Está en la página 1de 17

Inst. Sup. Part. Inc.

Nº 9247 “San Carlos Borromeo”

Asignatura: Historia de la Iglesia Moderna y Contemporánea

Profesor: R.P. Lic. Carlos Alberto González C.R.

Curso: sexto año

El Papado en la época renacentista

Características generales

En la Iglesia no faltaron fuertes oposiciones al Humanismo y al Renacimiento en general,


especialmente entre las órdenes mendicantes, pero no puede decirse que fuera ésta la tónica
general. El acoger el nuevo movimiento no dejaba de tener su riesgo: el de contemporizar con su
pensamiento y sus prácticas demasiado naturalistas. Por eso, la época del Renacimiento, sobre
todo en desde finales del siglo XV y en las primeras décadas del siglo XVI, es una de las más
discutidas (y en ocasiones condenadas) de toda la historia del Pontificado.

En efecto, durante el Renacimiento el Papado pretendió, y con éxito, convertirse en guía


del floreciente movimiento artístico, y atraer al servicio de la religión la pasión por la belleza que
constituía el ideal de aquella época.

Este mecenazgo pontificio fue el sustento vigoroso de un esplendor cultural sin


precedentes, pero tuvo un severo contrapeso: es innegable que, al menos después de la muerte de
Pablo II en 1471, y a pesar de las apariencias espléndidas, nos hallamos dolorosamente ante
una evidente falta de auténtico espíritu religioso en el vértice mismo de la Jerarquía
eclesiástica.

Las preocupaciones artísticas y literarias tuvieron la absoluta primacía, y llevaron a


olvidar o postergar la reformatio in capite et in membris tan ardientemente reclamada por los
fieles, por lo menos a partir del Concilio de Constanza (1414-1417).

La Curia romana, convertida cada vez más en una auténtica corte principesca, vivía
en medio de un lujo fastuoso: cada cardenal tenía villas y palacios dentro y fuera de Roma, con
su brillante séquito de servidores. Este tenor de vida exigía fuertes gastos, que se cubrían
recurriendo a soluciones diversas: acumulación de beneficios (los cardenales ostentaban a veces
el gobierno de varias diócesis, de las que habitualmente estaban ausentes); venta de cargos (que
llegó al colmo en tiempos de Inocencio VIII); aumento de tasas; concesión de indulgencias con
ánimo de lucro.
También la vida privada de los Papas presentaba a menudo manchas graves, y el mal
ejemplo a veces creaba escuela entre los cardenales. Por ejemplo, se dijo de Inocencio VIII:
“Primus Pontificum filios filiasque ostendit, primus eorum apertas fecit nuptias, primus
domesticos hymeneos celebravit. Utinam sicut exemplo prius caruit, ita postea imitatores

1
caruisset”1. En efecto, antes de ordenarse sacerdote Inocencio VIII había tenido un hijo y una
hija, y una vez Papa, se afanó por asegurar su futuro. Su hijo Francisco se casó con Magdalena,
hija de Lorenzo de Médicis, y, en recompensa, Juan, hijo de Lorenzo, fue nombrado cardenal a
los trece años (más tarde sería Papa con el nombre de León X). El matrimonio se celebró ante el
mismo Inocencio VIII en su palacio, y lo mismo ocurrió más tarde con ocasión del matrimonio
de una nieta del Pontífice con el marqués de Finale.
El vicio del nepotismo, deplorado ya por Dante en el Medioevo, y presente también en
Avignon, cobra ahora un nuevo aspecto: los Papas tratan de elevar políticamente a su familia,
aunque sea a costa del Estado de la Iglesia, otorgando incluso parte del mismo en feudo a sus
nepotes. Calixto III hizo cardenales a dos sobrinos todavía jóvenes, uno de ellos Rodrigo Borja
(luego Papa Alejandro VI), y a otro le nombró Príncipe de Espoleto. Sixto IV (Francisco della
Róvere), por su parte, nombró cardenales a seis parientes próximos, todos ellos indignos de
pertenecer al Sacro Colegio (incluso Juliano, quien llegaría a ser Papa con el nombre de Julio II,
y que por entonces no tenía ninguna ciencia ni experiencia de los asuntos eclesiásticos, cuya vida
privada dejaba mucho que desear, y cuya vocación era más de guerrero que de sacerdote). El
mismo Sixto IV dio en feudo Imola y Forli a otro sobrino suyo, Jerónimo Riario, quien le
complicó en intrigas políticas que llevaron a la Santa Sede a un grave conflicto con Florencia.

El nepotismo no sólo rebajó el prestigio religioso del Papa, sino que dañó incluso
políticamente su autoridad al serles confiados a hombres incapaces cargos de primordial
importancia, y al posponer los intereses del Estado a los de una familia, con el consiguiente
escándalo de los fieles y grave daño del espíritu eclesiástico.

Suele aducirse como atenuante la necesidad en que se encontraban los Pontífices de


rodearse de personas de fidelidad probada, cosa que sólo encontraban entre sus parientes más
cercanos, ya que no existía en el Estado pontificio una tradición dinástica y con frecuencia
desconocían el ambiente que les rodeaba, del que a veces habían permanecido ajenos. Se aduce
también la edad avanzada de muchos de los Papas, el fuerte poder de los cardenales y de los
curiales, las luchas entre las poderosas familias romanas... Todo esto podría ser un atenuante,
pero nunca una justificación del sistema, ni siquiera desde el punto de vista meramente histórico.
La máxima atención de los Pontífices se centraba en la conservación y restauración
del Estado, que hasta entonces, más que una unidad política, había sido un conjunto de feudos
más o menos independientes. Acomodándose a la tendencia contemporánea en España, Francia e
Inglaterra, trataban los Papas de despojar a los feudatarios de su poder político, privándoles de
los feudos y reduciendo éstos al dominio directo del Estado.
Otra de las grandes preocupaciones del Pontificado en esta época era la organización de
una Cruzada contra los turcos, que se encontraban en una fase de notable expansión. En
efecto, desde finales del siglo XIV habían iniciado una penetración incisiva por el Oriente, en la
que, tras derrotar a no pocos ejércitos cristianos, alcanzaron un triunfo clave con la toma de
Constantinopla en 1453. Desde allí se habían extendido sobre el Epiro, Bosnia y Herzegovina, e
incluso Serbia, desde donde amenazaban ya Italia y la llanura del Danubio.
Nicolás V (1447-1455) y, sobre todo, Pío II (1458-1464) trataron por todos los medios de
convencer a los príncipes cristianos, pero con escaso éxito. La idea de derrotar a los infieles y de
secundar los llamamientos del Papa ya no encontraba eco. Los reinos estaban divididos y llenos

1
Cit. en B. Llorca, R. García Villoslada. F. J. Montalbán; Historia de la Iglesia Católica; vol III (Madrid,
1967), pág. 419.
2
de recelos mutuos; la Cristiandad era de hecho un recuerdo del pasado, y la influencia del
Papado era prácticamente nula2.

Primeros Papas del período renacentista

Nicolás V (1447-1455)

El Renacimiento puede decirse que entró de modo decisivo en la historia de la Iglesia con
el Papa Nicolás V, que sucedió en 1447 a Eugenio IV, después de los difíciles días del Concilio
de Florencia.

Amigo de la “cultura florentina”, como entonces se llamaba al nuevo movimiento


artístico y literario, cultivó un amplio mecenazgo, llamando a su lado a los humanistas más
notables (aunque a veces poco recomendables moralmente), así como a escultores, pintores y
orfebres. Fundó la Biblioteca Vaticana, hizo copiar numerosos manuscritos, y confió a grandes
arquitectos la renovación artística de Roma. Esta había de ser la digna sede del Vicario de Cristo,
la capital esplendorosa del mundo cristiano, en cuyo centro había de surgir la nueva basílica de
San Pedro.
La situación en que halló la Sede Apostólica era buena, tanto como no se conocía desde
mucho tiempo atrás. La autoridad pontificia, quebrantada por la crisis del Gran Cisma, discutida
por los teorizadores de la primacía conciliar, se había reafirmado gracias al esfuerzo de Martín V
y Eugenio IV.
Sin embargo, Nicolás V, aunque indiscutido como Sumo Pontífice, era lo suficientemente
sagaz para percibir que ya no podía pretender, como sus predecesores de los siglos XII y XIII,
erigirse en árbitro de los Estados de Europa. En efecto, la supremacía papal que había
caracterizado a la Cristiandad medieval en sus momentos de mayor esplendor era algo del
pasado. Por ello, Nicolás V se decidió a asumir, no ya en el concierto de las naciones de Europa,
sino en el ámbito más estrecho de la península italiana, donde se jugaban los intereses
inmediatos de la Sede Apostólica, ese papel de jefe de la Cristiandad y árbitro de Occidente que
se le iba de las manos: en ello le imitarían sus sucesores.
Más que nunca, Italia era entonces un verdadero mosaico de reinos, ducados, ciudades y
repúblicas, en el que cada elemento no reconocía más que sus propios intereses. Al norte, la
poderosa y serenísima Venecia, el ducado de Milán, Génova en la costa ligur y, montado sobre
los Alpes, desbordándose hacia el oeste, el ducado de Saboya. Al sur, el reino de Nápoles, y el de
Sicilia (dominada, junto con Cerdeña, por los españoles). Y entre ambos extremos, en la Italia
central, extendidos oblicuamente desde Mantua a Gaeta, los territorios pontificios, en peligrosa
situación, no mejorada por la presencia de Florencia y sus ambiciones. La posesión de tales
dominios parecía indispensable en momentos en los que un Papado sin tierras y sin armas
hubiera sido un juguete en las manos de los príncipes renacentistas. Por ello, un Papa
clarividente fácilmente llegaría a la conclusión de que una de sus primeras obligaciones era el
salvaguardar la independencia de su Ciudad y Estados. Pero esto traía aparejado un peligroso
riesgo: el de que el Papa se convirtiese en un príncipe secular más, pronto a entrar en el juego de

2
La idea de unir a los cristianos contra el peligro turco siguió siendo una constante de la política
pontificia hasta finales del siglo XVII, aunque pocos resultados positivos se lograron. Sólo San Pío V con
la memorable victoria naval de Lepanto (1571), y el Beato Inocencio XI con la coalición que liberó a
Viena de un peligroso asedio (1683) lograron alejar y disminuir el peligro, que prácticamente cesó ya
desde principios del siglo XVIII.
3
intrigas políticas y sutilezas diplomáticas, encerrándose en intereses particulares, y olvidando sus
deberes primordiales como Pastor de la Iglesia universal. La misma preocupación erudita y
artística que hemos señalado antes era otra tentación que fácilmente podía distraer al Papa de sus
altísimas tareas pastorales.

Durante el Pontificado de Nicolás V, concretamente el 29 de mayo de 1453, la ciudad de


Constantinopla, capital del Imperio bizantino, sucumbía al asedio turco, y con ella perecía para
siempre el Imperio Romano de Oriente que, aunque escindido de la Cristiandad medieval en el
Cisma consumado en el siglo XI, había sido un auténtico baluarte de defensa frente a la amenaza
creciente del Islam. El Papa intentó prestar auxilio al agonizante imperio antes de su definitiva
caída, pero dicha ayuda llegó demasiado tarde. La resonancia que tuvo en Occidente la caída de
Constantinopla fue inmensa. Para el Papa fue un golpe dolorosísimo, y sus llamamientos en
favor de una nueva Cruzada cayeron en el vacío.

En suma, podemos decir que, de hecho, Nicolás V fue un Papa bondadoso, magnánimo,
amantísimo de la paz y de conducta intachable, que procuró sinceramente el engrandecimiento
de la Santa Sede. Sin embargo, es preciso reconocer que por lo que se refiere a la tan necesaria
reforma y, en general a los asuntos propiamente eclesiásticos, no les dedicó toda la atención
debida3, y en esto abrió un camino en el que sucesores suyos habrían de resbalar aún más
penosamente.

Calixto III (1455-1458)

Había nacido en España, y tenía ya casi 77 años cuando fue elevado al solio pontificio.
La actividad más importante de su pontificado fue la de promover una Cruzada, a la cual dedicó
sus mejores esfuerzos. Al tomar posesión de su cargo hizo el voto de no descansar hasta haber
arrancado a Constantinopla de las manos de los enemigos de la fe, liberando a los cristianos
cautivos. Para ello se esforzó por equipar un ejército que defendiese Hungría del avance turco, y
crear una gran escuadra para defender el Mediterráneo oriental, que se abría indefenso a las
galeras otomanas.
Los anhelos del Papa quedaron en buena medida frustrados por la apatía de los príncipes
cristianos, aprisionados por nacionalismos egoístas. Pero su produjo al menos un fruto histórico
en 1456, cuando el avance turco, que parecía indetenible luego de la toma de Constantinopla,
quedó bruscamente frenado por la derrota de su ejército frente a Belgrado. San Juan de
Capistrano, enviado especialmente por el Papa, fue como el alma de aquella victoria que daría a
Europa un poco de respiro4.
Injustamente se reprochó a Calixto III el despreciar el arte clásico y las letras humanas.
No hay que olvidar que ya era anciano cuando subió al trono pontificio, y que su formación era
la de un jurista. Además, no tuvo tiempo ni sosiego para dedicarse al cultivo de las letras y las
artes, ocupado como estuvo en la convocatoria de una Cruzada.

Pío II (1458-1464)
3
Sí merece destacarse el apoyo que Nicolás V brindó a la labor reformadora desarrollada en Alemania
por el Cardenal Nicolás de Cusa (1401-1464) como enviado suyo.
4
Para recuerdo perenne de la gran victoria de Belgrado, el Papa instituyó la fiesta litúrgica de la
Transfiguración del Señor.
4
Su nombre era Eneas Silvio Piccolomini, y había sido un distinguido humanista, hombre
de extenso saber, aunque no siempre profundo. Tuvo algunos deslices morales en su juventud
(incluso un hijo natural), pero desde que ingresó al estado eclesiástico había sido irreprochable.
También había defendido las tesis conciliaristas, pero luego se retractó, persuadido de que la
unidad de la Iglesia de Cristo sólo se podía realizar acatando el primado del Pontífice romano.
Era sobrio y sencillo, tenía un corazón bueno e inclinado a la piedad, y cumplía con exactitud sus
deberes sacerdotales.
Cultivó las letras cuanto le fue posible, pero desde el primer instante de su Pontificado se
propuso continuar el programa de su predecesor, orientando todos sus pensamientos y energías
hacia la Cruzada. Incluso determinó ponerse él mismo a la cabeza de los ejércitos. Esta decisión,
que llenó de entusiasmo al pueblo sencillo, no produjo mayor impresión en los reticentes
príncipes y reyes. Sin embargo, por este tiempo, el rey de Hungría, Matías Corvino, y sobre todo
el príncipe de Albania, Jorge Castriota, obtuvieron señalados triunfos contra los turcos.
A pesar de encontrase enfermo, el Papa emprendió un viaje hacia Ancona, para ponerse
al frente de la flota que debía zarpar rumbo a Oriente. Allí mismo le sorprendió la muerte, y con
ella vino la dispersión total de las fuerzas que se habían congregado a su llamada.
Ocupado el Papa con los negocios de la Cruzada, no pudo prestar atención seria y
perseverante al acuciante problema de la reforma eclesial, tan necesaria, en especial para la Curia
romana, si bien emprendió muchas reformas parciales o locales, en particular en las órdenes
religiosas.

Paulo II (1464-1471)

Había nacido en Venecia de una rica familia de mercaderes, y era, por parte de madre,
sobrino del Papa Eugenio IV. Este fue quien le hizo abandonar la carrera del comercio para
seguir la eclesiástica, nombrándole obispo cuando sólo contaba diecisiete años, y cardenal a los
veintidós, sin que mediaran especiales méritos. Mediocremente dotado, nunca fue filósofo, ni
teólogo, ni canonista, y experimentaba una invencible desconfianza frente a humanistas y
literatos, entre los cuales se granjeó pronto no pocos enemigos.
Sin embargo, Paulo II no era en modo alguno enemigo de las ciencias o de las artes: hizo
restaurar varios monumentos de la antigüedad romana, y construyó en el corazón de Roma el
palacio de Venecia, que rompe definitivamente con el estilo gótico para iniciar el nuevo arte
renacentista. Como buen veneciano amaba el fausto y el lujo (era un apasionado coleccionista de
joyas), y en su pontificado alcanzaron singular esplendor los banquetes públicos, las cacerías, las
carreras carnavalescas, las suntuosas procesiones y funciones aparatosas.
Por desgracia, no fue el Papa reformador que tanta falta hacía, si bien corrigió algunos
abusos. Y en cuanto al entusiasmo por la Cruzada que había caracterizado a sus dos predecesores
inmediatos, se fue extinguiendo poco a poco. Procuró, sí, ayudar económicamente a los húngaros
y albaneses en su lucha contra los turcos, y cuando en 1470 cayó en manos de éstos la última
posesión importante de Venecia en el Oriente (la isla de Negroponto), alarmado, envió legados a
las principales naciones con el fin de unirlas contra el enemigo de la Cristiandad, sin resultados
notables.
Puede decirse que con el Pontificado de Paulo II concluye un período de restauración
eclesiástica (luego del gran Cisma de Occidente), en el cual, a pesar de los escasos resultados
concretos, hubo en general un sincero deseo de reforma eclesial.

5
El deslizamiento mundano y la caída

“El historiador de la Iglesia será tanto más apto para comprobar su origen divino, superior
a todo concepto de orden puramente terreno o natural, cuanto sea más fiel a la resolución de no
disimular las pruebas que las faltas de sus hijos y aun de sus ministros han hecho sufrir a la
Esposa de Cristo en el correr de los siglos”. Esta frase del Papa León XIII (en su carta al clero de
Francia del 8 de septiembre de 1899) viene muy a cuento a la hora de emprender la penosa tarea
de evocar uno de los períodos más tristes para el Pontificado y la Iglesia en general.
Es verdad que a los Papas que vamos a estudiar ahora hay que situarlos en el clima de su
tiempo, y que muchas de las acciones objetivamente reprobables que les veremos protagonizar
tal vez no causaban a sus contemporáneos la impresión o el escándalo que nos causan hoy a
nosotros. Sin embargo, ello no obsta para que reconozcamos con toda veracidad que fue una
época de gravísima decadencia espiritual, que no se cerrará hasta bien entrado el siglo XVI, y
que debemos humildemente deplorar con profundo amor filial.

Pero además de las faltas estrictamente personales que se puedan reprochar a los
Pontífices de este tiempo, duele mucho el comprobar que más de una vez se portaron como si
fueran príncipes mundanos, que desean hacer de los Estados pontificios una fuerte monarquía
absoluta, con la ambición de extender más y más su dominio en el tablero de Italia, olvidando su
condición de Vicarios de Cristo.

Mundanos serán también, por desgracia, los recursos que los Papas utilizarán para llevar
adelante sus proyectos de dominio: negocios financieros, venta de oficios y favores,
encumbramiento de parientes indignos a elevados cargos, etc. Un cuadro lamentable que no
podemos ni debemos ignorar, pero que, por contraste, hace resplandecer aún más la condición
divina de la Iglesia, la cual humanamente hablando debería haber sucumbido bajo el peso de la
corrupción de sus hijos, y que sin embargo, con la fuerza del Espíritu Santo, hallará modos de
renovarse y purificarse para seguir cumpliendo su misión en favor de la salvación del mundo.

Sixto IV (1471-1484)

Su nombre era Francisco della Róvere, y había sido Ministro General de la orden
franciscana. Era un hombre erudito, y en su conducta privada parece que no puede ponérsele
tacha grave y deshonrosa, pero se dejó llevar por un amor desmesurado hacia su numerosa
parentela, a la cual colmó de prebendas y dones, además de altos cargos y oficios, de lo cual ya
hicimos mención al inicio de este capítulo, al hablar en general del nepotismo de la época5.
Fue un gran protector de las artes, y debe ser considerado como uno de los más ilustres
mecenas del Renacimiento. La Biblioteca Vaticana le debe buen número de sus más preciosos
manuscritos, y muchos monumentos de Roma (en particular la célebre Capilla Sixtina) le deben
a él su origen.

5
Como lamentable ejemplo de lo que el nepotismo desenfrenado era capaz de generar, baste recordar que
a su sobrino Pedro Riario, franciscano como él, con menos de treinta años de edad, le otorgó además del
cardenalato, el arzobispado de Florencia, el patriarcado de Constantinopla, los arzobispados de Sevilla,
Valencia y Spalato, con otros obispados y abadías, cuyas rentas lo convirtieron en un gran señor de
deslumbrante opulencia, que derrochaba sus riquezas con insensata prodigalidad, sostenía una corte de
cerca de quinientas personas, y desplegaba un lujo inaudito en sus fiestas y banquetes.
6
Consciente de que el sultán Mohamed II miraba codiciosamente las costas italianas y
soñaba con entrar victorioso en la misma Roma, intentó Sixto IV organizar una Cruzada contra
los turcos. Sin embargo, los príncipes cristianos cerraron los oídos a su propuesta. El peligro
llegó a su colmo cuando en 1480 los turcos enderezaron sus proas hacia Apulia y desembarcaron
en la ciudad de Otranto, a la cual saquearon, cometiendo tremendas atrocidades (muchos
habitantes fueron martirizados). La muerte de Mohamed II alivió el temor de los cristianos, y en
1481 una flota pontificia, apoyada por barcos del rey de Nápoles y tropas auxiliares de Hungría
logró reconquistar la ciudad de Otranto tras larga y durísima lucha.
En su política interna, el Papa se dejó influir en demasía por su sobrino Jerónimo Riario,
elevado a Príncipe de Imola, quien con su sed de riquezas y su falta absoluta de escrúpulos
complicó a la Santa Sede en una serie de lamentables conflictos, como la conjuración de los
Pazzi contra los Médicis de Florencia, que degeneró en una guerra totalmente inútil.
Sixto IV veló por la pureza de la doctrina católica, reprimiendo en lo posible las herejías
que pululaban en diversos puntos de Europa, y fomentó la devoción a los santuarios, as como el
rezo del Santo Rosario. Pero aun reconociendo sus méritos, es indudable que con él se inicia la
era de mayor decadencia de la historia de los papas, exceptuando tal vez algún breve período en
el Medioevo.

Inocencio VIII (1484-1492)

En el cónclave que tuvo lugar a la muerte de Sixto IV, Juliano della Róvere, sabiendo que
era imposible alcanzar la tiara para sí, quiso por lo menos arrebatársela a su rival Rodrigo de
Borja, y derrochó oro y promesas, ardides y sobornos, hasta obtener los votos suficientes para la
elección del genovés Juan Bautista Cibo, quien había de ser un dócil instrumento en sus
poderosas manos. Afable y de carácter débil, en su juventud, antes de ordenarse sacerdote, había
tenido dos hijos ilegítimos, Teodorina y Franceschetto, a los cuales favorecerá grandemente
siendo Papa (ya hemos mencionado al inicio de este tema el escándalo de las bodas ventajosas
concertadas para su hija y su nieta, a las cuales asistió el mismo Papa).
Durante este Pontificado culminará la gloriosa Reconquista española, que había durado
siete siglos. En efecto, el 2 de enero de 1492 los Reyes Católicos, Fernando de Aragón e Isabel
de Castilla concretaron la toma de Granada, último bastión moro en tierras españolas. Esta
noticia fue recibida con gran júbilo en toda la cristiandad: si los musulmanes avanzaban por el
Oriente, al menos en Occidente acababan de recibir un golpe mortal al ser expulsados de la
Península Ibérica.

Este hecho influyó decisivamente para que España, que hasta entonces había estado como
replegada sobre sí, ocupada en las luchas de la Reconquista, comenzase a intervenir de modo
eficaz en los asuntos europeos (a lo cual contribuyó grandemente la política de unificación
interna llevada a cabo por los Reyes Católicos). Será esta España, imbuida de un fuerte espíritu
de Cruzada religiosa y de reforma eclesiástica (impulsada esta última por los Reyes), la que
emprenderá la evangelización de América, descubierta por Colón el 12 de octubre de ese mismo
año.

El Papa favoreció a los artistas y literatos, y emprendió diversas obras de restauración en


Roma. Pero más allá del esplendor artístico, latía una profunda corrupción. En efecto, durante
este Pontificado, la administración vaticana fue entregada cada vez más a hombres indignos. El
Sacro Colegio estaba poblado de cardenales mundanos, aficionados a los palacios suntuosos y a
las fiestas licenciosas. A fin de sacar dinero para mejorar sus finanzas, Inocencio VIII elevó de
7
seis a treinta el número de secretarios apostólicos, los cuales le pagaron elevadas sumas a cambio
de diversos favores y alzas en sus tasas. En efecto, estos (y otros) funcionarios trataban de
resarcirse inmediatamente de sus gastos, estrujando todo lo posible a cuantos solicitaban su
oficio. Así se explica el hecho verdaderamente escandaloso de que algunos secretarios se dieran
a forjar bulas falsas, que enviaban a los demandantes, haciéndoselas pagar bien. También hay
que reconocer que cuando el Papa descubrió en 1489 una oficina de falsarios que
confeccionaban bulas y traficaban con ellas mandó hacer justicia inmediatamente.
En suma, un pontificado desafortunado y débil en momentos que hubieran requerido una
fuerte personalidad reformadora.

Alejandro VI (1492-1503)

Pocas figuras habrá tan controvertidas en la Historia de la Iglesia como este singular
Pontífice. Aún hoy no es fácil distinguir en varios aspectos de su vida y pontificado lo que es
históricamente veraz de lo que es implemente calumnioso.
Era oriundo de Játiva (Valencia, España). Su tío, Calixto III, lo elevó a la púrpura
cardenalicia en el primer año de su pontificado, y poco después lo nombró vicecanciller de la
Iglesia romana, cargo de suma influencia en el gobierno papal (algo así como la actual Secretaría
de Estado), que conservó en cinco pontificados sucesivos, hasta su elevación a la Cátedra de
Pedro. Por el gran número de sus beneficios (entre ellos varios obispados y ricas abadías), pasaba
por uno de los cardenales más ricos de su tiempo. Tenía noble prestancia y un raro poder de
seducción. Dotado de innegables cualidades de inteligencia y carácter, era un espíritu cultivado,
un hombre de gobierno prudente y sagaz, firme y activo, hábil en los negocios y sutil
diplomático (cualidades que indudablemente pesaron a la hora de su elección como sucesor del
débil Inocencio VIII)6. Tuvo un alto sentido de la autoridad que debe poseer el Papa, y si tal vez
su mayor equivocación consistió en olvidar que esa autoridad debe fundarse ante todo en el
prestigio espiritual, también es cierto que, en lo temporal, trabajó intensamente por hacerla
respetar.
La reorganización de las finanzas del Vaticano, llevadas al caos por la prodigalidad de
Sixto IV, el restablecimiento de la más severa justicia en los Estados Pontificios, la represión de
la arrogancia y rebeldía de los barones feudales que señoreaban diversas ciudades y no pocas
veces mostraban su arrogancia en la misma Roma, son obras que no carecen de mérito.
Los intereses materiales del Papado fueron defendidos por él mejor que por ninguno de
sus predecesores desde Eugenio IV. Su política y su diplomacia (de las que su hijo César fue
instrumento privilegiado) contribuyeron grandemente a la unificación de los Estados de la
Iglesia, realizada por su sucesor Julio II.
Puso término a las contiendas entre portugueses y españoles en el Nuevo Mundo,
trazando por la bula Inter caetera una línea divisoria imaginaria que delimitase las posesiones de
las dos Coronas.
Intentó unificar a los príncipes europeos en un aliga anti-turca, pero dado que éstos tenían
otros intereses, fue muy pobre la respuesta, y escasos los frutos militares.
En materia puramente religiosa, no hizo ningún acto, ni publicó documento alguno que
diera lugar a la menor censura. Celebró con gran esmero el año jubilar de 1500, que atrajo a una
6
Se ha hablado mucho sobre su elección, acusándola de simoníaca, sobre todo a la luz de los muchos y
pingües beneficios que distribuyó entre los cardenales después de su elección. No es fácil dar un juicio al
respecto, dado que historiadores de nota no concuerdan entre sí en este punto. Pero hay que reconocer que
no resulta fácil apartar de la mente la sospecha de simonía, si bien en aquel tiempo las promesas de dones
y beneficios eran toleradas sin escándalo de muchos.
8
inmensa muchedumbre de peregrinos; favoreció a las órdenes religiosas y fomentó el culto a la
santísima Virgen.
Pero es en lo referente a la moral donde el juicio sobre Alejandro VI se vuelve
necesariamente severo. En la Curia romana se respiraba una atmósfera completamente
mundana entre fiestas, bailes y banquetes, que degeneraban a veces en verdaderas orgías, todo lo
cual daba al Vaticano un aire de corte principesca, secular, más que eclesiástica.
Sensual por naturaleza y de corazón afectuoso, se sabe que en su vida de cardenal, entre
1462 y 1471, tuvo de una o varias mujeres desconocidas tres hijos: Pedro Luis, Jerónima e
Isabel. Pero los más conocidos son los nacidos posteriormente de su unión con una dama
romana, por nombre Vanozza de Catanei: César, Juan, Jofré (Godofredo) y Lucrecia, que, tras su
elección papal, fueron provistos espléndidamente y absorbieron de manera desmesurada el
interés del Papa7. En efecto, la virtud natural del amor a los hijos degeneró en Alejandro VI, ya
antes de su pontificado, en debilidad imperdonable. No sólo no procuró poner un velo de
discreción sobre esa abundante familia nacida de su culpabilidad, sino que además de
reconocerlos pública y legalmente, se afanó por colocarlos en los más altos puestos y casarlos
con personas del más distinguido linaje. Fue esto sobre todo lo que dio pie a que el pueblo en
general murmurase contra las costumbres de los Borgia y a que se tejiesen en torno a ellos
leyendas escandalosas y siniestras.
Juan heredó de su medio hermano Pedro Luis (fallecido tempranamente) el ducado de
Gandía, y se casó con su prometida, María Enríquez de Luna, recibiendo además las ciudades de
Benevento, Terracina y Pontecorvo.
Jofré se casó con Sancha de Aragón, hija natural de Alfonso II de Nápoles, recibiendo el
principado de Esquilache en la dote de su esposa.
De Lucrecia se ha tejido una auténtica “leyenda negra”, presentándola como la heroína
del puñal y del veneno, lo cual carece de fundamento. Fue desposada primeramente con Juan
Sforza, señor de Pésaro. Anulado canónicamente este matrimonio, pasó a desposar a Alfonso de
Bisceglie, hijo natural de Alfonso II de Nápoles, quien fue asesinado, al parecer, por orden de
César Borgia. Lucrecia volvió a casarse, esta vez con Alfonso de Este, duque de Ferrara,
llevando desde entonces una vida apacible de caridad y de piedad cristiana.
César había sido enderezado desde niño a la carrera eclesiástica. A los siete años fue
nombrado protonotario apostólico por Sixto IV, e Inocencio VIII le concedió en 1491 el
obispado de Pamplona, aunque no había recibido aún las órdenes sagradas. En 1492 su padre le
traspasó su arzobispado de Valencia, y al año siguiente le hizo cardenal. Pero las dotes e
inclinación de César no eran las de un eclesiástico, sino las de un príncipe guerrero con un
desmesurado apetito de poder y una falta total de escrúpulos. Después de la muerte de su
hermano Juan, obtuvo la dispensa de sus dignidades eclesiásticas (no había recibido aún ni
siquiera el diaconado), y obtuvo del rey de Francia Luis XII el título de duque de Valentinois, y
de su padre el de duque de la Romagna. Se casó con Carlota de Albret, hermana del rey de
Navarra. Su estrella se apagó con la muerte de su padre, y tuvo que entregar sus dominios en
manos del Papa Julio II, encontrando finalmente la muerte en Navarra, en 1507, en el curso de
una escaramuza.
Hubo al menos un momento en que la conciencia del Papa se estremeció en medio de su
vida poco edificante. Ocurrió en 1497, cuando su hijo Juan, el duque de Gandía, pereció
asesinado por motivos y agentes desconocidos. El Papa vio en ello un aviso del Cielo, y anunció
un cambio de vida, la supresión de la simonía y el libertinaje de los clérigos; en suma, la reforma
en el seno de la Iglesia. Hasta hubo un proyecto de bula que reglamentaba desde la elección de
los cardenales hasta el control de las tasas pontificias. Sin embargo, estas buenas intenciones no
7
Hay testimonios de que siendo ya Papa tuvo Alejandro VI otros dos hijos: Juan y Rodrigo, si bien los
historiadores no están del todo concordes a la hora de juzgar la autenticidad del hecho.
9
llegaron a nada concreto. El proyecto de bula fue finalmente arrinconado, y todo siguió como
antes8.
El estado deplorable de las costumbres y los malos ejemplos de las autoridades
eclesiásticas y civiles dieron ocasión al ardiente dominico Jerónimo Savonarola (1452-1498), del
convento de San Marcos de Florencia, para emprender una campaña en la que obtuvo
extraordinarios resultados en la reforma de su convento, de los eclesiásticos y de los habitantes
de Florencia. Con su fogosa predicación y su ascetismo seductor, en el que se mezclaban
supuestas profecías, obtuvo un ascendiente tal que llegó a ser prácticamente el director político
de la República.
Pero en medio de su actividad se unió con los franceses, presentándolos como salvadores
providenciales, sobre todo a su rey Carlos VIII, en quien creyó reconocer a un enviado del Señor.
Esto excitó la suspicacia de Alejandro VI, quien prohibió a Savonarola la predicación, después
de haberse negado él a presentarse en Roma. A esto siguió su rebeldía y su consiguiente
excomunión en 1497. Puesto ya en el terreno de la insubordinación, siguió no obstante
predicando y clamando contra los vicios de la Curia y del Papa, a quien designaba como
simoníaco, e incluso escribió cartas a los príncipes cristianos incitándolos a convocar un concilio
universal. Sin embargo, al frustrarse la celebración de la prueba del fuego entre un dominico,
partidario suyo, y un franciscano que lo impugnaba, el pueblo se exaltó contra él, fue asaltado el
convento de San Marcos, él mismo apresado, y después de un proceso precipitado en que fue
sometido al tormento, sufrió con dos compañeros la pena de muerte “como hereje y despreciador
de la Santa Sede”.
La figura de Savonarola ha resultado singularmente atractiva para muchos, y su actuación
ha sido juzgada de muy diversas maneras. Nadie le tiene hoy hereje, ni tampoco por precursor de
Lutero, como algunos llegaron a pensar. Creemos que el matizado juicio que le dedica el
historiador Ludovico Pastor merece ser citado por entero:

“Así acabó aquel hombre de alto ingenio y moralmente irreprensible, cuyo mayor
pecado fue la desobediencia contra la Santa Sede y el haberse metido en negocios políticos.
Puras y sinceras eran sus intenciones, por lo menos al principio de su vida pública; más
tarde, por su índole apasionada y por las sugestiones de su encendida fantasía, se dejó
arrastrar más allá de los límites permitidos a un religioso y sacerdote. Convirtióse en cabeza
de partido y en un fanático de la política, que en público pedía la muerte para todos los
enemigos de la república; esto debía acarrear su ruina. Al dogma católico como tal,
Savonarola teóricamente se mantuvo siempre fiel; sin embargo, con su menosprecio de la
excomunión fulminada contra él y con sus proyectos conciliares, que en caso de resultarle
bien hubieran conducido a un cisma, representó prácticamente tendencias antieclesiásticas...
Olvidó completamente que el ejercicio de la predicación depende de la misión que le confía
el supremo Pastor, y que una excomunión que no sea notoriamente inválida debe ser
observada. Si él se las echó de profeta enviado por Dios, no fue ciertamente por engañar;
pero pronto dio pruebas de que el espíritu que le movía no venía de arriba, pues la prueba de
la misión divina es ante todo la humilde obediencia a la suprema autoridad puesta por
Dios”9.

A modo de conclusión, digamos que, más allá de parcialismos y de leyendas negras, hay
que reconocer que Alejandro VI estaba dotado de brillantes cualidades. Pero esas cualidades se

8
En mayo de 1499, urgido por los Reyes Católicos, volvió Alejandro VI a hacer el propósito de alejar a
sus hijos de Roma y emprender la tan suspirada reforma, pero tampoco entonces lo cumplió.
9
L. Pastor; Historia de los Papas; cit. en B. Llorca, R. García Villoslada. F. J. Montalbán; Historia de la
Iglesia Católica; vol III (Madrid, 1967), págs. 468-469.
10
vuelven de alguna manera en su contra desde el momento en que no las utilizó sabiamente para
el servicio pastoral a que había sido elevado. Su gravísimo desacierto fue vivir como vivían en su
época los hombres del gran mundo político, y no tener en cuenta sus peculiares condiciones de
sacerdote, cardenal y Papa. Con él alcanza su punto culminante, de alguna manera, el “Papado
del Renacimiento”, pero ese culmen, más allá de ciertos aspectos rescatables, no deja por otro
lado de ser una de las páginas más sombrías de la Historia de la Iglesia. El pontificado de
Alejandro VI es una prueba más de que la divina Providencia rige y conserva a la Iglesia, a pesar
de la eventual ineptitud de los mismos Pontífices romanos.

Pío III (1503) y Julio II (1503-1513)

A la muerte de Alejandro VI, fue elegido Papa Francesco Todeschini-Piccolomini,


sobrino de Pío II. Estaba adornado de bellas cualidades: benignidad, sobriedad, deseo de la
reforma, amor al arte y a la paz. Pero ya las enfermedades habían minado su cuerpo, y murió a
los veintiséis días de su elección. Los contemporáneos y la posteridad vieron una gran desgracia
en la brevedad de su pontificado, pues en él era de esperar la convocación de un Concilio general
y serias medidas de reforma.
En el cónclave subsiguiente alcanzó la tiara Juliano della Róvere, sobrino de Sixto IV,
gracias a los ricos presentes y abundantes promesas hechas a los cardenales electores, con lo cual
neutralizó eficazmente cualquier eventual oposición10. Empuñó las riendas del mando con mano
firme, e inició un pontificado que, como ningún otro, estuvo absorbido por la gran política y las
empresas militares. En efecto, se mezcló apasionadamente en los asuntos temporales, a fin de
restaurar el poder temporal de la Santa Sede. Su sueño era el de una Italia entera y unificada bajo
la autoridad del Papa, con Roma por capital a la vez política, artística, intelectual y espiritual.
Todos convienen en que Juliano della Róvere tenía alma de emperador y guerrero más
que de sacerdote. Férreo de carácter, voluntarioso, colérico, áspero en el trato, su vida
cardenalicia no había estado exenta de manchas, pero desde que llegó a la Cátedra de San Pedro
parece que no se le puede reprochar vicio notable. Por otra parte, la pasión política que le
devoraba no le dejaba tiempo para dedicarse a placeres frívolos.
A través de una serie de hábiles jugadas diplomáticas y militares, logró unificar los
dominios de la Iglesia, continuando la labor que César Borgia había iniciado con fines
personalistas. Luego de reconquistar algunas ciudades como Perusa y Bolonia, persiguió y arrojó
de los Estados Pontificios a César Borgia. Reconquistó la Romagna, que había sido ocupada por
los venecianos, y luego de varias alternativas, no todas favorables, logró arrojar a los franceses
de todo el norte de Italia.
Julio II se dejó llevar también del nepotismo, aunque el suyo no fue tan dañoso para la
Iglesia como el de sus predecesores. Si bien no era hombre de estudios ni de gran cultura, bajo su
mecenazgo, el arquitecto Bramante trazó los planos para la nueva basílica de San Pedro 11;

10
Quizá sus manejos simoníacos le produjeron algún remordimiento de conciencia, por lo cual trató de
impedir radicalmente este vicio en los futuros cónclaves, y a este fin publicó una bula, declarando nula
cualquier elección pontificia hecha simoníacamente.
11
Sin quitar méritos al proyecto de Bramante, es muy de lamentar que este gran arquitecto se haya
empeñado en destruir la ya ruinosa pero venerable antigua basílica de San Pedro. La muerte de Bramante
(1514) hizo que tampoco su grandioso proyecto llegara a realizarse plenamente, siendo modificado
sucesivamente, entre otros, por Rafael Sanzio y Miguel Angel, siendo este último quien diseñó la actual
cúpula.
11
Miguel Angel dejó plasmado su genio en los frescos de la capilla Sixtina 12, y Rafael Sanzio hizo
lo propio en las cámaras pontificias.

Frente a un conciliábulo que los franceses habían convocado en Pisa en su contra, Julio II
convocó poco antes de morir el V Concilio de Letrán (XVIII de los ecuménicos; 1512-1517),
cuya clara intencionalidad dialéctica le restó espontaneidad y sinceridad religiosa. De los tres
fines principales que se proponía: extinguir el nuevo cisma, reformar las costumbres de los
eclesiásticos y seglares, y procurar la paz entre los príncipes cristianos, tan sólo se logró el de la
extinción del cisma.

El Concilio quedó temporalmente interrumpido con la muerte del Papa, acaecida en la


noche del 20 al 21 de febrero de 1513. De haber vivido unos años más, no sabemos qué rumbo
hubiera tomado el Concilio de Letrán y qué decretos de reforma eclesiástica hubiera dado. Pero
lo cierto es que en este aspecto nada hizo el Concilio viviendo Julio II. Es cierto que éste habló
repetidas veces de sus deseos de reforma, pero sus palabras quedan desmentidas por hechos
como el de la admisión de personas indignas en el Sacro Colegio de cardenales. Así y todo, en su
pontificado no faltaron gestos reformistas, como algunos decretos para suprimir ciertos abusos y
corruptelas en conventos de diversas órdenes religiosas y monásticas.
Siguiendo el ejemplo de Alejandro VI, Julio II se interesó por las nuevas cristiandades
que surgían en las Indias occidentales recientemente descubiertas. En 1511 creó las dos primeras
diócesis de América: Santo Domingo (en la isla Española), y Concepción de la Vega, en San
Juan de Puerto Rico, haciéndolas sufragáneas de la Arquidiócesis de Sevilla.

Al monarca español, sobre quien depositó el peso de la fundación y sustentación


económica de todas las iglesias americanas, le otorgó el Papa por la bula Universalis Ecclesiae
(28 de julio de 1508) el derecho de Patronato sobre todos los obispados, colegiatas y beneficios
mayores de las nuevas tierras. Por otro lado, al rey de Portugal concedió, por una bula del 19 de
septiembre de 1506, el patronato universal sobre todas las iglesias del reino y de sus dominios.

Las alabanzas que algunos han tributado a Julio II se dirigen sobre todo a su accionar
político o a su mecenazgo artístico. Pero cabe preguntarse si son precisamente esos los rubros en
los que un Papa debe destacarse. Es indudable que gracias a su acción enérgica los Estados de la
Iglesia se convirtieron por un tiempo en la primera potencia de Italia, pero esta situación ya
cambió al final de su pontificado. Por ello, creemos que no puede aplicarse en estricta justicia a
Julio II el título de “salvador del Papado” que le da L. Pastor, ya que la misión del Papado no
está en la política, por hábil, fructífera y poderosa que sea, sino en el servicio a la Iglesia según
el ejemplo de Cristo.

León X (1513-1521)

Julio II había dejado por un lado los Estados Pontificios sólidamente constituidos como
tales, y un considerable tesoro en el castillo de Santángelo. Pero también quedaba flotando una
peligrosa enemistad con Francia, sin olvidar que, en el ámbito eclesiástico, realmente todo estaba
aún por hacer respecto de la reforma tan urgente y de tantos lados reclamada.
En el cónclave que siguió a la muerte de Julio II resultó elegido el florentino Juan de
Médicis, el más joven de los hijos de Lorenzo el Magnífico, quien a pesar de no haber cumplido

12
El célebre Juicio Final no lo pintará hasta el pontificado de Paulo III.
12
aún cuarenta años, poseía una notable experiencia política. Destinado por su padre a la carrera
eclesiástica, a los siete años era ya protonotario apostólico, y a los trece había sido creado
cardenal (con la obligación de aguardar tres años para tomar el capelo y demás insignias).
Formado por los mejores maestros de su tiempo, había respirado desde su niñez ese aire de
mundanidad brillante y de refinamiento intelectual propio de la Florencia de los Médicis. No
carecía de habilidad en todas las artes de la diplomacia (no pocas veces sinuosa), que puso en
juego para sacar a los Estados de la Iglesia y a su Florencia de la lucha en torno a Italia de las
grandes potencias europeas.
Religiosamente era de una piedad sincera, y su honestidad de costumbres era intachable
(y por cierto rara en aquellos ambientes en que se movió). Pero el ascetismo severo no se avenía
con su naturaleza blanda; más bien su aspiración ordinaria era gozar de la vida, evitando
mortificaciones, fatigas e incomodidades. Amigo del lujo y de la pompa, gustaba de los
banquetes, las representaciones teatrales, las cabalgatas festivas y la caza.

Apenas coronado, León X manifestó su voluntad de proseguir el Concilio V de Letrán.


Definitivamente concluido el incipiente cisma iniciado por Francia en tiempos de su predecesor,
en las sesiones conciliares se trató el tema de la reforma. Hay que reconocer que se tomaron
decisiones: se votaron algunas reglas que condenaban ciertos abusos en materia de
nombramientos eclesiásticos y acumulación de beneficios, se reguló la vida de cardenales y
obispos, se ordenó la castidad a los sacerdotes y se censuró a los simoníacos; tras interminables
discusiones se sometió a las órdenes religiosas a la autoridad de los prelados para el ejercicio de
sus ministerios... Todas estas disposiciones revelaban una buena voluntad, pero faltaba firmeza
para hacerla aplicar. León X clausuró el Concilio en 1517, pero no hizo mucho por hacer
ejecutar sus decretos.

El mayor triunfo eclesiástico de León X fue el conseguir la abolición de la Pragmática


sanción de Bourges (carta magna de las libertades galicanas) 13. De ese modo se infligió un
durísimo golpe al galicanismo y a las tendencias cismáticas. A cambio de ello, la Santa Sede
concedía al rey de Francia el derecho de nombramiento para todos los arzobispados, obispados,
canonicatos, abadías y prioratos, reservándose el Papa la confirmación canónica y el derecho de
recusar a los candidatos indignos. De este modo podemos ver que el “triunfo” papal fue relativo,
pues en las manos del rey quedó sometida, de hecho, toda la Iglesia de Francia.
En los Estados pontificios supo mantener la paz y la tranquilidad, pero en el orden
financiero fue un alegre derrochador. En efecto, la hacienda de lo Estados de la Iglesia sufrió un
gravamen enorme por los gastos gigantescos que exigía la política, el lujoso tren de corte y el
generoso fomento de la ciencia y del arte. León X pretendió hacer de Roma lo que su padre
Lorenzo el Magnífico había hecho de Florencia: el más activo centro intelectual y literario de
Italia y del mundo. Su mecenazgo atrajo a la corte pontificia a multitud de poetas, escritores y
humanistas en general, y dispensó su protección particular a artistas insignes como Rafael
Sanzio.
Si León X fue dadivoso con los artistas y literatos, con sus parientes, amigos y
compatriotas florentinos llegó hasta el despilfarro. Con dinero de la Curia y de los Estados

13
Este decreto, promulgado en 1438, ratificaba como ley del Estado muchos de los decretos del Concilio
de Basilea, por entonces reunido, y que había terminado por convertirse en cismático (en particular, la
teoría de la superioridad del Concilio sobre el Papa, la prohibición de apelar a Roma como última
instancia, y la limitación de los derechos de la Santa Sede en los nombramientos para los oficios y
beneficios de Francia).
13
Pontificios se volvieron a comprar los bienes que habían sido enajenados a los Médicis cuando
fueron desterrados de Florencia.
Pero lo más escandaloso de la Ciudad Eterna era que los cardenales y otros jerarcas
eclesiásticos no dieran buen ejemplo de vida, y que los empleados de la Curia se moviesen, al
parecer, exclusivamente por dinero. Infinidad de clérigos de todo el mundo venía a la caza de
beneficios, y no les era difícil sobornar a los funcionarios y a las personas de mayor influjo. La
venalidad era cosa corriente: se vendían las prebendas, los cargos, las dispensas, y, si era preciso,
se falsificaban los documentos. Desgraciadamente, el mismo León X no fue ajeno a este tráfico.
Como por su desmedida prodigalidad se encontraba casi siempre necesitado de dinero, buscó
muchas veces el remedio en medidas indignas, vendiendo los empleos de la Curia y hasta las
dignidades más altas, como el cardenalato, y aumentando el número de los funcionarios que, al
tomar posesión de su cargo, debían pagar una respetable suma. La misma predicación de
indulgencias y jubileos fuera de Roma se presentaba a veces como una lamentable operación
financiera.
En octubre de 1513 León X concedió que se predicase la indulgencia, ya otorgada por
Julio II, a favor de la construcción de la nueva basílica de San Pedro, indulgencia que fue
extendida a nuevos países en los años sucesivos. Grave error cometió al nombrar a Juan Angel
Arcimboldi comisario de la indulgencia para las provincias eclesiásticas de Brema, Upsala y
otros países nórdicos. A la escandalosa avaricia y a las imprudencias de este nuncio hay que
atribuir, en parte, la aversión de los reinos de Dinamarca y Suecia contra Roma. Por su parte, el
Supremo comisario de la indulgencia para Maguncia y Magdeburgo encomendó la predicación
de la misma al dominico Juan Tetzel. Aunque este fraile fue muy calumniado, no cabe duda de
que en su modo de proceder daba excesiva importancia al dinero, y que en la predicación de la
indulgencia para los difuntos no expresó la recta doctrina.

El 31 de octubre de 1517, un monje agustino, profesor en Wittenberg, llamado Martín


Lutero, con ocasión de la predicación de las indulgencias en dicha ciudad, manifestó
públicamente por primera vez las ideas que había venido madurando desde hacía tiempo. Al
poco tiempo, toda Alemania ardía en el incendio de la revolución religiosa. Mientras tanto, León
X, incapaz de comprender (al menos en un principio) la gravedad de lo que estaba ocurriendo,
seguía ocupado en sus manejos políticos y enfrascado en el fausto que tanto amaba. Más tarde,
fuera de la condenación de las doctrinas de Lutero, tampoco fue capaz de iniciar medidas
eficaces de reforma que pudiesen poner un adecuado freno a la expansión creciente del
protestantismo.

A modo de balance, podemos decir que este papado, aun sin llegar a los escándalos del de
Alejandro VI, fue especialmente funesto en momentos en que la Iglesia necesitaba más que
nunca fortalecerse. Suele alabarse el generoso mecenazgo de León X, mas sin pretender negar
los bienes que el mismo haya producido, cabe preguntarse si es ésa la principal tarea de un
Pontífice. Por otra parte, ¿cómo no lamentar amargamente su dedicación prioritaria a la política
y el descuido de los asuntos propiamente eclesiásticos? Pero por si esto fuera poco, es indudable
que, ante el tribunal de Dios y ante el juicio de la historia, el pontificado de León X quedará para
siempre como el del gran desgarramiento de la cristiandad de Occidente, un desgarramiento que
todavía hoy hace sangrar a la Santa Madre Iglesia.

Adriano VI (1522-1523)

14
En el cónclave que siguió a la muerte de León X fue elegido, con general sorpresa, el
ausente cardenal holandés Adriano de Utrecht, que en ese momento era obispo de Tortosa en
España. Se trataba de un varón insigne, educado en el amor a la virtud y a la ciencia, quien se
había desempeñado como profesor en la universidad de Lovaina, antes de ser elegido por el
emperador Maximiliano de Habsburgo para el cargo de preceptor de su nieto, el archiduque
Carlos (futuro Carlos I de España y V de Alemania). Luego de la muerte de Fernando el
Católico, Adriano había ejercido la regencia en los reinos de España, junto al gran humanista
cardenal Jiménez de Cisneros, en nombre de Carlos, hasta que éste, en 1517, ocupó el trono.
Entretanto, Adriano fue creado obispo de Tortosa (1516), y más tarde inquisidor en los reinos de
Aragón y Navarra, y después en los de Castilla y León. En 1517 había sido elevado al
cardenalato. Adriano quedó en España como lugarteniente de Carlos cuando éste regresó a
Alemania en 1520, y tuvo que enfrentar la sublevación de los comuneros, que fue finalmente
sofocada. La noticia de su elección como Papa le llegó en Vitoria, donde tomaba medidas
militares para la defensa de navarra contra los franceses. En una solemne declaración, aceptó
Adriano la elección, conservando como Papa su nombre de pila14. En seguida se puso en camino
hacia Roma.
Los tiempos en que le tocaba iniciar su pontificado no eran ciertamente fáciles: Belgrado
había sido conquistada por el sultán Solimán; Hungría estaba desmantelada por la invasión turca;
y Rodas, último bastión cristiano en el Mediterráneo oriental, estaba sitiada por fuerzas muy
superiores. Además, la revolución protestante iba ganando terreno día a día.
En su discurso consistorial después de su coronación, Adriano pidió ayuda a los
cardenales para su doble proyecto: la unión de los príncipes cristianos para combatir a los turcos,
y la reforma de la Curia romana. La palabra “reforma” en boca de Adriano VI no era
simplemente expresión de buenos deseos inoperantes: puso manos a la obra, pero chocó en
seguida con la violenta oposición de los que en su entorno estaban acostumbrados a la vida
aseglarada y fácil de los anteriores pontificados. Si ya el rigor ascético del Papa y su piedad (la
Misa diaria, por ejemplo, era cosa insólita) producía en muchos extrañeza, suscitó auténtica
aversión su parquedad en la concesión de favores, sus drásticas medidas de ahorro (su predecesor
le había dejado deudas y cajas vacías), y su propósito de abolir los cargos superfluos y de poner
en la calle a los beneficiarios del pródigo tren de vida de León X.
Además de la creciente oposición en su entorno, Adriano VI debió enfrentar una
devastadora peste, que retrasó el trabajo regular de la Curia, y la falta de colaboradores para sus
planes de reforma.
Dado que la herejía de Lutero era aún más amenazadora que el peligro turco, el Papa
exigió en la dieta de Nüremberg, por medio de su nuncio, la aplicación del edicto de Worms 15, a
la vez que con inaudita franqueza confesaba la culpa que la Santa Sede y el alto clero habían
tenido en la escisión protestante16. Por desgracia, el Papa no fue debidamente atendido (en la
14
Sería el último Papa no italiano hasta la elección del Venerable Juan Pablo II en 1978.
15
Se trataba de un edicto de Carlos V, del 25 de mayo de 1521, por el cual se proscribía decididamente en
todo el ámbito del Imperio alemán a Lutero y a sus seguidores, y se ordenaba que fuesen quemados sus
escritos.
16
Entre otras cosas, señalaba el Papa: “Dirás también que confesamos sinceramente que Dios permite esta
persecución de su Iglesia por los pecados de los hombres, especialmente de los sacerdotes y prelados (...)
Sabemos muy bien que también en esta Santa Sede han acaecido desde muchos años atrás muchas cosas
abominables: abusos en las cosas espirituales, transgresiones de los mandamientos (...) Así, no es de
maravillar que la enfermedad se haya propagado de la cabeza a los miembros, de los Papas a los prelados.
Todos nosotros, prelados y eclesiásticos, nos hemos desviado del camino del derecho, y tiempo ha ya que
15
misma dieta se propuso al Papa la convocatoria a un concilio libre en Alemania, en el que se
decidiera sobre el problema religioso). Tampoco consiguió el Papa unir a los príncipes cristianos
para la defensa contra los turcos: en diciembre de 1522 caía Rodas, sede suprema de la Orden de
San Juan. Además, no le faltaron disgustos con el poderoso Carlos V y con su rival, Francisco I
de Francia.
Adriano VI falleció el 14 de septiembre de 1523, profundamente desengañado, luego de
ver fracasar sus planes de reforma, que quedarían definitivamente truncados con su pronta
muerte. No merecía, ciertamente, el odio y la execración que para con él tuvo la ciudad de Roma
(“avaro” y “bárbaro tedesco” fueron algunos de los motes que le aplicaron incluso en vida), y fue
una verdadera desgracia que su pontificado haya sido tan breve. A pesar de todo, tuvo el gran
mérito de haber delineado los principios por los que habría de actuarse en adelante la reforma
eclesiástica.

Clemente VII (1523-1534)

Se llamaba Julio de Médicis, y era hijo ilegítimo de Julián de Médicis, el hermano de


Lorenzo el Magnífico que había sido asesinado en la catedral de Florencia en 1478, víctima de
una conspiración destinada a derribar el gobierno de los Médicis sobre la ciudad. Su primo Juan
de Médicis se convirtió en su protector, y al ser elevado al solio pontificio (León X) lo legitimó,
le nombró cardenal y le otorgó brillantes y lucrativos cargos. Después de un largo cónclave
resultó electo, y grandes fueron los festejos de los romanos, que creían vueltos los días de
regocijo vividos bajo León X.
Pero Clemente VII era concienzudo en el cumplimiento de los deberes de su cargo, y
respecto a su conducta se distinguía ventajosamente de su primo, que había sido ligero y dado a
la prodigalidad. Tampoco podían reprochársele lacras morales. Además, había logrado demostrar
una eficiente capacidad administrativa a la sombra de León X. Sin embargo, sus cualidades
tenían un severo contrapeso: era tímido y vacilante, carecía de la capacidad para tomar
decisiones que tan necesaria es en un gobernante, y más necesaria aún en los borrascosos
tiempos que le tocó vivir. Fluctuante, irresoluto, incapaz de tomar a tiempo una determinación y
de atenerse a ella, daba la impresión de insincero, lo cual lo fue precipitando poco a poco en un
aislamiento trágico.
Dos hombres se disputaban por entonces la hegemonía en Europa: Carlos I de España y V
de Alemania, y Francisco I de Francia. El conflicto entre ambos era inevitable, y para colmo el
Papa, que pensaba más como señor de una dinastía italiana que como Pastor universal de la grey
cristiana, ni siquiera tenía la talla de un gran político. De ahí que luego de fracasar en su intento
de lograr la paz entre las potencias cristianas (altamente necesaria ante el peligro de los turcos),
se le viese oscilar una y otra vez entre ambos contendientes, sin acabar de decidirse del todo por
ninguno.
Aliado con Francia y otros Estados menores contra Carlos V en 1526, quedó Roma
expuesta a un terrible saqueo de las tropas imperiales (formadas en buena parte por milicias
indisciplinadas y fanáticos luteranos alemanes), que se inició el 6 de mayo de 1527. El Papa,
refugiado tras los muros del castillo de Santángelo, debió contemplar, impotente, cómo se
no hay uno solo que obre el bien [Sal 13 (14), 3]. Por eso todos debemos dar gloria a Dios y humillarnos
ante su acatamiento; cada uno de nosotros debe considerar por qué ha caído y ha de preferir juzgarse a sí
mismo que no ser juzgado por Dios el día de la ira. Por eso prometerás en nuestro nombre que pondremos
todo empeño porque se corrija ante todo esta corte romana, de la que tal vez han tomado principio todas
estas calamidades; luego, como de aquí salió la enfermedad, por aquí comenzará también la curación y
renovación” (Cit. en H. Jedin; Historia de la Iglesia, vol. V [Barcelona, 1972], p. 175).
16
abatían sobre Roma la devastación y la ruina. Las profanaciones, robos y asesinatos fueron
incontables, y la peste no tardó en aumentar más aún el número de víctimas. Tan grande fue la
impresión que todo esto causó, que hubo quienes juzgaron por entonces que lo que había caído
sobre la rica y viciosa Roma del Renacimiento no era sino el juicio mismo de Dios.
Reconciliado con Carlos V, que necesitaba de él para defender a su tía Catalina de
Aragón (a punto de ser repudiada por Enrique VIII de Inglaterra), Clemente VII le coronó
solemnemente como emperador en Bolonia (1530), y luego, viendo que aumentaba la influencia
española en Italia, se acercó a Francisco I, logrando casar a una sobrina suya (Catalina de
Médicis) con el futuro Enrique II.
Todo este juego diplomático, fuera de algunos logros que beneficiaban a los intereses
particulares de los Médicis, no acarreó grandes resultados. En la cuestión del divorcio de Enrique
VIII de Inglaterra, si bien tuvo el mérito de afirmar finalmente la validez de su matrimonio con
Catalina de Aragón, lo hizo después de no pocas vacilaciones y contemporizaciones, debiendo
afrontar el peso de otro cisma. En Alemania, permitió que la política imperial tolerara durante
demasiado tiempo los avances del luteranismo. Y con respecto a los turcos, la situación llegó a
ser catastrófica: Solimán ocupó toda Hungría y llegó a poner cerco a Viena.
Tampoco la cuestión apremiante de la reforma eclesiástica halló en Clemente VII un
defensor decidido. El medio más eficaz parecía ser el de un Concilio universal, pero el Papa, aun
sin oponerse directamente a su celebración, no se atrevió nunca a convocarlo por el temor de ver
resurgir el conciliarismo del siglo XV.
En conclusión, el balance del pontificado de Clemente VII resulta desolador. Un hombre
de más talla espiritual tal vez hubiese dedicado mucho menos esfuerzo a los problemas políticos
para concentrar las energías de la Iglesia en la curación del cáncer que la amenazaba. Pero
Clemente VII era hijo de su tiempo, y además tuvo la desdicha de cosechar algunas de las
amargas consecuencias de lo que otros mucho más culpables que él habían sembrado antes.
Pero, a pesar de todo, durante el pontificado de Clemente VII, y animadas por él,
nacieron algunas iniciativas individuales encaminadas a restaurar las fuerzas de la Santa Iglesia.
Teatinos, capuchinos, barnabitas, somascos, entre otros, vieron la luz por entonces y jugarían un
rol decisivo en la reforma eclesial tan necesaria. Y pocas semanas antes de que Clemente VII
expirase, en una pequeña iglesia en la colina de Montmartre (París), Ignacio de Loyola y sus
primeros compañeros juraban consagrar todas sus fuerzas al servicio de la Iglesia. Esta iba a dar
muestras una vez más de su perenne vitalidad, que supera con creces todas las debilidades y
miserias de sus hijos.

17

También podría gustarte