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Romanticismo y posmodernidad en el teatro latinoamericano: algunas hipótesis sobre las

representaciones teatrales de la civilización y la barbarie en tres siglos

En su artículo Teatro y filosofía, Alain Badiou señala que se pueden discernir tres
figuras canónicas de la comprensión filosofante del arte en general y del teato en particular: la
didáctica, la clásica y la romántica.
La figura didáctica pide al teatro que sea la fábula heroica de la Idea y activa una
censura de la ambigüedad que parte del presupuesto de que la verdad es siempre exterior a un
arte cuya temible eficacia subjetiva debería estar al servicio de ésta, rectificando equívocos e
imposturas.
El arte teatral clásico no aspira en modo alguno a una verdad a la que considera
exterior al arte pero inocente y su función, más práctica que cognitiva, consiste en captar al
sujeto en una operación de identificación y transferencia por la cual el proyecta y depone sus
pasiones. El teatro sería en este sentido, más que una propedéutica, una terapéutica que
acompaña a la filosofía apaciguando oscuridades y tensiones interiores.
Por último, la tesis romántica cree que sólo el arte es capaz de una verdad concreta por
medio del descenso de la Idea infinita en lo sensible; descenso involuntario y doliente que
sería todo el tema del drama romántico. Frente a la mezquindad de los conceptos el teatro
halla su legitimación en tanto que mediación visible.
El marxismo habría adoptado la tesis didáctica, aún en formas refinadas como las de
Brecht para quien habría una verdad exterior, de carácter científico: el materialismo dialéctico
e histórico sólo expresable por medio da una épica que volvería visible la relación de lo s
sujetos con esa verdad que el mundo inmediato (la ideología) oblitera. En Latinoamérica, lo
didáctico ha sido (y tal vez sigue siendo) dominante: el neoclacicismo, el romanticismo, la
mayor parte de las poéticas realistas (aún en ciertas variantes populares como la gauchesca
rioplatense, el jibarismo de Ramón Mendez Quiñones o la producción de autores como el
mexicano Fernando Calderón o Jacinto Milanés) y hasta ciertas formas pretendidamente
irracionalistas que van desde el expresionismo hasta el teatro posmoderno se inscriben dentro
de esta variante que incluiría, por ejemplo y con todas las salvedades del caso, al teatro de
Sabina Berman.
El psicoanálisis, por su parte, sostendría la tesis clásica: circulación del objeto de
deseo, exhibición de complejos familiares, el teatro operaría como una cura psicoanalítica
breve. Se trata de una tesis rastreable en ciertas apropiaciones latinoamericanas del teatro de
Eugene O’ Neill o de Harold Pinter y en formas próximas al psicodrama, a Artaud o al teatro
antropológico. Es posible incluir por ejemplo en esta categoría parte de la producción de
Usigli, de Argüelles, de Triana, de Gambaro o de Pavlovsky, teniendo siempre en cuenta sus
evidentes diferencias y sus más o menos inevitables proyecciones didácticas
Por último, la figura romántica sería la sostenida por lo que Badiou llama la tendencia
al teatro-poema: una lírica que sería casi indiscernible del decir poético ornamentado y visible
cercano a la tradición hermenéutica alemana. Esta figura que aparece diseminada en obras
predominantemente didácticas puede ser rastreada en autores como Carballido o Monti.
Mientras que estas figura fue, quizás de modo paradójico, incluida por nuestros románticos
sólo de manera lateral, la posmodernidad ha sido pródiga en producciones de este tipo,
especialmente en ciertos “elogios de la locura” típicamente románticos como los realizados
por Tantanián a partir de figuras como Kleist o Hölderlin.
Badiou va a señalar provocativamente que el siglo XX no ha podido reemplazar
ninguna de estas tres figuras sino tan sólo renovarlas dentro de lo previsto salvo en una cuarta
relación a la que él llama inmanentista, según la cual el teatro produciría por sí mismo un
efecto de verdad singular e irreductible que no se daría en ningún lugar que no fuera sobre el
escenario y que se traduciría en las llamadas “ideas teatro”. En este cuarto caso sería posible
definir al teatro como un acontecimiento experimental cuasipolítico que amplifica nuestra
situación en la historia.
Todas estas formas, en sus diversas posibilidades combinatorias que siempre
presuponen la primacía de una de ellas, permiten establecer (tal como someramente tratamos
de esbozarlo) un panorama del teatro latinoamericano de los siglos XIX y XX. Por ejemplo,
nuestros románticos del siglo XIX, habrían sido particularmente proclives a la tesis didáctica
y a utilizar las formas románticas sólo como puro ornamento al servicio de una idea que
muchas veces tenía por objeto precisamente impugnar esas formas. Aún aquellos dramas que
apostaban a la imaginación más desbordada estaban siempre ligados a una idea, funcionaban
como metáfora de una verdad exterior que por lo general era de orden político: son pocos los
casos en los que se apuesta a la producción de formas estéticas autónomas y, aún en estos
casos, la política ocupaba un lugar por cierto no menor. Es decir: más que pensar que sólo el
arte (el teatro) sería capaz de una verdad concreta que trascendiera la mezquindad de los
conceptos se pensaba que éste debía estar al servicio de la política, en coyunturas que por lo
general demandaban precisamente eso: política. La fuerte presencia del discurso republicano
de procedencia neoclásica en producciones pretendidamente románticas da cuenta de lo
anterior, de una politización de todas las esferas de la vida tanto pública como privada. Ni el
amor escapaba a la política y así encontramos que el discurso del republicanismo,
especialmente ciertas figuras vinculadas a la barbarie y al despotismo, forma política de la
barbarie, sirve de nexo entre lo público y lo privado y se intercala con el lenguaje de las
pasiones: así encontramos por ejemplo que el amor esclaviza o encadena, que los
sentimientos convierten a los hombres en fieras, que el corazón es un déspota o que los celos
poseen uñas de tigre. Todo ello inserto en formas melodramáticas que solían ser metáforas de
una sociedad opresiva y la imposibilidad del sujeto de acceder a su objeto (la mujer amada)
era muchas veces metáfora de la imposibilidad de acceder a una vida política plena. O, en
otros casos, la unión imposible de la pareja y su consecuente desenlace fatal operaban como
metáfora de la unión imposible entre la civilización y la barbarie. Sólo en algunos casos
aislados como el de la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda quien, tal vez por su cercanía
con España y su esporádico contacto con el universo cultural cubano, es posible percibir un
grado de estetización inusual para el teatro latinoamericano: así, en su obra Baltasar (1858),
encontramos rasgos fuertemente estetizantes y románticos en el sentido que Schmitt otorga al
término. Si bien apela al discurso del republicanismo y su bárbaro protagonista presenta los
rasgos que caracterizan al despotismo (el capricho y el terror), estos recursos no se encuentran
al servicio de la Idea, de la coyuntura política sino de una estética personal centrada en
mostrar los estados variables del “alma romántica” del personaje bíblico del título.
Pero dejando de lado estas excepciones, lo que ha ocurrido en Latinoamérica en
general (y en Chile y en el Río de la Plata de manera singularmente intensa) es que aún las
obras que apelan a los nichos imaginativos del romanticismo (lo oriental, la Edad Media, el
pueblo cándido) lo hacen en función de una coyuntura política y aún de una “metafísica del
mal” necesaria según Dotti tanto para la actividad crítico-filosófica como para cualquier
decisión política. Tal sería el caso de los usos de Oriente por parte de José Mármol en su obra
de 1842, El Cruzado. En ella, la unión entre Alfredo (el cruzado del título) y Celina (una
joven jenízara) y la ulterior muerte de ambos, funcionan, en términos generales, como
metáfora de la síntesis imposible entre la civilización y la barbarie y, en términos particulares,
como una referencia metafórica al gaucho. Celina es una “habitante del desierto” y sus
pasiones desmedidas son engendradas por “el clima” en el que habita: en este sentido, si
tomamos las reiteradas comparaciones que Sarmiento realiza en el Facundo entre el gaucho y
Oriente, la metáfora planteada por Mármol (que no pudo ser comprendida en su época ni aún
por críticos calificados como Juan Bautista Alberdi) se vuelve transparente; más aún si la
leemos desde el texto Camila O’ Gorman (1856), del uruguayo Heraclio Fajardo (basado en
la novela del francés Felisberto Pelissot), en donde el personaje histórico del título es
representado al mismo tiempo como gaucho y como sultán (“el sultán de Palermo”): toma
mate y tiene un harén. Un uso similar de la temática del pueblo cándido es el que hace el
chileno Camilo Henríquez en La Camila o La patriota de Sud-América, de 1817. La Camila
nos presenta, desde una perspectiva roussoniana que en gran medida anticipa las miradas
románticas sobre el indio, una suerte de “arcadia” indígena en donde “buenos salvajes” son
regidos por principios inspirados en la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica y
critican, por medio de la apelación al discurso republicano, la “barbarie” de los españoles.
Quisiera en este punto, y partiendo de las tres figuras propuestas por Badiou y de los
escritos de Schmitt sobre romanticismo, analizar tres miradas críticas acerca de dos momentos
de la vida cultural latinoamericana: el momento romántico y el momento posmoderno.
El primer caso presenta una crítica al romanticismo en el momento de su emergencia
en Latinoamérica. Se trata de Juana de Nápoles (c.1850), de Salvador Sanfuentes, texto que
se propone zanjar metafórica y teatralmente la polémica en torno al romanticismo
desarrollada en Chile en la década del cuarenta y estudiada y relevada por Norberto Pinilla en
su libro La polémica del romanticismo (1943). Centrada en el personaje de Andrés, rey de
Hungría y esposo de Adriana de Nápoles, una suerte de “buen salvaje” habituado a la vida
ruda de las montañas y modelo de buen gobernante, la obra nos presenta la frivolidad (y
“afeminación”) de la vida cortesana que es rechazada por el protagonista. La principal
característica de esta vida cortesana es el “capricho”, rasgo que debidamente acompañado del
“terror” (su compañero inseparable) distingue según Montesquieu al despotismo. Los
cortesanos conspiran permanentemente contra Andrés (pues temen que éste recorte sus
privilegios y cambie su modo de vida) y, finalmente, lo asesinan con la complicidad de su
esposa. Estos cortesanos pueden leerse como una representación metafórica de los románticos
como Vicente Fidel López, con los cuales Sanfuentes polemiza desde el teatro pero también
(y sobre todo) desde sus artículos periodísticos publicados en el Semanario de Santiago. Sus
cuestionamientos son similares a los que desarrolla Alberdi en su artículo La generación
presente a la faz de la generación pasada (El Iniciador, Montevideo, 15 de junio de 1838), y
los cortesanos de su obra responden a las características negativas que el propio Sanfuentes
atribuye a los románticos, pero también a las que Carl Schmitt atribuye al romanticismo
político: frente a los compromisos existenciales, los románticos se harían fuertes (seguimos en
este punto al estudio de Dotti sobre Schmitt) en la ironía y la intriga que son los expedientes
para transformar toda situación en un espacio lúdico, donde ninguna posibilidad queda ya
descartada e implica un abanico de virtualidades excluyentes, pero también en la poesía que
según Badiou sería portadora de una verdad concreta superadora de la mezquindad de los
conceptos y que aquí ponen de manifiesto la frivolidad de quienes la practican.
El segundo caso es el de Remanente de invierno (1994), de Rafael Spregelburd, texto
representativo del teatro posmoderno. De un modo que hace pensar en las
autorrepresentaciones de los artistas características del romanticismo, Spregelburd presenta al
personaje de Silvita (una nena que funciona como una suerte de alter ego suyo) en una
búsqueda de “identidad” que finalmente encuentra de manera parcial en un proceso de
desterritorialización a la vez espacial y lingüístico. Remanente de invierno nos habla de este
modo del enfrentamiento entre un individuo que realiza una serie de prácticas desubjetivantes
a fin de resistir a una sociedad que ejerce su poder a través de los medios masivos y de la
educación formal y que está representada por la familia, los vecinos, los conductores
televisivos y la psicopedagoga, pero también por los electrodomésticos, los medios de
comunicación y el lenguaje (la gramática) todos ellos vinculados a un orden represivo en un
universo regido por una lógica propia que exacerba irónicamente las tendencias del mundo
actual, parodiando especialmente a la sociedad de consumo. Se parodian personajes como el
topo Menéndez (que nos remite claramente al Topo Gigio pero también a Teddy, el osito
interactivo creado por Gerardo Sofovich), la gramática -vinculada al “sentido común” y a la
conservación de las tradiciones-, los medios de comunicación y el progreso tecnológico pero
también el habla de clase media (que aquí aparece fragmentada y transgredida, lo cual vuelve
imposible la comunicación) y discursos sociales como el de la publicidad, que contrastan con
el “discurso subjetivo” de Silvita, caracterizado por el “mal uso” del lenguaje (especialmente
de las preposiciones) y la transgresión de sus normas en los niveles fonológico, morfológico,
sintáctico y semántico.
Esta parodia se produce también por medio de personificaciones de objetos -como el
San Bartolomé, “virus horroroso que sodomiza a los aires acondicionados”- y apunta a
generar un efecto humorístico pero también a criticar a una sociedad signada, en términos de
Jorge Dotti, por la “hegemonía de lo mercantil” que regula las relaciones humanas y que es
carácterística de los neoliberalismos en general y del menemismo en particular. Silvita busca
su identidad transgrediendo las “normas” de su entorno mediante acciones verbales con las
que deconstruye el lenguaje “oficial”, la gramática, sostén de la tradición (“¡Qué sería de
nuestras tradiciones si no hubiera un lenguaje!”, dice uno de los personajes). Hay en esta obra
un uso “desviado” de la lengua y de los objetos por parte de una protagonista cuyo progresivo
engrandecimiento concluye con su partida definitiva. Silvita es, como vimos, el “personaje
embrague”, aunque la ideología del texto también es enunciada por otros personajes.
Encontramos además en este texto personajes “amenazantes” como el electricista y el
plomero quienes, tal como ocurre en el absurdo de amenaza de Pinter, proceden de la
extraescena e “invaden” la escena. Estos “representantes del orden” ingresan en la casa de
Silvita e intentan imponerle normas, le exigen explicaciones y le indican el modo “correcto”
de actuar. Pero ello no impedirá que finalmente sean sometidos por el “didactismo
posmoderno” de Silvita, a quien en un comienzo habían querido “corregir”.
El tercer caso, cercano semánticamente al anterior a pesar de su melancólico
pesimismo es el de Santiago High Tech (2002), de Cristián Soto. Partiendo de la ciencia
ficción como género caracterizado por su capacidad para exhibir mundos futuros que
extrapolan y exacerban tendencias del presente, Soto nos muestra un universo enrarecido pero
anclado en fuertes y reconocibles marcas referenciales una Alameda que posee varios niveles
de tránsito, un tren que lleva al polo sur en un día, una Valparaiso que se ha juntado con
Santiago, un lago en el lugar en donde antes se encontraba el desierto de Atacama. En
síntesis: un mundo hiper tecnificado en donde reina la tolerancia como valor supremo, las
diferencias entre los sexos se han disuelto (el protagonista, XY, tiene dos madres y dos
objetos de deseo de sexo diverso: XX y XY2), y parece haberse excluido la idea de crisis que
supondría para Dotti una comprensión metafísica, no científica de la historia como drama. Es
el mundo del fin de la historia, de la posmodernidad llevada a su extremo, de la hiper
racionalización de las relaciones humanas. Un mundo donde “optar no sirve”, donde las
pasiones son negadas porque “conducen a los fanatismos y los fanatismos a las
destrucciones”.
Creemos que el estudio de textos como los referidos en este trabajo, sumado al análisis
del funcionamiento de los protocampos teatrales (con sus actores, empresarios y críticos) de
los que éstos son emergentes, nos permitirán ir diseñando una imagen global de la
productividad de la fórmula civilización / barbarie en el teatro latinoamericano de intertexto
romántico, así como también comenzar a pensar sus proyecciones en el teatro latinoamericano
de intertexto moderno y posmoderno. Partimos nuevamente en este caso de la lectura que
Schmitt hace del fenómeno del “romanticismo político” sumamente productiva (tal como lo
señala Jorge Dotti en el prólogo) para la evaluación crítica de la cultura posmoderna,
particularmente predispuesta al subjetivismo irónico.

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