Está en la página 1de 13

EL PROBLEMA DE LA DISCRIMINACIÓN EN EL PERÚ: BALANCE HISTÓRICO Y

SITUACIÓN ACTUAL

Juan Luis Orrego Penagos

Los psicoanalistas solían decir que el Perú, especialmente Lima, era “una Sudáfrica solapada”, es decir,
que la discriminación como visión del mundo si bien no estaba institucionalizada como hasta hace
algunos años en el país de Nelson Mandela, sí funcionaba de manera efectiva porque era encubierta,
simulada, y era parte esencial del “ser peruano”. En efecto, en el Perú, existen varios tipos de
discriminación, ya sea por raza, sexo, lengua, condición económica o religión, entre otras más.
Históricamente, quizá, la más gravitante sea la discriminación racial.

El racismo es un tema que no se discute abiertamente, salvo en ciertas reuniones académicas. Sabemos
que se trata de un conjunto de creencias y prácticas que asume la superioridad de un grupo cultural o un
universo simbólico particular sobre el resto. Sabemos, además, que la raza no es un dato biológico
objetivo sino un signo construido histórica y localmente. Cada sociedad elaborar su propio sistema de
clasificación racial y diferencia a sus miembros de diversas maneras.

En el Perú, desde el siglo XVI, se estableció un sistema diferenciado entre el blanco y el indio. Vivían en
dos “repúblicas”, cada una con sus propias leyes, espacios y obligaciones. Teóricamente eran paralelas
pero devinieron en jerárquicas con la supremacía de la “república de españoles”; luego entraron, en
categoría inferior, los negros, los mestizos y las demás castas. De esta manera, se creo un orden social
jerárquico e inflexible. Esta situación varió poco tras la Independencia; es cierto que hubo grupos, como
los mestizos, que tuvieron mayores posibilidades de ascenso pero los “blancos”, en el amplio sentido del
término, tuvieron la supremacía.

De otro lado, el racismo no solo se desarrolló de “arriba hacia abajo” sino también en distintas
direcciones al complicarse aún más la heterogeneidad de la sociedad peruana en los siglos XIX y XX. Las
mezclas se complicaron y llegaron otros grupos como los asiáticos. Así tenemos la discriminación entre
indios, cholos, negros y chinos, como la de estos grupos “subalternos” hacia arriba. Además, con las
teorías racistas del siglo XIX, la discriminación tuvo “argumentos” biológicos.

Actualmente, en el Perú, la raza es entendida en términos culturales. Más que por rasgos físicos, aquí se
discrimina por no haber accedido a la educación y por no compartir un estilo de vida semejante al de la
elite, es decir, el costeño-occidental. Los peruanos ya no nos clasificamos en la vida cotidiana sobre la
base de criterios genéticos como en los tiempos de Clemente Palma para quien, a inicios del siglo XX, el
indio era por naturaleza inferior al blanco. Ahora existe la presunción de que existen ciertos rasgos
inseparables de la cultura de un grupo humano o individuo. La estrategia del discurso crea estereotipos:
los negros son sementales, los indios, ignorantes. Naturaliza los contrastes culturales y de esta manera
mantiene vigente la desigualdad socioeconómica. En síntesis, la sociedad peruana se ha organizado
históricamente de tal manera que la distribución de la riqueza ha seguido las pautas del sistema
clasificatorio racista.

Bajo estos parámetros, nuestro texto busca como objetivo realizar un balance histórico de fenómeno
discriminatorio en el Perú como herramienta fundamental para la comprensión del fenómeno actual y su
descripción.

Del Tawantinsuyo a la sociedad colonial.- Antes de la llegada de los españoles, en este territorio no
vivía una población que podríamos llamar “homogénea”. La historia y la antropología han demostrado
que al interior de la sociedad andina había diferencias étnicas y que los Incas mantenían una relación bien
diferenciada con algunos grupos que consideraban aliados y a otros como enemigos, a los que sometían
políticamente y destruían sus dioses por haberse opuesto a la expansión de los cuzqueños. En el antiguo
Imperio de los Incas no vivían “indios” sino quechuas, aymaras, collas, chinchas, chimúes, chachapoyas,
tallanes, huancas, collahuas y, así, una multiplicidad de grupos étnicos, rivales entre sí, incluso antes de la
dominación inca. Y todo esto sin mencionar a los grupos indígenas de la amazonía, también muy diversos
y que quedaron fuera del ámbito político de los señores del Cuzco.

1
Tras la invasión de los Andes, el sistema colonial español hizo que la nueva sociedad estuviera dividida,
teóricamente, en dos “repúblicas” paralelas y complementarias: españoles e indios debían estar separados
con sus propias leyes, autoridades, derechos y obligaciones. La división era también espacial: los
españoles debían vivir en ciudades y los indios en sus pueblos o “reducciones”. Pero esta división,
aparentemente tan rígida, fue desvaneciéndose poco a poco con la aparición de los mestizos y de otras
mezclas raciales (castas). De este modo, junto al criterio estamental (linaje) coexistieron otros como nivel
de fortuna, formación cultural o color de piel. A lo largo de los siglos XVII y XVIII, un mismo personaje
podía estar emplazado de una u otra manera según el criterio que se adoptase: podía ocupar determinado
lugar por su casta (color de piel) y otro por sus ingresos.

Esta organización de la sociedad se basaba en el orden aristotélico. Así, la sociedad era como el cuerpo
humano. Este está compuesto por un conjunto de órganos, dependientes entre sí pero ordenados en forma
jerárquica: la cabeza sirve para pensar y los pies para caminar. Este orden no podía alterarse pues se
generaría un monstruo. De igual manera, el orden social tenía que ser inflexible; de lo contrario, se
generaría un caos. Este fue el criterio que funcionó durante la Europa medieval, cuando el “cuerpo social”
fue dividido en clero (oratores), nobleza (bellatores) y campesinos (laboratores). Sobre la función de
cada uno, se apoyaba la de los otros dos. Recordemos que este sistema, jerárquico y complementario
perduró hasta lo que los historiadores llamamos “Antiguo Régimen”, sistema que pretendió abolir la
Revolución Francesa y el liberalismo.

En el Perú colonial, en este orden jerárquico, estaban, a la cabeza, los españoles. Ellos podían ser
peninsulares (“chapetones”) o sus descendientes nacidos en América, los criollos. En este grupo estaban
los nobles, la alta burocracia, los hacendados, los mineros, los curas, los intelectuales y los grandes
comerciantes. Eran la elite de la sociedad virreinal y vivían en las ciudades. Sin embargo, su condición de
blancos no les garantizaba un lugar dentro de la aristocracia. Un blanco pobre (artesano, pequeño
comerciante o chacarero) era considerado plebeyo. A partir del siglo XVII los criollos se adueñaron del
virreinato copando los cargos públicos y las actividades económicas más lucrativas. Las reformas
borbónicas del siglo XVIII revirtieron esta situación causando gran malestar entre ellos al tratar la Corona
de centralizar el poder en manos de peninsulares recién llegados.

La “república de indios” quedó dividida en los indios nobles (descendientes de la nobleza inca y los
curacas, como José Gabriel Condorcanqui o Mateo Pumacahua) y los indios del común. Los primeros se
educaban en los colegios de curacas (“El Príncipe” en Lima y “San Francisco de Borja” en el Cuzco,
ambos regentados por los jesuitas) y estaban exonerados de ir a la mita y de pagar tributo. Eran los
intermediarios entre el mundo español y el andino. En el siglo XVIII lideraron las rebeliones indígenas y
sus cargos quedaron abolidos luego la ejecución de Túpac Amaru II. Los indios del común debían vivir
en sus “reducciones”, acudir a la mita y tributar. Eran la mayoría de la población y quedaron básicamente
ligados al mundo rural (agricultura y minería).

En un nivel intermedio quedaron las castas, producto de la mezcla de españoles, indios y negros. En esta
mixtura racial estaban los mestizos (hijos de español e indio), zambos (cruce del negro con el indio) y
mulatos (surgido del español y del negro). Las clasificaciones terminaron siendo muy complicadas
cuando se fueron incrementando los tipos de cruce. Los mestizos nacieron con la conquista, se vieron
desubicados y pasaron a cumplir papeles menores. Se les tachó de ilegítimos o peligrosos, y muchos
terminaron sus vidas entre gente de mal vivir. En comparación a los indios, gozaron de estar exonerados
de mitar y tributar, sin embargo, no podían acceder a cargos públicos importantes y su educación era
elemental. Esta situación ambigua se debió a que el sistema de “repúblicas” no contempló legislación
sobre su status.

Por su lado, según la ideología virreinal, los negros no debieron ser considerados dentro del orden social
pues eran vistos como objetos o mercancías. Sin embargo, la sociedad supo desarrollar una gran
sensibilidad hacia ellos y mucha gente los consideró perfectamente humanos, aunque nacidos para servir.
La gran mayoría de negros vivió en la costa desempeñando múltiples labores que iban desde el laboreo en
las plantaciones hasta el trabajo doméstico en alguna casa limeña. En este sentido, la suerte del esclavo
era variada. Si trabajaba en la ciudad, mantenía cierto trato con sus dueños que, si eran comprensivos,
podían otorgarles la libertad; si era destinado a una hacienda estaba a merced de los excesos del capataz y
no podía juntar dinero para obtener su libertad. El bozal era el negro recién llegado del África y no sabía
el español; el ladino era el acriollado nacido en América; el manumiso era el negro que había obtenido
legalmente su libertad; y el cimarrón era el esclavo fugitivo que vivía con otros de su condición en unos
refugios llamados palenques.

2
De la Colonia la República.- Como vimos, durante el Virreinato la sociedad estaba dividida en castas
(blancos, indios, negros, mestizos) y estamentos (nobles y plebeyos). Con la llegada del liberalismo,
ideología del movimiento independentista y motor del ideal republicano, los criterios sociales que
funcionaron en la Colonia fueron, teóricamente, abolidos. Según las constituciones, en el Perú ya no había
blancos, negros o indios sino todos eran peruanos o ciudadanos. Sin embargo, como sabemos, eso no
funcionó en la realidad porque si bien la Independencia fue una revolución política, a nivel social y
económico los cambios fueron muy pobres. La esclavitud de los negros y el tributo indígena, por ejemplo,
siguieron funcionando hasta la década de 1850. Quizá el único grupo social que escaló posiciones en la
República fueron los mestizos quienes se aprovecharon de la guerra para obtener poder político y
económico. Esos son los casos emblemáticos de caudillos como Gamarra, Santa Cruz o Castilla, “cholos”
o “mestizos”.

Otro aspecto fue el de los criterios de ciudadanía. Los legisladores republicanos estipularon en 25 años la
edad mínima de los votantes y limitaron ese derecho a los alfabetizados exigiendo, además, un cierto
nivel de ingresos para ser elegido congresista o presidente. Era una república con muy pocos ciudadanos,
pues este sistema “censitario” dejaba al margen a la gran mayoría de la población. A lo largo del siglo
XIX, el debate sobre el voto de los indios fue meramente académico, fruto de un espasmo liberal.

En realidad, los políticos e intelectuales de la primera etapa de la República no ocultaron su desprecio por
el indio y, por extensión, por los demás grupos populares. Si bien los incas habían logrado construir una
gran civilización, la Conquista española del siglo XVI envileció al indio a través del trabajo forzado, el
consumo del alcohol y quedar al margen de la instrucción. La raza indígena se había degenerado. Tanto
liberales como conservadores testimoniaron públicamente su racismo frente a los grupos populares,
especialmente al indio.

Por ejemplo, el jurista Manuel Lorenzo de Vidaurre, reputado liberal, en 1827, al pedir sentencias para los
acusados de apoyar un levantamiento, escribía: “Son indios, negros, personas estúpidas, que oyen voz de
naturaleza que impele la defensa de los derechos: no saben las reglas establecidas entre nosotros. Pocos
son los discípulos de Locke”. Agustín Gamarra, un caudillo autoritario, de origen cholo o mestizo y
nacido en el Cuzco, se refería a la plebe, en 1835, en lo siguientes términos: “De nada sirve apoyarse en la
opinión del pueblo: jamás se ha dado este nombre a una turba compuesta de mercenarios sin garantía, de
descamisados frenéticos, de hombres cubiertos de crímenes”.

Más adelante, durante los años de la Confederación Peruano-boliviana diseñada por Andrés de Santa
Cruz, los opositores más radicales del proyecto alertaban que la “unidad nacional” estaba en peligro. Se
trató de un momento crucial en el que se fue elaborando la idea de lo “nacional-peruano”, y este
sentimiento se canalizó a partir de la exclusión y desprecio del indio, simbólicamente representado por
Santa Cruz. La pluma del poeta y satírico Felipe Pardo y Aliaga resulta especialmente ilustrativa. Pardo
enfiló sus baterías contra el Protector (Santa Cruz) al que consideraba “extranjero” e “invasor”. Pero el
Protector era más extranjero por ser indio que por ser boliviano. La idea de nacionalidad, escasamente
velada en las sátiras de Pardo, implicaba un primordial rechazo al elemento indígena como requisito de
nacionalidad. Por ello, sus escritos estuvieron salpicados de incriminaciones racistas al llamarlo “indio” o
“cholo”, pese a que el padre de Santa Cruz había sido un criollo peruano nacido en Huamanga y educado
en el Cuzco. El estigma venía de su madre, una india aymara de apellido Calaumana. En uno de sus
despliegues más violentos, Pardo escribió: De los bolivianos/ será la victoria/ ¡qué gloria , qué gloria/
para los peruanos!/ Santa Cruz propicio, /trae cadena aciaga/ ah ¡cómo se paga/ tan gran beneficio!/
¡Que la trompa suene!/ Torrón, ton, ton, ton;/ que viene, que viene/ el cholo jetón. La segunda
incriminación, la de “conquistador” adquirió una connotación también despectiva pues el delito no era ser
conquistador, sino que un “indio” se atreviera a serlo: Que la Europa un Napoleón/ Pretendiese dominar/
Fundando su pretensión/ En su gloria militar/ Qué tiene de singular?/ Mas, que en el Perú lo intente/ un
indígena ordinario/ Advenedizo, indecente,/ cobarde, vil, sanguinario/, eso sí es extraordinario. Pero
Pardo no fue un personaje aislado. Sus letrillas cobraron tanta popularidad entre los opositores de Santa
Cruz que algunas de ellas fueron musicalizadas y se cantaron en plazas, teatros y “jaranas arrabaleras”.
De esta forma, sus escritos contribuyeron a formar la opinión pública desde antes que el caudillo paceño
ingresara a Lima.

Finalmente, cuando el país ingresaba al periodo de bonanza guanera, el educador español Sebastián
Lorente, rector del Colegio Guadalupe, liberal y considerado un hombre de avanzada, vio al indio como la
síntesis de todos los valores negativos: “Yacen en la ignorancia, son cobardes, indolentes, incapaces de

3
reconocer los beneficios, sin entrañas, holgazanes, rateros, sin respeto por la verdad, y sin ningún
sentimiento elevado, vegetan en la miseria y duermen en la lascivia”.

¿Cuál fue la situación real del indio en la República criolla? Los liberales idealizaron la propiedad
privada. Su difusión, creían, liberaría a los hombres de la servidumbre, enriquecería el tesoro público y
crearía una nación de ciudadanos altamente productivos. Por ello, el derecho de los indios a poseer tierras
en comunidad, perpetuaba, en su opinión, una economía primitiva. Si los indios iban a ser ciudadanos
plenos, libres e iguales, tanto ante la ley como en las relaciones sociales, tenían que convertirse en
propietarios individuales. La idea era crear una sociedad burguesa rural, como la burguesía rural francesa
posrevolucionaria o el pequeño propietario agrícola norteamericano antes de la guerra de Secesión.

En otras palabras, la ideología liberal consideraba que los indios eran un obstáculo para la formación de
las nuevas nacionalidades. Era preciso destruir la autonomía e identidad que las comunidades campesinas
habían heredado desde el siglo XVI a fin de que sus pobladores se integren a la “nación” mediante la
participación política y económica. Incluso, cuando en 1825 Bolívar intentaba dar un contenido social y
agrario a la Independencia, quiso repartir las tierras comunales entre los indios y los propietarios
privados. En el caso peruano, sin embargo, como las grandes haciendas ocupaban ya la mayor parte de las
tierras de mejor calidad, los decretos del Libertador no tuvieron otro efecto que hacer más vulnerables a
los indios, porque darles tierras sin capital, sin instrumentos de labranza y sin protección era ponerlos en
camino de endeudarse con otros propietarios más solventes (poderosos), a los que al final habrían de
entregar sus tierras para saldar las deudas contraídas e incluso trabajar para ellos como peones
endeudados.

De este modo, el siglo XIX fue testigo de la paulatina desintegración de muchas comunidades indios,
mientras que las haciendas se apoderaban de sus tierras y absorbían a sus trabajadores. Similares casos se
vieron en México o Colombia, países donde la legislación liberal trató de destruir las identidades
comunales con el objeto de poner en circulación las tierras de los indios y obligarlos a salir de su medio
original y lanzarlos a la sociedad del laissez faire.

La doctrina liberal, entonces, llevada a la práctica, no trajo la expansión de la propiedad privada sino del
latifundio, y profundizó, de esta manera, la división entre pobres y ricos en el mundo rural. Los
campesinos indígenas poco pudieron hacer con sus bajos recursos frente a este despojo. Teóricamente
podían librar una batalla legal, que con frecuencia resultaba inútil, o emigrar a zonas menos controladas u
optar por la rebelión. La mayoría tomó el camino de la resignación; pero hubo quienes se inclinaron por la
violencia contribuyendo así a la intranquilidad social que caracterizó a la región durante el siglo XIX.

Pensamos que la situación del indio luego de la Independencia no mejoró, incluso empeoró, con la
República. Por lo menos en la época colonial había una legislación que los amparaba, que protegía sus
tierras comunales. Ahora, con la idea liberal de homogeneizar a toda la población como “ciudadanos”, los
indios quedaron expuestos a las ambiciones de los más poderosos (los terratenientes agrícolas y
ganaderos) que, aprovechando estas medidas liberales e “igualitarias”, se apropiaron de las tierras
comunales, como sucedió en la sierra sur del Perú. En efecto, como los terratenientes controlaban a los
jueces de su localidad, no puede sorprender que la ley resultara en su provecho. Títulos de propiedad
fueron también a parar a la clientela política de caudillos y gobernantes en premio a su lealtad. De otro
lado, algunos inversionistas extranjeros se beneficiaron de esta legislación “liberal”. Incluso la abolición
del tributo, dada por Ramón Castilla en 1854, fue, contradictoriamente a lo que se piensa, una medida
contraproducente para los indios. El antiguo tributo los obligaba a producir excedentes y participar en el
mercado para conseguir dinero. Ahora, sin el tributo, se refugiaron en una economía de subsistencia, es
decir, se volvieron más pobres y, por consiguiente, más vulnerables. Ni siquiera a las poblaciones urbanas
benefició la abolición del tributo. Como los indios ya no estaban obligados a producir excedentes muchos
alimentos escasearon produciéndose una inflación de precios en las ciudades.

Según los censos republicanos, hasta inicios del siglo XX, más del 80% de la población peruana era rural.
En el campo, los indios seguían viviendo en un mundo arcaico y tradicional, y sometidos a la autoridad o
al abuso del hacendado y el prefecto del lugar; solo los indios que pudieron bajar a la costa a trabajar en
una hacienda azucarera o algodonera pudieron tener contacto con la modernidad al integrarse al llamado
“proletariado rural”. Si se quedaban en la sierra podían vivir en una hacienda, en condiciones de trabajo
servil, o al interior de sus comunidades.

La hacienda, en efecto, era el eje de la vida social y económica. No contamos con cifras precisas pero es

4
probable que hacia 1900 existieran casi 4 mil haciendas en el país con una población de medio millón de
habitantes, en su mayoría indios analfabetos. Las cifras sobre el número de comunidades campesinas
también son aproximadas: se calcularon casi 2 mil hacia 1920. Un detractor de estas comunidades fue
Francisco Tudela y Varela, quien en su obra Socialismo peruano las condenaba por improductivas,
debido a que allí se difundía el alcoholismo, la ociosidad y el fanatismo. Señalaba, además, que en ellas
estaba concentrada gran parte de la población indígena y que constituían un germen de retraso en el país.
A la postura de Tudela se contrapuso la de Manuel Vicente Villarán, quien sostuvo que la comunidad era
la única protección del indio frente al blanco, la única manera de tener su propia organización,
prescindiendo des su integración como trabajador en la hacienda del terrateniente.

Como explicamos más arriba, los hacendados o gamonales buscaron expandir sus propiedades con la
finalidad de incorporar tierras, rebaños y hombres, siempre a costa de las comunidades. Una familia
común de campesinos trabajaba en su comunidad, en las tierras de un hacendado, tenía un pequeño
rebaño y, por último, tejía. De preferencia eran las mujeres las que cumplían la tarea de hilado y tejido.
Podríamos decir que la vida de los campesinos en la sierra casi no había variado desde la época virreinal;
solo sabemos que los campesinos habitantes del Valle del Mantaro gozaron de cierta independencia
económica, y de una muy tenue “occidentalización”, gracias al comercio lanero.

Gamonal y gamonalismo han formado parte del habla cotidiana en el Perú. El primero alude a un
individuo y el segundo a un sistema. El sistema se basó en una explotación con rasgos feudales de los
campesinos ubicados dentro o fuera de las haciendas, especialmente en las ubicadas en los departamentos
de la sierra sur.

El perfil de estas haciendas estaba dado por la pobreza y la casi total exclusión cultural de sus peones
agrícolas. En este sentido, la hacienda andina se caracterizó por su escasa productividad, baja rentabilidad
y derroche de fuerza de trabajo. La explotación del gamonal sobre sus peones era una mezcla de
autoritarismo (relaciones de subordinación y servidumbre) con paternalismo. Incluso los propios
gamonales -en su mayoría mistis o mestizos- podían hablar quechua y compartir muchas de las
costumbres ancestrales andinas.

De este modo, los gamonales terminaron ostentado un apreciable poder local (muchos llegaron a ser
senadores o diputados, alcaldes o prefectos) y dirigieron fuerzas "paramilitares" para imponer su dominio
sobre los campesinos y aún enfrentar las amenazas del Estado central. Asimismo, trataron de legitimarse
siendo exageradamente católicos y piadosos con la Iglesia y sus representantes (el cura o párroco local).
Desafiaron el centralismo y en ocasiones apoyaron el federalismo. En todo caso se trató de un fenómeno
exclusivamente republicano y criollo gestado a lo largo del siglo XIX.

El discurso del Perú racista.- Casi sin problemas, en el Perú se acepta que existe discriminación social y
se explica (justifica) en términos de diferencias culturales. Los peruanos consideran que sus prácticas
discriminatorias no son racistas porque no aluden a diferencias biológicas innatas sino culturales. Esta
convención social es el meollo de la formación racial peruana. Desde finales del siglo XIX, el discurso
racial ha estado lleno de alusiones a la cultura, el alma y el espíritu, que frecuentemente escondía la
importancia del color de la piel o cualquier otro atributo físico.

En el caso del racismo peruano, el consenso que hace posible su hegemonía es la idea de que la
“educación” (instrucción escolar en todos sus niveles) crea jerarquías legítimas. Este “acuerdo” fue
posible gracias a una definición moderna de raza que incluía la posibilidad de subordinar el propio
fenotipo a las capacidades intelectuales y los estándares morales, siempre y cuando hubieran estado
expuestos al poder correctivo de la educación. Este principio estaba marcado por la herencia
discriminatoria de la Colonia, que a principios del siglo XX fueron actualizados y legitimados por los
liberales respecto a sus ideas de igualdad. Así, sobre qué etiqueta adjudicar a cada persona en particular
dejaba un amplio margen para la negociación; una negociación que se esperaba debía ser positiva en la
que un individuo podía ser colocado en la más elevada posición accesible gracias a la “educación”.

Lo que actualmente sostiene esta negociación y transforma al racismo en hegemónico es el acuerdo


implícito de que la “blancura” (en su versión peruana no necesariamente fenotípica) es, en último
extremo, superior, y que la indianidad representa la inferioridad absoluta. Situados ambiguamente entre
los dos extremos, los peruanos de piel oscura y de clase media y alta luchan por aproximarse a una
blancura social exclusiva., aunque todavía posible para ellos. Como dice Marisol de la Cadena, “cuando
la clase y el género (y las percepciones culturales de ambos) intervienen para prevenir ese logro e incluso

5
su misma probabilidad, los individuos evitan la indignidad considerándose a sí mismos como mestizos, si
bien existen distintos tipos entre ellos”. De otro lado, el discurso del mestizaje, adoptado inicialmente en
el siglo XIX como modelo de construcción de la nación, ha sido reivindicado y redefinido en los últimos
años por los grupos populares como una alternativa que, a la vez que fortalece su capacidad política, no
implica un rechazo total a la cultura andina, si bien sí conlleva una distancia respecto a la indianidad.

Como en otras regiones de América Latina, el discurso del “mestizaje” fue una alternativa frente al
problema racial y podía ser el vehículo para construir, democráticamente, a la nación peruana. En plena
bonanza del guano, en la década de 1860, el historiador Manuel Atanasio Fuentes aludiendo a la amplia
mixtura racial del país, describió a Lima como “un jardín multicolor”, que asoció al carácter progresista y
moderno de la ciudad; pensó también que era el carácter “puro” de las razas no blancas la causa del atraso
de ciertas regiones del país. Luego de la derrota en la Guerra del Pacífico, y tras una penosa
reconstrucción, vino la República Aristocrática (1895-1919), en la que el Perú gozo de una prosperidad
relativa gracias al “boom” exportador, ahora más diversificado (azúcar, algodón, caucho, minerales y
petróleo). Fue la elite vinculada al comercio de exportación la que se convirtió en una oligarquía asociada
al Partido Civil, que controló políticamente al Perú hasta el golpe de Leguía en 1919.

Ahora las elites rechazaron la idea de la degeneración de la raza indígena (producto del impacto de la
Conquista) y defendieron las ideas gemelas del liberalismo y el progreso. De esta manera, la educación
pasó a ocupar un lugar central como herramienta para la construcción de la nación y la homogenización
racial. Los intelectuales de esta época estuvieron reñidos con las teorías raciales europeas y convirtieron
la educación como el instrumento fundamental para el proyecto de regenerar la raza1. El filósofo Javier
Prado, por ejemplo, decía: “El hombre hoy, por la educación transforma el medio físico y la raza. Es su
más glorioso triunfo”; el pedagogo Jorge Polar también suscribió las ideas sobre el poder redentor de la
educación: “Felizmente está probado que no hay ninguna raza ineducable; no lo es la nuestra por cierto,
ni en las más remotas regiones territoriales. La leyenda de que el indio no quiere salir de su condición
mísera va desacreditándose rápidamente”. Por su lado, Manuel Gonzáles Prada, creía también en el poder
de la educación para mejorar incluso la raza más inferior de todas, la india: “Siempre que al indio se le
instruye en los colegios o se les educa, por el simple roce con personas civilizadas adquiere el mismo
grado de moral y cultura que el descendiente del español”.

Como vemos, el pesimismo racial no tuvo gran impacto entre los ideólogos del civilismo, al meno no
públicamente. Las políticas de promoción a la inmigración europea, según los esquemas de eugenesia,
fueron desarrolladas paralelamente en programas educativos, considerados fundamentales para la mejora
racial del Perú. Francisco Graña, un intelectual conservador, acuñó el término autogenia, una suerte de
alternativa a la eugenesia. Según Graña, en lugar de mejorar la raza través del cruce, la autogenia era el
intento de mejorarla a partir de ella misma, elevando los estándares de educación, salud y nutrición de los
grupos considerados inferiores.

La educación era, en suma, la verdadera solución para la “homogenización racial” y, por lo tanto, el
vehículo para construir la nación. Incluso, algunos de estos intelectuales negaron la existencia de razas
puras. Un popular dicho rezaba: “En el Perú, el que no tiene de inga, tiene de mandinga”; “inga” aludía a
la herencia inca y “mandinga” a la negra africana, lo que demostraba el cruce del español, el indio y el
negro en cada peruano. Esto tenía como objetivo minimizar la importancia del fenotipo. Francisco García
Calderón, ideólogo del civilismo, decía: “No permitamos que la piel cobre sea una fuente de vergüenza
social. Destrocemos de una vez y para siempre todo ese complejo de inferioridad”. También habló de la
necesidad de un liderazgo fuerte para el Perú, de una oligarquía progresista e ilustrada, encargada de
capitalizar la economía, centralizar y modernizar el estado e incorporar gradualmente a los indios a la
nación a través de la educación general.

La fe en la educación como vehículo para redimir racialmente al país era compatible con el mestizaje,
elemento base en el proyecto civilista de construir la nación. El mismo García Calderón señalaba: “El

1 El racismo europeo tenía como especial exponente al francés Gustave Le Bon quien pensaba que una de
las mayores ilusiones de la democracia era el imaginar que la educación iguala a los hombres; con
frecuencia, pensaba, solo servía para resaltar las diferencias. En el Perú, uno de sus seguidores era el
escritor Clemente Palma y su “pesimismo racial”. Pensaba que las razas no podían ser transformadas y
que solo la mezcla entre razas compatibles mejoraría la situación racial del Perú. Por ello, era partidario
de la mezcla racial de los costeños con europeos, cuya inmigración debía promover el Estado. Pero
pensadores como Palma eran objeto de burlas por parte de los liberales modernizantes.

6
Perú viable es y será el que integre armónicamente las antiguas estridencias musicales que algunas veces
reverberan en nuestra sangre y que suenan naturalmente como una cacofonía que combina guitarra
española, la flauta indígena y el tambor funerario”. Al rescatar la idea del mestizaje, influidos por el
pensamiento racial europeo o por una historiografía romántica, los limeños hablaron del “alma racial” o el
“espíritu de la raza”. La raza podía ser biológica, pero también el alma del pueblo. Por ello se puso
énfasis en la raza peruana y su futuro.

Algunos intelectuales civilistas se encargaron de difundir la idea de que nuestra sociedad era el resultado
de la armoniosa confluencia de las culturas indígena u española, así como de un continuo y exitoso
mestizaje racial. Víctor Andrés Belaunde habló de la síntesis viviente: “síntesis biológica, que se refleja
en el carácter mestizo de nuestra población; síntesis económica, porque se han integrado la flora y la
fauna aborígenes con las traídas de España, y la estructura agropecuaria primitiva con la explotación de la
minería y el desarrollo industrial; síntesis política, porque la unidad política hispana continúa la creada
por el Incario; síntesis espiritual, porque los sentimientos hacia la religión naturalista y paternal se
transforman y elevan en el culto de Cristo y en el esplendor de la liturgia católica. No concebimos
oposición entre hispanismo e indigenismo... los peruanistas somos hispanistas e indigenistas al mismo
tiempo”. En realidad, este discurso viene de una minoría criolla que quiere imponer su condición de
supremacía y elabora esta ideología que celebra el mestizaje como forma de de poner de relieve su propia
“raza”. Se trata de un discurso que disfraza la desigualdad existente y que oculta la idea de que el racismo
existe propalando la existencia de una democracia o, al menos, un clima de tolerancia inexistente.

Pero la “raza peruana” estaba íntimamente relacionada con el espacio geográfico nacional. Así por
ejemplo, lo entendían los indigenistas como Luis E. Valcárcel: “El Cuzco y Lima son por la naturaleza de
las cosas, dos focos opuestos de la nacionalidad. El Cuzco representa la cultura madre heredada de los
inkas milenaria (sic). Lima es el anhelo de adaptación a la cultura europea. Y es que el Cuzco preexistía
cuando llegó el conquistador y Lima fue creada por el exnihilo… Nada extraño que Lima sea
extranjerista-hispanófila, imitadora de los exotismos, europeizada, y el Cuzco, vernáculo, nacionalista,
castizo, con un rancio orgullo de legítima prosapia americana”.

El Perú, entonces, se dividía en la costa, emplazamiento histórico de la cultura colonial, ambiente natural
de los españoles y sus descendientes criollos, los que desde el siglo XIX habían sido etiquetados como
“blancos”. La sierra, donde había florecido el Tawantinsuyo, era el hábitat natural del indio. Por su parte,
la selva, el bosque tropical amazónico, era asociada con las tribus “primitivas”, “salvajes”, una raza
indígena distinta a la de los descendientes de los incas y cuya contribución a la nacionalidad había sido
nula. Dentro de esta división espacial, los mestizos eran personajes ambiguos que podían vivir en
cualquiera de las tres regiones; los negros, por su lado, eran una raza extranjera que se había adaptado
mejor al calor de la costa.

La construcción del Perú moderno debía hacerse respetando esta diversidad, aunque estos espacios
geográficos, muy vinculados a un esquema racial, estaban jerarquizados según las ideas evolucionistas.
Así, la costa estaba mejor posicionada para dirigir la modernización. El historiador José de la Riva-
Agüero, descendiente de la aristocracia colonial, apuntaba: “La costa ha representado la innovación, la
rapidez, la diversión y el placer; la sierra ha simbolizado un casi inmovilista conservadurismo, una
seriedad que se aproxima ala tristeza, una disciplina que se aproxima al servilismo y una resistencia que
conduce virtualmente al letargo”. Es fácil deducir de este diagnóstico que a más elevada la altitud
geográfica, menor el estatus social de sus habitantes. Los serranos eran inferiores a los habitantes de la
costa y, entre los costeños, los limeños los que ostentan el mejor status.

A pesar de haber sido el corazón del Imperio de los Incas, el Cuzco no podía competir con los “caballeros
de Lima” en liderar los destinos de la nación. Frente a esta postura, se rebelaron los indigenistas
cuzqueños. Ellos se vanagloriaron de la autenticidad de su nacionalismo, legitimado histórica y
geográficamente por ser la sede del Tahuantinsuyo. El cuzqueñismo afirmó su lugar en la nación y se
perfiló, paralelamente al auge del civilismo, en un proyecto político e intelectual destinado a contrarrestar
la percepción que se tenía de los cuzqueños como serranos racialmente inferiores. Batallaron por su
derecho a ocupar una posición igual, incluso superior, al reclamado por Lima: el indigenismo fue su
rostro académico.

El más emblemático de los indigenistas, Luis E. Valcárcel, negó la importancia de la biología en la


formación de las razas, en cambio atribuyó a la cultura (la historia) esa capacidad de intervención.
Repudió el mestizaje como un discurso anti-indio. En su libro Tempestad en los andes, Valcárcel escribió:

7
“cada personalidad, cada grupo, nace dentro de una cultura y solo puede vivir dentro de ella; esto
significaba que los individuos o grupos se degeneran cuando abandonan sus tierras o culturas originales.
El mestizaje de las culturas solo produce deformidades, es un proceso degenerativo representado por los
desplazamientos coloniales y, en el siglo XX, por la migración de los indígenas a las ciudades. La
definición cultural de raza, se define en términos morales. Los indigenistas se hicieron eco de estas ideas,
incluso fuera del Cuzco. Pensadores socialistas, como José Carlos Mariátegui, fueron tributarios de esta
perspectiva: “En su ambiente nativo y en tanto la emigración no le deforme (el indio) no tiene nada que
envidiar al mestizo”; para el autor de los 7 ensayos, el mestizo emanaba imprecisión e hibridismo, una
persistencia de elementos negativos que producen estancamiento. Pero ni en la visión de Mariátegui o
Valcárcel los mestizos son definidos como híbridos biológicos. Los mestizos eran indios que habían
“abandonado” su ambiente natural/cultural y emigrado a las ciudades donde les esperaba la degeneración
moral. En suma, la hibridación no representó una degeneración biológica sino moral.

El racismo según la sociedad de mercado.- Actualmente, los estudiosos del marketing asumen que el
racismo en nuestro país se manifiesta en cada instante, especialmente en la publicidad que solo muestra
“blanquiñosos” triunfadores. Es más, en las ofertas de trabajo se exige “buena presencia” y, de forma más
violenta, en algunas discotecas exclusivas “se reserva el derecho de admisión”. Los estudios de estas
agencias de marketing también demuestran la fuerte relación entre raza y riqueza, pues a mayor nivel de
pobreza se encuentra un alto porcentaje de gente con rasgos andinos.

Vayamos al caso de la publicidad. Si algún extranjero que no conoce el Perú viera nuestros avisos
publicitarios, ya sea en los medios escritos o en la televisión, probablemente pensaría que la mayoría de
los peruanos se parecen a los europeos en sus hábitos de consumo: compramos cosméticos, autos,
celulares, licores finos y yogures; vamos al gimnasio, viajamos en avión y usamos tarjetas de crédito.
Todo ello dista mucho de nuestra realidad racial, predominantemente andina 2. Los que hacen ese tipo de
publicidad se defienden y dicen que los personajes que aparecen en los comerciales son “aspiracionales”.
La idea implícita es que los peruanos quieren ser como ellos.

Esa visión tradicional de la publicidad hoy tiene sus críticos desde el mismo mundo del mercadeo que
duda de esa deseabilidad y aspiracionalidad por tres razones:

1. No se ha probado que la mayoría de los peruanos quiera ser de pelo castaño o de ojos claros.
Según algunas encuestas, en Lima solo el 12% de la población se autodenomina blanca (aunque
por observación solo el 8% lo sea), mientras que el 88% restante se denomina abiertamente
como mestiza, india, negra o asiática. En resumen, solo el 4% de los limeños aspira a ser blanco
sin serlo.
2. Esos mensajes “aspiracionales” son contraproducentes porque originan un rechazo cuando los
modelos son demasiado lejanos a lo que el público objetivo podría aspirar (una típica “ama de
casa” con rasgos andinos, por más cosméticos que compre, podrá parecerse a una modelo de
comercial de televisión).
3. Habría que evaluar si la posible tendencia de los peruanos a querer ser “blancos” en lugar de ser
un deseo natural o más bien se genera por la presión de la publicidad en mostrar que sus
personajes deseables tienen rasgos muy diferentes a la raza peruana.

De todo esto se deduce que la publicidad de hoy debe reflexionar y no apoyar este tipo de mensaje racial
ya que estaría generando un serio problema sobre todo a los jóvenes y niños que, probablemente, sean tan
mestizos como la mayoría de nuestros clientes, nuestros jefes o nosotros mismos. Hay que romper,
entonces, esta ficción dañina.

2 Un caso emblemático contemporáneo es la publicidad de los grandes almacenes Saga y Ripley, donde
van miles de limeños a comprar. En sus catálogos de distribución masiva, los/las modelos que aparecen
no constituyen, en absoluto, representativos de la mayoría de clientes que frecuentan sus locales, incluso
de sus propios empleados. Saga Falabella, por ejemplo, tiene como imagen de campaña a la modelo
argentina, de aspecto nórdico, Valeria Massa; por su lado, Ripley ha utilizado, en varios encartes o
comerciales de televisión, a la “top model” norteamericana Cindy Crawford. Estas dos íconos de la moda
internacional aparecen en la publicidad de estas tiendas al lado de niños, jóvenes o adultos que
corresponden a un fenotipo estrechamente minoritario del país.

8
De otro lado, los estudios de mercado dicen que cada día encontramos más autoridades y empresarios de
éxito de apellidos de origen andino y que la palabra “serrano” está perdiendo su carácter negativo debido
al fortalecimiento económico de los migrantes en las ciudades de la costa y que han convertido a Lima en
la ciudad “serrana” más emprendedora del país. Ya no son raras las historias de señoras con polleras que
manejan grandes cantidades de dinero y que compran pequeñas flotas de camiones al contado. Por ello,
según el marketing, el racismo, por sí mismo, no produce pobreza y marginación, sino que es la pobreza
la que produce el racismo. En un razonamiento algo maniqueo, esta perspectiva sostiene que,
históricamente, el ideal de belleza y cultura es aquél del grupo dominante. Si el ideal de belleza mundial
hoy es el blanco-europeo es porque Occidente domina el mundo desde hace cinco siglos. Concluyen que
si en el Perú hubiesen triunfado los incas, quizá estaríamos segregando al blanco migrante, pobre e
ignorante.

Según esta visión, más que racismo puro, en el Perú hay discriminación económica, que “cholea” al pobre
y “blanquea” al rico. ¿Cómo cambiar la estrategia de lucha contra este problema? Rolando Arellano, uno
de los más conspicuos representantes del marketing hoy en nuestro país, sostiene que “el racismo
solamente desaparecerá cuando desaparezca su origen profundo: la pobreza endémica del indígena.
Aunque parezca extremista, la realidad parece decirnos que el peruano autóctono dejará de ser segregado
solamente cuando, como grupo y no como excepción, tenga educación e ingresos suficientes para influir
en los mercados”. Afortunadamente, concluye, eso es lo que está pasando en la Lima periférica (los
“conos”) y en muchas ciudades del interior del país con el crecimiento de las inversiones privadas.

Por lo visto, nos encontramos ante una tendencia en la que se aprovecha nuestra multiculturalidad para
realizar ofertas en el mercado. Luego de permanecer en la marginalidad, hoy muchos ídolos y prácticas
populares están siendo utilizados e incorporados a la publicidad y otros productos mediáticos debido a la
movilidad social producida por el fenómeno de la migración. Si en los años sesenta la modelo Gladis
Arista de ojos claros y piel blanca se vestía de ñusta para promocionar Inka Kola, ahora la misma marca
de gaseosas usa como ejemplo de creatividad nacional las polladas, y otras empresas se valen de cantantes
populares como Dina Páucar o Tongo. Incluso hay canales de televisión que ofrecen series inspiradas en
ídolos populares como Lorenzo Palacios, más conocido como “Chacalón”. Muy lentamente, los medios
de comunicación se están “cholificando”. La última moda del mercado es la diversidad cultural, como
defiende Arellano.

Dos son los problemas que vemos en este problema de exploración de mercados étnicos:

1. La ecualización de las culturas. El marketing multicultural presenta a las minorías o a los


sectores tradicionalmente marginados como pueblos culturalmente homogéneos. Las empresas
dan preferencia a imágenes de origen popular, pero ajustados al prototipo occidental (Karen
Dejo, por ejemplo, y no Abencia Meza).
2. Despolitizar el debate público. Esta tendencia puede servir bien a los intereses de quienes
pretenden neutralizar los movimientos populares para continuar imaginándose una nación
“criolla” con minorías que, en el mejor de los casos, deben ser reconocidas culturalmente por sus
fiestas y celebraciones, su comida y su música, pero no por sus demandas políticas. Es
sintomático cómo en los últimos años, a pesar del “boom” de lo popular, del discurso que
“alaba” la pujanza de los conos (en Lima), no se han generado políticas redistributivas serias que
cambien la estructura social del país y reduzcan de manera efectiva la pobreza.

¿Cuáles son las consecuencias de la culturización de los pobres? Simplemente, hacer creer que la
movilidad social se logra con emprendimiento (el famoso “sí se puede”) o que ahora vivimos en una
sociedad más igualitaria porque los “cholos” aparecen en comerciales de celulares o en series de
televisión. Es una estrategia de disfrazar el discurso político. La ciudadanía se reduce al consumo y se
individualiza en función de ciertas “biografías exitosas”. El problema es que el mercado promueve el
éxito a nivel individual y no a nivel social.

El racismo según el psicoanálisis.- Esta lectura pone énfasis en la continuidad histórica de las causas de
la desigualdad racial en el Perú. Así, la llamada “herencia colonial” todavía es muy fuerte en el
imaginario nacional: el orden estamental supone que una persona nace en una condición y debe morir en
la misma condición. No hay movilidad social, a diferencia de lo que ocurre en un orden moderno,
democrático. La sociedad peruana estaría enferma de resentimiento, tanto en los discriminados como en
los discriminadores. De este malestar cultural hace referencia también Mario Vargas Llosa: “la
enfermedad nacional por antonomasia, aquella que infesta todos lo estratos y familias del país y en todos

9
deja un relente que envenena la vida de los peruanos: el resentimiento y los complejos sociales”.
Sabemos, por ejemplo, que en los estratos altos y medios de la sociedad, es muy común en el habla
cotidiana la expresión “resentido social”, el personaje que se siente o, mejor dicho, es percibido como
víctima de la injusticia y la desigualdad.

Definitivamente, el racismo no es la única causa del resentimiento social. Un blanco pobre, por ejemplo,
puede no sentirse “parte del grupo” por algún motivo. Pero, en última instancia, el racismo es una de las
variantes de la exclusión, quizá la más dolorosa y agraviante. Según el psicoanalista Jorge Bruce, “es la
que produce las peores injurias narcisísticas, en la medida que opera no como el producto de unas
determinadas relaciones con la generación de la riqueza, sino que, al lado de estas, constituye una
justificación ideológica –de las que puede luego independizarse para continuar su trabajo lacerante y
denigratorio “por su cuenta”- para la perpetuación de ese status quo en donde la distribución de los bienes
coincide con unas categorías estamentales que, a su vez, corren parejas con una clasificación racial, étnica
o cultural que la legitima y naturaliza”.

Regresando a la “herencia colonial”, los peruanos, desde niños, tanto en el contexto familiar como en el
escolar, somos entrenados por diversos medios para efectuar clasificaciones raciales relacionadas con
percepciones socioeconómicas, además de estéticas y afectivas. Para los peruanos, las razas existen en su
imaginario, a pesar de que hayan sido descartadas en el discurso biológico o coloquial. Incluso, hay una
cierta hipocresía que caracteriza nuestro racismo. Para el escritor Gregorio Martínez, por ejemplo, “el
pretendido afecto que sobrellevarían en el Perú las susodichas palabras, zambito, cholito, ponjita,
aplicadas incluso al amor filial o erótico –mi negra, mi cholita- o por estima o cariño, resulta un
subterfugio de hipocresía que quiere encubrir sometimiento, dependencia, vituperio y simpatía racista.
¿Simpatía racista? Habría que preguntarles a los destinatarios del trato, no a quienes atribuyen las piedras
filudas de las buenas intenciones”. El escritor, por último, confiesa que no le ofende ni incomoda que le
digan zambo, pero eso le resulta incorrecto y maligno.

Para el psicoanálisis, estos casos de “simpatía racista”, que se producen en situaciones inadvertidas, no
conscientes, son portadoras de daño. El Perú postcolonial no ha sido capaz de resolver los problemas
generados en el siglo XVI. Incluso el recordado historiador Alberto Flores Galindo sea anticipó al
psicoanálisis cuando mencionaba: “Una de las funciones de la historia es enfrentarnos a nosotros mismos,
remontándonos hasta cuando se fueron estructurando concepciones y valoraciones que después queremos
ocultar. En este sentido hay semejanza entre el quehacer de un psicoanalista y la función social de un
historiador”. Max Hernández, conocido psicoanalista, opina: “Pensemos en una sensibilidad formada en
un clima en el que aún se mantiene el racismo, el machismo, el autoritarismo y el desconocimiento del
otro. Prejuicios surcados por abismos en cuyo fondo corren afectos intensos y encontrados: el desdén,
menosprecio, envidia, resentimiento, soberbia, arrogancia, minusvalía, desconfianza, vergüenza… Las
fracturas que dan lugar son más grandes que las diferencias culturales, ideológicas o de escalas
valorativas… los territorios íntimos sobre los que siguen pesando viejas hipotecas”.

Pongamos otro caso paradigmático: la “servidumbre” doméstica. El pedagogo español Sebastián Lorente
nos cuenta que, en el siglo XIX, cuando salían a la sierra, las señoritas de Lima, no dejaban de pedir un
cholito o una cholita para que las ayuden o atiendan. Diminutivo de cholo, el cholito (o cholita) era un
indio muchacho, huérfano o forastero, destinado al servicio doméstico; incluso, en el diario El Comercio
podían leerse avisos como éste: “Se necesita con urgencia para el servicio de un matrimonio sin hijos, un
cocinero o cocinera y una sirvienta de mano” (3 de enero de 1859). Era el equivalente a los pequeños
carteles que hasta hace muy poco tiempo podíamos observar en las ventanas o puertas de una casa limeña
que anunciaban “SE NECESITA MUCHACHA”.

Desde el siglo XIX, estos sirvientes eran incorporados, aunque en un plano inferior y claramente
diferenciado, a la vida doméstica e incluso a la propia familia. Este “paternalismo” permitía disponer de
trabajo gratuito y, a veces, justificaba el recurso al castigo físico. Algunos de estos sirvientes eran
enrolados desde muy niños. El viajero alemán Ernst Middendorf, quien estuvo en Lima a finales del siglo
XIX, nos da el siguiente testimonio: “La servidumbre de una casa se compone por lo menos de tres
personas: un cocinero, un mayordomo y una muchacha o auxiliar de la señora. Los sirvientes son, por lo
general, cholos o zambos, con excepción del cocinero, que frecuentemente es chino, y excepcionalmente
francés. En las casas más ricas se añade todavía un portero, un segundo mayordomo que ayuda en la mesa
al primero, un pinche de cocina o lavador de platos, una lavandera, costurera y tantas criadas como el
número de hijos lo exija”.

10
Este fenómeno muestra cómo el racismo está vinculado en el entramado mismo de la vida cotidiana. Se
aprendía desde temprano cuando los niños que nacían en estas casas (tal como ocurre ahora con el empleo
doméstico) observaban cómo sus padres trataban a estos cholitos que incluso podían tener la misma edad
y eventualmente compartir algún juego con los hijos del jefe de familia. Esta servidumbre estaba sujeta a
lazos de dependencia muy rígidos. Los “criados” estaban obligados a servir en todo momento, a estar
dispuestos a cumplir con las demandas y exigencias de sus patrones. Era el poder absoluto, la
“dominación total”, a escala doméstica.

Lo que queremos demostrar es que la servidumbre urbana, que sobrevive hoy en todas las ciudades del
Perú, no es fenómeno nuevo o que se remonta al siglo XIX. Estuvo en el “servicio personal” que los
indios debían cumplir con los encomenderos del siglo XVI; en la servidumbre de los conventos
coloniales; en el trabajo de lo esclavos negros desde el mismo momento de la conquista; en las relaciones
entre señores e indios en las haciendas andinas, etc. Este tipo de relaciones se reprodujeron en al ámbito
doméstico de las ciudades que se fueron convirtiendo en centros de irradiación de la ideología racista.

Con el tiempo, la servidumbre urbana se consolidó como oficio de “cholos”. El cholo era una persona de
baja condición, el descendiente de una raza vencida e inferior a la que solo le quedaba la sumisión (así lo
creían sus amos). A lo largo del siglo XX, con el fenómeno masivo de la migración a las ciudades, a las
familias tradicionales de la costa se les facilitó aún más el empleo de este tipo de servidumbre.

Finalmente, en un país en donde a menudo nos tratamos como extraños e incluso como enemigos, el
psicoanálisis tiene una enorme tarea por hacer. Este “horror a la diferencia” hace que el racismo sea
multidireccional y autodenigratorio. Se trata de situaciones postcoloniales que requieren ser estudiadas en
su intimidad, en su inserción ideológica, en su contexto histórico en el que pesan grandes hipotecas
históricas.

Racismo y pobreza (exclusión).- En las últimas tres décadas del siglo XX, las crisis económicas, el
aumento de la población, las políticas inadecuadas y la violencia subversiva hicieron que los niveles de
pobreza crecieran en forma dramática. De acuerdo a la Encuesta Nacional de Niveles de Vida, realizada
en 1996, el 50% de los peruanos se encontraba por debajo de la línea de pobreza; esto quiere decir gente
que con mucha dificultad tiene el ingreso necesario para satisfacer necesidades básicas de alimentación,
salud, educación, vivienda, vestido y transporte. Ese estudio también nos indicó que el 17% de los
peruanos se encontraba en condición de pobreza extrema, es decir, que su ingreso no alcanzaba ni
siquiera para satisfacer en forma adecuada su alimentación y nutrición. Esto quiere decir que al menos el
70% de los peruanos son pobres en algún grado. La UNICEF, por su lado, indicó en 1995 que el 30% de
los peruanos eran “pobres crónicos o estructurales”, en otras palabras: gente para quienes la pobreza ha
sido y es una condición persistente.

En su mayoría, los pobres en el Perú viven en la sierra y en la selva. La Encuesta de 1996 indicó que el
54,5% de los pobladores de la sierra eran pobres, mientras que en la selva el porcentaje de pobres
alcanzaba el 55,2%. Esas cifras son muy altas si consideramos que el porcentaje de pobres en Lima
Metropolitana llegaba al 40%. También supimos que los peruanos que viven en situación de pobreza
extrema son el 36,4% en la sierra rural y el 5% en la ciudad de Lima. La pobreza, además, está asociada
al factor lingüístico: el 62% de los que hablan quechua y el 86% que hablan el aymara son pobres,
mientras que el 42% de quienes hablan castellano estaban en esta situación.

Los modernos estudios indican que existen en el Perú tres tipos de pobreza:

a. La pobreza endémica: Es la que afecta a gente con niveles muy bajos de ingreso y, por lo tanto,
viven con un alto porcentaje de necesidades básicas no cubiertas. No tienen acceso al mercado
laboral, tampoco a los servicios públicos básicos (alumbrado eléctrico, teléfono, postas médicas,
carreteras cercanas) y tiene muy poca posibilidad de hacerse escuchar en la vida política. Ellos
habitan sobre todo en la sierra y en la selva y su condición de pobreza es histórica pues se
remonta a décadas e incluso a siglos. Es la población que el sistema, tanto colonial como
republicano, la marginó y cuando tuvo contacto con ella la explotó. Últimamente si ha tenido
contacto con la vida pública sólo han recibido, en el mejor de los casos, ayuda caritativa y, en el
peor, ofrecimientos que nunca se han concretado.
b. La pobreza crónica.- Esta es la situación en la que viven los que se encuentran en la periferia de
las ciudades o en las zonas rurales con algún nivel de desarrollo. En su mayoría son migrantes o
hijos de migrantes. De estos son muy pocos que han accedido al mercado formal de trabajo

11
(como obreros o empleados) pues la mayoría vive en el mundo informal y están obligados a
generar sus propios medios de subsistencia (empleo doméstico, comercio ambulatorio, chofer o
cobrador de microbús, albañil, pintor de brocha gorda, jardinero, gasfitero…) o formar un
pequeño “negocio familiar”. Los servicios de educación y salud que reciben son de baja calidad
y esto limita su desarrollo personal. Si bien no satisfacen sus necesidades de manera adecuada, a
diferencia de los pobres endémicos, tienen acceso a ciertos elementos de la cultura occidental a
través de la radio, la televisión y la prensa escrita. Por último, también a diferencia de los pobres
endémicos, tienen la capacidad, y a veces el apoyo estatal o no-gubernamental, de organizarse
en comedores populares, clubes de madres o comités vecinales para sobrellevar con alguna
dignidad su pobreza.
c. La pobreza coyuntural.- La reciente pobreza de estos peruanos se debe a la crisis económica
desatada en las últimas tres décadas. Viven en las ciudades, tienen un nivel adecuado de
educación y capacitación, pero el contexto económico les impide encontrar un trabajo formal,
estable y bien remunerado. Esto quiere decir que su pobreza es resultado de un factor externo a
la persona, no de su condición cultural o social como ocurre en los casos anteriores. Este sector
de la población sí se hace escuchar, especialmente en las campañas electorales, en las encuestas
de opinión o en los medios de difusión masivos.

LA EXCLUSIÓN EN EL PERÚ

Tipos de exclusión Excluyentes Intermedios Excluidos


Idioma Castellano Bilingualismo Nativos monolingues
Origen étnico-racial Blanco y/o mestizo Cholos Campesinos indígenas
Comunidades campesinas
Residencia Urbana Pueblos intermedios Femenino

Sexo Masculino Mercados/hogares Niños y ancianos


Religiones nativas
Grupos de edad Adultos Jóvenes Analfabetos
Religión Protestante Católico Comunidades campesinas
Educación Formal Semi-analfabetos
Organizaciones culturales Cultura urbana Asociaciones voluntarias
individualizada

Algunos puntos de reflexión final

1. Pocos en el Perú se definirían como racistas. Sin embargo, como anota Alberto Flores Galindo,
“las categorías raciales no solo tiñen sino que a veces condicionan nuestra percepción social”.
Basta ver en la conformación de ciertos grupos profesionales, en los programas de televisión, en
el acceso a ciertos clubes o en los concursos de belleza; incluso, el término “analfabeto” puede
hacer referencia a quien no conoce el castellano. El racismo no se reduce al menosprecio o a la
marginación. Se trata de todo un discurso ideológico que fundamenta la dominación social sobre
la base de la existencia de razas y la relación jerárquica entre ellas. Si el discurso racista en el
Perú se gestó en el siglo XVI en la relación blanco-indio, este paradigma, con el tiempo, se
propaló a otros grupos sociales.
2. El “choleo” es la principal forma de discriminación. Para entenderlo, como anota Walter
Twanama, se requiere un análisis muy complejo que va desde los aspectos étnico-raciales,
pasando por los económicos y educativo-lingüísticos, hasta por la oposición migrante/limeño. A
pesar de su apariencia, esta forma de discriminar no es solo racial.
3. Las etiquetas étnicas, según Marisol de la Cadena, pueden jerarquizar a los individuos dentro de
comunidades, familias y parejas. A este complejo panorama, se suma el ordenamiento
administrativo impuesto por el Estado republicano (regiones, localidades, departamentos,
provincias, distritos) que generan otro tipo de lealtades y separaciones que, a su vez, abren paso
a otro tipo de posibilidades de interacción y conflicto.
4. En el Perú actual no existen, formalmente, posturas intelectuales abiertamente racistas; tampoco
hay organizaciones o partidos políticos que basen su programa en el racismo como hilo

12
conductor. Sin embargo, en la mentalidad de los peruanos, producto de una hipoteca histórica,
subsisten prácticas cotidianas muy eficaces de discriminación o clasificación racial que
envenenan la posibilidad de construir una sociedad basada en los principios democráticos.
5. El racismo en el Perú es desintegrador y corrosivo. Como anotan Gonzalo Portocarrero y Juan
Carlos Callirgos, las imágenes socialmente construidas de belleza, prestigio, éxito, inteligencia y
status social, y que son mostradas como modelos por los medios de comunicación, están
totalmente divorciadas a la apariencia de la mayoría de los peruanos. Al mirarse al espejo, el
racismo puede dirigirse contra uno mismo, a negarse aceptar como se es y actuar de manera
desgarradora en la intimidad de las personas.
6. El racismo no es unidireccional, es decir, de los “blancos” contra los “cholos”. Al interior de los
grupos populares también hay juicios y percepciones contrapuestas respecto a los “blancos”.
Esta “multidireccionalidad” se complica, además, por los recelos, rivalidades y odios históricos
entre los propios grupos populares. Esto también impide cualquier posibilidad de construir una
sociedad abierta y tolerante.
7. En gran medida, la pervivencia del racismo demuestra el fracaso educativo en el Perú. La
escuela no solo es un ámbito donde se trasmiten conocimientos sino también determinados
valores vinculados a la libertad, tolerancia, solidaridad, respeto a uno mismo y al otro en niveles
simétricos. Un modelo educativo construido sobre una realidad en al que prima la diversidad
cultural, regional y étnica.

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA

ARELLANO, Rolando
(2007) Bueno, bonito y barato. Lima: Planeta.
BRUCE, Jorge
(2007) Nos habíamos choleado tanto: psicoanálisis y racismo. Lima: Universidad San Martín de Porres
CADENA, Marisol de la
(2004) Indígenas mestizos. Raza y cultura en el Cuzco. Lima: Instituto de Estudios Peruanos.
CALLIGOS, Juan Carlos
(2006) Percepciones y discursos sobre etnicidad y racismo: aportes para la educación intercultural
bilingüe. Lima: CARE.
COMISIÓN DE LA VERDAD Y RECONCILIACIÓN
(2003) Informe Final. Lima: CVR
FLORES GALINDO, Alberto
(1989) Tiempo de plagas. Lima: El Caballo Rojo
GRANADOS, Manuel Jesús
(2000) Los andinos y el racismo en el Perú. Lima: J. Gutemberg Editores
MANRIQUE, Nelson
(1999) La piel y la pluma: escritos sobre literatura, etnicidad y racismo. Lima: SUR
NUGENT, José Guillermo
(1992) El laberinto de la choledad. Lima: Fundación Friedrich Ebert
PORTOCARREO, Gonzalo
(2007) Racismo y mestizaje y otros ensayos. Lima: Congreso de la República del Perú
RAMÍREZ REYNA, Jorge
(2006) Racismo, derechos humanos e inclusión social: afrodescendientes en el Perú. Lima: Instituto
Internacional de Relaciones Públicas y Comunicaciones
TWANAMA, Walter
(1992) “Cholear en Lima”, en Márgenes, n°9, p. 206-240
ZAVALA, Virginia y Roberto ZARIQUIEY
(2007) “Yo te segrego a ti porque tu falta de educación me ofende: una aproximación al discurso racista
en el Perú contemporáneo”, en Teun A. van Dijk (coordinador), Racismo y discurso en América Latina.
Barcelona: Gedisa, p. 333-369

13

También podría gustarte