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Tras la Virtud (Minuta)

Alasdair MacIntyre

MacIntyre plantea la hipótesis de que el lenguaje de la moral en el mundo actual está en un


grave estado de desorden. A pesar de que se utilizan expresiones clave de la moral, se ha
perdido en gran medida la comprensión teórica y práctica de la misma. Para entender esto
debemos desglosar tres etapas: florecimiento, catástrofe y restauración a partir de los
fragmentos. Si esta hipótesis es verdadera, la moral se encuentra en un estado desastroso
del cual no se puede confiar en un remedio general.
El debate moral contemporáneo tiene tres características sobresalientes. La primera es la
inconmensurabilidad conceptual de las argumentaciones rivales, en las que las premisas son
tan diferentes que no se pueden sopesar racionalmente las pretensiones de una con las de la
otra. A pesar de que los argumentos son lógicamente válidos, las conclusiones no pueden
ser comparadas.
El segundo rasgo importante es que estos debates se presentan como si fueran
argumentaciones racionales e impersonales, presuponiendo la existencia de criterios
impersonales y reglas de justicia, generosidad o deber.
La tercera característica sobresaliente está relacionada con las dos anteriores, ya que las
diferentes premisas inconmensurables tienen una amplia variedad de orígenes históricos y
provienen de teorías y prácticas más amplias de las que ahora han sido privados. Esta
situación sugiere la existencia de una sospecha sobre la falta de contexto histórico y de
integración de los diferentes conceptos morales en totalidades teóricas y prácticas más
amplias.
“La teoría filosófica que específicamente nos exige que afrontemos este desafío es el
emotivismo. El emotivismo es la doctrina según la cual los juicios de valor, y más
específicamente los juicios morales, no son nada más que expresiones de preferencias,
expresiones de actitudes o sentimientos, en la medida en que éstos posean un carácter moral
o valorativo. Así, el emotivismo es una teoría que pretende dar cuenta de todos los juicios
de valor cualesquiera que sean. Claramente, si es cierta, todo desacuerdo moral es
interminable.”
Esta teoría tiene raíces en el intuicionismo de G. E. Moore según la cual lo bueno es una
propiedad simple e indefinible correspondiente a intuiciones que no pueden ser probadas o
refutadas. Aunque el emotivismo ha sido ampliamente rechazado en la filosofía analítica y
continental, su trasfondo ha sobrevivido, y muchos intentos de proveer una justificación
racional para una moral objetiva han fracasado porque el emotivismo ha sido incorporado
en nuestra cultura.
“La descripción más influyente del razonamiento moral que surgió en respuesta a la crítica
emotivista estaba de acuerdo con ella en un punto: que un agente puede sólo justificar un
juicio particular por referencia a alguna regla universal de la que puede ser lógicamente
derivado, y puede sólo justificar esta regla derivándola a su vez de alguna regla o principio
más general; pero puesto que cada cadena de razonamiento debe ser finita, un proceso de
razonamiento justificatorio siempre debe acabar en la afirmación de una regla o principio
de la que no puede darse más razón. Así, el punto terminal de la justificación siempre es,
desde esta perspectiva, una elección que ya no puede justificarse, una elección no guiada
por criterios. Cada individuo, implícita o explícitamente, tiene que adoptar sus primeros
principios sobre la base de una tal elección.”
El proyecto ilustrado de encontrar una base racional para la moral fracasó debido a la
eliminación de la concepción teleológica de la naturaleza humana. La ética clásica se basa
en la idea de que hay una diferencia entre "el hombre como es" y "el hombre como podría
ser si realizara su naturaleza esencial". La ética es la ciencia que nos enseña cómo pasar de
uno a otro. Esto implica una interpretación de la posibilidad y el acto, la esencia del hombre
como animal racional y el telos humano. Los preceptos que ordenan las diversas virtudes y
prohíben sus vicios contrarios nos enseñan cómo pasar de la potencia al acto, de cómo
realizar nuestra verdadera naturaleza y alcanzar nuestro verdadero fin. La razón nos
instruye en ambas cosas: cuál es nuestro verdadero fin y cómo alcanzarlo.
Sin embargo, la estructura triple de la naturaleza humana-tal-como-es, la naturaleza
humana-tal-como-podría-ser-si-se-realizara-su-telos y los preceptos de la ética racional
como medios para la transición de una a otra, fue rechazada por el laicismo de la Ilustración
y el rechazo científico y filosófico del aristotelismo.
Esto llevó a una concepción de la moral que no se basaba en una naturaleza humana
esencial o en un fin teleológico. En su lugar, la moral se basa en una concepción de la razón
que se centra en la autonomía individual y la libertad de elección. Este enfoque ha llevado a
una situación moral catastrófica, ya que la moralidad se ha convertido en algo relativo y
subjetivo en lugar de ser objetiva. Lo que tenemos son preceptos morales desarraigados.
“El eliminar cualquier noción de naturaleza humana esencial y con ello el abandono de
cualquier noción de telos deja como residuo un esquema moral compuesto por dos
elementos remanentes cuya relación se vuelve completamente oscura. Está, por una parte,
un cierto contenido de la moral: un conjunto de mandatos privados de su contexto
teleológico. Por otra, cierta visión de una naturaleza humana ineducada tal-como-es. De
aquí que los filósofos morales del siglo XVIII se enzarzaran en lo que era un proyecto
destinado inevitablemente al fracaso; por ello intentaron encontrar una base racional para
sus creencias morales en un modo peculiar de entender la naturaleza humana. Heredaron
fragmentos incoherentes de lo que una vez fue un esquema coherente de pensamiento y
acción y, como no se daban cuenta de su peculiar situación histórica y cultural, no pudieron
reconocer el carácter imposible y quijotesco de la tarea a la que se obligaban.”
Los juicios morales contemporáneos son supervivientes lingüísticos de las prácticas del
teísmo clásico y que han perdido su contexto original, lo que ha llevado a que pierdan su
estatus claro y su significado indiscutible. Además, se menciona que cualquier intento
contemporáneo de encarar la vida humana como una unidad se enfrenta a obstáculos
sociales y filosóficos, como la fragmentación de la vida en múltiples segmentos y la
tendencia a analizar las acciones de forma atomística. También se destaca que la
liquidación del yo en diferentes áreas separadas de papeles a representar no permite el
ejercicio auténtico de las virtudes en un sentido aristotélico, ya que estas deben ser una
característica de toda la vida de alguien y no solo de situaciones específicas.
En resumen, el concepto narrativo del yo implica que nuestra identidad personal se
construye a través de la narración de nuestra vida, desde el nacimiento hasta la muerte.
Somos coautores de nuestras propias historias, pero también formamos parte de las
historias de los demás y de la sociedad en la que vivimos. Nuestras acciones y prácticas
están influidas por la teleología y la impredecibilidad de la vida, y la inteligibilidad es el
lazo vinculante entre la acción y la narración. La identidad personal se presupone como la
unidad del personaje en una narración, y podemos pedir cuentas a los demás y ponerlos en
cuestión en la construcción de nuestras historias. En definitiva, el hombre es esencialmente
un animal que cuenta historias y que se construye a sí mismo y a los demás a través de la
narración.
La unidad de la vida humana consiste en la unidad de la narración encarnada por esa vida
única. La pregunta sobre lo que es bueno para uno mismo implica cómo se podría vivir
mejor esa unidad y llevarla a su plenitud. La unidad de la vida humana es la unidad de un
relato de búsqueda y los únicos criterios de éxito o fracaso de la vida humana como un todo
son los criterios de éxito o fracaso de una búsqueda narrada o susceptible de ser narrada.
Para que haya una búsqueda, es necesario un concepto parcialmente determinado del telos
final. En este sentido, las virtudes son disposiciones que no solo mantienen las prácticas y
permiten alcanzar los bienes internos a ellas, sino que también sostienen en el tipo
pertinente de búsqueda de lo bueno, ayudando a vencer los riesgos, peligros, tentaciones y
distracciones que se encuentran y proporcionando creciente autoconocimiento y
conocimiento del bien. La búsqueda siempre es una educación tanto del personaje al que se
aspira como de la educación en el autoconocimiento.
MacIntyre argumenta que la vida buena del hombre consiste en la búsqueda de la vida
buena para la comunidad en la que se encuentra uno mismo, y que las virtudes necesarias
para esa búsqueda son aquellas que nos permiten entender mejor lo que constituye la vida
buena. Además, el autor destaca que la identidad individual está estrechamente relacionada
con la identidad social e histórica, y que las tradiciones son fundamentales para la vida
buena en tanto que proporcionan un contexto histórico necesario para las prácticas y las
vidas individuales. Asimismo, sostiene que la preservación y fortalecimiento de las
tradiciones depende del ejercicio de las virtudes pertinentes y de un sentido adecuado de las
mismas, que se manifiesta en la comprensión de las posibilidades futuras que el pasado
pone a disposición del presente.
MacIntyre varias ideas interesantes acerca de la concepción de las virtudes en la
modernidad y su relación con la política y la moral. En primer lugar, se argumenta que en la
modernidad el concepto de virtudes se ha reducido a una virtud asociada al altruismo y a la
moral, perdiendo su función y papel distintos de las normas que justifiquen su adhesión.
Además, se sostiene que al abandonar la teleología, no hay ningún bien moral por el que se
ejerza la virtud, y que ésta se justifica a sí misma.
En segundo lugar, se menciona que autores como Rawls y Nozick razonan lógicamente
desde premisas irreductibles, sin que sea posible llegar a un criterio racional o método para
decidir entre pretensiones. Esto refleja la opinión extendida de que la entrada al mundo
social es un acto voluntario de individuos potencialmente racionales, con intereses previos,
que tienen que hacerse la pregunta: ¿en qué tipo de contrato social con los demás es
razonable que entre?
En tercer lugar, se sostiene que la noción de mérito como contribución a las tareas comunes
de la comunidad y a la persecución de los bienes compartidos, no puede proporcionar la
base para juicios acerca de la virtud y la injusticia en nuestra sociedad actual. Esto lleva a
que la política moderna no pueda ser asunto de consenso moral auténtico, y que sea una
guerra civil continuada por otros medios.
Finalmente, se concluye que la política moderna, sea liberal, conservadora, radical o
socialista, debe ser rechazada desde el punto de vista de la auténtica fidelidad a la tradición
de las virtudes, porque expresa en sí misma y en sus formas institucionales el rechazo
sistemático de dicha tradición.
“La tradición aristotélica ha ocupado dos lugares distintos en mi argumentación: primero,
porque he sugerido que gran parte de la moralidad moderna sólo se entiende como conjunto
de fragmentos sobrevivientes de esa tradición, y en realidad la incapacidad de los filósofos
morales modernos para llevar a cabo sus proyectos de análisis y justificación está muy
relacionada con el hecho de que los conceptos con los que trabajan son combinaciones de
fragmentos supervivientes e invenciones modernas implausibles; pero, además, el rechazo
de la tradición aristotélica fue el rechazo de un tipo muy concreto de moralidad en donde
las normas, tan predominantes en las concepciones modernas de la moral, se inscriben en
un esquema más amplio cuyo lugar central está ocupado por las virtudes.”
Si la visión de MacIntyre es correcta, la moral ha alcanzado un punto crítico. Aunque el
autor no crea en remedios generales a esta situación, plantea la necesidad de construir
formas locales de comunidad donde la civilidad, la moral y la vida intelectual puede
sostenerse. De esta manera, la tradición de la virtud podría sobrevivir a estos tiempos
oscuros.

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