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Política y subjetividad: hacia un estudio de los usos de la fórmula civilización / barbarie en el

teatro latinoamericano de intertexto romántico

Martín Rodríguez
(CONICET, GETEA,
UBA, IUNA)

En este trabajo me propongo abordar el estudio de las formas que adopta la fórmula
civilización / barbarie en el teatro latinoamericano romántico que se inicia con el estreno de
La capilla (1837), de Ignacio Rodríguez Galván. Me centraré en un corpus tentativo
constituido por textos dramáticos y dejaré para más adelante otros aspectos fundamentales
para los estudios teatrales como la puesta en escena, las técnicas actorales empleadas, la
crítica o el público. Haré especial énfasis en el estudio de las formas que adopta el ideologema
del despotismo en el texto Juana de Nápoles (c.1830), del chileno Salvador Sanfuentes por
poseer éste ragos que proporcionan claves para abordar el corpus en su conjunto.
Recurro para ello a dos textos que operan en gran medida como marco de mi análisis:
en primer lugar, Metahistoria (1998), de Hayden White y, en segundo lugar, Romanticismo
político (2001), de Carl Schmitt.
Considero que la metodología diseñada por el primero para el estudio de la producción
de los “historiadores” y de los “filósofos de la historia”, resulta ideal para este abordaje, dada
la proximidad entre el teatro latinoamericano y el “referente histórico”. White distingue cuatro
modos fundamentales de tramar la historia -la comedia, la tragedia, la sátira y el romance-,
cuatro modos de argumentación -el mecanicista, el formista, el organicista y el contextualista-
y cuatro modos de implicación ideológica -el liberal, el conservador, el anarquista y el
radical-. Con ellos, se propone estudiar los “modos que adquiere la conciencia histórica
durante el siglo XIX”, a partir de la premisa de que tanto las “historias” como las “filosofías
de la historia” son “formalizaciones de intuiciones poéticas que analíticamente los preceden y
que sancionan las teorías particulares utilizadas para dar a los relatos históricos el aspecto de
una „explicación‟”. A partir de White, he podido verificar que el teatro romántico
latinoamericano del siglo XIX siempre tiende a adoptar una mirada historicista sobre el
contexto en el que se inscribe y que esa mirada resulta de una simplificación de otros
discursos no teatrales (filosóficos, históricos, periodísticos) cuya complejidad atentaría contra
los fines didácticos que persigue en mayor o menor medida.
Partiendo de esta metodología y de los desarrollos de Schmitt (los cuales, según afirma
Jorge Dotti en su prólogo a la edición argentina, resultan de suma utilidad para comprender a
los románticos latinoamericanos del siglo XIX), de su diferenciación entre “romanticismo
político” y “políticos románticos”, he establecido una distinción entre aquellos teatristas que
cultivan el “romanticismo político”, es decir que hacen un uso lúdico y estetizante de la
política (en este caso de la fórmula civilización / barbarie) y los “políticos románticos”, que
utilizan los tópicos del romanticismo con fines netamente políticos. Tal distinción, aplicada en
principio a artistas individuales, me ha permitido establecer (de manera aún parcial y precaria)
cómo la fórmula es incorporada en las diversas fases por las que atraviesa el teatro romántico
en las distintas regiones estudiadas, estableciendo las peculiaridades “nacionales” de tales
incorporaciones.
En lo que se refiere a la necesaria distinción de fases en el teatro latinoamericano de
intertexto romántico, comprobé que las utilizadas previamente para periodizar el teatro
argentino resultan en principio aplicables al nuevo objeto. Se trata de una periodización que
en cierta medida excede los límites del teatro romántico (se proyecta en algunos casos al
teatro neoclásico anterior) y que consta de tres fases: 1) la fase de politización y crítica, que
coincide con momentos de fuerte conflictividad y efervescencia política, 2) la fase de
despolitización y reforma, caracterizada por la emergencia de formas teatrales en las que se
percibe un fuerte proceso de despolitización y por la consolidación de géneros
“conservadores” como la comedia que funcionan como transmisores del modelo civilizatorio
de las elites y, 3) la fase de socialización o nacionalización, en la que asistimos a la
emergencia de algunas formas teatrales nativistas más o menos populares, (como los
“juguetes cómicos” del puertoriqueño Ramón Méndez Quiñones, protagonizados por el
“jíbaro”, o la producción de autores como el mexicano Fernando Calderón y el cubano Jacinto
Milanés), y de otras intertextuales con el romanticismo social del que habla Roger Picard
(1958), (como la gauchesca rioplatense, iniciada con el estreno en 1884 de Juan Moreira, por
parte de la compañía de los Podestá).
La apelación a fases que se centran más en los vínculos entre el teatro y el referente
político que en la evolución de sus formas (aunque ambos aspectos no estén del todo
desvinculados) se debe, en primer lugar, a la ausencia de campos teatrales entendidos como
espacios relativamente autónomos y, en segundo lugar, a la extrema relación entre el teatro
(de carácter eminentemente didáctico y muchas veces cercano al periodismo o a la tribuna
política) y las diversas coyunturas.
Parto de la hipótesis de que estas fases se reiteran en el teatro de intertexto romántico
de los distintos sistemas teatrales abordados, sin que ello implique una relación de sincronía
temporal entre ellos. Por ejemplo, entre las dos ciudades principales del sistema teatral
rioplatense (Buenos Aires y Montevideo) existe una perfecta sincronía en lo que se refiere a la
evolución de sus respectivos teatros: la fase de politización y crítica se extiende desde 1837
hasta 1852, la de despolitización y reforma desde 1852 hasta 1884 y la de socialización, desde
1884 hasta aproximadamente 1896, pero no ocurre lo mismo con el sistema teatral chileno, si
bien por ser éste receptor de exiliados de nuestro país en el período rosista y por la intensa
comunicación entre los intelectuales de ambos lados de la cordillera posee multiples puntos
de contacto con el teatro rioplatense, especialmente en lo referido al intercambio de actores
(como Casacuberta o Máximo Jiménez) y de políticos e intelectuales interesados en la crítica
teatral (por no decir críticos en sentido pleno) como Domingo Faustino Sarmiento.
Las diferencias entre el modo en que estas fases se desarrollan no tienen que ver sólo
con su duración o con cuestiones de orden temporal, sino también con sus diferentes
intensidades: por ejemplo, la fase de politización se presenta como más intensamente política
en los países en donde se percibe una mayor conflictividad política. Tal sería el caso de la
producción teatral rioplatense (en la cual la figura de Rosas y la barbarie por él representada
ocupan el centro de la escena y atraviesan la totalidad de la producción teatral entre 1837 y
1852) que presenta importantes diferencias respecto del teatro romántico chileno del mismo
período. Los textos románticos chilenos producidos a partir del estreno de Los amores del
poeta (1842), de Carlos Bello y Ernesto (1842), de Rafael Minvielle (inaugurales del
romanticismo teatral en Chile) limitan en distinta medida sus contenidos políticos y se centran
en conflictos pertenecientes a la esfera privada o en polémicas entre intelectuales. No es que
lo político esté ausente en ellos, es sólo que aparece subordinado a los conflictos “privados”
referidos, mientras que en el teatro rioplatense la política es el elemento central.
Comparando por ejemplo El poeta (1842), de José Mármol con Los amores del poeta,
es posible ver que ambos presentan intrigas melodramáticas y estructuras profundas similares,
con sujetos que persiguen un objeto sentimental (la mujer amada) y tienen oponentes
similares: un padre y un marido igualmente poderosos y despóticos. Pero mientras que en el
primer caso la imposibilidad por parte del sujeto de acceder a su objeto funciona como
metáfora de sus limitaciones para acceder a una vida social y política plena (se deja entrever
que el verdadero oponente es el rosismo), en el segundo, la potencialidad metafórica está casi
totalmente limitada a la intriga sentimental. Se trata en ambos casos de personajes similares
(más bien intelectuales capaces de reflexionar acerca de cuestiones políticas diversas que
poetas en estado puro) pero con funciones diversas dentro de coyunturas políticas igualmente
diversas. Ambos utilizan el discurso del republicanismo y figuras asociadas a las imágenes de
la barbarie y el despotismo (que es la forma política de la barbarie), pero en el primer caso
éste aparece casi exclusivamente vinculado a la esfera privada y al lenguaje de las pasiones (el
amor esclaviza, el sentimiento convierte a los hombres en fieras, el corazón es un déspota, los
celos poseen uñas de tigre) o a comentarios políticos de carácter general y desvinculados de
la trama central (se refieren por ejemplo a Napoleón como un déspota en una secuencia
transicional sin incidencia en la acción central), mientras que en el segundo, tales términos
poseen la doble función de referirse a la esfera privada y a la pública (el corazón es un
déspota, pero también lo es quien gobierna los destinos del país).
Otro punto importante que permite apreciar las diferencias entre el teatro de los
diversos sistemas teatrales abordados es el referido a la apelación romántica a hechos
acaecidos en tiempo o lugares lejanos (vinculada de algún modo a la nacionalización de lo
exótico de la que habla Ana Pizarro): Tanto en El cruzado (1842), de José Mármol como en
Juana de Nápoles (c.1850), de Salvador Sanfuentes o en Baltasar (1858), de Gertrudis
Gómez de Avellaneda, es posible apreciar que el recurso a lo exótico o a la lejanía espacial y
temporal posee funciones diferentes.
En el caso de la obra de Mármol, la unión entre Alfredo (el cruzado del título) y Celina
(una joven jenízara) y la ulterior muerte de ambos, funcionan, en términos generales, como
metáfora de la síntesis imposible entre la civilización y la barbarie y, en términos particulares,
como una referencia metafórica al gaucho. Celina es una “habitante del desierto” y sus
pasiones desmedidas son engendradas por “el clima” en el que habita: en este sentido, si
tomamos las reiteradas comparaciones que Sarmiento realiza en el Facundo entre el gaucho y
Oriente, la metáfora planteada por Mármol (que no pudo ser comprendida en su época ni aún
por críticos calificados como Juan Bautista Alberdi) se vuelve transparente; más aún si la
leemos desde el texto Camila O’ Gorman (1856), del uruguayo Heraclio Fajardo (basado en
la novela del francés Felisberto Pelissot), en donde el personaje histórico del título es
representado al mismo tiempo como gaucho y como sultán (“el sultán de Palermo”): toma
mate y tiene un harén.
El caso de Baltasar (1858), de la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, se
diferencia de ambos en el punto de que, si bien lo político no está ausente, su obra es la que
posee rasgos más fuertemente estetizantes y, por lo tanto, la más claramente romántica en el
sentido schmittiano del término. No es que carezca por completo de contenido político (de
hecho también apela al discurso del republicanismo y su bárbaro protagonista posee los
rasgos que caracterizan al despotismo: el capricho y el terror), es sólo que éste (tal como
ocurre en el romanticismo político definido por Schmitt) no se encuentra al servicio de la
política coyuntural sino de una estética personal centrada en mostrar los estados variables del
“alma romántica” del personaje bíblico del título. El tercer caso, el de Juana de Nápoles, será
tratado separadamente tal como se indica más arriba.
Considero relevante también, el estudo de un conjunto de textos vinculados a otras de
las cuestiones planteadas en nuestro proyecto de investigación, como por ejemplo las
representaciones del indio. Algunos de ellos son Siripo, de Manuel José de Lavardén, La
Camila o La patriota de Sud-América, 1817, de Camilo Henríquez; Cora, o los hijos del Sol,
1844, de Rafael Agostini; El sol de mayo y El Genio de América, 1873, de Francisco
Fernández o Netzahualcóyotl, el bardo de Acolhuacán o Xóchitl, 1877, de José Rosas
Moreno). Por ejemplo, en el primero de estos casos (La Camila), se representa, desde una
perspectiva roussoniana que en gran medida anticipa las miradas románticas sobre el indio,
una suerte de “arcadia” indígena en donde “buenos salvajes” son regidos por principios
inspirados en la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica y critican, por medio de
la apelación al discurso republicano, la “barbarie” de los españoles. Se trata de una visión que
difiere de textos neoclásicos como el Siripo de Lavarden el cual se refiere a la síntesis
imposible entre la civilización y la barbarie, a los aspectos negativos de la seducción bárbara
que Siripo ejerce sobre Lucía Miranda a quien su padre previene acerca de los peligros que
conlleva “rendir su beldad a un vil salvaje y asqueroso”. Contrapuesto a la Camila, Siripo
presenta sin embargo puntos de contacto con ella. La frase que Hurtado dirige a los indios
(“Libre os quiere hacer el que pretende, a razonables reglas sujetaros”) da cuenta de que la
libertad de la barbarie no es una libertad verdadera, ya que el bárbaro es esclavo de sus
deseos, de sus pasiones. La Razón fundaría entonces la ley que regula el deseo y haría posible
una libertad ordenada, cuestión que se verifica también en la lectura de la Camila, en donde
los indios se someten a un orden legal vinculado a principios republicanos, especialmente a
los expresados en la Constitución de los Estados Unidos. 1
Como contrapartida de textos como los mencionados, de evidente contenido político,
otros como Cora o los hijos del sol (1844), del venezolano Rafael Agostini, en el cual los
amores desgraciados de Cora (la india) y Montalvo (un guerrero español), no obedecen a la
síntesis imposible entre civilización y barbarie como en El cruzado de Mármol o en Una
víctima de Rosas, del uruguayo Francisco Xavier de Acha, sino a razones de índole estética
(cuando no lisa y llanamente estetizantes) que permiten compararlo con Baltasar y que
implican una limitación o neutralización de los contenidos políticos que lo acercan al
romanticismo político schmittiano.2
Me interesa en este punto focalizar el análisis en las formas que adopta el ideologema
del despotismo en el texto Juana de Nápoles (c.1830), de Salvador Sanfuentes.
En el número 2 de El Semanario de Santiago, Sanfuentes responde al artículo
Clasicismo y romanticismo que Vicente Fidel López publica en 1942, en el número 4 de la
Revista de Valparaíso, definiendo al romanticismo del siguiente modo: “No ha mucho tiempo
esta palabra se repetía a cada momento entre nosotros y sin que nadie entendiese su verdadero
significado oíamos llamar románticos a los escritos, románticas a las cosas, románticas a las
personas. Si un discurso estaba plagado de frases campanudas e ininteligibles, si una mujer
era extravagante en sus ideas, un hombre, extraño en su conducta o en su modo de vestir, bien
podían estar seguros de merecer esa calificación”.
Con esta definición, Sanfuentes abre una intensa polémica en la que intervienen, entre
otros, José Joaquín Vallejo y Domingo Faustino Sarmiento, en contra del romanticismo el
primero, a favor, el segundo, aunque decretando su fin). Pero ¿qué es ser romántico? Ninguno
de los contendientes parece poder resolver con demasiada claridad este enigma, aunque todos
conocen el paño, porque romántica (parecen decir todos ellos, de modo más o menos
explícito) puede ser cualquier cosa: hasta se puede ser romántico sin saberlo, o como dice
Jotabeche (seudónimo de Vallejo), “sin conocerlo, sin comerlo ni beberlo ni entenderlo, como
nos pasa a muchos. Por mí (sigue Vallejo) sé decirte que lo soy por instinto, por rutina, por
práctica, esto es, sin maldito el trabajo que me cueste… ¿Enamoras? Eres romántico ¿No
enamoras? Romántico. ¿Vives a la fasionable? ¡Qué romántico! ¿Vives a la bartola? Idem por
ídem. ¿Usas corsé, pantalón a la fulana, levita a la zutana y sombrero a la perenjana?
Romántico. ¿Tienes bigotes con pera, pera sin bigotes y patilla a la patriarcal? Romántco
refinado. ¿Cargas bastón gordo y nudoso a la tambor mayor? No hay más que hacer. ¿Te
peinas a la inocente? No hay más que desear ¿Hueles a jazmín,o hueles pero no a jazmín? ¿Te
pones camisas sin cuellos, o cuellos sin camisa? ¿Sabes saludar en francés? Il suffit. Tu es
fièrement romantique. No hay escapatoria, hijo mío… Que si Platón y Diógenes, Heráclito y
Demócrito y aún el mismo Aristóteles, hubiesen vivido en este tiempo, románticos habrían
sido bien o mal de su grado; pues, de otro modo, al ostracismo con ellos”.
Es decir, no se trata de definir algo que puede serlo todo y nada un tiempo y son las
ironías, antes que las definiciones, las que zanjan la polémica, porque las definiciones, cuando
se intenta darlas como pretende hacerlo Vicente Fidel López, son incomprensibles, no están
escritas en castellano siquiera, al menos, no en el castellano que todos hablamos: “nosotros
(dice al menos Jotabeche) no hemos podido meterle el diente, aunque al efecto se hizo una
junta de lenguaraces”.
Y es aquí donde la polémica parece llegar a un punto clave: romanticismo es un
nombre que se aplica a todas las cosas y la patria reclama que se llame a las cosas por su
nombre. Definir lo indefinido, dar forma a lo informe. Hechos, no palabras, más allá de
cualquier urgencia, porque lo caprichoso y lo ambiguo abren las puertas del despotismo,
porque no hay libertad posible sin reglas que la encaucen.
Por eso el teatro necesita reglas, aún el actor las necesita y cuando se pierde el rumbo
hay que recuperarlo, aún usando las armas que nos proporciona ese enemigo difuso que es el
romanticismo, siempre y cuando éstas se subordinen a la lógica de la Razón, fundamento de
toda acción coherente. Y Juana de Nápoles se refiere a esas y a otras cuestiones, a partir de la
presentación de una serie de antítesis en las cuales la política no está ausente.
En primer lugar, plantea el vínculo inevitable entre dos prácticas: la del buen gobierno
y la del buen vivir. Gobierna bien quien vive bien y Andrés, rey de Hungría y esposo de Juana
de Nápoles que hacia el comienzo de la obra se convierte en rey de Nápoles, sabe vivir: es
noble, austero, buen guerrero, masculino y fuerte pero, lamentablemente, está rodeado de
cortesanos que sólo se dedican a los placeres de la vida y a conspirar. Rodeado de románticos,
se diría más allá del anacronismo, porque estos cortesanos responden a las características
negativas que Sanfuentes atribuye a los románticos en sus artículos, pero también a las que
Carl Schmitt atribuye al romanticismo político: frente a los compromisos existenciales, los
románticos se harían fuertes según Schmitt mediante la ironía y la intriga que son los
expedientes para transformar toda situación en un espacio lúdico, donde ninguna posibilidad
queda ya descartada e implica un abanico de virtualidades excluyentes.
No deja de interesar la acusación que lanza Schmitt a los románticos cuando se refiere
a la ingratitud que implica someter a ironía ese mismo orden burgués, fuera del cual no
encuentra la base existencial para sus desplantes irónicos: la misma idea y la misma crítica se
aplican a la actitud que los cortesanos seguidores de Juana tienen frente a la vida palaciega.
Estos, lejos de aceptar la posibilidad de continuar con sus vidas frívolas sin entrar en
conflictos, optan por conspirar y por socavar las bases mismas de su forma de vida y
reemplazan la ociosidad que es su principal objeto por prácticas políticas en las cuales la
ironía y la intriga citadas, sobre todo esta última, ocupan un lugar preponderante. Sin embargo
siempre lo hacen desde un lugar subalterno: su imposibilidad de tomar decisiones, de hacer
política por si mismos, los convierte en servidores de quienes conspiran contra quienes sí
pueden hacerlo y sus recursos (que librados al azar serían puro juego vacío, pura muestra de
impotencia romántica) puestos al servicio del mal devienen en un arma letal. En la trama
romancesca que articula los hechos en el texto es Catalina de Bizancio, la tía de Juana,
representante de las fuerzas del mal, la más fuerte opositora de la política de Andrés. Catalina
es quien trama destronarlo y casar a Juana con su hijo, Luis de Tarento, que es el amante de
Juana y se exhibe sin pudor junto a ella y es en Catalina en quien los recursos inocuos del
romanticismo se convierten en soporte del despotismo.
Y en este punto debo referirme a las dos formas que el despotismo adquiere en el
corpus dramático del romanticismo: habría un despotismo bárbaro del cual Rosas sería un
buen ejemplo, pero también un despotismo civilizado no menos peligroso que el anterior.
Abundan en el corpus romántico chileno los ejemplos de despotismo bárbaro; no obstante en
este caso optamos por abordar un caso en el cual despotismo y civilización se nos presentan
integrando una misma trama.
Refiriéndose a formas despóticas asociadas por Montesquieu a la barbarie, Carlos
Altamirano va a destacar los dos rasgos que caracterizan al déspota y a Facundo: el capricho y
el terror. Sin embargo, en producciones tempranas y en franca polémica con otras del corpus
romántico rioplatense y aún chileno (basta confrontar con El cruzado, de José Mármol),
encontramos que la civilización también puede engendrar formas despóticas si se aparta de la
senda trazada por la Razón y se deja dominar por el capricho.
Se percibe en este texto cómo Juana y su corte son presentados en principio como
déspotas potenciales, si bien “civilizados”. Hay en él una inversión del planteo del Facundo y
de los textos dramáticos que lo toman como intertexto y una interesante coincidencia con
obras románticas posteriores como Clorinda (187·), del autor argentino Francisco Fernández,
en la cual Venecia es sinécdoque de Buenos Aires y fuente de despotismo, en contraste con la
placidez del ámbito rural y en consonancia con las imágenes del campo y de la ciudad que
proporcionan textos como el Martín Fierro, de José Hernández.
En Juana de Nápoles se presenta una forma de despotismo asociada al capricho que
aparece no como atributo de la barbarie en su forma más tradicional, sino de una civilización
“afeminada” y entregada a los placeres vacuos (paseos interminables por jardines, bailes y
banquetes). La barbarie tradicional sólo aparece mencionada en un breve fragmento referido a
los bandidos que convierten al espacio rural en un ámbito sin ley: “Todos los campos infestan
/ de fieros bandidos hordas / gime el pueblo y el delito / alza frente triunfadora”.
Lo que sí aparece, tal como ya había aparecido anteriormente en obras como La
Camila o la patriota de sudamérica, de Camilo Henríquez, es la imagen del “buen salvaje”
que en el ejemplo mencionado encarnaba en la figura del indio. Aquí, el “buen salvaje” es el
rey Andrés, asociado a la sencillez de los pueblos rudos. Andrés posee el poder (la potencia)
necesaria para gobernar, pero carece de conocimientos acerca del arte del buen gobierno por
lo cual necesita de alguien que lo guíe. Por ello va a recurrir a las artes de Acciayoli, quien
conoce como nadie el arte de gobernar pero carece de la fuerza y del don de mando necesario
para tomar decisiones. Así, mientras que Andrés, debidamente asesorado, sabe gobernar (o al
menos puede decidir), quienes rodean a Juana no son otra cosa que “impotentes consejeros
adiestrados desde niños a escribir billetes amorosos”. Este contraste se ve claramente en el
pasaje en que Andrés se compara con Juana: “Ella que se vio mecida / desde la cuna en el
seno / de una corte voluptuosa, / crecer quería al aliento / de la lisonja servil / y a sus
caprichos más necios / querer poner una valla / era imperdonable exceso. / Yo, criado en la
rudeza / y sencillez de los pueblos / de la Hungría, despreciaba, / y cada vez más detesto / la
afeminación infame / de la Corte en que me encuentro.
Andrés se va a quejar de no poder competir en el marco de esa corte con Luis, el
amante de Juana: en la sucesión de bailes banquetes y torneos que caracterizaba la vida
cortesana antes de la llegada de Andrés “brillaba como un lucero sin rival en su horizonte el
encantador mancebo”. Sin embargo, su habilidad en los torneos (espacio de simulación de la
guerra) no sería, desde la perspectiva que presenta el texto, suficiente como para permitirle
participar de la guerra verdadera: Luis de Tarento no podría “resistir ni un segundo el peso de
una lanza húngara”.
Ahora bien, ¿cuál es el uso que Andrés pretende hacer de su poder? Lo que él desea,
con ayuda de Acciayoli es aliviar a sus vasallos de la “opresión miserable que padecen”,
“sustraerle a la injusta tiranía de los nobles”. Sin embargo, para competir con los cortesanos,
debe valerse de uno de los atributos románticos que cuestiona en sus opositores: la ironía. En
cierto modo, la actitud de Andrés coincide en este sentido con la postura del propio
Sanfuentes en sus artículos periodísticos. No se trata de obviar por completo los aportes
realizados por el romanticismo, sino de ponerlos al servicio de un objetivo racional, de la
política bien entendida o del sentido común. Así, el romanticismo político que Schmitt
cuestiona es reemplazado por la política romántica. Si el romanticismo como concepción de
mundo (el romanticismo político) llama a la inacción, al puro juego, y favorece de manera
explícita o no la irrupción del mal en el mundo, el romanticismo como procedimiento (la
política romántica) proporciona estrategias útiles a la política bien entendida. Aún en sus
artículos polémicos, Sanfuentes va a destacar algunos de los aportes del romanticismo: “No se
crea sin embargo (nos dice) que al expresarnos de este modo pretendemos denigrar la escuela
romántica para alistarnos ciegamente en las banderas del clasicismo riguroso”. Porque para él,
el movimiento romántico ha hecho aportes valiosos sin duda, sólo que, como visión de
mundo, su “ocasionalismo subjetivizado”, resultante del proceso de secularización abierto por
la modernidad en su variante estetizante, exime al yo de la responsabilidad propia de una
voluntad efectivamente actuante. El rescate del romanticismo para la política se percibe en el
artículo mencionado, en donde el autor da rienda suelta a su ironía y también en las no menos
irónicas respuestas de Andrés a unos cortesanos cuya ironía resulta de una inversión o
relativización de los términos del determinismo geográfico desarrollado por Montesquieu y
retomado por Sarmiento. Dice uno de ellos: “Parece que los que viven / allá en Hungría, no
entienden / de inspiraciones sublimes / ni de versos...”
Y otro agrega: “Oh! Los oprime / mucha nieve en las montañas / y un cielo siempre
irascible / para que puedan formarse / poetas”.
En ambos casos se percibe la idea de que la inmensidad de las llanuras (o al menos el
clima favorable de Nápoles) favorece el desarrollo de la poesía, asociada al ocio y a la
improductividad y de que en las montañas se desarrollan formas de vida toscas. Pero lo que
los cortesanos callan es que el propio Montesquieu (y con él Sarmiento), afirma que las
montañas estimulan el desarrollo de la libertad y de la resistencia, mientras que las llanuras
engendran despotismo. Los cortesanos utilizan así las ideas de Montesquieu pero de manera
parcial y descontextualizándolas, característica propia de los románticos que utilizan
categorías propias y ajenas como un “bastón de dos puntas”, que se puede empuñar de ambos
lados para justificar cualquier cosa; apelan al “y viceversa” que Schmitt señala como cifra de
la retórica romántica. Dice otro cortesano “con tono de ironía”: “Oh! Más los del Norte
entienden / de perseguir jabalíes; a lo que Andrés responde: “Principes, yo vengo a daros /
Las gracias más fervorosas / Por vuestros cultos elogios / A mis rudos compatriotas”.
Andrés recurre a la ironía en su respuesta, pero su pensamiento va en una sola
dirección y cuando (intuitivamente) recurre a Montesquieu, lo hace respetando sus contenidos
inmanentes: se jacta de su niñez, de cuando correteaba tras las fieras en la selva porque sabe
que allí, en ese mundo puro e incontaminado está el origen de sus virtudes actuales (cfr. Rosas
y su idea del orden rural incontaminado) mientras que el clima plácido de Nápoles lo arrastra
a cometer actos no deseados: “Más en el clima de Nápoles / so la llama abrasadora / de su sol,
Roberto, siento / que mi razón se trastorna / que mi resistencia vence / la pasión y ciega y
sorda / a través de precipicios / hacia su objeto se arroja”.
Es decir que, aunque extravíe momentáneamente el camino, aunque sus errores lo
arrastren a la tragedia, el subtexto de sus ironías es siempre unívoco y no acepta dobles
interpretaciones. Y los cuestionamientos que hace a los cortesanos son una muestra clara de
esta univocidad: “Ah! Si los goces que envuelven / Vuestro entendimiento en sombras, / Un
momento despejasen / Su niebla caliginosa, / ¡cómo en tierra esconderíais / vuestra frente
vergonzosa / al mirar tantos desastres / que a este triste reino agobian! / ¿Qué se han hecho
aquellos días / del poder, fuerza y gloria / en que ésta Nápoles era / suprema reguladora / de
los bandos que sangrientos / dividen la Italia toda?”.
Es posible ver aquí cómo la proliferación de los goces favorecidos por un clima
amigable, arrastran al despotismo y a las guerras civiles pero también cómo el teatro, aunque
su acción transcurra en épocas y tierras lejanas, debe referirse a la coyuntura inmediata. Sin
dudas, más allá del evidente exotismo del texto, el referente nunca deja de estar ausente y esto
se verifica en otros dramas del período en donde siempre los procedimientos románticos van a
estar al servicio de objetivos políticos concretos. Resulta llamativo que no mucho tiempo
después, Claudio Cuenca, apelando a un similar juego con el referente, haga mención, casi
apelando a versos similares, a las guerras civiles que dividen a España.
Estas serían las cuestiones fundamentales a analizar en Juana de Nápoles, que surgen
no de la lectura aislada de este texto sino de su puesta en serie con otros textos dramáticos del
período, pero también con textos no dramáticos cuyo conocimiento resulta indispensable para
su adecuada interpretación, para realizar lo que Cliford Geertz llama una “descripción
densa”. 3
En conclusión (conclusión parcial, pero que da cuenta de lo estudiado hasta el
momento), lo que vemos en Juana de Nápoles, y esta es un poco mi hipótesis, es una crítica al
romanticismo elaborada en gran medida partir de procedimientos y tópicos románticos pero
con una concepción de base racionalista y aún ligada a una cuestión a la que Sanfuentes le
otorga gran valor: el sentido común. Que la obra desarrolle la cuestión del despotismo
civilizado tiene que ver precisamente a la necesidad de denunciar a quienes dejan de lado su
compromiso político para dedicarse a actividades frivolas o estetizantes. En ellos, parece
decirnos, se encuentra la semilla de los despotismos presentes y futuros.
Sanfuentes, quien como vimos participa de una polémica muy intensa acerca del
romanticismo, movimiento que cuestiona pero del que no reniega por completo, elabora una
crítica a lo peor del romanticismo y a la juventud frívola que lo practica de manera irreflexiva.
Recordemos a modo de ejemplo que Andrés desprecia a la ironía puesta al servicio de la vida
frívola pero cuando la ocasión lo requiere es irónico él mismo. Recordemos también que lo
mismo hace Sanfuentes en sus artículos periodísticos. Es decir: no importa tanto qué armas
usemos sino qué hacemos con ellas.
Los cortesanos frívolos por ejemplo llaman tirano a Andrés, cuestionan sus caprichos
o sus actitudes caprichosas, se disfrazan como él para lograr oscuros fines fines: es decir,
comparten a veces sus recursos pero los usan como un “bastón de dos puntas”. Se trata, en
síntesis del famoso “ocasionalismo” schmittiano que es la marca del romanticismo político y
que permite entender y asimilar las contradicciones y las idas y vueltas de un período que,
ausente esta clave interpretativa, resulta difuso y difícil de abordar.

Quisiera por último señalar que el estudio de textos como los referidos en este trabajo,
sumado al análisis del funcionamiento de los protocampos teatrales (con sus actores,
empresarios y críticos) de los que éstos son emergentes, permitirán ir diseñando una imagen
global de la productividad de la fórmula civilización / barbarie en el teatro latinoamericano de
intertexto romántico, así como también comenzar a pensar sus proyecciones en otros
períodos. Pienso que gran parte de los resultados de la presente investigación pueden ser la
base de los estudios sobre el modo en que estas cuestiones aparecen en el teatro del siglo XX,
tema que estamos desarrollando paralelamente un proyecto de investigación colectivo
dedicado al estudio de las formas y funciones de la fórmula civilización / barbarie en el teatro
latinoamericano de intertexto moderno y posmoderno. Partimos nuevamente en este caso de
la lectura que Schmitt hace del fenómenos del “romanticismo político” sumamente productiva
(tal como lo señala Jorge Dotti en el prólogo) para la evaluación crítica de la cultura
posmoderna, particularmente predispuesta al subjetivismo irónico.

Bibliografía
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Notas
1
Otras producciones posteriores que no desarrollaremos aquí por razones de espacio como El Sol de Mayo y El
Genio de América se inscriben en cierto modo en la lógica mítico-política inaugurada por la Camila.
2
Es importante mencionar además algunos textos del período romántico entre los cuales pueden establecerse
relaciones intertextuales que estarían dando cuenta de una intensa dinámica de intercambio entre las
producciones de los distintos países: tal sería por ejemplo el caso de Policarpa Salavarrieta, personaje histórico
llevado al teatro por Bartolomé Mitre (Policarpa Salavarrieta, 1840) y por el venezolano Lisandro Ruedas (La
víctima de la libertad o Policarpa Salavarrieta, 1850). Las versiones posteriores de los colombianos Roberto
Rojas Gómez (Policarpa, 1926) y Félix María Cabrera (Policarpa, 1920), aunque ajenas al período a estudiar,
poseen abundantes elementos románticos residuales que estarían hablando de las productividad de este
movimiento en el siglo XX. Lo mismo vale para el estudio de dos obras fuertemente intertextuales que
desarrollan el tópico de la locura asociado a la pureza del “buen salvaje”: La hija de las flores o Todos están
locos (1852), de Gertrudis Gómez de Avellaneda y La rosa blanca (1877), de Martín Coronado. Se trata de
casos emblemáticos que nos permiten pensar al teatro latinoamericano romántico como un conjunto en el cual
los intercambios son constantes.
3
En este sentido, y a fin de mostrar las múltiples posibilidades de realizar una “descripción densa” del teatro
romántico, quisiera referirme a otra cuestión que permite ver cómo el texto no se agota en el estudio de los
aspectos mencionados: una cuestión fundamental que se trata en él y que Norbert Elías desarrolla
admirablemente en su libro acerca del proceso civilizatorio: es la cuestión del “disimulo de las pasiones”, que
permite establecer lazos sumamente productivos con otros textos en los cuales este aspecto, con usos diversos, se
relaciona con el ideologema del disfraz. Baste citar como ejemplos de textos del teatro latinoamericano en los
que se trata esta cuestión a Manuel Rodríguez, de Carlos Walker Martínez o Monteagudo, y Clorinda de
Francisco Fernández.

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