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El texto que nos disponemos a comentar es una apretada historia de la filosofía narrada con el
provocador estilo metafórico que caracteriza la escritura de Nietzsche. En su exposición se
sigue un orden cronológico que va desde la filosofía platónica hasta la propia filosofía
nietzscheana (el texto consta de seis puntos en el examen aparecen los tres primeros puntos).
El tema central del texto (Cómo el “mundo verdadero” acabó convirtiéndose en una fábula)
sería mostrarnos como la historia del pensamiento y de la cultura occidental está basada en un
profundo error, por haber establecido y convertido equivocadamente que un mundo inventado
se haya convertido en el único mundo real, seguro y estable. Y se ha despreciado y condenado
cualquier otra posibilidad. Fábula significa cuento fantástico que nada tiene que ver con la
realidad.
En el primer punto, sitúa el comienzo de esta historia de la filosofía no en su comienzo real, con
los filósofos presocráticos, sino en el autor más significativo del comienzo del error, en Platón.
Ese “mundo verdadero” es, por consiguiente, el mundo de las Ideas platónicas, aquella realidad
inmaterial, que sólo se puede aprehender mediante la inteligencia, más allá de lo sensible. Se
trata de un mundo al que sólo puede acceder el sabio, aquel individuo que ha seguido el
proceso educativo propuesto por Platón. Un camino por el que dicho individuo se va desligando
de lo sensible, de aquello que captan los sentidos, de los deseos del cuerpo, para acceder, con
gran esfuerzo, a ese mundo de entidades reales, universales, ingénitas e imperecederas,
absolutas, que constituyen la única verdad, el único mundo real (el mundo sensible, aparente,
es, según Platón, una mera copia de aquel).
El segundo momento de la historia de ese gran error de la filosofía lo constituye el cristianismo.
El “mundo verdadero” se ha trasladado ahora al cielo cristiano, un mundo “(…) inalcanzable por
ahora (…)”. En efecto, con Platón, aquellos individuos elegidos que seguían el proceso
educativo hasta el final podían contemplar las Ideas. Pero en el cristianismo el cielo sólo se
disfruta tras la muerte. Para ello hay que haberlo merecido en vida, esto es, haber seguido
obedientemente las normas establecidas por el poder: es “(…) prometido (…) al piadoso, al
virtuoso («al pecador que hace penitencia»)”. Es un mundo absolutamente seductor —otra vida
después de la muerte— a pesar de que nadie lo ha visto, por lo que la idea se hace más sutil,
más etérea, imposible de aprehender. Si bien para Platón el mundo sensible era un mundo
aparente, que imitaba al verdadero, para el cristianismo nuestra vida sensible, corpórea e
instintiva es real pero completamente denostada y desvalorizada. De su represión depende en
buena medida que merezcamos “conocer” el “mundo verdadero”.
En el tercer momento de la historia, Kant, filósofo alemán del siglo XVIII, es quien determina,
según Nietzsche, el “mundo verdadero” desde su análisis del conocimiento. Explicado muy
sintéticamente Kant sostiene que en el proceso de conocimiento el sujeto que conoce aporta
ciertas categorías (espacio y tiempo en un primer nivel; unidad, pluralidad, negación,
causalidad, necesidad-contingencia, etc. en un segundo nivel) sobre el material informe que le
llega de los sentidos. El conocimiento es, pues, la síntesis de ambos componentes: lo que
aporta el sujeto y lo que proviene de la realidad exterior. El resultado es la posibilidad de
conocimiento del fenómeno. El fenómeno es para Kant objetivo, para todos igual, porque los
humanos compartimos esas categorías a priori aportadas. Es la continuación del “mundo
verdadero” platónico en cuanto que es objetivo, está ordenado por la razón y alejado de los
sentidos. Pero además, el hecho de que en todo conocimiento haya siempre algo subjetivo,
aportado por el sujeto, significa que nunca puede lograrse un conocimiento objetivo de la
“auténtica” realidad, del mundo tal y como es. Esa realidad, ese supuesto mundo objetivo, otra
versión diferente del “mundo verdadero”, es lo que Kant denomina noúmeno o cosa en sí y, por
lo que acabamos de exponer, siempre será “(…) inalcanzable, indemostrable, imprometible
(…)”. Siempre que pretendamos conocerlo estaremos aportando algo de nuestra subjetividad
que no está en él, en la realidad, en la cosa en sí. Así, nunca podemos saber cómo es ese
supuesto “mundo verdadero”. Si ese supuesto mundo verdadero material en sí es incognoscible
(sólo es cognoscible como fenómeno) mucho más lo serán “realidades” como Dios o el alma,
que no contienen nada que provenga de los sentidos. Sobre ellos no podemos aplicar ni el
espacio ni el tiempo ni las categorías pues, cuando lo intentamos, caemos en contradicciones.
Nunca podremos conocerlos, demostrarlos, como fenómenos, aunque sí podemos pensarlos.
Esto es lo que hace Kant para extraer de ellos ciertas consecuencias en forma de obligaciones
prácticas, de imperativos morales. Aunque no los podemos conocer, rigen nuestro
comportamiento: “(…) ya en cuanto pensado, un consuelo, una obligación, un imperativo”. Así,
pues, con Kant el “mundo verdadero” continúa alejado del ser humano, sigue siendo
“inalcanzable” e indemostrable, además de ejercer un poder sobre el individuo en forma de
imperativo.
En el punto dos que corresponde al cristianismo el mundo verdadero se sitúa en la otra vida, en
el cielo, y aunque todavía es inasequible, es el objeto de la promesa del sabio, del piadoso y del
virtuoso como premio a una vida de sacrificio y penitencia. El cristianismo consuma este
movimiento introspectivo socrático del conocimiento de sí mismo al llevar a cabo una
descalificación de las pasiones, al invertir los valores y hacer pecaminosos los instintos. El
modelo de hombre a seguir es el de los ascetas y los sacerdotes.