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Se dice que entre los montes fríos que cubren la cordillera andina, bajo el
manto nocturno. Una vez cada cierto tiempo la luz de la luna ilumina las aguas
de las lagunas, como si con ello expresara sentimientos cálidos, dándoles una
visión cristalina a ojos de cualquier dichoso espectador. Estos relatos pasan de
boca en boca en aquellos pueblos lejanos donde aun se conserva el valor
hacia lo antepasado, toda leyenda tiene un origen, mas no todo es tan dulce
como se acostumbra.
Los grandes campos verdes eran parte del día a día de cada persona del
imperio Tahuantinsuyo. La jerarquía en la que vivían hacía que los plebeyos
debían servir fielmente al jefe de todas las tierras, el Inca. Dando, así como
resultado a una sociedad autosustentable, que sembraba su alimento y vivían
en paz con la madre naturaleza.
Yaku, era un soldado del ejercito real, donde su finalidad era preservar la
soberanía del imperio incaico, por lo que su vida estaba llena de presenciar
conflictos con grupos menores. Se dice que la mañana en el que nació, la lluvia
no ceso en todo el día dando así a la elección de su nombre, y a medida que
crecía le hacía aún más honor.
Era tan fuerte como las corrientes de las cascadas, tan juguetón como los
riachuelos, calmado y compasivo como los lagos. Yaku no solo era un servidor
del rey, sino, también un reflexivo de su alrededor, un cuestionador innato de
cualquier cosa que sus oscuros ojos pudieran observar. Hace tiempo que dejo
de preguntar a los sabios, porque las respuestas que le satisfacíeran nunca
llegaban, así que prefería guardar todo para él.
Y así, continuaba durante un tiempo, hasta que tenía que volver al trabajo y
cumplía con sus obligaciones.
Fue una tarde de rayos naranjas donde su mundo cambió. Estaban en las
fechas de celebración del Inti Raymi, lo que significaba alegría por todos lados,
fervor al realizar las actividades tradicionales y una multitud de personas en la
marcha del inca por los lugares.
Ahí estaba ella, una joven de cabellos negros adornados, mirada carbón
brillante, rostro de facciones encantadoras. Sintió una extraña sensación
burbujeante nacer de su interior, un tenue nerviosismo recorrerlo de pies a
cabeza y su mente que antes estaba solo dirigida a las cuestiones de su
mundo, ahora daban espacio a una nueva inquilina.
Pero los sentimientos no se van cuando uno lo desea, por lo que aun sabiendo
que su amor jamás seria correspondido no podía evitar pensar en la muchacha.
Ahora sus días era pasarse lamentando por la posición de ambos, buscar
breves momentos donde poder observarla, y mandar sus palabras al viento en
un vago intento de superar ese amorío sin final.
Como era la vida tan cruel que le hizo desear a alguien inalcanzable, que más
allá de sacarle sonrisas, le generaba un amargo dentro suyo.
“— Los rizos del sol iluminan las primeras puestas al amanecer, cuando en el
cielo se aprecia los tonos azulados que la vida puede ofrecer, también esta las
pomposas esponjitas blancas que la decoran, una vista tan magnifica, sencilla
y llamativa... Así como tú.
No puedo decir un "Te amo" porque es prueba de que quiero morir, no puedo ni
siquiera susurrarte algo de lo que mi corazón siente porque es ser traidor, ni
siquiera pienso en hacer algo para ser correspondido porque es en vano.
El amor es mi tristeza.”
Esa clase de palabras al viento eran su nuevo pasatiempo, después de todo la
naturaleza no te juzga, ni apoya, pero te escucha. Era liberador poder expresar
lo que su corazón quiere gritar, y si a su amada no iba a llegar que los campos
de arboles sean su audiencia.
Ella transitaba a pasos cortos por los árboles, un poco alejado de la población
principal, en el lugar donde Yaku se perdía en una laguna de ideas. Sintió su
presencia por lo que estuvo en un conflicto interno de si irse de ahí o quedarse
para apreciarla un poco más. La joven también lo vio, pero decidida se acercó
a él y se colocó a su costado, ambos en silencio observaron el inmenso cielo
lleno de estrellas.
En ese momento, el joven se quedo en blanco, mas aun con la tímida sonrisa
que le ofrecía.
La mañana gélida se hizo presente por las tierras andinas, mientras el sol
iluminaba y daba los buenos días a todos. Dos chicos corrían apresurados
tomados de la mano, alejándose cada vez mas de la capital.
Vivieron tranquilos en un cerro sobreviviendo con los alimentos que había y los
animales pequeños. Aunque ya no vivieran en la abundancia, lo más
importante era que ahora podían amarse sin miedo, quererse sin represalias y
decirse lo que su corazón sentía libremente, ya no había cadenas que los
ataran.
Mas la felicidad no dura toda la vida. Killan salió una mañana a traer agua de
un pequeño riachuelo, mientras recolectaba el agua en cuencos fue capturada
por un soldado del Inca, quien ni torpe ni perezoso la llevo de vuelta con el rey,
quien a penas verla dicto su ejecución. Tomando con ello la vida de la bella
muchacha.
En unos años llego Francisco Pizarro con muchos hombres. Su color de piel
impacto a Yaku, era la primera vez que veía a alguien así.
Al principio todos pensaron que el hombre blanco venia en son de paz, pero
luego empezó las guerras contra el Inca y sus soldados. Así que Yaku no
desperdició la oportunidad y ayudo a los panacas con su alianza con los
blancos. Tiempo después el Inca fue asesinado y el imperio tomado por
Pizarro.
Yaku se alejo de todos, regreso a aquel cerro donde compartió días con su
amor, donde en la precariedad vivan felices por estar juntos. Ahí mismo, una
noche de luna, como esa vez donde pudo hablar con Killan, murió de tristeza
pidiéndole a los dioses que lo llevaran con su amada.
No todas las historias tienen finales felices, ni todos los amores son frutíferos.
Pero nadie puede negar que las historias deben contarse.
Si alguna vez, caminas de noche cerca de alguna laguna con una luna
completa, ten por seguro que estas presenciando el amor de Yaku y Killan, un
amor que no vivió mucho pero su lo suficiente para trascender años, espacio y
la muerte.