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En 1988, las religiosas Dominicas de Springfield que trabajan con los misioneros de la
Preciosa Sangre en el Perú recibieron una visita en su casa en La Oroya. El hombre dijo que
era miembro del Sendero Luminoso (una organización terrorista de inspiración Maoista que
intentaba derrocar al gobierno Peruano y destruir el sistema capitalista) y pidió algo para
comer. La exigencia del visitante colocó a la Hermana que abrió la puerta, en una dilema
seria. Si ella rechazaba la petición del hombre, arriesgó la represalia del grupo terrorista. Si
ella daba al Senderista algo de comer, y este hecho fuera conocido por las fuerzas armadas,
pueden haberla acusado de colaboración con el enemigo. Y puede ser que el hombre no era
realmente de los Senderistas; puede haber sido un soldado o un agente de la policía que
probaba la lealtad de las Hermanas. De cualquier modo, ella se ponía en peligro y también la
obra de su comunidad en esa área.
Las Hermanas resolvieron el dilema al dejarle saber que cualquiera persona que venía a su
puerta podría recibir un pan; ninguna pregunta podría hacerse.
La hospitalidad muchas veces nos impacta como una virtud muy sencilla y de sentido común.
Parece representar algo de una decencia básica que debemos a todos los seres humanos con
quienes nos encontramos. Y muchas culturas de este mundo encarnan algunas directrices
para el ofrecimiento de la hospitalidad, por lo menos para la mayoría de las visitas que
llegan a nuestra puerta. Entre los cristianos y especialmente entre las comunidades
religiosas, el mandato de recibir al huésped, al extraño y al pequeño como recibiríamos a
Cristo es de una importancia especial mientras intentamos evaluar la cualidad de nuestro
amor para con el prójimo. San Gaspar en sus cartas circulares destaca claramente el mandato
de la hospitalidad que incumba todas las casas de la Congregación.
¿Por qué se propone entonces la hospitalidad como una forma especial de testimonio, y como
algo que de una manera especial, saca fuerza de la espiritualidad de la Sangre de Cristo?
Para comprender esto, debemos comenzar con una mirada más cercana a la hospitalidad en
su ubicación más usual, y ver qué tipos de espiritualidad sostienen una auténtica hospitalidad
en esas circustancias.
Lo que resulta es todavía una existencia muy rígida en tales sociedades -- la preocupación
mostrada al huésped no conduce a esas formas de intimidad instantáneas que los
Norteamericanos a veces buscan crear y que confunden tanto a los huéspedes en
Norteamérica. El proceso entero de la hospitalidad está ligado a normas, pero normas que
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Para los cristianos, la motivación para entrar en actos de hospitalidad se extiende más allá de
las convenciones culturales. La propria invitación de Cristo a todos para que entren en el
Banquete del Reino de Dios se presenta como el prototipo para nuestro comportamiento. El
amor-sin-límites de Dios es el símbolo de lo que debe marcar la actitud cristiana para con
todos los que encontramos en el camino de la vida. Pero debemos recordar que Jesús no solo
ofreció hospitalidad a todo tipo de personas --a los cobradores de impuestos y a los
pecadores, a los pobres, al joven rico, a los inválidos, al extranjero -- sino que aceptó también
la hospitalidad de los demás. Aceptó un puesto en la mesa de los poderosos y aceptó a los
pequeños niños colocados en sus brazos. Debemos aprender, de la práctica de Jesús, tanto
cómo dar, cómo recibir hospitalidad.
Todo esto se dice para recordarnos que un significado de la hospitalidad en una comunidad
reunida bajo el signo de la Sangre de Cristo alcanza más allá de las convenciones de la
cultura en la cual se encuentra. Hay un sentimiento profundo que la hospitalidad es uno de
los modos más privilegiados en que Dios se manifiesta en nuestro mundo. Igual que la
Sangre de Cristo acercó a los que estaban lejos (Efesios 2,13) -- así eliminando su condición
de extraños -- así también, nuestro ministerio sigue manifestando ese acontecimiento
salvador de un Dios que ha venido a habitar entre nosotros llegando a ser verdaderamente
uno de nosotros; un Dios ya no extraño, sino semejante a nosotros en todo menos en el
pecado. Nuestro ministerio nos compromete a escuchar cuidadosamente todo lo que hay en
el corazón de los que se acercan a nosotros como huéspedes: sus sufrimientos, sus
esperanzas, sus penas y sus alegrías. Compartimos la hospitalidad que Dios ha extendido a
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nosotros en Jesús. De verdad, cuanto más reflexionamos sobre esto, cuanto más nos damos
cuenta que nuestra hospitalidad debe ser nada menos que una ventana transparente para el
huésped de la hospitalidad de Dios, una hospitalidad que transmitimos lo mejor que podamos
en nuestra manera frágil.
La Hospitalidad Misionera
La hospitalidad, por supuesto, puede ser abusada, como en el caso del sinvergüenza que
busca solamente los bienes del intercambio pero que no quiere entrar en la relación implicada
en ser invitado. El discernir abusos, sin embargo, no será nuestra preocupación aquí. (La
experiencia nos enseña que probablemente pecaremos menos por ser demasiado hospitalarios
que por ser menos.)
Cuando miramos la situación misionera, sin embargo, otro dinámica entra en juego en tratar
de vivir los dictados de la hospitalidad. Por "situación misionera" quiero decir "esas
situaciones en las que nosotros como ministros nos encontramos fuera de nuestros centros en
las periferias de nuestras sociedades, o en culturas diferentes a la nuestra (sea en nuestros
países de orígen o en otros). Nuestro ejercicio de la hospitalidad toma otra forma en esas
situaciones. En parte el ejercicio de la hospitalidad consiste en asumir el rol del anfitrión.
Cuando nos encontramos en una tierra extranjera o en una cultura diferente, nosotros también
somos huéspedes, y el ofrecimiento de reposo, alimento y protección toman una forma
diferente.
Si nosotros, provenientes de una cultura más poderosa o rica, nos encontramos en una nueva
situación, debemos tomar conciencia de que las relaciones normales de hospitalidad serán
invertidas. Nuestro ofrecimiento de hospitalidad, mientras sinceramente intencionado, puede
ser entendido como una invasión o como un acto de colonización o de dominio por los
miembros de una cultura local. Nuestros regalos no serán entendidos como símbolos de una
relación de anfitrión y huésped, sino más bien en un sin-número de otras maneras: como una
riqueza que estamos obligados a compartir, pero que no implica ninguna obligación de parte
del recipiente; como un medio de humillación de nuestros huéspedes dado que ellos no
pueden ofrecer reciprocidad; como un sustituto por la genuina donación de sí mismo. Si
nuestro estilo de vida en cuanto a lo económico está claramente por sobre el con quien
trabajamos, va a ser mucho más difícil (y aveces imposible) establecer relaciones de
mutualidad y de reciprocidad. Nuestros intentos de hospitalidad son entonces leídos como
caridad, como dominación, o aún como indeferencia (como en sociedades donde la riqueza es
una posesión comunal, y no algo acumulado por el individuo al costo de los demás). En
estos términos, lo que nosotros consideramos como hospitalidad pueda ser malentendida por
los con quienes trabajamos. Preguntas tienen que ser enfrentadas entonces sobre nuestro
estilo de vida en estas situaciones, y tenemos que darnos cuenta de lo que nuestras acciones
dicen a la cultura local. Un segundo juego de preguntas tiene que ver con nuestra capacidad
de recibir la hospitalidad en tales situaciones. De nuevo, el ejemplo de Jesús es lo más útil
aquí: no solo pudo él circular entre diversos círculos y clases, sino que actuó de tal manera
que los pobres se sintieron cómodos con él (aún cuando es más probable que él no provino de
las clases más pobres).
Es importante reflexionar sobre cómo nuestra riqueza y nuestra diferencia cultural tienen un
impacto en las relaciones de hospitalidad, porque cuando nos encontramos como misioneros
en situaciones de conflicto y de violencia, la hospitalidad puede ser lo único que tenemos
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para ofrecer. Nuestras conexiones con el poder, nuestro acceso con la tecnología, nuestra
mayor riqueza económica pueden ser más bien una carga (o sea, un detrimento) más que una
ventaja (un capital) de la cual podemos echar mano para mejorar la situación. En tales
situaciones si nos hemos verdaderamente vaciado a la manera de Jesús (Filipenses 2)
podemos convertirnos en una ventana trasparente del amor-sin-límites de Dios que alcanza
más allá del terror del momento. En tal transformación, los bienes que tenemos , pueden
ponerse al servicio de la comunidad local en la línea de una genuina hospitalidad. Al
adherirse estrechamente al sentido de hospitalidad de esa cultura nosotros podemos seguir
ayudanado a construir sobre esas relaciones (permitiendo a los extraños y alienados a
convertirse en invitados) lo que fortalecen los lazos de una comunidad en un momento
cuando violencia, conflicto y terror amenazan en derribarlos. Nuestra hospitalidad se
convierte en una fuerza humanizadora en un ambiente de deshumanización.
La Solidaridad
La solidaridad es una palabra muy utilizada en nuestro tiempo. Nos ayuda captar un
sentimiento que llena los corazones de los que luchan por la justicia. Anuncia la superación
de la fragmentación que puede surgir de la opresión y la fragmentación deliberada de los
padrones de comunidad por el terror, la violencia y el conflicto. Lleva consigo la conotación
del enlace de corazones y energías para efectuar las transformaciones que necesita una
sociedad sufriente.
Como todos los conceptos que conllevan tan complejo cargo de significados y sentimientos,
el término puede ser mal empleado o aún hecho insignificante. Puede aflorar en nuestros
labios con demasiado facilidad y no reflejar la situación que vivimos dentro de nuestros
corazones. Por esa razón, algunos han sugerido ultimamente que se debe hacer una
distinción entre el hecho de estar en alianza y el hecho de estar en solidaridad. Esta
sugerencia ha venido de mujeres de color que buscan su liberación.
Una alianza trata del caso en que yo puedo optar por asociarme con un grupo que es
oprimido con el propósito de participar en su liberación. Mi (o nuestra) opción es el hecho
que pone todo en moción. Esto supone que sin esta opción no estaría yo participando en la
experiencia de opresión de este grupo. Al hacer alianza con un grupo oprimido, echo mi
suerte con ellos y reniego cualquier privilegio que puede haber sido mío antes de la decisión.
Mi deseo de ceder mis privilegios es el punto de comienzo de una alianza que puede
desembocar en la solidaridad. La protección privilegiada que reciba un extranjero en una
situación de conflicto o de violencia -- la amenaza implicada de represalia por mi gobierno si
soy dañado o asesinado; la capacidad de mi grupo de poder de vengar cualquier acción
tomada en mi contra -- todo esto viene con el status de privilegio y puede ser renegado
solamente en parte por un individuo. El hecho que aquel individuo viene de un grupo
poderoso sigue proveyéndolo de un escudo de protección aún cuando el individuo desea
renegarlo. No somos átomos; siempre llevamos en nosotros una parte del todo más grande.
Esto muchas veces es difícil para entender para norteamericanos y europeas individualistas.
El movimiento desde la alianza a la solidaridad es algo que el misionero puede iniciar solo
parcialmente. El misionero puede declarar su disposición para entrar en solidaridad. Pero su
entrada actual es determinada por el grupo oprimido. Y una vez aceptado, el misionero debe
seguir las reglas de solidaridad que existen en el grupo. No estamos más por cuenta propia
en estas circunstancias.
muestran que estaba en tal posición que él pudo cruzar entre todas las clases, menos en la
más rica. (No encontramos ningún relato de su asociación con los Herodianos, la clase más
rica en Galilea). Jesús se hizo alianza con los pobres y los marginados y fue aceptado por
ellos. De esa manera podemos hablar de la solidaridad de Jesús con los pobres. Los pobres
se sintieron cómodos con Jesús aún cuando él provino de un ambiente diferente al suyo.
Nuestra tarea de misioneros es llegar a ser como Jesús.
Y aquel examen comienza con la formación misionera. La imagen del misionero como un
caballero solitario cabalgando a enfrentar la batalla, o del individuo recio que deja su casa y
su país es menos útil en un mundo interdependiente y ya fragmentado. Tal individualismo
muchas veces está envuelto en el poder superior de la cultura propria y está mucho menos
cerca a las realidades como podría parecer. Es entonces que debemos preguntarnos: ¿en qué
cosa nos apoyamos? ¿Tenemos la paciencia para esperar por una invitación? ¿Tenemos la
capacidad de aguante que un compromiso solidario implica? ¿Podemos ser fieles a la alianza
en las buenas y en las malas?
La actividad misionera durante los años venideros tendrá que apoyarse más que en el pasado
en la hospitalidad y la solidaridad. Conflictos realzados en regiones del mundo reclamará
por una espiritualidad diferente a la del individuo recio o de la figura heróica que sacrifica su
comforto y su casa por la causa del Evangelio. Será necesario un tipo diferente de ascetismo.
La espiritualidad de la sangre de Cristo provee recursos para enfrentar tal desafío.