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LA INTEGRACIÓN DEL TERRITORIO EN UNA IDEA DE

ESTADO

La identidad y el pensamiento sobre el territorio

El título “La integración del territorio en una idea de Estado” es, en realidad en su origen,
una excusa para iniciar la reflexión sobre un tema que nos preocupaba más y que nos
afectaba personalmente: la ubicación en un mundo cambiante, dinámico, de territorios y
de Estados asociados a ellos, sin los cuales, aparentemente, no podíamos entender el
mundo en el que vivíamos y en el que debíamos estar situados y convenientemente
identificados. Y es que el principio de identidad (una cosa es igual a sí misma) aplicado
a lo nacional parece, sin embargo, un despropósito; un determinismo, al fin y al cabo,
un principio de causación del que las ciencias sociales parecen querer alejarse en
búsqueda de su polo opuesto. El refranero popular castellano está lleno de sentencias que
tanto refrendan la raíz común (el clásico “de tal palo tal astilla”) como las necesarias
divergencias que la astilla puede y debe tener con respecto al palo: siempre existe el
“garbanzo” o la “oveja negra” en la familia. En un mundo de “metageografías” es la
identidad el que con mayor rudeza nos asediaba. Somos indefectiblemente, de un lugar,
como asevera Sergio Boisier, o necesitamos de un territorio al que anclarnos, según
Haesbaert, muy a pesar de la globalización. Ser de un lugar nos llevaría a reflexionar
sobre el “ser” del lugar, lo cual nos conduciría por vericuetos que distan del propósito de
esta comunicación.

Con ese enunciado, “la integración del territorio en una idea de Estado”, dábamos por
supuesto, al menos, dos cosas. La primera de ellas es que entre el Estado y el territorio
hay una relación intrínseca, y que ambos son partes indisociables de un todo, si bien entre
ambos términos hay una relación desigual. No puede darse un Estado sin territorio –a
diferencia del concepto de Nación que, por su fuerte carácter como creencia, sus vínculos
son más sociales que territoriales—; mientras que el territorio, para ser tal, no necesita
propiamente del Estado. Requiere primero de un ejercicio de apropiación y, luego, de
poder (militar, jurídico-administrativo, político, ideológico, económico…) y ambos
pueden ser realizados por cualquier forma de organización humana, no necesariamente
estatal, que establezca su control, su jurisdicción sobre él. El Estado, en este sentido, es
una de las formas de organización humana con incidencia sobre el territorio, la más
compleja quizás, y la que ha sido reconocida como la que más eficazmente lleva a cabo
la gestión territorial[5].

La segunda, que no hay Estado –ni cualquier otra entidad territorial similar, reino,
imperio, o menor, llámese localidad, municipio, provincia, o región—, ni tan sólo
territorio, sin una población, el tercer componente, y factor, de cualquier entidad
territorial. No se trata de cualquier población, sino de una comunidad humana socialmente
constituida (una sociedad), que “decide” organizarse, en virtud de un supuesto libre
albedrío, de una voluntad general –en términos rousseaunianos—y crear una institución
jurídica para su buen gobierno. Así gobierno, población y territorio son una tríada
indisoluble que caracteriza toda forma de organización social y territorial: todo ente de
gobierno requiere un territorio y de una población que lo habite y extraiga sus recursos.
Cabe subrayar aquí la doble naturaleza del Estado. Por un lado, su vertiente social: son
los propios habitantes de un territorio dado los que conforman el Estado, y éste sólo existe
si tales pobladores asienten en constituirse como tal, en organización político-
administrativa. Decía Ortega y Gasset a colación de la obra de H. Spencer El individuo
contra el Estado, que “el individuo y el Estado no son más que dos órganos de un único
sistema, la sociedad”[6], y que es en ella en donde reside el poder público. Por otro, su
vertiente política y administrativa reflejada en un contrato en el que se estipulan derechos
y obligaciones de cada una de las partes[7]. En este sentido, el Estado es una forma más
de organización y de gobierno, que se ejerce sobre un territorio dado y sus habitantes.
Son tales pobladores quienes, de común acuerdo, ceden, por utilidad, en aras de la
búsqueda de un bien común, a esa forma de organización una parte de los derechos que
por naturaleza les corresponde –a la vida, la libertad, y la propiedad, en los términos de
John Locke.

La manera cómo se constituye esa entidad territorial de carácter político y administrativo,


que si de abajo hacia arriba –por deseo y voluntad social (voluntad general) de
convivencia previa a la configuración de una entidad gubernativa—, o de arriba para
abajo—por imposición de un grupo político, social, sobre el resto de los habitantes de un
territorio—es uno de los temas que está en el debate y forma parte de las teorías políticas
en torno al Estado.

En el origen de este proyecto que mencionaba, entre las formas estatales de organización
territorial que más nos preocupaban estaba la que dio lugar al nacimiento de lo que se
conoce como el Estado-nación o el Estado moderno, basado en los principios de
racionalidad y eficiencia de la acción estatal, el de libertad y en los “derechos naturales”,
tal como había sido propuesto por numerosos teóricos, desde Thomas Hobbes y el mismo
John Locke, en el siglo XVII, pasando por Edmund Burke, Jean-Jacques Rousseau,
Charles de Secondant –barón de Montesquieu—, Thomas Paine, Jeremy Bentham, entre
muchos otros.

El haber reparado en el Estado en vez de cualquier otra entidad no es baladí. En las raíces
de la constitución de entidades menores (comunidad, aldea, parroquia, localidad,
municipio) tropezamos con unas formas organizativas que en muchos casos tienen o
parecen tener un origen remoto, incluso mítico, surgido “des mains de Dieu”, como decía
Tocqueville, reflejo de un vínculo íntimo entre el ser humano y la tierra que habita, y
resultado de lo que Ruiz del Castillo caracterizaba como “núcleos trabados por la
convivencia vecinal, con una personalidad histórica, con tradiciones comunes y con una
vida proyectada sobre el plano de relaciones específicas”. Abordarlas conllevaba otro tipo
de proyecto, no menos ambicioso, que entrañaba otras dificultades y otros conocimientos,
pero sobre todo se alejaba de nuestra preocupación inicial que era la de explicarnos, desde
el territorio, el proceso de configuración de los Estados nacionales.

Del título

El término clave dentro del título es el de “integración”, en donde reside su fuerza real. Y
aunque el título sólo hace mención de una de las necesidades de ese integrar –la del
territorio en una idea de Estado—, en realidad hablamos de más cosas.
El diccionario de la Real Academia de la Lengua entiende por integrar “completar,
constituir, un todo” con las partes “que faltaban” o, por extensión, las que
presumiblemente forman parte del conjunto. Y es que es esta acción la primera que, se
esperaría, desarrollara todo gobernante y político partícipes de la fundación del Estado
moderno ¿Integrar qué y en qué?

Por un lado, en el proceso de configuración de un territorio en Estado la tarea primordial


que se va a tratar de asumir es que el conjunto de los elementos que lo conforman
(territorio, sociedad y gobierno) actúen a una sola voz, de forma que la maquinaria estatal,
o el organismo Estado, si es que también puede pensarse así, funcione sin rozamientos,
sin calenturas. Hay en el inicio del proceso una serie de ideas que detentan el grupo o
grupos dirigentes –una “minoría selecta”, o “individuos o grupos de individuos
especialmente cualificados”, en el lenguaje de Ortega— ya sea por razones de fuerza,
intelectuales o económicas, sobre lo que debe ser el Estado, que lo son también sobre el
territorio, la sociedad que lo habita y sobre la forma de gobierno que ha de aplicarse. Es
el primer sentido de “integración”.

A su vez, dos de los elementos citados (el territorio, la sociedad) deben estar conformados
de tal manera que no haya diferencias perceptibles en cada una de sus partes o, si las hay,
que no se manifiesten en el funcionamiento del conjunto. En este sentido, dos de los
principios que la teoría política del Estado de entonces había concebido como básicos
para su funcionamiento adquieren pleno sentido. Son los de libertad y equidad, bases de
todo el ordenamiento jurídico y económico del futuro Estado y que deben estar recogidos
en la Ley fundamental y en las que de ella se deriven. Tierras libres e iguales, en cada una
de las partes del territorio administrado; individuos libres e iguales en el marco de la
sociedad gobernada. El Estado y el buen gobierno son los garantes de que estas
condiciones se cumplan.

Pero ya puestos a que la máquina funcione de la forma más efectiva, también deben
considerarse a los productos de estos –las mercancías y las ideas, respectivamente—con
las mismas características de los que las originan. Así, las mercancías y las ideas, también
libres e iguales, como las tierras –el mercado de tierras—y las personas, tienen derecho a
trasegar por todo el territorio del Estado sin temor a ser interceptadas y alteradas. El buen
gobierno debe asegurar que estas condiciones también se den, pues cualquier interrupción
en su flujo puede generar rozamientos y manifestarse en forma de revueltas, mal
desarrollo de los individuos y las poblaciones, aumento de los precios, estancamiento de
las ideas, entre muchas otras. De esta manera, el Estado moderno tiene en la integración
la máxima que rige su buen hacer y debía extenderse a todo el ámbito del territorio y la
sociedad.

La integración afecta al menos a cinco aspectos, todos ellos interrelacionados, en los que
la acción del Estado debía hacerse efectiva: la integración territorial o geográfica (que
afecta a los recursos que el territorio puede proporcionar, a sus características físico-
naturales, y al control que las ciudades pueden ejercer sobre él); la integración social
(entre ellas, la necesidad de homogeneizar la formación de los individuos y sus creencias,
y reducir las diferencias que pudiese haber entre los grupos sociales); la integración
económica (por ejemplo, conformar un único sistema económico para el conjunto del
territorio del Estado; principio de equidad en las cargas fiscales); étnica y cultural (por
decir: homogeneizar las razas, las lenguas; hacer un país de productores y consumidores.

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