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uNA NUEVA ACTITUD ANTE EL TEATRO:

pE LA IDENTIFICACIÓN AL DISTANCIAMIENTO
ßertolt Brecht*

El hombre sabe demasiado poco acerca de su propia naturaleza. Y,


precisamente, porque el hombre sabe tan poco acerca de sí mismo,
su conocimiento de la naturaleza le ayuda muy poco. En realidad, la
monstruosa opresión y explotación del hombre por el hombre, las
matanzas en la guerra y la degradación en la paz han adquirido
ya un carácter casi natural en todo el planeta; pero, lamentable-
mente, frente a esos fenómenos naturales, el hombre no se muestra
tan ingenioso y eficaz como lo es ante otros fenómenos naturales.
Las grandes guerras, por ejemplo, son para muchos como terremo-
tos, es decir, como catástrofes naturales. Pero con los terremotos son
capaces de arreglárselas; con sus semejantes, no. Es evidente lo mu-
cho que se ganaría si, por ejemplo, el teatro o el arte en general
fueran capaces de producir una imagen practicable del mundo. Un
arte capaz de ello estaría en condiciones de influir profundamente
en el desarrollo social. Ya no se limitaría a dar origen a impulsos
más o menos ciegos, sino que brindaría el mundo al hombre que
siente y piensa, le brindaría el mundo- de los seres humanos para
que en él efectúe su práctica.
Pero el problema no es nada sencillo. Al primer examen ya ad-
vertimos que el arte, para cumplir su misión, es decir, provocar
determinadas emociones, procurar determinadas vivencias, no ne-
cesita brindar imágenes coherentes del mundo, ni exactas reproduc-
ciones de acontecimientos humanos. También logra sus efectos a
través de imágenes defectuosas, engañosas o anacrónicas. Mediante
esa sugestión artística que sabe ejercer, otorga apariencia de verdad
a las más absurdas versiones de una relación entre seres humanos. Y
cuanto más poder tiene el arte, tanto más incontrolables son sus
representaciones. El ímpetu sustituye a la lógica; la persuasión, a
los argumentos. Es verdad que la estética exige una cierta verosimi-
litud de todos los sucesos, para que los efectos no se anulen o se
debiliten; pero se trata de una verosimilitud puramente estética,

* Bertolt Brecht, Escritos sobr'e el teatro, Nueva Visión, Buenos Aires,


1970, pp. 149-155.

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la llamada lógica artística. Se concede al poeta un mundo propio, y
ese mundo se rige por leyes propias. Si tal o cual elemento aparece
desdibujado, sólo hay que desdibujar todos los demás elementos y
mantenerse dentro de esa tónica para que el conjunto se salve
El arte logra el privilegio de construir su mundo propio —que
no coincide necesariamente con el otro— merced a un fenómeno
muy particular, la identificación del espectador con el artista y, a
través de éste, con los personajes y sucesos del escenario, sobre la
base de la sugestión. El principio de la identificación es, pues, lo que
tendremos que examinar.
La identificación es uno de los pilares de la estética que hoy
impera. Ya Aristóteles señalaba, en su grandiosa Poética, cómo
puede .producirse la catarsis —es decir la depuración espiritual del
espectador— a través de la mimesis. El actor imita al héroe (a Edi-
po o a Prometeo) y lo hace con tal poder de sugestión y de meta-
morfosis, que el espectador lo sigue en el proceso y de esta manera
hace suyas las vivencias del héroe. Hegel, que a mi juicio es autor
de la última gran estética, señala la capacidad del hombre de ex-
perimentar frente a una realidad simulada las mismas emociones
que ante la realidad misma. Ahora bien, la conclusión a la que
quería llegar es la de que una serie de intentos tendientes a crear
una imagen practicable del mundo mediante el empleo de elemen-
tos del teatro han planteado un sorpresivo interrogante: ¿no será
necesario renunciar en mayor o menor grado a la identificación
para lograr ese fin?
Si se renuncia a considerar la humanidad con todas .sus circuns-
tancias, procedimientos, normas de conducta e instituciones como
algo inamovible, inmutable, y se adopta frente a ella la actitud que
con tanto éxito se viene adoptando desde hace algunos siglos frente
a la naturaleza —esa actitud crítica, interesada en los cambios, que
quiere lograr el dominio de la naturaleza— entonces no podrá em-
plearse la identificación. No es posible la identificación con seres
alterables, con hechos evitables, con padecimientos innecesarios
Mientras el Rey Lear lleve dentro de sí el destino que los astros le
asignaron, mientras lo consideremos inalterable, mientras sus actos
se consideren como algo natural, fatal e inevitable, en una palabra,
condicionados por su destino, podremos identificarnos emotivamen-
te con él. Toda discusión acerca de su comportamiento es tan im-
posible como hubiera sido imposible para el hombre del siglo X
una discusión sobre la fisión del átomo.
Cuando la corriente entre escenario y público se producía sobre
la base de la identificación, el espectador sólo podía ver lo-que veía

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el héroe con el cual se identificaba. Y frente a ciertas situacio-
nes de la escena sólo podía experimentar las reacciones emocio-
nales que le permitía la "atmósfera" del escenario Las percepciones,
sentimientos y tomas de conciencia de los espectadores coincidían
con las de los personajes. El teatro apenas si podía producir cam-
bios de estados de ánimo, facilitar percepciones y lle\ar a tomas de
conciencia que no se hubieran sugerido a través de su representa-
ción en el escenario. La furia de Lear contra sus hijas contagiaba
al espectador; es decir que el espectador, como tal, no podía menos
que experimentar también ira, pero de ningún modo asombro o
incomodidad, es decir otros estados de ánimo. Era imposible esta-
blecer si la ira de Lear era justificada; era imposible aquilatarla
a la luz de sus posibles consecuencias. No estaba para ser discutida,
sino para ser compartida. Así los fenómenos sociales aparecían como
fenómenos perpetuos, naturales, inmutables e históricos y no se los
sometía a discusión. Cuando utilizo el término discusión no me
refiero al tratamiento desapasionado de un tema, a un proceso
puramente racional. No se trata de inmunizar al espectador contra
la ira de Lear; lo que debe evitarse es el trasplante directo de esa
ira Un ejemplo: la ira de Lear es compartida por el fiel Kent.
Éste castiga a un siervo de las ingratas hijas, a quien se ha ordena-
do desoír los deseos del viejo rey. Nos preguntamos: ¿debe un es-
pectador de nuestro tiempo compartir esa ira de Lear y participar
espiritualmente en el castigo violento al sirviente que no hace sino
cumplir una orden? En una palabra: ¿debe aprobar esa ira? Cabe,
pues, formular la siguiente pregunta: ¿Cómo puede interpretarse
esta escena para que, por el contrario, el espectador se irrite ante la
ira de Lear? Sólo una reacción contraria de esta índole que
arranca violentamente al espectador de su trance de identificación
y sólo puede producirse si se rompe el hechizo sugestivo del esce-
nario— tiene justificación desde el punto de vista social, en una
época como la nuestra. Sobre este mismo tenia, Tolstoi ha dicho
cosas insuperables.
La identificación es el gran medio artístico de una época en que
el hombre representaba la variable y su medio la constante. Sólo es
posible identificarse con el hombre que lleva la estrella de su desti-
no en el pecho, y eso no ocurre con nosotros.
No es difícil entender que el abandono del principio de identi-
ficación significaría para el teatro vina decisión colosal, quizá el más
grande de todos los experimentos imaginables.
La gente va al teatro para ser arrastrada por el espectáculo, en-
vuelta en su hechizo, impresionada, elevada, horrorizada, conmo-

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vida, subyugada, liberada, distraída, redimida, arrebatada fuera del
tiempo, alimentada de ilusiones. Todo esto es algo tan sobrenten-
dido que prácticamente constituye la definición misma del arte. En
efecto, ei arte se define como algo que libera, arrastra, eleva, etcé-
tera. Incluso se considera que un arte que no logra esos efectos
no es arte.
Cabe, entonces, formular otra pregunta: ¿Se puede gozar del
arte sobre una base que no sea la de la identificación?
¿Qué elementos puede proporcionar esa nueva base?
¿Qué puede sustituir al miedo y a la compasión, el clásico bino-
mio destinado a provocar la catarsis aristotélica? Si se renuncia a
la hipnosis, ¿a qué se puede apelar? ¿Qué actitud debe adoptar el
espectador en los nuevos teatros si se le niega la posición soñadora,
pasiva, entregada al destino? Ya no debe ser arrancado de su mun-
do para ser transportado al mundo del arte, ya no hay que raptarlo;
por el contrario, debe ser introducido en su propio mundo real, con
los sentidos alerta. ¿Es posible colocar el ansia de saber en el lugar
del miedo, el deseo de ayudar en el lugar de la compasión? ¿Puede
establecerse con ello un nuevo contacto entre el escenario y el es-
pectador? ¿ Puede eso constituir una nueva base para el goce artís-
tico? Me es imposible detallar aquí la nueva técnica de construc-
ción de la obra dramática, de construcción del escenario y de
interpretación que sirvió de base a nuestros intentos. El principio
consiste en provocar el efecto de distanciamiento en lugar del de
identificación.
¿Qué es distanciamiento?
Distanciar un suceso o un personaje quiere decir comenzar por
lo sobrentendido, lo conocido, lo aclaratorio de dicho suceso o per-
sonaje y provocar sorpresa y curiosidad en torno a él. Tomemos
una vez más la ira de Lear, motivada por la ingratitud de sus hijas.
A través de la técnica de la identificación, el actor puede interpre-
tar esa ira de modo tal que el espectador la considere como la cosa
más natural del mundo, que ni siquiera se imagine que Lear pueda
no caer en ella, que se identifique completamente con Lear, que
sienta lo que él siente, y de esa manera haga suya la idea del viejo
rey. A través de la técnica del distanciamiento el actor interpretará
la ira de Lear de manera tal que el espectador pueda sorprenderse
ante esa ira, pueda imaginar reacciones que no sean la de la ira.
Se interpone distancia entre el espectador y la actitud de Lear, es
decir, se la expone como algo propio del personaje representado,
como algo notable, como un fenómeno social no sobrentendido. Esa
ira es humana, pero no propia de todo ser humano, y hay hombres

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que en el mismo caso no la experimentarían. Las vivencias de Lear
no tienen por qué despertar ira en todos los hombres y en todas las
épocas. La ira puede ser una reacción posible en cualquier época
y en cualquier hombre; pero esa ira, la que así se manifiesta y así se
origina, está condicionada a un momento histórico. Distanciar quie-
re decir, entonces, historizar, o sea representar hechos y personas
como elementos históricos, como elementos perecederos. Lo mismo,
naturalmente, se puede aplicar a personajes contemporáneos. Tam-
bién sus actitudes pueden representarse como algo condicionado
por su tiempo, algo histórico, perecedero. ¿Qué se gana con todo
esto? Se logra que el espectador ya no vea a los seres que se mue-
ven en el escenario como seres inmutables, ajenos a toda influencia,
entregados a sus destinos. El espectador comprende que un hombre
es así, porque las circunstancias son tales o cuales. Y las circuns-
tancias son tales o cuales, porque el hombre es así. Pero es posible
imaginar a ese hombre no sólo como es, sino como podría ser, y
también las circunstancias podrían ser distintas de lo que son. Con
eso se logra que el espectador adopte una nueva actitud en el teatro.
Ahora adopta ante el mundo representado en el escenario la misma
posición que ha adoptado como hombre de este siglo frente a la
naturaleza. También en el teatro será recibido como el gran trans-
formador, el que ha logrado intervenir en los procesos de la natu-
raleza y en los procesos sociales, el que ya no se contenta con tomar
el mundo tal cual es, sino que lo domina. El teatro por su parte ya
no intenta emborracharlo, cargarlo de ilusiones, hacerle olvidar su
mundo, reconciliarlo con su destino. El teatro le presenta ahora el
mundo para que él intervenga.

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