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MacIntyre argumenta que el lenguaje moral moderno se encuentra en un estado de desorden debido a la pérdida del contexto teórico y práctico que daba sentido a conceptos como el bien, la virtud y el deber. Esto se debió al fracaso del proyecto ilustrado de fundamentar la moral de forma racional y secular, lo que llevó a concepciones relativistas donde priman la autonomía individual y la elección subjetiva por encima de una naturaleza humana teleológica. MacIntyre propone recuperar una
MacIntyre argumenta que el lenguaje moral moderno se encuentra en un estado de desorden debido a la pérdida del contexto teórico y práctico que daba sentido a conceptos como el bien, la virtud y el deber. Esto se debió al fracaso del proyecto ilustrado de fundamentar la moral de forma racional y secular, lo que llevó a concepciones relativistas donde priman la autonomía individual y la elección subjetiva por encima de una naturaleza humana teleológica. MacIntyre propone recuperar una
MacIntyre argumenta que el lenguaje moral moderno se encuentra en un estado de desorden debido a la pérdida del contexto teórico y práctico que daba sentido a conceptos como el bien, la virtud y el deber. Esto se debió al fracaso del proyecto ilustrado de fundamentar la moral de forma racional y secular, lo que llevó a concepciones relativistas donde priman la autonomía individual y la elección subjetiva por encima de una naturaleza humana teleológica. MacIntyre propone recuperar una
MacIntyre plantea la hipótesis de que el lenguaje de la moral en el mundo actual está en un
grave estado de desorden. A pesar de que se utilizan expresiones clave de la moral, se ha perdido en gran medida la comprensión teórica y práctica de la misma. Para entender esto debemos desglosar tres etapas: florecimiento, catástrofe y restauración a partir de los fragmentos. Si esta hipótesis es verdadera, la moral se encuentra en un estado desastroso del cual no se puede confiar en un remedio general. El debate moral contemporáneo tiene tres características sobresalientes. La primera es la inconmensurabilidad conceptual de las argumentaciones rivales, en las que las premisas son tan diferentes que no se pueden sopesar racionalmente las pretensiones de una con las de la otra. A pesar de que los argumentos son lógicamente válidos, las conclusiones no pueden ser comparadas. El segundo rasgo importante es que estos debates se presentan como si fueran argumentaciones racionales e impersonales, presuponiendo la existencia de criterios impersonales y reglas de justicia, generosidad o deber. La tercera característica sobresaliente está relacionada con las dos anteriores, ya que las diferentes premisas inconmensurables tienen una amplia variedad de orígenes históricos y provienen de teorías y prácticas más amplias de las que ahora han sido privados. Esta situación sugiere la existencia de una sospecha sobre la falta de contexto histórico y de integración de los diferentes conceptos morales en totalidades teóricas y prácticas más amplias. “La teoría filosófica que específicamente nos exige que afrontemos este desafío es el emotivismo. El emotivismo es la doctrina según la cual los juicios de valor, y más específicamente los juicios morales, no son nada más que expresiones de preferencias, expresiones de actitudes o sentimientos, en la medida en que éstos posean un carácter moral o valorativo. Así, el emotivismo es una teoría que pretende dar cuenta de todos los juicios de valor cualesquiera que sean. Claramente, si es cierta, todo desacuerdo moral es interminable.” Esta teoría tiene raíces en el intuicionismo de G. E. Moore según la cual lo bueno es una propiedad simple e indefinible correspondiente a intuiciones que no pueden ser probadas o refutadas. Aunque el emotivismo ha sido ampliamente rechazado en la filosofía analítica y continental, su trasfondo ha sobrevivido, y muchos intentos de proveer una justificación racional para una moral objetiva han fracasado porque el emotivismo ha sido incorporado en nuestra cultura. “La descripción más influyente del razonamiento moral que surgió en respuesta a la crítica emotivista estaba de acuerdo con ella en un punto: que un agente puede sólo justificar un juicio particular por referencia a alguna regla universal de la que puede ser lógicamente derivado, y puede sólo justificar esta regla derivándola a su vez de alguna regla o principio más general; pero puesto que cada cadena de razonamiento debe ser finita, un proceso de razonamiento justificatorio siempre debe acabar en la afirmación de una regla o principio de la que no puede darse más razón. Así, el punto terminal de la justificación siempre es, desde esta perspectiva, una elección que ya no puede justificarse, una elección no guiada por criterios. Cada individuo, implícita o explícitamente, tiene que adoptar sus primeros principios sobre la base de una tal elección.” El proyecto ilustrado de encontrar una base racional para la moral fracasó debido a la eliminación de la concepción teleológica de la naturaleza humana. La ética clásica se basa en la idea de que hay una diferencia entre "el hombre como es" y "el hombre como podría ser si realizara su naturaleza esencial". La ética es la ciencia que nos enseña cómo pasar de uno a otro. Esto implica una interpretación de la posibilidad y el acto, la esencia del hombre como animal racional y el telos humano. Los preceptos que ordenan las diversas virtudes y prohíben sus vicios contrarios nos enseñan cómo pasar de la potencia al acto, de cómo realizar nuestra verdadera naturaleza y alcanzar nuestro verdadero fin. La razón nos instruye en ambas cosas: cuál es nuestro verdadero fin y cómo alcanzarlo. Sin embargo, la estructura triple de la naturaleza humana-tal-como-es, la naturaleza humana-tal-como-podría-ser-si-se-realizara-su-telos y los preceptos de la ética racional como medios para la transición de una a otra, fue rechazada por el laicismo de la Ilustración y el rechazo científico y filosófico del aristotelismo. Esto llevó a una concepción de la moral que no se basaba en una naturaleza humana esencial o en un fin teleológico. En su lugar, la moral se basa en una concepción de la razón que se centra en la autonomía individual y la libertad de elección. Este enfoque ha llevado a una situación moral catastrófica, ya que la moralidad se ha convertido en algo relativo y subjetivo en lugar de ser objetiva. Lo que tenemos son preceptos morales desarraigados. “El eliminar cualquier noción de naturaleza humana esencial y con ello el abandono de cualquier noción de telos deja como residuo un esquema moral compuesto por dos elementos remanentes cuya relación se vuelve completamente oscura. Está, por una parte, un cierto contenido de la moral: un conjunto de mandatos privados de su contexto teleológico. Por otra, cierta visión de una naturaleza humana ineducada tal-como-es. De aquí que los filósofos morales del siglo XVIII se enzarzaran en lo que era un proyecto destinado inevitablemente al fracaso; por ello intentaron encontrar una base racional para sus creencias morales en un modo peculiar de entender la naturaleza humana. Heredaron fragmentos incoherentes de lo que una vez fue un esquema coherente de pensamiento y acción y, como no se daban cuenta de su peculiar situación histórica y cultural, no pudieron reconocer el carácter imposible y quijotesco de la tarea a la que se obligaban.” Los juicios morales contemporáneos son supervivientes lingüísticos de las prácticas del teísmo clásico y que han perdido su contexto original, lo que ha llevado a que pierdan su estatus claro y su significado indiscutible. Además, se menciona que cualquier intento contemporáneo de encarar la vida humana como una unidad se enfrenta a obstáculos sociales y filosóficos, como la fragmentación de la vida en múltiples segmentos y la tendencia a analizar las acciones de forma atomística. También se destaca que la liquidación del yo en diferentes áreas separadas de papeles a representar no permite el ejercicio auténtico de las virtudes en un sentido aristotélico, ya que estas deben ser una característica de toda la vida de alguien y no solo de situaciones específicas. En resumen, el concepto narrativo del yo implica que nuestra identidad personal se construye a través de la narración de nuestra vida, desde el nacimiento hasta la muerte. Somos coautores de nuestras propias historias, pero también formamos parte de las historias de los demás y de la sociedad en la que vivimos. Nuestras acciones y prácticas están influidas por la teleología y la impredecibilidad de la vida, y la inteligibilidad es el lazo vinculante entre la acción y la narración. La identidad personal se presupone como la unidad del personaje en una narración, y podemos pedir cuentas a los demás y ponerlos en cuestión en la construcción de nuestras historias. En definitiva, el hombre es esencialmente un animal que cuenta historias y que se construye a sí mismo y a los demás a través de la narración. La unidad de la vida humana consiste en la unidad de la narración encarnada por esa vida única. La pregunta sobre lo que es bueno para uno mismo implica cómo se podría vivir mejor esa unidad y llevarla a su plenitud. La unidad de la vida humana es la unidad de un relato de búsqueda y los únicos criterios de éxito o fracaso de la vida humana como un todo son los criterios de éxito o fracaso de una búsqueda narrada o susceptible de ser narrada. Para que haya una búsqueda, es necesario un concepto parcialmente determinado del telos final. En este sentido, las virtudes son disposiciones que no solo mantienen las prácticas y permiten alcanzar los bienes internos a ellas, sino que también sostienen en el tipo pertinente de búsqueda de lo bueno, ayudando a vencer los riesgos, peligros, tentaciones y distracciones que se encuentran y proporcionando creciente autoconocimiento y conocimiento del bien. La búsqueda siempre es una educación tanto del personaje al que se aspira como de la educación en el autoconocimiento. MacIntyre argumenta que la vida buena del hombre consiste en la búsqueda de la vida buena para la comunidad en la que se encuentra uno mismo, y que las virtudes necesarias para esa búsqueda son aquellas que nos permiten entender mejor lo que constituye la vida buena. Además, el autor destaca que la identidad individual está estrechamente relacionada con la identidad social e histórica, y que las tradiciones son fundamentales para la vida buena en tanto que proporcionan un contexto histórico necesario para las prácticas y las vidas individuales. Asimismo, sostiene que la preservación y fortalecimiento de las tradiciones depende del ejercicio de las virtudes pertinentes y de un sentido adecuado de las mismas, que se manifiesta en la comprensión de las posibilidades futuras que el pasado pone a disposición del presente. MacIntyre varias ideas interesantes acerca de la concepción de las virtudes en la modernidad y su relación con la política y la moral. En primer lugar, se argumenta que en la modernidad el concepto de virtudes se ha reducido a una virtud asociada al altruismo y a la moral, perdiendo su función y papel distintos de las normas que justifiquen su adhesión. Además, se sostiene que al abandonar la teleología, no hay ningún bien moral por el que se ejerza la virtud, y que ésta se justifica a sí misma. En segundo lugar, se menciona que autores como Rawls y Nozick razonan lógicamente desde premisas irreductibles, sin que sea posible llegar a un criterio racional o método para decidir entre pretensiones. Esto refleja la opinión extendida de que la entrada al mundo social es un acto voluntario de individuos potencialmente racionales, con intereses previos, que tienen que hacerse la pregunta: ¿en qué tipo de contrato social con los demás es razonable que entre? En tercer lugar, se sostiene que la noción de mérito como contribución a las tareas comunes de la comunidad y a la persecución de los bienes compartidos, no puede proporcionar la base para juicios acerca de la virtud y la injusticia en nuestra sociedad actual. Esto lleva a que la política moderna no pueda ser asunto de consenso moral auténtico, y que sea una guerra civil continuada por otros medios. Finalmente, se concluye que la política moderna, sea liberal, conservadora, radical o socialista, debe ser rechazada desde el punto de vista de la auténtica fidelidad a la tradición de las virtudes, porque expresa en sí misma y en sus formas institucionales el rechazo sistemático de dicha tradición. “La tradición aristotélica ha ocupado dos lugares distintos en mi argumentación: primero, porque he sugerido que gran parte de la moralidad moderna sólo se entiende como conjunto de fragmentos sobrevivientes de esa tradición, y en realidad la incapacidad de los filósofos morales modernos para llevar a cabo sus proyectos de análisis y justificación está muy relacionada con el hecho de que los conceptos con los que trabajan son combinaciones de fragmentos supervivientes e invenciones modernas implausibles; pero, además, el rechazo de la tradición aristotélica fue el rechazo de un tipo muy concreto de moralidad en donde las normas, tan predominantes en las concepciones modernas de la moral, se inscriben en un esquema más amplio cuyo lugar central está ocupado por las virtudes.” Si la visión de MacIntyre es correcta, la moral ha alcanzado un punto crítico. Aunque el autor no crea en remedios generales a esta situación, plantea la necesidad de construir formas locales de comunidad donde la civilidad, la moral y la vida intelectual puede sostenerse. De esta manera, la tradición de la virtud podría sobrevivir a estos tiempos oscuros.