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ARTE Y VOLUNTAD EN

SCHOPENHAUER Y NIETZCHE

1. Introducción

El presente trabajo no tiene como propósito suponer un análisis genuino, crítico y


auténtico en torno a las figuras de Nietzsche y su maestro Schopenhauer. Más bien,
nuestro propósito es elaborar una exposición sucinta que aborde de manera breve los
contenidos estéticos de ambos autores, presentes fundamentalmente en El nacimiento de
la tragedia en el espíritu de la música y El mundo como voluntad y representación,
respectivamente, de tal forma que un lector culto pero no especialista en la materia pueda
entenderlo plenamente. Para tal tarea, primero detallaremos sintéticamente el
pensamiento schopenhaueriano y después el nietzscheano, de modo que a tal efecto se
pueda vislumbrar claramente las diferencias del discípulo respecto a su maestro, en torno
a las figuras del cuerpo y de la voluntad.

2. El pensamiento estético de Schopenhauer.

Para el conjunto de nuestro análisis es muy importante observar que el


fin de esta máxima producción poética es la representación del aspecto
terrible de la vida; que lo que aquí se nos exhibe es el indecible dolor,
las calamidades de la humanidad, el triunfo de la maldad, el sarcástico
dominio del azar y el irremediable fracaso de lo justo y lo inocente: pues
aquí se encuentra una importante advertencia sobre la índole del
mundo y la existencia. Es el conflicto de la voluntad consigo misma lo
que aquí, en el grado superior de su objetividad, se despliega de la forma
más plena y aparece de forma atroz. Tal conflicto se hace visible en el
sufrimiento de la humanidad: por un lado, a través del azar y el error,
que se presentan como señores del mundo y personificados bajo la forma
del destino en virtud de su perfidia, que llega a tener apariencia de
intencionalidad; por otro lado, el conflicto nace de la humanidad misma,
por los entrecruzados afanes de la voluntad de los individuos, por la
maldad y equivocación de la mayoría. Una y la misma voluntad es la
que en todos ellos vive y se manifiesta, pero sus fenómenos combaten
y se despedazan a sí mismos. En este individuo se presenta poderosa, en
aquel más débil, aquí está más o menos entrada en razón y suavizada por
la luz del conocimiento; hasta que finalmente, en algunos individuos, ese
conocimiento, purificado y elevado por el sufrimiento mismo, alcanza el
punto en que el fenómeno, el velo de Maya, ya no le engaña; el punto en
que la forma del fenómeno, el principium individuationis, queda
traspasado y con él se extingue el egoísmo en el que se basa; con lo que
los motivos, hasta entonces tan poderosos, pierden toda su fuerza dejando
lugar al completo conocimiento de la esencia del mundo que, actuando
como aquietador, provoca la resignación, la renuncia no simplemente
a la vida sino a toda la voluntad de vivir. Así en la tragedia vemos que
al final los personajes más nobles, tras larga lucha y sufrimiento,
renuncian para siempre a los fines que hasta entonces perseguían con
tanta vehemencia y a todos los placeres de la vida, o bien abandonan
libremente y contentos la vida misma.1

La vida, la existencia misma es percibida por Schopenhauer de manera angustiosa,


como algo azaroso, terrible y carente de sentido. Tal es así que niega la posibilidad de
que el mundo haya sido creado por Dios, y que de haber sido creado por algo, éste debe
de tratarse de un demonio2; es más, llega a afirmar que lo mejor que le podría haber
ocurrido al hombre es no haber nacido, pero que puesto que ya ha nacido, lo mejor que le
queda es morir. En El mundo como voluntad y representación, su obra magna,
Schopenhauer concibe el mundo como una ilusión, como la representación de un
principio absoluto y primario que se encuentra más allá de todo lo racional: la Voluntad.
Ésta es una y la misma en todos los individuos, en tanto que principio que conforma la
realidad, todo lo existente; las aparentes diferencias no son sino ilusiones, diferentes
grados de objetivación de la voluntad.

Para entender esta posición resulta conveniente atenernos a la distinción entre los
fenoménico y lo nouménico kantiano. Lo fenoménico no es sino el modo en que lo
nouménico se nos aparece, y lo único que podemos conocer, en cuanto que nuestro
conocimiento está mediado por las intuiciones puras del espacio y el tiempo, de las cuales
no podemos desligarnos, pero que, por otro lado, son las formas a priori de nuestra
sensibilidad gracias a las cuales podemos conocer. Lo nouménico, por otra parte, es lo

1
SCHOPENHAUER, Arthur: El mundo como voluntad y representación I; Ed.: TROTTA; traducción,
introducción y notas de Pilar López de Santa María; segunda edición; párrafo 298; págs. 308 y 309.
2
En un escrito autobiográfico de su juventud, a sus 17 años de edad, afirma lo siguiente: «Fui atenazado
por la miseria de la vida, como Buda lo había sido en su juventud cuando vio la enfermedad, la vejez, el
dolor y la muerte en todos los lados. La verdad es que este mundo no podría haber sido la obra de un Ser
de total amor, sino más bien la de un demonio, quien trajo criaturas a la existencia con el fin de deleitarse
con sus sentimientos». (ver vídeo “FILOSOFÍA – Schopenhauer” en The School of Life, incluido en la
bibliografía).
que Kant llama “cosa en sí”, lo cual nos resulta inaprehensible, en la medida en que no
podemos desprendernos de estas formas a priori de la sensibilidad, dado que son la
condición de posibilidad del conocimiento humano. En este sentido, lo fenoménico
kantiano, traducido al lenguaje schopenhaueriano, serían estos modos diferentes de
objetivación de la Voluntad, esto es, las diferentes manifestaciones o representaciones de
la Voluntad: «La solución dada por Schopenhauer al dualismo básico kantiano consistía
en interpretar la cosa en sí, o mundo noumenal, como la objetivación o expresión de esa
voluntad primaria»3. Es, por tanto, una y la misma la voluntad indivisa que está presente
en el número infinito de los seres espacio-temporales, como la esencia única que en ellos
se manifiesta; las aparentes diferencias (lo que hemos llamado “diferentes grados de
objetivación”) no son sino meras ilusiones, son diferentes, pero desde el punto de vista
de la representación de la voluntad: son diferencias simplemente aparentes, fenoménicas,
y no nouménicas, ya que en tanto que principio rector que impregna toda existencia, todo
se halla bajo la sotana de la Voluntad.

Todo lo que somos es cuerpo, «todo parte y todo acaba en el cuerpo», dice
Schopenhauer. Cuerpo y Voluntad son dos cosas aparentemente distintas, pero en
realidad son lo mismo, lo que cambia es el modo de percepción que tenemos del cuerpo:
como fenómeno, semejante al resto de cuerpos, o sea, fenómenos (o dicho de otra manera,
como representación u objetivación de la voluntad) y como “noúmeno”, o dicho por él:
«como representación intuitiva […] en la medida en que se me hace consciente de una
forma realmente distinta y no comparable con ninguna otra»4 (o sea, cuerpo como
voluntad, en tanto que todo es voluntad, pues como decíamos, la voluntad es una y la
misma en todos los seres; la intuición a la que llegamos por la vía de la introspección, por
la vía del entendimiento). Si lo anterior no ha quedado bien comprendido, quizá se
esclarezca mejor con los dos siguientes párrafos extraídos de La estética como ideología,
de Terry Eagleton y de Historia de la estética, de Sergio Givone, respectivamente:

Para Schopenhauer, es en el cuerpo, sobre todo, donde se encarnan los


imposibles dilemas de la existencia: es en el cuerpo en donde nos vemos
más intensamente interpelados por el choque entre esos dos mundos
completamente incompatibles en los que vivimos a la vez [el mundo como
voluntad y el mundo como representación u objetivación de la

3
Monroe C. BEARDSLEY, John HOSPERS: Estética. Historia y fundamentos; Ediciones Cátedra, S. A.;
Madrid; traducción de Román de la calle; Cuarta edición; pág. 68.
4
SCHOPENHAUER, Arthur: El mundo como voluntad y representación I; Ed.: TROTTA; traducción,
introducción y notas de Pilar López de Santa María; segunda edición; párrafo 123; pág. 155.
voluntad]. Así, reescribiendo el célebre dualismo kantiano, el cuerpo que
vivimos íntimamente es la voluntad, mientras que el cuerpo como objeto,
entre otros, es la representación. El sujeto humano, por ello, vive una
especial doble relación con su propio cuerpo, a la vez noúmeno y
fenómeno; la carne es la sombría frontera en la que la voluntad y la
representación, el dentro y el afuera, se unen de manera misteriosa e
impensable, lo que convierte a los seres humanos en una especie de enigma
filosófico andante. Existe un abismo infranqueable entre nuestra presencia
inmediata de nosotros mismos y nuestro conocimiento representativo
indirecto de todo lo demás.5

El hecho de que la voluntad sea el principio en el que subyace en todas sus


formas la existencia deriva de un tipo especial de conciencia: la que tiene
su órgano en el cuerpo, en el sentimiento que cada ser vivo (y que en el
hombre alcanza a la conciencia) tiene de la propia voluntad de vivir.
La voluntad es una, pero es una para cada individuo, es decir, es siempre
idéntica a sí misma como un querer cuyos contenidos son indiferentes o
presupuestos, y, por tanto, produce lucha, conflicto, agresividad sin causa
que sólo quiere afirmarse a sí misma. Es a partir del mundo no como
voluntad, sino como representación, es decir, no como es en sí, sino como
aparece en el hombre a través de las formas a priori de la experiencia: el
espacio, el tiempo y la causalidad (el principio de individuación), como el
hombre cree encontrar un fundamento o, al menos, un retículo de leyes
constantes en eso que, en realidad, es perfectamente irracional.6
[Schopenhauer admite que ese principio nuclear al que llama voluntad es
irracional, en el sentido de que es absurdo, carente de cualquier tipo de
motivación racional; como reza la cita que escogimos al comienzo de esta
exposición: el azar y el error «se presentan como señores del mundo y
personificados bajo la forma del destino en virtud de su perfidia, que llega
a tener apariencia de intencionalidad»].

Por tanto, Schopenhauer niega realidad ontológica a la individualidad. La


individualidad, esto es, las aparentes diferencias (diferencias fenoménicas) no son
diferentes, sino simplemente desde el punto de vista de la representación, de la
objetivación de la voluntad, que es la forma en la que se representa la cosa en sí, y no
desde la voluntad en sí misma, que como dijimos, es una y la misma en todos los
individuos. El espacio y el tiempo (es decir, estas formas a priori de la sensibilidad según
Kant) son las que constituyen el principio de individuación: «una cosa es un individuo y
no otro por estar en este punto del espacio y en este punto del tiempo. Es gracias a estas

5
EAGLETON, Terry: La Estética como ideología. Ed. Trotta; Presentación por Ramón del Castillo Santos
y Jorge Cano Cuenca; traducción de Germán Cano y Jorge Cano Cuenca; Madrid; pág. 236.
6
GIVONE, Sergio: Historia de la estética. Ed. Tecnos; Apéndices de Maurizio Ferraris y Fernando Castro
Flórez; traducción de Mar García Lozano; segunda edición; Madrid; pág. 92.
formas de la representación que la voluntad, que es una y única, aparece como plural y
múltiple. Pero la cosa en sí, como se sustrae a las formas del espacio y el tiempo, también
se sustrae a la individuación y la pluralidad»7.

Podríamos decir, entonces, que el cuerpo es el medio de transmisión (o de


recepción, más bien) de los achaques de la vida. Es el cuerpo el que padece los síntomas
desagradables de la existencia, las alteraciones, las indisposiciones crueles y terribles de
la propia existencia; la enfermedad del mundo, en definitiva. El conocimiento del mundo,
representado como objetivación de la voluntad, «está mediado por un cuerpo cuyas
afecciones […], constituyen para el entendimiento el punto de partida de aquel mundo»8.
El sujeto cognoscente conoce el mundo que se le presenta como representación
individualizada, en la medida en que como cuerpo, esto es, como individuo, está enraizado
a aquel mundo que se presenta como representación de la voluntad. Por tanto él mismo
es cuerpo como representación de la voluntad y a la vez como voluntad (que es
representada).

Así pues, una y la misma voluntad es la que se encuentra presente en todos los seres
fenoménicos como la esencia misma que en ellos se manifiesta. La encontramos
objetivada en cada ser, camuflada bajo el signo de diferentes representaciones, como una
fuerza, como un impulso infinito e inconsciente que nos empuja hacia adelante, con
objetivo de mantenernos vivos, de aferrarnos a nuestra existencia. Habíamos dicho que la
vida, según Schopenhauer, se nos manifiesta a través de un aspecto terrible. La vida es
dolor, sufrimiento, error: un auténtico valle de lágrimas. Es por eso que para paliar el
agosto de una existencia terriblemente angustiosa e impiadosa, anida en todo ser vivo, en
sus diferentes grados siendo el del hombre el más elevado, un principio reactor cuyo fin
es la supervivencia de la especie y al que Schopenhauer llama Wille Zum Leden o
Voluntad de vivir, en español. Sucede entonces que la voluntad es un principio
determinante ante la cual no se puede hacer nada y que en tanto que se haya impreso en
todo ser vivo, nos topamos con ella en todos los momentos de nuestra existencia. Y dado
que la vida es un constante estar sometido a los azares irracionales de la voluntad, de la
cual no podemos desligarnos, en tanto que forma parte de nosotros, en tanto que

7
Consultar siguiente vídeo (Minutos 6:42 – 7:03), link incluido en la bibliografía. ADICTOS A LA
FILOSOFÍA: Arthur Schopenhauer. El mundo como voluntad y representación (Aprende fácil)
8
SCHOPENHAUER, Arthur: El mundo como voluntad y representación I; Ed.: TROTTA; traducción,
introducción y notas de Pilar López de Santa María; segunda edición; párrafo 119; pág. 151.
individuos, en tanto que cuerpos, la vida del hombre es sufrimiento, ya que nuestros
deseos siempre se encuentran condicionados por esa voluntad. E igualmente, puesto que
todo deseo se funda en una carencia, «todo deseo es sufrimiento: “Todo querer tiene su
fuente en una carencia, y por tanto en el sufrimiento”. Hendida por la voluntad, la raza
humana está plegada sobre una ausencia central, del mismo modo que un hombre se dobla
por el dolor causado por una úlcera».9 Pero es que, además, el hombre, por su propia
naturaleza, no puede dejar de desear; como diría Descartes (aunque no Schopenhauer,
puesto que se le considera ateo) el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, pues
si bien no puede crear todo lo que es capaz de desear, sí que no puede dejar desear (su
voluntad, desde el punto de vista del deseo, de su capacidad de desear, no es finita sino
infinita, más desde el punto de vista de su capacidad creadora sí que es finita, dado que
el hombre no es omnipotente, no puede crear todo lo que desea). En estos términos lo
refiere Schopenhauer:

Todo querer nace de la necesidad, o sea, de la carencia, es decir, del sufrimiento.


La satisfacción pone fin a éste; pero frente a un deseo que se satisface quedan al
menos diez incumplidos: además, el deseo dura mucho, las exigencias llegan al
infinito; la satisfacción es breve y se escatima. E incluso la satisfacción finita es
solo aparente: el deseo satisfecho deja enseguida lugar a otro: aquel es un error
conocido, este aún uno desconocido. Ningún objeto del querer que se consiga
puede procurar una satisfacción duradera y que no ceda, sino que se asemeja a la
limosna que se echa al mendigo y le permite ir tirando hoy para prorrogar su
tormento mañana.10

Lo “bueno” es que existe en el hombre una forma de hacer la vida más llevadera
para sufrir lo menos posible: aquí entra en juego el ámbito de las representaciones. El
hombre crea representaciones para intentar suavizar la determinación de la naturaleza
sobre él. Por medio de estas representaciones se intenta disimular lo terrible, caótico y
azaroso de la vida. No obstante, estas no son más que meras ilusiones, meros espejismos
detrás de los cuales se oculta la voluntad, la cosa en sí. Haciendo uso de la terminología
budista, lama a estas ilusiones el Velo de Maya, que nos suspende momentáneamente de
la verdad del mundo (como voluntad). Así, por ejemplo, detrás del velo que supone
perseguir una vida plena y feliz, se oculta, a la sombra, ese principio reactor al que
denominamos voluntad de vivir, cuyo objetivo, no es sino paliar el sufrimiento que

9
EAGLETON, Terry: La Estética como ideología. Ed. Trotta; Presentación por Ramón del Castillo Santos
y Jorge Cano Cuenca; traducción de Germán Cano y Jorge Cano Cuenca; Madrid; pág. 227.
10
SCHOPENHAUER, Arthur: El mundo como voluntad y representación I; Ed.: TROTTA; traducción,
introducción y notas de Pilar López de Santa María; segunda edición; párrafo 231; pág. 250.
supone una vida angustiosa; hacerla, como dijimos, llevadera. Asimismo dice que tras el
velo de aquello a lo que denominamos amor, y a lo cual le prestamos tanta atención, no
se oculta sino el puro instinto animal de procreación, de perpetuación de la especie: «Los
seres humanos, por sí mismos, no son sino materializaciones andantes de los instintos
copulatorios de sus progenitores»11.

Llegados a este punto cabe preguntarse si existe alguna manera de aliviarnos, al


menos momentáneamente, de esta urgencia insaciable que constituye la esencia misma
de nuestra propia existencia. A ello responde afirmativamente, afirmando que existen dos
vías, si bien la primera de ellas solo es accesible para unos pocos hombres privilegiados
en esta tierra, por lo que no conviene prestarla mucha atención. La primera es la senda
del sabio (en el sentido de monje budista) que adopta una posición contemplativa para
ascender al Nirvana a través de la Iluminación: aquel que se entrega a esta vida
contemplativa consigue entregarse plenamente a la voluntad, contemplándola y
comprendiéndola en todo su esplendor.

No obstante, como decimos, al anterior solo es posible para unos pocos en el


mundo; es por ello que Schopenhauer propone otra vía de desarraigamiento momentáneo
de la voluntad de vivir. Esta es la vía de la experiencia estética o el arte: aunque simple y
fugaz, el arte nos proporciona un consuelo ante tanto sufrimiento, mitiga los achaques de
la voluntad. Cuando nos “embriagamos” de la experiencia estética, olvidamos por un
momento el peso de nuestra existencia, nos abstraemos de este animal enfermo que al fin
y al cabo es la voluntad. Nos lleva a una suspensión del juicio que nos desconecta
momentáneamente de la voluntad. Por un instante alcanzamos ese Nirvana que supone
un espacio de neutralidad en donde la fuerza de la voluntad queda neutralizada por
completo. De entre todas las artes, afirma Schopenhauer, es el desinterés estético que
encontramos en la música el que nos aporta el mayor grado de desconexión con la
voluntad. Al no ser intuida bajo las intuiciones puras del espacio y la causalidad, se
revuelve como la más apta para contrarrestar las aflicciones de la voluntad. Por medio de
ella entramos en un contacto directo con la voluntad, se da una experiencia inmediata de
la voluntad.

Tendría que añadir algunas observaciones sobre el modo en que la música es


percibida: única y exclusivamente en el tiempo, con total exclusión del espacio

11
EAGLETON, Terry: La Estética como ideología. Ed. Trotta; Presentación por Ramón del Castillo Santos
y Jorge Cano Cuenca; traducción de Germán Cano y Jorge Cano Cuenca; Madrid; pág. 227.
y sin influjo del conocimiento de la causalidad, esto es, del entendimiento: pues
las notas producen como efecto la impresión estética sin que nos remitamos a la
causa, como ocurre en la intuición. […] Tenemos que ver el arte como la
máxima elevación, el más perfecto desarrollo de todo eso; porque produce lo
mismo que el mundo visible, solo que más concentrado, más perfecto y con
intención y discernimiento, por lo que podemos llamarlo la flor de la vida en el
pleno sentido de la palabra. Si todo el mundo como representación no es más
que la visibilidad de la voluntad, el arte es la explicitación de esa visibilidad,
la camera obscura que muestra los objetos en su pureza y permite abarcados y
reunirlos mejor, el teatro en el teatro, la escena en la escena, como en Hamlet.

El placer de todo lo bello, el consuelo que procura el arte, el entusiasmo del artista
que le hace olvidar las fatigas de la vida, ese privilegio que tiene el genio sobre
los demás y que le compensa del sufrimiento -incrementado en él en proporción
a la claridad de la conciencia- y de la soledad que sufre en medio de una especie
heterogénea, todo eso se debe a que […], el en sí de la vida, la voluntad, la
existencia misma es un continuo sufrimiento tan lamentable como terrible; pero
eso mismo, solo en cuanto representación, intuido de forma pura o
reproducido por el arte, se halla libre de tormentos y ofrece un importante
espectáculo. Este aspecto puramente cognoscible del mundo y su reproducción
en cualquier arte constituye el elemento del artista. A él le fascina contemplar el
espectáculo de la objetivación de la voluntad: se queda parado en él, no se cansa
de contemplarlo y de reproducirlo en su representación, y entretanto él mismo
corre con los costes de la representación de aquel espectáculo, es decir, él mismo
es la voluntad que así se objetiva y permanece en continuo sufrimiento. Aquel
conocimiento puro, profundo y verdadero de la esencia del mundo se convierte
para él en un fin en sí mismo, y en él se queda. Por eso tal conocimiento no se
convierte para él en un aquietador de la voluntad […]; no le redime de la vida
para siempre sino solo por un instante, y para él no constituye todavía el camino
para salir de ella sino un consuelo pasajero en ella; hasta que su fuerza así
incrementada, cansada finalmente del juego, se aferra a la seriedad.12

3. El pensamiento estético de Nietzsche

En El nacimiento de la tragedia, lo trágico aparece como el resultado de dos


impulsos estéticos fundamentales: por un lado, el espíritu dionisiaco que impulsa al
hombre a una identificación con su naturaleza originaria, y que consiste en una gozosa
aceptación de la existencia; por otro, el espíritu apolíneo que se traduce en una necesidad
de orden y proporción. «En el pensamiento nietzscheano posterior sobre el arte, es el
primer espíritu el que predomina; insiste, por ejemplo, oponiéndose a Schopenhauer, en
que la tragedia tiene por objeto no inculcar resignación o una negación budista de la vida,

12
SCHOPENHAUER, Arthur: El mundo como voluntad y representación I; Ed.: TROTTA; traducción,
introducción y notas de Pilar López de Santa María; segunda edición; párrafos 315 y 316; págs. 323 y 324.
poniendo de manifiesto la inevitabilidad del sufrimiento, sino afirmar la vida misma en
todas sus aflicciones, expresar la superabundancia de voluntad de poder del artista. El
arte, dice, es un “tónico”, un gran “sí” a la vida». 13 Lo apolíneo representa lo que él
considera se ha vinculado a “lo bello”, “lo bueno”, “lo perfecto” o “lo virtuoso”, que ha
sido impregnado por toda la moralina socrática y ha seguido siendo asfixiada por “lo
bueno” y “la verdad” del cristianismo, en lo que considera, se traduce, en una condena
del cuerpo y de lo que de él se desprende: las pasiones, los apetitos, los deseos, etc.
“Bueno” y “Malo”, “Bello” y “Feo”, son aquello que acrecienta o merma la vida como
voluntad de poder, considera el alemán. Vivir consiste en afirmar la vida, en autopotenciar
la propia vida. No se trata de buscar algo bueno en lo malo sino de aceptarlo como parte
del transcurso propio de nuestra existencia. Hay que hacer de nuestra vida una obra de
arte, dice Nietzsche: todos somos artistas de nuestras vidas, tenemos que buscar aquello
que es bueno para la vida como voluntad de poder, del mismo modo que el artista debe
de buscar lo que es bueno para su obra de arte; se trata de perfeccionarnos a nosotros
mismos como artistas, de la misma forma que el artista trata de perfeccionar su obra.

Por consiguiente, el elemento trágico (de la vida) ya no aparece en Nietzsche como


en Schopenhauer, para quien los héroes acaban descubriéndose el Velo de Maya y
renunciando a sus propósitos y a esos fines, que antes, cuando andaban velados,
perseguían con franca y absoluta vehemencia. En este punto, dan cuenta del absurdo del
viaje, del sinsentido de la vida y de todo el vano dolor y sufrimiento que les han ido
acompañando, y abandonan la tarea, o bien, incluso, se despiden de la propia vida. Al
contrario, conforme a la perspectiva nietzscheana se trataría de integrar también todas
aquellas aflicciones en el conjunto, en ese todo que configura la propia existencia: somos
todo lo que hemos vivido hasta al momento, lo bueno y lo malo que hemos vivido
configura nuestro carácter y nuestra personalidad; el “yo aquí y ahora” es fruto de todo lo
vivido. Se trataría de hacer uso de todo aquello para continuar perfeccionándonos a
nosotros mismos, y no de resignarnos a que la vida es puro dolor y sufrimiento y que para
paliar toda esta angustia y desconsuelo solo nos queda sumergirnos en un Nirvana, que
al fin de cuentas no dejar de ser un “estar muerto en vida”, entregarse a un sueño eterno,
desconectarse por completo de la realidad. Frente al desconsuelo, el consuelo ha de
buscarse en el trabajo con uno y sobre uno mismo.

13
Monroe C. BEARDSLEY, John HOSPERS: Estética. Historia y fundamentos; Ediciones Cátedra, S. A.;
Madrid; traducción de Román de la calle; Cuarta edición; pág. 69.
Aunque un tanto escabroso, creemos que Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista
de El Perfume de Patrick Süskind, representa a la perfección este espíritu de lo dionisiaco,
y la voluntad de poder nietzscheana; la aceptación de todo aquello que sirva para
acrecentar la vida. Del mismo modo, la ausencia del desprecio al cuerpo, por más feo,
horrible y desagradable que sea. Y eso que fue bastante horrendo, por cierto, no sólo
desde su nacimiento, sino debido también a los achaques de la viruela; no en vano es algo
que se encarga de señalar el autor en todo momento. Aunque si algo merece la pena
destacar de él, es esa voluntad innata de aferrarse a la vida, esa capacidad de sobreponerse
a sus ataques. Un ser al que le acompaña a cada paso la muerte, un ser cuyo grito (y llanto)
de voluntad le sirvió ya para garantizar la propia vida y acrecentarla al momento de su
alumbramiento, gracias a lo cual logró ser salvado de que su madre le asesinara así como
hizo con sus otros hermanos. Esa pequeña, fea y solitaria garrapata «que se encoge y
acurruca en el árbol, ciega, sorda y muda, y sólo husmea, husmea durante años y a
kilómetros de distancia la sangre de los animales errantes, que ella nunca podrá alcanzar
con sus propias fuerzas. […] que podría dejarse caer al suelo del bosque, arrastrarse unos
milímetros con sus patitas minúsculas y dejarse morir bajo las hojas, lo cual Dios sabe no
sería ninguna lástima. Pero la garrapata, terca, obstinada y repugnante, permanece
acurrucada, vive y espera. Espera hasta que la casualidad más improbable le lleve la
sangre en forma de un animal directamente bajo su árbol, sólo entonces abandona su
posición, se deja caer y se clava, perfora y muerde la sangre ajena…»14. Esa garrapata
capaz de extraer hasta los más ínfimos y delicados aromas de cualquier perfume, capaz
de distinguir la materia viva e inerte oculta bajo cualquier fragancia, de separar y juntar
los más sutiles efluvios y aromas, y de embriagar y llevar al éxtasis a todos los que le
rodean, haciéndoles olvidar todo por unos instantes, convirtiéndose en su propio Dios,
infundiendo el más dulce amor sólo con su propia esencia. Un hombre, que digo, una
garrapata convertida en Dios y finalmente ahogada y devorada en su propio aroma.

Sirvan las siguientes líneas para ejemplificar ese espíritu de lo dionisiaco, inspirada
en aquella religiosidad de tipo orgiástica que tiene su origen en Asia. Igualmente, el
Übermensch nietzscheano que es capaz de generar su propio sistema de valores,
identificando como bueno todo lo procedente de su genuina voluntad de poder, todo lo
que esté al servicio de la vida para acrecentarla:

14
SÜSKIND, Patrick: El Perfume. Círculo de Lectores, S.A. trad. Pilar Giralt, pág. 25
La consecuencia fue que la inminente ejecución de uno de los criminales más
aborrecibles de su época se transformó en la mayor bacanal conocida en el mundo
después del siglo segundo antes de la era cristiana: mujeres recatadas se rasgaban
la blusa, descubrían sus pechos con gritos histéricos y se revolcaban en el suelo
con las faldas arremangadas. Los hombres iban dando tropiezos, con los ojos
desvariados, por el campo de carne ofrecida lascivamente, se sacaban de los
pantalones con dedos temblorosos los miembros rígidos como una helada invisible;
caían, gimiendo, en cualquier parte y copulaban en las posiciones y con las parejas
más inverosímiles, anciano con doncella, jornalero con esposa de abogado,
aprendiz con monja, jesuita con masona, todos revueltos y tal como venía. El aire
estaba lleno del olor dulzón del sudor voluptuoso y resonaba con los gritos,
gruñidos y gemidos de diez mil animales humanos. Era infernal.

Grenouille permanecía inmóvil y sonreía, y su sonrisa, para aquellos que la veían,


era la más inocente, cariñosa, encantadora y a la vez seductora del mundo. Sin
embargo, no era en realidad una sonrisa, sino una mueca horrible y cínica que torcía
sus labios y reflejaba todo su triunfo y todo su desprecio. Él, Jean-Baptiste
Grenouille, nacido sin olor en el lugar más nauseabundo de la tierra, en medio de
basura, excrementos y putrefacción, criado sin amor, sobreviviendo sin el calor del
alma humana y sólo por obstinación y la fuerza de la repugnancia, bajo, encorvado,
cojo, feo, despreciado, un monstruo por dentro y por fuera… había conseguido ser
estimado por el mundo. ¿Cómo, estimado? ¡Amado! ¡Venerado! ¡Idolatrado!
Había llevado a cabo la proeza de Prometeo. A fuerza de porfiar y con un
refinamiento infinito, había conquistado la chispa divina que los demás recibían
gratis en la cuna y que sólo a él le había sido negada. ¡Más aún! La había prendido
él mismo, sin ayuda, en su interior. Era aún más grande que Prometeo. Se había
creado un aura propia, más deslumbrante y más efectiva que la poseída por
cualquier otro hombre. Y no la debía a nadie —ni a un padre, ni a una madre y
todavía menos a un Dios misericordioso—, sino sólo a sí mismo. De hecho, era su
propio Dios y un Dios mucho más magnífico que aquel Dios que apestaba a
incienso y se alojaba en las iglesias. Ante él estaba postrado un obispo auténtico
que gimoteaba de placer. Los ricos y poderosos, los altivos caballeros y damas le
admiraban boquiabiertos mientras el pueblo, entre el que se encontraban padre,
madre, hermanos y hermanas de sus víctimas, hacían corro para venerarle y
celebraban orgías en su nombre. A una señal suya, todos renegarían de su Dios y
le adorarían a él, el Gran Grenouille.15

BIBLIOGRAFÍA

15
SÜSKIND, Patrick: El Perfume. Círculo de Lectores, S.A. trad. Pilar Giralt, pág. 237.
SCHOPENHAUER, Arthur: El mundo como voluntad y representación I; Ed.: TROTTA;
traducción, introducción y notas de Pilar López de Santa María; segunda edición.

Monroe C. BEARDSLEY, John HOSPERS: Estética. Historia y fundamentos; Ediciones


Cátedra, S. A.; Madrid; traducción de Román de la calle; Cuarta edición.

EAGLETON, Terry: La Estética como ideología. Ed. Trotta; Presentación por Ramón del
Castillo Santos y Jorge Cano Cuenca; traducción de Germán Cano y Jorge Cano Cuenca;
Madrid.

GIVONE, Sergio: Historia de la estética. Ed. Tecnos; Apéndices de Maurizio Ferraris y


Fernando Castro Flórez; traducción de Mar García Lozano; segunda edición; Madrid.

ADICTOS A LA FILOSOFÍA: Arthur Schopenhauer. El mundo como voluntad y


representación (Aprende fácil)  https://youtu.be/zLvGW_vMzxQ

THE SCHOOL OF LIFE: “FILOSOFÍA – Schopenhauer” 


https://youtu.be/q0zmfNx7OM4

PATRICK SÜSKIND: El Perfume. Círculo de Lectores, S.A. trad. Pilar Giralt

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