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Inst. Sup. Part. Inc.

Nº 4004 “Virgen del Rosario”

Asignatura: Historia de la Iglesia III

Profesor: Pbro. Lic. Carlos Alberto González

Curso: primer año

El apogeo del Pontificado medieval

El término “Cristiandad” (Christianitas) designa un modo de relación entre la sociedad y


la Iglesia típico de la Edad Media. Los pueblos de la Europa de entonces formaron de hecho una
gran comunidad cuyo cimiento fue la fe cristiana. Iglesia e Imperio fueron las dos caras de una
misma realidad, a la vez espiritual y temporal, a imagen del alma y el cuerpo. Esta comunidad no
alcanzaba su pleno sentido más que en su realización sobrenatural: el Reino de Dios.

La Christianitas es, por lo tanto, la sociedad de todos los cristianos, pero entendida no en
un sentido eclesiástico, sino en un sentido mas terreno, político-social. Una especie de “patria”,
una nación “supranacional”, por decirlo así, menos que un estado, pero más que un simple
conglomerado de reinos y pueblos cristianos: un verdadero organismo jurídico-espiritual. Su
fundamento lo constituye la Iglesia, que da su ser a la Cristiandad, ya que los pueblos y naciones
han sido reengendrados en Cristo al igual que cada uno de los hombres, Y puesto que la Iglesia
es el fundamento de la Christianitas, la cabeza propia de ésta debía ser el Papa. Y entonces podía
afirmarse con toda justicia que la sumisión de pueblos y reinos al dominio espiritual de la
Iglesia, o sea, a su suprema autoridad, la Sede Apostólica, es la que le daba a la Cristiandad
su peculiar modo de ser.
Esta fue la visión ideal que propusieron algunos teólogos en los siglos más
representativos de la Edad Media: el XII y el XIII.
A ella se debe el que en este tiempo fuera el Papado jefe y guía del mundo occidental. A
ella se debe el que pudiera la Sede Apostólica asegurarse una posición por encima de la posición
del emperador. En efecto, frente a la de “Cristiandad”, perdió brillo la idea del Imperio. La de
Cristianitas resultó siempre más clara, más adaptada a las circunstancias.
En cambio, la idea del Imperio siempre encerraba cierta ambigüedad, al no verse con
claridad cómo podía compatibilizarse con la soberanía de los reinos particulares.
La idea de Cristiandad, por su parte, no ofrecía mayores dificultades, dado que no tocaba
la independencia de los Estados, y descansaba sobre un sistema de naciones iguales en derechos
y unidas por el espíritu de la solidaridad cristiana y por la sumisión espiritual a la Iglesia.
Ahora bien, a pesar de su simplicidad teórica, el problema surgió a la hora de definir en la
práctica el lugar que el Papado debía ocupar en este esquema, y los alcances del poder papal en
los asuntos terrenos. Esto habría de acarrear un sinnúmero de luchas, muchas veces violentas,
con el emperador germánico, como ya hemos visto en el caso del enfrentamiento entre San
Gregorio VII y Enrique IV de Alemania; enfrentamiento que se repetirá una y otra vez con
sucesivos Papas y emperadores, en la búsqueda de un equilibrio siempre difícil de alcanzar.
El Dictatus Papae había reflejado la elevada idea que San Gregorio VII tenía de la
autoridad pontificia. Pero al reivindicar para el Papa la facultad de deponer al emperador (cfr.
Proposición XII), la plenitud de la autoridad espiritual que detentaba el Sucesor de Pedro
1
quedaba peligrosamente extendida al ámbito temporal, con las graves consecuencias que esto
acarrearía para la Iglesia, incluidos los previsibles conflictos con un poder político que, como es
lógico suponer, no se sometería siempre de buen grado1.
Para poder comprender cómo es que esto pudo llevarse a cabo, es necesario no olvidar
que el hombre del Medioevo, imbuido de espíritu cristiano, se movía habitualmente en un plano
de fe y de vida sobrenatural. Su existencia en este mundo no tenía más objeto que el de realizar
el Reino de Cristo. De ahí que le pareciese lo más obvio el que su Vicario interviniese en todos
los actos de la vida social y política. No sólo el individuo, sino la sociedad en cuanto tal, debía
gobernarse por las normas de la religión. Por eso, los hombres de aquel tiempo en general no
concebían la separación de la Iglesia y del Estado.
Y fue entonces cuando la adecuada distinción entre los dos poderes, cada uno de los
cuales tenía de suyo su propio orden de acción, se esfumó ante la afirmación de una diferencia de
dignidades y de valor. De este modo, se irá extendiendo la convicción de que el poder real (laico)
obtiene su esplendor de la autoridad pontificia (religiosa), del mismo modo que la luna refleja el
esplendor del sol. Llevando esta doctrina al límite, se terminó de hecho por postular un
gigantesco Gobierno, a la vez espiritual y temporal, cuyo Amo sería el Papa, y en el que los
príncipes no harían más que ejecutar sus decretos. Con ello la sociedad laica y su justa
autonomía quedaban absorbidas por el ámbito eclesiástico.

Aunque es lógico que esta confusión de órdenes nos resulte imposible de aceptar y hasta
difícil de comprender, hay que reconocer que una tal concepción estaba como implícita en el
alma medieval. Se trataba, en efecto, de la coronación de la gran idea de una Cristiandad, de
cuya unidad y solidez los Papas se considerarían garantes, movidos por una fe que les hacía
mirar esa tarea como una auténtica misión encomendada a ellos por el mismo Dios.

En efecto, en la concepción de San Gregorio VII, el poder político no es sino un servicio


prestado a la comunidad. Por ello, recomienda a los reyes no ser orgullosos, porque el poder no
les ha sido conferido por Dios para satisfacer sus ambiciones personales, sino para el servicio del
prójimo. Para él, el poder espiritual y el poder político no constituyen sino un único servicio
prestado a Dios y a la sociedad cristiana mediante dos órganos complementarios, si bien en la
concepción gregoriana el poder político queda claramente subordinado al poder espiritual. Por
ello, para San Gregorio es evidente que si en el ejercicio de su gobierno un rey se inspira
solamente en sus intereses materiales y particulares, es reo de rebelión, pues ya no procede como
representante de Dios, sino de Satanás, y por eso mismo pierde, ante la conciencia de la
comunidad cristiana, todo título de legitimidad. Sólo cuando se inspira en los conceptos de la
moral cristiana y cuando colabora con el sacerdocio en la edificación del mundo, es decir, en la
consolidación y extensión del Reino de Dios, el rey es legítimo y es sagrada su función.
Lo que acabamos de señalar hace más explicable el favor popular de que gozó el
pensamiento gregoriano, dado que entendidas las cosas de esta manera, la supremacía pontificia
aparecía como la mejor defensa imaginable contra la eventual tiranía de los reyes. En este
sentido no hay que olvidar que la política, para San Gregorio, no era el arte de vencer a los otros
en el sutil juego de una astucia terrena, sino el arte de hacer posible la realización de los más

1
Cuando en 1076 Enrique IV notificó a Gregorio VII su “deposición” como Papa, le escribió: “Tú te has
ensañado contra mí, aunque yo soy, a pesar de mi indignidad, uno de aquellos que fueron elegidos para la
realeza, y aunque, según las tradiciones de los Santos Padres , yo no debo ser juzgado más que sólo por
Dios, y yo no puedo ser depuesto por ningún crimen, a no ser que –lo que Dios no quiera- haya yo errado
en la fe” (cit. en Daniel Rops; La Iglesia de la catedral y de la cruzada [Barcelona, 1956], pág. 231).
2
elevados ideales morales. Por lo tanto, puede decirse que San Gregorio luchó, a su modo, por
una forma de Estado en el cual los motivos morales prevalecieran sobre los egoístas2.

Después del Concordato de Worms

En 1123 se celebró el I Concilio de Letrán, considerado por los católicos el noveno


Concilio ecuménico, y el primero celebrado en Occidente (consumada ya la ruptura con la
Iglesia de Oriente). En dicha asamblea se confirmó el Concordato firmado el año anterior en
Worms, lo cual fue auspicioso sin duda alguna, aunque el equilibrio entre las fuerzas
contendientes en la reciente Querella de las investiduras siguió siendo delicado. A ello se sumaba
la controversia referente a la Italia meridional, que se disputaban el Papado, el Imperio y los
normandos, que eran quienes la poseían de hecho.
Al aparecer en el escenario político la nueva dinastía alemana de los suabos o
Hohenstaufen con Federico I Barbarroja, rey de 1152 a 1190, y coronado emperador por el Papa
Adriano IV en 1155, se reanudó la lucha, pues el emperador se consideraba heredero de los
Césares y, por lo tanto, investido de autoridad y poder supremos. En efecto, en su época el
estudio del derecho romano entusiasmaba a los juristas de Italia, los cuales ensalzaban las figuras
de antiguos Césares, como Trajano, Marco Aurelio, Constantino el Grande, Justiniano I,
mientras en Alemania florecían las leyendas sobre Carlomagno. Esa historia y esas leyendas
nutrieron la mente y avivaron la fantasía de Federico, infundiéndole la persuasión de que la
voluntad del emperador es la fuente de todo derecho humano, y de que él estaba llamado a
restaurar el antiguo Imperio, reconquistando a Italia entera, incluso Roma, y protegiendo y
dirigiendo al Papa como a un obispo más. Para él era como si el Sacro Imperio fuese la
continuación del de Constantino I, olvidando que se trataba de una creación nueva,
esencialmente medieval y cristiana. De ahí que para él ya no tenían sentido los derechos feudales
de los nobles, los obispos y las ciudades3. Todo este sueño absolutista se prolongará con
alternativas diversas, en los reinados sucesivos del hijo y del nieto de Federico: Enrique VI y
Federico II.

De este modo, dos concepciones del mundo iban a enfrentarse: la del Papa, tendiente a
mantener en pie la Cristiandad e intacta la ortodoxia por medio de una creciente centralización
de los poderes en sus manos, y la del emperador, tendiente a restablecer la perdida unidad
mediterránea por medio de la reconciliación de las diversas religiones y la independencia del
poder laico frente a la Iglesia.
2
Las imposiciones y presiones ejercidas por Gregorio sobre los príncipes emergían, en su caso, de la alta
conciencia que tenía de su propia responsabilidad ante Dios, desde el momento en que aquéllos toleraban
la injusticia sin hacer nada para impedirla. Ante su propia conciencia, Gregorio consideraba que su deber
era precisamente no mostrar la menor complicidad con todo lo que fuese una violación de la Ley de Dios.
Más aún, en su condición de Pastor universal se consideraba responsable frente a Dios de la salvación de
los mismos reyes a quienes reprendía. “Piensa que yo lo hice por la salvación de tu alma”, le escribía al
rey Guillermo de Inglaterra (cit. en Pablo Héctor Santángelo; Gregorio VII y su siglo [Buenos Aires,
1953], pág. 348).
3
Todos los derechos feudales adquiridos legítimamente por los duques, condes, obispos, ciudades,
ratificados anteriormente por Enrique V, los reclamaba ahora Federico Barbarroja, reservándose para sí la
facultad de nombrar los cónsules en Milán, las diversas magistraturas en las otras ciudades, y exigiendo a
los nobles, así laicos como eclesiásticos, la renuncia a sus regalías, percepción de impuestos, derechos
sobre los bienes confiscados, etc. Más aún, obligaba a los obispos de Italia a que le prestasen juramento
no sólo de fidelidad, sino de vasallaje, y hacía deponer a los obispos que no eran de su gusto,
sustituyéndolos por otros, amigos y partidarios suyos, todo lo cual iba contra el Concordato de Worms.
3
Como es de imaginar, el absolutismo imperial no sólo chocó con la oposición pontificia,
sino también con la de los grandes señores feudatarios del Imperio, la de las otras naciones
europeas, y la de las ciudades y señoríos en proceso ya de desarrollo, sobre todo en el norte de
Italia. Y fue esta singular alianza la que derrotó primero a Federico I, y luego a su hijo Enrique
VI (coronado emperador por Clemente III en 1191), haciendo así posible el conjunto de
circunstancias que llevó al Papa Inocencio III (1198-1216) a convertirse durante algunos años en
el árbitro supremo de los Imperios de Oriente y Occidente (a partir de la conquista de
Constantinopla en 1204), de los países que se declaraban vasallos de la Santa Sede para huir de
las aspiraciones imperiales, y de las ciudades en lucha contra el emperador.

Inocencio III y el apogeo de la Cristiandad

Al morir el Papa Celestino III, le sucede el cardenal más joven del Sacro Colegio (tenía
sólo 37 años), llamado Lotario, hijo de Trasimundo, conde de Segni. Se había formado en los
dos más importantes centros de su tiempo, París y Bolonia, adquiriendo grandes conocimientos
de Teología y Derecho Canónico.
Sin duda estaba dotado de cualidades excepcionales, que le fueron de poderosa ayuda en
su desempeño al frente de la Iglesia: inteligencia rápida y penetrante, visión clara de la realidad,
habilidad diplomática, fino sentido práctico, voluntad firme y serena, y clara conciencia de su
dignidad y de sus graves deberes, a lo que se añadía prestancia física y elocuencia. En su
accionar estaba guiado por una rígida seriedad de costumbres y por una sincera piedad, que sus
adversarios no podían rebatir.
Destaca entre todos los rasgos de Inocencio III la conciencia de la incomparable dignidad
de su posición no sólo como Sucesor de Pedro, sino como Vicario del mismo Cristo.
La concepción de este Vicariato de Cristo se convierte para Inocencio III en una idea
central de la cual extrae la conclusión de que está puesto entre Dios y los hombres. Esta
supremacía del Papa en relación con la Iglesia, en cuanto congregación de todos los fieles, se
expresaba con el término “plenitudo potestatis”.
De aquí derivan las frecuentes aserciones de Inocencio, según el cual la posición única
del Papa se funda sobre la plenitud del poder que sólo él tiene. Afirmará en más de una ocasión
que esa plenitud es esencialmente diversa de la jurisdicción de los obispos, los cuales son sólo
llamados a tener una participación limitada de la cura pastoral, mientras al Vicario de Cristo se le
encarga el cuidado de toda la Iglesia. Con esta finalidad es dotado de una autoridad que no
conoce ningún límite en el ámbito del Derecho eclesial positivo. Por ello, sostiene que el Papa
tiene el derecho de intervenir en las causas de toda la Cristiandad sin proceder por vía jerárquica
e incluso sin vínculos dados por el derecho positivo.
Dado que el conjunto de los cristianos estaba al cuidado del Papa, era competencia del
Papa gobernar este cuerpo de manera que al final consiguiese su último fin, es decir la salvación.
De aquí derivaba la exigencia papal de una jurisdicción universal, que Inocencio basaba en la
suposición de que el pecado pudiese destruir la sociedad cristiana. Cada vez que había pecado en
la sociedad cristiana entraba en juego la jurisdicción papal “ratione peccato” (en razón del
pecado). Por eso el Papa tenía el derecho de intervenir como árbitro en cada disputa, aunque
fuese secular o temporal.
Desde este punto de vista se entiende la pretensión del Papa de ejercer un control sobre
los príncipes seculares, así como su prerrogativa de decidir quién ha de ser el protector universal
de la Iglesia de Roma en el oficio de Emperador. Así es fácil comprender por qué el Papado
dedicó tanto cuidado a la elaboración de un Ritual de Coronación del Emperador. El propio
4
Inocencio ordenó la composición de un nuevo Ritual, que acentuaba con decisión el papel del
Papa, en cuanto dispensador del poder imperial. En este sentido es más que elocuente el
testimonio del mismo Inocencio cuando en 1201, en la debatida cuestión acerca de quién debía
suceder en el trono imperial a Enrique VI, se decanta a favor de Otón de Brunswick, descartando
a Felipe de Suabia (hermano del difunto emperador), que había sido el elegido por los príncipes
electores:

“Acusáis a mi Legado de haber metido la hoz en mies ajena, haciendo de elector y de


juez en el negocio del Imperio, pero no tenéis razón. Nosotros amamos los derechos de los
príncipes como los nuestros, y reconocemos que a ellos les pertenece el derecho y la potestad
de elegir rey; pero también nosotros tenemos el derecho y la potestad de examinar al elegido,
para ver si es digno o no de ser ungido, consagrado y coronado emperador por el Romano
Pontífice. Pues norma universalmente practicada es que el que impone las manos pueda
examinar la persona de que se trata. ¿Pensáis acaso que si los príncipes eligieran por rey a un
sacrílego, a un excomulgado, a un tirano, a un loco, a un hereje o a un pagano, deberíamos
nosotros ungir, consagrar y coronar a un hombre tal?4

Durante el pontificado de Inocencio III, se buscó expresar la “plenitudo potestatis”


recurriendo a alegorías fácilmente comprensibles para los contemporáneos. Una de ellas era la de
las “dos espadas, que había sido formulada definitivamente por San Bernardo de Claraval siendo
aceptada en todo el Medioevo como alegoría del poder supremo. La base era el pasaje de Lucas
22, 38 (“Señor aquí hay dos espadas”). Según esta teoría el Papa poseía ambas espadas, la
espiritual, que detentaba en persona, y la temporal que confiaba a los príncipes seculares para
que la administrasen según la voluntad del Papa. Inocencio III aplicó esta alegoría en su Rito de
Coronación Imperial en cuanto el Papa en aquel momento confería al emperador la espada, para
demostrar de quién había recibido el emperador su poder5.

El plan de gobierno de Inocencio III

Podemos en líneas generales distinguir cinco objetivos en la actividad pontificia de


Inocencio III:

1) Poner orden en Roma y en el Estado Pontificio


2) Establecer el justo orden en el Imperio y en los demás estados cristianos
3) Organizar una Cruzada para la liberación de Tierra Santa
4) Luchar contra los movimientos heréticos
5) Reformar la Iglesia

Este vasto programa no es nuevo en absoluto; sólo retoma los temas básicamente
presentes desde la reforma gregoriana. Pero sí es nuevo el empeño y energía que invirtió para
llevar estos objetivos a la práctica.

4
Cit. en B. Llorca - R. García-Villoslada – J. M. Laboa; Historia de la Iglesia Católica (Madrid, 2009),
vol. II, pág. 462.
5
Más allá de todo lo dicho, hay que reconocer que en las situaciones concretas, Inocencio fue bastante
elástico y realista en la administración de las “dos espadas”, a diferencia de algunos sucesores suyos
(como Inocencio IV y Bonifacio VIII) que se cerraron equivocadamente en posiciones sumamente
rígidas.
5
1) Poner orden en Roma y en el Estado Pontificio

Cuando Inocencio III asumió como Sucesor de Pedro, de la soberanía papal en Roma y
en el Estado Pontificio no quedaba mucho. El día después de su coronación indujo al Prefecto de
la ciudad, nombrado por el Emperador Enrique VI, a someterse y prestar juramento de vasallaje.
Así, el representante del emperador, que se había considerado dueño de Roma y del Estado de la
Iglesia, se convierte en un empleado del Papa. También los barones del Estado prestaron al Papa
el juramento feudal de fidelidad. Con todo ello se restauró la soberanía pontificia en Roma y en
los Estados de la Iglesia. Estos se vieron agrandados con la reconquista de algunos territorios
perdidos, y con la realización efectiva de promesas de donaciones hechas por Pipino y
Carlomagno, pero cuya ejecución nunca se había llevado a cabo en su integridad.
El resquebrajamiento de la soberanía alemana en Italia tras la muerte de Enrique VI
ofreció a Inocencio la ocasión de conseguir este objetivo, poniendo para ello en juego la gran
aversión manifestada por todas partes hacia los alemanes y el naciente sentimiento nacional de
los italianos.
Con las anexiones de la Marca de Ancona, del ducado de Spoleto, y del Condado de Sora
(en el límite meridional del Estado, por cesión de Federico II) el Estado Pontificio experimentó
una gran ampliación.
Aunque los proyectos de Inocencio con respecto a la posesión de territorios de la Iglesia
se realizaron sólo en parte, lo que consiguió era muy considerable. Cuando murió, la superficie
territorial del Estado de la Iglesia había crecido en el doble de territorio y se extendía
transversalmente en Italia central de mar a mar dividiendo así el territorio de Italia Septentrional
del perteneciente al Reino de Sicilia. Este Estado de la Iglesia había sido sustraído del ámbito del
poder imperial y subordinado sólo a la soberanía del Papa, por lo que se justifica el apelativo de
“nuevo fundador del Estado Pontificio” para Inocencio III6.

2) Establecer el justo orden en el Imperio y en los demás estados cristianos

Con la muerte de Enrique VI se inicia un período de total confusión originado por las
controversias por la sucesión del trono imperial. En este asunto el Papa tiene una posición de
primera importancia. Enrique VI había obtenido de los príncipes alemanes que su hijo Federico
fuese elegido rey luego de su muerte, pero los príncipes decidieron no respetar ese compromiso,
tal vez por el hecho de que Federico era aún un niño.
La mayoría de los príncipes decidieron ofrecer la corona al Duque Felipe de Suabia, el
hermano más joven del difunto emperador. Una minoría hostil a esta dinastía propuso a un
adversario del difunto emperador, Otón de Brunswick, que se convertirá en el emperador Otón
IV.
Esta especie de “doble elección” provocó una guerra civil en Alemania por más de un
decenio. Ambos elegidos sabían que sería decisiva la posición tomada por el Papa, y por ello
ambos intentaron conquistar a Inocencio III. Este al comienzo se mantendrá neutral, para
decantarse finalmente a favor de Otón, quien parecía más flexible y bienintencionado. El
asesinato de Felipe por parte del conde Otón de Baviera (por una venganza privada) dejó
expedito el campo para que Otón de Brunswick recibiera de manos del Papa la coronación
imperial, el 4 de octubre de 1209, en la Basílica de San Pedro.

6
La política de las recuperaciones estaba indisolublemente unida al rechazo de Inocencio en admitir la
existencia de un ”rey de los romanos”, pero los futuros emperadores seguirían considerándose, incluso
antes de la coronación imperial, reyes de Roma.
6
Pero después de la coronación Inocencio se dio cuenta, poco a poco, de que había elegido
al hombre equivocado. En efecto, Otón, una vez coronado, no pensó mantener sus solemnes
juramentos prestados al Papa, y se comportó rápidamente como los emperadores de la dinastía
Hohenstaufen anteriores a él. Se manifestó como un político sin escrúpulos que aspiraba a la
restauración del poder imperial, también en Italia, para lo cual se apoderó de varias provincias
pertenecientes a los Estados de la Iglesia. Inocencio, desilusionado, intentó primero influir en
Otón con exhortaciones y admoniciones sin resultado, a las cuales Otón respondió que en lo
temporal no reconocía superior alguno.
Cuando Otón intentó en noviembre someter al Reino de Sicilia (que era feudatario de la
Santa Sede), el Papa pronunció la excomunión contra el emperador, que fue repetida
solemnemente el Jueves Santo del año siguiente. Fueron declarados nulos todos los juramentos
de fidelidad prestados a él.
La excomunión produjo sus efectos, y un grupo de príncipes alemanes realizó una Dieta
en Nuremberg en septiembre de 1211. Con el apoyo del rey francés Felipe Augusto, y con la
aprobación de Inocencio III, destituyeron al emperador excomulgado y eligieron al joven
Federico de Sicilia, hijo de Enrique VI, como futuro emperador7.
Federico dio las gracias a Inocencio en 1213 con una bula de oro en la que reconocía al
Papa las propiedades recuperadas en Italia, y la libertad de elección y apelación de las iglesias
alemanas. De este modo quedaba reconocida legalmente por el Imperio la ampliación del Estado
Pontificio y la eliminación del influjo del rey, hasta ahora ejercido, sobre la iglesia alemana.
Otón de Brunswick, derrotado finalmente en el campo de batalla, debió rendirse ante los
hechos consumados y se retiró a sus posesiones hereditarias. Por otra parte, a Inocencio III le
llegaría la muerte antes de ver las graves consecuencias que tendría para el Papado la elección de
Federico II8.

La decisiva intervención de Inocencio en la controversia de la ruptura alemana fue una de


las medidas más importantes y con más influencia de su pontificado, pero sólo constituye una
pequeña parte de su múltiple actividad, toda dirigida hacia la Cristiandad entera.
Intervino Inocencio con éxito en los asuntos de Inglaterra. Cuando muere el rey Ricardo
Corazón de León en 1199, le sucede su hermano más joven llamado Juan sin Tierra, ya que su
padre Enrique II no le había dado inicialmente una parte de su reino (1199-1216)9.
Se producirá un grave conflicto entre el rey Juan y el Papa, provocado por la nueva
asignación de la sede arzobispal de Canterbury cuando ésta quedó vacante en 1205. El rey tenía
particular interés en dicha sucesión, ya que el primado inglés formaba siempre parte de los
consejeros del monarca. Bajo presión logró que su candidato favorito fuese elegido e investido,
pero hacía falta la aprobación papal para confirmar la elección. El cabildo de monjes
benedictinos de Canterbury reclamaba por otro lado su derecho a elegir el nuevo arzobispo, y
acudieron al Papa con ese objetivo.

7
Federico había heredado los derechos sobre el reino de Sicilia por parte de su madre Constanza, hija
póstuma del rey normando Rogerio II de Sicilia.
8
Mientras vivió Inocencio, su tutor y defensor, Federico se mantuvo en paz con la Iglesia, por un
elemental sentido de gratitud hacia el Papa, y dominado a la vez por su inmensa autoridad. Pero luego de
la muerte de Inocencio reveló su verdadero rostro, cometiendo innumerable atropellos contra la Iglesia, lo
que le valió la excomunión, reiterada varias veces, del Papa Gregorio IX (1227-1241), y una solemne
deposición en el I Concilio ecuménico de Lyon (1245).
9
Juan, que será conocido por su astucia y su maldad, fue acusado (probablemente no sin razón) de haber
hecho asesinar a su sobrino Arturo (hijo de su difunto hermano Godofredo), legítimo heredero del trono
inglés.
7
Inocencio, tras un cuidadoso examen de la situación, declaró que el derecho de elección
correspondía sólo al cabildo de Canterbury, e indujo a los monjes delegados que estaban en
Roma a elegir rápidamente un candidato. La elección recayó en el cardenal Esteban Langton,
quien, consagrado personalmente por el Papa, recibió de él el palio arzobispal, pese a las
amenazas y protestas del rey, que se negó a reconocerlo. El Papa amenazó entonces con poner al
reino inglés en entredicho, lo que efectivamente sucedió en marzo de 1208, debiendo ser
suspendidos en todo el territorio inglés todos los servicios litúrgicos. El rey, como represalia,
expulsó a los monjes de Canterbury, los prelados que respetaron el precepto papal fueron
encarcelados, y la recaudación de los bienes eclesiásticos secuestrada a favor de la Corona.
En 1209 el rey fue excomulgado, y la nobleza, descontenta, se levantó contra el monarca,
aunque fue momentáneamente sojuzgada. En 1212, con la aprobación de nobles y obispos,
Inocencio desligó a los súbditos del juramento de fidelidad hecho al rey, y poco después lo
depuso, y encargó al rey de Francia Felipe Augusto que hiciera ejecutar la sentencia. Cuando ya
el rey francés aprestaba una flota para apoderarse de Inglaterra, el rey Juan se rindió finalmente
ante Inocencio, y en 1213, para asegurarse la protección y ayuda del Papa, entregó su reino a la
Santa Sede, recibiéndolo luego de ella en feudo, a cambio de un tributo anual. El cardenal
Langton sería reconocido como primado inglés, los eclesiásticos desterrados podrían regresar a
Inglaterra y serían indemnizados por los daños sufridos. La sumisión del rey Juan fue total, y
desde entonces gozó de la protección de Inocencio III, quien se convirtió por este hecho en el
señor feudal de Inglaterra.

Las relaciones de Inocencio III con el rey francés Felipe II Augusto (1180-1223) fueron
tensas durante todo su pontificado. La causa de las divergencias tenía una base política (como la
toma de posición del rey francés a favor de Felipe de Suabia, mientras el Papa apoyaba a Otón
IV), pero el motivo fundamental de la tensión fue la cuestión del matrimonio del rey, que dio pie
a que Inocencio se constituyera en ardiente defensor del vínculo matrimonial.
En efecto, para asegurarse el apoyo del rey de Dinamarca, Felipe se había casado en 1193
con la hermana del rey danés, Ingeburga 10, pero a pesar de la hermosura de la nueva reina, Felipe
experimentó hacia ella desde el principio una inexplicable aversión, que le llevó a pedir el
divorcio. Algunos obispos franceses pronunciaron entonces una sentencia de nulidad, fundada en
un supuesto lejano parentesco entre Ingeburga y la difunta primera esposa del rey. Por otra parte,
Ingeburga insistía sobre sus derechos de reina, y rechazando cualquier idea de un divorcio, apeló
al Sumo Pontífice. Cuando el Papa Celestino III supo de lo ocurrido, protestó enérgicamente
contra la injusticia cometida y contra la sentencia de nulidad, que declaró inválida.
Sin tener en cuenta la decisión romana, Felipe contrajo nuevas nupcias con Inés de
Meranie. Pero cuando Inocencio III ocupó la Sede de Pedro insistió en el parecer de su
predecesor, saliendo en defensa de la reina perseguida, y dado que sus exhortaciones no tuvieron
ningún efecto, lanzó el entredicho sobre Francia.
Se cerraron todas las iglesias del reino y enmudecieron las campanas. El pueblo, herido
en sus más profundos sentimientos, no podía tolerar por mucho tiempo tal estado de cosas, y el
rey tuvo que ceder y echar de su lado a Inés de Meranie, si bien seguía resistiéndose a recibir de
nuevo a Ingeburga. Finalmente lo hizo, pero la encerró en una torre, desde la cual la desdichada
reina seguía elevando sus súplicas al Papa.
Durante doce años el Papa hizo todo lo posible por lograr la reconciliación de ambos
esposos, y aunque la muerte de Inés en 1201 despejó el horizonte, el rey no cejó en su empeño
por romper todo vínculo con Ingeburga. El Papa, que siempre ponía el acento en la observancia
10
No hay que olvidar que Dinamarca era por aquel entonces una auténtica potencia marítima, y que el rey
Felipe probablemente esperaba contar con el apoyo de su cuñado en caso de lanzar una ofensiva contra
Inglaterra.
8
de la ley canónica y divina, responderá en 1212 diciendo que no podía disolver el matrimonio, ya
que Ingeburga había declarado bajo juramento que el matrimonio con el rey había sido
oportunamente consumado. Finalmente, en 1213, por temor a las sanciones del Papa y con la
esperanza de ganarse el apoyo de Dinamarca en su soñada expedición a Inglaterra, recibió en su
palacio a Ingeburga, reintegrándola en todos sus honores y derechos como reina, pero viviendo
siempre separado de ella.

Por aquel entonces, el rey Pedro II de Aragón (1196-1213), deseando recibir la corona
real de manos del Papa, se embarcó para Italia, siendo coronado efectivamente por Inocencio. El
rey Pedro juró fidelidad a la Iglesia, defenderla siempre y perseguir la herejía, e hizo entrega de
su reino al Pontífice y a sus sucesores, declarándose feudatario suyo y obligándose a pagar un
tributo anual. Inocencio III tomó entonces al rey bajo su protección, y le concedió que en lo
sucesivo los reyes aragoneses pudieran ser coronados en Zaragoza por manos del arzobispo de
Tarragona.
Inocencio se interesó vivamente por el problema fundamental de España, que era la
Reconquista de manos de los moros, a la cual concedió en determinada ocasión, como en las
Navas de Tolosa, todos los privilegios de la Cruzada11.

Basta echar una ojeada a los registros de Inocencio III para darse cuenta de que ningún
reino cristiano escapó a su vigilancia, y en todos actuó con mayor eficacia que los Papas
anteriores. En Noruega, en Suecia, en Dinamarca, y hasta en Islandia se deja oír su voz,
amonestando a los obispos o defendiendo la libertad eclesiástica frente a las intromisiones de los
príncipes.
En Polonia promueve la reforma del clero, reprende al rey por sus abusos, y toma bajo su
protección al duque y ducado de Cracovia. Interviene como árbitro en la guerra civil de Hungría
(donde dos candidatos se disputan el trono), y concede la corona real al duque Ottocar de
Bohemia. También trabajó en unión con los monarcas escandinavos para propagar el Evangelio
en las regiones de Livonia y Estonia, anexionándolas definitivamente al mundo cristiano.

3) Organizar una Cruzada para la liberación de Tierra Santa

Otra de las grandes preocupaciones de Inocencio III fueron las Cruzadas. Ya desde el
inicio de su pontificado habla y arenga a los cristianos sobre la necesidad de reconquistar Tierra
Santa, la tierra de Jesús, sin duda para el mayor engrandecimiento de la Cristiandad y de la
Iglesia, pero también para demostrar personalmente amor y agradecimiento a nuestro Salvador.
Por más que hoy podamos mirar las cosas desde una perspectiva muy diferente, leer lo que por
entonces escribía al episcopado de Francia sobre este asunto (concretamente sobre la necesidad
de ayuda económica para organizar la Cruzada) puede arrojar un poco de luz sobre sus
motivaciones más profundas:

11
Los almohades fueron una dinastía bereber que dominó el norte de África y el sur de España desde
1147 a 1269. Habiendo invadido la Península Ibérica un nuevo soberano almohade al frente de un
formidable ejército, el rey Alfonso VIII de Castilla se le enfrentó con sus tropas el 16 de julio de 1212 en
el paraje de las Navas de Tolosa (Jaén), junto con las de los reyes de Navarra y Aragón, además de
algunos voluntarios de los reinos de León y de Portugal, obteniendo una resonante e inesperada victoria,
dado que el ejército de los moros era numéricamente muy superior. Dicha victoria fue el golpe más
decisivo de la Reconquista española, y el rey castellano la atribuyó a un verdadero milagro de Dios.
9
“Vosotros no sólo no habéis rasgado hasta ahora vuestros corazones; pero ni siquiera
habéis querido abrir vuestras manos, por más que tantas veces os lo he demandado, para
venir en ayuda del pobre Jesucristo y vengar el oprobio que cada día le infieren los enemigos
de nuestra fe. Miradle de nuevo crucificado en la cruz, de nuevo flagelado y herido con
azotes, de nuevo insultado y afrentado por sus enemigos (…).Y vosotros, al menos la
mayoría –lo sabemos y lo decimos con dolor-, ni siquiera un vaso de agua fresca ofrecéis a
Cristo, que os lo pide insistentemente, de suerte que los mismos laicos, aquellos a quienes
vosotros exhortáis con palabras, no con obras, a la reverencia de la santa cruz, repiten el
dicho evangélico: Imponen a las espaldas de los súbditos cargas pesadas, que ellos ni con
un solo dedo quieren mover. Y os echan en cara que del patrimonio de Jesucristo dais con
más gusto a los juglares y comediantes que a nuestro Señor, y gastáis más en mantener
halcones y perros que en las cosas santas (…). ¿Así agradecéis lo mucho que El os dio? ¿Así
le mostráis amor?”12

Inocencio III entabló relaciones con el emperador bizantino Alejo III en orden a la unión
de las Iglesias de Oriente y Occidente, con la esperanza de que aquel monarca fuese uno de los
mejores auxiliadores en la Cruzada. Además, pidió informes sobre la situación de Tierra Santa a
los grandes maestres de las Ordenes militares; tomó bajo su protección al rey titular de Jerusalén,
Amalrico II, y mientras exhortaba a reyes, príncipes, obispos y abades, trataba de recoger
subsidios y enviaba predicadores de la Cruzada. Y fueron justamente los caballeros cruzados los
que le dieron el que tal vez haya sido el disgusto más grande de su vida.
La que sería la IV Cruzada se diseñó como un proyecto marítimo, que dirigiría sus
primeros ataques contra Egipto, que era donde estaba por entonces el corazón de las fuerzas
islámicas. A fin de proveerse de barcos los cruzados se dirigieron a la poderosa Venecia, cuyo
dux, Enrique Dándolo, aceptó poner a disposición barcos, tropas y vituallas, a cambio de una
generosa recompensa pecuniaria. Inocencio III aprobó este contrato, con tal de que los
expedicionarios no atacasen a ningún cristiano.
Al retrasarse los jefes cruzados en el pago prometido, los venecianos concedieron una
prórroga, con tal de que los cruzados ayudasen a Venecia a recobrar del rey de Hungría la ciudad
de Zara en Dalmacia, cosa que los cruzados efectivamente hicieron, para grave disgusto del
Papa, quien los reprendió ásperamente por ello, amenazándolos con la excomunión si no
restituían lo robado a los embajadores del rey de Hungría.
Luego de esto los cruzados se vieron envueltos en las intrigas de un príncipe bizantino
que deseaba recuperar el trono de Oriente que le había sido arrebatado, y que quería que los
cruzados se dirigieran a Constantinopla para ayudarle en su empresa, a cambio de una suculenta
recompensa y de la promesa de prestar obediencia a la Iglesia de Roma una vez reconquistado el
trono. Los jefes cruzados decidieron finalmente aceptar la propuesta, contra la voluntad del Papa,
y enderezaron sus pasos hacia Constantinopla, a la cual atacaron, conquistaron, y sometieron
finalmente a un bárbaro e indignante saqueo (el cual nunca sería perdonado por los orientales).
Habiendo muerto entretanto el emperador bizantino y su heredero, los cruzados victoriosos
erigieron un Imperio latino en Constantinopla, siendo Balduino, conde de Flandes, proclamado y
coronado emperador de Oriente13.
Al tomar conocimiento de lo sucedido, el Papa experimentó un profundo dolor, pero
acabó aceptando los hechos consumados, ilusionado con la perspectiva de que la unión de las
Iglesias de Oriente y Occidente sería ya una realidad. Pero esto último no sucedió, ya que los
trágicos eventos ocurridos no hicieron sino exacerbar los rencores entre griegos y latinos.

12
Cit. en B. Llorca - R. García-Villoslada – J. M. Laboa; Historia de la Iglesia Católica (Madrid, 2009),
vol. II, pág. 470.
13
Este Imperio latino, auténtica anomalía en un Oriente hostil, tendría una corta duración.
10
Pronto se convenció Inocencio III de que el proyecto de hacer de Constantinopla una
cabeza de puente contra los turcos tropezaba con insuperables dificultades, y ya desde 1207
empezó a pensar en organizar en Europa una nueva Cruzada, cuya dirección estuviese
enteramente en manos del Papa, pero la muerte lo arrebató antes de que pudiese contemplar el
fruto de sus esfuerzos.
Cabe aclarar que Inocencio no tenía duda alguna duda sobre la legitimidad del
movimiento cruzado. En su correspondencia no se manifiesta ningún escrúpulo sobre la Cruzada,
a la que considera plenamente justificada como guerra en nombre de Cristo. Para él se trataba de
una guerra justa, y es claro que así también la veían sus contemporáneos14.

4) Luchar contra los movimientos heréticos

Una terrible amenaza se cernía sobre la Iglesia europea en tiempos de Inocencio: la


herejía de los cátaros o albigenses, cuyo influjo se extendía desde la desembocadura del Danubio
hasta los Pirineos, pero que estaban especialmente asentados en el sur de Francia, y
concretamente en la ciudad de Albi (de donde les viene el nombre de “albigenses”).
Se trataba de un movimiento de inspiración gnóstica, que en su mayoría profesaba el
dualismo15. Enseñaba que hay dos principios supremos, increados y eternos: uno bueno, del cual
procede el reino del espíritu, y otro malo, del cual procede el reino de la materia. Negaban que
existiera la Trinidad en el sentido cristiano, ya que consideraba al Hijo y al Espíritu Santo como
emanaciones subordinadas al Padre. Dios no sería omnipotente, pues su accionar estaría limitado
por el principio del mal.

Aun así, la afirmación central del catarismo no sería la idea de un conflicto fundamental
entre el bien y el mal, sino la certeza de que existe un camino por el cual el hombre se puede
sustraer al poder del mal que rige el mundo y toda la creación. Para ello, habrían anunciado un
mensaje de liberación, permitiendo a la parcela de divinidad existente en cada ser humano salir
de la prisión de la materia. El único medio de alcanzarlo era seguir a Cristo, mensajero angélico
de Dios, que había entregado en el Evangelio una revelación que permite al hombre encontrar la
pureza del alma por medio de la oración y por una ascesis rigurosa.

Para los albigenses el cuerpo humano procede del principio malo, y la Encarnación de
Cristo no es más que aparente, al igual que su muerte y resurrección.
Como para salvarse, según sus principios, era necesario liberar el alma del cuerpo
material, se comprende que la moral y la ascesis derivadas de ese pensamiento fuesen
extremadamente duras. De ahí su horror al matrimonio y a la subsiguiente propagación de la vida
por generación, que consideraban gravemente pecaminosa. El catarismo imponía, pues, una
castidad absoluta y perpetua, al menos para los considerados “perfectos”. Despreciaban los

14
Sólo más tarde, ya en tiempos de Gregorio X, comenzará a plantearse la idea de que una misión entre
los sarracenos sería más adecuada que una lucha armada. En este sentido, hay que reconocer que la idea
de misión, que floreció en el XIII en las obras de los frailes mendicantes y sobre todo en los franciscanos,
falta totalmente en Inocencio. Como dato anecdótico ilustrativo, digamos que tres años después de la
muerte del papa Inocencio III, San Francisco de Asís fue al campamento del Sultán de Egipto, que estaba
por entonces enfrentado con el ejército cruzado, a fin de predicarle el Evangelio, y aunque no obtuvo la
conversión que tanto anhelaba, se ganó el respeto y la estima del sultán.
15
Sería falso presentar el catarismo como un bloque coherente y una doctrina homogénea. Las
comunidades gozaban en general de bastante autonomía, pero tenían en común el rechazo hacia la Iglesia
Católica y sus creencias.
11
Sacramentos de la Iglesia Católica, y negaban especialmente la Presencia real de Cristo en la
Eucaristía.
Las fuentes contemporáneas enfatizan la fascinación ejercida por los “perfectos”, que
alcanzaron un gran prestigio debido a su austeridad y rigor moral, que contrastaba con la
mediocridad del clero católico. Para los cátaros, la Iglesia Católica había traicionado el
Evangelio, olvidando su verdad profunda y buscando el poder temporal y la riqueza.

De este modo, el catarismo -y ésta es una de las razones principales de su triunfo- se


presentó como un cristianismo auténtico, y los que a él se adhirieron probablemente no tuvieron
la impresión de cambiar de religión, sino, al contrario, de unirse a una Iglesia renovada.

Hubo al principio algunos intentos de atraer a los herejes al seno de la Iglesia a través de
la predicación de misioneros y enviados especiales, pues el Papa se resistía a una represión
violenta, pero el éxito fue escaso. Y dado que los más fanáticos entre los albigenses incendiaban
iglesias, saqueaban monasterios, pisoteaban hostias consagradas, y cometían toda suerte de
abusos contra los católicos, Inocencio III decidió finalmente actuar con energía para extirpar el
mal, convocando a una auténtica Cruzada16. Para ello escribió al rey y a los condes de Francia
que saliesen a luchar contra el conde Raimundo de Toulouse, en cuyos dominios se asentaba
buena parte de los herejes, y a quien se acusaba de contemporizar con ellos y darles protección.
Simón de Montfort, hábil guerrero, aunque inestable e impulsivo, que acababa de llegar
desde Palestina, fue puesto al frente de la empresa, apoderándose de varios territorios y
fortalezas donde se asentaban los albigenses, a los que hostigó de tal modo que, si no abjuraban
de sus errores, iban derechos a la hoguera. La guerra fue áspera y cruel, marcada por episodios
sanguinarios como la horrorosa masacre de Béziers. Realmente fue lamentable el fanatismo y la
saña de aquellos cruzados que no dejaban sino cuerpos colgados o carbonizados por donde
pasaban: un verdadero alarde de testimonio anti-evangélico.
Finalmente, después de muchas vicisitudes, y en especial de la decisiva batalla de Muret
(12 de septiembre de 1213), Raimundo de Toulouse se entregó al Papa sin condiciones, y su
condado pasó a manos de Simón de Montfort.
Poco después, el IV Concilio ecuménico de Letrán (1215) condenó oficialmente la herejía
de los albigenses, y la secta fue desapareciendo bajo la acción constante de la Inquisición
eclesiástica.
Sin pretender en modo alguno justificar la espantosa crueldad represiva de los “cruzados”
en la campaña contra los albigenses, para poder comprender con honestidad los hechos es
preciso situarse, por un lado, en la mentalidad de los tiempos aquellos, en los que la violencia y
la saña contra los enemigos eran considerados en muchos casos como “normales”; y por otro
lado, no perder de vista que, en una sociedad fuertemente unificada en torno a la fe cristiana, la
herejía aparecía como un auténtico “cáncer” social, de efectos disolventes, que debía ser
extirpado a cualquier precio, a fin de que el tejido social no se disgregase. La idea de la libertad
de conciencia, arraigada en la dignidad de toda persona humana, no había hecho mella todavía en
los espíritus de aquella época turbulenta.
Resulta también muy difícil emitir un juicio adecuado sobre la responsabilidad que cupo
al Papa en todo este penoso asunto. No hay duda de que él intentó evitar al principio los medios
violentos, y si convocó la cruzada fue por su convicción de que la herejía era un gravísimo mal
que debía ser eliminado a toda costa. Consideraba a los albigenses más peligrosos aún que los
16
No hay que olvidar que, según la mentalidad de aquel tiempo, la Cruzada no estaba esencialmente unida
a la Tierra Santa, sino a la defensa de toda la Cristiandad. En efecto, el Papa tenía la libertad de emplear
la Cruzada donde fuese necesario a sus ojos, como instrumento para defender los intereses de la
Cristiandad amenazada por algún peligro de consideración.
12
sarracenos, y de ahí sus instrucciones en orden a una represión rigurosa, aunque resulta difícil
aceptar que hubiese estado de acuerdo con ciertos brutales excesos cometidos en el curso de
dicha represión. Pero no parece posible absolver totalmente al Papa, por haber aceptado que un
hombre como Simón de Montfort se hiciese cargo de dirigir la cruzada, y por sostener a unos
legados que, en nombre del Papa, sancionaron (al menos tácitamente) comportamientos
inadmisibles en un cristiano.

5) Reformar la Iglesia

Inocencio III conocía demasiado la situación de la Cristiandad para no estar imbuido de


la idea de la reforma, y desde el mismo umbral de su pontificado sus bulas recordaron su
inexorable voluntad de combatir los viejos errores: la simonía y el nicolaísmo.
La Curia romana fue reorganizada, para apartar de ella a los fabricantes de falsas bulas y
a los funcionarios sospechosos de venalidad. La designación de los obispos fue controlada de
cerca, y los que no llenaban las condiciones canónicas de edad y de ciencia fueron rechazados.
Al mismo tiempo, Inocencio mantuvo un estrecho contacto con los más dignos, recordándoles
sus deberes y repitiéndoles que aquel a quien incumbe el servicio de las almas debe brillar por el
ejemplo. En cuanto se enteraba de que en una diócesis se había deslizado un abuso, advertía al
obispo y le ordenaba que interviniese. Si alguno se mostraba blando en la reprensión, lo hacía
amonestar por hombres de su confianza.
En Inglaterra, en Polonia y en Dinamarca legisló contra los sacerdotes incontinentes, y
denunció por todas partes la acumulación de beneficios y la avidez del lucro. Los monjes se
beneficiaron de la misma rigurosa solicitud. Acción personal que prolongó la de los Concilios
nacionales y provinciales, cuya reunión alentó, y que tuvieron como tarea la de adaptar sus
decisiones a las circunstancias locales.
Aquel inmenso esfuerzo quedó coronado en la convocatoria del IV Concilio ecuménico
de Letrán (1215). Más de cuatrocientos obispos y más de ochocientos abades y priores de
monasterios acudieron a Roma ante el llamado del Papa, sin olvidar a los embajadores del
emperador latino de Constantinopla y de los reyes de Alemania, Francia, Inglaterra, Jerusalén,
Aragón, Portugal y Hungría. Todas las tesis reformadoras de Inocencio III quedaron reflejadas
en los cánones aprobados por el Concilio.
Pero además el Papa percibió que el retorno a la pureza del Evangelio, tan necesario en
aquella época de relajación, tenía que hacerse por nuevas vías, y por ello recurrió a las Ordenes
religiosas que podían sumar fuerzas para esa empresa. Animó a los religiosos que extendiendo su
acción fuera del claustro se consagraban a la caridad, y gracias a su apoyo San Juan de Mata
pudo fundar la Orden de los Trinitarios, que tenía por vocación rescatar de manos del Islam a los
cristianos cautivos. También dio al movimiento de los Humillados el formato de una Orden
religiosa de tipo monástico, que incluía una tercera Orden para los casados17.
Providencialmente, aparece por entonces una nueva forma de vida monástica: la de las
órdenes mendicantes de los dominicos y franciscanos, que a la vivencia de vida claustral de
estricta pobreza unirán la predicación y el testimonio evangélico entre las gentes del pueblo
llano, obteniendo innumerables frutos de apostolado. En 1209 San Francisco de Asís se presentó
con sus primeros compañeros ante el Papa, obteniendo para su fraternidad el derecho de predicar
la penitencia. También Santo Domingo de Guzmán, quien se había destacado en sus intentos por
convertir a los albigenses, se beneficiará del favor del Papa en sus esfuerzos por dar vida a lo que
será la Orden de frailes predicadores (dominicos).
17
En su origen los “humillados” eran laicos que aspiraban a vivir conforme al Evangelio, pero
permaneciendo en el mundo y sin renunciar a su vida familiar y profesional.
13
Balance final

Personalidad rica y fuerte, Inocencio III ha pasado a la historia como símbolo de la


autoridad pontificia que se impone sobre reyes, príncipes y nobles, dirigiendo desde su sede los
destinos de Occidente. Podría en cierto sentido decirse que logró en buena medida llevar a cabo
el programa de San Gregorio VII, y hay que admitir que el inmenso poder que tuvo en sus manos
lo reconoció siempre como un depósito dado por Dios que entrañaba una enorme
responsabilidad.
En su interés por la Cruzada, Inocencio se fue en la primavera de 1216 a Italia
septentrional, para solucionar personalmente el enfrentamiento existente entre las ciudades
marítimas de Pisa y Génova. En Perugia el 16 de julio de 1216 Inocencio III murió de manera
inesperada, rendido por una fiebre maligna. Tenía apenas 54 años.
Fue llamado “el Augusto del Pontificado”, pero más allá de los títulos que se le puedan
otorgar, lo que verdaderamente importa es el influjo de su actuación, que siempre quiso que
estuviese inspirada por su lema: Fac mecum, Domine, signum in bonum (Haz de mí, Señor, una
señal para el bien).

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