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Los indígenas en la república peruana:

de la reclasificación social a la
descalificación política
Escrito por Marissa Bazán Díaz, Juan Archi Orihuela Revista Ideele
N°308. Enero – Febrero 2023.

“(…) cómo no se habla de indios de la costa, a pesar de que en esta región


existen pueblos como Moche en Trujillo, Catacaos en Piura, la caleta de los
pescadores de Santa Rosa, en Lambayeque, en los cuales casi todos los
moradores son racialmente indios: indios más puros que los de la mayoría de
las aldeas consideradas como típicamente indias de la sierra ¿Por qué no se
califica de indios a estos hombres de la costa?” (José María Arguedas).

En toda sociedad se tiende a clasificar a su población para mantener un


determinado orden social. Con el proceso de la conquista hispana, la
instauración del poder colonial catalogó a la población aborigen vencida
como indios o indígenas, contrapuestos a la población hispana en función
del criterio racial. Con la instauración de la república se volvió a clasificar
a la población subordinada. Por eso, la historia de la república del Perú
también es la de “la reclasificación social” en función de la constitución
del poder material de su sociedad; basada en la segregación del indígena,
su desvaloración social, la negación política de sus formas de organización
y la dominación cultural sobre su lengua y sus costumbres. En suma, esto
nos da cuenta del desarrollo de una “descalificación política”.

Incluso, la ideología a fines del siglo XIX, tras la derrota de la Guerra del
Pacífico, los concibió como un problema (“el problema del indio”) por
aquellos que no eran considerados como indígenas. Por otro lado, desde
el ámbito de la política se los percibió casi siempre de manera paternalista
y como sujetos manipulables. A su vez fueron utilizados como “chivos
expiatorios” de los hechos políticos que tuvieron tendencia a cuestionar el
orden social. De esta manera, se desplegó una serie de ideas, en diferentes
momentos históricos, con las que se los deshumanizó, motejó y anuló
como interlocutores válidos.

Los inicios de la reclasificación y descalificación


Durante el Virreinato del Perú, los indios fueron clasificados como seres
humanos, es decir, súbditos del rey, pero en calidad de menores de edad.
Tal idea se forjó desde una justificación religiosa. Los aborígenes no
contaban, supuestamente, con la verdadera fe, la cristiana, por lo que los
españoles serían los responsables de civilizarlos o cristianizarlos, para lo
cual aplicaron la extirpación de idolatrías que destrozó varias de sus

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costumbres y credos. Además, se les brindó instancias especiales como el
reconocimiento de los pueblos de indios (tierras de la comunidad),
protectores de sus derechos, las Leyes de Indias, el estatus especial a los
descendientes de los incas y la colocación de autoridades locales como los
caciques, entre otras obligaciones y derechos.

Ahora bien, la separación de España involucró el gran reto de cómo


abandonar esta estructura social tradicional que tanto había costado
instalar con la conquista o invasión hecha en el siglo XVI. El resultado
fueron las controversias respecto al nuevo proyecto que abría la
independencia. Así, algunos criollos, influyentes y participes de esta
guerra, propusieron que sean los nobles indígenas quienes representen al
naciente gobierno, una vez expulsados los chapetones. Los debates del Río
de La Plata, en 1816, lo demuestran (Nazareno, Eduardo. 2015. Pp. 4-26).
Frente a esta postura, otro sector de criollos, secundados por los mestizos,
resolvieron por continuar con las formas de dominación sobre el
indígena, a pesar del discurso igualitarista del liberalismo que pregonaron
para cuestionar el poder español.

En el Perú, tras la salida del general San Martín y la instalación del


Congreso Constituyente, se estableció una república de orden liberal
sobre las bases materiales de una sociedad que mantuvo las jerarquías
coloniales, siendo este el candado que cerró toda discusión sobre la idea
de volver al imperio de los incas.[1] Por consiguiente, en el orden
ideológico los criollos fueron percibidos como ciudadanos con iguales
derechos, mientras que los indios fueron descalificados como tal. Esta
dualidad sobre el orden social generó una serie de controversias sobre la
legitimidad del nuevo poder republicano.

La reclasificación social y descalificación política


durante el siglo XIX: el indio se hizo más indio
La dominación política colonial implicó la dominación racial, al ser el
criterio de demarcación entre quienes eran considerados como indios y
quienes no. Empero, con el mestizaje colonial y sus problemas de
clasificación por razas se inclinó la disyuntiva al factor étnico-cultural en
el que la hegemonía hispana europea demarcaba a los indios de los no
indios. Esta clasificación será más explícita con el reordenamiento del
poder republicano que posibilitó el paso gradual del criterio racial de
clasificación al criterio étnico-cultural y; sobre todo, se focalizará una
demarcación valorativa sobre el área andina, la cual será percibida en
adelante como contraria y distante a la costa. Asimismo, el significante
indio se circunscribirá al área andina y será concebido como opuesto a la
cultura occidental (Spalding, Karen. 1974. P.150).

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Si bien con esta nueva forma de gobierno los peruanos pasaban de ser
súbditos a ciudadanos, en el caso de los indios se hizo una reclasificación
que encondió muchas continuidades. El tributo indígena de la colonia
pasó a llamarse “contribución voluntaria” y la obligatoriedad de la mita (a
la cual llamaron “república”, significante que aún se mantiene en la sierra
norte), se mantuvieron bajo el discurso que era la demostración de los
indios del ser defensores de la república, haciéndolos “calificados”
(Manrique, Nelson. 2004. Pp. 17-26). También se mantuvo la
infantilización de los indios, pero con la destrucción de espacios e
instituciones que daban ciertos beneficios y capacidad de agencia a los
indígenas durante la colonia. En el Virreinato del Perú se podían realizar
reclamos en la Real Audiencia sobre la base de las Leyes de Indias y con la
ayuda del Protectorado de indios; tras su desintegración, estos no fueron
reemplazados por instituciones o una legalidad similar porque
jurídicamente todos “los peruanos” eran ciudadanos, es decir, iguales ante
la ley.

Además, como parte de una política liberal, tampoco se mantuvo el


reconocimiento de los títulos nobiliarios o la designación de caciques para
los indígenas. En su lugar se designó a los alcaldes de indios, quienes
tuvieron que lidiar con el poder de los hacendados, los curas, los
prefectos, subprefectos y gobernadores. Así, para la república todos los
no-criollos y andinos fueron percibidos como indios, limitándoles el
acceso a la justicia y al poder en igualdad de condiciones (Thurner, Mark.
2006. P. 41). Por otro lado, los indígenas fueron descalificados de los
derechos ciudadanos, a pesar de ser mayoría, por no contar con el acceso
a la educación pública, acentuando la percepción de que eran incapaces
de gobernarse por sí mismos.

Al respecto, cabe reparar en que cuando San Martín les dio la categoría de
“peruanos”, observó que uno de los óbices para reconocerlos como
ciudadanos era, precisamente, su ignorancia (Aljovín, 2000. Pp. 96-99).
Además, durante la guerra de independencia, Simón Bolívar denunció a la
elite cusqueña por el apoyo brindado a las fuerzas realistas, señalándola
como cómplice del dominio hispánico. Los primeros años de la república
decimonónica no tuvo como prioridad el fortalecer un sistema educativo
amplio y moderno que incluyera a los indígenas para lograr reclasificarlos
como ciudadanos en ejercicio; de hecho, esto tampoco fue una prioridad
durante la época del guano (Deustua, José. 2020. Pp. 175-192).

Para asegurar esta descalificación de los indígenas en el terreno electoral


se apostó por procesos de carácter indirecto. Con la ley electoral de 1895
se anuló prácticamente la participación política de los indios al exigir
como obligación el saber leer y escribir, haciéndose imposible su
reclasificación como ciudadanos a la usanza de los criollos. De esta
manera, los que tomaron el poder durante el siglo XIX fueron
principalmente los generales del ejército y los grandes terratenientes con

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rasgos caucásicos y/o mestizos, los cuales aseguraron su hegemonía
apelando a alternativas legales, discursivas y tradicionales (Thurner,
Mark. 2006. Pp. 38-40).

Al respecto, en Cajamarca de 1821, el coronel don Antonio Rodríguez de


Mendoza, luego de recibir la circular del intendente de Trujillo para que
jure la independencia, no invitó a las autoridades indígenas más
importantes, como a los alcaldes de Naturales y caciques de Huaranga,
como don Manuel Soto Astopilco y Anselmo Carguaguatay. A pesar de la
desconsideración, estos mandos asistieron a la ceremonia, acompañados
por un sequito de nobles indígenas. Aquí, el cacique Astopilco, propuso
que, al ser descendiente de Atahualpa, podría ser encargado de dirigir el
nuevo gobierno. Este gesto fue percibido como un atrevimiento, a lo que
el coronel respondió con la promesa de proponérselo a Torre Tagle.
Minutos después decidieron abandonar el lugar, siendo proclamada la
independencia solo por los criollos (Espinoza, Waldemar. 2009. Pp. 173-
176).

Testimonios como estos, dan cuenta de la existencia de una orientación


política de la elite andina a portas de la independencia (Peralta, Víctor.
2010. P. 293). Una evidencia del buscar reclasificarse acorde con los
nuevos tiempos políticos, lo cual resultó difícil. Más sencillo fue para los
mestizos, representados en los militares Gamarra y Santa Cruz, que
llegaron a ser jefes de Estado (Aljovín, Cristóbal. 2000. Pp. 30-128). Por
tanto, la sociedad peruana estuvo conducida por una minoría criolla que
ejerció su dominio sobre los estratos más bajos en el que se encontraban
los indios y los negros. Estos últimos, incluso, mantuvieron su condición
de esclavos hasta mediados del siglo XIX, cuando por fin el gobierno de
Ramón Castilla les dio la manumisión.

Ahora bien, durante la república, los criollos aceptaron la construcción de


una narrativa de valoración a los incas, como símbolos de poder de un
pasado idealizado, mientras que los indígenas fueron minimizados y
deformados: “Incas sí, indios no” (Méndez, Cecilia. 1992. Pp. 17-19;
2000). No obstante, una idea-fuerza que comenzó a circular durante la
segunda mitad del siglo XIX, fue “la desigualdad de las razas” propuesta
por el Conde de Gobineau (1816-1882), quien sostenía que las diferencias
se encuentran en la naturaleza y la desigualdad responde al hecho
biológico del hombre. Estas ideas, a decir de Manrique: “fueron
entusiastamente asumidas por las élites latinoamericanas. Este respaldo
dio a los prejuicios racistas la legitimidad de los hechos científicamente
comprobados” (2004. P. 19).

A esto se sumó la divulgación de los estudios del sociólogo Le Bon entre


los sectores “cultos” de la época. Incluso intelectuales liberales como
Francisco García Calderón, a principios del siglo XX, sostuvieron
“científicamente” que los indígenas eran una raza inferior, con lo cual se

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podía explicar la falta de desarrollo del país. Dicho razonamiento hace
comprender la “Ley de Inmigración de 1893”, la cual promovía la llegada
de población europea, con la finalidad de “mejorar la raza”. A su vez, se
postuló que la educación podría rescatar a los indígenas si estos
adoptaban la cultura occidental. Estas propuestas dejaban de lado
medidas de exterminio físico optando por el etnocidio cultural (Manrique,
Nelson. 2004. P. 20).

De esta manera, si bien, con la instauración de la república, el indígena


heredó parte de las relaciones del poder colonial, perdió varios derechos y
privilegios, no logrando reclasificarse con las ideas de un gobierno
supuestamente igualitario. Su falta de educación y la idea de ser una mala
raza los terminó por descalificar políticamente haciéndose más indios (es
decir, su condición de inferioridad creció) respecto a la colonia. El paso de
súbditos a ciudadanos se les fue negado.

La reclasificación social y descalificación política


durante el siglo XX: de indios a “terrucos”
Durante este siglo, la capacidad de agencia que ejercerá el indígena será
mayor respecto al anterior. A su vez, tuvieron mucha presión sobre su
fuerza de trabajo, sujeto a la tierra y al sistema de haciendas del área
andina. Asimismo, la clasificación social en la que se encontraba el
indígena o indio empezó a desclasificarse, debido a la constitución de la
ciudadanía y a los procesos de democratización que ampliaron el espacio
de disputa y la conquista de derechos civiles. Durante la primera mitad
del siglo XX, la proletarización y la aparición del movimiento obrero, la
rebeldía del pensamiento estudiantil tras la reforma universitaria de 1919,
la larga lucha del movimiento campesino por recuperar sus tierras del
latifundio y la necesidad de la vivienda tras el crecimiento urbano en las
principales ciudades del país —producto la migración del campo a la
ciudad—, generaron una serie de conquistas que puso en el debate
ideológico y político la relación entre etnia y clase.

El indigenismo pretendió darle un nuevo sentido al significante indio a


partir de la revaloración de su reproducción cultural andinista y su
recreación prehispánica. Mientras que el socialismo, en franca lid con el
aprismo, orientó el debate entre clase y nación. Para los primeros, el indio
llevaba el germen del espíritu colectivista de la tierra que permitiría que el
proyecto socialista se asiente; mientras que, para los segundos, la
constitución de la nación debía ser producto de la unidad de las clases en
función de nuestra historia nacional, sopesada e identificada como
amerindia. Así, el significante colonial y republicano de indio pretendió
referir a un sujeto político y cultural abstracto, mientras que las relaciones
sociales del referido indio formaban parte de un proceso de cambio
mayor.

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Frente a esto se intentó una nueva reclasificación a partir de la
constitución de la base material surgida en este nuevo siglo; a saber, la
barriada y el migrante, principalmente andino. El significante, también de
origen colonial, para referir aquel fenómeno fue en su momento el de
“cholo”. Incluso se ensayó y nominó aquel proceso de cambio como el
proceso de “cholificación” de la sociedad peruana (Quijano, Aníbal. 1980.
Pp. 80-104). Los hechos que generaron aquel proceso fue llamado
figurativamente como “desborde popular”, que comprendió la migración
del campo a la ciudad (fenómeno inherente al crecimiento de las todas las
ciudades en el mundo), la aparición de la barriada como parte del
crecimiento del casco urbano (significante que fue cambiando en función
de su valoración estética y política), el incremento de la economía
informal (la venta de mercancías en la vía pública sin regulación alguna) y
los mecanismos de marginación sociocultural como la discriminación
(Matos Mar, José. 1984. Pp. 65-100).

Durante la segunda mitad del siglo XX, tras una serie de disputas —entre
triunfos y fracasos— de los movimientos sociales anteriormente
mencionados, se generaron dos hechos que cambiaron la reclasificación
social de este nuevo período. En primer lugar, la reforma agraria
velasquista (1969), la cual desmontó el sistema de haciendas que
articulaba las relaciones de poder del gamonalismo y la reproducción
socioeconómica de las comunidades indígenas que gozaba de una base de
reproducción económica y productiva que ejecutaba mecanismos de
dominación y de explotación de la fuerza de trabajo del indígena, quien
fue visto como sujeto productivo del trabajo servil y como subalterno
racializado ((Valderrama, Mariano. 1976; Caballero, José María. 1981.
Pp.247-250). La carga semántica de valoración negativa que adquirió el
término “indio” o “indígena”, bajo este sistema de hacienda, no fue un
hecho anecdótico u esporádico, sino que se convirtió en el significante
ideológico del orden de la dominación de clase y etnia, sobre sobre todo
en la tradicional serrana.

La expropiación de las tierras de las exhaciendas y la entrega de estas a


sus trabajadores del campo permitió el tránsito del ser indígena al ser
campesino, lo cual no solo fue un cambio nominal, sino también material
y económica. El indio o indígena fue el sujeto servil de la hacienda,
mientras que el campesino fue el comunero de una determinada
comunidad o el socio de una determinada cooperativa agraria de
producción (Matos, José y Mejía, José. 1980. Pp.303-312). En la situación
previa a este cambio era el sujeto racializado por antonomasia y tratado
mecánicamente como un subalterno opuesto a la cultura letrada no-
andina (Fuenzalida 1970. p. 23). Esta condición del indio lo expuso al
desprecio y a la compasión, no solo del patrón de la hacienda, quien
frecuentemente le espetaba el poder que poseía hasta humillarlo, sino
también el de toda la sociedad en su conjunto.

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De esta manera, con la reforma agraria desaparecieron las relaciones
sociales que hacían posible la reclasificación social como “indio” en el área
andina. Por eso, este significante perdió gradualmente su carga semántica
que lo contraponía a un poder ya inexistente, el poder del gran latifundio.
En su lugar, la ampliación del significante “campesino” permitió la
autoafirmación del sujeto andino como parte de una clase productiva y
propietaria. Pero la tregua que alcanzó con la reforma le duró muy poco,
ya que una época sombría estaba por llegar.

Durante la década del ochenta estalló nuevamente la subversión en el


Perú. En los sesenta las guerrillas del ELN y el MIR[2] lograron ser
derrotadas, pero fueron el llamado de alerta para que se implemente
precisamente la reforma agraria antes mencionada (Ejército Peruano.
1996. Pp. 39-42). Así como la anterior, el brote subversivo de los ochenta
también contó con dos protagonistas, el PCP-SL y el MRTA[3], quienes se
disputaron la conquista del poder mediante la guerra no convencional o
“guerra moderna” (Trinquier, 1961. Pp.31-35). La respuesta
contrainsurgente que dieron las fuerzas armadas fue el acentuar el
significante del terrorismo sobre el fenómeno subversivo y sobre el sujeto
subversivo, todo esto como parte de operaciones psicológicas
contrasubversivas (Frade, Fernando. 1982. Pp. 156-174). Al respecto, en
su momento, Alberto Flores Galindo observó lo siguiente:

“La derecha y el gobierno no tuvieron mayores problemas de


interpretación: eran “terroristas”, una nueva especie desalmada que como
una plaga se difundía por el mundo, inspirados en ideologías “marxistas”
y “totalitarias”, dispuestos a imponerse por la vía del crimen y la muerte.
Este discurso ya estaba estructurado antes de que Sendero cometiera su
primera muerte” (2015: 340).

Y en efecto, en su momento, el significante de terrorista se les endilgó a


los militantes del MIR y el ELN que se levantaron en armas, así como
también ocurrió lo mismo con el APRA durante la década del 30. Aunque
en esta ocasión, como terrorista será motejado no solo el subversivo sino
también el sospechoso de serlo. Para esto hubo un perfil del posible sujeto
terrorista; a saber, un hombre andino, no-blanco, pobre, quechuahablante
o bilingüe y procedente de alguna comunidad campesina. Esta situación
no solo se dio en el área andina sino también en las principales ciudades
del país como Lima, la cual durante esa década recibió olas migratorias de
población aterrorizada que se sumaron a los migrantes de los años
cuarenta. En su momento, todos ellos fueron considerados sospechosos,
por lo que fueron blanco de operativos, rastrillajes, levas, acciones cívicas
y detenciones arbitrarias.

La posibilidad de ser terrorista asoció el criterio étnico del significante


indio, que la reforma agraria de 1969 no pudo eliminar, y a esto se le
sumó el de clase. La mayor carga represiva de las políticas

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contrasubversivas apuntó a desparecerlos de las barriadas, los
asentamientos humanos, la escuela pública, las organizaciones sociales de
base y de los distritos de mayor densidad migratoria del área andina,
como los distritos de Lima Este, Sur y Norte (Poole, Deborah y Rénique,
Gerardo. 2018. Pp.123-137). En este escenario, el racismo histórico se
adaptó para legitimar temores infundados sobre el cuestionamiento al
orden social establecido. El resultado fue que coloquialmente el terrorista
se reclasificó como “terruco” o “tuco”.

La carga semántica de aquellas nominaciones acentuaba la violencia


irracional del indio colonial y republicano; un sujeto reactivo, irracional y
resentido, en función de su pobreza material. Bajo este escenario, la
respuesta política histórica que surgió —como reacción conservadora—
fue defender todo orden social a través de un significante potente para
anular política y socialmente al oponente. Ahora bien, en la década de los
noventa, una vez “pacificado” el país, todo opositor al régimen fue
catalogado como “terruco”, siendo la izquierda peruana la que adoptó
principalmente dicho calificativo, sin importar las diferencias ideológicas
y prácticas entre moderados y radicales.

A partir del 2000, tras la caída del fujimorato, como parte de la


descalificación política, se abocó a sindicar como “terrorista” a todo aquel
que no solo cuestione el orden social injusto del presente, sino que apoye
cualquier iniciativa de reforma en el Estado y sobre todo que simpatice
con el cambio al modelo neoliberal. Al respecto, Aguirre observa lo
siguiente:

“[…] todavía se emplea hoy para denominar a reales o supuestos


integrantes de grupos armados y para intentar desacreditar a personas
que tienen posiciones políticas progresistas o de izquierda, a organismos e
individuos comprometidos con la defensa de los derechos humanos, e
incluso a personas de origen indígena por el solo hecho de serlo.”
(Aguirre, Carlos. 2011. P. 109).

Esa propensión descalificativa se ampara muchas veces en temores


infundados o “fabricados” (algunos medios de comunicación suelen poner
su cuota); en la experiencia anecdótica del que lo enuncia, en el discurso
macartista instaurado en el Perú a partir de la década del sesenta, en la
ideología neoliberal de cuño fujimorista. Esta última, no solo ha
capitalizado el descontento y la adhesión de un buen sector popular
precarizado, sino que también moviliza a cierta derecha mesocrática afín
y/o emparentada con las Fuerzas Armadas. De ahí que sea frecuente, en el
escenario político contemporáneo, la reproducción de discursos
ideológicos que incitan a no solo sospechar, sino aseverar que cada crisis
política o social se encuentra azuzada y/o dirigida por terroristas que
pretenden “irracionalmente” llevar al Perú a los años del terror y la
violencia.

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De esta manera, surge como práctica el denominado “terruqueo”, cuyo
objetivo es la descalificación política y la justificación de toda represión,
recreando imaginariamente el escenario subversivo del ochenta, a través
del lenguaje y la manipulación de la información audiovisual. El
terruqueo reproduce y actualiza las clasificaciones que se han producido
sobre el indio en nuestra historia republicana. De ahí que esta práctica
descalificativa despierte el racismo y la discriminación por otros medios, a
saber, el que dirige las protestas o movilizaciones sería un terrorista
movido por oscuros intereses foráneos.

Por último, para esta visión conspiracionista, los líderes de las protestas
complotan en contra del país en función de sus intereses particulares
porque son “seres malvados”; mientras que los seguidores (de las
protestas) serían unos sujetos engañados, manipulados, sin capacidad de
agencia, ignorantes; en otras palabras, se trata de “indios, cholos,
campesinos, provincianos”, por mencionar algunos apelativos. Así al indio
o indígena se le ha negado, a lo largo de la historia, la participación
política: se procuró mantenerlo en el analfabetismo, se lo calificó como
“mala raza” y, en los últimos tiempos, se pretende asociarlo con el
terrorismo. Es la reclasificación y descalificación que, a la luz de los
hechos actuales, siguen vigentes.

Referencias

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[1] Al respecto pueden consultar a los siguientes autores: Aljovín,


Cristóbal. 2000. Pp. 101-102; Chiaramonti, Gabriella. 2005. Pp. 218-226;
Flores Galindo, Alberto. 1984. P. 12; Mc Ecvoy, Carmen. 2011. P.777-781

[2] ELN: Ejército de Liberación Nacional.

MIR: Movimiento de Izquierda Revolucionario.

[3] PCP-SL: Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso.

MRTA: Movimiento Revolucionario Tupac Amaru.

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