paz. El tema de gobernabilidad democrática es difícil de tratar, ya que podría ser el
núcleo central de la problemática referida a la consolidación de la democracia en
América Latina. La presencia de tensiones estructurales entre fuerzas y coacciones del
sistema social prevaleciente es una constante amenaza para la gobernabilidad, aun en
países que se han presentado como modelo clásico de democracia. La permanente
búsqueda de soluciones externas ha llegado a subestimar la importancia de encontrar
fórmulas internas que propicien resultados de crecimiento, modernización, desarrollo
social, Estado nacional, democracia, cultura y ciencias autónomas, por lo que se podría
deducir que los países latinoamericanos han carecido de la visión de una revolución
democrática, de la formación de una sociedad civil, del principio de ciudadanía y del
estado de derecho; lo que ha dirigido a un Estado pendular en el que abundan las
oleadas de movimientos de inclusión y exclusión, ascensos y desbordes, recuperaciones
y regresiones.
“La historia política de América Latina recuerda el mito griego de la roca de Sisifo,
empujada penosamente hasta las cercanías de la cima para volver a caer al pie de la
montaña, en una interminable repetición compulsiva de la misma pesadilla.” Desde
1945 la nueva división del trabajo y la Tercera Revolución Industrial y Tecnológica han
tendido a la reconcentración, reclasificación y la marginalización a favor de minorías
relativamente reducidas. La constante contradicción entre estas tendencias ha evitado la
consolidación de una u otra, contribuyendo a una proliferación de tendencias políticas e
ideológicas, la formación de organizaciones y partidos y una amplia gama de tensiones
de difícil superación. A ello se debe agregar el proceso de poner en funcionamiento la
transnacionalización, la reasignación de papeles productivos y el nuevo mercado
financiero mundial, que, con la debilidad democrática del Estado, estos factores, sólo
apuntan a una desvalorización y desvanecimiento de la soberanía, integridad, identidad
y existencia misma de la nación. Se da así una tendencia a la deslegitimación de
cualquier régimen político y cualquier forma de Estado: marginalización económica
(retiro de la economía formal a la economía informal) y marginalización social (retiro
de la participación en las formas habituales y despolitización).
Las más grandes deficiencias del presidencialismo actual en América Latina son:
Cuatro décadas atrás, América Latina era el epicentro de lo que Samuel Huntington
denominó la tercera ola de la democratización. Lo anterior servía como referencia para
señalar el hecho de que, con pocos años de diferencia, gobiernos autoritarios habían
dejado el poder en varios de los países de la región y nuevos gobernantes habían
accedido a él como resultado de elecciones democráticas. Esta realidad contrastaba con
la situación que se vivía en la región desde los primeros años de la década de 1970,
cuando las dictaduras militares eran la norma, y la represión y la violación a los
derechos humanos se extendían por el continente. En gran medida debido a este
contraste, el regreso de la democracia se vivió como el final de una era que no volvería
y se depositaron muchas esperanzas en que este cambio político daría lugar a mejoras
sustantivas en la vida de los países latinoamericanos.
En la segunda década del siglo xxi, el panorama parece ser distinto y este espíritu
optimista ha desaparecido. En tiempos recientes hemos observado con preocupación
estallidos sociales en países tan diversos como Nicaragua, Ecuador, Bolivia, Chile y
Colombia, seguidos de manera casi automática por una reacción represiva por parte del
gobierno. En el caso de Brasil, el descontento de una parte significativa de la población
con la clase política tradicional ha derivado en la elección de quien abiertamente ha
reivindicado al último gobierno militar en dicho país y se ha mofado de quienes
sufrieron la violación de sus derechos humanos en ese entonces. La situación en
Venezuela (país por décadas considerado una de las pocas democracias estables en la
región) ha derivado en la consolidación de un gobierno abiertamente autoritario, algo
similar a lo observado en Nicaragua. En El Salvador, el presidente Bukele se ha
presentado hace algunos días en el Parlamento, acompañado por militares y policías,
para intimar a los legisladores a sesionar y aprobar un proyecto enviado por el
Ejecutivo. El caso de Bolivia ha mostrado aspectos paradigmáticos de crisis de la
democracia en la región, en tanto que el presidente Morales decidió renunciar a partir de
la “sugerencia” en ese sentido expresada por el jefe del ejército, después de días de
movilización de diversos sectores de la población que protestaban contra la decisión del
entonces presidente de forzar una tercera reelección en el cargo y ante evidencias de
manipulación de los resultados de los comicios con el objetivo de ser declarado ganador
en la primera vuelta de las elecciones.
En este panorama general, países como Argentina, México y Uruguay aparecen como
ejemplos en los que la dinámica política transcurre bajo cierta normalidad, aunque en
los tres casos la polarización atraviesa a la ciudadanía de manera profunda. A partir de
lo anterior, se ha vuelto a poner sobre la mesa el debate acerca del futuro de la
democracia en el continente, en un contexto global en el que sectores importantes de la
población parecen no tener resquemores al cuestionar algunos de sus preceptos básicos
(como la división de poderes, el respeto a las minorías o los derechos civiles y
políticos). Si bien no es posible ensayar una respuesta concluyente acerca de las causas
de esta situación en América Latina, creo importante señalar una serie de tendencias que
deberían preocuparnos, para pensar en lo que viene.
El complejo panorama que revelan estos datos cobra un carácter más crítico si se
consideran las cifras referidas a la satisfacción con el desempeño de las instituciones
democráticas. En este sentido, digno de notar es que sólo 24% de los latinoamericanos
dicen sentirse satisfechos o algo satisfechos al respecto. Así pues, existe también una
amplia heterogeneidad dentro de la región, aunque se visualiza cierta correlación entre
el grado de satisfacción con el desempeño y la preferencia por la democracia como
forma de gobierno. De este modo, en donde los niveles de satisfacción son mayores, el
apoyo a la democracia aumenta.
Por otra parte, estos mismos estudios de opinión revelan una percepción negativa de la
ciudadanía con respecto a dos pilares centrales de la democracia representativa: los
partidos políticos y el Congreso. En términos agregados, sólo 13% de los
latinoamericanos manifiesta confiar en los partidos y 21%, en el Congreso. Esto resulta
importante para entender la consolidación de liderazgos antisistema que cuestionan a los
partidos tradicionales y se presentan como una nueva forma de canalización de las
demandas, así como los estallidos espontáneos e inorgánicos a través de los cuales los
reclamos emergen de manera directa en la escena política. Es imposible negar que los
propios partidos y legislaturas son en gran parte responsables del crecimiento de estas
opiniones. Los innumerables escándalos de corrupción en los que se han visto
involucrados políticos de las más diversas ideologías han servido para ampliar la
distancia y extender la visión de que gobiernan en su propio interés.
Respecto de un segundo tema, las últimas décadas han demostrado que la democracia
puede ser debilitada desde dentro por quienes llegaron a ocupar posiciones de poder
mediante elecciones populares y operando de maneras que no necesariamente se
contradicen con los marcos normativos establecidos. Ésta es sin duda una enseñanza
importante que ha dejado la experiencia latinoamericana y que es necesario considerar
para superar la visión preponderante en los orígenes de la tercera ola, en el sentido de
que las mayores —y únicas— amenazas a las instituciones democráticas se encontraban
en actores externos (principalmente las fuerzas armadas) que podían poner en cuestión
el sistema, actuando por fuera de los mandatos constitucionales.
En los últimos años, presidentes (de derecha y de izquierda) que llegaron a sus cargos
por vía de las urnas han utilizado diversos instrumentos para concentrar poder en su
figura y extender sus influencias sobre organismos (como las Cortes Supremas o los
tribunales electorales) que se supone que gozan de cierta autonomía y que deben usarla
para ejercer un contrapeso hacia el Ejecutivo. En los casos más extremos, esta
influencia presidencial ha sido utilizada para hostigar o perseguir a la oposición
partidaria y social, avasallando en muchos casos el debido proceso y las garantías
constitucionales. Paradójicamente, esta centralización del poder se ha logrado, en
muchos casos, utilizando instrumentos reconocidos por las leyes o la Constitución, y en
nombre de la necesidad de profundizar la participación popular en la toma de
decisiones. No menos relevante es el hecho de que, en diversas ocasiones, las fuerzas de
oposición también han invocado cláusulas constitucionales para remover a los titulares
del Ejecutivo antes de la finalización de sus mandatos, entendiendo de manera
“flexible” el espíritu de esos propios preceptos legales. En un clima de profunda
polarización política, los diferentes actores parecen haber asumido que en algunas
situaciones el objetivo de neutralizar al adversario justifica forzar de manera sutil el
espíritu de las normas sobre las que se asienta el sistema democrático, lo que sin duda
erosiona el andamiaje sobre el que debe funcionar una democracia plena.
Un tercer punto hace referencia a que las fuerzas armadas han vuelto a tener un rol
relevante en el escenario político de varios países de la región, aunque de manera
diferente a lo que fue la regla durante buena parte del siglo xx. Si durante ese período
los militares intervenían en la dinámica política desplazando por la fuerza a gobernantes
electos democráticamente y asumiendo ellos mismos la conducción de los asuntos
públicos (con gran dosis de violencia y represión), en la actualidad su imbricación en la
vida política parece más sutil, pero no menos sustantiva. En casos como Venezuela o
Brasil existe una participación directa de los militares en el gobierno, ocupando puestos
clave en la administración y asumiendo responsabilidades relevantes en ciertas tareas
del Estado. En otros, como en México, las fuerzas armadas han sido involucradas en
tareas de seguridad interior ante el avance del crimen organizado y más recientemente
se les han asignado funciones en tareas anteriormente en manos de civiles (como la
construcción de un nuevo aeropuerto internacional en la Ciudad de México).
Un último elemento, que además aparece como telón de fondo de las dinámicas
analizadas anteriormente, se refiere a la creciente polarización de la vida política en la
mayoría de los países latinoamericanos. En los hechos, esto se traduce en que tanto los
actores políticos como los ciudadanos tienden a pensarse como parte de dos campos
opuestos que se disputan el poder y que incluso perciben a los miembros y las ideas del
otro campo como una amenaza para su propia existencia. Reflejo de lo anterior es que
uno de los polos tiende a pensar su identidad en gran medida por los atributos que lo
oponen a los de sus adversarios. Así, la política de diversos países se ha estructurado en
los últimos años a partir de esta división binomial (kirchnerismo-antikirchnerismo;
petismo-antipetismo; correísmo-anticorreísmo; chavismo-antichavismo) que genera una
“grieta”, término acuñado por un periodista argentino para describir la situación. Esto ha
tenido efectos concretos en la vida cotidiana de los latinoamericanos, multiplicándose
las anécdotas de amigos de años que dejan de hablarse por sus diferencias políticas,
familias que deciden suspender sus comidas regulares por los mismos motivos y feroces
peleas en las redes sociales.
Sin embargo, los efectos más perversos de la polarización se expresan en el marco de la
dinámica política, no sólo restringiendo el diálogo y la negociación entre las diferentes
fuerzas, elementos centrales en cualquier democracia representativa, sino generando en
los polos opuestos incentivos para usar las herramientas que estén a su alcance a fin de
perjudicar al adversario, aun a costa de que esto erosione las propias instituciones
democráticas. En muchos casos han sido las propias élites políticas las que han buscado
exacerbar la polarización para intentar cohesionar el bando propio o convertirse en la
vanguardia de los sentimientos “anti”.
La enseñanza de estas últimas décadas quizá sea que la construcción de las democracias
realmente existentes es una tarea más ardua que lo que se pensaba, y los frutos son
menos sencillos de cosechar. Sin embargo, una rápida mirada al pasado debe servirnos
para convencernos de que los latinoamericanos debemos seguir apostando por un futuro
democrático.
CONCLUSIÓN
Lo que vemos es un tremendo debate por el futuro aco siente y cuando hablamos de un
futuro incertidumbre también hablamos de un futuro que queremos dejar a nuestros
hijos.
Kaplan Marcos (1990), “La gobernabilidad del Estado democrático”, Agenda para la
consolidación de la democracia en América Latina, Costa Rica, IIDH, p.425