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Inst. Sup. Part. Inc.

Nº 9247 “San Carlos Borromeo”

Asignatura: Historia de la Iglesia III

Profesor: Pbro. Lic. Carlos Alberto González

Curso: quinto año

La Iglesia ante la insurrección protestante

Los eventos y corrientes que abonaron el terreno

Hacia mediados del siglo XVI, una buena parte de Europa se había separado de la Iglesia
Católica. Se ha calculado que por entonces el número de habitantes de Europa sumaba unos 60
millones. Ahora bien, seguramente habían caído en la herejía o en el cisma cerca de 20 millones.
Seguramente el mismo Lutero no se dio cuenta al principio de la magnitud del incendio
que había provocado. Ni el Pontificado le concedió al principio mayor importancia. Cuando en el
seno de la Iglesia se tomó plena conciencia del desastre, ya se le habían arrebatado la mitad de
los países de Europa.
Desde la separación de la Iglesia de Oriente en el siglo XI la Iglesia católica no había
experimentado una catástrofe semejante, y ninguna ha tenido efectos tan graves para la Iglesia y
para la fe.

No obstante la profunda hostilidad existente entre la Ortodoxia griega y la Iglesia latina, y


sus perniciosos efectos, ambas han representado y representan el mismo tipo de eclesialidad
sacramental, constituida jerárquicamente. En cambio, la Reforma protestante creó un tipo de
cristianismo esencialmente diferente de la concepción católica, que ha perdurado desde entonces
hasta hoy.

Es indudable que el drama personal de Lutero no habría bastado por sí solo para provocar
la escisión de la Cristiandad occidental, si no hubiese estado precedido, acompañado y seguido
por una compleja serie de factores de orden religioso, político, social y hasta económico que
contribuyeron a crear un “clima” en el que la prédica y actitudes de Lutero sirvieron de cauce a
lo que hasta entonces estaba represado. Hemos, pues, de advertir que un proceso histórico de
tanta complejidad e importancia jamás podrá ser descifrado plenamente en todas sus causas
principales y secundarias, con su recíproca influencia. Sin embargo, vamos a intentar señalar
algunos rasgos más llamativos que nos podrán dar un poco de luz para comprender lo que
entonces ocurrió.

En líneas generales podemos decir que la insurrección protestante fue preparada (y en


este sentido causada) por la disolución de los principios y las actitudes fundamentales que habían
servido de base a la Edad Media.

La multiplicidad de factores a los que hemos hecho alusión contribuyó decididamente a


esta disolución, generando un debilitamiento de la estabilidad del orden eclesiástico y religioso,
1
una peligrosa disconformidad con la situación existente en la Iglesia, y un imperioso reclamo de
reforma radical en la cabeza y en los miembros. Reseñemos brevemente los factores más
relevantes:

a) Factores religiosos (en su mayoría los hemos ido puntualizando a lo largo de los temas
ya desarrollados)

* Decadencia del prestigio papal por los acontecimientos de los siglos XIV y XV (en
especial, la prolongada estadía de los Papas en Aviñón, expuestos al influjo de la monarquía
francesa1, y el desastroso Cisma de Occidente).
* También contribuye a minar el respeto y amor que se atraían los romanos Pontífices el
exagerado incremento del sistema fiscal en la Curia de Avignon, sistema que continuará cuando
los Papas regresen a Roma2. Los Papas cobran fama de avarientos y simoníacos, Y Avignon (y
después Roma) se convierte en meta de muchísimas personas que sólo pretendían obtener un
puesto.
* El hecho de que Papas renacentistas, de pontífices y pastores de almas, se conviertan en
príncipes seculares, interesándose más por los asuntos políticos de sus Estados italianos y por las
ambiciones de su propio linaje que por los acuciantes problemas religiosos de la catolicidad, sin
olvidar el esplendor y lujo de la corte papal, que en aquellos tiempos alcanzó ribetes de
escándalo3.
* El abuso que algunos Papas hicieron de la excomunión y del entredicho, fulminados
contra príncipes y ciudades por motivos políticos o económicos4.
* El influjo del conciliarismo, según el cual no es el Papa la suprema autoridad, ni el juez
supremo de la Iglesia, sino el Concilio general, por lo que resultaría lícito apelar de las

1
En efecto, aunque no todos los Papas aviñoneses se mostraron tan sumisos al rey de Francia como
Clemente V (el primero de ellos), puede decirse que les faltó plena libertad de acción, y su misma
permanencia en suelo francés contribuyó a la impresión generalizada de que el Pontificado estaba en
manos de Francia, convertido en instrumento de los ambiciosos planes de la monarquía francesa.
Franceses fueron los siete pontífices de ese período, y francesa era por entonces la mayoría de los
cardenales. No sólo los italianos, sino también lo alemanes y los ingleses protestaban por la pérdida del
carácter universalista del Papado, lo que contribuyó ciertamente a disminuir su autoridad. Esta situación
era tanto más grave cuanto que por el mismo período se iban afirmando cada vez más los nacionalismos,
desembocando la hostilidad entre Francia e Inglaterra en la llamada Guerra de los Cien Años (1339-
1453).
2
Sobre todo crea malestar la tendencia de los Papas a reservarse el nombramiento de muchos de los
oficios diocesanos que hasta entonces habían sido elegidos por la base o designados por el obispo.
Además, los cargos eran otorgados a menudo a personas que no residían en el lugar de su beneficio, sino
que ejercían su función por medio de un vicario.
3
Es bueno recordar también que la decadencia moral en Alemania era por lo menos tanto o más brave que
en Italia. En efecto, en Alemania el alto clero procedía exclusivamente de la nobleza; obispos y canónigos
llevaban una vida mundana, acumulaban en sus manos varios beneficios, celebraban raramente los oficios
divinos y pasaban su tiempo entre cacerías y diversiones. También era desolador el panorama en las
órdenes religiosas que no habían abrazado alguna reforma.
4
A la luz de esto no resulta tan extraño que Lutero, al recibir la bula de excomunión, la desprecie y
escarnezca públicamente, respondiendo con insultos al Pontífice que declaraba heréticas sus doctrinas.
2
decisiones de un Papa al “tribunal superior” de un Concilio. De este modo, no sólo en la práctica,
sino incluso doctrinalmente, se rebajaban y cercenaban las prerrogativas del Papa5.
* El espíritu general del Renacimiento, con su exagerada afirmación de la autonomía de
las realidades terrenas y del hombre mismo, emancipado de cualquier ley externa.
* Las doctrinas difundidas por sectas como las de los Fraticelli y otras semejantes, que
lanzaban violentas invectivas contra el “Anticristo” y el “Nuevo Lucifer”, o sea, contra el Papa,
y contra la meretriz apocalíptica y la Babilonia de Roma, sinagoga de Satanás, a la que habría de
suceder otra Iglesia más espiritual. Este lenguaje crudo y soezmente difamatorio lo heredará
Lutero, cargándolo todavía con mayor violencia antirromana.
* La decadencia de la teología escolástica, que se pierde en disquisiciones vanas
abandonando la Biblia y los Santos Padres6.
* El auge del nominalismo, que por un lado niega la capacidad de la razón para conocer
verdades de la fe, deslizándose hacia el fideísmo y escepticismo filosófico (Lutero, seguidor de
esta escuela, despreciará el conocimiento natural de Dios y de su perfecciones), y por otro
acentúa en exceso la autodeterminación del querer, de tal modo que acaba por afirmar en Dios un
auténtico voluntarismo que raya en la arbitrariedad7.
* La aspiración que imperaba en muchos ambientes de un cristianismo más puro, sin
ritualismos, con un mejor conocimiento de la Escritura, una piedad más sincera dominada por la
confianza en la misericordia y en el amor de Cristo. Los seguidores de esta corriente se remitían
gustosamente al Evangelio (de ahí el nombre para ella de “evangelismo”), y especialmente a las
Cartas de San Pablo (de ahí el nombre de “paulinismo”), si bien más de una vez las interpretan
de manera muy subjetiva8.
* La corrupción, ignorancia y resentimiento del clero inferior alemán fue un factor
decisivo para que muchísimos sacerdotes se pasasen a las filas de los luteranos, que predicaban
una vida más libre, la abolición del celibato eclesiástico, la supresión de la confesión auricular
obligatoria, la inutilidad de los ayunos, abstinencias y mortificaciones, la negación de la
jerarquía eclesiástica, etc9. La confusión de ideas llegó a tanto que, todavía a mediados del siglo
5
Así se explica que la sentencia condenatoria que León X lanzó contra Lutero, que en otros tiempos
hubiera sido perentoria y decisiva para cualquier católico, no tuviese en 1520, para muchos, bastante peso
y autoridad, mientras no la confirmase un Concilio universal. Ahora bien, el mismo Lutero, que alegará la
doctrina conciliarista para no someterse al Papa, muy pronto había de negar también la misma autoridad
suprema de los concilios.
6
“La teología -dirá Lutero en 1519- ha quedado reducida a meras opiniones (...), todo se ha vuelto tan
confuso, que ya apenas queda certeza alguna”.
7
Para Ockham Dios podría, en su absoluto poder, condenar al infierno a un hombre justo, de la misma
manera que puede justificar a un pecador sin necesidad de que haya en él una renovación real interna,
sino una mera aceptación externa. Es preciso reconocer que las tesis de Lutero sobre la justificación ex
imputatione divina suenan muy cercanas a las afirmaciones de Ockham (“Occam magister meus
dilectus”, le llama Lutero en sus escritos).
8
Entre los exponentes de este movimiento hay que recordar a Erasmo de Rotterdam, especialmente con
su Enchiridion militis christiani (1504): para él el cristianismo es esencialmente interioridad, y no
consiste en la observancia de ritos externos, como el judaísmo decadente.
9
En 1540 se calculaban en cerca de 10.000 los sacerdotes apóstatas. Y con los pastores se fueron las
ovejas, dejándose seducir por las libertades que ofrecía el “nuevo cristianismo” predicado por Lutero y
por la ambigüedad con que se presentaba la nueva doctrina, pues para muchos el luteranismo no pretendía
3
XVI, no era fácil discernir si algunos párrocos eran luteranos o católicos; quizá ni ellos mismos
lo sabían, actuando en forma más bien luterana, bajo la obediencia externa de un obispo o
príncipe católico.
* La inquietud morbosa que imperó en buena parte de Europa, y especialmente en
Alemania desde los tiempos de la peste negra (1348). Ese ambiente de miedo y exaltación
supersticiosa, de profetismo apocalíptico y morbosa obsesión ante la muerte y lo demoníaco,
delata una época psíquicamente convulsionada y a ratos enferma, que será un caldo de cultivo
propicio para la angustia existencial de Martín Lutero, lacerado por la inseguridad acerca de su
salvación eterna.

b) Factores políticos, sociales y económicos

* El nacionalismo alemán antirromano. Existía en el alma germánica un sedimento


antirromano que recibió muy bien la prédica de Lutero. Ya desde la Edad Media había un
antagonismo entre Alemania e Italia. Los italianos, orgullosos de su cultura latina y humanística,
miraban por encima del hombro a los tudescos, como a bárbaros, brutales e incultos, a lo que
respondían los germanos con el odio y la maledicencia. Lo triste es que en el siglo XVI esa
aversión se trasladara al campo religioso, y se empezara a hablar de un cristianismo germánico,
necesariamente opuesto al cristianismo latino10.
* La resistencia de los príncipes alemanes al absolutismo de los Habsburgo. De ahí que si
el emperador, por tradición, por interés o por convicción se proclamaba defensor del catolicismo,
los príncipes se sentían vivamente tentados de tomar el partido opuesto. En este contexto cabe
situar el llamamiento lanzado por Lutero en 1520, al día siguiente de la elección imperial de
Carlos V (quien con su poder amenazaba seriamente las tendencias autonomistas de los señores
alemanes): A la nobleza de la nación alemana. Y así se explica también el éxito de este
opúsculo.
* La pequeña nobleza alemana de los caballeros, perdido su antiguo poder, veía en los
bienes eclesiásticos que se podían incautar una ocasión cómoda y fácil de recuperar algo de su
antigua posición.

Todos los factores apuntados tuvieron indudablemente un influjo cierto (aunque desigual)
en el estallido y expansión fulgurante de la insurrección protestante. Por ello, no resulta fácil
pensar que de no haber aparecido Lutero no habría ocurrido nada. Pero sí es lógico creer que la
peculiar personalidad de Lutero aportó un ingrediente que aseguró a dichos factores una máxima
eficacia. Sus indudables cualidades de predicador, de guía, su exaltada fantasía (fecunda en
imágenes plásticas), su convicción de ser un enviado de Dios para anunciar una experiencia
íntima y transformante que constituía el único camino hacia la paz y la salvación; la misma
vehemencia de sus afirmaciones y su capacidad para magnetizar a sus oyentes..., todo esto
multiplicó sin duda la eficacia de sus ideas y de su accionar, de modo que puede decirse sin

ser una herejía, sino simplemente una reforma, la reforma eclesiástica reclamada por tantos varones
doctos y piadosos en toda la Cristiandad. De este modo, no es de maravillar que muchos en la masa del
pueblo no se diesen cuenta de haber abandonado la religión de sus padres.
10
Como si el espléndido cristianismo germánico de la Edad Media, tan fecundo en santos, teólogos y
místicos, y tan conforme al alma del pueblo alemán, no se identificase sustancialmente con el
cristianismo romano.
4
demasiado temor a errar que sin él el protestantismo no habría llegado a ser lo que efectivamente
fue.

Martín Lutero y la insurrección protestante

Martín Lutero nació en la pequeña villa de Eisleben, en Sajonia, el 10 de noviembre de


1483. Procedía de una familia de campesinos que a fuerza de tenacidad había logrado mejorar su
propia situación. Estudió filosofía en la universidad de Erfurt en un ambiente impregnado del
nominalismo de Ockham. En 1505, tras haber obtenido el doctorado, entró en el convento de los
ermitaños de San Agustín de Erfurt, en cumplimiento de un voto que hiciera al verse en grave
peligro con motivo de una tormenta, cosa que, sin embargo, probablemente no hizo sino acelerar
en él una evolución que venía experimentando desde hace tiempo.
En 1507 fue ordenado sacerdote, y fue trasladado a Wittenberg, donde enseñó primero
ética. En 1510 fue enviado a Roma por motivos internos de su Orden 11. En 1512 se graduó de
doctor en teología, y continuó como profesor en la universidad de Wittenberg, enseñando
teología y exégesis, comentando sucesivamente los Salmos y las Cartas de San Pablo. Sus
originales lecciones eran muy estimadas por sus oyentes, pero un análisis atento de las mismas
permite percibir su evolución gradual hacia la herejía, en alas de una crisis espiritual personal
que buscaba afanosamente superar.

El drama de Martín Lutero fue el drama de una conciencia atormentada. La suya no fue
una crisis moral de tipo pasional o sexual, ni una crisis nerviosa, maníaco-depresiva, ni un mero
efecto de determinadas influencias nominalistas y agustinianas, aunque no cabe duda de que
éstas existieron. Fue más bien una crisis espiritual, fundada en una religiosidad deficiente y
torcida.

En dicha crisis se pueden distinguir dos fases: la primera se presenta bajo un colorido
psicológico de inquietudes espirituales, y la segunda es un proceso de incertidumbres teológicas
y de lenta elaboración de nuevos dogmas.

* La primera fase de la crisis se puede datar hacia 1508, cuando Fray Martín, siendo ya
sacerdote, se trasladaba de Erfurt a Wittenberg por primera vez. No hay motivos para dudar aún
de su estricta observancia religiosa y de su deseo de perfección. Pero empieza a experimentar
una angustiosa intranquilidad de conciencia, que le lleva a preguntarse: ¿cómo encontraré a Dios
propicio? Lo que él anhelaba era sentirse en paz con el Señor. Buscaba la experiencia, más que
la persuasión de estar en su amor y gracia. Por debajo de su anhelo por “tener a Dios propicio”,

11
Hay quienes han intentado hacer creer que la visión de la relajación moral (especialmente en ámbitos
eclesiásticos) que habría palpado allí, había provocado tal escándalo en la conciencia del joven religioso,
que regresó a Alemania decidido a iniciar la Reforma. Esta hipótesis queda desmentida por los
testimonios históricos: Lutero se comportó en Roma como un piadoso peregrino, deseoso de visitar el
mayor número posible de iglesias y de ganar las indulgencias inherentes a tales visitas. De la corte
pontificia no vio con sus ojos más que lo que podía contemplar un oscuro e insignificante fraile alemán
que estaba de paso en la Ciudad Eterna. Seguramente escuchó muchas habladurías y habrá visto cosas
desedificantes, pero no parece que de momento le hayan hecho mayor mella. Sólo más tarde, cuando ya
había sido condenado por la Iglesia, echó mano de sus recuerdos romanos para hallar en ellos una
justificación a su postura.
5
es decir, no enojado, no vengador; lo que buscaba con afán era el estar seguro de su propia
salvación eterna; la incertidumbre sobre este último punto le atormentaba vivamente12.
Aquella religiosidad no fundada en el amor de Dios, sino en el temor y en el egoísmo, la
llevaba Lutero en las entrañas desde joven, en parte por la inclinación de su temperamento
escrupuloso y propenso a las obsesiones, y en parte porque el nominalismo le había infundido la
idea de un Dios tremendo, inaccesible y terriblemente justiciero, cuya voluntad absoluta y
arbitraria lo mismo podría condenar a un justo que salvar a un pecador sin quitarle el pecado.
Ahora, en medio de su crisis interior, el temor de Dios que siempre le había acompañado se fue
transformando gradualmente en terror de la justicia divina. Hasta la imagen de Cristo le producía
espanto, porque no veía en el Salvador un padre y un amigo, sino un juez implacable y un
verdugo. Algunos textos suyos son más que elocuentes:

“Cuando yo estaba en el monasterio metido en mi cogulla era tan enemigo de Cristo


que, si veía una escultura o pintura que lo representase colgado en la cruz, me aterrorizaba,
de manera que cerraba los ojos y hubiera preferido ver al diablo”.

“Yo muchas veces me asusté del nombre de Jesús; cuando contemplaba a Jesús en la
cruz, me parecía que me fulminaba un rayo, y cuando pronunciaba su nombre, hubiera
preferido oír el del demonio”13.

Fue una tremenda y dolorosa fatalidad que aquel joven tan ricamente dotado no llegase a
tener de Dios y de Cristo más que la idea de un Juez terrible, exigente y tiránico, a quien hay que
aplacar con obras buenas, con ayunos, cilicios, austeridades y plegarias.
Al dudar del estado de su alma y temblar por su predestinación, quería -como les ocurre a
muchos escrupulosos- estar absolutamente cierto y seguro de su salvación eterna. Naturalmente,
buscó paz y tranquilidad en la confesión sacramental reiterada una y otra vez, pero fue en vano,
pues dudaba si tenía el suficiente dolor de sus pecados para que le fuesen perdonados. Si se
arrepentía, no era porque le doliese haber ofendido al Señor, sino por miedo a incurrir en su ira.
Siempre vivía sumergido en un mar de dudas, porque no buscaba la certeza propiamente dicha,
que se funda en razones objetivas, sino la seguridad subjetiva, y nada era cierto para él si no lo
sentía y experimentaba internamente.
Al concepto terrorífico de Dios que Lutero tenía grabado en su alma hemos de añadir otro
factor importante: el elemento moral y psicológico de la concupiscencia entendida como afecto
desordenado e inclinación al mal. Hay que admitir que en aquellos tiempos Lutero se vio
acosado por tentaciones sensuales que, aun en el caso de no llevarle al consentimiento formal,
inflamaban su imaginación y creaban en su conciencia un vago sentimiento de culpa y
pecaminosidad, que le hacía creer que todas sus buenas obras eran inútiles. El mismo declaró:

“En el monacato, yo me juzgaba condenado cuando sentía en mí la concupiscencia de la


carne, un mal movimiento, una desavenencia con cualquier hermano, y mi carne sacaba esta
conclusión: tú estás en pecado”14.

12
De suyo, el anhelo de la propia salvación es plenamente legítimo, siempre y cuando vaya unido al
propósito de glorificar y amar a Dios cumpliendo su santísima Voluntad. De lo contrario, puede teñirse de
un torcido egoísmo.
13
Cit. en. García-Villoslada; Martín Lutero, vol I (Madrid, 1976), págs. 296. 297.
14
Ibid., pág. 304.
6
De este modo, se le ensanchaba pavorosamente la percepción del abismo entre el Dios
justiciero y su alma. Al no sentir en sí experimentalmente el amor divino, y al sentir el violento
aguijón de la concupiscencia (que, en su nueva teología, pronto identificará con el pecado
formal), fue precipitándose en un terrible abismo de tristeza y angustia.
Paralelamente, no resulta aventurado afirmar que seguramente se excedió en su
dedicación a las obras exteriores, descuidando las interiores, especialmente la oración. Repetidas
veces confiesa que en aquellos años de angustias interiores, de desconfianza y terror ante Dios, le
era muy difícil implorar el auxilio divino. Pocos meses antes de morir dirá, al evocar el tiempo
de su monacato:

“Yo he sido monje quince años, y diariamente celebré Misa y recité el Salterio, que
me lo sabía de memoria, y, sin embargo, nunca hice oración de forma que mi corazón y mis
pensamientos se expresasen así: ‘Dios mío, yo sé que mi oración os agrada y ciertamente es
escuchada’. Sino que mis pensamientos eran de esta guisa: ‘Yo he sido obediente a mi Orden
y a la Iglesia, he celebrado Misa, he rezado mis siete horas canónicas’. Ignoraba yo cómo
estaba con Dios y si tal obra le era grata” 15.

Lo dicho (y otras expresiones similares que podemos hallar en sus escritos) nos lleva a
pensar que el Lutero de aquel tiempo, aunque exteriormente observante y fervoroso, no puede
decirse realmente tal. En efecto, sin espíritu de oración, las obras externas se ejecutarán de una
manera ceremonial, puramente formalística y farisaica. Su misma recurrencia a los Sacramentos
de la confesión y comunión no daba los frutos apetecidos pues se acercaba a ellos sin confianza
ni amor, cumpliendo meramente con la formalidad de un rito y esperando de ellos un efecto
cuasi “mágico”.

* La segunda fase de la crisis se inicia en 1511, cuando Fray Martín se traslada por
segunda vez y definitivamente a la universidad de Wittenberg. El hecho de sentirse pecador y
casi reprobado por la justicia divina va a provocar en él una evolución doctrinal que le hará
desembocar gradualmente en afirmaciones claramente heterodoxas.
Amargado por sus fracasos espirituales en la desesperada lucha por querer hallar y sentir
a Dios propicio, comienza a despreciar, como remedios inútiles, el ascetismo, el esfuerzo
humano, la estricta observancia monacal (a sus hermanos de hábito en Erfurt los tachará de
soberbios, jactanciosos de su propia santidad). Fue entonces que Lutero se lanzó, con el ímpetu
propio de su violento temperamento, hacia un agustinismo y paulinismo exacerbados.
Como consecuencia del primero, llegó a la conclusión de que la concupiscencia es
pecado formal, imputable, y no hay hombre que se libre de este pecado por muchas obras buenas
que haga. Y como esta concupiscencia es completamente invencible o inextirpable, y va contra
la ley y contra el amor de Dios, resulta que el hombre sujeto a ella permanecerá siempre en
pecado. El extremismo de Lutero no se conformó con eso, sino que aseveró también que el
pecado original no se borra con el bautismo, porque se identifica con la concupiscencia, la cual
persevera siempre en el cuerpo y en el alma. Así se explica que la naturaleza humana, en el
orden moral, esté esencialmente corrompida, como un árbol podrido en sus raíces, que no puede
producir buenos frutos, de tal suerte que el hombre más santo (externamente) y el niño recién
nacido son pecadores y pecan en todo cuanto hacen.
Será un paulinismo exacerbado lo que dará a Lutero la clave para superar su crisis
personal. Leyendo la Carta a los Romanos a la luz de sus angustiosas experiencias interiores,
Lutero acentuó algunas de sus expresiones más agudas, viendo en ellas una fuente de
consolación para su alma, atormentada por la conciencia del pecado, y pasó distraídamente sobre

15
Ibid., pág. 302.
7
otras. Así llegó a una visión muy subjetiva, unilateral e imperfecta de la teología paulina, cuando
“descubrió” que la iustitia Dei (cfr. Rom 1, 17) no es la justicia por la que Dios es justo y se
muestra activamente justiciero contra los pecadores, sino la justicia pasiva de la fe, por la cual el
hombre es justificado gratuitamente por pura merced de Dios. En efecto, Lutero creyó
erróneamente que el Apóstol negaba todo valor a las fuerzas del hombre en el proceso de la
justificación, como si sólo Dios obrase en la criatura, permaneciendo ésta en perfecta pasividad16.

Por lo tanto, podemos decir que la intuición luterana de fondo consistió en la idea de que
la justificación y salvación del hombre es obra solamente de Dios, de la gracia, y no de las
fuerzas naturales. Bien entendido, esto es lo que la Iglesia siempre había proclamado,
condenando severamente a los pelagianos que confiaban en sus solas fuerzas. Pero Lutero, al
aferrarse como un náufrago a este principio teológico, no supo guardar el debido equilibrio,
yéndose de hecho al otro extremo y deformando así lo que con San Pablo enseñaba junto con
toda la tradición cristiana.

Fue de esta manera como la larga y penosa evolución de su espíritu culminó en la gozosa
certeza de que basta la fe, sin necesidad de obras, para ser justificado y salvo.

Sin embargo, a pesar de dicha “justificación”, el hombre continúa siendo pecador (simul
iustus et peccator); sus pecados están únicamente recubiertos. La justicia de Cristo sólo se le
aplica externamente, sólo se le imputa. Lo único que el hombre puede hacer es entregarse
confiadamente a la palabra de Dios y confiar en los méritos de Cristo en la cruz. Dios prometió
salvarnos, y creyendo y confiando en esa promesa, nos apropiamos pasivamente la justicia de
Cristo y somos salvos. Esta actitud de confianza es para Lutero la fe.

La predicación de la indulgencia que, para la construcción de la nueva basílica de San


Pedro había concedido el Papa León X en 1515, sirvió de detonante para que las nuevas ideas
que Lutero había ido madurando y que ya había ido manifestando en sus clases, en sus prédicas e
incluso en cartas privadas, llegasen a un público mucho más vasto.
En 1516 y 1517 el dominico Juan Tetzel predicó con gran éxito la indulgencia en las
proximidades de Wittenberg, si bien no siempre se mantuvo dentro de los límites de la ortodoxia
por lo que toca a las indulgencias aplicables a los difuntos. Como reacción contra los abusos
cometidos en la predicación, y contra la doctrina misma de las indulgencias, Lutero envió al
arzobispo Alberto de Brandeburgo, en la víspera de Todos los Santos de 1517, una carta en la
que le instaba a poner freno a los abusos17, añadiendo 95 tesis sobre las indulgencias, con la
petición de una controversia sobre el tema. Algunas de las tesis eran plenamente ortodoxas (o al
menos susceptibles de ser rectamente entendidas), pero había otras en las que, aun discurriendo
por temas no definidos dogmáticamente, su postura o su cuestionamiento iban en línea opuesta a
la de la tradición eclesial (por ejemplo, afirmando que las indulgencias por los difuntos sólo se
darían en forma de intercesión, o limitando el concepto de indulgencia a la remisión de las penas

16
Es cierto que para San Pablo la fe es absolutamente necesaria para la justificación y salvación, pero no
la sola fe fiducial que inventó Lutero, sino la fe acompañada de la caridad y la esperanza, que actúa en la
vida de aquellos que mueren al pecado para vivir en Cristo y caminan en novedad de vida (cfr. Rom 6, 4),
crucificando al hombre viejo, destruyendo el cuerpo de pecado y no obedeciendo a sus concupiscencias.
17
El abuso más frecuentemente criticado por entonces era el “tráfico o venta de indulgencias”, como si la
Curia romana comerciase con las bulas de perdón, acusación tanto más grave cuanto que la indulgencia se
entendía a veces falsamente como remisión directa de la pena e igualmente de la culpa.
8
canónicas impuestas por la Iglesia, o incluso negando la existencia del “tesoro de la Iglesia”
nutrido con los méritos de Cristo y de los santos, o declarando que el Papa no puede perdonar de
otro modo la culpa que declarando y confirmando que está perdonado delante de Dios18).
Ante el silencio del arzobispo, Lutero envió sus tesis a algunos teólogos, y rápidamente
se difundieron por toda Alemania, hallando un campo más que propicio en el disgusto latente
contra Roma que se respiraba en tantos ambientes. De ahí que muchos empezasen a mirar a
Lutero como a un héroe nacional.
En 1518, ante la creciente difusión de las tesis, el Papa León X las hizo examinar e intimó
a Lutero para que se presentase en Roma. Pero Lutero logró evitar el viaje gracias a la
intercesión del Príncipe Federico, elector de Sajonia, quien habría de convertirse en su gran
protector. El interrogatorio tuvo lugar en Augsburgo, en octubre de 1518, siendo delegado papal
el cardenal Tomás de Vío (apodado Cayetano), y no condujo a ningún resultado positivo. Lutero
no se retractó, sino que apeló contra el Papa mal informado (non bene informato) al Papa bien
informado (ad melius informandum), y después contra el Papa a un futuro Concilio (con lo que
pretendía excusar su negativa a comparecer personalmente en Roma) 19. Ante el riesgo de ser
entregado a las autoridades eclesiásticas para ser juzgado, Lutero se fugó de Augsburgo y
regresó a Wittenberg.
Ese mismo año de 1518 el Papa León X definió dogmáticamente la potestad del Papa
para conceder indulgencias a los vivos y a los difuntos, tomándolas de la superabundancia de los
méritos de Jesucristo y de los santos, con lo cual, la doctrina de Lutero, que hasta ahora podía ser
errónea y escandalosa, pasaba a ser formalmente herética.
En 1519 tuvo lugar en Leipzig una disputa pública entre Lutero y el teólogo católico Juan
Ecki, de Ingolstadt, en la cual salió a la palestra el tema del Primado del Sumo Pontífice. Lutero
no reconocía al Papa su rol de cabeza visible de la Iglesia, y sostenía que la Sagrada Escritura
era la fuente única de la religión revelada (sola Scriptura), afirmación que se convertiría en
el principio fundamental del protestantismo.
En 1520 se inicia en Roma un proceso contra Lutero, y como conclusión del mismo fue
promulgada la bula Exsurge Domine, en la que se condenaban 41 de sus proposiciones. Se le
daban sesenta días para retractarse; de no hacerlo, se le declararía excomulgado junto con sus
seguidores y protectores. El tono general del documento pontificio es paternal e impregnado de
sincero e inconsolable dolor. El frívolo León X supo estar en esta ocasión a la altura de sus
graves responsabilidades. El mil veces insultado y ultrajado por Lutero, no le pagará con la
misma moneda20. Al contrario, profundamente conmovido, el Papa pone fin a su largo escrito
asegurando al monje rebelde que si quisiera volver sobre sus pasos “siempre encontraría en él
sentimientos de paternal caridad y una fuente abierta de mansedumbre y clemencia”.
La excomunión cayó en Alemania como una bofetada: saludable para algunos,
provocativa para otros, la mayoría tal vez. La respuesta de Lutero no se hizo esperar. En el
18
El alcance esencial de las tesis está en la separación de la acción divina de la Iglesia, reducida a una
pura declaración de lo que Dios ha hecho ya, de modo totalmente independiente de la acción del
sacerdote. Nuevamente vemos despuntar la pasividad absoluta del hombre, incapaz de colaborar en modo
alguno con Dios en la obra de la justificación. De aquí no hay más que un paso a la negación del
sacerdocio jerárquico.
19
Las apelaciones a un Concilio, herederas del conciliarismo, habrían sido gravemente prohibidas por
muchos Papas, como Martín V, Pío II, Sixto IV, Julio II y, de manera implícita, por el V Concilio de
Letrán.
20
Ya en 1520 Lutero decía confidencialmente a su amigo Jorge Spalatino que el Papa, casi ciertamente,
era en realidad el Anticristo.
9
paroxismo de su furor dio a luz un libelo titulado Contra la execrable bula del Anticristo, en la
cual, además de abundar frases despectivas e insultantes, que a veces rondan la grosería
intraducible, se atreve finalmente a proclamar:

“Con este escrito yo confieso como dogmas católicos todo cuanto se condena en esa
execrable bula... Más vale dejarse matar mil veces antes que retractar una sola sílaba de los
artículos condenados. Y del mismo modo que ellos me excomulgan en nombre de su
sacrílega herejía, así yo, por mi parte, los excomulgo en nombre de la santa verdad de Dios.
Cristo verá cuál de las dos excomuniones es válida ante El. Amén” 21.

Estas palabras retadoras encontraron su colofón en lo que podemos llamar su primer acto
revolucionario, en el que niega abiertamente la autoridad de la Iglesia romana: el 10 de
diciembre de 1520 arrojó públicamente a la hoguera los libros que integraban el derecho
canónico, es decir, el cuerpo jurídico de la Iglesia, y un ejemplar de la bula de León X, en una
especie de auto de fe contra la autoridad del Papa y contra los libros que la simbolizaban. El gran
drama se había consumado.
El 3 de enero de 1521, transcurrido ampliamente el plazo que la bula Exsurge Domine
concedía para la retractación de Lutero, el Papa León X le excomulgó expresa y formalmente por
medio de la bula Decet Romanum Pontificem.
A lo largo de los meses que precedieron y siguieron a la publicación de la bula Exsurge
Domine, Lutero desplegó una intensa actividad propagandista, publicando, entre otras cosas, tres
libros que produjeron un tremendo impacto:
* En el escrito A la nobleza cristiana de la nación alemana, redactado en alemán y
rápidamente difundido, incitaba Lutero a la demolición de las “tres murallas” tras las que se
defiende la Iglesia de Roma: la distinción entre clero y laicado, el derecho exclusivo de la
jerarquía a interpretar la Escritura, y el derecho exclusivo del Sumo Pontífice a convocar un
Concilio. La reforma había de hacerse por medio de un concilio nacional, en el que estuvieran
también los laicos, y cuyo centro y motor sería la nobleza alemana22.
* En De captivitate babilonica Ecclesiae praeludium pretende demostrar que el cristiano,
embebido en la verdad de Evangelio y justificado por su fe en Cristo, no tiene necesidad de
unión con la Iglesia ni de Sacramentos. De éstos sólo retiene el bautismo, la penitencia y la
eucaristía, pero negando la transubstanciación y el valor sacrificial de la Santa Misa.
* En De libertate christiana, por fin, exaltaba la libertad del hombre interior, justificado
por la fe y unido íntimamente a Cristo: las obras buenas no son necesarias para la justificación,
ni hacen bueno a quien las practica, aunque vengan como consecuencia necesaria de esa
justificación.
En estas obras se contiene básicamente todo el programa de Lutero. En 1521 fueron
traducidas a casi todas las lenguas de Europa. Los hechos siguieron después su curso.

21
Cit. en. García-Villoslada; Martín Lutero, vol I (Madrid, 1976), pág. 515.
22
Lutero logró explotar hábilmente el nacionalismo germano para su propia causa. Además, sabía muy
bien que le era indispensable contar con el apoyo de protectores poderosos, que garantizasen su seguridad
y la difusión de sus ideas. Aunque popular por temperamento y educación, Lutero no amaba al pueblo
propiamente dicho. Quiso y supo atraérselo, pero sólo para convertir su difusa masa en el más eficaz
pregón del nuevo mensaje. A la hora de la verdad fue duro, hasta cruel e insultante con las clases bajas.
Sus gustos eran aristocráticos: le deleitaba la cultura, el estudio, la grata conversación con los poderosos.
Por su parte, los Príncipes y grandes señores que le apoyaron hicieron de él una palanca para el logro de
sus ambiciones políticas, y por ello le alfombraron el camino hacia la realización de sus planes.
10
Dada la unión que había en aquel tiempo entre la Iglesia y el Estado, la excomunión papal
sólo podía tener efecto si era sancionada a la vez por la autoridad civil. El problema se discutió
ante el mismo emperador Carlos V en la Dieta de Worms (1521)23. Lutero, gracias a la
protección del Elector de Sajonia, pudo presentarse libremente ante dicha asamblea, donde
defendió sus ideas con un cierto éxito, pero fue expulsado del territorio imperial por decisión de
Carlos V, se ordenó la quema de sus escritos, y la difusión de las doctrinas luteranas fue
prohibida (Edicto de Worms).
Ante el riesgo de un posible arresto, un oportuno “secuestro” (montado por su protector,
Federico de Sajonia) puso a Lutero a salvo en el castillo de Wartburgo, donde permaneció de
incógnito durante varios meses, entregado a la composición de diversos escritos y a la traducción
de la Biblia al alemán (tarea que concluiría mucho tiempo después).
Lutero sale de Wartburgo en marzo de 1522 y regresa a Wittenberg, donde elimina
definitivamente la Misa privada, la obligación de la confesión y aun el celibato de los clérigos.
En junio de 1525 él mismo se casa con Catalina Bora, una religiosa cisterciense que había dejado
el convento.
Mientras tanto, se difundían por Alemania la anarquía y el caos, apoyándose sobre todo
en las doctrinas expuestas por el agustino de Wittenberg, quien se veía cada vez más incapaz de
controlar la agitación de los espíritus que él mismo había suscitado, como ocurrió en el caso de
la guerra de los campesinos24.

Se imponía asentar un principio que asegurase la estabilidad y el orden, en sustitución del


que había rechazado la Reforma: el Papado y la jerarquía. Lutero acabará por reconocer en el
Estado el apoyo que precisaba su iglesia. De ahora en adelante, la autoridad del Papa quedará
sustituida por la del Príncipe, y la iglesia del Estado reemplazará a la iglesia invisible,
democrática.

23
La Dieta era una especie de asamblea plenaria de las autoridades políticas de los numerosos estados y
ciudades del Imperio alemán, gobernados por Príncipes, duques, margraves, condes y prelados religiosos.
En estas Dietas se ventilaban los intereses comunitarios. Dado que el Imperio Germánico no tenía una
sede fija como capital, las Dietas se celebraban en ciudades distintas, según las conveniencias del
momento.
24
La sublevación de los campesinos (1524-1525) fue un conjunto de estallidos revolucionarios que desde
las fronteras suizas se fueron extendiendo a las regiones de Suabia, Renania, Franconia, Turingia, y otros
países del Imperio, sin unidad de mando y sin organización planeada. Se trató ante todo de un
movimiento de reivindicación social, motivado por la persistencia del régimen feudal para las clases
agrícolas, sin disfrutar plenamente del derecho a disponer de sus tierras, y pagando a sus señores censos y
gabelas. Pero no puede dudarse tampoco del influjo que en este levantamiento tuvo la predicación del
“nuevo evangelio” luterano, con sus encomios de la “libertad cristiana” y su oposición a todos los
príncipes católicos y a todas las autoridades eclesiásticas. Las turbas tumultuarias cometieron
innumerables excesos y devastaciones, hasta que la intervención de los príncipes ahogó en sangre la
revuelta. Lutero, quien inicialmente había estimado justas muchas de las reivindicaciones de los
campesinos, acabó por exhortar a las autoridades a la represión violenta. Horrorizada la nación ante las
barbaridades que cometían los príncipes en la represión de los sublevados, echó la culpa a Lutero,
haciéndole responsable de aquella guerra feroz, con lo cual el “reformador”, venerado como héroe
nacional y religioso, perdió parte de su popularidad.
11
En efecto, entre las consecuencias religiosas de la guerra de los campesinos no se puede
soslayar la excesiva dependencia en que cayó la Reforma luterana respecto de aquellos príncipes,
cada día más absolutistas, que abrazaron el luteranismo.
Antes de la guerra, el movimiento religioso nacido en Wittenberg había llegado a ser una
realidad poderosa y vasta, de raigambre popular, pero propensa a la anarquía como consecuencia
de la negación, por parte de Lutero, de la realidad institucional de la Iglesia y, por tanto, de su
estructura jerárquica. Por ello, la experiencia de la guerra de los campesinos llevó al reformador
a modificar su concepción de iglesia. Esta debía contar con el apoyo de los príncipes, quienes se
convertirían de allí en adelante en garantes de la verdad evangélica y ejecutores de la voluntad
divina. La confesión luterana acabará, pues, siendo una iglesia fuertemente “estatal”, controlada
en buena medida por los soberanos respectivos.

En cuanto a la política imperial respecto del luteranismo, la complejidad de la situación


en la Europa de entonces, en particular los enfrentamientos con Francisco I de Francia y el
avance de los turcos en Hungría y Austria, llevaron a Carlos V a una actitud vacilante y a veces
generosa en concesiones con los nuevos reformadores, dado que necesitaba el apoyo de los
príncipes alemanes para sus empresas, y varios de ellos habían abrazado calurosamente la causa
de Lutero.

En 1526 se reunió una Dieta en Spira, que dejó a la libre conciencia de los príncipes la
aplicación del edicto de Worms. En otras palabras, se concedió a los príncipes y a las ciudades
libres el derecho de abrazar el protestantismo. Haciendo uso de la libertad que se les había
concedido, varios Estados alemanes se pasaron a la reforma: entre ellos, la Prusia oriental, feudo
de la Orden Teutónica, cuyo Gran Maestre, Alberto de Brandeburgo, aconsejado por Lutero,
despreciando la regla de la Orden y sus votos, contrajo matrimonio y secularizó en provecho
propio todos los dominios que la Orden poseía en Prusia, convirtiéndolos en un ducado
hereditario (así tuvo su origen la dinastía de los Hohenzollern). Los obispos de Pomerania y
Samland siguieron el ejemplo de Alberto, poniendo en sus manos los territorios de sus
respectivas diócesis. De este modo, Prusia se convertirá en uno de los bastiones más fuertes del
luteranismo.
Tres años más tarde Carlos V empezó a encontrase en mejor situación (Francisco I había
sido derrotado de nuevo, y los turcos fueron rechazados en Viena). En consecuencia, una nueva
Dieta en Spira prohibió en 1529 introducir más novedades en Alemania. En otras palabras, los
Estados que se habían declarado protestantes podían seguir como tales; los otros habían de seguir
fieles al catolicismo hasta que el Concilio, tan esperado y reclamado por todos, dispusiese otra
cosa. Seis príncipes y catorce ciudades protestaron contra esta decisión, y por ello recibieron el
apelativo de “protestantes”, que tanto éxito iba a tener.
Al año siguiente, 1530, una nueva Dieta reunida en Augsburgo intentó restablecer la paz
religiosa en el Imperio. Fue allí donde se realizó el mayor esfuerzo de una y otra parte para llegar
a una pacífica convivencia. Felipe Melanchton, uno de los discípulos más fieles de Lutero,
pacifista a ultranza, de carácter conciliatorio y acomodaticio, vigilado desde lejos por el agustino
de Wittenberg25, tuvo palabras de respeto para la Iglesia romana, pero sin renunciar a ninguno de

25
Lutero no participó personalmente en dicha Dieta, pues seguía pesando sobre su cabeza la proscripción
del Edicto de Worms, pero permaneció en Coburgo, a unos 200 km de Augsburgo, en el límite sur del
Principado de Sajonia (bajo la soberanía de su protector, el Príncipe elector). Desde su refugio se
mantenía en contacto epistolar con los teólogos que en Augsburgo representaban a la Reforma, bajo las
órdenes de Melanchton, a fin de aconsejarles y resolver sus dudas.
12
los dogmas fundamentales de su maestro. Los católicos, por su parte, estaban dispuestos a hacer
las concesiones necesarias, pero sólo en materias accidentales de derecho eclesiástico.

La Dieta examinó una “profesión de fe” compilada por los reformadores para dar a
conocer sus ideas, la Confessio Augustana, obra de Felipe Melanchton, La Confessio fue fruto de
un laborioso proceso de redacción, de tal modo que acabó por expresar no solamente la fe de
Wittenberg, sino también la de diversas tendencias protestantes, no todas coincidentes con la
doctrina de Lutero.

La primera parte del documento resume la nueva doctrina apartándose lo menos posible
de la antigua fe, y guardando silencio sobre el purgatorio, las indulgencias y el Primado del Papa.
Sin embargo, el texto deja traslucir las profundas divergencias doctrinales en torno al concepto
de justificación, a la necesidad de las obras y a la libertad.
La segunda parte, disciplinar, enumera como abusos a corregir, entre otros, el celibato
eclesiástico, los votos religiosos y la jurisdicción episcopal.
Agotados todos los recursos, la Dieta se clausuró sin que se llegase a ningún acuerdo. En
el decreto conclusivo, el emperador Carlos V ordenaba que se volviese al estado de cosas tal
como se hallaban antes de la rebelión luterana, cuando no existía sino la religión católica en todo
el ámbito del Imperio. El Edicto de Worms fue puesto nuevamente en vigor, y se ordenó la
restitución de los bienes arrebatados a la Iglesia, fijando un plazo dentro del cual deberían ceder
los protestantes.
Estas decisiones llevaron a los príncipes adictos a la Reforma a unirse en la Liga de
Esmalcalda, que de hecho se convirtió, sobre todo entre 1534 y 1441, en un “imperio” dentro del
mismo Imperio, que reclutaba ejércitos y negociaba con naciones extranjeras hostiles al
emperador, como Francia, Inglaterra o Dinamarca. De este modo, el protestantismo trascendía su
condición inicial de movimiento religioso, para adquirir evidentes rasgos políticos. Ya en 1532
Carlos V, viéndose forzado a pedir a los príncipes protestantes apoyo para su lucha contra los
turcos, en el Compromiso de Nuremberg retractó las severas disposiciones de la Dieta de
Augsburgo: una vez más se toleraría a los protestantes, hasta la convocación del futuro Concilio.
Finalmente, luego de muchas idas y venidas, desvanecidas ya las esperanzas de llegar a
un acuerdo con los reformadores, Carlos V se decidirá por una guerra abierta. En 1547 la batalla
de Mühlberg significó una dura derrota para los protestantes. Pero aunque debilitado política o
militarmente, la potencia del protestantismo como fuerza espiritual seguía intacta. Luego de
varias alternativas se llegó por fin a la Paz de Augsburgo, entre protestantes y católicos, cuyas
cláusulas principales eran las siguientes:
a) Cuius regio, eius religio: Los príncipes podían abrazar libremente la nueva religión.
Los súbditos, por el contrario, tenían que seguir la del príncipe, quedando a salvo el derecho a
emigrar a otro territorio con la facultad de vender sus bienes.
b) Si un arzobispo, obispo, prelado u otro eclesiástico abandonase el catolicismo, dejaría
de inmediato su cargo, con sus frutos y rentas, y se elegiría un sucesor que fuese católico.
c) Los nobles, las ciudades y los pueblos que ya hacía años que habían abrazado la
Confessio Augustana, podrían permanecer libremente en su fe.
d) En las ciudades libres e imperiales donde las dos confesiones estuviesen vigentes,
podrían seguir coexistiendo pacíficamente, con paridad de derechos.

En realidad, la Paz de Augsburgo no fue sino un armisticio, un modus vivendi


provisional. Muchas cuestiones quedaron sin resolver, y otras –por imprecisas o mal resueltas- se
convirtieron en semillero de discordias y violencias. Al catolicismo alemán, bajo la égida de los
Wittelsbach (Baviera) y de los Habsburgo (Austria) le esperaban días de esplendor y de
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reconquista espiritual, pero es preciso confesar que la Alemania soñada por Carlos V, unida
católicamente bajo los Austria, se escindió irremediablemente en 1555.

Políticamente el prestigio del emperador se oscureció, mientras que el absolutismo


político y religioso de los príncipes creció desmesuradamente.

Al desmenuzamiento constitucional de la nación germana en multitud de pequeños


Estados con otros tantos príncipes absolutistas, se agregaba ahora el antagonismo de dos
confesiones religiosas irreconciliables, en continua tensión espiritual y psicológica, tensión ahora
cubierta o disimulada por una paz externa, pero que tarde o temprano se rompería, como
aconteció finalmente en la guerra de los Treinta Años (1619-1648).

Mientras tanto, en 1546, concretamente el 18 de febrero, había muerto Lutero en


Eisleben, precisamente la misma ciudad que le había visto nacer. Personalidad sumamente
compleja, activo e impetuoso, inquieto y dominador, hallamos en él una extraña combinación de
delicada ternura y de violencia incontenible, de razón inflexible y de pasión desbordada, de
autocráticas seguridades y de íntimas y lacerantes vacilaciones, de anhelos religiosos y de
oportunistas sinuosidades, de espirituales elevaciones y de las más groseras obscenidades.
Escritor infatigable, a través de su pluma fueron viendo la luz, una tras otra, las obras que
constituyen la base dogmática del luteranismo. Sabía muy bien ser erudito, dialéctico, filósofo y
hasta poeta, según fuese necesario.
No deja de ser llamativa su perpetua y casi morbosa obsesión contra el Papa. Esta parece
haberse agudizado aún más en sus últimos años, y corre como una idea directriz a lo largo de sus
últimos escritos. Bastaría recordar, como ejemplo emblemático, su pestilente panfleto Contra el
Papado de Roma, fundado por el diablo (1545), donde la furia desbocada del odium Papae
pareciera reflejar, trágicamente, una desilusión y una derrota; derrota que va más allá del hecho
de no haber logrado acabar con el Papado. Efectivamente, aunque es verdad que el luteranismo
triunfante iba cubriendo como una alta marea las ciudades y los principados de Alemania, el
doctor de Wittenberg no estaba satisfecho. De sus filas desertaban muchos a quienes él tenía por
amigos; entre sus adictos surgían disensiones y cismas; la inmoralidad se extendía en las clases
populares y la incredulidad entre las cultas; los príncipes se adueñaban de las iglesias, no por
interés religioso, sino por codicia de sus bienes. Era la amarguísima cosecha de una más que
lamentable siembra, cosecha que ninguna fuerza humana parecía ya capaz de represar.
Se sabe, según la afirmación de testigos oculares, que en sus últimos momentos Lutero
mezcló piadosas invocaciones a Jesucristo con injurias al Papa. Cabe preguntarse cuál es el
Cristo a quien el reformador invocó con tan apasionada ternura en aquella hora final. No el de
los “papistas” obviamente, el nacido en Belén entre melodías de paz y amor, muerto bajo el peso
de torturas soportadas con paciencia infinita, perdonando a sus enemigos, sin que de sus labios se
desprendiera palabra alguna de odio...
El Cristo de Lutero es muy diferente: es el que le infunde odio al Papa y a sus
colaboradores, y que le exige una última ratificación de cuanto ha dicho y obrado. Es el Cristo
que ha de velar por el éxito de la Reforma y que hará desaparecer de la tierra el papismo
católico.
El problema es que este Cristo se parece demasiado a Lutero; diríase que es su doble, su
proyección, tal vez su obra maestra. Quien creó una nueva teología a la medida de sus vicisitudes
religiosas y forjó una Biblia que sirviese como argumento demostrativo de la verdad de sus
asertos, bien podía crear también su propio Cristo:

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“en quien creo, a quien he predicado y confesado, a quien deshonran, persiguen y
blasfeman el miserable Papa y todos los impíos (...) Sé cierto que contigo permaneceré
eternamente y nadie me arrebatará de tus manos” 26.

Lutero ha dado vida a un Cristo que es, en definitiva, su propia creación. Este ha sido tal
vez su más grande drama.

26
Cit. en. García-Villoslada; Martín Lutero, vol II (Madrid, 1976), págs. 574. 575.
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