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“DANDO A LUZ”

Siempre había sido una niña muy tímida pero, a la vez, muy activa,
con muchas ganas de hacer cosas. Con la adolescencia tanto mi
timidez como mis ansías de mostrar lo que llevaba dentro
aumentaron, por lo que mis padres pensaron que sería buena idea
apuntarme como voluntaria en el hospital de mi ciudad y “curar” así
mis “enfermedades. Me colocaron, a satisfacción de todos- padres y
coordinador- como voluntaria en Ginecología, sin preocuparse
demasiado si era bueno o no para una chica de apenas 16 años tal
destino. Y allí me quedé: en el enorme edificio de la maternidad.
No voy a recordar lo que allí viví, sufrí, temí, aprendí. Fue sólo un par
de años. Nada mas. Pero a veces, en sueños, vuelvo a ser la chiquilla
que corre asustada por los pasillos en busca de sueros, que lucha
infructuosamente por sostener la cabeza de decenas de niños
naciendo al unísono, que se rebela ante algunos médicos endiosados
y frios…Yo, que entonces apenas tenía idea de dónde venían los
niños, tuve que sostener una vez la cabecita de uno durante el parto
descubriendo al mismo tiempo la puerta y el dolor que todos hemos
de sufrir para llegar a este mundo. Pero pronto dejaron de
impactarme las esencias de las mujeres: los enormes sexos de las
multíparas, los intactos de las monjas, los vivos de las prostitutas o
los heridos de las forzadas. Los color sangre, blanco, malva, azul,
amarillo…Porque son de tantas formas y tantos colores los distintos
sexos de las hembras…Me acostumbré a trabajar con la enfermedad y
la vida no sin sobrecogimiento pero si con entereza ganada. Aquella
maternidad fue mi casa de los horrores, mi viaje iniciático, mi punto
de giro que, sin saberlo yo, habría de cambiar mi vida.
Sin embargo, no todo fue malo. Dicen que de las situaciones mas
duras nacen los momentos mas hermosos. Y tuve muchos. Allí, por
ejemplo, a las puertas de un paritorio, con mis 17 años recién
cumplidos, me dieron mi primer beso de amor. O, al menos, el
primero que recuerdo.
Todo ocurrió un viernes. Los viernes la consulta se convertía tb en
Urgencias así que además de a las pacientes citadas teníamos que
atender a las que nos llegaban por esa vía. Serían las 12 cuando
apareció un sanitario con una chica en silla de ruedas. “Tiene
hemorragia”, me informó. La observé y me quedé de piedra. Era una
chica de mi edad. ¡Casi una niña! Tenía el pelo castaño, largo y muy
liso, como yo, y unos ojos oscuros y redondos como los míos. Pero,
sobre todo, poseía una mirada retadora y rebelde con la que
enseguida me identifiqué. “¿Cómo te llamas?, le pregunté. “María. Y
tú? Me hizo gracia porque los pacientes no suelen preguntarnos el
nombre. Me gustó. “Yo Magda”. “Encantada de conocerte, Magda” me
sonrío. Y después hizo un gesto de dolor profundo. “¿Qué te pasa?
¿Por qué sangras?” María se retiró el pelo mojado de la frente, tomó
aire: “Estoy de parto”.¿De parto? Pero si apenas se le notaba la

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barriga, si era una cría, si seguron que no estaba casada, si…Ella
interrumpió mi pensamiento: “Sí, estoy de parto, y además este
mocoso viene con prisa. Por favor, avisa al médico.”
Corrí a llamarlo, le ayudé a tumbarse en la camilla, le metí los talones
delicadamente en el final de los hierros frios, le apreté la mano, le
retiré el pelo, le mojé la frente…Era una niña, una niña con un niño
saliendo.
Cuando llegó el doctor le escuchó el hijo a través de vientre, después
le abrió las piernas y exclamó aspero: “Pero mujer, como no has
venido antes?Si ya está aquí.” María se echó a temblar pero sonrió.
“Y tu madre?¿Por qué no ha pasado la madre?” “ Mi madre no está.
Pero, por favor, que pase Jose” “Es tu marido?” “Casi. Cuando nazca
el bebé nos casaremos.”Él la miró a la cara. “Los casi maridos no
pueden pasar”. Entonces me ordenó que llamara al camillero para
subir urgentemente a la niña al paritorio. Finalmente tomó la puerta y
se fue, a desayunar supongo.
María me pidió que me acercara un momento y me susurró: “Magda
por favor, sal y dile a Jose, que está en la puerta, que el niño está a
punto de nacer, que todo va bien y que no se preocupe”. Salí y lo
encontré enseguida. Nos miramos como quien tiene una cita a ciegas.
José no tendría mas de 18 años. Era muy morenito, flaquito y le
temblaba el cuerpo como una hoja. Intentando tranquilizarlo con la
voz le dí el mensaje de María con todas las palabras. Luego le
expliqué que la iban a subir al paritorio pero que a él no le iban a
dejar acompañarla. Le estreché la mano y le deseé suerte.
Cuando volví a entrar en la consulta María ya estaba en la camilla
tapada con una sábana blanca. Cuando el camillero abrió la puerta,
ella exclamó: “Magda ven conmigo. No me dejes ir a parir solita.” Sin
pensarlo, le dí la mano y salí con ella camino del paritorio. Abandonar
Urgencias podría suponer graves consecuencias pero abandonar a
María era algo definitivamente insoportable para mí. Así que hasta la
sala de partos llegamos los 3. Porque Jose, al verme en la comitiva,
se colocó y subió discretamente detrás de nosotras. En la puerta del
paritorio le dije que esperase allí. Él se acercó a su chica y la besó
como deben besar los ángeles. La besó 3 veces: una en la frente,
otra en los labios y otra en la barriga todavía llena.
María y yo, entonces, nos pusimo a la dura y noble tarea de sacar a
la luz a su retoño. Ella obrando y yo animando, apretando,
sosteniendo.Es extraño, pero recuerdo perfectamente que a mí tb me
dolía todo el cuerpo. El médico del paritorio era mas amable que el
otro y, al menos, nos miraba con ternura. María, a pesar del dolor y
del esfuerzo estaba serena y muy contenta, y cada vez que acontecía
al go nuevo me decía: “Magda, por favor, vete a decírselo a Jose.” A
lo que yo inmediatamente accedía. Jose me agradecía nervioso la
información y yo volvía dentro con la niña.
Recuerdo como si fuera hoy uno de los momentos del parto: María
tenía la boca seca y una comadrona le dio unos gajos de naranja para

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refrescarse. Ella, como lo mas normal del mundo, dividió los gajos y
me dijo: “Magda, por favor, sal y dáselo a Jose, debe estar seco.” Yo
salí y se lo dí de parte de María. Jose, entonces, lo partió en dos y me
ofreció una mitad. Ambos nos metimos el medio gajo a la vez en la
boca. “Voy para adentro”, dije. “Gracias”, contestó.
Cuando regresé, la cabecita de la criatura ya estaba fuera y María
apretaba y apretaba sin emitir un solo grito. Jamás he visto un parto
mas disfrutado. “Ya está aquí, y está aquí”, decía el médico joven.
“Ya está”, repetía yo conmovida. El doctor levantó al bebé y se lo
entregó a la matrona. María levantó la cabeza para mirarlo. Yo le
susurré que era niño, que era precioso, que estaba gordito. Ella,
pletorica, dijo: “Sal a decírselo a él.”
Él me miró demudado, expectante, yo le solté atropellada: “Es un
niño muy guapo. Están los 2 perfectamente.” Entonces, Jose, natural,
amorosamente, se acercó a mí y, derretido en lágrimas, me besó los
ojos, el pelo, los labios…me besó como deben de besar los ángeles. El
novio de María, el padre nuevo y estremecido, me besó a mí.
Enamorado. Y yo alborozada sentí mi vientre. Recién parido.
Se abrieron las puertas y el camillero irrumpió empujando la cama de
María que llevaba al bebé sobre su pecho. Jose la miró como no he
visto mirar a otro hombre. María lo miró como no he visto mirar a
otra mujer. María extendió la mano y él se la cogió mientras miraba a
su hijo como si observase su propio corazón fuera del cuerpo. El
camillero empujó con prisa la camilla y Jose caminó a su vera sin
soltar a su chica. “¿Es usted el marido?”, preguntó el hombre parando
la marcha. “Sí, él es el marido. Y el mío”, contesté yo. “¿Cómo?”, rió
el viejo camillero. “Él es el marido de mi hermana.” Nunca he dicho
una mentira con tal autoridad. “Está bien, vamos a la habitación.”
Arrancamos otra vez todos. Pero unos pasos después, yo me detuve.
Los ví desaparecer por el pasillo. Tranquilos, enamorados, dados a
luz. Yo me quedé un instante serena, besada.
Cuando regresé a Urgencias nadie había notado mi falta. Solamente
la chica de la limpieza se me acercó cómplice: “Magda, dónde
estabas?” “Dando a luz”, le contesté. “Dando a luz”.

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