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I.

LLAMADOS A LA FIESTA

Hombre en Fiesta: Llamados a la fiesta

1. EL SABADO: FIESTA DE LA CREACION

Relato de la creación

Dos relatos complementarios de la creación abren el libro del Génesis. Son el pórtico de la fe en la
salvación, elección y alianza de Dios con su pueblo. Apuntalan esta fe con el testimonio de que el
Dios de la alianza con Noé, de la vocación de Abraham y de la alianza del Sinaí es el Creador del
mundo. Muestran el camino que Dios siguió con el mundo y los hombres hasta la llamada de
Abraham y la constitución de la comunidad, de tal modo que Israel, partiendo de su elección,
pudiese en la fe contemplar retrospectivamente la creación. Y desde la creación, como designio de
Dios, contemplar la salvación de Dios.[1] Los dos relatos de la creación son el prólogo de la alianza,
o más bien, como el primer acto del drama que, a través de las variadas manifestaciones de la
bondad de Dios y de la infidelidad de los hombres, constituye la historia de la salvación.[2]

En el relato sacerdotal (Gen 1), en un cuadro grandioso, en el principio Dios saca el universo, cielo
y tierra, del caos primitivo; hace luego aparecer en él todo lo que forma su riqueza y su belleza. Y
esta obra culmina en la creación del hombre, varón y mujer, a imagen y semejanza de Dios. Y,
finalmente, Dios, como consumación de su obra, el séptimo día reposó, bendijo y santificó el
séptimo día, el sábado.

La primera frase de la historia de la creación -«en el principio creó Dios cielo y tierra»- es el resu-
men de un largo proceso de reflexión de la fe de Israel.[3] Puesto que este proceso fue madurando
en el exilio, en la confrontación de la fe en Yahveh con las cosmogonías de los cultos religiosos de
Egipto y Babilonia, esta frase refleja una fe consciente: el mundo no ha nacido de una lucha entre
dioses, tampoco de un huevo primigenio o de una materia primera. «Dios ha creado (bará) el mun-
do» pone de manifiesto que Dios ha querido el mundo y que éste no es de esencia divina.
Tampoco es una emanación de su ser eterno, sino el resultado concreto de su decisión voluntaria.
Cielo y tierra, creados por Dios, no son ni divinos ni demoníacos. Tampoco son eternos como Dios,
ni son carentes de sentido o vanos. Son buenos: obra de Dios.
Para narrarnos la creación, el Génesis dispone de un verbo: bará (crear) que siempre tiene a Dios
como sujeto y jamás aparece con el acusativo de una materia de la que se habría hecho algo,
conteniendo además la noción de ausencia de esfuerzo. La traducción bíblica y teológica de este
verbo ha sido: Dios creó de la nada el mundo mediante su palabra: «Mira al cielo y a la tierra y ve
cuanto hay en ellos y entiende que de la nada hizo todo Dios y todo el linaje humano ha venido de
igual modo» (2Mac 7,28).

Génesis 1 distingue claramente entre «crear» (bará) y «hacer» (asah). La interpretación de la


creación como creatio ex nihilo es una atinada circunlocución de lo que la Biblia quiere dar a
entender con el término creación. El mundo no ha sido creado de una materia preexistente ni de
la esencia divina. Fue llamado a la existencia mediante la libre voluntad de Dios.[4] Y cuando
decimos que Dios creó el mundo «desde la libertad», debemos añadir inmediatamente «desde el
amor»: «Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna
cosa, no la habrías creado. Y ¿cómo subsistirían las cosas si Tú no lo hubieses querido? ¿Cómo
conservarían su existencia, si Tú no las hubieses llamado. Pero Tú con todas las cosas eres
indulgente, porque son tuyas, Señor, que amas la vida, pues tu espíritu incorruptible está en todas
ellas» (Sab 11,24-12,1). Si Di crea el mundo libremente, lo crea amorosamente: «Del amor del
Creador surgió glorioso el universo» (Dante). Dios comunica su bondad en su amor libre: eso es la
obra de la creación. La complacencia con que el Creador celebra la fiesta de la creación, el sábado,
expresa claramente que la creación fue llamada a la existencia por su amor gratuito.[5]

El acontecimiento de la creación es presentado como creación mediante la palabra: «Dijo Dios:


haya luz y hubo luz» (Gen 1,3). Su palabra es lo que vincula, en primer término, al Creador con la
creación. La palabra no es una palabra vacía, sino cargada de potencia creadora (Dt 32,47;Is
55,11). Es la palabra que crea el mundo y crea también la historia (Is 9,7;50,10s;Jr 23,29;1Re 2,27).
Esta creación que brota de la palabra de Dios es buena (tob), responde al plan de Dios (Sal 104).

A la palabra creadora de Dios sigue la acción ordenadora de Dios. Dios ordena su creación
separando la luz de las tinieblas, el cielo de la tierra, la noche del día. Mediante la separación
ordenadora, sus criaturas adquieren forma identificable, ritmo y simetría.

La narración bíblica de la creación nos presenta el nacimiento de los seres y de la vida en el marco
litúrgico de una semana; ocho obras son intencionadamente distribuidas a lo largo de seis días,
mientras que es el descanso del séptimo día el que consagra la conclusión de la acción de Dios.

LA LUZ: La creación comienza con la penetración de la luz en el caos. La luz es la primogénita de las
criaturas. Sin luz no hay creación; sólo ella hace surgir el contorno de las criaturas, difuminadas
por las tinieblas. La luz se derramó y puso al caos en difuso amanecer. Entonces Dios separa en
esta confusión la luz de las tinieblas, como día y noche. El día es luz de la luz primigenia; la noche
es la oscuridad caótica, donde las formas creadas se diluyen en lo informe, el caos vuelve a
alcanzar un cierto poder sobre lo creado (muchos salmos y cánticos de vísperas expresan los
sentimientos de las criaturas ante la noche preñada de angustias). Y en cada mañana -«con la luz
que se escapa de las cumbres, va reuniendo las formas que alborean» (Holderlin)- se vuelve a
repetir algo de la primera creación, Dios.

La separación de luz y tinieblas fue el primer acto del Creador y al final de la historia de la salvación
la nueva creación no tendrá ya noche, pues Dios mismo será su luz (Ap 21,5.23;22,5). De la luz que
alterna con las tinieblas de la noche se pasará a la luz sin ocaso que es Dios mismo (1Jn 1,5). Hasta
su consumación, la historia se desarrolla en forma de conflicto en el que se enfrentan la luz y las
tinieblas, enfrentamiento idéntico al de la vida y la muerte (Jn 1,4ss). El hombre es el sujeto de
este conflicto. Así, pues, la luz ocupa un puesto central entre los simbolismos de la Escritura. Esto
no quiere decir que la Escritura nos dé una concepción mítica, como si se tratara de dos principios
enfrentados. Luz y tinieblas son, igualmente, hechura de Dios (Is 45,7); por eso, luz y tinieblas
cantan el mismo cántico de alabanza al Creador (Sal 19,2ss;148,3; Dan 3,71s). Toda concepción
mítica queda así radicalmente excluida, pero esto no es obstáculo para que luz y tinieblas tengan
un significado simbólico.

Así la luz sirve para evocar las teofanías; la luz es como el reflejo de la gloria de Dios. Es el vestido
en que Dios se envuelve (Sal 104,2). Cuando aparece su resplandor es semejante al día (Hab
3,3s)... En cuanto a las tinieblas, no excluyen la presencia de Dios, puesto que El las sondea y ve lo
que acaece en ellas (Sal 139,11;Dan 2,22). Sin embargo, la tiniebla por excelencia, la del seol, es el
lugar en el que los hombres son «arrancados de su mano» (Sal 88,6s.13). En la oscuridad Dios ve
sin dejarse ver, está presente sin entregarse. Hay, pues una asociación entre la luz y la vida; la luz
no es sólo la luz que se ve, sino también la luz de la vida, la luz de la alegría y el júbilo (Is
9,1;60,19-20;Jn 8,12). Nacer es «ver la luz» (Job 3,16; Sal 58,9). El ciego que no ve «la luz de Dios»
tiene un gusto anticipado de la muerte (Tob 3,17;5,11s;11,8). Y el enfermo, a quien Dios libra de la
muerte, se regocija de ver brillar de nuevo en sí mismo «la luz de los vivos» (Job 33,30;Sal 88,13).
Luz y tinieblas tienen así para el hombre valores opuestos que fundan su simbolismo.

Librando al hombre de las tinieblas del pecado, Dios es para él su luz y salvación (Sal 27,1), ilumina
sus pasos (Pr 6,23; Sal 119,105), le conduce al gozo de un día luminoso (Is 58,10;Sal
36,10;97,11;112,4), mientras que el malvado tropieza en las tinieblas (Is 59,9) y ve extinguirse su
lámpara (Pr 13,9;24,20;Job 18,5s).

Cristo aparece El mismo como la luz y en El no hay tinieblas (1Jn 1,5). Y «el que le sigue no camina
en tinieblas, sino que tiene la luz de la vida» Un 8,12; 9). Desde las tinieblas del pecado «Dios nos
llama a su luz admirable» (1Pe 2,9), para compartir con su Hijo la suerte de los santos en la luz (Col
1,12ss). Nacido al reino de la luz por el bautismo, el cristiano es llamado hijo de la luz y camina,
siendo luz del mundo (Mt 5,14), hacia la Jerusalén celestial, donde será iluminado por la luz del
Cordero (Ap 22,4ss). Tal es la oración que la Iglesia dirige a Dios por sus fieles en el momento de
despedirlos en la tierra: «La luz eterna les alumbre. Que no caigan en la oscuridad, sino que el
arcángel Miguel les introduzca en la santa luz» (Ofertorio y canto del ritual).

LAS AGUAS: El segundo día Dios crea el firmamento, como muro de separación entre las aguas
superiores y las aguas inferiores. Intencionadamente falta aquí la fórmula aprobatoria "y vio Dios
que era bueno".

Las aguas tienen un significado ambivalente: aguas de muerte y aguas de vida. Es un milagro de
bondad que Dios haya marcado una frontera salvadora a las aguas de muerte. Los salmos y los
profetas hablan de las aguas que huyen ante Dios que las increpa, marcándolas la frontera que no
deben franquear (Sal 104,7-9;Jer 5,22); su potencia caótica se halla bajo la vigilancia de Dios (Job
7,12). Si se subleva, Dios la acallará (Sal 89,10;Job 26,12). En el diluvio, las aguas de abajo y las
aguas de arriba rompen los diques que Dios les había impuesto y es el retorno al caos (Gen 7,11).
Por ello, el signo de la alianza de Dios con la creación, en Noé, aparecerá ante Dios en las nubes,
que no les permitirá más descargarse diluvialmente sobre la tierra.

El agua es, en primer lugar, fuente de vida. Sin ella la tierra no es más que un desierto árido, sin
vida. El salmo 104 resume maravillosamente el dominio de Dios sobre las aguas: El fue quien creó
las aguas de arriba (3) y las del abismo (6); El es quien regula el suministro de sus corrientes (7s),
quien las retiene para que no aneguen la tierra (9), quien hace manar las fuentes (10) y descender
la lluvia (13), gracias a lo cual se derrama la prosperidad sobre la tierra, aportando gozo al corazón
del hombre (11-18).

El agua es signo de la bendición de Dios a sus fieles (Gen 27,28;Sal 113,3). Y, cuando el pueblo es
infiel, haciéndole «un cielo de hierro y una tierra de bronce» (Lev 26,19; Dt 28,23), Dios le llama a
conversión con la sequía (Am 4,7). Dios, abriendo las compuertas del firmamento, deja caer sobre
la tierra el agua en forma de lluvia (Gen 1,7;Sal 148,4;Dan 3,60) o de rocío que por la noche se
deposita sobre la hierba (Job 29,19; Cant 5,2; Ex 17,13). Dios cuida de que caiga regularmente, «a
su tiempo» (Lev 26,4;Dt 28,12); si viniera demasiado tarde, se pondrían en peligro las siembras,
como también las cosechas si cesara demasiado temprano, «a tres meses de la siega» (Am 4,7).
Por el contrario, las lluvias de otoño y de primavera (Dt 11,14;Jr 5,24), cuando Dios se digna
otorgarlas, aseguran la prosperidad de la tierra (Is 30,23ss).

El agua no es sólo poder de vida, sino que tiene también un poder purificador (Ez 16,4-9;23,40). El
pecador que abandona sus pecados y se convierte es como un hombre manchado que se lava (Is
1,16); asimismo Dios lava al pecador a quien perdona sus faltas (Sal 51,4). Por el diluvio «purificó»
Dios la tierra exterminando a los impíos (1Pe 3,20s). El ritual judío prescribía numerosas puri-
ficaciones por el agua. Aryeh Kaplan dirá que la Mikvah (piscina ritual) es más importante que la
misma sinagoga; a través de la inmersión en la mikvah, que se llena con agua de lluvia o de fuente
no canalizada, el hombre pecador, arrojado del paraíso, vuelve a la amistad primigenia con Dios;
esta agua es la conexión con el Edén, a través del «río que regaba el Edén y saliendo de él se
repartía en cuatro brazos» por la tierra (Gen 2,10-14).[6]

Este simbolismo del agua halla su pleno significado en el bautismo cristiano. Juan bautiza en agua
«para la remisión de los pecados» (Mt 3,11p), sirviéndose de las aguas del Jordán que en otro
tiempo habían purificado a Naamán de la lepra (2Re 5,10-14). El bautismo es un baño que nos lava
de nuestros pecados (1Cor 6,11;Ef 5,26;Heb 10,22;He 22,16), purificándonos con la sangre re-
dentora de Cristo (Heb 9,13s;Apo 7,14;22,14). Pero san Pablo a este simbolismo añadirá otro
fundamental: la inmersión y emersión del agua por parte del neófito simbolizan su sepultura y
resurrección con Cristo (Rom 6,3-11).

LA TIERRA: El tercer día aparece la tierra con su vida orgánica. La tierra, interpelada por la palabra
de Dios y posibilitada por ella, produce plantas con sus semillas y árboles portadores de frutos
donde esa semilla se contiene. La palabra de Dios señorea sobre la fecundidad de la tierra.

LOS ASTROS: El cuarto día Dios crea los astros. Es una narración antimítica y anti-idolátrica. Los
astros son considerados por completo criaturas dependientes de la voluntad creadora de Dios. La
voz «lumbreras» es voluntariamente prosaica y degradante. Cuidadosamente se ha evitado dar los
nombres de «sol» y «luna», para evitar toda tentación idolátrica. El texto señala además
expresamente su finalidad de servicio a los hombres, contra todas las creencias astrológicas de la
época. Su finalidad es señalar los tiempos para regular el culto y el trabajo de los hombres (Dt
4,19;Jr 10.2;Job 31,26;Is 47,13).

PECES Y AVES: El quinto día Dios crea los peces y las aves, seres dotados de vida. Aparece de nuevo
el verbo bará (que sólo se había usado en el v.1 para todo el conjunto de la creación). La vida no es
suscitada solamente por la palabra, sino que procede de una acción creadora de Dios más directa.
Esta vida, que ha sido creada por Dios, recibe su bendición. Esta bendición de Dios les comunica
una fuerza de vida, que les capacita para transmitir, mediante la procreación, la vida que ellos han
recibido. La enumeración, desde los monstruos marinos hasta los más pequeños peces y aves, ex-
presa que ningún ser vivo queda fuera de la voluntad creadora de Dios, «buenos» todos ellos a sus
ojos.

HOMBRES: El sexto día Dios, primero, completa la obra del quinto con la creación de los animales
que pueblan la tierra: fieras, ganados y reptiles. Y, luego, con marcada diferencia, el texto describe
la creación del hombre, que proviene con inmediatez total de Dios. El verbo bará alcanza la
plenitud de su significado en este acto creador de Dios. Aparece tres veces en un solo versículo a
fin de que quede claro que aquí se ha llegado a la cúspide de la creación. La creación del hombre
está además precedida por la fórmula solemne de la autodecisión de Dios: «Hagamos al hombre a
nuestra imagen y según nuestra semejanza».

Hombre (Adán) es un nombre colectivo, que el texto especifica en la bipolaridad «hombre-mujer».


Es el hombre en la totalidad de su ser, como espíritu encarnado y bisexualmente relacionado,
abierto al amor y fecundidad y a la comunión, tal como ha sido llamado a la existencia como
imagen de Dios amor y comunión en su vida intratrinitaria. La división de sexos es de orden
creacional, señalada expresamente en el texto (cosa que no aparece en la creación de los
animales). Por voluntad de Dios el hombre no ha sido creado solitario, sino que ha sido llamado a
decirse «yo» frente a un «tú» de otro sexo. Sobre esta imagen de Dios en la tierra, que El mismo
ha creado, derramó su bendición, capacitando al hombre para crecer y multiplicarse.

Se fundamenta esta nueva intervención creadora de Dios con la creación de su imagen en la tierra.
Lo que diferencia a los hombres -hombre y mujer- es su destino a ser imagen de Dios. En el plan,
en la voluntad de Dios, la creación no sólo es obra de sus manos, sino que, con la creación del
hombre, manifiesta su voluntad de reconocerse a sí mismo en su obra. La creación de la imagen de
Dios en la tierra significa que Dios encuentra en su obra el espejo en el que se refleja su propia faz,
una correspondencia que es semejante a El. Como imagen de Dios en la tierra, los hombres
responden a las relaciones trinitarias de Dios y también a las relaciones de Dios con los hombres y
con toda la creación. Responden a las relaciones internas de Dios, uno y trino, consigo mismo, con
el interno y eterno amor de Dios, que se expresa y revela en la creación.[7]

Las tradiciones mesiánicas de la semejanza con Dios permiten decir que las criaturas destinadas a
ser imagen de Dios -los hombres- son también los destinatarios de la encarnación del Hijo de Dios,
encarnación en la que se consuma el destino de ellos. La «imagen del Dios invisible», creada en el
principio, está destinada a convertirse en «imagen del Hijo de Dios encarnado». El destino inicial
de los hombres se revela así plenamente a la luz de Cristo: «Aquellos que han sido llamados según
su designio, de antemano los conoció y también los llamó a reproducir la imagen de su Hijo, para
que El fuera el primogénito (Rom 8,28-29;Col 3,10;1Cor 15,49;Ef 1,3-14;2Cor 3,18;Filp 3,21...).[8]

El Vaticano II considera el misterio de la creación dentro de la perspectiva del cumplimiento futuro


de la obra divina, pues "lo que Dios quiere es hacer de todo el mundo una nueva creación en
Cristo, incoativamente aquí en la tierra, plenamente en el último día" (AA 5). Dentro de esta visión,
dirigida hacia el porvenir, el hombre, «centro y cima» de la creación, está llamado a «desarrollar la
obra de la creación» (GS 34) y a contribuir «de modo personal a que se cumplan los designios de
Dios en la historia» (Ibidem).
El superlativo de Gen 1,31: «Vio Dios todo cuanto había hecho y he aquí que estaba muy bien»,
formula la complacencia de Dios en la obra de la creación. Cuando la fe habla sobre la creación y
vuelve sus ojos hacia Dios, lo único que puede decir es que Dios creó un mundo bueno (tob).[9]

Todos los seres de la creación son tob. Pero sin el hombre, el mundo es mudo (Gen 2,4-7). El
hombre es el liturgo de la creación, contemplando las obras de Dios y dando nombre a las
criaturas de Dios. El lenguaje es la casa del ser y el templo de la alabanza. Estremadamente
sugestivo es el salmo 148, que nos ofrece una liturgia cósmica en la que el hombre es sacerdote,
cantor universal, predicador y poeta. El hombre es el artífice de una coreografía cósmica, el
director del coro en el que participan los monstruos marinos, los abismos, el sol, la luna, las
estrellas lucientes, los cielos, el fuego, el granizo, la nieve, la niebla, los vientos, los montes, las
colinas, los árboles frutales, los cedros, las fieras, los animales domésticos, los reptiles, las aves... Y
el salmo 150, conclusión del Salterio, a la orquesta del templo Jerusalén asociará en el canto de
alabanza a «todo ser que respira». Dios ha creado todos los seres y el hombre, dándoles nombre,
les conduce a la celebración litúrgica.

La acción creadora de Dios, por medio de la palabra (Sal 33,6;104,7;147,4;Sab 9,1; Is 40,26), bajo la
guía de la sabiduría (Pr 8,22-31;Job 1,26), aparece como una acción libre de Dios, que manifiesta la
absoluta gratuidad con que actúa tanto en la historia de la salvación (Rom 9;8,30) como en la
llamada del mundo a la existencia. Dios crea y se da por puro amor: "la razón más alta de la
dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo
nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios: pues no existe si no es porque, creado por
amor, por ese mismo amor es siempre conservado. Ni vive plenamente según la verdad a no ser
cuando reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador" (GS 19).

En la creación, como en la elección y la alianza, se da la primacía del amor y de la gracia de Dios. Es


el amor de Dios el que dirige la historia y la llevará a término como la puso en marcha al principio.

Como ha enseñado la Iglesia siempre, «el mundo ha sido creado para la gloria de Dios» (Vaticano I,
DS 3075) Y el Vaticano II ha unido la gloria de Dios con la vocación cristiana del hombre y su
participación en la vida de Cristo (AG 2; LG 2) , en consonancia con la feliz formulación de San
Ireneo: «La gloria de Dios es el hombre viviente; la vida del hombre es la visión de Dios. Si la
manifestación que hace de sí mismo creándolas confiere la vida a todas las criaturas que viven so-
bre la tierra, cuánta más vida da la manifestación del Padre por su Verbo a los que ven a Dios».[10]
Y Clemente Alejandrino dirá: «El hombre inmortal es un hermoso himno divino».[11]
Sábado: fiesta de la creación

La creación salida de las manos de Dios «en el principio» es una creación abierta hacia la consuma-
ción, que consiste en convertirse en morada de la gloria de Dios. Los cristianos experimentan ya,
en la historia, la presencia de Dios en su vida, la inhabitación de Dios en ellos por su Espíritu. Estas
primicias de Dios en su vida les llevan a esperar que, en el reino de la gloria, Dios habitará por
completo y para siempre en ellos y rescatará su creación del mal y de la muerte. Esto es lo que
anuncia «desde el principio» el sábado.

Según la narración del Génesis, la creación del mundo y del hombre está orientada al sábado, la
«fiesta de la creación». La creación se consuma en el sábado. El sábado es el distintivo bíblico de la
creación. La culminación de la creación con la paz sabática diferencia la concepción bíblica del
mundo de toda otra cosmogonía, que ven el mundo como naturaleza siempre fructífera, en
progreso, en evolución, que conoce tiempos y ritmos, pero desconoce el sábado: el reposo. Y
precisamente lo que Dios hace santo no es la naturaleza, las cosas, buenas todas, pero no santas ni
sagradas, con poderes mágicos; lo que Dios hace santo es el tiempo, el sábado. Y el sábado es el
que bendice, santifica y revela el mundo como creación de Dios.

Con frecuencia se ha presentado la creación como «la obra de los seis días». No se reparaba en el
séptimo día, el sábado: «y dio por concluida Dios en el séptimo día la obra que había hecho, y cesó
en el séptimo día de toda la obra que hiciera. Y bendijo Dios el día séptimo y lo santificó, porque
en él cesó Dios de toda la obra creadora que Dios había hecho» (Gén 2,2-3). El Dios que reposa, el
Dios que hace fiesta, el Dios que se regocija con su creación quedó casi olvidado. Y sin embargo, el
sábado es la consumación y la corona de la creación. El Dios creador llega a su meta, a su gloria
precisamente en el reposo sabático. Los hombres que celebran el sábado captan el mundo como
creación de Dios, pues permiten que, en el reposo sabático, el mundo sea creación de Dios.

«¿Qué sentido -se pregunta von Rad- puede tener añadir algo más a todo el cosmos y a todos los
seres vivientes, en especial si se trata de algo que es ostensiblemente la coronación y conclusión
de todo y tiene, por tanto, una importancia tal que todo le está subordinado?».[12]

Dios bendice y santifica el séptimo día, es decir, le separó, le puso aparte para que le sirva a El. El
sábado es puesto entre Dios y la creación. Es un día cargado de poder salvífico, como explicitarán
los profetas (Ez 20,12.20ss;22,8.26;Is 56,2.4.6;58,13). En el plan de Dios sobre la creación se haya
ya manifestado su plan de salvación como alianza con su pueblo e incluso su consumación
escatológica. Como día último de la creación, el sábado carece de límite; intencionadamente falta
la fórmula conclusiva: «y atardeció y amaneció». Se haya protológicamente presente el descanso
que la epístola a los Hebreos espera de manera escatológica (Heb 4).
El sábado de la creación, Israel lo celebra en el tiempo de su historia. El sábado, que se repite cada
semana, no sólo interrumpe el trabajo y el ritmo de vida, sino que además apunta al año sabático,
en el que se restablecen las primigenias relaciones interhumanas y entre el hombre y la creación:
cada semana de años se deja en libertad a esclavos y deudores y se hace descansar la tierra (Ex
21,2;23,20s;Dt 15,1ss;Lev 25,3s). Y este año sabático apunta al año jubilar: al cabo de siete
semanas de años todo vuelve a la situación original, reconociendo que el hombre no es dueño y
señor de la creación; es el año de la liberación por excelencia (Lev 25,8;Jr 25,11s;Dan 9,24). Y este
año jubilar apunta en la historia al reposo, a la paz del tiempo mesiánico: "año de gracia del Señor"
(Lc 4,19). Cada sábado es una anticipación simbólica de la redención del mundo.

El sábado es la fiesta de la creación. A causa de esta fiesta del Dios eterno fueron creados cielo y
tierra, y cuanto vive en ella. Por eso, «según la narración de la creación, tras el día viene la noche,
pero el sábado de Dios no conoce noche, se convierte en la fiesta sin fin».[13]

El libro de los Proverbios presenta la Sabiduría de Dios -que el nuevo testamento y los Padres
aplican a Cristo o al Espíritu Santo- «jugando con la bola de la tierra y deleitándose con los hijos de
los hombres» (8,22-31). Sin duda, el hombre -varón y mujer en unidad y comunión de amor-,
como imagen de Dios, ocupa una posición especialísima en la creación, pero el hombre no es el
centro. El hombre, junto con las demás criaturas del cielo y de la tierra, ha sido creado para alabar
la gloria de Dios y disfrutar de la divina complacencia en el reposo sabático.

En el sábado, y por medio de él, conocen los hombres la realidad en que viven y lo que son como
creación de Dios. El sábado abre la creación a su verdadero futuro. En el sábado se celebra
anticipadamente la redención del mundo. El sábado es incluso la presencia de la eternidad en el
tiempo y una degustación anticipada del mundo venidero. El sábado es alegría, santidad y
descanso; la alegría es parte de este mundo; la santidad y el descanso son del mundo venidero
(Cfr. Dt 12,9;1Re 8,56;Sal 95,11;Rut 1,19).[14] El sábado es un «signo que une a Yahveh y a sus
fieles» (Ex 3 1,17). Reposar es mostrarse imagen de Dios. Si el sábado santifica, es que Dios lo
santifica (Ez 20,12;Gen 2,2s). Reposar significa que uno no solamente es libre, sino también hijo de
Dios.[15]

El designio de Dios, su plan acerca del hombre, como interlocutor y partícipe de su vida, preside su
actividad creadora. Dios nos ha hecho para la fiesta, para que lleguemos a la plenitud de vida en
una comunicación vivificante con El: «Así nos eligió en Cristo desde antes de la creación para ser
santos e inmaculados en su presencia mediante el amor» (Ef 1,4). El hombre, como imagen de
Dios, ha sido creado para el sábado, para reflejar y ensalzar la gloria de Dios que penetra en su
creación. El sábado permite al hombre entrar en el misterio de Dios. No consiste sencillamente en
cesar en el trabajo, sino en celebrar con gozo al Creador y al Redentor. Puede llamarse «delicia»,
pues el que lo celebre «hallará en Dios sus delicias» (Is 58,13ss).[16]

El sábado es un día de paz y armonía, paz entre los hombres, paz dentro del hombre y paz con
toda la creación. En este día el hombre no tiene derecho a intervenir en el mundo de Dios, a
cambiar el estado de las cosas. En la quietud del sábado, los hombres no intervienen en su
entorno con el trabajo, sino que permiten que el mundo sea por completo creación de Dios.
Reconocen el don de la creación y santifican ese día mediante su propia alegría por existir como
criaturas de Dios en la comunión de la creación. La paz del sábado es, ante todo, la paz con Dios,
pero esta paz abarca a todo el hombre como persona, consigo mismo y en relación con los demás
y con los seres de la creación. El vestir, el comer, el comunicarse, el cantar y alabar a Dios llenan de
júbilo el sábado.

El conocimiento en el amor está vinculado a la alegría de existir, a la expresión laudatoria y


agradecida de la comunión.

Este conocimiento se expresa en la alegría espontánea y en la complacencia sin sombras. Para P.


Evdokimov «el hombre está llamado a ser el ser vivo eucarístico».[17] Está llamado desde el
principio a expresar la experiencia de la creación en agradecimiento y alabanza (Sal 8;19;104). Los
cantos o «salmos de creación» son cantos de acción de gracias y alabanza al Creador. Expresan la
conciencia de que el mundo es creación y regalo de Dios. El hombre, en gratitud, presenta en su
canto el regalo recibido y aceptado al donante, a Dios.

En el fondo, todas las criaturas de Dios son, como dones suyos, seres eucarísticos, pero el hombre
ha sido capacitado y llamado a expresar ante Dios la alabanza de las criaturas; con su canto de
acción de gracias da voz a la lengua muda de la creación. El sol, la luna, la tierra, las aves, peces,
animales glorifican a Dios a través del hombre (Dan 3,51-90;Sal 148). Por eso el hombre canta la
liturgia cósmica en la alabanza de la creación; y el cosmos canta a través del hombre el canto
eterno de la creación ante el Creador: «Cuanto tiene aliento alaba al señor» y «los cielos ensalzan
la gloria del Señor».[18]

Quien quiera entrar en la santidad del sábado, primero debe abandonar la profanidad del bullicio
del trabajo. Se trata de tomar conciencia de que el mundo ya ha sido creado y que sobrevivirá sin
tu ayuda, sin tu trabajo. El sábado es el día en que prestamos atención y cuidado a la semilla de
eternidad sembrada en el espíritu del hombre. El sábado no es una ocasión para la diversión o
frivolidad. «El trabajo sin dignidad es causa de miseria; el descanso sin espíritu es origen de depra-
vación. Por eso la oración de la tarde para el Sabbat judía dice: "Que tus hijos se den cuenta y
entiendan que su descanso viene de ti y que descansar significa santificar tu Nombre".[19]
Sin embargo, el sábado es deleite para el hombre: «Si llamas al sábado tu delicia, entonces te
deleitarás en Yahveh, que te alimentará con la heredad de Jacob» (Is 58,13-14). El hombre en su
totalidad participa de esta bendición de Dios. Pero el hombre moderno, al negar a Dios y la
posibilidad transcendente del hombre, cae en el vacío. Pascal expresó ya este sentimiento: «El
silencio eterno de los espacios infinitos me horroriza».[20] Y Nietzsche, al proclamar la «muerte de
Dios», experimentó como uno de sus efectos la pérdida de toda orientación: «¿Qué hicimos
cuando esta tierra rompió las cadenas que la unían a su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora?
¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿Nos alejamos de todos los soles? ¿No estamos
cayéndonos constantemente? ¿Hacia atrás, hacia los lados, hacia adelante, a todos los lados?
¿Sigue habiendo un arriba y un abajo? ¿No estamos vagando a través de una nada infinita? ¿No
nos sopla el espacio vacío?».

El espacio bíblico de la fe está abierto «hacia arriba». Hay una escala que marca y orienta la mirada
del hombre (Gen 28,12-19) hacia la «morada de Dios y puerta del cielo». La razón última de la
plenitud humana es saber que, misteriosamente, por amor, el hombre es necesario a Dios, y este
saberse necesario para otro es lo que le hace feliz: «El sentimiento de futileza que acompaña el
sentido de ser inútil, de no ser necesario en el mundo, es la causa más común de la psiconeurosis.
La única manera de evitar la desesperación es ser una necesidad más que un fin. La felicidad
puede definirse, en efecto, como la certidumbre de ser necesario, pero ¿quién necesita al
hombre?».[21] Por esto, Miguel de Unamuno escribía en su diario (Madrid 1970) que «las fechas
reales de la vida de un hombre son los días y las horas en que le ha sido dado adquirir una nueva
idea de Dios».

La civilización técnica se caracteriza por la conquista del espacio por parte del hombre. En ella se
gasta tiempo para conseguir espacio. Aumentar el poder en el mundo del espacio es el principal
objetivo. Pero tener más no significa ser más. El poder que se consigue en el mundo del espacio
acaba bruscamente en el límite del tiempo. Dar importancia al tiempo, celebrar el tiempo, lo santo
de la creación, es vivir; no es poseer sino ser; no es someter sino compartir. Pero, en realidad,
sabemos qué hacer con el espacio, pero no con el tiempo. Ante el tiempo el hombre siente un
profundo temor cuando se enfrenta a él.

Por ello, para no enfrentarse al tiempo, el hombre se refugia en las cosas del espacio, se afana en
poseer cosas, llenar el vacío de su vida con cosas. «El tiempo es un demonio, una enfermedad
mortal, que destila una nostalgia fatal. El paso del tiempo hiere al corazón del hombre con la
desesperación y llena su mirada de tristeza».[22] ¿Es el afán de poseer un antídoto contra el
miedo que crece hasta ser terror ante la muerte inevitable? La verdad es que para el hombre es
imposible evitar el problema del tiempo, que no se deja dominar con la posesión de las cosas. Sólo
podemos dominar el tiempo con el tiempo, con la celebración del tiempo.
Por ello, la Escritura se ocupa más del tiempo que del espacio. Presta más atención a las
generaciones, a los acontecimientos que a las cosas. Le interesa más la historia que la geografía.
Sin que esto signifique despreciar el espacio y las cosas. Espacio y tiempo están interrelacionados.
No se puede eludir uno o despreciar el otro. Las cosas son buenas. Pasar por alto el tiempo o el
espacio es estar parcialmente ciego. La tarea del hombre es conquistar el espacio y santificar el
tiempo. Conquistar el espacio para santificar el tiempo. En la celebración del sábado nos es dado
participar de la santidad que está encerrada en el corazón del tiempo.

El sábado es la fiesta de la creación; es el día del descanso, la corona del tiempo y de la creación. Y
no se le puede instrumentalizar. Hay una desfiguración del descanso, del juego, cuando se ve el
ocio en función de un mayor rendimiento en el trabajo, como un recuperar fuerza para seguir
produciendo; o cuando los políticos lo usan -«pan y circo»- para tener al pueblo contento,
alienado y sometido. El ocio, en cambio, es liberador cuando nos permite recuperar la libertad y
espontaneidad perdida. Pues, por inevitable que sea el trabajo, el hombre no ha sido creado para
la fatiga, sino para la felicidad, para el disfrute de una vida plena y feliz. Al soltarse las cadenas, las
coyundas que le amarran a la máquina de la producción, recuperando la alegría de la libertad, el
hombre se percata que está hecho para caminar erguido y no doblegado, ver y jugar con el otro,
libre de lo anónimo de la producción, recuperando la gratuidad de la comunicación. Este es el
juego del niño, que «no busca otra cosa sino desplegar su actividad desbordar su vida libremente
en espontaneidad de movimientos, palabras y gestos...En eso consiste la esencia del juego: en el
desbordamiento de vida, sin más fin que la plenitud y expresión de esa misma vida, llena de
sentido en su puro existir».[23] Ese es el espíritu de la liturgia festiva del día de reposo. Seis días a
la semana vivimos bajo la tiranía de las cosas, el séptimo sintonizamos con la santidad del tiempo.

El sábado no está hecho para los días laborales, sino éstos para el sábado (Zohar I,75). No es un
intermedio, sino la cúspide de la vida. El descanso sabático como día de abstenerse de trabajar, no
tiene por finalidad recobrarse de las fuerzas perdidas, para mejorar la eficacia productiva. El
sábado es fin y no medio: «Ultimo de la creación, primero en la intención», es el fin de la creación.
Es el día para cantar la vida y a Dios creador de la vida.

2. EL PECADO: AGUAFIESTAS DEL HOMBRE

Hombre en Fiesta: el pecado aguafiestas del hombre


Dios creó el mundo y le salió bien; contempló cuanto había hecho y vio que era muy bueno (Gen
1,31). Pero en aquel mundo armonioso, el pecado introduce la división: odio, injusticia, guerra,
muerte. Tal es la explicación que nos da el Génesis de la presencia del mal en el mundo; y en varias
escenas va mostrando la marea creciente del pecado: Caín, el asesino; Lamec, el vengativo; la
humanidad corrompida, que perece en el diluvio. El género humano comienza de nuevo con Noé y
su familia, pero el pecado no duerme; sigue corrompiendo al hombre y creando división: torre de
Babel, derramando sangre y envenenando las relaciones humanas. Es la historia que ha llegado
hasta nosotros.

Este panorama desolador enseña, sin embargo, que el pecado no es ingrediente de la naturaleza
humana, no es creacional, no forma parte «del principio», del plan de Dios. Es defección, no
defecto ingénito; virus, no cromosoma. Ahí residen la posibilidad y la esperanza de su curación.
[24]

Es un misterio profundo que el hombre, que lo ha recibido todo de Dios y no puede subsistir un
momento sin su palabra dadora de vida, pueda ir en contra de la auténtica significación de su vida.
«Este acto de libertad que niega a Dios es la contradicción absoluta en la que Dios es afirmado y
negado a la vez» (Rahner). El hombre, creado como imagen de Dios, colocado en la cima del
universo, en diálogo con Dios y en comunión con el «otro», su ayuda adecuada, contrasta
dolorosamente con la experiencia inmediata: el miedo, la tristeza, la violencia, la incomunicación,
el odio, la muerte. Sin embargo, el hecho de que el hombre juzga la realidad actual como anómala,
su insatisfacción, demuestra que el lado luminoso del hombre no puede negarse, sino que ha de
suponerse como válido, aunque se halle contradicho y renegado.[25]

Pecado de Adán

Adán y Eva, cediendo a la sugestión de la serpiente, desobedecen a Dios, porque quisieron «ser
como Dios conocedores del bien y del mal» (Gen 3,5), es decir, ponerse en lugar de Dios para
decidir del bien y del mal; tomándose a sí mismos por medida, pretenden ser dueños únicos de su
vida, con autonomía absoluta de Dios.

Según Gen 2, la relación de Dios con el hombre no era una relación únicamente de dependencia,
sino sobre todo de amistad. Dios no había negado nada al hombre creado «a su imagen»; no se
había reservado nada para sí, ni siquiera la vida (Sab 2,23). Pero por instigación de la serpiente, «la
más astuta de los animales», Eva, y luego Adán, se ponen a dudar de este amor de Dios: el
precepto dado para el bien del hombre (Rom 7,10) no sería más que una estratagema inventad
por Dios para salvaguardar sus privilegios; es la sospecha que trata de insinuar el tentador al decir
a Eva «¿Cómo es que Dios os ha dicho: no comáis de ninguno de los árboles del jardín?». Es como
decir, si no puedes comer de uno es como si no pudieras comer de ninguno, no eres libre, Dios te
está limitando, no es un Di bueno, sino un Dios celoso de su poder. Y la advertencia añadida al
precepto, según el tentador, sería sencillamente una mentira, una amenaza para mantener
hombre sometido: «No, de ninguna manera moriréis Pero Dios sabe muy bien que el día en que
comáis este fruto, se os abrirán los ojos y seréis como dioses. El hombre cree a quien le adula y
desconfía de Dios, quien considera su rival.

El pecado ha transformado la relación que unía al hombre con Dios. Todo ha cambiado entre el
hombre y Dios. Aún antes de que Dios intervenga (Gen 3,23), Adán y Eva, que antes gozaban de la
familiaridad divina (Gen 2,25), «se esconden de Yahveh Dios entre los árboles» (3,8). La iniciativa
fue del hombre; él es el que ya no quiere nada con Dios, que le tiene que buscar y llamar; la
expulsión del paraíso ratificará esa voluntad del hombre; pero éste comprobará entonces que la
advertencia no era mentira: lejos de Dios no hay acceso posible al árbol de la vida (3,22); ni hay
más que muerte.[26]

El relato del Génesis es etiológico. Adán es en realidad todo hombre. La rebelión de Adán es la
nuestra. Damos crédito al diablo, que «desde el comienzo es mentiroso y asesino».[27]

El salario del pecado es la muerte

San Pablo ha visto con profundidad inigualable la relación en la existencia del hombre entre
pecado y muerte. Por Adán ha entrado el pecado en el mundo y con el pecado ha entrado la
muerte, ya que el salario del pecado es la muerte (Rom 6,12-23). El pecado paga siempre con
muerte. Esta situación pecadora en la que se encuentra el hombre se actualiza por la ley. La ley
despierta, como a un león dormido, la concupiscencia del hombre, que tiende a afirmarse a sí
mismo frente a Dios (Rom 7 ,7-10;5,13; Gal 3,19). Este es el núcleo de la actitud pecadora del
hombre, que quiere constituirse en señor absoluto y autónomo de su vida. Comenzando por el
pecado de Adán, el impulso y la fuerza que mueven a todo hombre al pecar es levantarse contra
Dios. Pecar es negar a Dios como único Señor; es ver a Dios y su ley no como expresión de su
amor, sino como manifestación de rivalidad y dominio sobre el hombre.[28]

También para nosotros, como Adán, el sufrimiento y la muerte, la vergüenza y la huida de Dios, la
ruptura de la comunión y la infidelidad, los cardos y la agresividad del corazón, son salario del
pecado. El hombre, a negar el amor de Dios, por considerarlo celoso de su independencia,
experimenta el dominio del pecado, al que se siente vendido (Rom 6,6-20;7,14). Así el hombre
antes de la muerte corporal, experimenta el poder de la muerte (Ef 2,1); siente por dentro de su
ser la fuerza el miedo de la muerte.
La carta a los Hebreos, presenta a Jesucristo, diciendo: "Así como los hijos participan de la sangre y
de la carne, así también participó El de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de
la muerte, es decir, al diablo, y liberar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida
sometidos a esclavitud" (2,14-15). La división interior, que el hombre siente, entre la llamada al
amor y la seducción del pecado, entre la obediencia a Dios y la dependencia de la «ley del pecado»
es debida al poder del diablo, que se ha apoderado del hombre; su libertad está encadenada.
«¡Pobre de mí! exclamará san Pablo, ¿quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?»
(Rom 7,24-25).[29]

Pecado y pecados

La Escritura distingue entre pecado, como poder alienación y perversión del corazón humano, y los
diversos actos y expresiones del pecado, a los que llama pecados. En Dt 27,15-26 encontramos
doce maldiciones relacionadas con doce pecados que eran una amenaza para el pueblo de la
alianza. La ley mosaica, al tiempo de Jesús, contenía seiscientos trece preceptos, que componían
un código moral completo, y sin duda, un catálogo de pecados. San Pablo también presenta
diversos catálogos de pecados, que cierran la puerta para entrar en el reino de Dios.[30]

Pero más allá de los actos pecaminosos, se remonta san Pablo a su principio: en el hombre
pecador, los pecados son expresión y exteriorización de la fuerza hostil a Dios y a su reinado, como
dice san Juan. El pecado, en singular, presentado a veces como un poder personificado, parece
confundirse con satán, el «dios de este mundo» (2Cor 4,4); pero se distingue de él; el pecado
pertenece al hombre pecador, es algo interior a él. Introducido en el género humano por la
desobediencia de Adán (Rom 5,12-19) y como por repercusión en toda la creación (Rom 8,20), el
pecado pasó a todos los hombres, arrastrándolos a todos hacia la muerte. Como dice P. Ricoeur,
de manera al parecer incongruente, en pleno estado de inocencia, surge un ser malo, la serpiente,
el tentador. Antes que el hombre peque está ya presente el mal; «el mal no es sólo acto, es tra-
dición», sale a nuestro encuentro en la ruta, vive entre nosotros, en nosotros. Cada acto concreto
de pecado ratifica y refuerza el pecado original.[31]

El hombre, en esta situación, se encuentra «vendido al poder del pecado» (Rom 7,14), capaz
todavía de «simpatizar» con el bien y hasta de «desearlo», -lo que prueba que no todo está en él
corrompido-, pero absolutamente incapaz de realizarlo y, por tanto, necesariamente destinado a
la muerte, salario, desemboque y remate del pecado (Rom 7,14-23).
El pecado: ¿ofensa a Dios?

El pecado no es sólo ni ante todo una ofensa de naturaleza jurídica o personal que el hombre hace
a Dios, sino la autodestrucción de sí mismo, como consecuencia de la ruptura de su relación con
Dios, con los hombres y con la creación. Se puede decir que el hombre, cuando peca, no ofende
primordialmente a Dios, sino a sí mismo. Al destruirse a sí mismo, como obra e imagen de Dios,
ofende a Dios: «¿Pero me ofenden a mí?, oráculo de Yahveh. ¿No es más bien a ellos para su
confusión? (Jr 7,19). Como dice Santo Tomás: «Nosotros no ofendemos a Dios si no es por lo que
hacemos contra nuestro bien».[32]

Ciertamente el hombre no puede herir a Dios en sí mismo. La Biblia recuerda frecuentemente la


transcendencia de Dios: «Si pecas, ¿qué le haces? Si multiplicas tus ofensas, ¿le haces algún
daño?» (Job 35,6). Pecando contra Dios no logra el hombre sino destruirse a sí mismo, perdiendo
su verdadera gloria y libertad. La libertad es esencialmente fruto de un don previo, acogido en la
confianza y gratitud a Dios. El pecado surge cuando el hombre se yergue en poseedor y
dominador, en lugar de ser acogedor, admirador y adorador. La verdadera gloria sólo surge
cuando la libertad es acogida como don de Dios y vivida como amor a los hombres; aceptada en
gratitud orante y vivida en la creación de gracia para los demás. La verdadera gloria del hombre es
la de ser adorador y servidor.

En palabras de Juan Pablo II, a los jóvenes peregrinos a Santiago de Compostela, el domingo 20 de
agosto de 1989: «El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor. En estas
palabras se encuentra el criterio esencial de la grandeza del hombre. Este criterio es nuevo. Así fue
en tiempos de Cristo y lo sigue siendo después de dos mil años. Este criterio es nuevo. Supone una
transformación, una renovación de los criterios con que se guía el mundo... El criterio con que se
guía el mundo es el criterio del éxito. Tener el poder económico para hacer ver la dependencia de
los demás. Tener el poder cultural para manipular las conciencias. ¡Usar y abusar! Tal es el criterio
de este mundo».

Para este amor, que hace capaz de servir, ha sido creado el hombre. Y el pecado es el rechazo de
esta plenitud del hombre. Es el rechazo de la libertad como don y servicio y querer lograrla como
conquista propia, en autonomía frente a Dios y como dominio de poder sobre los demás. Se es
libre no por la independencia e insolidaridad frente al mundo, frente a los hombres y frente a Dios.
Esto tiene otro nombre. Es egoísmo absoluto. Pero cuando el hombre quiere ser libre en este
sentido, entonces sucumbe a su finitud ontológica, se queda solo consigo mismo en violenta
soledad; quiebra la corriente de solidaridad que lo religa a la creación. Y al querer desconectarse
del origen mismo de su libertad, que es Dios, queda desnudo, reducido a sus limitaciones. E
hombre existe en correlación. Cerrado en sí mismo altera su orden ontológico. Por eso, cuando él
niega su dependencia de Dios, en su autonomía experimenta la rebelión de la realidad contra él.
Es lo que traduce la conocida frase de H. de Lubac: «No es verdad que el hombre no pueda
organizar la tierra sin Dios. Lo que es verdad es que sin Dios no puede organizarla en definitiva más
que contra el hombre».[33]

Por eso el hombre ofende a Dios en el hombre. A Dios no puede tocarlo; pero puede herirlo en su
imagen, y El toma como propias las ofensas a sus criaturas. El Dios de la Biblia no es el de
Aristóteles, indiferente al hombre y al mundo. Por ello, si el pecado no «hiere» a Dios en sí mismo,
le hiere en la medida en que afecta a los que Dios ama. Así, a David que, «hiriendo a espada a
Urías el hitita y quitándole su mujer», pensaba no haber ofendido más que a un hombre, Dios por
el profeta Natán dirá que «ha despreciado a Yahveh» (2Sam 12,9ss). Además, el pecado «cavando
un abismo entre Dios y su pueblo» (Is 59,2), alcanza a Dios en su designio de amor. Dios, en su
amor, se siente ofendido de ingratitud con la infidelidad de la esposa Israel: «¿Has visto lo que ha
hecho Israel, la rebelde?» (Jr 3,7.12; Ez 16;23). El pecado aparece como violación de relaciones
personales, en definitiva como la negación del hombre a dejarse amar por un Dios que es amor. El
pecado no es, pues, transgresión de leyes; en su pleno sentido es romper la alianza. Moisés
simbolizó este hecho al romper las tablas de la alianza (Cfr. Dt 9,16-17).

El pecado ofensa a los demás

No reconocer a Dios, constituyéndose Dios de sí mismo, cambiando al Dios verdadero por uno
falso (Rom 1,18-25), lleva como consecuencia a la ruptura con el prójimo. San Pablo dará una lista
impresionante de pecados contra el prójimo de los paganos que han negado a Dios: «injusticia,
perversidad, codicia y maldad; llenos de envidias, homicidios, discordias, fraudes, depravación; son
difamadores, calumniadores, hostiles a Dios, insolentes, arrogantes, fanfarrones, ingeniosos para
el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, sin entrañas, despiadados...» (Rom 1,29-32).

El pecado, ruptura entre el hombre y Dios, introduce igualmente una ruptura entre los miembros
de la familia humana. Ya en el paraíso, en el seno mismo de la pareja primordial, apenas cometido
el pecado, Adán acusa a Eva, «la ayuda adecuada» que Dios le había dado (Gen 2,18), «hueso de
sus huesos y carne de su carne» (2,23). El hombre se excusa a sí mismo acusando a la mujer; y la
acusación a la mujer es, simultáneamente, acusación al mismo Dios: «la mujer que Tú me diste»
(Gen 3,12). Es una expresión amarga que el hombre lanza con una sola frase en ambas
direcciones: hacia su mujer y hacia Dios. Todo ha cambiado en las relaciones mutuas y para con
Dios. La consecuencia es inmediata: «la pasión te llevará hacia tu marido y él te dominará» (3,16).
En lo sucesivo esta ruptura se extenderá a los hijos de Adán (4,8); luego, el reinado de la violencia
y de la ley del más fuerte, que celebra el salvaje canto de Lamec (4,24).

El pecado tiene siempre una dimensión social debido al vínculo de solidaridad que une a toda la
familia humana (Cfr. Jos 7). Cuanto más se disgrega la comunión con Dios, tanto más crece la
solidaridad con el mal, que el pecado manifiesta y consolida. El desorden del pecado incide en la
vida de la comunidad humana y eclesial y en la misma presencia del hombre en el cosmos.[34]

Los egoísmos individuales envenenan la vida social y se plasman en explotación, rivalidad,


injusticia, cruel dad, desprecio. El Evangelio, oponiéndose a la concepción ritualista de lo puro y lo
impuro, coloca la impureza «que contamina al hombre», dentro de su propio corazón, del que
brota la maldad también para con los otros: «De dentro del corazón de los hombres salen los
designios perversos, fornicaciones, robos, asesinatos adulterios, codicia, maldades, engaños,
inmoralidades, envidias, injurias, insolencias e insensatez; esto es lo que mancha al hombre» (Mc
7,20-23).

El pecado ofende al mismo pecador

Según el Vaticano II, «el pecado rebaja al hombre impidiéndole lograr su propia plenitud» (GS 13)
«Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que
querría llevar cabo. Por ello siente en sí mismo la división» (GS 10) La GS describe en diversos
momentos los aspectos fundamentales en que se concreta esta alienación del hombre pecador: el
pecado provoca la rebelión del cuerpo (n.13); oscurece y debilita la inteligencia (15); cuándo
deviene habitual entenebrece la conciencia (16); hiere la libertad (17); causa la muerte y la
esclavitud humana (nn. 18;41).

El Concilio ha caracterizado al hombre pecador con la palabra alienación. Es como ve Pablo al


hombre, a quien Cristo ofrece la salvación: alienado de la vida de Dios (Ef 4,18), alienado de la
comunidad del pueblo de la alianza (Ef 2,12), alienado de su propia conciencia (Col 1,21), alienado,
dividido en sí mismo, en su interior (Rom 7,14ss) . Por ello «el hombre se siente incapaz de
domeñar por sí mismo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre
cadenas» (GS 13).[35]

Ya en la narración del diluvio se dice, por dos veces, que el corazón del hombre está inclinado
continuamente al mal desde la niñez (Gen 6,5; 8,21), que lleva a «la dureza de corazón y de cerviz»
(Dt 9,6), como repetirá tantas veces la Escritura. Esta dureza de corazón hace «que con los ojos no
vea ni con los oídos oiga» (Is 6,5-10). Para que cambie esta situación se necesitará «cambiar el
corazón» (Dt 30,3-8;Jr 4,4). Sólo Dios puede cambiar el corazón; en los salmos se pide este corazón
nuevo y espíritu nuevo (Sal 50). Por esto «todo hombre está bajo el pecado y privado de la gloria
de Dios», en confesión de Pablo (Rom 3, 23), que nos ha descrito la división interior del hombre
con toda su fuerza en su texto clásico (Rom 7,14-25).[36]

Esta división interior se manifiesta en el miedo (Gen 3,10), la angustia existencial, la tristeza. La
tristeza contrariamente a la alegría que está ligada a la presencia de Dios, es un fruto amargo del
pecado que separa de Dios, que hace que el hombre se esconda de Dios (Gen 3,10) o que «Dios le
oculte su rostro» (Sal 13,2s) haciendo que el hombre se sienta condenado «a alimentarse de un
pan de lágrimas» (Sal 80,6). Esta tristeza deprime el corazón (Pr 12,25), abate el espíritu (Pr 15,13)
deseca los huesos (Pr 17,22).

Como escribe B. Haering, «el pecado lleva a la tristeza privando a la persona de la capacidad para
gozar y reposar en el bien. Reduce la capacidad de apreciar, de ser agradecido, de participar en el
gozo de otras personas y de ser fuente de alegría para ellas. Quizás imite el gozo mediante una
demostración de alborozo, pero su risa será hueca. Intentará proyectar un sentido de humor, pero
será sarcasmo e ironía -hasta el cinismo- que daña las relaciones. Como no está en paz consigo
mismo, se sentirá continuamente tentado a luchar contra algo o contra alguien».[37]

Símbolos del pecado

La realidad de muerte del pecado se expresa con diversos símbolos. El primero es el camino
errado. El pecado es una desviación, entrar por una senda que lleva al precipicio, a la muerte (Dt
30,15-20). La desviación degenera en extravío, que conduce a la perdición (Sal 1,6;Prov 12,28). El
pecado, colocando al hombre en un camino tortuoso (Pr 21,8), hace que el hombre no encuentre
el sendero recto, terminando en un callejón sin salida, que acaba en la ruina. La acción de Dios es
creadora, la del pecado destructora. Caminando hacia la muerte, el hombre descarriado se aleja
de Dios que es la vida; no se entiende a sí mismo, pues obra contra su sed de vivir; no se siente
solidario de los demás, enemigos de su egoísmo, obligándolo a vivir encerrado en el círculo de su
yo, que se restringe cada vez más por el miedo a la muerte, que le amenaza en los demás y en los
hechos de la historia (Heb 2,14), encaminándole hacia el no ser.

Otro símbolo del pecado es la esclavitud bajo el poder del mal. San Pablo lo presenta como un
tirano que somete al hombre a sus deseos, haciéndolo instrumento para el mal (Rom 6,12-13). Es
una fuerza que aísla y acapara, bloqueando los puentes de comunicación con Dios, con los demás
y con la creación. Su desenlace será la condena a muerte (Rom 6,16).

Otro símbolo es el de enfermedad, un virus que mina las fuerzas del hombre, impidiéndole ser él
mismo. La infección coincide con la abdicación de la libertad: la adhesión de la voluntad al mal
enferma, y el hombre se encuentra afectado de un cáncer que no puede eliminar por sí mismo. El
pecado es como la lepra, que le corroe la carne propia y le aleja de la comunidad.

Estos tres símbolos, expresión y manifestación de la realidad del pecado, indican que el pecado es
un principio de muerte, una situación o actitud que produce confusión, error, desequilibrio,
aislamiento, destrucción: «La paga del pecado es la muerte».[38]

El pecado no vence el amor de Dios

Por sus propias fuerzas no puede el hombre salir de su situación de pecado ni rectificar su vida
para encontrar de nuevo a Dios. No basta una decisión de la voluntad. Al menos en sus mejores
momentos -o en su peores momentos, de mayor desesperación- puede desear el bien, pero
cuando comienza a obrar tropieza con su impotencia y su propia inconsecuencia. Se encuentra
sometido a una especie de hechizo, que le quita la libertad de acción, sintiéndose cautivo. Esa es la
angustia que describe San Pablo, en el texto tantas veces citado:

Estoy vendido como esclavo al pecado. Realmente no entiendo mi proceder, pues lo que yo quiero
no lo hago y, en cambio, lo que detesto eso lo hago...Querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no
el realizarlo. Cuando quiero hacer el bien, es el mal el que me encuentro en las manos. En lo
íntimo, cierto, me complazco en la ley de Dios, pero en mi cuerpo percibo otra ley contraria que
lucha contra la ley de mi razón y que me hace esclavo de la ley del pecado que está en mi cuerpo...
En una palabra, yo, por un lado, con mi razón, estoy sujeto a la ley de Dios; pero, por otro, con mis
bajos instintos, sirvo a la ley del pecado (Rom 7,14-25).

Esta situación lleva a Pablo a gritar: «¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que
me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!» (Rom 7,24).

El pecado trastorna la relación del hombre con Dios, pero es incapaz de destruir la relación de Dios
con el hombre. Dios mismo ha decidido y creado esa relación. Y sólo Dios puede eliminarla y
revocarla. La imagen de Dios en el hombre queda desfigurada por el pecado, pero no destruida,
puede ser recreada. Tras la caída original, podemos considerar ya como gracia de Dios este
permanente destino y posibilidad del hombre a ser imagen de Dios en la tierra. El pecado no vence
el amor de Dios. ¿Quién nos separa del amor de Dios, que hemos conocido en Cristo Jesús? Nada
humano, ninguna criatura, ni siquiera el pecado, nos puede apartar del amor de Dios. No obstante
el rechazo del hombre, mientras el hombre está en vida, Dios mantiene su relación de amor con él.
La gracia de esta fidelidad de Dios a una imagen, que le contradice, apunta a la vocación salvadora
del hombre mediante Cristo, que carga con el pecado, se hace pecado, deshecho de los hombres,
desfigurado el rostro en la cruz, para devolver al hombre pecador el esplendor original, como
imagen de Dios.

3. EL DOMINGO: FIESTA DE LA NUEVA CREACION

Hombre en Fiesta: Domingo fiesta de la nueva creación

Cristo: buena noticia de salvación

Al hombre esclavo del pecado, muerto por el pecado incapaz de darse por sí mismo la vida, el
cristianismo no le presenta una nueva ley, por perfecta que sea, para aplastale y hundirle más
hondo. Cristo no se presenta como modelo, que el hombre de pecado no puede imitar, para
impulsarle a la desesperación. La fe cristiana no es tampoco una doctrina sublime, que de nada
serviría a un hombre que se siente ahogar en las aguas de la muerte. El Evangelio de Cristo es
evangelio: buena noticia de salvación.

Para comprender lo que es una buena noticia, que es el Evangelio, es esclarecedor un texto de
Isaías. La ciudad de Jerusalén está esperando sobre las murallas la vuelta de los cautivos. Un
heraldo se adelanta al pueblo que retorna de Babilonia. Cuando los vigías divisan a este
mensajero, dan gritos de júbilo que resuenan por la ciudad y se extienden por todo el país. «¡Qué
hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas
noticias, que anuncia la salvación, que dice a Sión ya reina tu Dios. ¡Una voz! Tus vigías alzan la
voz, a una dan gritos de júbilo, porque con sus propios ojos ven el retorno de Yahveh a Sión.
Prorrumpid a una en gritos de júbilo, soledades de Jerusalén, porque ha consolado Yahveh a su
pueblo, ha rescatado a Jerusalén» (Is 52,7-9). «Súbete a un alto monte, alegre mensajero para
Jerusalén, clama sin miedo. Di a las ciudades de Judá: Ahí está vuestro Dios. Ahí viene el Señor con
poder» (Is 40,9).
El heraldo pregona la victoria de Dios. La salvación, la restauración de Israel, viene con la palabra
del anuncio. Yahveh ha puesto en la boca del mensajero la noticia que alegra el corazón del
pueblo; la hora de la actuación de Yahveh ha irrumpido. La salvación de Dios es realidad. Dios
libera a los cautivos y congrega a los dispersos. El llanto se cambia en gozo. Las ruinas de Jerusalén
exultan. Las cadenas se rompen. Hasta la aridez del desierto florece para saludar a los que
retornan. Ya reina tu Dios; ahí está tu Dios; ya puedes celebrar tus fiestas (Cfr. Nah 2,1). Con el
retorno del Señor se anuncia al pueblo la consolación, se le comunica la paz.

El profeta nos ha dicho qué es una noticia y al cantar la vuelta del exilio con unos símbolos que se
desbordan sobre la realidad, su anuncio se hace profecía, que apunta a la consumación en el
anuncio de la Buena Noticia de Jesucristo vencedor de la muerte y del pecado.[39]

Esta noticia jubilosa que resuena y corre veloz es el Evangelio:

Pasado el sábado, al alborear el primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron
a ver el sepulcro. De pronto se produjo un gran terremoto pues el Angel del Señor bajó del cielo y,
acercándose, hizo rodar la piedra y se sentó sobre ella... El ángel se dirigió a las mujeres y les dijo:
No temáis, sé que buscáis a Jesús, el Crucificado, no está aquí. ¡Ha resucitado! Y ahora id aprisa a
decir a sus discípulos: Ha resucitado de entre los muertos y os precederá en Galilea. Allí le veréis.
Mirad os lo he anunciado. Ellas se marcharon a toda prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de
alegría, corrieron a anunciarlo a los discípulos. De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo:
Alegraos... No temáis. Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán» (Mt
28,1-10).

Es la noticia del Evangelio. Ante la impotencia del hombre, Dios toma la iniciativa y manda a su
Hijo Jesucristo a rescatarnos de la esclavitud del pecado. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a
la muerte a su Hijo único» (Jn 3,16). «Todos pecaron y están privados de la gloria, de la presencia
de Dios. Pero gratuitamente les justifica con el don de su amor, mediante la salvación realizada en
Cristo Jesús» (Rom 3,23-24). «Cuando éramos enemigos, la muerte de su Hijo nos reconcilió con
Dios» (Rom 5,10). «Esto es obra de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo» (2Cor
5,18).

En Cristo vuelve el hombre a la vida y a la libertad. La pascua de Cristo de la muerte a la


resurrección arrastra con El al hombre de la muerte a la vida, de la tinieblas a la luz, de la
esclavitud a la libertad, del cansancio al reposo, de la tristeza a la fiesta de la alegría.
La muerte de Cristo es la manifestación del amor de Dios al hombre: "Cristo murió por nosotros
cuando éramos aún pecadores, así nos muestra Dios el amor que nos tiene" (Rom 5,8). La antigua
solidaridad con Adán contagiaba la muerte; la comunión con el nuevo Adán infunde vida: "Si por el
pecado de aquel solo, la muerte reinó en el mundo, mucho más los que reciben la abundancia de
gracia y de perdón gratuito vivirán y reinarán por obra de uno solo, Jesucristo" (Rom 5,17). Así,
Cristo, hombre de carne y sangre, como los hijos de Adán, destruyó la muerte y aniquiló al señor
de la muerte, el diablo, rompiendo el círculo del miedo en que tenía encerrados de por vida a
todos los hombres. Es la noticia salvadora: "Cristo ha resucitado. Verdaderamente ha resucitado.
La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está,
muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la ley. ¡Demos
gracias a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!" (1Cor 15,54-57).

Cristo se enfrentó a la muerte, entró en ella para combatirla cuerpo a cuerpo; para aniquilarla. El
se hizo pecado, cargando sobre sí todos nuestros pecados, dejando que nuestros pecados le
hicieran experimentar su salario de muerte, sufriendo el abandono de Dios (Mt 27,46), asumiendo
sobre sí lo más terrible de nuestro pecado, hasta sufrir la muerte de pecador, muerte de cruz,
descendiendo hasta los infiernos. Pero la muerte no tuvo poder para retenerlo bajo su dominio. El
Padre no le abandonó en la muerte. Le resucitó como primicias de todos nosotros, liberados del
pecado, cancelando el protocolo de condena que pesaba sobre nuestra cabeza.

Cristo nos rescató del dominio del pecado recorriendo el camino inverso del hombre. El hombre,
siendo criatura, quiso hacerse Dios, celoso de la condición divina. "Cristo, a pesar de ser Dios, no
retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Al contrario, se despojó de sí mismo y tomó la condición de
esclavo, pasando por uno de tantos; se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y muerte
de cruz. Por eso Dios le exaltó y le concedió el nombre sobre todo nombre, de modo que toda
lengua proclame: Cristo Jesús es SEÑOR, para gloria de Dios Padre" (Filp 2,5-11).

El Padre, al resucitar a Jesús, le constituyó Señor, con poder sobre todo dominio y esclavitud, de
modo que la fe en Cristo libera al hombre de toda opresión: "Vemos a Jesús coronado de gloria y
honor por haber padecido la muerte. Así, por la gracia de Dios, ha padecido la muerte para bien de
todos. Dios, para quien y por quien existe todo, juzgó conveniente, para llevar a una multitud de
hijos a la gloria, perfeccionar y consagrar con sufrimientos al que iba a guiarlos a la salvación. Pues
tanto el santificador como los santificados tienen todos el mismo origen. Por eso no se avergüenza
de llamarles hermanos" (Heb 2,9-12).

"Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que podamos salvarnos" (He
4,12).
El hombre, muerto por su rebeldía y desobediencia, es salvado por la obediencia incondicional de
Cristo. Cristo muere por amor al Padre, sin dudar de su amor ni ante la muerte, y por amor al
hombre, al que salva de su rebeldía, que le priva de la cercanía de Dios. Así ha vencido el pecado,
reconciliando a los hombres con Dios. Esta reconciliación lleva consigo el perdón de todo pecado.
"Habiendo recibido la reconciliación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro
Señor Jesucristo.

Por El hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos,
apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios" (Rom 5,1-2). Reconciliados con Dios, en la
sangre de Cristo, «no hay ya motivo de condenación para los que están unidos a Cristo Jesús»
(Rom 8,1). Y «si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su
propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con El? ¿Quién
acusará a los elegidos de Dios? ¿Dios, el que justifica? ¿Quién nos condenará? ¿Será acaso Cristo,
que murió, más aún, que resucitó y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros? ¿Quién po-
drá apartarnos del amor de Cristo? Estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni
principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá
apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 8,33-39).

Reconciliación entre los hombres

El pecado, al romper la relación del hombre con Dios, le llevaba a encerrarse en sí mismo,
rompiendo la comunión con los demás. Por el miedo a la muerte, se veía obligado a vivir
encerrado en el círculo de su yo, a defenderse del otro, a acusar al otro, para asegurar su vida.

Al restablecerse en Cristo la relación confiada con Dios, el hombre experimenta la liberación del
miedo, pudiendo salir de sí mismo y abrirse al otro, restablecer la comunión con los demás. El
hombre, que conoce el perdón, no necesita excusar su pecado y acusar al otro, culpar a los demás
de sus males. Como dice S. Kierkegaard, el reconocimiento de Dios y la conciencia del pecado van
inseparablemente unidas. Una y otro nos hacen bajar del mundo de nuestra fantasía al suelo de la
realidad... Quien se acusa y confiesa encuentra la verdad. Quien encubre y niega, se condena a la
apariencia, que vacía y envilece. Y como tal encubrimiento y envilecimiento superan la capacidad
del hombre, terminan engendrando desesperación. El acto de fe, la confesión del propio pecado,
la conciencia de la gloria de Dios y de qué glorioso es ser hombre han ido siempre juntos.[40]

Cristo resucitado, al anunciar la paz con Dios, recrea la hermandad entre los hombres; hace
posible la comunión, al romper todas las barreras de separación: «Ahora estáis en Cristo Jesús.
Ahora, por la sangre de Cristo, estáis cerca los que antes estabais lejos. El es nuestra paz. El ha
hecho de los dos pueblos una sola cosa, derribando en su carne el muro que los separaba: el odio.
El ha abolido la ley con sus normas y reglas, haciendo las paces, para crear con los dos, un solo
hombre nuevo. Reconcilió con Dios a los dos pueblos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la
cruz, dando muerte, en El, al odio» (Ef 2,13-16).

El odio y el egoísmo, pecado del hombre, crea enemistad y alza barreras de todo tipo entre los
hombres. Cristo, con su muerte y resurrección, nos da su Espíritu, que derriba todas estas
barreras, creando la hermandad: «Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os
habéis revestido de Cristo. Ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y
mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,27).

Este amor es la garantía que tiene el cristiano de estar incorporado a Cristo resucitado, de poseer
su Espíritu, de que ha vencido en Cristo la muerte y de que le han sido perdonados sus pecados:
«Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos.
Quien no ama permanece en la muerte» (1Jn 3,14). Es el signo distintivo de los discípulos de
Cristo: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he
amado, así os améis también los unos a los otros. En esto conocerán los demás que sois discípulos
míos» (Jn 13,34-35). Es más, éste es su único mandamiento: «Este es su mandamiento: que
creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros» (1Jn 3,23). Creer en
Cristo y amar a los hermanos es una misma cosa. Como decía Juan Pablo II a los jóvenes en el
Monte del Gozo, en Santiago de Compostela:

¿No estáis aquí para convenceros definitivamente que "ser grandes" quiere decir 'servir'? Pero
este servicio no es ciertamente un sentimiento humanitario. Ni la comunidad de los discípulos de
Cristo es una agencia de voluntariado y de ayuda social. Un servicio de esta índole quedaría
reducido al horizonte de "espíritu de este mundo". ¡No! Se trata de mucho más. La radicalidad, la
calidad y el destino del servicio, al que somos llamados, se encuentra en el misterio de la
redención del hombre. Porque hemos sido creados, hemos sido llamados, hemos sido destinados,
ante todo y sobre todo, a servir a Dios, a imagen y semejanza de Cristo que, como Señor de todo lo
creado, centro del cosmos y de la historia, manifestó su realeza mediante la obediencia hasta la
muerte, habiendo sido glorificado en la resurrección. El reino de Dios se realiza en este servicio,
que es plenitud y medida de todo servicio. No actúa en el criterio de los hombres mediante el
poder, la fuerza y el dinero. Nos pide a cada uno la total disponibilidad de seguir a Cristo, el cual
"no vino a ser servido sino a servir"... Si de veras deseáis servir a vuestros hermanos, dejad que
Cristo reine en vuestros corazones, que os llene de todo su amor, que os lleve por el camino que
conduce a la "condición del hombre perfecto". ¡No tengáis miedo a ser santos! Esta es la libertad
con la que Cristo nos ha liberado (Gal 5,1). No como la prometen con ilusión y engaño los poderes
de este mundo: una autonomía total, una ruptura de toda pertenencia en cuanto criaturas e hijos,
una afirmación de autosuficiencia, que nos deja indefensos ante nuestros límites y debilidades,
solos en la cárcel de nuestros egoísmos, esclavos del "espíritu de este mundo", condenados a la
"servidumbre de la corrupción" (Ron 8,21). ¡Sí! Es necesario conocer bien qué dones te ha
concedido Dios en Cristo, para saber darlo a los demás.

Este amor o «servicio», expresión del hombre perfecto, es el amor de los hijos del Padre
misericordioso: «amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos
de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e
injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen eso mismo
también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular?
¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto
vuestro Padre celestial».[41]

Cristo inaugura la nueva creación

Este amor es la vida de la nueva creación inaugurada en la resurrección de Cristo. Es la nueva


creación anunciada por los profetas[42] y realizada en Cristo. El hombre renovado interiormente
por el bautismo a imagen de su Creador (Col 3,10) es hecho en Cristo «nueva criatura» (Gal 6,15):
«El que es de Cristo es una criatura nueva; lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado» (2Cor
5,17). Y con la recreación del hombre comienza también la «nueva creación» del universo: "Este es
el plan que había proyectado realizar por Cristo cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra" (Ef 1,9-10), "reconciliándolas en Cristo
consigo mismo" (2Cor 5,18ss;Col 1,20).

Hablando de la misión de Cristo, San Pablo pasa insensiblemente de su acción en la creación


original a la acción en la recreación de todas las cosas. Creación y redención van unidas. En efecto,
existe un perfecto paralelismo entre Adán y Cristo, nuevo Adán. En el principio Dios hizo a Adán
cabeza del género humano, entregándole el mundo para que le dominara. En la plenitud de los
tiempos, el Hijo de Dios hecho hombre ha entrado en la historia como nuevo Adán (1Cor 15,21-
45;Rom 5,12-18). Dios lo ha constituido cabeza de la nueva humanidad rescatada con su sangre,
humanidad salvada que es su cuerpo (Col 1,18; Ef 1, 22); le ha dado todo poder en la tierra (Mt
28,18;Jn 17,2), ha puesto todo en sus manos y le ha constituido heredero de todas las cosas (Heb
1,2;2,6-9 ). Esta nueva creación, inaugurada en la resurrección de Cristo, camina hacia su
consumación final, que evoca ya el Apocalipsis: «El primer cielo y la primera tierra han
desaparecido... Entonces el que está sentado en el trono declaró: he aquí que hago nuevas todas
las cosas» (21,1-5). Tal será la creación final de un universo transfigurado por la victoria del
Cordero degollado, que reinará sentado en el trono del Reino.
Del sábado al domingo

La semana aparece en el judaísmo y en el cristianismo como el «axis» del tiempo. Para los judíos,
las fases de la luna ritman sábado tras sábado la sucesión de las semanas. Para los cristianos, la
resurrección de Cristo el «primer día de la semana» judía, después del sábado, lo convierte en
Domingo, «día señorial» o «día del Señor». El ritmo semanal y la celebración de dicho día, que es
a la vez el primero y el octavo, son los polos fundamentales de la ordenación del tiempo.[43]

Con la proclamación del sábado mesiánico comenzó la vida pública de Jesús de Nazareth (Lc
4,18ss). Según la visión cristiana, el tiempo mesiánico proclamado por El entró en vigor mediante
su entrega a la muerte y resurrección de entre los muertos. Por eso los cristianos celebran el
primer día de la nueva creación. Ven la creación a la luz de la resurrección. Conocen la realidad a la
luz de su recreación.

La luz de la resurrección es una luz que ilumina con la esperanza de su futura redención también
los tiempos pretéritos y a los muertos. Es la cristiana luz sabática, pero es más que eso. Aparece
como luz mesiánica, salvadora, sobre toda la creación, que ahora suspira por su liberación con
dolores de parto, y le confiere, en su corruptibilidad, la esperanza indestructible de que será
recreada como nueva tierra y cielos nuevos, como «mundo sin fin». La resurrección de Cristo es la
inauguración de la nueva creación, que se va desplegando en la historia hasta su consumación en
la gloria del reino de Dios. El cristiano vive «ya» en la gracia de la alianza nueva y definitiva con
Dios, sellada en la sangre de Cristo y autenticada en su resurrección y celebrada en la Eucaristía.
Pero «todavía» está en camino, en la peregrinación de este mundo, hacia la consumación plena en
el Reino de la gloria, por lo que en cada eucaristía repite: ¡Maranathá!, ¡Ven, Señor Jesús!

El «día del Señor» sustituye la celebración del sábado, porque es el día «en que amaneció nuestra
vida por gracia del Señor, por su muerte y resurrección».

El Verbo trasladó la fiesta del sábado a la aparición de la luz y nos dio, como imagen del verdadero
reposo, el día salvador, dominical y primero de la luz, en el que el Salvador del mundo, después de
haber realizado todas sus obras entre los hombres y haber vencido la muerte, franqueó las
puertas del cielo, superando la creación en seis días y recibiendo el bienaventurado sábado y el
reposo beatífico.[44]

Domingo: día del Señor


Domingo es la denominación fundamental del día del culto festivo de los cristianos. Así aparece ya
en Apocalipsis: «Día del Señor» (1,10). Es el día de Cristo Kirios, porque es el día de su
resurrección. El domingo es memorial de la resurrección de Jesucristo, a través del cual Dios Padre
nos abrió las fuentes de la vida. A Jesús vencedor de la muerte le han sido sometidos todos los
poderes que esclavizan a los hombres y que en el fondo son instrumento del poder que ejerce el
temor a la muerte (Heb 2,15). El cristiano, bajo el señorío de Jesús, encuentra la genuina libertad y
la celebra en la fiesta del domingo.

El acontecimiento pascual constituye el gesto salvador único por el que Dios genera
definitivamente la historia e inaugura el tiempo nuevo de la salvación. Por ello, la Pascua viene
considerada como el eje medular en torno al cual gira toda la vida cristiana. El domingo es la
pascua semanal, día de la resurrección de Cristo. En la mañana del domingo Cristo resucita
triunfante, vencedor de la muerte y del pecado, para inaugurar un mundo nuevo, una creación
nueva, un nuevo modo de vida en la comunión con Dios y en la fraternidad. Este es el gran
acontecimiento que permite al hombre ser imagen de Dios.

La celebración del domingo, repetida periódicamente, en un ritmo incesante e ininterrumpido del


acontecimiento pascual, hace que la comunidad cristiana se asocie al gesto pascual y, junto con
Cristo, pase de la muerte a la vida, de este mundo al Padre. Por ello es un hecho portentoso cada
domingo; es el reconocimiento gozoso y la celebración del señorío de Cristo constituido por su
resurrección en dueño de la vida y de la muerte, soberano del universo y señor de la historia; esto
es lo que constituye el primer día de la semana en día del Señor.

El Vaticano II nos ofrece una preciosa descripción del día del Señor:

La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de
Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón "día del
Señor" o domingo. En este día, los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de
Dios y participando en la eucaristía, recuerden la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús
y den gracias a Dios, que los "hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de
entre los muertos" (1Pe 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e
inculcarse a la piedad de los fieles de modo que sea también día de alegría y de liberación del
trabajo. No se le antepongan otras solemnidades, a no ser que sean de veras de suma
importancia, puesto que el domingo es el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico (SC 106).
Domingo: día de la asamblea cristiana

El domingo es el día de la resurrección del Señor. Pero es también el día en que Cristo se presentó
en medio de sus discípulos y bebió con ellos el vino nuevo del Reino (Lc 22,18). El domingo evoca
tres aspectos: es memorial de la resurrección, que celebramos en la fe; es una espera del retorno
del Señor, que vivimos en la esperanza; y es el día de la asamblea cristiana, en la que -en el
anuncio de la Palabra y en la Eucaristía- se da una presencia actual del Señor entre los suyos, en la
que comulgamos en la caridad. La comunidad cristiana congregada en el amor y la unidad, es la
visibilización sacramental de la resurrección del Señor.

La dimensión eclesial del domingo está fundada en la dimensión cristológica: es día de la Iglesia
porque es día del Señor, pues la Iglesia es el «cuerpo de los miembros de Cristo»; cada cristiano,
por la fe, conversión y bautismo, ha sido enmembrado en el «cuerpo resucitado de Jesucristo».
[45]

El domingo, como día de la asamblea cristiana, tiene un origen estrictamente cristiano y se


remonta a su misma cuna. Todos los evangelistas señalan intencionadamente que el hallazgo del
sepulcro vacío y el comienzo de las apariciones del Resucitado tuvieron lugar «el primer día de la
semana».[46] Dentro de la sobriedad cronológica de los evangelios es significativo que fuera pre-
cisado este detalle. Juan anotará incluso que «ocho días después» se apareció otra vez en medio
de los discípulos, estando ya Tomás con ellos (Jn 20,26) y las visiones del Señor en el Apocalipsis
acontecieron en el «día del Señor» (1,10).

En la asamblea cristiana es donde el Resucitado se hace presente y se da a conocer (Lc 24,13-16).


[47] Puede decirse que las apariciones del Resucitado son fundadoras de la Iglesia. El domingo no
sólo se celebra la victoria sobre la muerte y sobre los poderes de la muerte, sino también la
reconstrucción de la comunidad, su común nacimiento a una existencia nueva. La victoria de Jesús
se explicita y manifiesta en la victoria de la dispersión, de la desesperanza, del temor, de la
incredulidad de los discípulos. Jesús resucitado se apareció a los testigos que Dios había escogido
de antemano, a los que comieron y bebieron con El después de su resurrección (He 10,41).[48]

Las alusiones a la asamblea de los cristianos «el primer día de la semana» (1Cor 16,2; He 20,7),
expresan todo su alcance cuando se las pone en relación con Jesús resucitado, con su presencia en
medio de los suyos y con la reunificación de la comunidad por su manifestación. El primer día de la
semana trajo a los discípulos la sorprendente y gozosa novedad de que Jesús estaba vivo y lo
habían visto en medio de ellos. La asamblea semanal será un signo inolvidable de esa novedad.
San Ignacio de Antioquía expresa así esta novedad cristiana de la celebración del «día del Señor»:
Ahora bien, si los que se habían criado en el antiguo orden de cosas vinieron a la novedad de
esperanza, no guardando ya el sábado, sino viviendo según el domingo, día en que también
amaneció nuestra vida por gracia del Señor y mérito de su muerte..., ¿cómo podemos nosotros
vivir fuera de Aquel a quien los mismos profetas esperaban como su Maestro?.[49]

El Resucitado, que reunificó a sus ovejas después de la dispersión padecida ante su muerte,
continúa siendo su libertad, su vida, su esperanza y su paz. En su nombre y con su poder han
pasado a una forma de vivir gozosa y fraterna. Por eso el domingo, día del Señor, es el día en que
se reúnen para celebrar la resurrección del Señor y su propia resurrección a una vida nueva.

Celebran a Jesús como su Señor. No celebran los cristianos su vida, su amistad o su convivencia.
Esto sería banalizar la celebración cristiana. La Iglesia se goza en el Señor, fuente de su vida, de su
comunión y de su unidad. El encuentro con Jesús resucitado es manantial de fraternidad, porque
antes es reconciliador (1Jn 3,14).

La Iglesia ha nacido del misterio pascual de Jesús. En su muerte Dios ha reunido a los hijos
dispersos (Jn 11,52). Como resucitado se ha hecho encontradizo en el camino por donde cada uno
huía desalentado y abatido. Este encuentro con Cristo resucitado impulsa a recorrer el camino en
dirección opuesta, de la separación a la comunión (Lc 24,33). La resurrección de Cristo rompe las
barreras y zanja las divisiones (Gal 3,27-29;Col 3,11). Si en la Pascua fue convocada la Iglesia, en la
celebración pascual recibirá su permanente vitalidad y reconciliación. Aquí está el manantial de su
pervivencia como Iglesia y la posibilidad siempre renovada de una existencia fraterna.

Por ello no hay domingo sin Eucaristía. Lo que hace que el primer día de la semana sea el día del
Señor y el día de la comunidad del Señor es la celebración de la Eucaristía. En la asamblea
eucarística existe y se realiza la Iglesia. El domingo, la Iglesia se expresa como tal Iglesia, se realiza
como convocación santa, por gracia de Dios, en torno a la mesa eucarística. La tradición cristiana
ha creído siempre que, si es verdad que la Iglesia hace la Eucaristía, también lo es que la Eucaristía
hace la Iglesia. El domingo, pues, es el día de la edificación del nuevo pueblo de Dios como
comunidad convocada por Dios para «partir el pan». Como dirá San Pablo: «Porque el pan es uno,
somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Cor 10,17).
Comiendo de ese pan, que es el cuerpo de Cristo, los creyentes son asimilados a Cristo y se
transforman en su cuerpo.[50] El cáliz de la bendición es comunión con la sangre de Cristo y el pan
que partimos es comunión con su cuerpo (1Cor 10,16).

Lucas, partiendo del calendario judío, llama al domingo «primer día de la semana» (He 20,7-12).
Por eso considera que este día comienza desde la tarde del sábado, a la caída del sol. Mientras los
romanos contaban los días de medianoche a medianoche, los judíos lo hacían desde la caída del
sol hasta la caída del sol (Cfr 1Cor 16,2; Apo 1,10). Los Padres de la Iglesia, como San Agustín y San
León Magno, insistirán en este hecho ante los fieles de Africa y de Roma, acostumbrados a otra
forma de contar la sucesión de los días.

El día del Señor es, pues, el día de la Iglesia, su esposa, que se congrega para escuchar la Palabra,
celebrar la Eucaristía y vivir fraternamente la alegría de Cristo resucitado.[51]

El domingo: fiesta de la nueva creación

Hombre en Fiesta: domingo - fiesta de la nueva creación

El domingo es el día primero y el día octavo. El primer día de la semana es el de la creación de la


luz: "El día en que Dios, transformando las tinieblas y la materia, hizo el mundo", declara San
Justino.[52] «Fue en ese día cuando, el Señor empezó las primicias de la creación del mundo; en
ese mismo día dio al mundo las primicias de la resurrección», comenta en el s. V el Pseudo Eusebio
de Alejandría.[53] Pero el primer día de la semana es también el que viene después del séptimo:
es el octavo día. El domingo, como octavo día, es signo de la nueva creación, signo de la vida
eterna. Conmemorando la resurrección de Cristo, el domingo anticipa su retorno. Por ello el
domingo es signo del hombre libre, que vive la eternidad en el tiempo, reposando en el corazón de
Dios.[54] El sábado convocaba a Israel gozar del don divino de la libertad (Dt 5,15); «el domingo,
día de alegría y libertad» (SC 106), el cristiano es convocado a gustar el descanso y la libertad
como don de la nueva creación: «Señor, Dios, danos la paz, la paz del sábado, la paz que no tiene
tarde», implora San Agustín.[55]

Memorial, profecía y presencia, «nuestro domingo es en verdad el advenimiento de la nueva


creación, la irrupción de la vida de arriba».[56] "En la asamblea cristiana, el día del Señor se
celebra la pascua, la victoria de Jesucristo sobre la muerte".[57] El domingo es la pascua semanal.
Los cristianos son iniciados a una vida pascual. En su éxodo de la muerte a la vida está el Señor
arrastrando a sus fieles. La Eucaristía realiza el éxodo del pueblo a la libertad. La pascua de Jesús,
el paso de este mundo a la mesa del Reino de Dios, anticipado proféticamente en la cena pascual
antes de padecer la pasión, es actualización en el agradecimiento y la exultación y en la esperanza
hasta que vuelva. La Eucaristía, por ello, es memoria, anticipación y presencia. Recordando la
muerte y resurrección de Jesús, presente por su Espíritu en medio de la Iglesia, anhelan los cris-
tianos su retorno. Los tres momentos son inseparables. La memoria es actualización por el poder
del Espíritu y el «Maranathá» de la esposa es escuchado por el Esposo. Anticipadamente la
asamblea degusta la herencia prometida.
El domingo es una fiesta gozosa. El misterio de la salvación en Cristo es la constitución de un
nuevo pueblo de Dios (LG 9-13), una asamblea reunida en la unidad de los hijos de Dios dispersos.
La nueva alianza es sellada en la sangre de Cristo derramada para el perdón de los pecados. Por
ello, la asamblea litúrgica es la manifestación más expresiva, una epifanía de la Iglesia (SC 41). La
voz de la asamblea es la voz de la Iglesia, esposa de Cristo (LG 26). San Jerónimo dice de un modo
paradójico que no es la fiesta la que provoca la asamblea, sino que es la asamblea la que crea la
fiesta: «verse unos a otros es la fuente de una mayor alegría».[58] Y San Juan Crisóstomo, a
propósito de Pentecostés, dirá: «Aunque haya pasado la cincuentena, la fiesta no ha pasado: toda
asamblea es una fiesta. ¿Qué lo demuestra? Las mismas palabras de Cristo: donde estén dos o tres
congregados en mi nombre, allí estoy yo entre ellos. Cuando Cristo está entre los fieles reunidos,
¿qué prueba más fuerte queréis de que es una fiesta?».[59]

Día de gozo y júbilo en que no se ayuna ni se ora de rodillas, sino de pie. Orar de pie es la actitud
típicamente pascual. Pues Cristo, por su pascua, nos liberó del pecado y de la muerte; ya no somos
esclavos, sino hijos de Dios: «El no arrodillarnos durante el día del Señor es un símbolo de la
resurrección por la que, gracias a Cristo, hemos sido liberados de los pecados y de la muerte, que
por El fue destruida».[60]

La designación del domingo como «día octavo» pertenece al campo de los símbolos:

No me son aceptos vuestros sábados de ahora, sino el que yo he hecho, aquel en que, haciendo
descansar todas las cosas, haré el principio de un día octavo, es decir, el principio de otro mundo.
Por eso justamente nosotros celebramos el día octavo con regocijo, por ser el día en que Jesús
resucitó de entre los muertos y, después de manifestado, subió a los cielos.[61]

El simbolismo nuevo del día octavo será «la resurrección, sea como resurrección de Cristo, sea
como resurrección bautismal, sea como resurrección escatológica».[62] Día de gozo y exultación:

«No está permitido ayunar el domingo ni rezar de rodillas».[63] «El domingo alegraos sin
interrupción ya que comete pecado el que se aflige en domingo».[64]

Orar de pie es también la actitud de los que esperan la Parusía del Señor. De pie y prontos para
partir, como comieron la pascua los hebreos en Egipto:
De pie es como hacemos la oración del primer día de la semana. Y no sólo porque, resucitados con
Cristo y debiendo buscar las cosas de arriba (Col 3,1), hagamos volver a nuestra memoria el día
consagrado a la resurrección, la gracia que nos ha sido dada, sino porque aquel día parece ser de
alguna manera la imagen del siglo venidero. Puesto que este día está al principio, fue llamado por
Moisés no "primero" sino "uno": tuvo una noche y una mañana, un día (Gen 1,5), como si éste
«mismo día» volviera a menudo. Además ese día "uno" es también octavo y significa por sí mismo
ese día realmente único y verdaderamente octavo, el día sin fin que no conocerá ni noche ni día
siguiente, siglo imperecedero que no envejecerá ni tendrá fin.[65]

Y San Agustín, al final de la Ciudad de Dios, habla igualmente del sábado,

cuyo término no será la tarde, sino el día del Señor, como día octavo eterno, que ha sido
consagrado por la resurrección de Cristo, significando el eterno descanso no sólo del Espíritu, sino
también del cuerpo. Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos,
amaremos y alabaremos.[66]

La asamblea dominical es fuente de esperanza, alimento de la fidelidad y aceite para nuestras


lámparas que aguardan el retorno del Señor. La diversas dimensiones de la pascua se cumplen en
la memoria dominical de la resurrección. Es memoria de la victoria de Jesús sobre la muerte; es
espera de la vuelta del Señor, que se manifiesta en la invocación y vigilancia; y es presencia de
Jesucristo en la asamblea reunida en su nombre. El acontecimiento pascual constituye el núcleo
esencial de toda la vida del cristiano. En él polarizan el anuncio, la fe, los sacramentos y la vida en
el mundo y en la historia de los hombres. Por la predicación, el acontecimiento pascual se
convierte en buena noticia, kerigma de salvación. Por la fe se hace confesión gozosa y aceptación
confiada. Por los sacramentos es presencia salvadora y motivo de esperanza. Y este
acontecimiento pascual, celebrado cada «primer día de la semana», que es al mismo tiempo «día
octavo», se inserta en la historia como fuerza creadora de libertad para los hombres y para la
creación entera.

De domingo en domingo, a lo largo de la historia, hasta que el Señor vuelva, el acontecimiento


pascual de su muerte y resurrección actúa transformando el corazón de los hombres y liberando la
creación entera de la vanidad y corrupción a que está sometida, llevándola hasta «la participación
en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom 8,20). Así todo tiempo (kronos) es «tiempo de
gracia» (kairós) para el cristiano. En todo momento, a través de todos los hechos de la historia,
Dios se comunica al cristiano, dándole vida y esperanza de vida eterna. La Iglesia es peregrina
porque le aguarda un descanso y una patria. Sin patria como meta no hay peregrinación, ya que
no se llegaría a ningún sitio. E. Bloch se entusiasma con el día séptimo, que ha de realizarse dentro
de la historia y desecha el día octavo. Hoy esta renuncia al octavo día es tentación para muchos.
También para muchos cristianos.[67]
Hombre en Fiesta: Camino al cielo

Notas

[1] C. von RAD, El libro del Génesis, Salamanca 1977, p. 53ss.

[2] Cfr. P. AUBRAY, Creación, en VTB; W.H. SCHMIDT, Crear, en DicTeol. del AT, Madrid 1978,
col. 486-491.

[3] J. MOLTMANN, Dios en la creación, Salamanca 1987.

[4] L.F. LADARIA, Antropología católica, Madrid 1987 y M.FLIC Z. ALSZEGHY, Antropología
teológica, Salamanca 1985: p. 45-82 y 37 respectivamente con abundante bibliografía al respecto.

[5] J. MOLTMANN, Trinidad y reino de Dios, Salamanca 1987, p. 120ss.

[6] A. KAPLAN, Las aguas del Edén, Bilbao 1988.

[7] E. JIMENEZ, Moral sexual. Hombre y mujer imagen de Dios, Bilbao 1990.

[8] J. MOLTMANN, Dios en la creación, o.c., p. 87-94; J.L. RUIZ DE LA PEÑA, Imagen de Dios.
Antropología teológica fundamental, Santander 1988.

[9] «Tob», según los léxicos bíblicos, significa: «bueno, agradable, gustoso, bello, favorable,
idóneo, proporcionado, perfumado, benévolo, clemente, alegre, honesto, verdadero...». El tob
bíblico es circular, incluye todas las cualidades buenas y bellas. Los LXX traducen el tob hebreo con
tres palabras griegas: kalós = bello, agathós = bueno y chréstós = agradable, útil.

[10] SAN IRENEO, Adv. haereses 4,20,7.


[11] CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Trotr. X 107, 1;Cfr. O. GONZALEZ DE CARDEDAL, La gloria del
hombre, Madrid 1985.

[12] G. von RAD, o.c.,p. 73.

[13] R. SCHUUZ, Que tu fiesta no tenga fin, Barcelona 1978.

[14] A.J. HESCHEL, El sabbat, Bilbao 1989.

[15] Cfr. X. LEON DUFOUR, Reposo en VTB.

[16] P. GRELOT, Du sabbat juif au dimanche chrétien, LMD 123 (1975)79-107;LMD


124(1975)14-54;A. GELIN, L'homme selon la bible, París 1962.

[17] P. EVDOKIMOV Nature, Scottish Journal of Theology (1965)1-22.

[18] K. WARE, The orthodox Way, Osford 1975; H.H. GUTHRIE, Theology as Thanksgiving. Front
Israel's Psalms the Church's Eucharist, New York 1981.

[19] A.J. HESCHEL, o.c., p. 29-31.

[20] B. PASCAL. Pensamientos. n. 206.

[21] A.J. HESCHEL, El concepto del hombre en el pensamiento judío, en El concepto del hombre,
México 1964, p. 132-195.

[22] N. BERDYAEV, Solitude and Society, p.134 citado por A.J. Heschel, en El sabbat, p.12.

[23] R. GUARDINI, El espíritu de la liturgia, Barcelona 1946, p.150.


[24] J. MATEOS, Cristianos en fiesta, Madrid 1981, p.17-18. H. REUKEUS, Creación, paraíso y
pecado original según Gen 1-3, Madrid 1969 H. RONDET, Le péché originel dans la tradition
patristique et théologique, París 1967.

[25] 24. M.FLICK.-Z. ALSZEGHY, o.c., p. 219-316.

[26] S. LYONET, Pecado, en VTB;A. PENNA, Il peccaco originale nell'Antico Testamento, Divus
Thomas 71(1968)423-437;Ch. BAUM GARTNER, El pecado original, Barcelona 1971;P. GRELOT,
Reflexiones sobre el problema del pecado original, Barcelona 1970;A.M. DUBARLE, Le péché
originale dans l'Ecriture, París 1958; P. HUMBERT, Etudes sur recit du Paradis et de la chute dans la
Genese, Neuchatel 1940.

[27] M. Guerra Gómez, La narración del pecado original, un mito etiológico, Burgense
2(1967)9-46.

[28] K. RAHNER, Sobre el concepto teológico de concupiscencia, en Escritos de teología I,


Madrid 1967, p. 381-419;S. LYONNET, La historia de la salvación en la carta a los Romanos,
Salamanca 1967, p.65-90.

[29] R. BLAZQUEZ, o.c., p. 104-105.

[30] 1Cor 5,10s;6,9s;2Cor 12,20;Gal 5,19-21;Rom 1,29-31;Col 3,5-8;Ef 5,3;1Tim 1,9;Tit 3,3;2Tim
3,2-5.

[31] P. RUCOEUR, Finitudud y culpabilidad, Madrid 1969, p. 50-98;L. LIGIER, Péché d'Adam et
péché du monde, París 1961; M. FICK.Z.ALSZEGHY, Peccato originale in prospettiva personalista,
Gregorianum 46(1965)705-732; Idem, Il peccato in prospettiva evoluzionista, ibidem
47(1966)201-225.

[32] SANTO TOMAS, Suma contra los gentiles III, 122; Cfr. 0. GONZALEZ DE CARDEDAL, o.c.,
p.20.
[33] H. de LUBAC, El drama del humanismo ateo, Madrid 1967;L. BOUYER, ¿Humano o
cristiano?, Salamanca 1966.

[34] D. MONGILLO, Pecado, en DETM, p. 774-782;B. HAERING, Pecado y secularización, Madrid


1974;A. PETEIRO, Pecado y hombre actual, Estella, 1972.

[35] J.B. METZ, Concupiscencia, en Conceptos fundamentales de la teología I, Madrid 1966,


p.255-264.

[36] Cfr. Jr 31,31-33;Ez 11,19-20;36,25-27;P. van IMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento,
Madrid 1969, p. 665-672 y 727-733;Sal 50: G. BERNINI, Le preghiere penitenziali del salterio, Roma
1953.

[37] B. HAERING Libertad y fidelidad en Cristo I, Barcelona 1985, p. 272.

[38] P. RICOEUR, o.c.; la segunda parte El simbolismo del mal.

[39] R. BLAZQUEZ, Jesús el evangelio de Dios, Madrid 1985.

[40] S. KIERKEGAARD, La enfermedad mortal o de la desesperación y el pecado, en Obras y


papeles VII, Madrid 1963.

[41] Mt 5,44-48;Lc 6,27-36;Rom 12,20;He 7,60;Ef 5,1-2;1Jn 3,11s.

[42] Jr 31.22.35ss;Is 45.8;65 17ss;66,22;Ez 36, 26-35;Sal 51, 12.

[43] Cfr Apéndice a SC sobre la revisión del calendario.

[44] S. IGNACIO DE ANTIOQUIA, A los magnesios, 9,1;EUSEBIO, coment. del salmo 91: PG 23, col
1169.
[45] R. BLAZQUEZ, La Iglesia del Vaticano II, Salamanca 1988, p. 131-173;G. BARBAGLIO, Día del
Señor, en DETM, Madrid 1974, p. 220-226;Y. CONGAR, Théologie du dimanche, en Le jour du Seg-
neur, Paris 1948, p. 131-181;C.S. MOSNA, Storia della domenica dalle origini fino agli inizi del V
secolo, Roma 1069.

[46] Mt 28,1;Mc 16,29;Lc 24,1;Jn 20,1-19.

[47] P. BENOIT, Pasión y resurrección del Señor, Madrid 1971, p. 314.

[48] J.M. BERNAL, Iniciación del año litúrgico, Madrid 1984.

[49] SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, A los Magnesios, en Padres apostólicos, Madrid 1965, p. 464.

[50] L. CERFAUX, Itinerario espiritual de San Pablo, Barcelona 1968.

[51] P. YUONEL, El domingo y la semana, en La Iglesia en oración, Barcelona 1987;W. RORDORF,


El domingo, Madrid 1971;A.G. GALINDO, Día del Señor y celebración del misterio eucarístico,
Vitoria 1974;J. HILD, Domingo y vida pascual, Salamanca 1966; H. de LUBAC, Meditación sobre la
Iglesia, Madrid 1960;L. MALDONADO, La teología festiva. Evaluación y actualidad, Salmanticensis
32 (1985)73-105;A.G. MARTIMORT, El domingo, Phase 21(1981)359-380; IDEM, Domingo,
asamblea, parroquia, Salamanca 1965;G. BIFFI, La celebración del domingo, Phase
21(1981)381-395;A. CARIDEO, Pasqua di Cristo, pasqua della Chiesa, Rivista liturgica
62(1975)175-190; VARIOS, Le dimanche, Paris 1965;VARIOS, Se rassembler le dimanche: número
monográfico de LMD 124(1975).

[52] SAN JUSTINO, Apología primera 67,3.

[53] J. DANIELOU, La doctrina patristique du dimache, en Le jour du Segneur, Paris 1948,


p.113-119.

[54] Cfr. R. BLACQUEZ, o.c., p. 132.

[55] SAN AGUSTIN, Confesiones XIII, 35, 50.


[56] S. GREGORIO NACIANZENO, De nov.Dom. 5:PG 36,col. 612.

[57] O. CULLMANN, La foi et le culte de l'Eglise primitive, Neuchatel 1963.

[58] SAN JERONIMO, Commet.in epist. ad Gal 2,4: PL 26,378.

[59] JUAN CRISOSTOMO, 5º sermón sobre Ana: PG 54,669.

[60] SAN IRENEO, Fragmento 7 de un Tratado sobre la Pascua: PG 6,1364-1365.

[61] BERNABE, Carta XV 8-9, en Padres Apostólicos, o.c., p.803.

[62] J. DANIELOU, El domingo como día octavo, en El domingo, Madrid 1971, p.91.

[63] TERTULIANO, De corona, 3,4.

[64] Didascalia et Constitutiones apostolorum, F.X. FUNK, p. 299.

[65] SAN BASILIO, De Spiritu Sancto 27: PG 32,191.

[66] SAN AGUSTIN, La ciudad de Dios XXII, 30,5;Cfr. P. BORELLA, La preghiera in piedi nei tempi
festivi, Ambrosius 52(1976) 233-242.

[67] E. RIVERA DE VENTOSA, Unamuno y Dios, Madrid 1985, p. 204;S. BACCHIOCCHI, Du sabbat
au Dimanche, París 1984; H. SCHLIER, De la resurrección de Jesucristo, Bilbao 1970; G. WAGNER,
La résurrectión, signe du monde nouveau, París 1970;H.M. FERET, L'Eucharistic, paque de l'univers,
Paris 1966;L. DUSSANT, L'Eucharistie paque de toute la vie, París 1972;F.X. DURRWELL, La
resurrection de Jésus, mystère de salut, Le Puy 1963.

II FIESTA DE LA HISTORIA
1. PASCUA: FIESTA DE LA HISTORIA

El Dios creador es el Dios de la historia

La fe del antiguo y del nuevo pueblo de Dios en la creación está transida de la experiencia
de la salvación de Dios con Israel, salvación que es historia y que culmina plena y definitivamente
en Jesucristo. La relación que existe entre la economía salvífica y la creación no es la que existe
entre dos hechos que se suceden cronológicamente y nada más (el mundo como mero escenario
de la salvación). La salvación es el acontecimiento en que se basa intrínsecamente la creación. La
historia de la salvación está en germen en la creación, llamada desde el principio a una plenitud,
que se manifestará en la «plenitud de los tiempos» en Cristo y se consumará en la nueva creación
escatológica. Este germen salvífico es el espíritu de Dios que aletea sobre la creación, es el hálito
de vida que Dios sopla en el hombre y que no retira de él ni siquiera después del pecado. Al
pecado Dios responde con el anuncio -protoevangelio- de la salvación. El que el hombre se haya
apartado de Dios no ha alejado a Dios del hombre y, por ello, no ha desaparecido su amor salvífico
hacia el hombre. La voluntad salvífica de establecer su alianza con el hombre sigue en pie en la
promesa de pisotear la cabeza de la serpiente. La señal divina de protección que se concede a
Caín, después del asesinato de su hermano, expresa la misma voluntad inquebrantable de Dios
(Gen 4,15).

Israel vive, por tanto, su historia viendo la presencia de Dios en ella. Lee los
acontecimientos de su historia a la luz de su fe en esa presencia salvadora de Yahveh. De este
modo su historia se hace historia de salvación. Los hechos que nos narra la Escritura, aparte de ser
tales, son acontecimientos de la intervención salvífica de Dios creídos, leídos por la fe de Israel.
Dios suscita acontecimientos, en los que El está presente, y suscita la fe que descubre su
intervención en ellos. La historia bíblica es, pues, esa confesión de fe que Israel hace de la salva-
ción que viene de Dios (Dt 26,5-9;Jos 24).

Esta confesión de fe, que hace que la historia de Israel sea historia de salvación, no es en
absoluto una interpretación gratuita o arbitraria. A la base están las experiencias históricamente
vividas como experiencia de la intervención de Dios. Dios está presente en esos hechos como
Creador y como Señor de la historia. Pero Dios es invisible (1Jn 4,12). Por ello, la revelación de Dios
se hace imposible sin unas personas que penetran en los hechos por la fe y captan la intervención
de Dios. Y es Dios mismo quien suscita estas personas, estos profetas intérpretes de su presencia
salvadora en medio de los hechos y a través de ellos. El pueblo, atravesando el desierto, se
preguntará constantemente, ante los hechos que no entran en su lógica: «¿Está Yahveh entre
nosotros o no?» (Ex 17,7) y será Moisés, el profeta de Dios, quien les dirá: «Esta tarde sabréis que
es Yahveh quien os ha sacado de Egipto; y por la mañana veréis la gloria de Yahveh» (Ex 16,6.12).
[1]
Preocuparse por saber cómo creyó Israel y cómo cree Israel no es una cuestión ociosa o
erudita. La fe en un Dios que se revela y nos salva, aceptada como base de su existencia como
pueblo, hace de Israel un arquetipo de la experiencia de fe para todos los hombres y para todos
los pueblos. Y como el Nuevo Testamento sólo nace y se mantiene sobre la historia de Israel,
entonces nuestra fe cristiana solamente puede comprenderse a partir de una comprensión de la fe
de Israel. Más aún, la fe cristiana sólo se puede vivir auténticamente cuando se llega a ella desde
las actitudes de la Thorá y los profetas. Los acontecimientos de la historia de Israel, vistos desde el
interior de la alianza de Dios con su pueblo, desde la misma fe de este pueblo, son palabra
permanente de Dios.

En el fondo, creer (aman, amén) significa el reconocimiento de Dios como Dios en la


interpretación del mundo y de la historia y en la experiencia de la propia vida. Esta es la fe de
Moisés (Ex 4,18) y del pueblo (Ex 4,31). Ante los hechos de salvación, Israel cree en Yahveh y en
Moisés (Ex 14,31), les confía el éxito de su aventura, el futuro de su vida. Creer es decir amén a
Dios, aceptarlo como Dios.

Desde el principio, la fe en Dios es la base de la existencia de Israel como pueblo. Dios lo ha


escogido como pueblo suyo (Ex 6,7), como su hijo primogénito (Ex 4,22). La alianza del Sinaí marca
el establecimiento solemne de este pacto, en cuyo marco Israel funda su existencia y desde el que
realiza su historia. Los acontecimientos de la historia del pueblo, interpretados desde la
perspectiva de la alianza y de la fe en la inquebrantable fidelidad de Dios, se hacen palabra de una
constante revelación de Dios y de la fe con la que Israel le responde. Toda su historia se hace
historia de salvación.

Desde el momento en que el hombre queda constituido por la llamada de Dios queda
también determinado por su fidelidad, en virtud de la cual Dios se manifiesta siempre el mismo a
través de los acontecimientos de la historia; siempre en formas nuevas y sorprendentes, pero
eternamente fiel a su pacto y a su elección (Sal 146,6). Dios se manifiesta en la historia como el
Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, como el Dios que guarda fidelidad a sus promesas y las lleva
a cumplimiento.

Dios se manifestará como el Padre fiel de Jesucristo en la apocalipsis de la historia. Esta


fidelidad de Dios determina la continuidad y estabilidad en medio de la contingencia de los
sucesos de la historia. Sólo en esta fidelidad de Dios, mantenida en un horizonte histórico y
escatológico, puede encontrarse el verdadero ser del hombre. En ella se encierra y se funda la
fidelidad del hombre para consigo mismo. Continuidad e identidad es algo que el hombre halla en
la aceptación de su pasado, en la confesión y reconocimiento de sí mismo, de su culpa, en la
fidelidad de Dios a su promesa y en la acción de gracias, en el cántico de alabanza del hombre a
esta fidelidad de Dios, «porque es eterna su misericordia y su fidelidad dura por siempre».[2]

La historicidad es una dimensión esencial de la existencia humana.[3] La historicidad hace


referencia a la historia vivida. Se trata no de hechos, sino de acontecimientos. No todo pasado es
historia. Un hecho entra en la historia sólo en cuanto deja sus huellas en el devenir humano. Por
eso la historia abraza acontecimientos humanos del pasado, que perviven en el presente del hom-
bre, proyectándolo hacia el futuro. Todo hecho sin horizonte de relación, es decir, sin pasado ni
futuro, no constituye historia. La historia es acontecimiento y continuidad. El acontecimiento se
hace tradición. Así crece y madura la historia. Madura el presente al asumir, a veces
dialécticamente, el pasado, lo que ha sido, y también el futuro, lo todavía pendiente, lo esperado.
El presente es el centro de la cruz. Apoyándose en lo que ha sido, aceptando la realidad de la
propia historia, la herencia del pasado, haciéndolo presente, se abre al futuro, que acerca a sí, que
anticipa en la esperanza, haciéndolo actual, como impulso del presente hacia él.

La continuidad de la historia podría paragonarse con la continuidad que existe entre la


semilla y el árbol, entre el niño y la persona adulta. La Iglesia está en continuidad con Israel, y la
Iglesia celeste, el Reino, está en continuidad con la Iglesia peregrina en este mundo, que es el
germen real de esa plenitud. Pues la plenitud de la historia ya ha llegado. La historia de la
salvación culmina en el acontecimiento de Cristo y en la persona misma de Jesucristo. Todo hecho
precedente o subsiguiente está en una de las dos laderas de esta cumbre, que las ilumina y da
plenitud de sentido.

A esta plenitud de salvación apunta como término la historia de Israel. Después de la


liberación de Egipto, después de recibir el don de la tierra prometida, después del establecimiento
del reino de David y Salomón, todavía queda algo por esperar; por otra parte, esto significa que
también en el exilio, en medio de los enemigos, frente a la muerte, todavía queda una esperanza.
La salvación es una paz total, una vida plena, definitiva y para siempre. Esta espera de la salvación
empapa la vida, la oración y la fe de Israel. Se acerca en el sufrimiento mismo, en el fracaso, en la
prueba acrisoladora, que prepara el día del Señor, terrible y fascinante.

Este es el dinamismo interno de toda la historia:

"Como a la Iglesia se ha confiado la manifestación del misterio de Dios, que es el fin último del
hombre, la Iglesia descubre con ello al hombre el sentido de la propia existencia, es decir, la
verdad más profunda acerca del ser del hombre. Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella
sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia ple-
namente con solos los elementos terrenos" (GS 40). "Con esto la Iglesia sólo pretende una cosa: el
advenimiento de reino de Dios y la salvación de toda la humanidad. El Verbo de Dios, por quien
todo fue hecho, se encarnó para que, hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las
cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los
deseos de la historia y de la civilización, dentro de la humanidad, gozo del corazón humano y
plenitud de todas las aspiraciones. El es Aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su
derecha, constituyéndolo juez de vivos y muertos. Vivificados y reunidos en su espíritu,
caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide
plenamente con su amoroso designio: restaurar todo lo que hay en el cielo y en la tierra (Ef 1,10).
He aquí que dice el Señor: Vengo presto y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus
obras. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin (Apo 22,12-13)" (GS 45).

Al ser Dios el Señor de la historia, la historia de salvación siempre queda abierta a


realizaciones siempre nuevas de la promesa divina, a una salvación siempre mayor. Israel no da un
nombre a Dios ni se lo figura (Ex 34,17), no cree en un Dios a su medida, tal como él pudiera
imaginárselo. Vive, por ello, pendiente, abierto a la revelación, a la manifestación de Dios. Vive
rodeado de signos de la presencia de Dios: el arca, las tablas de la ley, la nube, la columna de
fuego, pero no puede disponer de ninguna imagen hecha con sus manos. Es el Dios totalmente
transcendente, innombrable e inimaginable, inasible para el hombre. Es el Dios que se revela se
acerca al hombre, se comunica, Dios de la gracia, dándose de modo absolutamente gratuito y
suscitando así la gratitud exultante de la bendición y la fiesta celebrativa. Desde la experiencia
salvadora, desde la alianza en la historia, Israel descubre que Dios es el Dios de la creación. Por eso
la creación, que fuera de la fe es oscura y caótica, desde la fe en el Dios de la historia se convierte
en gloria de Dios y morada del hombre. Las maravillas de la creación confirman el poder y
sabiduría del Dios de la historia; y la historia de salvación confirma la bondad del Creador y de su
obra. El Dios de la historia es el Dios de la creación y la creación -hombre y mundo- son el objeto
definitivo de su salvación (Is 44,24;45,12.18;51,12;54,5). Creación y gracia se unen en la revelación
personal de Dios a Abraham como vocación, misión y promesa. Aquí es donde comienza la fe
como superación de la soledad humana en la respuesta al Dios que llama. Esta unidad entre
revelación-promesa-vocación-misión aparece en la vida de Abraham (Gen 12,1-3;15,16), de
Moisés (Ex 3,1-11;6,2-9) y de los profetas: Elías (1Re 19,9-13), Isaías (Is 6,9-13), Jeremías (1,7).[4]

La promesa pone en camino la historia

La fe de Israel no sabe de abstracciones. Su credo corresponde a experiencias concretas de


salvación. En primer lugar se basa en las promesas hechas por Dios a sus padres. La historia de
Israel parte con Abraham. Abraham hace la experiencia de Dios que lo llama y le promete una
tierra y una descendencia (Gen 15,4.7). Esta promesa es ratificada después a Isaac (Gen 26, 24-25)
y a Jacob (Gen 35,11-15). Esta promesa es el fundamento de la fe y el punto de arranque de la
historia de salvación Se trata de algo firme, constante, confiable (emunah). Dios es fiel a sus
promesas. La tradición bíblica hará constantemente referencia a las promesas hechas a los padres.
El Dios de las promesas aparece en el Exodo, para liberar a Israel de la esclavitud de Egipto: «Esto
dirás a los hijos de Israel: Yahveh, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de
Jacob, me manda a vosotros» (Ex 3,15).

A la promesa no corresponde por parte del hombre el conocimiento, sino la fe y la


obediencia. Es el proceso opuesto al pecado primordial. Así Abraham es constituido en padre de
los creyentes (Rom 4,16). En él comienza la salvación que culminará en Jesucristo, obediente hasta
la muerte en cruz.

Las promesas hechas a Abraham son gratuitas; no se fundan en las posibilidades ni en los
méritos de Abraham. La tierra prometida no le pertenece a Abraham, es un extranjero en ella. La
descendencia prometida contrasta con la esterilidad de su matrimonio. Y ante Dios no puede
presentar ningún derecho, pues ni siquiera es su Dios. Es un Dios que irrumpe en su vida sin que le
haya invocado (Jn 24,2). Las promesas se fundan únicamente en el designio de gracia de Dios.
«Dios es bondad y fidelidad», confiesa la fe de Israel.[5] Bondad es hésed, don gratuito, xaris,
término que san Pablo usa para expresar la gracia. Porque Dios es hésed (Ex 34,6-7), amor
gratuito, por eso promete grandes cosas; y porque es fiel, cumple lo prometido.

La fórmula «Dios es bondad y fidelidad» expresa la experiencia del pueblo de que toda su
esperanza se funda en el amor de Dios que promete gratuitamente y en su fidelidad para
cumplirlo. La bondad y la fidelidad, en la plenitud de los tiempos, se hará evangelio: buena nueva
de salvación gratuita plenamente cumplida.

La gratuidad de la promesa y la fidelidad de Dios es una manifestación de Dios. Pero Dios es


un Dios de vida. Nunca su presencia es estática, que instale al hombre en su mundo y en sus
inestables seguridades. Su presencia es pascua, paso, irrupción, que pone al hombre y a la co-
munidad en éxodo. Dios no promete a Abraham la posesión de la tierra de Ur de los Caldeos, sino
una tierra desconocida: «Sal de tu tierra, de tu patria, de tu familia y ve a la tierra que te
mostraré» (Gen 12,1). Esta misma irrupción pondrá en éxodo a todo el pueblo, siempre tentado
por sus «seguridades» de Egipto, tentado de renunciar al futuro prometido (Ex 16,3). Pero la
bendición del futuro es incompatible con las «lentejas» del presente (Gen 25,29-34), como dirá la
carta a los Hebreos: «Que no haya ningún fornicario o impío como Esaú, que por una comida
vendió la primogenitura. Ya sabéis cómo luego quiso heredar la bendición, pero fue rechazado y
no lo logró aunque lo procuró con lágrimas» (12,16-17).

El hombre que se atiene a lo que tiene, a lo que posee, a lo que él fabrica, a sus máquinas, a
sus sistemas científicos o políticos, pierde a Dios, el «Incontenible», que no se deja enjaular entre
paréntesis de tiempos o actividades ni domesticar según nuestros deseos. Ciertamente, Yahveh
aparece en la Escritura bajo imágenes tangibles; se le llama roca, refugio, protección, cayado,
balaustrada que preserva de la caída en el abismo, alas que abrigan y protegen a su sombra. Pero
estas expresiones de fe no hacen a Dios aprehensible. El es el inasible, que promete un futuro
imprevisible. Un Dios que lleva al desierto, donde el pueblo no puede agarrarse a nada tangible, si-
guiendo siempre una nube que día y noche le precede. No hay imágenes que apresen lo que Dios
es: «¡Bienaventurados los ojos que no ven y creen!», dirá Jesús.[6]

Según los rabinos de Israel, la shekiná, la presencia de Dios entre los hombres, es una
presencia itinerante, que acompaña al pueblo en su peregrinación, comparte sus sufrimientos,
peregrinando con él por la miseria de su extranjería. Este dinamismo aparece y marca toda la
historia. La creación en el principio apunta ya más allá de sí misma a la historia de la promesa de
Abraham, Isaac y Jacob. La promesa apunta a la liberación de la esclavitud y, más lejos, a la
salvación mesiánica del evangelio de Cristo y, finalmente, hacia el Reino venidero, plenitud es-
catológica de la historia, que renueva el cielo y la tierra, llenándolo todo con el resplandor de Dios
Creador, Salvador y Vivificador. La creación está orientada a la historia, pero el sentido último de la
historia es la nueva creación, como consumación de toda la obra de Dios Uno y Trino. Por eso la
creación en el principio mira, a través de la historia de la salvación, a su plenitud en el reino de la
gloria, liberada del pecado y de la muerte, por la pascua de Cristo y la acción vivificadora del
Espíritu.[7]

En Abraham nos encontramos con una historia hecha de acontecimientos concretos:


abandona su país, su familia, su ambiente y marcha hacia un país extraño, desconocido para él.
Vida y hechos, rumbo y destino de Abraham se presentan como señal de una obediencia a una
palabra que promete y actúa con fuerza, manifestando su verdad y así creando la fe y obediencia
como confianza y abandono (Heb 11,8ss). Abraham, movido por la promesa, vive abierto al futuro,
pero no un futuro calculable, sino al futuro de Dios, que le es desconocido, inverosímil, paradójico
incluso. Así la fe se presenta como un absoluto apoyarse en Dios. La promesa de una descendencia
numerosa y una tierra contradecía abiertamente los datos existentes en el presente: desarraigo de
su tierra, deambular por lo desconocido, esterilidad de la esposa no son los presupuestos
humanos verosímiles para llegar a ser padre de un pueblo. La orden y la promesa aparentemente
se contradicen. Pero Abraham cree y entra en la contradicción. La contradicción llega a su culmen
con la palabra que le pide el sacrificio del hijo, el hijo de la promesa. La fe vence esta vez el
absurdo, esperando contra la aparente aniquilación de toda esperanza (Rom 4,18-22): «Pensaba
que poderoso es Dios aún para resucitar de entre los muertos» (Heb 11,19).

La historia de Abraham -como la de los otros patriarcas- son más que simples relatos; son
kerigma, profecía vuelta al pasado y doxología respecto al presente. El presente es fruto de la
promesa creída y obedecida.[8]
La Escritura es palabra de Dios en sus hechos: «El plan de la revelación se realiza con
palabras y gestos intrínsecamente relacionados entre sí, de forma que las obras realizadas por
Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por
las palabras; y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en
ellas» (DV 2).

Por ello, cuando la Escritura sitúa a Abraham medio de una humanidad sumida en la
maldición, estéril, sin posibilidad de darse la vida, está dando una palabra de Dios a todos los
hombres. La historia de salvación comenzada en Abraham «será bendición para todos los
pueblos» (Gen 22,18). La gratuidad de la llamada y la fe de la respuesta, se encuentran en la
alianza (Gen 15,6-12.17), con la circuncisión como signo (Gen 17) de la alianza, en la que Dios se
ha comprometido a bendecir a todas las naciones en la descendencia de Abraham.

La promesa halla su cumplimiento en la alianza

La «descendencia» de Abraham llegó a alcanzar en Egipto la categoría de pueblo (Ex 1,17);


pero pueblo reducido a esclavitud (Ex 1,8ss), a la misma impotencia de su padre Abraham. Pero en
ese momento interviene «el Dios de Abraham, Isaac y Jacob» (3,6): «He visto la aflicción de mi
pueblo en Egipto, he escuchado su clamor, conozco sus sufrimientos. Voy a liberarlo de manos de
Egipto» (Ex 3,7s). En esta liberación de Israel de manos de Egipto se manifiesta la fidelidad de Dios
a sus promesas y la voluntad firme que tiene Dios de establecer su alianza con Israel, como
expresa el mismo nombre de Yahveh: «Dios salva» es el Dios que conduce a pueblo al Sinaí para
establecer con él la alianza de salvación (Ex 24,7).

La historia del pueblo de Israel contiene los mismos rasgos de la historia de los patriarcas.
Comienza con la vocación de Moisés en la teofanía del Horeb (Ex 3). El punto culminante de la
teofanía es la revelación del nombre de Dios: «Yo soy el que soy» (v. 14). La revelación de este
nombre significa:

Ningún lugar sagrado, ninguna montaña, ningún templo, es el lugar de residencia del Dios que
envía a Moisés. No tiene morada; está en el aquí y ahora de la historia de Israel. No habla tampoco
de su esencia o de su existencia; habla de su asistencia. El faraón ha de ver, aunque se niegue a
admitirlo, que en su tierra domina uno más potente que él. Israel, esclavizado, condenado a morir,
lo experimentará, verá en acción a su libertador y salvador. El invisible se hará visible en hechos
históricos, se revelará en su actuación en la historia.[9]
La promesa hecha a Moisés, en la revelación del nombre de Yahveh, se cumple en la
liberación del pueblo de la esclavitud de Egipto y en la cadena de acontecimientos portentosos
relacionados con ella: plagas de Egipto, paso del mar Rojo, travesía del desierto, encuentro con
Dios en el Sinaí, conclusión de la alianza y conquista de la tierra prometida. Estos acontecimientos
de la historia de Israel son hechos de Dios, mirabilia Dei: portentos de Dios. Por ello, desde
entonces y por siempre, fueron recordados y celebrados en el culto. El credo de Israel mantiene en
vigencia actual el hecho y lo celebra: Yahveh ha salvado portentosamente a su pueblo. Lo que ha
pasado una vez es promesa y garantía del presente y del futuro, fundamento de la fe y de la
esperanza. Esto se formula de una manera particularmente expresiva en el proverbio del águila:
«Vosotros habéis visto lo que he hecho con Egipto y cómo os he llevado sobre alas de águila y os
he traído hacia mí; ahora, si escucháis mi voz y guardáis mi alianza, seréis mi propiedad entre
todos los pueblos. Ciertamente, toda la tierra mía, pero vosotros seréis para mí un reino de
sacerdotes y un pueblo consagrado» (Ex 19,4-6).

Israel descubre a Dios en su actuar en la historia través de su liberación y del cumplimiento


de las promesas. En este sentido es fundamental el libro del Exodo. La liberación de la esclavitud
de Egipto es el centro de los «credos» o profesiones de fe (Ex 20,2;Dt 26,5-9;Jos 24,16-18;1Sam
12,6). Desde este acontecimiento medular Israel va recorriendo su historia hacia adelante y hacia
atrás. La historia de la salvación de Dios y también de las infidelidades humanas, de la elección
gratuita y de la alianzas que han sellado la amistad y relación particular de Dios con Israel, son los
articulas del credo de Israel.

La solemne conclusión de la alianza es descrita con el esquema de la liturgia en que Israel


celebrará después el memorial de estos acontecimientos, en la fiesta de la Pascua (Ex 23,14ss): la
teofanía en el monte, la proclamación, por medio de Moisés, de la Palabra de Dios y el amén del
pueblo como respuesta de obediencia. Es la revelación de la gloria de Dios y la fiesta de la
liberación del hombre. Yahveh, «yo soy el que soy», en la fórmula de la alianza del Sinaí se
presenta así: «Yo soy Yahveh, tu Dios, que te he sacado de Egipto, de la casa de esclavitud» (Ex
20,2;Dt 5,6). Yo soy el que está contigo, salvándote. En mi actuar salvador me conocerás siempre.
En la plenitud de los tiempos, en la revelación plena de Dios a los hombres, el nombre de Dios es
JESUS «Yahveh es salvación» o «Yahveh salva». Este es «el nombre sobre todo nombre» (Filp
2,10).

Este acontecimiento portentoso de liberación, al ser celebrado, al hacer memoria de él,


rebasándose a sí mismo, se abre a otro acontecimiento salvador mayor. Es el acontecimiento
pasado, hecho actual en la celebración fruto de él, que se hace promesa de algo futuro y por venir:
la liberación mesiánica, el día de Yahveh, el reino del Ungido. La palabra y el acontecimiento
histórico tienden a la plenitud de los tiempos.[10]
La pascua: fiesta de la historia

En Egipto se ha cumplido la promesa acerca de la descendencia; la descendencia de


Abraham se ha convertido en un pueblo numeroso (Ex 1,7-20;Dt 26,5). Faltaba el cumplimiento
acerca de la tierra. Y la esclavitud de Egipto llega incluso a amenazar la existencia del pueblo. Es
una realidad que se repite constantemente a lo largo de la historia. Pero «el Dios de Abraham,
Isaac y Jacob» es Yahveh, el que siempre «estará presente» para salvar a Israel, como hizo en
Egipto. Los profetas mantendrán vivo el recuerdo de los acontecimientos del primer éxodo, para
que a la luz de este memorial se haga eficaz en el presente de la historia la fuerza salvadora de
Dios. Esta es la fuerza del memorial señalada ya en la Thorá (Ex 13,3-10;Dt 26,1-10;Sal 95):
«Recordando su palabra fiel para con Abraham, su siervo, Dios hizo salir a su pueblo en medio de
la alegría» (Sal 105,42s), cantará el pueblo con el salmista. El culto será el momento privilegiado
para recordar y actualizar las actuaciones de Dios. Moisés debe poner fin a la opresión que impide
a Israel celebrar el culto al Dios que el Faraón se niega a reconocer (Ex 4,22s;5,1-18). Sin la fiesta,
que celebra la actuación de Dios, no hay futuro ni esperanza, pues el presente se queda sin el
apoyo del pasado.

El culto es anámnesis, memorial, conmemoración de la historia de salvación. Así la fiesta de


Pascua recuerda la liberación de Israel de la esclavitud (Ex 12;23,15;Dt 16,1-8); la fiesta de las
semanas (Pentecostés), fiesta de las primicias de los frutos, recuerda la concesión de la tierra y la
conclusión de la alianza (Dt 16,9-12.16;26,42s); la fiesta de los Tabernáculos recuerda el modo
maravilloso como Yahveh condujo a Israel por el desierto (Lev 23,42s). A las fiestas de la
naturaleza, Israel les dio un nuevo sentido, como memorial de hechos históricos, glorificando a
Dios no sólo como dispensador de los dones de la creación, sino también como Dios de la historia.
Las grandes fiestas anuales de Pascua, Pentecostés, de las Tiendas, en las que todo Israel acudía al
lugar central del culto eran ya una forma de tradición, transmisión de la historia de salvación (Ex
23,14-17;34,23;Lev 23,4;Dt 16,16). Y el ritual de Pascua prevee, como parte fundamental de la
celebración, la transmisión de la fe a los niños, haciendo la hagadáh, la narración de la historia de
la salvación (Ex 13,8). Y cuando el Israelita lleva al altar, en la fiesta de las Semanas, las primicias
de la cosecha, recapitula brevemente, haciendo su profesión de fe, la historia de la salvación
desde la elección de Abraham hasta la concesión de la tierra prometida (Dt 26,1-10).

Para el creyente la historia está marcada por las visitas del Señor, en tiempos, días, horas,
momentos privilegiados. El Señor vino, viene sin cesar, vendrá con gloria y majestad. Estos
encuentros con el Señor en el devenir de la historia señalan el «día del Señor» como kairós de
salvación. La celebración conmemora y anuncia el día del Señor, la intervención de Dios en la
historia. El acontecimiento histórico, puesto que emana de Dios, emerge del tiempo, pertenece al
presente eterno de Dios, pero el culto le actualiza en el tiempo histórico.[11]
Celebración pascual

La Pascua, en sus orígenes, es una fiesta de familia. Se celebra de noche, en el plenilunio del
equinocio de primavera, el catorce del mes de Nisán. Se ofrece a Dios un cordero o un cabrito,
macho, de un año, para atraer las bendiciones divinas sobre el rebaño (Ex 12,3-6). A la víctima, sin
defecto, no se le rompe ningún hueso (Ex 12,46;Num 9,12), al inmolarla entre dos luces. Con su
sangre se untan jambas y dinteles de la vivienda, como signo de protección. Se come en traje de
viaje; es una comida rápida (Ex 12,8-11). Estos rasgos nómadas y domésticos sugieren el origen
antiguo de la pascua.

La Pascua es, pues, la fiesta de la primavera, como celebración de la creación. El mes de


Nisán, primero del año, es el comienzo de la primavera, del reverdecer de los campos. Pero la gran
primavera de Israel es aquella en que Dios lo libera de la esclavitud de Egipto. El éxodo marcó el
verdadero nacimiento del pueblo de Dios en la sangre (Ez 16,4-7). Entonces fue cuando Dios en-
gendró a Israel (Dt 32,5-10) y, mejor que Abraham, vino a ser para él un padre lleno de amor y
solicitud (Os 11,1;Jr 31, 9;Is 63,16;64,7). Signo del amor divino, el éxodo es prenda de salvación.
Dios que libró una vez a su pueblo, lo salvará, lo recreará, en cada nueva situación de esclavitud.
[12] En la cena pascual, cada uno de los comensales, a lo largo de la historia, tiene la convicción de
que, a través del rito, está compartiendo junto con sus antepasados la salida de Egipto,
experimentando de esa forma el paso de la esclavitud a la libertad, de la tristeza al gozo, del llanto
a la alegría festiva, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida.

La fiesta de primavera se enriqueció del significado salvador del Exodo, convirtiéndose en


memorial de la liberación, como el acontecimiento fundamental y fundacional de su historia. El
acontecimiento de la noche pascual ocupa el centro del simbolismo de la noche en la Escritura.
[13] La noche es el tiempo en el que se desarrolló en forma privilegiada la historia de la salvación:
«Hacia la mitad de la noche». Dios realizó su plan de liberar a su pueblo de la esclavitud (Ex
11,4;12,12-19). Noche memorable, recordada cada año con una noche de vigilia, en memoria de
que Yahveh mismo había velado por su pueblo (Ex 12,42). Noche que se prolongó mientras la
columna de nube alumbraba la marcha de los fugitivos (Ex 13,21s). Noche ambivalente: para los
egipcios se espesaba la nube, mientras que la luz alumbraba a los hebreos (Ex 10,21s) «Para tus
santos, comenta la Sabiduría, era plena luz» (Sab 18,1).[14]

La pascua incorpora también la fiesta de los ázimos (Ex 12,15-20). Estos panes no
fermentados acompañaban la ofrenda de las primicias de la recolección (Lev 23,5-14;Dt 26,1); la
eliminación de la vieja levadura es un rito de renovación anual. Todo es nuevo con la Pascua. La
tradición relacionó este rito con la salida de Egipto (Ex 23,15;34,18). Ahora evoca la prisa de la sa-
lida, tan precipitada que los israelitas hubieron de llevarse la masa antes de que fermentara (Ex
12,34-39).

El significado histórico de salvación es el que da a la fiesta anual su intensidad profunda en


las etapas importantes de la historia de Israel: la del Sinaí (Nu 9); la de la entrada en Canaán (Jos
5); las de las reformas de Ezequías (2Cro 30) y de Josías (2Re 23,21s); la del restablecimiento
postexílico (Esd 6,19-22). La liberación de la opresión egipcia se evoca cada vez que Israel sufre
otras esclavitudes. Bajo el yugo asirio, hacia el 710, Isaías saluda la liberación como una noche
pascual (30,29), en la que Dios preservará (asah) a Jerusalén (31,5); cien años más tarde, Jeremías
celebra la liberación de los exiliados como un nuevo éxodo (31,2-21); incluso, según la versión
griega de los LXX, en el aniversario exacto del primer éxodo: «he aquí dice Dios, que hago volver a
los hijos de Israel en la fiesta 75 de pascua» (31,8 = 38,8 del griego). Bajo el yugo de Babilonia
Jeremías afirma que el retorno de los deportados del 597 será tan portentoso que suplantará al
éxodo en el recuerdo de Israel (23,7s); lo mismo el deuteroisaías anuncia el fin del exilio como el
éxodo decisivo que eclipsará al antiguo.[15]

La celebración pascual se fue enriqueciendo con toda una orquestación simbólica, como
aparece en el «poema de las cuatro noches» insertado en el Targún palestino.[16] En la
celebración pascual se recuerda la noche de la creación como origen del designio salvador de Dios
(Is 42,5-6;44,24-26) y se anuncia su cumplimiento escatológico, esbozando así la esperanza
mesiánica (noche vencida con la venida del Mesías), pasando por los hechos salvíficos de la noche
de la liberación del pueblo y, antes, el nacimiento del pueblo en la noche de la aparición de la fe
sobre la tierra en el sacrificio (aquedá) de Isaac. Israel, liberado en la noche del Exodo, celebra en
esa noche su salvación, y con él la liberación de toda la creación, liberada con la creación de la luz
del caos de la nada, a Isaac liberado del suplicio de la muerte, signo de la noche del hombre sin la
fe, y tipo por ello del Mesías que sacará a la humanidad de la muerte con su victoria sobre ella.

El gran Hallel pascual, que se canta la noche de Pascua, liga la redención a la creación.[17]
Si Dios puede separar las aguas del mar Rojo (Ex 14,21) es que primero dividió el océano
primordial (Gen 1,6). Asimismo, si Dios puede salvar a los hijos de Israel, es que primero salvó a
sus padres. Se supone que Abraham aguarda el Exodo (Gen 15,13s), cuya prenda es para él la
salvación de Isaac (Gen 22). Ahora bien, se supone que Isaac ha sido ofrecido en Sión (2Cro 3,1),
como más tarde el cordero pascual (Dt 16), y preservado de la espada (Gen 22,12), como más
tarde Israel (Ex 12,23;1Cro 21,15); Isaac fue salvado por el cordero, Israel por el cordero; Isaac
derrama en su circuncisión una sangre ya rica de valor expiatorio (Ex 4,24-26), como lo será
después la de las víctimas pascuales (Ez 45,18-24); pero sobre todo, Isaac está dispuesto a
derramar toda su sangre, prefigurando así al cordero pascual por excelencia: Jesucristo (Heb
11,17-19).
Todas estas intervenciones de Dios, unidas a la celebración de la liberación de Egipto, hacen
esperar su intervención definitiva en el futuro con la llegada del Mesías. Esta salvación definitiva
(escatológica) aparece como una nueva creación (Is 65,17), un éxodo irreversible (Is 65,22), una
victoria total sobre el mal recobrando así el paraíso de nuevo (Is 65,25). Por ello, en la noche
pascual los judíos aguardan la llegada del Mesías, dejando en su mesa una silla vacía para Elías,
que le precederá anunciando su venida.[18]

2. LA CRUZ GLORIOSA: FIESTA DE LA LIBERTAD

Hombre en Fiesta: Última Cena

La pascua, como toda tradición, supone una comunidad que la transmite a otra generación.
La tradición bíblico-salvífica de la pascua, en Israel, hace del pasado una realidad presente,
siempre abierta al futuro, pues la salvación es promesa, que se cumple como primicia de una
salvación futura mayor y más sublime. El cumplimiento de la promesa es también promesa que
engendra confianza en el presente y esperanza en la salvación futura. De aquí que la historia
camine en busca de su meta, siguiendo una línea ascendente. Esta visión bíblica de la historia de la
salvación da a los acontecimientos un carácter tipológico, les hace figura de la realidad que
anuncian y se espera;[19] son como un bosquejo provisional que Dios ha ideado de la salvación
plena a la que se orientan. Pero ambos órdenes, no son solamente semejantes y relacionados el
uno con el otro, sino que el nuevo lleva a plenitud lo que ya en el antiguo estaba germinalmente
incoado.[20]

Pero la historia es el espacio donde el hombre vive su libertad. Sólo hay historia allí donde
se da la libertad. El futuro del hombre se hace desde el presente de su libertad. Desde el seno del
presente, la libertad salta, liberando al hombre de su clausura en la actualidad, abriéndole hacia
nuevos horizontes. La libertad, pues, hace al hombre capaz de futuro.[21] Esta libertad creadora
del hombre es el don y el tormento del hombre. Una y mil veces renace en el hombre, en medio
de la angustia, la tentación de volver a la apacible seguridad de una vida apoyada en sí mismo,
aunque sea a costa de renunciar a las esperanzas que la presencia de Yahveh, en cada pascua,
abre ante sus ojos. Tentación de volver a Egipto, de pactar con los enemigos, de ganarse con
sacrificios la benevolencia de los dioses rivales, de establecerse definitivamente en lo ya poseído
sin continuar la oscura peregrinación de la fe. Pero esta vuelta atrás se hace imposible porque
lleva consigo la experiencia de la disolución y del fracaso. Los profetas se encargan de recordar al
pueblo que la fe y la fidelidad a Dios son la única garantía de su existencia: «Si no creéis no subsis-
tiréis» (Is 7,9). La fe es un camino y no una instalación. Es la precariedad de vida: renunciar a lo
que se tiene para ir hacia lo que está delante. Es salir de la propia tierra, dejar atrás las
seguridades, que se poseen, para seguir la marcha hacia lo prometido. La fe convierte la vida del
creyente en un proceso siempre abierto hacia lo que está por venir. Para el creyente, la vida es
futuro y promesa, esperanza creadora y confiada. Si Dios preside la creación y la historia, el
presente se transforma en posibilidad y promesa de un futuro en el que se resolverán las
contradicciones y angosturas actuales. El Dios de la alianza crea ante el creyente la posibilidad de
una plenitud futura, que llena de sentido las contradicciones del presente; la escatología rompe el
cerco de la historia y da sentido a todo el presente. Descubrir la escatología es descubrir la
ilimitada posibilidad del hombre en el mundo, y con ello la apertura permanente de la historia. La
fe confiesa al Dios de la gracia y la gracia bondadosa de Dios.

Esto es lo que celebra la Pascua. Pero en la Pascua hay cuatro formas de estar,
representadas en los cuatro interrogantes de los niños: estar presente en la fe, estar sin más, estar
sin entender nada y estar en rebeldía. Es el paso salvador de Dios por la libertad del hombre,
ofreciendo la salvación sin condicionar nunca al hombre, respetando siempre su libertad para
acogerlo y dejarse arrastrar por sus lazos de amor o para rechazarle en la resignación, en el
escándalo o en la rebeldía ante el absurdo. La Pascua es liberación de la esclavitud: y la esclavitud
es real; es salvación del mal: y el mal es malo; es resurrección de la muerte: y la muerte es morir.
«La cruz es escándalo, necedad (absurdo), fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Cor 1,17-25).

Escándalo de la cruz

El mal en el mundo -sufrimiento, enfermedad, pecado y muerte- es un manantial de


interrogantes, que angustia, atormenta, hace rebelarse al hombre: ¿Por qué los cataclismos
naturales?, ¿por qué el hambre?, ¿por qué millones de seres no han nacido más que para sufrir?,
¿por qué el sufrimiento de los inocentes?, ¿por qué la humanidad, con todo su progreso y
técnicas, vuelve periódicamente a las mismas injusticias, a las mismas crueldades?, ¿por qué el
narcotráfico que destruye la vida?, ¿por qué la explotación de la prostitución?, ¿por qué la historia
humana está entretejida de divisiones, odios, tiranías, masacres masivas?, ¿por qué ese
refinamiento constante en la crueldad?, ¿por qué las armas, la amenaza nuclear, química o
genética?, ¿por qué esa impotencia para romper el círculo infernal del mal en sus múltiples
formas?, ¿por qué la muerte, única salida para la vida? Estos interrogantes, expresión del
escándalo de la cruz, llevan a la pregunta: ¿cómo es posible creer que Dios es omnipotente y
amor? O es impotente o sádico. Se acusa a Dios de ser no sólo inútil, sino culpable. En La peste,
Camus grita su escándalo ante el sufrimiento de los inocentes. El doctor Rieux y el jesuita Paneloux
asisten impotentes a la agonía de un niño torturado por la peste, ahogado por la fiebre. El jesuita,
ante el cadáver, dice: «¡Quizás tengamos que amar lo que no podemos comprender!». El doctor le
replica: «No, padre... Yo tengo otra idea del amor. ¡Me negaré hasta la muerte a amar una
creación en la que los niños son torturados!»... «Lo que odio es la muerte y el mal».[22]

Este escándalo, en su forma más heroica, se hace farisaico. Intenta corregir la plana a Dios.
El drama de Péguy Juana de Arco está dedicado a «todos aquellos y aquellas que mueren su
muerte humana en su intento de remediar el mal universal de los hombres».[23] La pastora de
Domrémy se pregunta dolorosamente, locamente, por la presencia de ese mal universal. Se siente
angustiada, ahogada por la presencia de los heridos, de los enfermos, de los abandonados, de los
hambrientos, de los pecadores, de los condenados: «¿Por qué permite Dios que haya tantos
sufrimientos?» (p.30). A Juana de Arco le cuesta trabajo rendirse ante Dios, es incapaz de rezar,
aplastada por la marea del mal. No puede resignarse: ¡es preciso actuar, luchar contra el mal!

Y si es preciso, para salvar de la eterna ausencia las almas de los condenados que enloquecen en la
ausencia, dejar toda mi vida en manos del sufrimiento humano, ¡que permanezca toda mi vida en
el sufrimiento humano! (p.37).

Este es el escándalo de los religiosos y de los terroristas, de los que no pueden concebir un
Dios de bondad que permita el mal y la libertad:

Los sumos sacerdotes junto con los escribas y los ancianos se burlaban de El diciendo: "A otros
salvó y a sí mismo no puede salvarse. Rey de Israel es: que baje de la cruz y creeremos en El. Ha
puesto su confianza en Dios: que le salve ahora, si es que de verdad le quiere ya que dijo: soy hijo
de Dios". De la misma manera le injuriaban también los salteadores crucificados con El (Mt
27,41-44).

El marxismo, con su lucha de clases, en su lucha contra la opresión, contra el mal, por
encima de la libertad personal, la teología de la liberación, que acepta este punto de partida, y el
terrorismo, que traduce a la realidad esta ideología, son la expresión actual del escándalo de la
cruz. La situación actual es un contrasentido de la creación. Nos encontramos con el mal cósmico:
terremotos, volcanes, huracanes, ciclones, tifones, maremotos, inundaciones, sequías; el mal
físico: enfermedades, mutilaciones, malformaciones, minusvalías, envejecimiento, muerte; el mal
psíquico: depresiones, angustias, traumatismos, demencias; el mal moral: engaños, injusticias,
explotaciones, traiciones, odios, perversiones, sadismos... El mal tiene formas infinitas:

Pero entonces, Dios mío, ¿por qué? ¿por qué tanto mal? ¿qué juego tan dramático estás jugando
con nosotros, Señor? ¿hasta cuándo, hasta cuando estaremos sin comprender? (Juana de Arco).
Absurdo de la cruz

La cruz escandaliza al hombre religioso. Al griego, al sabio, le parece absurda, una necedad.
Por ello se rebela ante Dios y le condena a muerte. Es lo que hace Nietzsche: «Dios ha muerto...
Dios seguirá muerto. Nosotros le hemos matado». Nietzsche murió loco, pero con él nació el
hombre rebelde.[24] Judas se ahorca, pero entrega a Cristo, porque no acepta la injusticia. La re-
beldía es la condenación de Dios en nombre de la justicia, de la fuerza frente a la debilidad y
horror del mal. Para corregir la obra de Dios es preciso suprimir la libertad, como para suprimir la
libertad hay que suprimir a Dios. Detrás de esa rebeldía contra Dios se oculta no solamente la
repulsa eterna de toda esperanza, sino incluso la repulsa de la misma condición humana. Al
rebelarse contra Dios, los hombres son capaces de las peores abominaciones. La rebeldía es
totalitaria: excluye toda otra presencia que no sea la suya, toda ideología diferente de la suya.
Para acabar con el mal, para cambiar a toda costa la condición humana, se sacrifica a millones de
seres en aras de un progreso, de un superhombre concebido y hecho «a medida del hombre».
Para corregir la obra de Dios se requisa la libertad; y entonces se entra en un orden peor que
cualquier otro mal. Cuando el nacismo quiso acabar con el mal, la debilidad, las deformaciones, no
retrocedió ante millones de muertes. Cuando el marxismo quiere imponer su justicia, sacrifica a
porciones enteras de la humanidad. Con sus ideologías, nuestro siglo científico y técnico no acaba
de amontonar crímenes para librarnos de todo mal. Para exterminar el mal, se extermina a Dios.
Pero una vez crucificado Dios, el hombre se encuentra a merced del hombre.

El hombre, constituido dueño y señor de la vida, intenta manipular la vida. Este es el


intento de la ingeniería genética. Quitemos el mal, programemos el hombre desde el comienzo,
hagamos robots sin defectos, y sin posibilidad de hacer el mal, sin enfermedades, sin debilidades.
No importa las muertes que cuesten los experimentos. La vida no vale. Cuenta el progreso de la
ciencia. Ingeniería genética y aborto se dan la mano en las mismas clínicas. Y con el aborto va
unida la eutanasia. Si una madre puede matar a un hijo en su seno como a un intruso, ¿quién
impedirá al hijo de esa madre que, cuando ella sea una intrusa incómoda en la vida del hijo, éste
se deshaga de ella? Padres abortistas engendran hijos eutanasistas.

Dostoyevski dio en Los hermanos Karamazov la expresión más dramática a esta rebeldía.
Dirigiéndose a Cristo, que ha vuelto a la tierra para reanimar la fe, pero que de nuevo se ha visto
apresado y metido en la cárcel, el gran inquisidor le declara:
Eres tú, tú. No digas nada. Cállate. Por otro lado, ¿qué podrías decir? Lo se perfectamente. No
tienes derecho a añadir una sola palabra a lo que ya dijiste. ¿Por qué has venido a molestarnos?
Porque nos molestas, como sabes muy bien. ¿Pero sabes lo que va a pasar mañana? Mañana te
condenaré y te quemarán. Has visto a los hombres libres. Quieres llegar al mundo con las manos
vacías predicando a los hombres una libertad y una esperanza que su necedad les impide
comprender, una libertad que les da miedo... Pero acabarán depositando esa libertad a nuestros
pies. Tú has creído en la libertad humana, en vez de requisarla. Nosotros hemos corregido tu obra
y los hombres se alegran de verse conducidos de nuevo como un rebaño. ¡Bien! Les
convenceremos de que no serán verdaderamente libres más que abdicando su libertad en nuestro
favor.[25]

Bernanos decía atinadamente: «El escándalo del universo no es el sufrimiento, sino la


libertad».[26] Si Dios tuviera que presentar excusas no sería por el mal, sino por habernos hecho
libres, y por amarnos sin condicionar nunca nuestra libertad. Dios hizo piedras, árboles, animales y
hombres. Sólo la persona humana es libre, es decir, capaz de decir sí o no incluso a Dios. Este es el
riesgo que corre Dios al crear al hombre libre. En definitiva, ¿por qué es posible la rebeldía? Dios
no ha querido la rebeldía, sino la libertad. Y la libertad permite la rebeldía.

El hombre puede vivir dominado por la euforia de su potencia y sentirse inducido a


considerarse autosuficiente, capaz de alcanzar el fuego sagrado de la vida. O es posible incluso que
se resigne a su disolución en la nada sin invocar la ayuda de nadie. Entonces es preciso dar tiempo
para que se consume la experiencia; tiempo para que se derrumben las babélicas construcciones
de sus falsas esperanzas, tiempo para que se abran cauce las aguas de la ignorancia, del miedo y
de la muerte, tiempo para que las pequeñas serpientes del desierto (Nu 21,4.9) con sus mordiscos
sitúen al hombre en su verdad, tiempo para que el amor a la vida, el deseo de vivir se yerga contra
la resignación al absurdo. Entonces surgirá la pregunta por el sentido último de la existencia y
estará en condición de invocar o de aceptar la salvación que alguien le anuncie. La cruz es el
camino de la verdad y de la libertad, pues «sólo la verdad os hará libres», dice san Juan.

Toda utopía humana es una falsedad, que transforma la verdad en mentira, pues intenta
convertir en una imagen la promesa encerrada en la palabra de Dios. La prohibición de las
imágenes en el Antiguo Testamento tiene un sentido eminente en la esperanza escatológica del
hombre. El inacabamiento escatológico del hombre no puede soportar su fijación en ninguna
realización histórica de ninguna sociedad humana. Es la vida en el Espíritu la que abre al hombre
un horizonte que supera las fronteras de toda esperanza intramundana. Pero esto, lejos de alienar
al cristiano, le da un amor al mundo ilimitado; únicamente la seguridad de estar situado en un
horizonte abierto a la vida eterna, le permite al hombre encontrar la fuerza y la libertad necesarias
para vivir y entregarse en medio del fluir de las relatividades de la historia.
Resignación ante la cruz

La forma pobre y triste de escándalo ante la cruz es la resignación. Es soportar porque no


queda más remedio; es recurrir a Dios para que cambie su voluntad; es el pensar que todo está
mal, pero que al final, en la otra vida, todo se arreglará; es orar a los santos para que contradigan a
Dios, pero sin rebelarse; es la blasfemia silenciosa de la vida de tantos cristianos que adoran la cruz
pidiendo a Dios que les quite la cruz; es la contradicción de las eucaristías sin eucaristía, sin acción
de gracias, sin exultación. Es la piedad, que busca milagros, con novenas y peregrinaciones. Es la fe
del que cumple sin participar en la celebración. Es la liturgia desconectada de la vida. Es orar a
Dios y luego no verle en la historia.

Lo peor no es el mal y el sufrimiento en sí mismo, sino el hecho de que nos resignemos, nos
dé lo mismo. Por huir del sufrimiento vamos dejando que la muerte se meta en la vida. Es la
apatía, la pérdida de la pasión por la vida. La apatía es síntoma grave de agotamiento. Quien la
sufre ya no participa de su entorno. Sus sentidos y sentimientos se embotan. Sus sensaciones se
atrofian. Le ha invadido una fría pasividad. El interés por la vida desfallece. Se retira a su
caparazón, se encapsula y se encierra para no tener que sufrir y, en consecuencia, se margina de la
vida. En realidad ya no vive. Ya no le afectan los dolores ni las alegrías. ¡Vence el deseo de vivir,
hazte apático y no sufrirás!

La idolatría del trabajo mecánico, la producción, la masificación deportiva y circulatoria, lo


impersonal, el hombre función... Vivir sin padecer, vivir sin pasión. Es la muerte del hombre
moderno, más terrible que la amenaza de muerte atómica o ecológica. Es lo contrario de Dios. La
pasión por la vida le llevó a Cristo a morir en la cruz. En su pasión y en su sufrimiento nos mani-
fiesta el amor a la vida que tiene Dios, "que no quiere que el pecador muera, sino que se convierta
y viva". El Dios y Padre de Jesucristo no es el Dios de los filósofos, un ser impasible, mudo y frío. Es
el Dios que ha dado muestras de un apasionamiento por su creación, por el hombre, su imagen,
por el futuro. La proximidad de Dios se experimenta en su amor a la libertad y en su pasión por la
vida frente a la muerte. Su alianza con Israel es un pacto de amor, una alianza matrimonial. Su
amor es un amor sensible y pasible. Sufre en su pasión por la libertad de Israel cuando Israel se
aparta de El y cae esclavo de los ídolos. Se encoleriza por los estúpidos pecados de los hombres,
pero su cólera no es otra cosa que la expresión de su amor herido.

Entrar en el ámbito de este amor, vivir en alianza con este Dios revelado en la Escritura, es
incompatible con la apatía. Sufre en sim-patía con Dios por el mundo y se alegra en Dios por el
mundo de Dios. Dios padece con Israel, va con su pueblo al exilio... El que en la profundidad de su
sufrimiento descubre el sufrimiento de Dios no puede volverse apático.
Toda la vida de Cristo manifiesta esta pasión de Dios por la vida. Vive en presencia de la
muerte, frente a la muerte, curando enfermos, acogiendo leprosos, no vengando pecados sino
perdonándolos, es decir, combatiendo contra la muerte, hasta entrar en ella para aniquilarla. En
su muerte se nos manifiesta la pasión de Dios, que quiere la vida y es enemigo de la muerte, que
quiere la libertad y es enemigo de la esclavitud, que quiere el amor y es enemigo de la apatía.
Jesús se entregó libremente al combate con la muerte, tomó espontáneamente el camino de
Jerusalén, donde mueren los profetas. Fue a ella buscando la vida y la libertad para los oprimidos
por el mal y la muerte, y para ello cargó con la muerte violenta siendo torturado y ejecutado: «El
soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores. Sus cicatrices nos curaron» (Cfr. Mt
8,17). «Sí, os lo aseguro, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; en cambio, si
muere, da fruto abundante» Un 12,24). Esa esterilidad del grano que no quiere caer en tierra y
morir es la muerte absurda, ya que es una muerte sin esperanza. "El que quiera salvar su vida, la
perderá", quedará sola, infecunda, muerta. Pero "quien pierde su vida, la encuentra", la está
haciendo fecunda, eterna. Querer conservar la propia vida es afirmarse a sí mismo y no atreverse a
vivir por puro temor a la muerte, no atreverse a amar por temor a la decepción: es la apatía.
Entregar la vida es salir de uno mismo, amar, exponerse y darse. En esta enajenación se hace
viviente la propia vida, ya que vivifica otras vidas. Quien vive verdaderamente la vida, puede
también morir. Quien ya está muerto no pude morir por nadie ni por nada. O, si se quiere, una
vida no vivida, en apatía, puede no morir, pero no es vida. La apatía pretende ahorrarnos la
muerte y por eso nos desposee de la vida. El amor, en cambio, hace de la vida una pasión,
haciéndonos capaces de sufrir. Mirar a la pasión de Dios y a la historia de la pasión de Cristo nos
lleva de la muerte a la vida e impide que nuestro mundo se hunda en la apatía.[27]

La cruz fuerza de Dios

Hombre en Fiesta: La Cruz Gloriosa

La respuesta de Dios a todos los interrogantes del hombre ante el mal, no es un discurso,
sino un acto, una pasión, un silencio amoroso. Dios responde dejando morir en la cruz a su Hijo
inocente. Hay algo más loco todavía, más poderoso que la fuerza del mal: la fuerza del amor
desarmado. La respuesta no es una refutación, sino una persona, un rostro torturado por el
sufrimiento acogido por amor.

El misterio del mal sólo se ilumina por el misterio de la cruz, que es a su vez misterio de la
libertad y del amor insondable de Dios. Es la respuesta de Dios, dada una vez para siempre, en su
Hijo, hombre entre los hombres, para asumir los pecados del mundo hasta morir por ellos. Su
respuesta es la cruz: el amor desarmado frente a la rebeldía armada. Como Cristo, el cristiano está
invitado a entrar con El en el sufrimiento, en la injusticia, sin defensa alguna, vuelto al Padre. No
hay frente al mal otra lucha que la agonía de Getsemaní y del Gólgota. A la locura de la rebeldía y
del mal no hay mas respuesta que la locura de la cruz. Cargarse con el mal, para destruirlo.
Hacerse pecado para aniquilar el pecado. Esta es la fuerza de la cruz.

Cuando David se enteró de la muerte de Absalón, exclamó: «Hijo mío, ¡ojalá hubiera
muerto yo en tu lugar!» (2Sam 19,1). Cuando Dios ve cómo sus hijos eligen la muerte negándose a
responder a su llamada de amor, ocupa su lugar: muere por ellos. El pecado tiende a eliminar a
Dios; Dios se deja eliminar, sin abrir la boca. En ninguna parte Dios es tan Dios como en la cruz:
rechazado, maldecido, condenado por los hombres, pero sin dejar de amarlos, siempre fiel a los
hombres que lo rechazan. En ninguna parte aparece tan clara la potencia de Dios como en la
impotencia de la cruz (Cfr. Sab 11,21ss). La cruz es la última tentativa del amor para disolver en
nosotros el odio, para desarticular el egoísmo. ¿Qué es lo que hay en los hombres, en esta
humanidad pervertida, para que se provoque en Dios tal exceso de amor, sino la posibilidad que
tenemos de nacer al amor, de engendrar en nosotros mismos un nuevo ser, libre y liberado para
siempre, un hijo que pueda introducirse en la vida trinitaria? Colgado del árbol de la cruz, Cristo
invita a los hombres a ponerse en las manos del Padre, como unos hijos concebidos por su amor.

La cruz de Cristo y la muerte de Dios es el colmo de la sinrazón, la victoria más asombrosa y


más alucinante de las fuerzas del mal sobre Aquel que es la vida. Pero al mismo tiempo es la
revelación de un amor que se impone al mal, no por la fuerza, no por un exceso de poder, sino por
un exceso de amor, que consiste en recibir la muerte de manos de la persona amada y en morir la
muerte que ella merece con la esperanza de convertir al amor su rebeldía. La debilidad de Dios es
su omnipotencia. «Las grandes aguas no podrán apagar el amor, ni los ríos sumergirlo» (Cant 8,7).
«Sí, Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en El no
muera, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al
mundo, sino para que el mundo se salve por El» (Jn 3,16-17). En Jesucristo y en su cruz es Dios el
que reconcilia consigo al mundo (2Cor 5,18).[28]

Dios se revela en la debilidad y la fe se afirma en el desamparo. En ello se anuncia la muerte


de Jesús como plenitud de la revelación y de la fe (2Cor 12,5). Abraham dispuesto a sacrificar a
Isaac, el hijo de la promesa, por quien espera la descendencia prometida (Gen 22); Moisés, el
enviado, que no sabe hablar; Jeremías, que se siente impotente para llevar a cabo su misión (Jr
1,6-9)... El Dios de Israel es un Dios oscuro y misterioso, que se oculta y deja sentir en la angustia y
la desesperación. Ese es el momento privilegiado en el que se alza la fe como fidelidad al Dios de la
alianza por su propia fidelidad en contra de todas las apariencias: «Yo espero en Yahveh que
oculta su rostro a la casa de Jacob, yo espero en El» (Is 8,17). Por encima del absurdo y de la
muerte, el creyente mantiene la esperanza en la salvación de Dios. Dios es el creador del futuro y
la garantía de la esperanza. La paciencia, en el lenguaje bíblico, implica más que la idea de
sufrimiento soportado, la idea de permanencia en la misión aceptada, la de la esperanza en la
promesa de Dios: es esperar aguardando contra toda esperanza porque El es fiel, y mientras se
espera, en el crisol, acrisolarse, despojarse de escorias y ganga.

La cruz sabiduría de Dios

A la luz de la cruz, la realidad del hombre, el mundo, aparece como una realidad mundana y
alejada de Dios, pero aceptada por Dios en Cristo. En la cruz de Cristo Dios acepta toda la realidad
del hombre tal cual es. Pero en esta misma cruz, el hombre también descubre que su ser, su
mundo, es una realidad de pecado, juzgada y abandonada por Dios. Toda la cultura, el progreso, la
política, todas las creaciones del hombre quedan juzgadas en la cruz de Cristo. Y sólo de la cruz de
Cristo puede brotar la fuerza necesaria para aceptar el mundo con la entrega y donación de la vida
por él. La cruz hace la desmitización del mundo, desvelando la idolatría y crea, al mismo tiempo, el
amor al mundo hasta perder la vida por él, incluso en donde se manifiesta como enemigo de Dios.

El Espíritu de Cristo resucitado desenmascara el engaño, el pecado del mundo y la verdad


de la cruz, como fuerza del amor, de la debilidad, de la justicia y salvación de Dios, que ama y salva
al hombre, liberándolo del «principie de este mundo», a quien juzga y condena (Jn 16,8-11).

La cruz, con su escándalo y absurdo humano, aparece en la vida de Abraham, de José, de


Moisés, de Josué (Heb 11,1-40;Eclo 44,20;1Mac 2,52). Aparece también en la historia del pueblo
en Meribá y a lo largo de toda la marcha por el desierto (Ex 17,7). Ante lo incomprensible el
hombre «tienta a Dios» (Ex 15,25;17,17; Sal 95,9). Esta experiencia del pueblo, lleva a los sabios a
su reflexión sobre el sentido del sufrimiento, en particular el del justo. Aquí el hombre se ve
avocado no ya a lo imposible, como ante las promesas, sino ante el absurdo. La tentación no
consiste ya en dudar del poder de Dios, sino que es la tentación del insulto o la blasfemia. El libro
de Job es el planteamiento de este misterio. Una respuesta más definida es la que presenta el
poema del Siervo de Yahveh (Is 52,13-53,12).

En la historia de la salvación, Dios desciende hasta el mal, hasta el pecado del hombre:
«Hasta me has convertido en siervo con tus pecados y me has cansado con tus iniquidades. Era yo
mismo el que tenía que limpiar y no recordar tus pecados» (Is 43,24-25). Al Elegido, que traerá la
salvación a los que carecen de ella, se le denomina Siervo de Yahveh (Is 53). Isaías habla de las
«fatigas de su alma» (v.11). El carga con los pecados y con las enfermedades (v.4). En el himno a
Cristo de Filipenses 2 se describe el misterio del Mesías como su despojo y anonadamiento en la
forma de «siervo de Yahveh» (Filp 3,10;2Cor 4,7ss;6,4ss): Jesús es el siervo, el cordero de Dios.
Llevando en la cruz el pecado de los hombres, transforma la blasfemia en suspiro filial y la muerte
en resurrección (Mt 27,46;Lc 23,46; Filp 2,8). Esa fuerza de Dios se pone de manifiesto en la debili-
dad (2Cor 12,9). Y la nueva creación del cielo y de la tierra surgirá del sufrimiento de Dios: será el
reino del Crucificado: «Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, el
honor, la gloria y la alabanza» (Apo 5,12;7,14s;11,15;12,10;21,23). El reino de la gloria nace de la
exaltación del Cordero, como aparece en las cúpulas de tantas iglesias cristianas. El Crucificado es
el fundamento y el centro del reino de la gloria; ese reino comienza ya ahora con la resurrección y
ascensión a la gloria del Crucificado. Dios vence el pecado y la muerte, tomándolos sobre sí para,
de este modo, aniquilarlos.

Todo el Nuevo Testamento está centrado en la cruz y resurrección. Bajo esta luz pasa la
antigua alianza a ser preludio del misterio pascual, centro y final de los caminos de Dios. Los
evangelios sinópticos narran la prehistoria de la pasión a la luz de la cruz y resurrección de Jesús.
La cruz no es en ellos un acontecimiento aislado, sino el acontecimiento al cual se encamina la
historia de su vida y por el cual reciben sentido los demás sucesos. La vida de Jesús transcurre a
impulso del «es preciso padecer» (Mc 8,31p;Lc 17,25;22,37;24,7.26.44). A ello le lleva su actitud
de servicio, servicio que le lleva hasta entregar su vida para rescatar a la multitud (Mc 10,45). A
ello se encamina también la tentación, que no concluyó con la del desierto (Lc 4,13) y que la carta
a los Hebreos ve correr pareja con todo el padecer de su vida (2,18;4,15). Una vez que Jesús ha
dado signos suficientes de su misión divina, pone a los discípulos en tesitura de confesión. Y el
tiempo que desde este momento queda hasta la pasión está jalonado por las predicciones de sus
sufrimientos (Mc 8,31s;9,30s;10,32s). A la primera responden los discípulos con el desconcierto:
«¿Qué puede significar la resurrección de los muertos?» (Mc 9,10). La segunda vez no entienden ni
se atreven a preguntar (Mc 9,32). Y la tercera, como Jesús iba por delante hacia Jerusalén «con
gesto decidido» (Lc 9,51), «le siguen desconcertados y con miedo» (Mc 10,32). Cuando habla del
seguimiento, pone la cruz como forma básica y típica de negación propia (Mc 8,34s): Hay que
«beber el cáliz» y «ser bautizado» (Mc 10,38). El mismo sueña con ese final (Lc 12,50) como anhela
la cena en que finalmente repartirá su carne sacrificada y su sangre derramada (Lc 22,15). Lucas
habla de la pasión durante la transfiguración (9,31); Marcos, inmediatamente después: con el
precursor (Elías) hizo Herodes (Jezabel) lo que quiso. Lo mismo pasará con el Hijo del hombre (Mc
9,12s). Los antecedentes son martiriales.

También el evangelio de Juan está dominado por el «es preciso» (3,14;20,9;12,34), que es a
la vez libertad absoluta (10,18;14,31;18,11). Camino y meta están en Juan integrados de manera
que muerte y resurrección van unidas como tránsito hacia el Padre; y la pasión (18,4-8) es la
consagración de Jesús por los hombres que Dios le ha dado (17,19) y la prueba de su extremado
amor a los amigos (15,10). Lo que exige a cambio no es sólo «entrega a los hermanos» (1Jn 3,16),
sino el mismo marchar gozoso del Señor hacia la muerte, que le devuelve al Padre (14,28). Pero la
sombra de la cruz es tan pesada que Jesús ya antes «llora» y se «conturba» (11,33s). Y,
conturbado, quisiera esquivar esa «hora». Pero se mantiene (12,27-28). «Hacerse carne» y «no ser
recibido» (1,14) es ya de antemano «ser triturado» (6,54.56), desaparecer en la tierra por la
muerte (12,24), ser «alzado» en muerte-resurrección como serpiente donde se recoge y muere
todo veneno (3,14), como ese único que se ofrenda por los muchos (11,50s), como pan de vida
que desaparece en la boca del traidor (13,26), como luz que brilla en la ciega y hostil tiniebla (1,5).
El amor abisal responde al odio abisal y viceversa (15,22ss).

Para Pablo, igualmente, coinciden la predicación del Evangelio y la predicación de la cruz de


Jesucristo. En Corinto no quiere Pablo saber más que de la cruz de Jesucristo (1Cor 1,23;2,2); y
ante los gálatas no quiere gloriarse sino en la cruz (Gal 6,14). La cruz constituye el centro de la
historia de la salvación, pues en ella se cumple la promesa y se hace pedazos toda la ley con su
carácter de maldición (Rom 4). Es el centro de la historia universal porque reconcilia a todos en el
cuerpo crucificado (Ef 2,14ss). Y es el centro de toda la creación, ya que «antes de la creación del
mundo» fuimos predestinados en la sangre de Cristo para ser hijos de Dios (Ef 1,4ss). Lo único que
Pablo quiere con su predicación es servir a la reconciliación del mundo con Dios en la cruz de Jesu-
cristo (2Cor 5,18). Pero al hacerlo no proclama un hecho histórico más entre otros: lo que
proclama es que en la cruz y la resurrección se ha producido el trueque y la «recreación» de todas
las cosas: «pasó lo viejo; todo es nuevo» (2Cor 5,17). Con ello se ha desvelado la más honda
verdad de la historia, aunque sea escándalo para los judíos y necedad para los paganos, pero en
realidad es «fuerza de Dios» (1Cor 1,18-24). La existencia cristiana es «reflejo» de la forma de
Cristo: si uno ha muerto por todos, todos han muerto radicalmente (2Cor 5,14). La fe lo tiene que
ratificar (Rom 9,30s), la existencia lo tiene que hacer palmario (2Cor 4,10). Y si esa muerte se
produjo por «amor a mí» (Gal 2,20), mi respuesta ha de ser una «fe» de total entrega a ese destino
divino; y el escándalo y la persecución pasan a ser títulos de gloria del cristiano (Gal 5,11;6,1214).
[29]

La cruz misterio de amor

La entrega del Hijo a la muerte, en el abandono de Dios en la cruz, es la kénosis hasta el


infierno del hombre para rescatarlo del poder de la muerte. Ese amor «hasta el extremo» le lleva a
anonadarse, a padecer y experimentar la muerte en favor de los hombres y de la creación entera.
Esa presencia del amor de Dios en Cristo Crucificado da a la creación entera la vida eterna. Cuando
Dios, en Cristo, entra en la muerte saca de ella vida eterna.

Mateo cita a Isaías: «El tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades» (Mt
8,17 = Is 53,4). En los Hechos, Felipe explica al funcionario de la reina de Etiopía el Evangelio de
Jesús a partir del pasaje de Isaías: «Como cordero llevado al matadero, como oveja ante el
esquilador, enmudecía y no abría la boca» (He 8,26-35 = Is 53,7-8). Lo mismo hará Pedro en su
primera carta (2,22-24): "No hubo engaño en su boca" (Is 53,9). «El tomó el pecado de todos» (Is
53,12). «Sus cicatrices nos curaron» (Is 53,5-6).
La fórmula "Jesucristo padeció por nosotros" permea todo el Nuevo Testamento. Ya Pablo
nos dice que él ha recibido de la Iglesia apostólica que «Cristo murió por nuestros pecados según
las Escrituras». La cruz es la «hora», que «todavía no ha llegado» y «por fin ha llegado». Es «el
bautismo con que Cristo tiene que ser bautizado». Jesús ha venido a situarse «en vez de
nosotros», «en nuestro lugar», «por nosotros», en donde nos correspondía estar a nosotros por
nuestro pecado, cargando El con nuestra desgracia y nuestra maldición. Jesús asume el puesto de
los «malditos»- (Gal 3,13) y muere una muerte ignominiosa. "Dios le hizo pecado por nosotros»
(2Cor 5,21). Es la «hora del poder de las tinieblas» (Lc 22,53), cuando la mente se perturba, cuan-
do se quiebran las conexiones entre lo que pasa y el para qué pasa, cuando el sufrimiento no es
una mera idea, sino interioridad sufrida: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?»
puede ser la confluencia exacta, dice von Balthasar, de un sufrimiento demoledor y su
desconexión momentánea de la idea de sufrir «por» y morir «para». Es el sentimiento del fracaso
vivido a fondo.[30]

Si realmente tenía que «llevar el pecado del mundo», no lo llevó como quien arrastra un
peso y fardo ajeno, sino sufriendo la experiencia interior de lo que es el pecado a los ojos de Dios:
privación de la gloria de Dios (Rom 3,23), privación de la comunicación con El en la fe, esperanza y
caridad, presencia ante Dios definida por la Escritura como «estar ante el tribunal de la cólera» de
Dios (Rom 3,5). San Juan de la cruz, que compartió algo de la experiencia de Jesús en la cruz, la
describe en La noche oscura en términos de infierno, porque hace sufrir la perdición, el
apartamiento irremediable de Dios. El Inocente, sin pecado, que vive por entero de la obediencia
amorosa del Padre, cuya voluntad es su alimento, ha penetrado hasta el límite de la negación de
Dios, compartiendo no la negación, sino el apartamiento y la alienación, que es una realidad
objetiva interpuesta entre Dios y el pecador y afecta a ambos. Y como esta realidad es asumida
por quien está en la relación más íntima imaginable con Dios supone un sufrimiento que supera
toda imaginación.[31]

Como dice Juan Pablo II:

Las palabras de Cristo en Getsemaní: "Padre mío, si es posible pase de mí este cáliz, sin que yo lo
beba" prueban la verdad del amor mediante la verdad del sufrimiento... El sufrimiento hasta lo
más profundo es el padecer el mal, ante el que el hombre se estremece.. Después vienen las
palabras del Gólgota, que atestiguan esa profundidad -única en la historia del mundo- del mal del
sufrimiento que se padece. Cuando Cristo dice: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?", sus palabras no son sólo expresión de aquel abandono que varias veces se hacía
sentir en el Antiguo Testamento concretamente en el salmo 22, del que proceden las palabras
citadas. Estas palabras sobre el abandono nacen en el terreno de la inseparable unión del Hijo con
el Padre, y nacen porque el Padre "cargó sobre El la iniquidad de todos nosotros" y sobre lo que
dirá San Pablo: "A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros". Junto con este horrible
peso, mediante todo el mal de dar las espaldas a Dios contenido en el pecado, Cristo, mediante la
profundidad divina de la unión filial con el Padre, percibe de manera humanamente inexplicable
ese sufrimiento que es la separación, el rechazo del Padre, la ruptura con Dios... El sufrimiento
humano ha alcanzado su culmen en la pasión de Cristo. Y a la vez ha entrado en una dimensión
completamente nueva: ha sido unido al amor, aquel amor que crea el bien, sacándolo incluso del
mal, sacándolo por medio del sufrimiento.[32]

El sufrimiento presupone el amor. El que no ama no sufre. Se puede evitar el sufrimiento


haciéndose insensible frente a la alegría y al dolor de los demás. El sufrimiento queda eliminado,
pero es a costa de la frustración de la vida, del vacío y del aburrimiento. Al liberar al hombre del
miedo a perder la vida, Cristo da al cristiano la libertad para entregarse por completo y afrontar
con alegría el sufrimiento.[33]

El poder del Crucificado es la impotencia de la gracia, la fuerza reconciliadora de la pasión y


la soberanía del amor que se vacía de sí. Su reino está en la deslucida fraternidad con los pobres,
los presos, los hambrientos, los pecadores. Los excluidos de los reinos del mundo se convierten en
su comunidad bienaventurada (Mt 5,3ss). Este paso hacia el ser humilde, escondido, pero real del
hombre, lo ha traído a la esperanza en el Hijo del hombre la figura sufriente del Crucificado. Y, a su
vez, la esperanza en el Hijo del hombre ha traído a los desesperados de este mundo la esperanza
de Dios. El Hijo del hombre crucificado trae la reconciliación al dolor de la disociación. El hombre
podrá aceptarse a pesar de todas sus inaceptabilidades, porque ha sido ya aceptado por Dios. En
medio de la insoportable historia sufriente del mundo, se alza la cruz de Cristo. Ello da al hombre
la fuerza para esperar donde nada hay que esperar, y para amar donde lo que impera es el odio. El
que cree en Cristo Crucificado no huye del mundo. Encontrará en El la certeza en medio de las
incertidumbres, la paz en el sufrimiento, la libertad en el amor. Vivir en la libertad y en la
esperanza significa poder amar en la dimensión de la cruz.

Jesús es único: verdadero Dios y verdadero hombre, lo que significa que la historia humana
ha sido una vez historia de Dios, que la ha vivido como propia y que, por ello, la ha sanado
internamente y nos ha dado a los hombres la posibilidad de estar en el mundo como en tierra
propia, sin tolerar la carne y el tiempo, sino amándolos, y la posibilidad de marchar hacia el futuro,
no como a la embocadura de la nada, sino hacia el umbral de la vida verdadera. Esto es lo que Dios
nos comunicado al resucitar a Jesucristo. La resurrección es la clave para una nueva comprensión
de Dios como Dios de vivos; es la acreditación del mensaje y de la forma histórica en que vivió
Cristo, a quien condenaron como un criminal y a quien El declaró inocente. La resurrección es la
clave para comprender el destino del hombre, ya que nos anticipa lo que será nuestro futuro, al
saber que la vocación humana es una llamada a la vida y no una condenación a muerte, y que esta
vida les será concedida por Dios a todos los hombres que vivan en el mundo con una conciencia
de hijos como Jesús, se mantengan fieles al Evangelio que El predicó y entreguen su vida por los
demás como la entregó Jesús. Quien se reserve su vida en el egoísmo, la codicia, la esclavitud o el
temor, la perderá; quien, en cambio, la entregue en la fe, la esperanza y el amor a los hombres,
aun cuando la pierda, la recobrará.[34]
3. PASCUA: FIESTA DEL TRIUNFO SOBRE LA MUERTE

Hombre en Fiesta: Resurrección

La Pascua es el centro y la cumbre del tiempo cristiano, «solemnidad de solemnidades»,


durante mucho tiempo única fiesta de los cristianos, fiesta en la que el «día que hizo el Señor» se
prolonga en una semana entera y se renueva en una semana de semanas. El acontecimiento
pascual de Cristo constituye el núcleo esencial de la predicación apostólica. Es el centro de la fe
cristiana y el núcleo medular de toda celebración litúrgica:

Dios que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1Tim
2,4), habiendo hablado antiguamente en muchas ocasiones de diferentes maneras a nuestros
padres por medio de los profetas (Heb 1,1), cuando llegó la plenitud de los tiempos envió a su
Hijo, el Verbo hecho carne, ungido por el Espíritu Santo, para evangelizar a los pobres y curar a los
contritos de corazón (Is 61,1; Lc 4,18), como "médico corporal y espiritual"[35]. Mediador entre
Dios y los hombres (1Tim 2,5). En efecto, su humanidad, unida a la persona del Verbo, fue
instrumento de nuestra salvación. Por esto, en Cristo "se realizó plenamente nuestra
reconciliación y se nos dio la plenitud del culto divino"[36].

Esta obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las
maravillas que Dios obró en el pueblo de la antigua alianza, Cristo la realizó principalmente por el
misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa
ascensión. Por este misterio, "con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección
restauró nuestra vida" (Prefacio pascual). Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació "el
sacramento admirable de la Iglesia entera" (oración de la Vigilia pascual). Por esta razón, así como
Cristo fue enviado por el Padre, El a su vez envió a los apóstoles, llenos del Espíritu Santo. No sólo
los envió a predicar el Evangelio a toda criatura (Mc 16,15) y a anunciar que el Hijo de Dios, con su
muerte y resurrección, nos libró del poder de Satanás (He 26,18) y de la muerte y nos condujo al
reino del Padre, sino también a realizar la obra de salvación que proclamaban mediante el
sacrificio y los sacramentos, en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica. Y así, por el bautismo
los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con El, son sepultados con
El y resucitan con El (Rom 6,4; Ef 2,6;Col 3,1;2Tim 2,11), reciben el espíritu de adopción de hijos
por el que clamamos: Abba Padre (Rom 8,15), y se convierten así en los verdaderos adoradores
que busca el Padre (Jn 4,23). Asimismo, cuantas veces comen la cena del Señor, proclaman su
muerte hasta que vuelva (1Cor 11,26). Por eso el día mismo de Pentecostés, en que la Iglesia se
manifestó al mundo, los que recibieron la palabra de Pedro fueron bautizados. Y con perseveran-
cia escuchaban la enseñanza de los apóstoles, se reunían en la fracción del pan y en la oración...,
alababan a Dios, gozando de la estima general del pueblo (He 2,41-47). Desde entonces, la Iglesia
nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual: leyendo cuanto a él se refiere en
toda la Escritura (Lc 24,27), celebrando la Eucaristía, en la cual "se hace de nuevo presente la vic-
toria y el triunfo de su muerte" (Conc.Trid., ses 13), y dando gracias al mismo tiempo a Dios por el
don inefable (2Cor 9,15) en Cristo Jesús, para alabar su gloria (Ef 1,12), por la fuerza del Espíritu
Santo (SC 5-6).

Pascua, triunfo de la muerte

Desde la generación apostólica los cristianos, que cada domingo hacían memoria de la
resurrección del Señor, no podían dejar de proyectar la luz de su fe sobre la celebración anual de
la Pascua judía: «Ha sido inmolado nuestro cordero pascual: Cristo. Así, pues, celebremos la fiesta,
no con levadura vieja, ni con levadura de malicia y de perversidad, sino con ázimos de sinceridad y
de verdad», decía Pablo a los fieles de Corinto (1Cor 5,7-8).

La comunidad cristiana en la noche de Pascua celebra, como único misterio, la pasión y


muerte del Señor, la resurrección y la espera de su retorno glorioso. Este retorno se experimenta
como un encuentro gozoso y salvador que permite a la comunidad celebrante compartir a nivel
sacramental el triunfo de Cristo sobre la muerte y su retorno al Padre. Celebrar la Pascua «en
memoria de la muerte» del Señor (1Cor 11,26) no es celebrar la muerte como fracaso o desenlace
final, sino como paso a la vida. Desde la óptica de la pascua hebraica, Apolinar, Clemente de
Alejandría, Melitón de Sardes, Ireneo e Hipólito ven en la inmolación de Cristo en la cruz la
culminación de la Pascua. Cristo es el cordero definitivo que ha sustituido para siempre el cordero
de la vieja pascua. Cristo entregó su vida en la cruz en el mismo momento en que los judíos
inmolaban el cordero pascual en el templo (tradición joánica): al atardecer. De esta forma, dirán,
Cristo celebró su verdadera pascua, no en la cena ritual, sino en la cruz. La comunidad cristiana, al
celebrar la Pascua, aparece como sumergida y bañada en la sangre del Señor. Por eso, Tertuliano
aconseja la celebración del bautismo en esa fecha.[37] En el momento cenital de la Eucaristía la
comunidad experimenta la presencia gozosa del Señor resucitado. La tristeza se transforma en
alegría desbordante y la espera anhelante queda colmada por el encuentro con el Señor
resucitado, vencedor de la muerte y salvador del mundo. Compartir la muerte y la resurrección de
Cristo es celebrar y entregar la vida, «comer» la pascua y «padecer» la pascua, como única rea-
lidad gozosa y vivida con Cristo para vencer el pecado y la muerte, teniendo como meta, luz y
fuerza la resurrección de Cristo, que se manifiesta en la transformación radical de la existencia.
El acontecimiento pascual de Cristo constituye el núcleo esencial de la predicación
apostólica. Es el centro de la fe cristiana y el núcleo medular de toda celebración litúrgica. Es
decisivo la coincidencia de todos los creyentes en la confesión de que Cristo ha resucitado: «El
Señor verdaderamente ha resucitado y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,34). «Dios ha resucitado a
Jesucristo de entre los muertos» (He 2,32;3,15; 4,10). Este hecho metahistórico es un hecho
histórico. Ha sucedido dentro del tiempo de la historia humana. Esta fe de la Iglesia es la que
funda a la Iglesia. De no haber resucitado Cristo, no habría Iglesia ni fe: «tanto ellos como yo
(Pablo), esto es lo que predicamos, y así es como habéis llegado a la fe» (1Cor 15,15). La Iglesia es
el auténtico sujeto de la fe pascual. Al igual que esa fe es el auténtico objeto por el que se
constituye la Iglesia creyente.[38]

La Pascua no es un acontecimiento sólo del pasado, sino que es signo y anticipación de un


mundo nuevo, que desde el presente se realiza progresivamente en la historia en un proceso de
transformación universal. De domingo en domingo, de pascua en pascua, apoyados en la palabra
eficaz de Jesús y en el hecho de su resurrección, se nos ofrece una permanente y progresiva
regeneración del tiempo y de la historia. El cristianismo no celebra las estaciones del año, ni los
ritmos cósmico ni la fecundidad, ni la fertilidad de la tierra, sino el acontecimiento pascual de la
muerte y resurrección de Cristo, acontecimiento real acaecido en la historia, en el tiempo y en el
espacio, en «aquella noche dichosa, única que mereció conocer el tiempo y la hora en que Cristo
resucitó de entre los muertos» (Pregón pascual. Cfr. Gal 4,9-11;Col 2,16-17).

Pero la pascua no es solo pascua de Cristo, sino de todos los que creen en El. La pascua de
Cristo es la primicia, promesa y garantía de nuestra pascua, de nuestra liberación, a lo largo de la
historia, de toda opresión y servidumbre. El hombre esclavo del pecado y de la muerte
experimenta el caos, el temor, la incapacidad de amar; desfigurada en él la imagen de Dios, no se
acepta a sí mismo, experimenta su propia vida como soledad y absurdo, vacía de sentido y valor;
replegado sobre su miseria no ve al otro o lo ve como enemigo de quien defenderse, en contraste
y oposición, atormentado por la violencia del mundo, angustiado por la inseguridad del mañana;
perdido en la masa, se siente aislado; absorbido por la sociedad anónima, industrializada,
tecnicista y consumista, se siente inseguro, insignificante, inútil, no necesario para nadie, sin rostro
ni nombre propio, en el infierno que «son los otros» o "la carencia de los otros". Esta es la
situación trágica del pecado del hombre. Pero Dios, que no abandona al hombre, quiso restablecer
con él el pacto de alianza, liberándolo del pecado y de la muerte. Este plan de salvación ha querido
realizarlo en Cristo, su Hijo, en la plenitud de los tiempos. Por ello asumió Dios nuestra condición
humana en un gesto inimaginable de amor al hombre. Por eso Dios se hizo hombre, participando
de todas las miserias que envuelven la miseria humana. Este gesto de comunión con el hombre
culmina en la muerte. Todo el dolor humano, todo el abandono y desamparo humano ha sido
asumido por Cristo para liberar al hombre del peso de su esclavitud.

Esta es la Pascua, el paso de la muerte a la vida, de la esclavitud a la libertad, del pecado a la


amistad con Dios. Pero la pascua no ha terminado. Continúa a lo largo de la historia. Y continuará
hasta que Cristo sea todo en todas las cosas, hasta el alumbramiento del cielo nuevo y la tierra
nueva, donde no habrá llanto, ni dolor, ni pecado, ni muerte.

La Iglesia -comunidad de los que creen en Jesucristo-, celebra la Pascua y así, de pascua en
Pascua camina en la historia, solidaria -con Jesús- de todos hombres, como fermento de
transformación hasta que en una Pascua el Señor vuelva. El grito de la comunidad Creyente «Ven,
Señor Jesús» no es sino el reflejo de esa esperanza ansiosa y anhelante de que el mundo sea
regenerado y «venga su reino».[39]

El creyente entra así en un mundo nuevo, adquiere una nueva manera de comprender este
mundo y de vivir en él, en correspondencia con la plenitud de Dios y la grandeza de sus designios.
Esta novedad de vida es una creación renovada simboIizada y celebrada como una fiesta
primordial en la asamblea cristiana. En la Pascua celebramos la gracia de un Dios grande que nos
perdona y nos salva, celebramos nuestro nacimiento bautismal a esta nueva vida, celebramos el
nacimiento como comunidad por el anuncio pascual de la palabra y por la fraternidad eucarística.
Celebramos la victoria de la fe sobre el pecado y la muerte. Celebramos el triunfo de la vida, de la
reconciliación y de la paz que anuncia el Resucitado a los que le condenamos a muerte.
Celebramos el amor creador y recreador, reconocido y aceptado en la fe y celebrado en la alegría y
la alabanza.

La Pascua canta al Crucificado

La Pascua canta la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte. Canta al Crucificado
exaltado y glorificado en la cruz. Canta la pasión que nos libró de nuestra pasión. Es lo que recogen
las homilías pascuales de Melitón de Sardes y la atribuida a Hipólito.[40]

Ambas homilías son un canto al Cristo de la pasión. Cristo ha asumido la condición de


«pasión» que caracteriza la existencia del hombre pecador

Notad bien quien es el que padece y quien el que compadece junto con el que padece; por qué el
Señor ha descendido sobre la tierra, por qué se ha revestido de aquel que padecía y lo ha llevado
consigo a lo más alto de los cielos (Melitón).
El Señor, habiéndose revestido del hombre y habiendo padecido por aquel que padecía..., resucitó
de los muertos (Melitón).

Esta era la pascua que Jesús deseaba padecer por nosotros. Con la pasión nos ha librado a
nosotros de la pasión (Pseudo-Hipólito).

Al asumir la situación de pasión del hombre en el mundo, Cristo está presente, sufriendo,
en todos los personajes del Antiguo Testamento:

Cristo es la Pascua de nuestra salvación,

El es quien tuvo que padecer mucho en la persona de muchos,

El es quien fue

asesinado en la persona de Abel,

maniatado en Isaac,

exiliado en Jacob,

vendido en José,

expuesto en Moisés,

inmolado en el cordero,

perseguido en David,

vilipendiado en los profetas (Melitón).


Pero, sobre todo, Cristo está presente en el cordero:

Cristo es el cordero sin voz,

éste es el cordero degollado,

éste es el mismo que nació de María,

la hermosa cordera;

el mismo que fue arrebatado del rebaño,

empujado a la muerte,

inmolado al atardecer,

y sepultado de noche;

que no fue quebrantado en el leño,

ni se descompuso en la tierra;

el mismo que resucitó de entre los muertos


e hizo que el hombre surgiese desde

lo más hondo del sepulcro (Melitón).

Cristo es, pues, el verdadero cordero pascual, inmolado por los hombres. Pero el
acontecimiento pascual, que culmina en la muerte del cordero, no termina ahí. Termina
gloriosamente en la resurrección:

Este es aquel

que se encarnó en una virgen,

que fue colgado del madero,

que fue sepultado en la tierra,

que resucitó de entre los muertos,

que fue elevado a lo alto de los cielos (Melitón).

Con la resurrección Cristo inicia la ascensión, su retorno glorioso al Padre. Es su


glorificación. Pero Cristo no retorna al Padre en solitario. La humanidad, rescatada de la muerte,
inicia su proceso pascual de retorno al Padre con Cristo:
Venid pues todas las razas humanas,

sumergidas en el pecado.

Recibid el perdón de los pecados,

porque yo soy vuestro perdón,

yo la Pascua de la salvación.

Yo os llevo a las alturas de los cielos.

Yo os mostraré al Padre que existe desde los siglos.

Yo os resucitaré por medio de mi diestra (Melitón).

Habiéndose, pues, revestido de la imagen perfecta, Cristo transformó al hombre, que había
revestido, en hombre celeste; entonces la imagen incorporada a El subió también al cielo
(Pseudo-Hipólito).

Esta transformación nos la describen como una existencia en la luz y en la plenitud de vida,
libre de toda opresión, especialmente libre del pecado y de la muerte:

El es el que nos ha hecho pasar

de la esclavitud a la libertad,

de las tinieblas a la luz,

de la muerte a la vida,
de la tiranía al reino eterno (Melitón).

¿Qué es la venida de Cristo?

liberación de la esclavitud,

liberación de la antigua fatalidad,

inicio de la libertad,

honor de la adopción,

fuente de la remisión de los pecados,

verdadera vida inmortal para todos (Hipólito).

De la muerte a la vida

Que un muerto vuelva a la vida no es una novedad en el ámbito bíblico. Pero no es esto lo
que quiere decir la resurrección de Jesús. Jesús resucitado de entre los muertos pasa a un tipo de
existencia que ha dejado tras sí la muerte de una vez para siempre (Rom 6,10), que ha llegado a
Dios superando para siempre las frontera de este tiempo (Heb 9,26;1Pe 3,18). Al contrario de
David, y de todos los resucitados por El mismo, Jesús se ve libre de la corrupción (He 13,34), vive
para Dios vive, «por los siglos y tiene las llaves de la muerte y del hades» (Apo 1,17s). Rompe de
una vez todo nuestro mundo de vida y muerte y así nos abre un camino nuevo hacia la vida eterna
de Dios (1Cor 15,12s). Cristo entra en el mundo nuevo, en el tiempo eterno.[41]
«Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este
mundo la Padre», dirá San Juan (13,1). Efectivamente, la Pascua es «el paso de este mundo al
Padre», es decir, el paso de este mundo, cautivo del pecado, al Padre, meta suprema de nuestra
esperanza. Esto fue toda la vida de Cristo, una pascua: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora
dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28). En la primera parte se hace alusión a la primera
fase del misterio: separación y alejamiento del Padre e inmersión en el mundo, en la historia
humana, con su realidad de miseria y pecado, kénosis que le lleva hasta la cruz (Filp 2,5-8). El
«santo» se ha hecho «pecado» para que el hombre pecador vuelva a la comunión con el Padre
(2Cor 5,21). El «Señor» se ha hecho «siervo», obediente hasta la muerte. Pero en la cruz, en su
descenso hasta los infiernos, se inicia el retorno al Padre, su glorificación. La resurrección es la
aceptación del Padre de la obediencia y entrega del Hijo. La muerte, desde la resurrección,
adquiere su sentido de plenitud y de triunfo: «por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre so-
bre todo nombre» (Filp 2,9-10). Muerte y resurrección, humillación y gloria no son dos realidades
yuxtapuestas, sino el camino único, pascual, de todo el misterio de Cristo encarnado.

Cuando Pablo afirma: «Cuantas veces coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la
muerte del Señor hasta que El venga» (1Cor 11,26), fija en la «muerte del Señor» la anamnesis
eucarística; pero no se trata de la muerte sin más, sino de la muerte del Señor, esto es, de la
muerte gloriosa, de la muerte como pascua, paso a la vida, muerte que supone la resurrección.
Este contenido anamnético aparece desdoblado en el s. III en la más antigua anáfora que
conocemos, la que nos transmite Hipólito en la Traditio Apostólica: «Hacemos memoria de su
muerte y resurrección».[42] El Canon Romano, del s. IV, aún lo desarrolla más: «Hacemos
memoria de su pasión, de su resurrección de entre los muertos y de su gloriosa ascensión a los
cielos». En las Constituciones de los Apóstoles, del s. V, su desarrollo es aún más amplio: «Por tan-
to, hacemos memoria de su pasión y muerte, de su resurrección de entre los muertos, de su
retorno a los cielos y también de su segunda venida».[43] La última fase de este desdoblamiento
del misterio de Cristo la hallamos en la anamnesis de la liturgia copta, llamada de San Gregorio el
Teólogo: «Y ahora, Señor, hacemos memoria de tu venida a la tierra, de tu muerte vivificante, de
los tres días que pasaste en el sepulcro, de tu resurrección de entre los muertos, de tu ascensión a
los cielos, de tu glorificación a la derecha del Padre y de tu segunda venida».[44]

Tanto el año litúrgico, como la Eucaristía pascual, celebran la totalidad del misterio de Cristo
como paso de este mundo al Padre. Ello significa que el año litúrgico es como una eucaristía
desdoblada, celebrada a lo largo de todo el año. Esto significa que la vida cristiana es una
eucaristía celebrada en el culto y vivida en la historia, como gratitud y alabanza a Dios en todos los
acontecimientos de la vida, pues para el cristiano todo es gracia.[45]

Hasta mitad del s. IV la Pascua fue la única fiesta del año; en ella, como en la Eucaristía
dominical, se celebraba y hacía presente la totalidad del misterio de Cristo. A partir de ese
momento comenzarán a aparecer y a tomar cuerpo nuevos ciclos litúrgicos y nuevas fiestas. En
torno a la pascua se irá formando un período de preparación y otro de prolongación. Y junto a este
ciclo pascual se formará el ciclo natalicio. A finales del s.IV quedará ya diseñada la estructura
actual del año litúrgico.

Pascua del cristiano

A través de la fe y los sacramentos, los hombres se incorporan al acontecimiento pascual de


Cristo. Sólo consiguen la resurrección y la vida quienes se adhieren a la predicación de los
apóstoles, quienes creen la buena noticia, se sumergen en las aguas bautismales y se sientan a la
misma mesa para comer el cuerpo del Señor y beber su sangre. Estos reciben una vida nueva, vida
en el Espíritu de Cristo Resucitado (Cfr.Jn 11,25-26;Mc 16,15-16;Rom 6,4-5;Jn 6,54.58).

La Iglesia tiene conciencia de que cada vez que celebra los sacramentos y, sobre todo, la
Eucaristía, se actualiza el acontecimiento pascual de Cristo. A través de la celebración, la
comunidad se incorpora a la pascua de Cristo para pasar, junto con Cristo, de este mundo al Padre.
En la celebración la comunidad experimenta ese proceso de regeneración que es la pascua. Por
ello, la Iglesia mediante el anuncio de la buena noticia, suscitando la fe en el Señor Jesús y
celebrando los sacramentos, y viviendo en medio del mundo en el amor y la unidad del Señor, se
convierte en fermento renovador del corazón del hombre y de la historia, hasta que El vuelva.

La vida y la salvación del mundo es un don de Dios, acogido por el hombre, que vive en
conversión permanente a El, dando muerte al pecado y al hombre viejo. Celebrar la victoria sobre
la muerte y el pecado lleva a vivir en la paz y comunión con los hermanos, a romper con el pecado
y a vivir la vida nueva, entregándose a la muerte -llevando en nuestro cuerpo el morir de Jesús-
para dar la vida al mundo: «pues mientras nosotros morimos el mundo recibe la vida» (2Cor
4,7-12):

Para aquel que ha comprendido que Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado, y que la fiesta se
celebra comiendo la carne del Logos, no hay momento en que no celebre la Pascua, palabra que
significa paso. Este, en efecto, con el pensamiento, con toda palabra y con toda acción, está
pasando siempre de las cosas de esta vida a Dios y se apresura hacia la ciudad celeste.[46]

Pablo afirma que nadie puede sentirse justo ante Dios sino por la fe en Jesucristo, por la
aceptación reverente y agradecida de su venida que nos perdona los pecados, nos comunica su
propia plenitud de vida y abre ante nosotros la esperanza de una vida auténtica y definitiva. Nadie
puede situarse ante Dios si antes El no vuelve hacia nosotros su rostro en pura bondad inmerecida
y nos cambia el corazón. Por ello la salvación es gratuita, es gracia, aceptación de esta inmerecida
presencia de Dios que nos transforma. De aquí nace la acción de gracias y la vida como respuesta
agradecida (Rom 3,19-20.27 31;4,19-25;Gal 13,1-5). Pablo, en continuidad con el Antiguo
Testamento, entiende la fe como aceptación del Dios creador, que llama las cosas que no son a
que sean (Rom 4,17), pero sobre todo, es la aceptación del Dios que entregó a su Hijo por nosotros
y lo resucitó de entre los muertos para nuestra justificación (Rom 4,24-25), como principio de
nuestra resurrección (Rom 8,11). Si morimos con El, con El viviremos y reinaremos (2Tm 2,11-12).
La muerte y la resurrección de Jesús es la plenitud de la revelación y de la gracia. La muerte de
Jesús, el Hijo de Dios, demuestra definitivamente que Dios está con nosotros y por nosotros de
una manera que ningún poder creado puede hacer cambiar (Rom 8,38-39).

Esta experiencia del amor y de la gracia de Dios da a la fe una firmeza y solidez definitivas.
Sabemos que la muerte, la cruz de cada día, no nos faltará, pero la muerte no puede ya negar la
vida. Desde ahora la vida se ensancha hasta el horizonte de la esperanza inaugurada por Dios para
todos en la resurrección de Jesús, constituido Señor y fuente de la vida para todos los hombres
(Rom 8,28-30;1Cor 15,20-28). Por eso la confesión «Jesús es el Señor» expresa el centro de la fe
con la que desde el fondo del corazón creemos en el Dios que lo ha resucitado de entre los
muertos. Esta es la fe que salva, la fe que perdona los pecados, restablece la paz con Dios y nos
hace entrar en el reino de la luz y de la vida: «Si tus labios confiesan que Jesús es Señor y tu
corazón cree que Dios le resucitó de entre los muertos serás salvado. Pues la fe del corazón
obtiene la justicia y la confesión de los labios la salvación» (Rom 10,9-10).

La fe tiene una vertiente de ultimidad y de inauguración escatológica de las dimensiones


últimas del hombre. Así el creyente vive por la fe en el filo del aquí y del después, donde lo
definitivo ya es, pero todavía no es del todo. La fe es como el asimiento de estas realidades últimas
que vienen al hombre por el encuentro escatológico con Cristo glorioso, pero sin poder poseerlas
del todo mientras viva en este cuerpo de carne que sigue sujeto todavía a las ataduras y
limitaciones este mundo que pasa. Por eso, el creyente vive su fe en una tensa esperanza, que es
fortaleza y paciencia respecto de un mundo que no conoce ni admite su nueva vida, y
adentramiento progresivo en la realidad de un futuro inconmensurable que está ya siendo verdad
y presencia.

Así la fe nos introduce en la comunión con Dios y con los hombres por amor. La esperanza
nos trae el futuro, lo actualiza en el amor que es encuentro con Dios, con los hombres y con la
creación entera, en tensión transida de paz y gozo en el Señor.[47]

Una antigua tradición hebrea considera la pascua como aniversario de la creación. El mes
de Nisán, primero del año, es el mes de la primavera y del reverdecer de los campos. Esta
interpretación de la pascua une creación e historia. Para los cristianos, la creación primordial se
celebra con la recreación de todas la cosas por la Pascua de Cristo. Ciertamente, el cristianismo es
una religión histórica, cuyo punto de partida es la intervención libre y espontánea de Dios en la
historia de los hombres. Por ello el culto cristiano no celebra el rodar cíclico y permanente de las
estaciones, sino las intervenciones de Dios en la historia, que culminan en Cristo, en la plenitud de
los tiempos. Sin embargo el entorno cósmico de la fiesta de Pascua, celebrada en el plenilunio de
primavera, confiere a esta solemnidad un colorido especial y unas resonancias cósmicas, que la
teología y la predicación cristiana han utilizado pedagógicamente. La primavera y las referencias a
la creación primordial ofrecen unas estupendas analogías para explicitar el contenido salvífico y
regenerador de la pascua. El contenido nuclear de la pascua es, ciertamente, el triunfo de Cristo
sobre la muerte, su paso de este mundo al Padre y, en definitiva, el inicio de un proceso de
transformación de la historia de los hombres y también de la creación entera.

El hombre, creado a imagen de Dios, se encuentra con esa imagen desfigurada por el
pecado. La salvación del hombre, que es la voluntad de Dios manifestada y realizada por Cristo,
consiste en la recuperación de la situación original, es decir, en la rehabilitación de la imagen de
Dios en él. Por eso, los Padres de la Iglesia han presentado la regeneración pascual como una vuel-
ta al paraíso, ofreciéndonos las sugestivas analogías entre el árbol del paraíso y el árbol de la cruz.
De aquel nos vino la muerte, de éste la vida. El fruto que pendía del árbol del paraíso generó
nuestra perdición; el fruto que pende del árbol de la cruz engendra nuestra vida y salvación. Por
ello, la salvación pascual aparece como una nueva creación y como una repristinación del tiempo
primordial.

Pero la vuelta a los tiempos primordiales y la anticipación del futuro se hallan unidas, y no
contrapuestas, en la celebración pascual. La proyección de la Pascua hacia los orígenes y hacia el
futuro escatológico no es sino la expresión viva de la dimensión universal de la Pascua de Jesús,
que envuelve y regenera la totalidad de la historia (Cfr. Apo 21,1-5). San Juan, en el Apocalipsis
nos describe la meta hacia la cual camina la nueva humanidad, regenerada en la Pascua del Señor.
Es la situación nueva, en la que no habrá lágrimas, ni llanto, ni muerte para los que hayan sido
lavados en la sangre del Cordero; es decir, los que hayan compartido la Pascua de la nueva alianza.

Así, pues, la fiesta de la Pascua, memorial de la Pascua del Señor, es también anticipación
gozosa del futuro escatológico. La Pascua celebra el futuro anticipándolo y haciéndolo
experimentar. Por eso, celebrar la Pascua es anticipar ya, en el presente, el futuro de la
reconciliación con Dios y de la fraternidad universal. La Pascua es ya un saborear festivo las
primicias del cielo nuevo y de la tierra nueva, es decir, del nuevo modo de existencia en la libertad
y comunión. Y esta experiencia permite a la comunidad cristiana creer y anunciar que es posible
un mundo nuevo, un nuevo estilo de convivencia humana; en definitiva, que es posible la
esperanza.
Esta experiencia del futuro escatológico, anticipado en la celebración, lleva al cristiano a
vivir su existencia como denuncia de toda alienación e idolatría, pues sabiendo «que el tiempo ha
desplegado velas, quien tiene mujer vive como si no la tuviese. Los que compran como si no
poseyesen. Los que disfrutan del mundo como si no disfrutasen. Pues pasa la escena de este
mundo» (1Cor 7,29-31). El mundo futuro está presente en Cristo; el intervalo entre el momento
presente y la Parusía ha perdido absolutez; los afectos, la salud, la alegría terrestre, la riqueza, el
poder, o su carencia, han perdido importancia, pasan; es inútil sumergirse en ellos o
desencantarse por su ausencia. Todo queda redimensionado ante el gozo indescriptible de la
comunión con Dios y la alegría desbordante de la comunión y libertad celebrada y saboreada.

Esta experiencia de plenitud infundirá, igualmente, un espíritu de gratitud tal que arrancará
a la comunidad cristiana de todas sus instalaciones egoístas, impulsándola a dedicar el resto de sus
días a comunicar a los hombres esta esperanza, a arrastrar a toda la humanidad a la pascua de la
muerte a la vida, a liberar a los hombres de todas sus esclavitudes y, así, encaminar la historia
hacia el mundo nuevo, sin lágrimas, ni lutos, ni alienaciones, ni muerte. Su vida, libre ya del temor
a la muerte, será un perderla por los hombres, anunciando y comunicando la victoria de Cristo,
que hace posible que el hombre pueda mirar con ojos limpios al otro hombre y reconocer en él a
un hermano. Así gastará y se desgastará con gusto hasta que todos los hombres sean capaces de
reconocerse hermanos e hijos del mismo Padre de los cielos. La Pascua de Cristo constituye la
primicia y, por tanto, la promesa de una transformación universal y definitiva, inaugurando ya un
tiempo de salvación. Por ello la Pascua es el eje medular en torno al cual gira toda la vida cristiana.

La Pascua: fiesta de la espera escatológica

Con la resurrección del Crucificado de entre los muertos comienza la nueva creación. Con la
resurrección de Cristo apareció una vida nueva y la presencia del Espíritu del Resucitado impulsa
con su fuerza de vida la resurrección, la vivificación de los cuerpos mortales, venciendo el pecado y
la muerte. Primero Cristo, como primicias, después los de Cristo, cuando El venga, luego el final
(1Cor 15,20-24). La fe en la resurrección es, pues, la forma cristiana de la fe en la creación. Pablo
llama a Abraham el padre de la fe porque creyó a Dios «que da la vida a los muertos y llama a las
cosas que no son para que sean» (Rom 4,17). El Dios de la creación es el Dios de la promesa y el
que resucita a los muertos, salvación, resurrección y creación se engloban en la misma mirada de
la fe y de la celebración pascual. El Espíritu de Cristo Resucitado es la fuerza de la resurrección, es
el espíritu creador de vida nueva y la fuerza creadora de Dios (Cf. 2Cor 4,6;1Cor 14;Ef 1,19,4). En el
presente, el hombre creyente escucha los suspiros del Espíritu, los gemidos del parto. La
esperanza de «la gloria que ha de manifestarse en nosotros» es, precisamente, la que hace tomar
conciencia de «los sufrimientos de este tiempo». Tenemos las primicias del Espíritu pero aun
esperamos la redención del cuerpo. Somos hijos de Dios y le llamamos Abba, papá, pero todavía
ansiamos la filiación. La fe es certeza y dolor al mismo tiempo Es fe pascual, es vivir crucificado con
Cristo esperando la liberación no sólo del «cuerpo de pecado», sino del «cuerpo de muerte» (Rom
7,24).[48]

La proclamación en la liturgia pascual de toda la Escritura atestigua la convicción de que la


historia de la salvación halla su unidad en el misterio de Cristo: es a la luz de la Pascua, muerte y
resurrección de Cristo como el Antiguo Testamento recibe su verdadero significado para los
cristianos. Pero la liturgia atribuye a los textos bíblicos, proclamados en la asamblea, el valor de
palabra actual, pronunciada hoy, para los fieles que escuchan. La proclamación hace que sea
verdaderamente hoy cuando tiene lugar para nosotros un determinado acontecimiento de
salvación; por ello, el oyente fiel percibe la palabra como una novedad absoluta, con asombro y
esperanza. «La palabra de Dios anuncia la historia de la salvación y es la celebración litúrgica la
que, celebrando la palabra, realiza el misterio de la salvación contenido y transmitido en ella».[49]

Con asombro experimenta la luz nueva, el nacimiento de la fe, la liberación de la esclavitud,


el amor esponsal de Cristo, la renovación de su bautismo en el misterio del agua y de la palabra, la
renovación de su corazón por un espíritu nuevo, resucitado con Cristo, en la alegría pascual.

Es toda una fiesta cargada de símbolos, celebración sacramental. Noche que pasa y
desemboca en el nuevo día luminoso, palabra que se cumple, aguas con la fuerza de su bendición
que evocan las aguas primordiales, el diluvio, el paso del mar Rojo, el bautismo de Jesús, el agua
que brota del costado abierto de Jesús en la cruz y la misión dada a los apóstoles por el Señor
resucitado: «id por todo el mundo y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»; aguas, pues, en las que el hombre se siente
sumergido y de las que renace como hombre nuevo; ayuno, que se rompe en el banquete
eucarístico, que anuncia el banquete eterno...

Se trata de una celebración nocturna, pero la comunidad aparece despierta, gustando el


paso salvador del Señor y esperando ansiosamente el retorno del Señor glorioso, a la hora del
gallo, que coincide con la Eucaristía. Es el momento álgido en el que culmina la Vigilia. La
comunidad entonces experimenta al Señor presente, glorioso, en medio de los suyos. La espera
termina y se inicia el gozo de la presencia y la alegría desbordante. El Señor ha vencido a la muerte
y vive para siempre... Pero la espera continúa. La ansiosa espera no se quiebra con la Eucaristía
pascual. El Señor ha vencido y está presente. Pero ni esta venida ni esta presencia son definitivas.
El Señor volverá radiante al final de los tiempos. La espera pascual apunta también a esa última
venida.

La literatura intertestamentaria sostiene que la venida del Señor -del Mesías- tendrá lugar
también en una noche de Pascua. Así lo expresa este texto de Lactancio:
Nosotros celebramos esta noche pasándola en vela a causa de la venida de nuestro Rey y Dios. El
significado de esta noche es doble: en esa noche, El retornó a la vida después de la pasión; y, en
esa misma noche, El recibirá al final de los tiempos el reinado del mundo.[50]

Los fieles se reúnen para celebrar la Pascua y experimentan el deseo ardiente de vivir el
encuentro gozoso con el Señor resucitado. Como las vírgenes de la parábola evangélica,
permanecen alerta y vigilantes para que el Señor no les sorprenda dormidos. Esta espera
anhelante queda cumplida cuando el Señor de la gloria se hace presente en el banquete pascual,
que se configura al mismo tiempo como banquete nupcial. Pero la comunidad es consciente de
que esa venida y presencia del Señor es provisional. Por eso la espera escatológica se proyecta
hacia la Pascua definitiva, cuando el Señor vuelva para establecer definitivamente su Reino. Hasta
entonces la Iglesia camina en la esperanza, anunciando la buena noticia y edificando el Reino. Así
la espera pascual penetra este caminar de la Iglesia a través de los siglos:

Llegará un tercer día y en él nacerá un cielo nuevo y una tierra nueva, cuando estos huesos, es
decir, la casa de Israel, resucitarán en aquel solemne y gran domingo en el que la muerte será
definitivamente aniquilada. Por ello, podemos afirmar que la resurrección de Cristo, que pone fin a
su cruz y a su muerte, contiene y encierra ya en sí la resurrección de todos los que formamos el
cuerpo de Cristo. Pues, de la misma forma que el cuerpo visible de Cristo, después de crucificado y
sepultado, resucitó, así también acontecerá con el cuerpo total de Cristo formado por todos los
santos: crucificado y muerto con Cristo, resucitará también como El.[51]

Hombre en Fiesta: Fin del Mundo

[1] A. BENTUE, La opción creyente, Salamanca 1986;J. ALFARO, La fe como entrega personal del
hombre a Dios, Concilium (1967) 56-69;J. PIKASA, La Biblia y la Teología de la historia. Tierra y
promesa de Dios, Madrid 1972;O. SEMMELROTH, Incontro personale con Dio, Alba 1959.

[2] J. MOLTMANN, Esperanza y planificación del futuro, Salamanca 1971;J. ALFARO, Esperanza
cristiana y liberación del hombre, Barcelona 1974;C. SPICQ, Dieu et l'homme selon le Nouveau
Testament, Paris 1961.

[3] E. JIMENEZ, ¿Quien soy yo? Antropología para andar como hombre por el mundo, Bilbao
1990, p.57-94, con la bibliografía; L. SCHEFFCZYK, El hombre actual ante la imagen bíblica del
hombre, Barcelona 1967;E. LEVINAS, Totalidad e infinito, Salamanca 1977.
[4] Cfr. F. SEBASTIAN, Antropología, o.c., p.85-91; N. LOHFINK, Exégesis bíblica y teología,
Salamanca 1969;I. HERMANN, L'expérience de la foi. Essai de théologie biblique, París 1966; G.
CRESPY, Essais sur la situation actuelle de la foi, Paris 1970.

[5] Cfr. Sal 25,10;37,6;40,11;57,4;85,11;88,12;108,5;117,2; 138,2.8.

[6] H.U. von BALTHASAR, Puntos centrales de la fe, Madrid 1985.

[7] P. GRELOT, Sentido cristiano del Antiguo Testamento, Bilbao 1967;H.U. von BALTHASHAR,
Teología de la historia, Madrid 1964;J. DANIELOU, El misterio de la historia, San Sebastián 1957, G.
WAGNER, La résurretion, signe du monde nouveau, París 1970; L. MALEVEZ, Les dimensions de
l'histoire du salut, NRTh 86(1964) 561-578; H. MUHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca
1974.

[8] G. von RAD, Teología del Antiguo Testamento I,p.175-177.

[9] F. STIER, citado por H. FRIES, Acción y palabra de Dios en la historia de la salvación, en
Mysterium Salutis, I, Madrid 1981, p.242-243.

[10] O. CULMANN, La historia de la salvación, Barcelona 1967; J. DANIELOU, Historia de la


salvación y liturgia, Salamanca 1967; G. AUZOU, De la servidumbre al servicio, Madrid 1967;J.
SCHEINER, El desarrollo del «credo» israelita, Concilium 20(1966)384-396. VARIOS, Parole de Dieu
et liturgie, Paris 1958.

[11] Cfr. P. AUBRAY, Día del Señor, en VTB.

[12] Is 10,25ss;Miq 7,14ss;Jr 16,14ss;Is 63-64;Sal 107,31-35; Sab 19...

[13] Cfr. L. SZABO, Noche, en VTB.

[14] LE DEAUT, La nuit pascale, Roma 1963.


[15] P. van IMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento, 2 vol, Madrid 1969, W. EICHRODT,
Teología del Antiguo Testamento, 2 vol, Madrid 1976.

[16] Cfr. R. LE DEAUT, o.c.

[17] Sal 136,4-15;0s 13,4;Jr 32,17-21;Is 51,9s;Neh 9;Sal


33,6ss;74,13-17;77,17-21;95,1-9;100,3;124,4-8;135,5-9;Sab 19...

[18] P.E. BONNAR. Pascua, en VTB.

[19] Cfr. Rom 5,14;1Cor 10,6.11;Heb 9,24;1Pe 3,21.

[20] M. FLICK-Z.-ALSZEGHY, Teología de la historia, Gregorianum 35(1954)256-298.

[21] E..JIMENEZ, o.c., p.160-171, con la bibliografía.

[22] A. CAMUS, La peste, París 1947, p.237-239;Cfr. B. BRO, Le pouvoir du mal, París 1976;M.
OLASAGASTI, El estado de la cuestión Dios, Madrid 1976.

[23] Ch. PEGUY, Oeuvres poetiques completes, París 1957.

[24] Cfr. B. BRO. o.c.,n.43.

[25] Libro 5, cap.3-5;P. EVDOKIMOV, Dostoyeski et le probleme du mal, Paris 1978.

[26] G. BERNANOS, La liberte, porquoi faire?, en Idées, Paris 1953-1972, p.224-225.

[27] J. MOLTMANN, Un nuevo estilo de vida, o.c. p.13-19; R SCHENACKEMBURG, Existencia


cristiana según el Nuevo Testamento, Estella 1973.
[28] R. LATOURELLE, El hombre y sus problemas a la luz de Cristo, Salamanca 1984, p.335-358;L.
BOUYER, Le probleme du mal dans le christianisme antique, Dieu Vivant 6(1946)17-42; R.
VERNEAUX, Problemes et mysteres de mal, París 1956;E. BORNE, Mal, en Dic. de Espiritualidad; F.
HAINAUT, Le mal, énigma scandaleuse, contestation radicale, París 1971.

[29] Síntesis de U. von BALTHASAR, El misterio pascual, en Mystarium Salutis III, Madrid 1980,
p.666-814;E. SCHILLEBEECKX, Cristo y los cristianos, Madrid 1982;H. DE LUBAC, La fe cristiana. En-
sayo sobre la estructura del símbolo de los apóstoles, Madrid 1974.

[30] H. von BALTHASAR, Puntos centrales, o.c., p.155-168.

[31] Ibidem p. 166.

[32] JUAN PABLO II, Salvificis doloris, Carta apostólica sobre el sufrimiento humano, del
11-2-1984, n. 18.

[33] J. MOLTMANN, Esperanza y planficación, o.c., p.444-445; H. U. von RALTHASAR, Sólo el


amor es digno de fe, Salamanca 1971.

[34] A. GROS, Yo soy el camino, Madrid 1962;G. MARTELET, Victoire sur la mort: Elements
d'anthropologia chretienne, Lyon 1962;H.U. von BALTHASAR, Sponsa Verbi, en Ensayos teológicos
II, Madrid 1964;J ALFARO, Cristología y antropología, Madrid 1973; A. ORBE, Antropología de San
Ireneo ,Madrid 1969;W. PANNENBERG, Fundamento teológico de una antropología cristiana,
Concilium 86(1973)398-416.

[35] SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, Ad Ephesios, 7,2.

[36] Sacramentarium Veronense, Roma 1956, n.1.265, p.162.

[37] TERTULIANO, De baptismo 14;J.DANIELOU, Sacramentos y culto en los santos Padres,


Madrid 1962.
[38] F.X. DURWELL, La resurrección de Jesús misterio de salvación, Barcelona 1962, p.169s;0.
CULLMANN, La foi et le culte de l'Eglise primitive, Neuchatel 1963;VARIOS, La liturgie expresion de
la foi XXV Semaine d'etudes liturgiques, Roma 1979.

[39] J.M. BERNAL, Iniciación al año litúrgico, Madrid 1984; M.D. CHENU, La historia de la
salvación y la historicidad del hombre, en Teología de la renovación I, Salamanca 1970; U.
PADOVANI, Filosofía e teología della storia, Brescia 1953; E. SCHILLEBEECKX, El hombre y su
mundo corporal. El mundo y la Iglesia, Salamanca 1970.

[40] J. IBAÑEZ-F. MENDOZA, Melitón de Sardes. Homilía sobre la pascua, Pamplona 1975;P.
NAUTIN, Homelies pascales, París 1950; R. CANTALAMESSA, La Pasqua nella Chiesa antica, Torino
1978.

[41] H. SCHLIER, De la Resurrección de Jesucristo, Bilbao 1970; F. MUSSNER, La Resurrección de


Jesús, Santander 1971; X. LEON-DUFOUR, Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Salamanca
1987.

[42] B. BOTTE, La Tradition apostolique de saint Hippolyt, Muster 1963;P. JOUNEL, La liturgie de
Mystère pascal: le temps pascal, LMD 67(1961)163-182.

[43] F.X. FUNK, Didascalia et Constitutiones apostolorum I, Paderborn 1905.

[44] E. RENAUDOT, Liturgiarum orientalium colletio I, Franfort del M. 1847;A. LUNEAU,


L'histoire du salut chez les pers de l'Eglise, París 1964;P. EVDOKIMOV, L'Esprit Saint dans la
tradition orthodoxe, París 1969.

[45] J M. BERNAL, Eucaristía, Pascua y año de la Iglesia, Phase 115(1980)9-25;A BERGAMINI,


Cristo festa della Chiesa. L'anno liturgico, Roma 1982.

[46] ORIGENES, Contra Celso, 8,22:PG II,c.1550-1551.

[47] S. LYONET, Foi et Charité selon St. Paul, Christus (1969)107-120;H SCHILLEBEECKX, Cristo,
sacramento del encuentro con Dios, San Sebastián 1971;H. RONDET, La gracia de Cristo, Barcelona
1966.
[48] H. CAZELLES, P. EVDOKIMOV, A GREINER, Le mystère de l'Esprit Saint, Tours 1969;D LYS,
Ruach. Le souffle dans l'Ancien Testament, Paris, 1962;J. JEREMIAS, Abba. El mensaje central del
Nuevo Testamento, Salamanca 1981.

[49] A.M. TRIACCA, Celebrazione liturgica e parola di Dio, attualizzazione ecclesiale della parola,
en G. ZEVINI, Incontro con la Bibbia, Roma 1978, p.87-120.

[50] LACTANCIO, Istituciones divinas 7,19;SAN JERONIMO, Comentario al Evangelio de Mateo


4,25;S. BRAULIO, Epistolario, carta XIV, Madrid 1941,p.105-108.

[51] ORIGENES, Comentario al Evangelio de San Juan, I,10,20: PG 14,370-371;Cfr. K. RAHNER,


Cuestiones dogmáticas en torno a la piedad pascual, en Escritos de Teología IV, p.159-175;P.
BENOIT, Passion et Résurrection, París 1966;A. CARIDEO, Pasqua di Cristo, pasqua della Chiesa,
Rivista Liturgica 62(1975) 175-190;A. NOCENT, Celebrar a Jesucristo 4, Santander 1981;R.
BLAZQUEZ, Jesús el Evangelio de Dios, Madrid 1985.

III ¿FIESTA EN EL DESIERTO?

Hombre en Fiesta: Cuaresma preparación a la fiesta

1. CUARESMA: PREPARACION DE LA FIESTA

En realidad, no existe más que un hecho en la Escritura, en la liturgia y en la vida de la Iglesia: la


muerte-resurrección de Cristo. Pascua es una cima, centro de convergencia y único desenlace que
da sentido a la historia. Los primeros cristianos vivieron con entusiasmo, en el gozo de la fe, esta
realidad única de la muerte-resurrección de un Dios que venía a restaurar todas las cosas, el
hombre y el universo. Por eso, no tenían más que una celebración, la de la Pascua, que cada
domingo hacía presente en la asamblea eucarística.

Pero es difícil apagar las lámparas de una fiesta para reemprender la vida acostumbrada. Así,
pronto, la celebración de la Pascua se prolongará por cincuenta días. Pero, al mismo tiempo, las
fiestas pascuales pedían una preparación. Las alegrías del espíritu no brotan más que en la
expectación del deseo. Así surgió la cuaresma, como camino hacia la pascua.[1]

Desierto: tiempo de los esponsales de Dios con su pueblo

El simbolismo del desierto es doble según se le piense como lugar geográfico o como una época
privilegiada de la historia de salvación. Como lugar geográfico, el desierto es una tierra que Dios no
ha bendecido. Es rara el agua, como en el jardín del paraíso antes de la lluvia (Gen 2,5), la
vegetación nula o raquítica, la vida imposible (Is 6,11); hacer de un país un desierto es devolverle
al caos de los orígenes (Jr 2,6;4,20-26), lo que merecen los pecados de Israel (Ez 6,14;Lam 5,18;Mt
23,38). En esta tierra infértil habitan los demonios (Lev 16,10;Lc 8,29; 11,24) y otras bestias
maléficas (Is 13,21; 14,23;34,11-16;Sof 2,13s). En esta perspectiva, el desierto se opone a la tierra
habitada como la maldición a la bendición (Gen 27,27-29 y 27,39-40).

Ahora bien, Dios quiso hacer pasar a su pueblo por esta «tierra espantosa» (Dt 1,19) antes de
hacerle entrar en la tierra en la que fluyen leche y miel. Y este acontecimiento va a transformar el
simbolismo precedente. Si el desierto sigue conservando el carácter de lugar desolado, evoca, sin
embargo, sobre todo una época privilegiada de la historia de salvación: el tiempo de los es-
ponsales de Yahveh con su pueblo.

El desierto es el camino expresamente escogido por Dios, aunque no era el más corto entre Egipto
y Canaan: «Cuando Faraón dejó salir al pueblo, Dios no los llevó por el camino de la tierra de los
filisteos, aunque era más corto, pues se dijo Dios: 'No sea que, al verse atacado, se arrepienta el
pueblo y se vuelva a Egipto'. Hizo Dios dar un rodeo al pueblo por el camino del desierto del las
Cañas» (Ex 13,17s). Dios, como guía del pueblo (Ex 13, 21), le conduce por el desierto al Sinaí,
donde «los hebreos deben adorar a Dios» (Ex 3,17;5,1s), recibir la Thorá, concluyendo la alianza
que hace de aquellos hombres errantes el verdadero pueblo d Dios. Así, Dios quiso que su pueblo
naciera como tal en el desierto. Yahveh «les subió de la tierra de Egipto, les llevó por el desierto,
por la estepa y el páramo, por tierra seca y sombría, tierra por donde nadie pasa y en donde nadie
se asienta» (Jr 2,5). Pero «Yahveh iba al frente de ellos, de día en columna de nube para guiar los
por el camino, y de noche en columna de fuego para alumbrarlos, de modo que pudiesen marchar
de día y de noche» (Ex 13,21;40,36-38;Dt 1,33;Sal 78,14;105,39;Sab 10,17;18,3). De este modo, el
camino del desierto, con Dios al frente, es un continuo manifestarse de la gloria del Señor en los
«prodigios» (Mq 7,15) que Dios realiza ante el pueblo, que «halló gracia» ante el Señor (Jr 31,2).
Allí, en el desierto, cuando Israel era un niño, Yahveh le amó: «con cuerdas humanas los atraía,
con lazos de amor, y era para ellos como un padre que alza a un niño contra su mejilla; me
inclinaba hacia él y le daba de comer» (Os 15,1-4). «Tú, en tu inmensa ternura, no los abandonaste
en el desierto», dirá Nehemías (9,19). Y Dios mismo podrá decir antes de sellar la alianza con el
pueblo: «Ya habéis visto cómo os he llevado sobre alas de águila y os he atraído a mí» (Ex 19,4). En
el desierto, en la precariedad absoluta, donde no hay camino abierto ni moran los dioses de la
cultura, del pan, del poder, de la gloria, donde sólo mora el Dios creador del cielo y de la tierra, allí
Dios se manifiesta a su pueblo, le habla al corazón (Os 2,16), a solas, dándole su palabra sin
interferencias, para enamorarlos, para ser para ellos «su primer amor», manifestándose como el
Señor que vence el terror del desierto y el dador de la vida. En el desierto actúa potente su
palabra, lo mismo que en medio del caos en los días de la creación. Por eso el pueblo que nace en
el desierto, donde está a solas con Dios, sin distracciones, donde se puede olvidar de todo para
vivir la pura presencia mutua, donde los dos a solas llenarán el espacio -«amado mío, ven, vamos
al campo» (Cant 7,12)-, allí Israel despierta al amor, al amor fresco de juventud, que se expresa en
cantos de fiesta: «Allí cantará como cantaba los días de su juventud, como en los días en que salió
de la tierra de Egipto» (Os 2,17). En el desierto, Israel se alegró con el primer amor, en el que el
primer marido es único y lo es todo: creador, salvador, dador de todos los bienes cada día durante
cuarenta años.

Así ve el tiempo del desierto Jeremías, como noviazgo lleno de ilusión y entrega: «Recuerdo tu
cariño de joven, tu amor de novia, cuando me seguías por el desierto, por tierra yerma» (2, 2).
Israel arrostraba las fatigas del desierto por seguir a su amado (Cfr. Cant 2,7;3,2;5,6).

El desierto es el lugar del encuentro con Dios. Es el camino de la fe en Dios como guía único de
Israel. En el desierto, donde no hay vida, Dios interviene con amor en favor de su pueblo (Dt
32,10;Jr 31,12;Os 9,10) para unirlo a El; le guía para que pase la prueba (Dt 8,15;29,4;Am 2,10;Sal
136,16); le lleva sobre sus hombros como un padre lleva a su hijo. Es El quien le da un alimento y
un agua maravillosos. Constantemente Dios hace resplandecer su santidad y su gloria (Nu 20,13).
El desierto, aparentemente inhóspito, es el tiempo de la solicitud paternal de Dios (Dt 8,2-18); el
pueblo no pereció, aunque fue puesto a prueba a fin de descubrir que el hombre no vive sólo de
pan, sino de todo lo que sale de la boca de Dios; la sobriedad del culto en el desierto era una
realidad auténtica, perennemente evocada frente a una piedad formalista (Am 5,25;He 7,42). Los
cuarenta años de lento caminar en la fe fue una sublime pedagogía divina para que el pueblo se
adaptara al ritmo de Dios (Sal 106,13s) y contemplara el triunfo de la misericordia sobre la
infidelidad (Neh 9;Sal 78).

Recordar el tiempo del desierto fue siempre para Israel actualizar las maravillas que marcaron el
tiempo de los desposorios de Dios con su pueblo: el maná era un alimento celeste (Sal 78,24), un
pan de sabores variados (Sab 16,21); celebrar la memoria del desierto será por siempre prenda de
una presencia actual, pues Dios es fiel, es un padre amoroso (Os 11), un pastor (Is
40,11;63,11-14;Sal 78,52).

Desierto lugar de paso


La vida del hombre es un éxodo, un atravesar el desierto de la existencia bajo la gloria de Dios
hasta entrar en el Reino. El itinerario del desierto en precariedad lleva al hombre a seguir al Señor
en la fe hasta la alianza con El.

El desierto es un lugar de paso, no un lugar ideal permanente; es el paso, el camino de la


esclavitud a la libertad, de Egipto a la tierra prometida: «Halló gracia en el desierto el pueblo que
se libró de la espada: va a su descanso (tierra) Israel» (Jr 31,2). El esquema arquetipo
éxodo-desierto-tierra está igualmente presente en todo el Deutero Isaías.

Salir-caminar-entrar sintetizan la experiencia de la vida humana. Salir es una experiencia


fundamental; en primer lugar está el salir de un lugar espacial: de un lugar a otro; y, luego, por
derivación, de una situación a otra. Al comienzo de la vida de todo hombre encontramos el salir
del seno materno como experiencia fundamental, como salida del lugar cerrado, que supone, al
mismo tiempo, pérdida de la seguridad, para poder comenzar la vida. Polaridad en la que se
encontrará frecuentemente el hombre, tentado, por ello, de renunciar al riesgo de la libertad por
temor a la inseguridad. Esta experiencia del salir, al nacer, se repetirá en las fases sucesivas del
crecimiento humano: salir de la propia familia para formar una nueva, salir de un ambiente co-
nocido, de una situación dada... Particularmente interesantes son las trasposiciones al campo de la
experiencia espiritual: salir de sí mismo. La mística la ha usado frecuentemente: «En una noche
oscura... salí sin ser notado» (Juan de la Cruz).

El salir está orientado al entrar. Si al salir no correspondiese un entrar, se trataría de un vagar sin
meta y sin sentido. La finalidad del salir es entrar. En el plan de Dios (Dt 6,27-28), el salir de Egipto
es para entrar en la tierra prometida (Ex 3,8;6,3-8), es entrar en alianza con Dios, verdadero
término de la liberación. Como aparece en Dt 26,3, el hecho de entrar en el lugar del culto, con las
primicias de la tierra, es el cumplimiento del Exodo.

Pero entre el salir y el entrar está el desierto, el camino, el tiempo intermedio. La vida humana
está llena de tiempos intermedios, que crean una tensión dinámica entre el pasado y el futuro,
como por ejemplo el noviazgo.

Características del tiempo intermedio son la provisoriedad y la tensión al término final, sin que
esto signifique que el tiempo intermedio no conserve su valor. Dios ha querido asumir esta
realidad humana fundamental y ha hecho del desierto una etapa privilegiada de la salvación. Así el
camino se convierte en experiencia humana primordial, cargándose de simbolismo: ir por el
camino recto o extraviarse, seguir a Cristo, cambiar de dirección o convertirse, seguir los caminos
del Señor o caminar según sus designios.
El desierto, camino de la existencia del pueblo de Dios, es una prueba para saber si Israel cree en
Dios, única meta auténtica de la vida: «Yahveh vuestro Dios os pone a prueba para saber si
verdaderamente amáis a Yahveh vuestro Dios con todo el corazón y con toda vuestra alma» (Dt
13,4). El desierto es la prueba de la fe; como lugar árido y estéril, «lugar donde no se puede
sembrar, donde no hay higueras ni viñas ni granados y donde no hay ni agua para beber» (Nu
20,5). Es inútil la actividad humana; el desierto no produce nada, símbolo de la impotencia
humana y, por ello, de la dependencia de Dios, que manifiesta su potencia vivificante dando el
agua y el maná, juntamente con su palabra de vida.

El tiempo del desierto es, pues, emblemático de la vida del hombre sobre la tierra. En él Dios se
revela como salvador de las aguas de muerte de Egipto y conduce al pueblo a las aguas de una
vida nueva en la tierra de la libertad. Entre el salir y el entrar está el desierto, el camino, el
itinerario de la existencia con sus pruebas, combates, tentaciones, dudas, rebeliones, murmuracio-
nes..., toda una pedagogía divina para llevar al pueblo a ser «pueblo de Dios», pueblo elegido,
consagrado a Dios, con una misión sacerdotal en medio de las naciones. El Deuteronomio nos da
una visión global del tiempo del desierto, diciendo: «Acuérdate de todo el camino que Yahveh tu
Dios te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, probarte y
conocer lo que había en tu corazón: si ibas o no a guardar sus mandamientos. Te humilló, te hizo
pasar hambre, te dio a comer el maná que ni tú ni tus padres habíais conocido, para mostrarte que
no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Dios. No
se gastó el vestido que llevabas ni se hincharon tus pies a lo largo de esos cuarenta años.
Reconoce, pues, en tu corazón que, como un padre corrige a su hijo, así el Señor tu Dios te
corregía a ti. Guarda, por tanto, los mandamientos del Señor tu Dios siguiendo sus caminos y
temiéndolo» (8,2-6).[2]

Sukkot: fiesta de las tiendas

«El día quince del séptimo mes, después de haber cosechado el producto de la tierra, celebraréis
la fiesta en honor de Yahveh durante siete días. El primer día tomaréis frutos de los mejores
árboles, ramos de palmeras, ramas de árboles frondosos y sauces de río; y os alegraréis en la
presencia de Yahveh, vuestro Dios, por espacio de siete días. Celebraréis fiesta en honor de
Yahveh durante siete días cada año... Durante siete días habitaréis en tiendas. Todos los naturales
de Israel habitarán en tiendas para que sepan vuestros descendientes que yo hice habitar en
tiendas a los israelitas cuando los saqué de la tierra de Egipto. Yo, Yahveh, vuestro Dios» (Lv
23,39-43).

Tiempo de regocijo se llama también esta festividad, quizá la más popular de Israel, que pone en el
ambiente judío -a corta distancia de Yom Kipur- una nota jubilosa y amena.
Como la Pascua, la fiesta de las Tiendas era una fiesta agrícola, a la que se superpuso,
fundiéndose, el sentido histórico, vinculándola a la memoria del desierto. Sukkot marcaba el final
de la recolección de la fruta fiesta de la vendimia, con la cual se cierra el año agrícola. Durante la
recolección se vivía en el campo, en chozas, mezclando trabajo y cantos de fiesta; se celebraban
banquetes, se agitaban ramas y las jóvenes danzaban (Cfr. Ju 9,25-49; 21,19-23). Terminada la
recolección, los agricultores se ponían en peregrinación rumbo a Jerusalén, que cobraba en esos
días un aspecto colorido y extraordinariamente animado. Cada peregrino aparecía con un
ramillete de palmera, limón, mirto y sauce y, agitando estas ramas, desfilaban ante el templo
cantando el Hallel, los salmos de júbilo y acción de gracias a Dios por el don de la cosecha.

Pero la fiesta de Sukkot, enraizada en el suelo de la humanidad, en la Escritura se caracteriza,


como toda fiesta, por su conexión con la historia de la salvación, poniendo al pueblo en contacto
con Dios que actúa sin cesar en favor de sus elegido.

Esta fiesta conservó su origen y su nombre: celebra la alegría de la cosecha (Ex 23,14-16; 34,22).
Pero en el Deuteronomio ya cambió su nombre en fiesta de las Tiendas (Dt 16,13-14). Y el Levítico
le dio el nuevo contenido histórico, asociándola al desierto, donde los israelitas moraron en
tiendas en los tramos sucesivos de su marcha itinerante. Así una fiesta agrícola se convierte en
fiesta histórica. A los hombres satisfechos, instalados, Dios prefiere los peregrinos que miran
adelante, que caminan hacia el futuro, sin raíces permanentes, bajo la guía de la nube de su gloria.
La tienda rudimentaria levantada en el patio o azotea, donde el israelita hace la vida durante los
siete días de la fiesta, le arrancan, desarraigándolo, de su mundo de instalación, que siempre
achica y corrompe la vida. El frágil edificio, expuesto a todos los embates de la intemperie, con un
techo de ramas, por el cual se cuelan la lluvia y el viento, pero por el que asoma también la luz del
cielo, abre al creyente a lo imprevisible y gratuito, en fidelidad a Dios que va delante, que va y
viene cuando y como quiere, fiándose cada día de El, que hace brotar el alimento de la tierra y da
la vida. Es la experiencia del desierto, en oposición a Babel; es la actualización de los esponsales
del pueblo con Yahveh. Así el recuerdo de los amores de Dios se actualizan en la fiesta como
garantía de esperanza para el presente y el futuro. El reinado de Yahveh, Señor de la creación y de
la historia, se extenderá a todas las naciones, que subirán a Jerusalén para la fiesta de las Tiendas
(Zac 14,16-19). Esta esperanza hace que el pueblo, en el desierto presente de su vida, se «llene de
gozo» (Sal 118; 122;126), pues está en presencia de Dios (Dt 16,11-15; Lv 23,40). Cada año se
cumple la profecía de Oseas: «Te haré habitar en tiendas como en los días de tu juventud» (12,10).
[3]

2. TENTACIONES: ESPEJISMOS DE LA FIESTA


Hombre en Fiesta: Tentación aguafiestas del hombre

El camino del desierto es el itinerario de la fe, que conduce a la alianza con Dios. Este camino de
vida en la libertad, Dios se le revela al pueblo en la Thorá, que se resume en el Shemá: «Escucha,
Israel: Yahveh nuestro Dios es el único Dios. Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con
toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4). Esto «te hará feliz» «en la tierra que mana leche y
miel» (Dt 6,3). Pero frente a este camino de vida y felicidad, a la que aspira y tiende el pueblo y
todo hombre, se alzan tres tentaciones como espejismos de felicidad, engañándolo y
arrastrándolo a la muerte: el hedonismo, el deseo de autonomía y el afán de dinero, fuente de
gloria. Es la triple tentación de todo hombre: búsqueda del placer como «ley» de vida, libertad
autónoma como aspiración absoluta y afán de dinero como fuente y fuerza de realización humana.
[4]

Hedonismo

El hambre y la sed, por expresar una necesidad vital, muestran el sentido de la existencia humana
delante de Dios. En el desierto hizo Dios experimentar a su pueblo el hambre y la sed para
probarlo y para conocer en la tentación el fondo de su corazón (Dt 8,1ss). Israel, pueblo de la
alianza, debía aprender que su existencia dependía totalmente de Yahveh, único que le da el pan y
la bebida; pero, más allá y más profundamente que estas necesidades físicas, debe descubrir Israel
una necesidad más vital: la necesidad de Dios, dador de vida. Pero el pueblo no comprende y
sucumbe a la tentación frente al hambre y la sed: «En el desierto Dios hendió las rocas, los abrevó
a raudales sin medida; hizo brotar arroyos de la peña y descender las aguas como ríos. Pero ellos
volvían a pecar contra El, a rebelarse contra el Altísimo en la estepa; a Dios tentaron en su corazón
reclamando pan para su hambre. Hablaron contra Dios, diciendo: ¿Será Dios capaz de aderezar
una mesa en el desierto?» (Sal 78,13-20).

La prueba se convierte en tentación y en ella interviene un tercer personaje, junto a Dios y el


hombre: el tentador. La prueba es un don de gracia, ordenada a la vida (Gen 2,17;Sant 1,1-12), la
tentación es una invitación al pecado, que «engendra la muerte» (Gen 3;Sant 1,13ss).

La experiencia de la prueba/tentación no es sencillamente de orden moral; es la prueba de la fe;


entra en juego la libertad del hombre frente a Dios y a Satán. El hambre, la sed, la incomodidad, el
sufrimiento ponen al hombre en la situación de decidirse por la promesa, por la alianza, por el
futuro, por Dios o por el presente, por el placer inmediato, por lo que posee ya, por el plato de
lentejas de Esaú, las carnes de Egipto, aunque sea en esclavitud. Es la prueba de la fe en Abraham,
José, Moisés, Josué (Cfr. Heb 11,1-40;Eclo 44,20;1Mac 2,52). Frente a esta prueba, el pueblo del
desierto sucumbe a la tentación: «Toda la comunidad de los israelitas empezó a murmurar contra
Moisés y Aarón en el desierto. Los israelitas les decían: ¡Ojalá hubiéramos muerto en la tierra de
Egipto cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta hartarnos.
Vosotros nos habéis traído a este desierto para matar de hambre a toda esta asamblea» (Ex 16,2s).

La tentación de la sensualidad empuja al hombre a la búsqueda del placer y a esquivar


obsesivamente el dolor; el hombre, viviendo según el imperativo del gusto, cae en la
autocondescendencia y en el hedonismo, reduciendo su existencia, privada de significado y valor,
a la esclavitud del deseo y del miedo. La obsesión por la seguridad le impide abrirse al futuro, le
obliga a instalarse en el presente por mísero que sea, le corta la alas de la esperanza; le encierra
en un círculo de muerte, impidiéndole una vida realmente humana, que sólo se realiza, cuando el
hombre experimenta la precariedad de todo logro, la transitoriedad de toda situación, y por ello
rompe el cerco que le instala y radica al suelo hasta corromperlo.

Esta es una tentación típica de la era tecnológica y de la sociedad de consumo, que multiplica sus
productos y con ellos las necesidades artificiales y el deseo de posesión. Esta tentación lleva al
hombre actual ha perderse en la superficialidad, absorto en los mil espejismos de felicidad, que la
publicidad le ofrece para asegurar su vida o darle felicidad, sin dejarle tiempo ni espacio para
interrogarse sobre el sentido de su vida. Con las cosas intenta cubrir el vacío interior, que crece en
él cada día. El entretenimiento o diversión aliena al hombre de sí mismo. El ser se pierde en el
tener. Al final, la depresión es el fruto de la instalación.

La publicidad con su carga erótica, la pornografía, la droga, ofrecen al hombre una visión ilusoria
de felicidad, seduciéndolo a través de todos los medios de comunicación o mass media, que con
sus promesas y engaño le invitan a una vida "libre", "feliz", "auténtica", sin tabúes ni trabas éticas;
todas estas formas de seducción o tentación ofrecen una diversión o placer inmediato, ocultando
el veneno que llevan dentro, sacando al hombre de su realidad hasta hacerle incapaz de vivirla con
sus imprevistos y riesgos de toda verdadera libertad, conflictos de toda convivencia, arrastrándolo
al suicidio o a la fuga de la historia humana, que es otra forma de suicidio.

Bajo la ley del placer, de lo que me gusta, el hedonismo, que niega el espíritu en función del
cuerpo, termina por degradar el cuerpo, como todo dualismo. El cuerpo es considerado como una
posesión más de la que se dispone según el propio capricho; el cuerpo es algo que se tiene y que
se usa; la persona no espera de su corporeidad un mensaje, una palabra sobre quién es o qué
debe ser, sino que hace de él lo que quiere. La persona que, en la antropología bíblica, ve la
unidad del hombre en sus manifestaciones espirituales o corporales, considera el cuerpo como
una manifestación de sí mismo: el hombre es su cuerpo y no sólo tiene cuerpo. Pero en una visión
dualista, como la hedonista, el cuerpo se degrada a cosa poseída y usada para el bienestar o
placer. Como consecuencia, llega a resultar indiferente si este cuerpo es de sexo femenino o
masculino: ya no revela un ser, sino un haber.

Autonomía

La tentación del hedonismo está enlazada y es consecuencia de la tentación de autonomía. El


hombre rompe con la creación o naturaleza cuando ha roto con el Dios creador. Es otra tentación
del desierto y de todo hombre: es la tentación de Adán y Eva: "ser como Dios, conocedor del bien
y del mal" (Gén 3). Es la tentación de Massá y Merivá, "donde los israelitas tentaron a Yahveh
diciendo: ¿Está Yahveh entre nosotros o no?" (Ex 17,7). El hombre es hombre por su posibilidad
constante de elegir libremente a Dios. Ahora bien, el hombre (Adán) se escogió a sí mismo como
Dios. El hombre escoge su autonomía, que es lo mismo que su soledad, pensando hallar en ella la
vida, al no depender de otro; pero en ella no encuentra más que la desnudez, el miedo y la
muerte. Esto prueba que el hombre ha sido engañado por alguien "que es maligno y mentiroso",
que impulsándole a la independencia le ha portado a la pérdida de la libertad, que sólo se vive en
la verdad (Jn 8,32-44). "Cuando la libertad -dice Dondeyne- se divorcia de la verdad, pierde todo su
contenido y degenera en anarquía y caos".

La tentación de rebelión contra Dios tiene una doble manifestación: tentar a Dios o negarle. Ante
el desierto, ante la historia concreta del hombre, en su condición de creatura con sus límites, ante
la cruz de la existencia, ante la prueba en la que Dios sitúa al hombre, éste tienta a Dios, prueba a
Dios, intimándolo a poner fin a la prueba, a quitarle la cruz, a cambiarle la historia (Cfr. Ex
15,25;17,1-7;Sal 95,9).

La fe es la apertura del hombre a Dios que se le revela; es consentimiento en adoración y amor a


sus palabras y a la historia; es respuesta de vida en fidelidad a esa revelación, prolongando en
benevolencia y alabanza la benevolencia y gracia recibida de Dios. La fe y la vida no se
contraponen ni contradicen, sino que la fe transforma la vida, haciendo que ésta sea vivida en una
referencia gozosa a Dios; referencia fundamental derivada de la comunicación que Dios hace de sí
mismo en su revelación al hombre, suscitando la respuesta de donación del hombre a Dios. Pero el
hombre puede desnaturalizar esta relación con Dios, invirtiéndola en su contrario, cediendo a la
tentación de utilizar a Dios y servirse de El como un medio más al servicio de sus planes, en lugar
de desbordarse a sí mismo hacia El y adorarlo como Dios.

La segunda forma de rebelión contra Dios es su negación o ateísmo. El hombre, ante la pregunta
del desierto «¿está Dios en medio de nosotros o no?», responde con la negación.
Dios es amor y nos llama, en su insondable amor, a entrar en unión con El. La acogida de esta
gracia convierte a la persona en creyente. Uno puede reconocer la existencia de Dios y no ser
creyente, sino arreligioso, mientras ignore o rechace la llamada a la comunión con El. La palabra
religio significa una relación de comunión, de religación con Dios. Dirá el Vaticano II: «La razón más
alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su
mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por amor
de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la
plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador.
Muchos son, sin embargo, los que hoy día se desentienden del todo de esta íntima y vital unión
con Dios o la niegan en forma explícita. Es este ateísmo uno de los fenómenos más graves de
nuestro tiempo» (GS 19).

En todas las culturas y en todos los tiempos existieron numerosas maneras de dar la espalda a
Dios, de negar prácticamente su presencia en la vida, de acudir a dioses falsos. Sin embargo, la
elección no era entre religión y ateísmo, sino entre fe en un Dios viviente y las diversas formas de
idolatría. El hombre, en su arrogancia, se separaba de Dios y fabricaba sus propios dioses,
convirtiendo los poderes de este mundo en ídolos. Las naciones ansiosas de poder ensalzaron su
poderío militar y sus reyes como encarnación de la divinidad. Este tipo de poder se manifestaba en
la adoración del poder del varón en figura de Dios. El poder femenino, igualmente, encontró sus
sacerdotisas y divinidades de la fertilidad. El mundo se ha plagado de divinidades.

Pero dudar de la existencia de un Dios, o dioses que gobiernan la vida humana, constituía la
excepción sacrílega. Los primeros cristianos fueron perseguidos frecuentemente porque se les
consideró como ateos, porque se negaron a adorar a los poderes disfrazados de dioses.

Incluso entre los representantes más liberales del renacimiento, la negación de la existencia de un
Dios personal siguió siendo una excepción. Pero el iluminismo renacentista alejó a Dios de los
hombres. La ilustración siguió el mismo camino. Su deísmo consideró a Dios poniendo en marcha
el mundo y abandonándolo luego a su propio curso. De esta forma, cada sector de la vida reclamó
su autonomía. Podía hablarse de Dios sin verse implicado existencialmente. Se aceptara o se
negara ese Dios, el hombre no se vería afectado en su vida cotidiana.

El siglo XIX supuso un cambio o la conclusión del camino anteriormente incoado. La filosofía había
preparado el campo para los profetas del ateísmo: Ludwig Fuerbach y Karl Marx. El ateísmo es
abiertamente proclamado, anunciado e impuesto como parte de los programas de educación. Y no
se trata sólo de imponer las doctrinas del ateísmo, sino de lograr una configuración de la sociedad
de tal manera que el ateísmo penetre absolutamente todo, desde el estilo de vida familiar hasta
las estructuras políticas, económicas y sociales en toda la sociedad.
El Vaticano II describía así este ateísmo marxista: «Con frecuencia, el ateísmo moderno reviste la
forma sistemática, que lleva el afán de autonomía humana hasta negar toda dependencia del
hombre respecto de Dios. Los que profesan este ateísmo afirman que la esencia de la libertad
consiste en que el hombre es el fin de sí mismo, el único artífice y creador de su propia historia. Lo
cual no puede conciliarse, según ellos, con el conocimiento del Señor, autor y fin de todo, o por lo
menos tal afirmación es completamente superflua... Pretende este ateísmo que la religión, por su
propia naturaleza, es un obstáculo para la liberación, porque al orientar el espíritu humano hacia
una vida futura ilusoria, apartaría al hombre del esfuerzo por levantar la ciudad temporal. Por eso,
cuando los defensores de esta doctrina logran alcanzar el dominio político del Estado, atacan
violentamente a la religión, difundiendo el ateísmo, sobre todo en materia educativa, con el uso
de todos los medios que tiene a su alcance el poder público» (GS 20).

Y en otro lugar, dirá: «La negación de Dios no constituye, como en épocas pasadas, un hecho
insólito o individual, hoy día se presenta no rara vez como exigencia del progreso científico y de un
cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa negación se encuentra expresada no sólo en
niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, el arte, la interpretación de las
ciencias humanas y de la historia y la misma legislación civil. Es lo que explica la perturbación de
muchos» (GS 7).

Pero el ateísmo actual no se da sólo en los países marxistas. El Concilio lo afirma, cuando dice:
«Otros ni siquiera se plantean la cuestión de la existencia de Dios, porque, al parecer, no sienten
inquietud religiosa y no perciben el motivo de preocuparse por el hecho religiosos» (GS 19). El
materialismo de nuestros días y la orientación unilateral hacia el éxito reduce a las personas al
nivel de consumidores y de productos, cerrándoles la apertura a Dios y al significado trascendente
de la vida humana. Por otra parte, «en la génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los
propios creyentes.... que con su vida han velado, más bien que revelado, el genuino rostro de
Dios» (GS 19). Muchas personas religiosas están impresionadas por la extensión del ateísmo, pero
es aún más sorprendente «comprobar cuán pobremente presentamos la fe nosotros que creemos;
ver la pobreza de nuestro testimonio», escribe J. Reichs.

El remedio del ateísmo hay que buscarlo en el anuncio del mensaje cristiano y en la integridad de
vida de la Iglesia y de sus miembros, pues «a la Iglesia toca hacer presentes y visibles a Dios Padre
y a su Hijo encarnado, con la continua renovación y purificación propias bajo la guía del Espíritu
Santo. Esto se logra principalmente con el testimonio de una fe viva y adulta» (GS 21). Nuestro
mundo secularizado necesita que aparezca ante él el auténtico rostro del Dios de Nuestro Señor
Jesucristo, reflejado en una Iglesia renovada, fiel a la misión propia que Cristo le confió: anunciar el
Evangelio en su radicalidad, sin mistificaciones políticas, económicas o sociales (Cfr. GS 48 y 76).

El Dios kantiano, que queda identificado con la ley y, en consecuencia, aparece como antagonista
del hombre, no es el Dios de Jesucristo. El Dios kantiano no podía por menos de suscitar la
necesidad psicológica de postular su eliminación como condición histórica de la existencia humana
en libertad. El destino de Nietzsche es en este sentido revelador y alucinante al mismo tiempo.
¿Pero qué tenía que ver ese Dios así concebido con el Dios del Evangelio, predicado por Jesús, que
en la muerte del Hijo condena a la ley erigida en causa última de salvación, que se revela y define a
sí mismo como Dios de vivos y vivificador de muertos en la resurrección de Jesús, en el envío del
Espíritu Santo, en la esperanza que nos alimenta de una vida nueva? Dejar de apoyarse en la ley y
en las propias obras es una de las renuncias más difíciles, pero es la única forma capaz de hacernos
participar en la cruz de Cristo, de vencer la tentación de la autosuficiencia y de la autonomía; la
muerte a nosotros mismos es la forma de amar a Dios con toda la vida, con toda el alma, condición
necesaria para renovar nuestra vida, para en realidad vivir.

El becerro de oro

El camino de la vida, que Dios mostró a su pueblo en el desierto, se resumía en el Shemá: «Yahveh
nuestro Dios es el único Dios. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con
todas tus fuerzas». Por ello, cuando el hombre niega al único Dios y, en su hedonismo, se busca la
felicidad por su cuenta, murmurando en su corazón contra el designio de Dios, negándole para, en
su autonomía, no depender de El, creyéndose más inteligente que El y por tanto no entregándole
su vida, entonces el hombre experimenta la desnudez y el miedo, que le obligan a venderse a los
poderes del señor del mundo, entregándole todas sus fuerzas. Sin Dios no hay fiesta. Por eso el
hombre sin Dios se construye sus dioses, su becerro de oro, para poder vivir la fiesta, que le es
necesaria: «Aarón (con el oro de los israelitas) hizo un molde y fundió un becerro. Entonces ellos
exclamaron: Este es tu Dios, Israel, el que te ha sacado de la tierra de Egipto. Viendo esto Aarón,
erigió un altar ante el becerro y anunció: Mañana habrá fiesta ante Yahveh» (Ex 32,5).

El hombre se vende a la obra de sus manos y celebra sus éxitos, en la pseudofiesta de la diversión
y del descanso como recuperación de fuerzas para seguir sirviendo al ídolo de la producción, que
le esclaviza unciéndole a la maquinaria de la industria. Es el monstruo del dinero, de la técnica, del
consumo, del aturdimiento. Pero el hombre necesita sentirse dios potente, porque ha negado a
Dios, y sin Dios no se puede vivir.

El hombre se vende al dinero, al poder, a la gloria, a la ciencia. Es el dios, que llega a «hacer»
hombres en el laboratorio, con materiales que se puede procurar con procedimientos que no
contemplan ya relaciones sexuales interhumanas, personales, sino que son planificadas y
realizadas por su razón y su técnica. En este caso, ser hombre o mujer no tiene importancia;
homosexualidad o heterosexualidad, relaciones dentro o fuera del matrimonio, con amor o sin
amor, es indiferente e irrelevante... Es la cadena que arrastra al hombre en el campo de la
genética, como en tantos otros campos.
Como dirá J. Moltmann, la llamada «crisis del medio ambiente», no es sólo una crisis del entorno
natural del hombre. Es una crisis del hombre mismo. Es una crisis global de la vida en este planeta,
en el que el hombre se siente dios.

3. CONVERSION: FIESTA DEL PERDON

Hombre en Fiesta: Conversión Fiesta del Perdón

Jesús, Hijo de la Alianza, vence las tentaciones

Jesucristo, según la carta a los filipenses, «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser
igual a Dios», sino que «se hizo semejante a los hombres» (2,6-7) y «habiendo sido probado en el
sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados», añade la carta a los hebreos (2,18;4,15).

Las respuestas que Jesús da al tentador son tres citas del Deuteronomio, que recuerdan tres
acontecimientos de la permanencia de Israel en el desierto. Las tentaciones de Jesús se
comprenden desde la historia de las tentaciones de Israel, que son las tentaciones de todo
hombre. Jesús asume en su persona a Israel para integrarlo en su fidelidad a Dios.

En los tres evangelios sinópticos, las tentaciones de Jesús siguen a la narración del bautismo en el
Jordán. En el bautismo el cielo cerrado se abre (Mc 1,10p;Cfr Is 63,19;Ez 1,1) y Jesús ve el Espíritu
Santo «descender sobre El». El tiempo del Exodo y de los profetas retornan porque el Espíritu es
dado a Jesús. La voz que se siente -«Tú eres mi hijo predilecto, en ti me complazco» (Mc 1,11)-
evoca a Isaac, «el hijo predilecto», el hijo obediente que «es atado sobre la leña» (Gen 22,2-9) y
contempla, según la tradición hebrea, los misterios de Dios. Esta palabra evoca también la profecía
mesiánica de Natán hecha a David: «Será para mí hijo» (2Sam 7,14), que recoge el salmo (2,7) y
también el comienzo de los cantos del Siervo (Is 42,1).

Jesús, «el Hijo amado» del Padre, bautizado en el Jordán, como Israel atravesando el mar Rojo,
recibe el Espíritu para entrar en el desierto como Siervo que cumple una misión: llevar a
cumplimiento las esperanzas mesiánicas, en la obediencia y sacrificio prefigurado en Isaac. Esto es
Jesús, quien es «arrojado al desierto», como el macho cabrío que llevaba sobre sí al desierto todas
las iniquidades del pueblo en la fiesta de Yom Kippur. Así Jesús va al encuentro de Satanás, el
dominador del reino del pecado.
Jesús pasa en el desierto «cuarenta días y cuarenta noches» (Mt 4,2), como Moisés estuvo sobre el
Sinaí en presencia de Dios «cuarenta días y cuarenta noches sin comer pan ni beber agua» (Dt
9,9-18), esperando la Palabra del Señor. Allí se le presenta el diablo. El «diablo» es el que divide,
según la significación griega del término; es el instrumento de la discordia, que intenta separar a
Jesús del Padre, robarle la palabra recibida en el bautismo. Pero Jesús, aunque tiene hambre, no
pronuncia la palabra que le sugiere el diablo para cambiar las piedras en pan, sino que se apoya en
la palabra de Dios: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de
Dios». El se nutre de la palabra y del acontecimiento bautismal apenas recibido: «Este es mi Hijo
amado, en quien me complazco» (Mt 3,17). Esta palabra le basta y así se muestra Hijo y «cumple
toda justicia». Lleva a cumplimiento las promesas de salvación. Jesús vive la palabra del libro de la
Sabiduría: «De este modo, los hijos que amas aprendían que no son las diversas especies de frutos
las que alimentan al hombre, sino que es tu palabra la que mantiene a los que creen en Ti»
(16,26).

Durante la primera tentación, Jesús se ha mostrado como hijo obediente y fiel, que se alimenta de
la palabra del Padre, confiando en él como dice el salmo 91: «nada le puede suceder a quien
confía en Dios». Satanás, entonces, tiende una trampa a Jesús, llevándole al pináculo (pterúgion)
del templo, lugar no sólo de la presencia de Dios, sino también de la protección de Dios, lugar
donde se encuentran «los ojos y el corazón de Dios» (1Re 9,3), lugar donde su sekinah extiende las
alas (ptérugai) para proteger al justo (Cfr. Ex 19,4;Dt 32,11). H. Reisenfeld, recogiendo la tradición
hebrea sobre la sekinah, comenta: «Hay razones suficientes para suponer que el simbolismo de la
segunda tentación exprese que Jesús ha sido tentado de hacerse llevar por la sekinah de Dios, que
moraba en el templo de Jerusalén, como la sekinah llevaba al pueblo en el desierto, esto lo
confirma la cita del salmo 91». Sobre el pináculo del templo, el diablo le propondrá: Si eres hijo de
Dios, manifiéstalo. Tírate de lo alto del templo; las alas protectoras de Dios te custodiarán
mediante sus ángeles. Así todos sabrán que eres el Mesías esperado y acogerán tu mensaje. «El
que mora bajo la protección del Señor y en El confía, refugiándose bajo sus alas, será protegido y
no temerá algún mal, pues el Señor ha dado orden a sus ángeles de custodiarlo en todos sus
pasos»...

La respuesta de Jesús se mantiene fiel. No tentará a Dios como el pueblo en el desierto; no


necesita «signos» maravillosos para confiar en El. La historia según el plan del Padre es buena,
aunque pase por el desierto, por la insignificancia de proceder de Nazaret y no sea escriba o
sacerdote de Jerusalén; es buena aunque pase por la cruz: «En lugar de la gloria que le proponía,
se sometió a la cruz sin miedo a la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios» (Heb
12,2). En la cruz «lleva a cumplimiento el Exodo» (Lc 9,31).

En el bautismo, Jesús ha sido consagrado Mesías, hijo de David (Lc 1,32), llamado a inaugurar el
reino de Dios. Satanás en la tercera tentación le propone su ayuda, como dominador del mundo
(1Jn 5,19;Ap 13,3-8), ofreciéndole riqueza, poder y gloria. Jesús, realmente rey, rechaza la
tentación de Satanás, tantas veces propuesta en el entusiasmo de las gentes y hasta de sus dis-
cípulos. Su reino no es un reino de dominio terreno, fundado en la violencia y el compromiso con
los poderes de este mundo. Su corona será una corona de espinas y su trono será la cruz. Jesús
acepta el camino que el Padre le muestra: el del justo que entrega la vida para inaugurar el reino
del amor, el reino del Dios: «Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás y
sólo a El darás culto» (Mt 4,10).

Jesús ha cumplido el Shemá: El Señor es el único Dios. Y, por tanto, no se puede servir, ni dar culto
a Dios y al dinero (Mt 6,24). No son las fuerzas humanas sino Dios Padre quien le dará en herencia
los pueblos. La plegaria del Shemá, que Jesús ha recitado dos veces al día, se ha hecho carne en su
vida, ha sido su misma vida. Corazón, alma y fuerzas: las tres tentaciones han probado el ser total
de Jesús y han manifestado que El era totalmente Hijo, el Hijo de la Alianza, el Israel de Dios.

Cristo éxodo del cristiano

Al triple pecado del pueblo del Exodo -inmediata satisfacción del deseo o concupiscencia,
autonomía o «poner a prueba a Dios» e idolatría- Jesús opone una triple renuncia: negarse a sí
mismo, confianza no en sí mismo sino en Dios y adoración, sin compromisos, al único Dios. Así,
Jesús lleva a cumplimiento el Exodo. El es en su persona el lugar, el camino de nuestro paso al
Padre, el lugar donde el Padre se hace presente (Jn 14,7), paso obligado para entrar en la gloria (Jn
14,6), alimento y fuerza a lo largo del itinerario de conversión que lleva al Reino. Cristo, «camino,
verdad y vida», es nuestro desierto, el lugar de nuestros esponsales con Dios.

Pero la lectura del Exodo, que hacen ya los profetas, y, lo mismo, el Nuevo Testamento, no es
nunca una simple lectura retrospectiva. No se trata de glorificar o añorar un tiempo pasado. En los
acontecimientos del Exodo se manifiestan las constantes de Dios y del hombre.
Exodo-desierto-entrada en la tierra son una estructura de vida para todo creyente (Sal 95;Heb
4,7.11). Egipto es figura de la esclavitud del pecado; el desierto corresponde al itinerario de la
conversión; la Tierra equivale al «ser en Cristo» (Col 1,13s). El desierto, símbolo del caos original,
de la esterilidad de la tierra (Nu 20,5) y del hombre, muestra a Dios como creador y recreador de
la vida (Sal 104;Is 41,18s;43,19; 51,9-11). Dios transforma la estepa desierta en paraíso terrestre.
El verbo bará aparece en la nueva creación lo mismo que en la primera. La recreación es obra
gratuita y exclusiva de Dios.

La conversión es un don de Dios, fruto de su espíritu, como anuncian los profetas para el tiempo
mesiánico: «os daré un corazón nuevo y un espíritu nuevo» (Ez 11,19;Jr 31,31-34). La misión de
Juan Bautista será exclusivamente anunciar esta conversión para «preparar la vía al Señor» (Mc
1,2-5). Y tras él, Jesús anuncia el gran acontecimiento: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de
Dios está cerca: convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15). Con la llegada de Jesús llega el
tiempo de la conversión, de la nueva creación, de renacer a una vida nueva. La misericordia de
Dios se hace presente. Misericordia, que en nuestras lenguas latinas hace referencia al corazón, en
hebreo la palabra rahamin hace referencia a la matriz. Se trata de entrar en el seno y renacer de
nuevo, como dirá Jesús a Nicodemo. O como dirá, mostrando un niño, para explicar lo que es la
conversión: «Si no os convertís, haciéndoos como niños no entraréis en el Reino de los cielos» (Mt
18,3). Se trata de nacer, convertirse en otro hombre, pequeño, no autónomo e independiente del
Padre, sino que vive en dependencia filial del Padre.

La conversión es reconocer confiadamente ante Dios el propio pecado, confesarse incapaz,


aunque deseoso, de desarraigarlo y ponerse en las manos de Dios. El se encarga del perdón y la
regeneración: «Si reconocemos nuestros pecados, Dios que es fiel y justo perdona nuestros
pecados y nos purifica de toda injusticia» (Jn 1,9). Este es el caso de la pecadora en casa de Simón
(Lc 7,36-50), de Zaqueo (Lc 19,1-10), del ladrón en la cruz (Lc 22,39-43). Y cuando el hijo pródigo
vuelve y confiesa: «Padre, he pecado», se organiza sin más la fiesta y se le reviste de las vestiduras
de hijo. Un banquete festivo sella la conversión de Mateo, de Zaqueo, del hijo pródigo; y las
parábolas de la misericordia (Lc 15) nos presentan toda la alegría de Dios en el perdón y la fiesta
de la que hace participar a los ángeles del cielo, los amigos y vecinos, de modo que entre el cielo y
la tierra se celebre la plena comunión del amor restablecido con el perdón.

Cristo, con el don de su Espíritu, comunica una vida nueva, que al expresar su exuberancia, florece
en fiesta. Roto el absurdo, superada la frustración, vencido el sinsentido, llenado el vacío de la
existencia, la fiesta es la afirmación de la abundancia de la vida recibida como regalo, como gracia
del Señor.

No se trata de la diversión -paréntesis en el bostezo y vacío de una vida sin sentido, como la ha
vivido el hijo pródigo, quemada en la satisfacción de la concupiscencia, en la rebelión contra el
padre, en la ambición o en el engranaje del trabajo encadenado del cuidado de cerdos o de la
producción técnica consumística-. La fiesta brota del amor a la vida, cuando la vida ha vencido la
muerte y se ha liberado de la amenaza de su caducidad. La fiesta afirma el triunfo de la vida sobre
la muerte. En Cristo han hallado su amén todas las promesas de Dios (2Cor 1,20). La fiesta es el
amén del hombre a Dios, la aclamación a su gloria, el canto agradecido de alabanza a su bondad y
fidelidad. Es la invitación al canto universal de la creación (Sal 97).

El hombre, saturado de alienación e incapaz de superarla, busca una distracción, el olvido, «va de
fiesta», pero no halla la fiesta, sino el pasatiempo, el espectáculo, la diversión, los remedos de la
fiesta. La vida estéril engendra la pseudofiesta, que es el escape de la realidad, el aturdirse para
esquivar una existencia huera, para ahogar el hastío en la orgía, en el licor o la droga. La fiesta, en
cambio, brota del corazón rebosante de vida y alegría, que se difunde envolviendo cuerpo y es-
píritu y salta a la comunidad de los hermanos, cuerpo único rebosante de la misma agua y gozo del
Espíritu. La fiesta es efusión de gozo, que alumbra en el arte, la belleza, el canto y la comunión
fraterna. Vestido, comida y danza, gestos y espontaneidad, sentimiento y humor regocijado,
abundancia y derroche son expresiones de la libertad y riqueza interior de la fiesta. Es el hombre
que en Cristo se ve a sí mismo como hombre, imagen del Dios del amor, del Dios de la vida y la
alegría (1Jn 1,3-4) .

La conversión: fruto y fuente del amor

Para los creyentes, incluso la confesión del pecado es profesión de fe. Creemos en Aquel que
perdona y, por consiguiente, somos capaces de enfrentarnos con nuestra propia debilidad y
pecado. Nos ponemos «de rodillas, mostrando con el gesto que el pecado nos ha derribado por
tierra» (San Basilio). El redimido vive totalmente en el amor misericordioso del Padre, manifestado
en Jesucristo. En el misterio pascual, Cristo selló la alianza eterna con su sangre y el Padre la
rubricó mediante la resurrección. Una persona puede ser al mismo tiempo pecador y creyente. Sin
embargo, su fe es puente hacia la conversión, sólo si sufre por haber pecado, si suscita el ansia de
acusarse ante Dios y suplica a Dios la gracia de la regeneración. De lo contrario, esa fe ha muerto.
Así la fe es obediencia (Rom 1,5;10,16;15,18;16,19;2Cor 9,13;10,5), abdicación de la hybris,
aceptación de la obediencia al querer de Dios. Esta obediencia es la obediencia del hijo que se
siente aceptado en lo que es y movido a lo que puede ser, al poder ser que se le ofrece (Rom
8,16-17;Col 1,13-14). Sin la obediencia al querer de Dios, la voluntad del hombre es impotente y
aberrante, incapaz de superar el cerco de la muerte y las insidiosas infiltraciones del no ser (Lc 6
46;Mt 7,21.24-27).

La revelación nos ofrece una concepción del hombre, esto es, el concepto que del hombre tiene el
mismo Dios y que lo define en su esencia íntima y verdadera. El hombre es la criatura llamada a
aceptar libremente el designio de Dios que, en última instancia, es a comulgar con Jesucristo,
primogénito de toda la creación mediante la fe, con la que «el hombre se abandona por entero
libremente en las manos de Dios» (DV 5). Y como Dios es amor y el plan de Dios consiste en
comunicar su amor en Jesucristo para hacer de los hombres una convocación, una ekklesia en el
recíproco amor, aceptar libremente a Dios y su designio significa decidirse por una vida inspirada
en el amor y no en el egoísmo. Esto quiere decir acoger y vivir como don y como fruto el
mandamiento nuevo del amor (Gal 5,6).

La salvación es ante todo y sobre todo «gracia» de Dios. Pero esta gracia es acogida en la libertad
del hombre. «El pensamiento cristiano ha sostenido siempre que la libertad es el elemento
decisivo, por parte del hombre, de la relación esencial con Jesucristo. De esta forma, la gracia y la
libertad se presentan a la conciencia cristiana como los constitutivos últimos e irreductibles de la
historia humana. Son últimos, porque no es posible llegar más allá de la gracia, que es la primera
acción de Dios, la que hace brotar el mundo; y no se puede ir más allá de la libertad, porque es el
elemento decisivo, el único elemento decisivo, por lo que atañe al hombre, de esta historia». Con
ella muere cada día al pecado y acoge la novedad de vida que se le ofrece en Jesucristo. Con ella
realiza su comunión con los redimidos en Cristo, con la comunidad cristiana, en la cual y para la
cual está llamado a vivir. Con ella se incorpora a la historia, que marcha hacia el éschatón, a la
consumación en Cristo.

Libertad equivale a madurez. Es la libertad de los hijos de Dios, que supone la liberación del
dominio del pecado, de la ley y de la muerte (Rom 8,15), pero que es un camino abierto al amor
redentor de Cristo, que se expresa como amor filial al Padre y como amor fraterno a los hombres.
La esclavitud desaparece en la filiación capacitándonos para el amor total hasta la muerte, vencida
en Cristo resucitado. Toda la revelación del Nuevo Testamento es, ante todo, la revelación del
amor de Dios al hombre en la vida y muerte de Jesús de Nazaret. Un amor que precede y envuelve
cualquier gesto del hombre. El reconocimiento adorante y agradecido de este amor sorprende al
hombre, le descubre el desamor y el egoísmo en que vive y suscita en él la posibilidad de amar y
de salvarse de la vanidad y de la muerte en el amor aceptado como vida nueva y verdadera.

Como escribe H. von Balthasar en Solo el amor es digno de fe, «por este amor, en el que cree por
haber entendido su signo, es conducido el hombre a la apertura de poder amar. Si el pródigo no
hubiera creído en el amor precedente del padre, no se hubiera puesto en camino de regreso hacia
casa, aunque el amor del padre estuviera dispuesto a recibirlo de un modo que ni el hijo hubiera
podido soñar siquiera. Lo decisivo es que el pecador ha oído hablar acerca de un amor que le
puede valer y de hecho le vale; pero no es él quien trata de reorientarse hacia Dios, sino que es
Dios quien ha visto en él al pecador que no ama, a un hijo querido, y quien le ha orientado hacia
ese amor».

Dios es el que promueve interiormente nuestro querer y obrar. Y como consecuencia de esta
manifestación del Dios vivo, el hombre se siente solicitado a aceptarlo como Dios, como
interlocutor último y realidad determinante de la propia existencia personal. La fe se hace salida
de sí, liberación de los límites de la vida anterior, obediencia, conversión, encuentro, alianza,
nacimiento y esperanza. En este movimiento de aceptación de Dios, el creyente juzga su vida
anterior y la abandona como vida mentirosa y corroída interiormente por el poder implacable de
la muerte y del pecado. El reverso del encuentro con Dios es el descubrimiento del propio pecado,
del desamor que invade la vida entera, la inhumanidad y la imposibilidad de la vida reducida por
los límites del mundo, configurada por los falsos dioses que el falso amor a la vida había levantado.
La conversión de la incredulidad a la fe es siempre el paso de la idolatría al encuentro salvador con
el Dios verdadero (Rom 6,12-19;Filp 3,19-20).
Cuaresma: renovación del bautismo

La cuaresma orienta a todos los bautizados a renovar su bautismo, siguiendo las etapas del
antiguo catecumenado. La palabra de Dios proclamada, sobre todo en el ciclo A, nos introduce en
la experiencia vital de la salvación que misericordiosamente nos alcanzó en el bautismo. El
bautizado entra a participar de la victoria de Cristo sobre las tentaciones y, de este modo, se
constituye en el nuevo pueblo de Dios que realiza el éxodo de la esclavitud del mal a la libertad del
amor de Dios. Victorioso de las tentaciones, que amenazan cada día su identidad cristiana, el
bautizado se transforma en imagen del Señor (2Cor 3,18), viviendo la experiencia de una
transfiguración con Cristo. Efectivamente, el cristiano recibe incesantemente el agua viva del
Espíritu Santo, la luz de la fe para reconocer al Señor en la vida y bendecirlo por los prodigios de
salvación que realiza en su existencia; así camina en una vida nueva, que no es fruto de sus
cálculos, de sus fuerzas o propósitos, sino absolutamente don de Dios, pues es vida divina, vida de
resucitado.

En la Escritura, el número 40 está cargado de simbolismo. Cuarenta días duraron las aguas del
diluvio (Gen 7,17). Después Dios se dirigió a la humanidad con una promesa de paz y amor, sellada
en la alianza con Noé, manifestando la actitud de Dios hacia los hombres. Cuarenta días
permaneció Moisés sobre el monte; al término de ellos recibió el don de las nuevas tablas de la
Thorá, signo del perdón de Dios del pecado idolatría. Cuarenta años estuvo caminando Israel por
el desierto antes de entrar en la Tierra, don de Dios y signo de su perdón de las infidelidades del
pueblo y de fidelidad a las promesas. Cuarenta días Elías caminó en el desierto para encontrarse
con el Señor en el Sinaí, signo de la posibilidad de encontrar a Dios en el camino del desierto.
Cuarenta días Jesús, nuevo Moisés y nuevo Elías, pasa en el desierto; al final saldrá con la victoria
sobre las tentaciones, signo y realidad de la posibilidad ofrecida a todos los cristianos de participar
en su triunfo y en su éxodo, posibilidad de «convertirse y creer en el Evangelio». Cuarenta días se
manifiesta el Resucitado antes de la Ascensión para entrar en la gloria, signo del tiempo de la
Iglesia peregrina en la tierra con el Señor Resucitado, en la espera de participar con El en el Reino
del Padre.

Todos estos hechos los recoge el Nuevo Testamento como figuras del bautismo. Los tipos
fundamentales del bautismo son el diluvio (1Pe 3,19 21), el paso del mar Rojo (1Cor 10,15), la roca
del Horeb (Jn 7,38) y el Exodo entero. Pedro ve en el agua, el arca y las ocho personas salvadas del
diluvio la figura de los cristianos sumergidos en el agua y salvados por la resurrección de Cristo,
que caminan hacia la salvación definitiva en la Parusía de Cristo al octavo día. Pablo recurre a la
tipología del Exodo; distingue dos éxodos: el de Egipto y el del final de los tiempos (1Cor 10,11).
Entre estos dos éxodos se extiende el tiempo de la salvación. El segundo éxodo ha comenzado con
la resurrección de Cristo: el cristiano camina, pues, bajo la nube de la gloria de Dios a través del
mar. Esto significa morir al hombre viejo, morir al pecado en el bautismo, que es un renacer
pasando de la muerte a la vida, del mar a la nube de la sekinah divina.

Bautizados en la nube y en el mar, somos alimentados con el pan vivo y abrevados con el agua del
Espíritu que brota de la roca; y esta roca es Cristo. Por ello, el bautizado «vive en Cristo»; con él
atraviesa el desierto, figura de la vida peregrina en la tierra. El cristiano, en la Iglesia, vive en el
desierto hasta el retorno glorioso de Cristo, que pondrá fin al poder de Satán (Ap 12,6-14). En el
desierto, Cristo es el agua viva, el pan del cielo, el camino y el guía, la luz en la noche, la serpiente
que da la vida a quienes le miran para ser salvos; es aquel en quien se realiza el conocimiento
íntimo de Dios por la comunión de su carne y de su sangre. En Cristo, la figura se hace realidad
para el bautizado en El.

Hombre en Fiesta: Renovación del Bautismo

[1] J.M. BERNAL, Iniciación al año litúrgico, Madrid 1984; A. NOCENT, Celebrar a Jesucristo, 3,
Santander 1981.

[2] Cfr. la palabra desierto en los diversos diccionarios bíblicos, litúrgicos, teológicos y de
espiritualidad, con su abundante bibliografía.

[3] G. RAVASI, Strutture teologiche della festa bíblica, Scuola Cattolica 110(1982)151; E.C.
SCHLESINGER, Tradiciones y costumbres judías, Buenos Aires 1970. Ver la Palabra Fiesta en los
diversos diccionarios.

[4] M. GOURGUES, Le défi de la fidelité, París 1985. B. REY, Le tentazioni e la scelta di Cesù,
Torino 1988. G. GOZZELINO, La lotta contro il potere delle tenebre, Catechesi 55(1986)25-34;P.-I.
HUYVET, La prova del deserto, Brescia 1970.

[5] A. DONDEYNE, Liberté et verité, Lovaina 1954, p.41.


[6] Cfr. La obra preparada por la Universidad Salesiana de Roma, El ateísmo contemporáneo,
Madrid 1973. C. TRESMONTANT, Los problemas del ateísmo, Barcelona 1974; H. KUNG, ¿Existe
Dios?, Madrid 1979;E. JIMENEZ, ¡¿Dios?! ¡¿Para qué?!, Bilbao 1991.

[7] Escribo estas páginas en noviembre de 1989, cuando los picos derriban el muro de Berlín y
las calles y plazas de los países comunistas se abarrotan de manifestantes en protesta por los
frutos de esta semilla sembrada en su tierra.

[8] Cfr. I.M. BOCHENSKI, El materialismo dialéctico, Madrid 1973;J. FEINER.-L. VISCHER, Nuevo
libro de la fe cristiana, Barcelona 1977.

[9] J. REICH, Man Without Cod, Nueva York 1971, p.236.

[10] Cfr. F. ROUSTANG, Une initiation a la vie spirituelle, París 1963; Cfr. Chistifideles laici, n.4.

[11] J.M. MOLTMANN, Dios en la creación, p.9.

[12] J.P. CHARLIER, Jésus et le fetes de son peuple, Cahier de Froidmont 23(1977)81;B.
GERHARDSSON, Du judéo-christianisme a Jésus par le Shema, Recherches de science religueuse
60(1972)26.

[13] J. DUPONT, L'arrière-fond biblique du récit des tentations de Jésus, New Testament Studies
3(1956-1957)287-304.

[14] H. REISENFELD, Le caractère messianque de la tentation au désert, París 1962 p.50.

[15] B. REY, o.c.;D. BONHOEFFER, L'ora della tentazione, Brescia 1977;C. DUQUOC, Le tentazioni
de Gesù nel deserto, Brescia 1970.

[16] Cfr. G. AUZOU, De la servidumbre al servicio, Madrid 1967.

[17] G COLOMBO, en Veritatem facientes in charitate, Roma 1968, 5-34, cita p.14.
[18] R. POELMAN, Il segno de quaranta giorni, Brescia 1964.

IV UN TIEMPO PARA LA FIESTA

Si la Cuaresma prepara la Pascua, Pentecostés la prolonga, llevándola a su plenitud. «Si la


Pascua es el comienzo de la gracia, Pentecostés es su coronación», dirá san Agustín. Pentecostés
es la misma pascua considerada en su forma plena, con su fruto, que es el Espíritu Santo. Así,
pues, la fiesta de Pascua inaugura la gran fiesta, que se prolonga por cincuenta días, como
«tiempo pascual».[1]

1. SHAVUOT O FIESTA DE LAS SEMANAS

Hombre en Fiesta: Shavuot

Shavuot es una de las tres fiesta que la liturgia hebrea solemniza de un modo especial, junto con
la Pascua y la fiesta de las Tiendas (Ex 23,14-17;34,18-23;Dt 16,1-17;Lv 23). La Pascua es la fiesta
del comienzo de la siega; la fiesta de Pentecostés o de las Semanas se celebra a las siete semanas y
un día (pentecostés = el día que hace cincuenta) de haber comenzado la siega. Y el 15 del séptimo
mes se celebra la fiesta de la recolección o fiesta de las Tiendas.[2]

Fiesta de las primicias

«Celebrarás la fiesta de las Semanas: la de las primicias de la siega del trigo» (Ex 34, 22).
«Llevarás a la casa de Yahveh, tu Dios, lo mejor de las primicias de los frutos de tu suelo» (Ex
34,26;23,19).

Esta fiesta de la siega, al celebrarse a las siete semanas más un día, terminó llamándose
Pentecostés (Tob 2,1;Mac 12,31-32). En la Pascua se usaban panes ázimos, amasados con harina
del grano nuevo, sin levadura vieja, como signo de renovación. El pan que se comía en
Pentecostés, al final de la siega, era fermentado, pan habitual de la vida. Estos cincuenta días, la
asamblea del pueblo de Israel celebraba, en un clima de alegría exuberante y de agradecimiento a
Dios, el don de la nueva cosecha. Día de las primicias, ofrenda de las primicias (Nu 28,26ss), fiesta
de regocijo y de acción de gracias. Es la ofrenda agradecida a Dios, dueño de la tierra y fuente de
toda fecundidad: «He aquí que traigo ahora las primicias de los productos de la tierra que Yahveh
me ha dado» (Dt 26,10), confiesa el israelita al presentar su ofrenda.

El judío creyente, aún en el fruto que su mano arranca de la tierra con su trabajo, ve un don
de Dios y una prueba más de su bondad. Por ello, de los frutos que gracias a la protección de Dios
se habían podido extraer del suelo, se destinaban las primicias como ofrenda agradecida a Dios.
Ningún cereal de la nueva cosecha se utilizaba antes del 6 de Sivan, fecha en que esa ofrenda se
hacía efectiva. Shavuot, como Pésaj y Sukot, es una fiesta de peregrinación. Los peregrinos se
organizaban en largas procesiones y marchaban hacia Jerusalén, acompañados durante todo el
trayecto por los alegres sones de las flautas. En cestos decorados con cintas y flores llevaba cada
uno su ofrenda: primicias de trigo, higos, granadas... Llegados a la ciudad Santa, eran acogidos con
cánticos de bienvenida y penetraban en el templo, donde hacían entrega de sus cestos al
sacerdote. La ceremonia se completaba con salmos y danzas. Toda fiesta es una invitación a la
alegría. El término hebreo 'heg' aplicado a las tres grandes fiestas de peregrinación «tres veces al
año harás el 'hag' en mi honor» (Ex 23,14), tiene en su raíz el significado de danzar, girar en
derredor». «Durante tus fiestas te alegrarás en presencia de Yahveh, tu Dios», repetirá el
Deuteronomio (16,11.14); y Nehemías dirá: «En el día consagrado al Señor no estéis tristes, pues
la alegría de Dios es vuestra fuerza» (8,10).

Fiesta de la alianza

La primitiva fiesta de la siega y las primicias, de origen agrícola, se transforma


posteriormente en una conmemoración solemne del don de la Ley y la Alianza del Sinaí (Ex 19). Es
la ofrenda de Dios al pueblo, que ha liberado y ahora le obsequia con el don de la Ley. Todo el
camino del Desierto no fue otra cosa que el itinerario escogido por Dios para llevar al pueblo a
una vida de comunión con El, en alianza (berit) con El. La conclusión de la alianza en el Sinaí es una
teofanía grandiosa, que hace sentir al pueblo la presencia de Dios en medio de ellos: «La nube
cubrió el monte. La gloria de Yahveh descansó sobre el monte Sinaí y la nube lo cubrió por seis
días. Al séptimo día, llamó Yahveh a Moisés de en medio de la nube. La gloria de Yahveh aparecía a
la vista de los hijos de Israel como fuego devorador sobre la cumbre del monte. Moisés entró
dentro de la nube y subió al monte. Y permaneció Moisés en el monte cuarenta días y cuarenta
noches» (Ex 24,15-8).
Entonces Yahveh entregó a Moisés las tablas con las Diez Palabras, que Yahveh había
escrito (Ex 24,12):

«Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto.

No habrá para ti otros dioses delante de mí.

No te harás imagen... Ni te postrarás ante ellas ni les darás culto, pues yo soy un Dios celoso.

No tomarás en falso el nombre de Yahveh tu Dios.

Recuerda el día del sábado para santificarlo.

Honra a tu padre y a tu madre,

No matarás.

No cometerás adulterio.

No robarás.

No darás testimonio falso contra tu hermano.

No codiciarás la casa, la mujer..., de tu prójimo» (Ex 20).

La conclusión de la alianza tiene su rito (Cfr.Jr 34,18) y su memorial (Gen 21,23; 31,48s).[3]
En el Sinaí, el pueblo liberado por Dios hizo alianza con El. Yahveh otorga su alianza al pueblo, que
la acepta con su fe (Ex 14,31). Dios, que ha hecho a Israel objeto de su elección y depositario de
una promesa (Ex 3,10;Gen 12,7;13,15), le revela su designio de alianza: «Si escucháis mi voz y
observáis mi alianza, seréis mi propiedad entre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra,
pero vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación consagrada» (Ex 19,5s). Estas
palabras subrayan la gratuidad de la elección divina. Dios escogió a Israel sin méritos de su parte
(Dt 9,4s) porque lo ama y quiere mantener la promesa hecha a sus padres (Dt 7,6ss). Israel será su
pueblo, le servirá con su culto (Ex 20,3ss;Dt 5,7), será su reino. Dios le garantiza su ayuda y
protección (Ex 23,20-31).

En el arca de la alianza se depositan las «tablas del testimonio». El arca es el memorial de la


alianza y el signo de la presencia de Dios en Israel (Ex 25,10-22;Num 10,33-36). Sólo a su luz tiene
sentido la Ley.

La Tienda, en que se coloca el arca de la alianza, esbozo del templo futuro, es el lugar del
encuentro de Dios y su pueblo (Ex 33,7-11). Arca de la alianza y tienda de la reunión marcan el
lugar del culto a Dios en la liturgia y en la vida.

El pueblo respondió a Dios en el Sinaí: «Haremos todo cuanto ha dicho Yahveh» (Ex 9,8).
Pero, pronto, experimentó su incapacidad y, a consecuencia de la infidelidad de Israel (Jr 22,9), la
alianza queda rota (Jr 31,32), como un matrimonio que se deshace a causa de los adulterios de la
esposa (Os 2,4;Ez 16,15-43). A pesar de ello, el designio de alianza revelado por Dios subsiste
invariable (Jr 31,35ss;33,20s). Habrá, pues, una alianza nueva. Oseas la evoca bajo los rasgos de
nuevos esponsales, que darán a la esposa como dote amor, justicia, fidelidad, conocimiento de
Dios y paz con la creación entera (Os 2,20-24). Jeremías precisa que será cambiado el corazón
humano, puesto que se escribirá en él la ley de la alianza (31,33s;32,37-41). Ezequiel anuncia la
conclusión de una alianza eterna, una alianza de paz (6,26), que renovará la del Sinaí (16,60) y
comportará el cambio del corazón y el don del Espíritu divino (36,26ss). Esta alianza adopta los
rasgos de las nupcias de Yahveh y la nueva Jerusalén (Is 54). Alianza inquebrantable, cuyo artífice
es «el siervo», al que Dios constituye «como alianza del pueblo y luz de las naciones» (Is
42,6;49,6ss).[4]

En Jesús, el siervo de Dios, se cumplirán las esperanzas de los profetas. En la última cena,
antes de ser entregado a la muerte, tomando el cáliz lo da a sus discípulos, diciendo: «Esta es mi
sangre, la sangre de la alianza, que será derramada por la multitud» (Mc 14,24p) La sangre de los
animales del Sinaí (Ex 24,8) se sustituye por la sangre de Cristo, que realiza eficazmente la alianza
definitiva entre Dios y los hombres (Heb 9,11ss). Gracias a la sangre de Jesús será cambiado el
corazón del hombre y le será dado el Espíritu de Dios (Cfr.Jn 7,37-39;Rom 5,5;8,4-16). La nueva
alianza se consumará en las nupcias del Cordero y la Iglesia, su esposa (Apoc 21,2.9).

La teofanía de Pentecostés, con el don del Espíritu y los signos que lo acompañan, viento y
fuego, será la culminación plena de la teofanía del Sinaí. Pentecostés, en un principio fiesta
agraria, pasó a ser la fiesta del don de la Ley, conmemorando el hecho histórico de la alianza, para
convertirse finalmente en la fiesta del Espíritu, que inaugura en la tierra la nueva alianza.

2. PENTECOSTES: IMAGEN DE LA FIESTA ESCATOLOGICA

Hombre en Fiesta: Escatología

Primicias del Reino

Las Normas generales del Misal para la ordenación del año litúrgico precisan que «los
cincuenta días que siguen al domingo de pascua se celebran en la exultación y alegría como un
único día de fiesta, más aún como 'el gran domingo'. Es el tiempo en que de un modo especial se
canta el Aleluya».

Como la cuaresma es figura del peregrinar del cristiano en el mundo, la cincuentena


pascual, pentecostés, es imagen de la vida celeste. Como dirá entusiasmado Eusebio de Cesárea:
«Una vez celebrada la Pascua, nos espera una fiesta, que lleva la imagen del cielo, una fiesta
espléndida, como si ya estuviéramos reunidos con nuestro Salvador en posesión de su Reino. Por
ello, durante esta fiesta de Pentecostés no nos está permitido someternos a la fatiga y así
aprendemos a ofrecer una imagen del reposo esperado en los cielos. En consecuencia, no nos
arrodillamos al orar ni nos afligimos con ayunos. No es justo que se postren por tierra quienes
participan de la resurrección divina, ni que continúe a sufrir como esclavo quien ha sido liberado
de las pasiones. Por esto celebramos, después de Pascua, Pentecostés, durante siete semanas
enteras, habiendo soportado varonilmente antes de Pascua el período de seis semanas de ascesis
cuaresmal. El número seis indica actividad y esfuerzo, razón por la que se dice que Dios creó el
mundo en seis días. A estas fatigas de la Cuaresma sigue justamente la segunda fiesta de siete
semanas, que multiplica para nosotros el descanso, del que es símbolo el número siete».[5] Y
Orígenes, en síntesis, escribe igualmente: «El número seis indica trabajo y fatiga; el siete, en
cambio, indica reposo».[6]

«La fiesta de Pentecostés -escribe Atanasio- estaba ya figurada en la fiesta hebrea de las
Semanas, cuando se concedía la amnistía y el perdón de las deudas; era un día de completa
libertad. Siendo para nosotros este día símbolo del mundo futuro, celebramos el gran domingo,
gustando aquí ya la prenda de la vida eterna futura. Cuando al fin emigraremos de aquí, entonces
celebraremos la fiesta perfecta con Cristo».[7] Por ello «durante todo el período de Pentecostés,
que goza de la misma solemnidad y alegría de Pascua, nos abstenemos de toda actitud o gesto de
tristeza».[8] «Pentecostés es propiamente un solo día de fiesta»[9] y «no está permitido ayunar ni
orar de rodillas».[10] Cristo, que se presenta como Esposo, celebra sus bodas a través de su
muerte y resurrección. Al celebrar la Pascua, la Iglesia renueva su alianza con Cristo glorioso, que
la hace compartir las alegrías de las nupcias. Durante cincuenta días la comunidad cristiana celebra
y hace presente su encuentro nupcial con Cristo. Por eso no puede ayunar: «¿Podéis hacer ayunar
a los invitados a la boda mientras el esposo está con ellos?» (Lc 5,35):

Con razón, pues, representando durante los días de Pentecostés la imagen del reposo futuro, nos
mantenemos alegres y concedemos descanso al cuerpo como si estuviésemos gozando de la
presencia del Esposo. Por eso no podemos ayunar.

La cincuentena pascual aparece como convivencia pascual con Cristo. Es esta presencia viva
de Cristo, Esposo de la Iglesia, lo que confiere a este tiempo el clima de alegría y de gozo profundo.

¿Cómo experimenta la Iglesia durante la cincuentena pascual la presencia gloriosa de


Cristo? Un conocido texto de Tertuliano indica los distintos acontecimientos a través de los cuales
se hace patente la presencia del Señor resucitado y que la Iglesia celebra y experimenta: las
apariciones del Señor resucitado, la ascensión a la gloria del Padre, la donación del Espíritu y su
vuelta gloriosa al final de los tiempos. Estos acontecimientos constituyen el proceso de
glorificación de Cristo, su retorno al Padre. Este proceso culminará en la Parusía final, cuando
queden definitivamente establecidos el cielo nuevo y la tierra nueva y Cristo sea todo en todas las
cosas. Pentecostés, pues, celebra la gloria de Cristo resucitado, sentado a la derecha del Padre
como Señor del universo, y presente al mismo tiempo entre los suyos, como salvador y
restaurador de la historia, por la fuerza irresistible de su Espíritu. Esta experiencia es la que llena
de gozo a la comunidad cristiana. Por eso Pentecostés es tiempo para la alegría, como un día
prolongado y exultante, imagen del reino de los cielos.

Los teólogos alejandrinos, como Orígenes y Cirilo, y también Eusebio de Cesárea, señalan
que las primicias de la cosecha simbolizan los dones del Espíritu Santo derramados sobre los fieles
y también al mismo Jesucristo volviendo al Padre por la ascensión. En este sentido, Jesucristo es el
primer fruto, la primicia de la nueva creación (1Cor 15,20). Pero la consagración a Dios de las
primicias de los frutos santifica toda la cosecha (Rom 11,16), haciendo de ella «frutos santificados
para un pueblo santo». Israel (Jr 2,3), los cristianos (St 1,18), y especialmente los primeros
convertidos (Rom 16,5;1Cor 16,15) o las vírgenes (Apoc 14,4) son las primicias separadas de la
masa y ofrecidas a Dios para santificar a todo el pueblo. Así, Cristo resucita como primicias a fin de
que todos los que duermen le sigan a la gloria (1Cor 15,20.23). La imagen culmina en el don del
Espíritu como primicias, que designan la anticipación y la garantía de la salvación final de los
cristianos.

De aquí que la comunión sacramental con el Cristo resucitado y la celebración de su


ascensión al Padre implican para la comunidad cristiana una experiencia de la vida futura.
Pentecostés no es un apéndice de la Pascua, sino su culminación solemne. Lo que define este
tiempo de fiesta como «imagen del reino de los cielos» o como «imagen del reposo futuro».

La comunidad cristiana experimenta el futuro reposo no de forma plena y definitiva, sino


dentro de los límites de provisionalidad que le impone su condición de comunidad peregrina en la
tierra. Pero se trata de una experiencia no ficticia o ilusoria, sino de una vivencia real y salvífica del
futuro inaugurado por Cristo en la resurrección. También Orígenes dirá: «Aquel que puede decir
'hemos resucitado con El' y 'nos resucitó y nos sentó en los cielos junto con Cristo', ese está
celebrando sin cesar los días de Pentecostés».[11] Pentecostés es la culminación de la pascua no
sólo de Cristo; Pentecostés celebra también la glorificación de todos los creyentes junto con Cristo.

Un gran domingo prolongado, como único día de fiesta, pone en evidencia su dimensión
escatológica. Mientras los otros días y tiempos representan la vida presente, inmersa en el tiempo
terreno, el domingo -día octavo- es símbolo de la vida futura. Pentecostés es «la semana de
semanas», como un único día de fiesta, un gran día octavo -de domingo a domingo-, imagen del
mundo futuro y anticipación del reposo definitivo: «Se trata de la semana de semanas, como lo in-
dica el número septenario obtenido por la multiplicación del número siete por sí mismo. Sin
embargo, es el número ocho el que lo completa, en que el mismo día es a la vez el primero y el
octavo, añadido a la última semana según la plenitud evangélica».[12] Y así lo sintetiza san Isidoro
de Sevilla: «Siete multiplicado por siete da cincuenta si se le añade un número más que, según la
tradición autorizada de los antiguos, prefigura el siglo futuro; este día es al mismo tiempo el
octavo y el primero; más aún, ese día es siempre único, esto es el día del Señor».[13]

Nueva alianza

A través de múltiples figuras, Dios preparó la gran «sinfonía» de la salvación, dirá san
Ireneo.[14] Y así, San Agustín ve la fiesta de Pentecostés como fiesta del don de la Ley para los
hebreos y del Espíritu Santo, ley interior de la nueva alianza, para los cristianos.
Pedro, citando a Joel (3,1-5), anuncia que Pentecostés realiza las promesas de Dios (He 2).
Es el coronamiento de la pascua de Cristo. Cristo, muerto, resucitado y exaltado a la derecha del
Padre, culmina su obra derramando su Espíritu sobre la comunidad eclesial. Así Pentecostés es la
plenitud de la pascua, inaugurando el tiempo de la Iglesia, que en su peregrinación al encuentro
del Señor, recibe constantemente de El el Espíritu, que la reúne en la fe y en la caridad, la santifica
y la envía en misión. Los Hechos de los Apóstoles, «Evangelio del Espíritu Santo», revelan la
actuación permanente de este don (4,8;13,2;15,28;16,6).

Partiendo de la tipología «Moisés-Cristo», aparece una clara vinculación entre la teofanía


del Sinaí y la alianza con la efusión del Espíritu Santo en la fiesta cristiana de Pentecostés. En esta
fiesta, la comunidad cristiana celebra la ascensión de Cristo, nuevo Moisés, a la gloria del Padre y
la donación del Espíritu Santo a los creyentes. La ley de la alianza y el Espíritu, ley interior de la
nueva alianza, son las manifestaciones de la economía de salvación en los dos Testamentos.

El Padre no se conforma con entregarnos su propia palabra salvadora en Jesucristo; nos


envía también el Espíritu Santo a fin de que podamos responder a su amor con todo nuestro
corazón, con toda la mente y con todas nuestras fuerzas. En el marco de la alianza, el hesed de
Dios es gracia, misericordia y fidelidad; gracias al Espíritu, el hesed del cristiano es fe, obediencia y
culto festivo.

El origen de la Iglesia en el Espíritu es el misterio de Pentecostés. Cristo, esposo divino, hace


a la Iglesia, su esposa, el gran don de su Espíritu. En efecto, «terminada la obra que el Padre había
encomendado al Hijo realizar en la tierra (Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo, el día de
Pentecostés, para que santificara constantemente a la Iglesia» (LG 4). La misión del Espíritu Santo
consiste principalmente en la actualización dinámica y en la interiorización en las personas, a
través del tiempo y del espacio, de lo que Cristo hizo una vez por todas. Cristo ha salvado a los
hombres, nos ha revelado al Padre, ha instituido los sacramentos... Y el Espíritu Santo actualiza,
realiza, interioriza en nosotros todo eso. Por ello, la Iglesia depende de la acción del Espíritu Santo,
pues es El quien hace posible la presencia de Cristo en el tiempo y comunicables su salvación y
gracia. Desde Pentecostés a la Parusía, el Espíritu Santo despliega la amplitud evangélica y
salvífica, sacramental e interior, escatológica y trinitaria de sus dones.

El Espíritu de Cristo, con su venida el día de Pentecostés, funda la Iglesia en cuanto


comunidad histórica, que continúa la obra salvadora de Cristo. La Iglesia es el pueblo de Dios,
modelado conforme al Cristo crucificado y resucitado, mediante la operación constante del
Espíritu Santo (2Cor 3,18). «La Iglesia, dice Y. Congar, es el cuerpo del Señor glorificado; es el
Pentecostés continuado, el signo permanente de la misión del Espíritu Santo en el mundo
redimido».[15]
En esta nueva economía, instaurada por Cristo, la ley cede el puesto al Espíritu. El Espíritu
es la nueva ley. San Pablo lo ha dicho abiertamente: «No estáis bajo la ley, sino en la gracia» (Rom
6,4), entendiendo que la gracia es precisamente la presencia del Espíritu en nosotros, «pues si os
dejáis conducir por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (Gal 5,18). «La ley nueva se identifica ya con la
persona del Espíritu Santo, ya con la actividad del mismo Espíritu en nosotros», dirá igualmente
santo Tomás.[16]

Simultáneamente con la vida, el Espíritu Santo da al cristiano la ley de esa vida. Gracias al
Espíritu Santo comienzan las relaciones de Padre e hijo entre Dios y el hombre. De este modo,
toda la vida del cristiano será conducida bajo su acción, en un espíritu auténtico de filiación,
espíritu de fidelidad, de amor y confianza y no en el temor del esclavo.[17]

Para que el hombre viva conforme a la vocación cristiana, a la que ha sido llamado, necesita
ser transformado por el Espíritu. Sólo El puede darle una mentalidad cristiana, darle los
sentimientos del Padre y del Hijo. Antes de nada, es necesario que el cristiano se atreva a llamar al
Dios todo santo «Padre»; que tenga la convicción íntima de ser hijo. Esto sólo se lo puede dar el
Espíritu: «En efecto, cuantos son guiados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Porque no
recibisteis el espíritu de esclavos para recaer de nuevo en el temor, sino que recibisteis el Espíritu
de hijo de adopción que nos hace clamar: ¡Abba! ¡Padre!. El mismo espíritu da testimonio
juntamente con nuestro espíritu que somos hijos de Dios» (Rom 8,14-16). «Porque sois hijos, Dios
ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba! ¡Padre!» (Gal 4,6). El
Espíritu Santo, hablando al corazón del cristiano, le da testimonio y le persuade de su auténtica
filiación divina. El cristiano, regenerado por el Espíritu, vive según el Espíritu:

El es el Espíritu de la vida o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14;6,38-39), por
quien vivifica el Padre a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite en Cristo sus
cuerpos mortales (Rom 8). El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los cristianos como en
un templo (1Cor 3,16;6,19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos (Gal 4,6;Rom
8,15-16.26) (LG 4).

El es, pues, como el alma de la Iglesia y su fuente de santidad:

Pues, para que nos renovemos incesantemente en Cristo (Ef 4,23), nos concedió participar de su
Espíritu, que siendo uno mismo en la cabeza y en los miembros, de tal forma vivifica, unifica y
mueve todo el cuerpo, que su acción pudo ser comparada por los Santos Padres con el servicio
que realiza el principio de la vida, o el alma, en el cuerpo humano (Ibídem).
De este modo queda establecida la nueva alianza anunciada por el profeta Jeremías:
«Pondré mi ley en el fondo de su ser y la escribiré en sus corazones» (31,31-34). El Espíritu Santo,
santificando, iluminando y dirigiendo la conciencia de cada fiel, forma el nuevo pueblo de Dios,
cuya unidad no se basa en la unión carnal, sino en su acción íntima y profunda:

Pues los que creen en Cristo, renacidos de germen no corruptible, sino incorruptible, por la
palabra de Dios vivo (1Pe 1,23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (Jn 3,5-6), son
hechos por fin linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de adquisición, que en un
tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios (1Pe 2,9-10) (LG 9).

La acción del Espíritu pasa por la vida sacramental para llegar a toda la vida del cristiano y
de la Iglesia, a la que edifica con sus dones y carismas:

El mismo Espíritu Santo no solamente santifica y dirige al pueblo de Dios por los sacramentos y los
ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que, distribuyendo sus dones a cada uno según
quiere (1Cor 12,11), distribuye entre los fieles de todo orden sus gracias, incluso especiales, con
las que dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la
renovación y una más amplia edificación de la Iglesia (LG 12).

Por la gracia del Espíritu Santo los nuevos ciudadanos de la sociedad humana quedan constituidos
en hijos de Dios para perpetuar el pueblo de Dios en el correr de los tiempos. Los bautizados son
consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del
Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios y
anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable (1Pe 2,4-10) (LG 10).

3. PENTECOSTES: FIESTA DEL ESPIRITU EN EL MUNDO

Hombre en Fiesta: Pentecostés - El Espíritu en el Mundo entero

El hombre, que ha salido del agua bautismal o renovado su bautismo en la Vigilia pascual,
vive la pentecostés pascual, los cincuenta días de fiesta, como tiempo de gracia, simbolizado en la
vestidura blanca de su bautismo, que viste en la celebración eucarística. Es el tiempo gozoso de la
mistagogia: catequesis sobre los «signos», gestos y palabras, experimentados en la celebración
pascual. El OICA presenta «el último tiempo de la iniciación cristiana como el tiempo de la
mistagogia», es decir, el tiempo «en que se consigue una más plena y fructuosa inteligencia de los
misterios con la novedad de la catequesis y especialmente con la experiencia de los sacramentos
recibidos» (n.38).[18]

Esta catequesis se orienta a la iniciación a los signos litúrgicos, constituidos por hechos,
cosas, gestos y palabras, que introducen al neófito en la participación, mediante el Espíritu Santo,
en el misterio salvífico de Cristo, que se da al hombre concreto en todo su ser, como espíritu
encarnado en el mundo, dinámicamente inserto en la historia, en diálogo creador con los otros. La
luz, la palabra creadora, el agua, el pan, el vino, el aceite, la asamblea, el canto.... revelan el
misterio de salvación, «que evocan y realizan».[19]

Las homilías mistagógicas de S. Ambrosio, Cirilo de Jerusalén, Juan Crisóstomo y Teodóro de


Mapsuestia, por citar los principales autores de las homilías mistagógicas que poseemos, son un
acto litúrgico, que iluminando a los neófitos el sentido de los sacramentos les llevan a vivirlos. La
mistagogia ilumina el misterio escondido en la Escritura y celebrado en la liturgia, recurriendo a los
símbolos para expresar la vivencia de las realidades espirituales, de suyo inefables, pero que el
símbolo con su fuerza expresiva hace visible, tangible y concreto. Símbolo, tipo o figura no son
algo externo a la realidad significada. Un acontecimiento del Antiguo Testamento es símbolo de la
salvación realizada en Cristo y actualizada mediante el Espíritu Santo en la liturgia, pues ya
contenía en germen esta realidad celebrada en la Iglesia. El tipo está en la continuidad entre
creación, historia de salvación, cumplimiento en plenitud en Jesucristo y actualización e
interiorización mediante el Espíritu Santo en el cristiano dentro de la Iglesia.

Al comienzo de la Vigilia, al encender el cirio pascual con la luz nueva sacada del pedernal,
el bautizado ha escuchado: «La luz de Cristo que resucita glorioso disipa las tinieblas del corazón y
del espíritu». En vida se actualiza la luz de la creación, que como columna de fuego le guiará en el
camino hacia el Reino. El sabe por experiencia que, por nacimiento, pertenece a las tinieblas, pero
sabe también que Dios «le ha llamado de las tinieblas a su luz admirable» (1Pe 2,9). En el bautismo
«Cristo le ha iluminado» (Ef 5,14) y de tiniebla que era ha sido transformado en "luz en el Señor"
(Ef 5,8). La catequesis mistagócica se lo ilumina y el Espíritu que ha recibido en el bautismo se lo
testimonia.

De este modo la catequesis mistagógica recoge los «tipos» de la salvación, es decir, los
acontecimientos del pasado, que hallan su cumplimiento en los sacramentos de la Iglesia. El
Espíritu que aletea sobre las aguas, el agua del diluvio con su significado de muerte al pecado y de
nacimiento del hombre justo, el paso del mar Rojo, las aguas del Jordán y el agua que brota del
costado abierto de Cristo son tipo del agua bautismal. San Ambrosio, por ejemplo, en su tratado
sobre los Sacramentos comenta a propósito del diluvio: «También el diluvio fue una figura
anticipada del bautismo... El diluvio hizo perecer toda la corrupción de la carne, mientras salvó la
estirpe del justo. Así, pues, el diluvio ¿no es el bautismo en el que quedan cancelados todos los
pecados mientras resucitan únicamente el espíritu y la gracia del justo. (2,4). Y Tertuliano llamará
al diluvio "bautismo del mundo, pues purificó el mundo de la mancha antigua".[20]

Sobre la túnica blanca, dada al bautizado, dice San Ambrosio: «Luego has recibido una
túnica blanca para manifestar que has sido despojado de la vestidura del pecado y te has revestido
con el vestido cándido de la inocencia...; las vestiduras de Cristo eran blancas como la nieve,
cuando mostró en el Evangelio la gloria de la resurrección... Después de haber recibido estas
vestiduras blancas con el baño de regeneración, la Iglesia dice en el Cantar: Morena soy, pero
hermosa, hijas de Jerusalén; negra por la fragilidad de la naturaleza humana, bella por su gracia;
negra al estar formada por pecadores, hermosa por el sacramento de la fe» (Ibídem, 35).

Nuevo estilo de vida

San Cirilo de Jerusalén, anunciando a los catecúmenos las catequesis mistagógicas, les dirá:
«Después del santo y salvífico día de Pascua... escucharéis otras catequesis. En ellas seréis
instruidos sobre las realidades vividas mediante la palabra del Antiguo y del Nuevo Testamento. En
primer lugar sobre lo hecho antes del bautismo; luego sobre el modo como habéis sido purificados
del pecado por el Señor con el baño del agua y la palabra; a continuación sobre cómo habéis sido
constituidos sacerdotalmente partícipes del nombre de Cristo, sobre cómo se os ha dado el sello
de la comunión del Espíritu Santo; sobre los misterios del altar, que han tenido su comienzo. Y
finalmente os hablaré del estilo de vida que conduce al cristiano a la vida eterna».[21]

En toda vida humana hay una correspondencia entre el ser y su estilo de vida, entre el
sentido de la vida que se ha encontrado y el estilo de vida que se desarrolla. El sentido de la vida
da al hombre un corazón firme y esto deja su sello en la actitud de vida. Una vida llena de sentido
adquiere forma. La vida en el Espíritu se convierte en vida según el Espíritu. El estilo de vida del
cristiano lleva su sello: «vida digna del Evangelio» (Filp 1,27). Es un estilo evangélico, que es lo
contrario del legalista. Quien vive bajo la ley siempre tiene miedo, tiene siempre la impresión de
tener que ser distinto de lo que es; ser cristiano se convierte en un ideal, en algo que deberíamos
ser, pero que lamentablemente no somos. Por ello, la vida bajo la ley se convierte en una
exigencia, en una vida oprimida y atormentada. Una vida según el Evangelio, en cambio, libera al
hombre de sí mismo y lo llena de la fuerza del Espíritu. Uno se acepta tal como es, con sus
posibilidades y sus límites, y gana una espontaneidad nueva del corazón. Vive con Dios en la
alianza de la libertad. También la vida según el Evangelio tiene su disciplina, pero es la disciplina
del amor creador en la alegría del Espíritu, que le conduce.

Como escribe Moltmann, «los cristianos son artistas y su arte es su vida. Su vida es
expresión de su fe y de sus experiencias del Espíritu de Cristo. La vida cristiana es el ars Deo
vivendi, el arte de vivir con Dios y para Dios. De modo que somos 'artistas de la vida' y cada uno
hace de su vida una obra de arte que expresa algo de la belleza de la gracia divina y de la libertad
del amor divino».[22]

En realidad, el artista que modela la vida del cristiano es el Espíritu Santo, que «según la
misericordia de Dios regenera a los creyentes mediante el baño bautismal» (Tit 3,4ss). Esta
regeneración en el Espíritu Santo se da entre los hombres ya en el presente, haciéndoles ya ahora
herederos de la vida eterna. Quien ha renacido en el Espíritu, vive en la esperanza de la gloria
futura, gustada en esta vida, aunque vive en el mundo, con el mundo y para el mundo, que se
convierte en escenario de la gloria de Dios. De esta certeza nace el estilo cristiano de vida según el
Espíritu.

El don del Espíritu de Cristo mira, en primer lugar a la persona y se dirige a la constitución
de la persona en Cristo. Cambia al hombre en la profundidad de su espíritu, es decir, en la actitud
fundamental de su libertad ante el Dios del amor. Y desde esta interioridad orienta la totalidad
corpóreo-espiritual del hombre hacia su transformación total en una existencia nueva en Cristo
(Cfr. GS 18,22,45). El don del Espíritu lleva un dinamismo interior que transforma el corazón del
hombre y le vivifica en espontaneidad capaz de llevar frutos abundantes. La presencia del Espíritu
en nosotros se manifiesta en la progresiva liberación del egocentrismo, en el abandono de una
mezquina preocupación por el propio perfeccionamiento y, por consiguiente, en la orientación
hacia el misterio y el mandamiento nuevo del amor de Dios y del prójimo: «Dios ha derramado su
amor en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado» (Rom 5,5). El amor al prójimo
viene a ser sacramental cuando se lo vive en reconocimiento del amor de Dios, cuando se lo
percibe como don del Espíritu. La vida según el Espíritu convierte cada momento en un kairós de
gracia, que se traduce en una vida vivida en gratitud y alabanza a Dios y en fruto abundante de
amor agradecido para la salvación del mundo.

Donde nos sentimos acogidos, nos sentimos felices. San Pablo dirá: «Acogeos mutuamente
como Cristo os acogió para gloria de Dios... y que el Dios de la esperanza colme vuestra fe de
alegría y paz, para que con la fuerza del Espíritu Santo desbordéis de esperanza» (Rom 15,7.13). La
persona que se siente acogida por Cristo, con la fuerza de su Espíritu pierde el miedo y se abre a
los demás. Los prejuicios caen como escamas de los ojos. Los demás, que son distintos, que
piensan, sienten y quieren de manera distinta, no le causan temor e inseguridad, porque ya no
necesita autoafirmarse. La otra persona, con sus peculiaridades, se le convierte en una sorpresa
que acepta como don. Somos capaces de acogernos porque Cristo nos acogió para gloria de Dios,
que el Espíritu nos testimonia como Padre. La esperanza, entonces, se desborda con la fuerza del
Espíritu Santo, pues la esperanza se vive y se robustece cuando salimos de nosotros mismos y
participamos con gozo de otra vida. La esperanza se hace concreta en la comunión que crea el
Espíritu entre los que une en un solo cuerpo.
La Eucaristía es el signo visible del don del Espíritu a la Iglesia. Unos hombres distintos,
separados y opuestos por todos los gérmenes de división que llevan consigo por su condición de
pecadores, pero lavados en el baño de regeneración y trasladados al reino que inaguró la
resurrección del Señor y vivificados por el Espíritu, se convierten en Iglesia, que bendice con una
sola voz y un solo corazón al Padre. Una misma savia, un único flujo, que emana de Aquel que es a
la vez cabeza y plenitud, un mismo soplo vital, el Espíritu Santo, que actúa de modo distinto en los
diversos miembros, prepara, mediante el ministerio de todos, el crecimiento armonioso de todos
hasta la plena estatura del hombre perfecto, en el día en que Cristo, cabeza y miembros, se
presentará al Padre en la Pascua por fin plenamente realizada.

Gracia y fidelidad

«Gracia y fidelidad» se besan en Dios. El Dios de la revelación es el Dios de la alianza


gratuita mantenida en su fidelidad. La liturgia es un gran salmo a esta gracia y fidelidad de Dios
(hésed y emeth). La hesed de Dios es su preocupación fiel por la obra de sus manos, a la que el
pueblo responde con alabanza y gratitud. Y Dios, en su gradual revelación, se mantiene siempre
fiel. Esto nada tiene que ver, desde luego, con la repetición de las mismas cosas o palabras. Es fiel
a lo largo de la historia en un crecimiento hacia la plenitud en Cristo: «Dios es fiel, otorga una
alianza de amor fiel al hombre, aunque éste no sea de fiar. Dios se entrega a Israel y manifiesta su
fuerza en la debilidad de sus elegidos. El mensaje de la fidelidad de Dios no subraya su inmovili-
dad, sino su elección irrevocable».[23]

A la alabanza de la fidelidad de Yahveh (Sal 36,6;89;109;25,40) sigue la súplica de que Israel


pueda también ser fiel (1Re 8,56ss;Sal 85,12-12). Y la fidelidad de Dios en el Antiguo Testamento
culmina en el anuncio de que enviará un siervo fiel; en El "la fidelidad brotará de la tierra y de los
cielos se asomará la justicia" (Sal 85,11-12).

María, la hija fiel de Israel, canta agradecida el cumplimiento en Jesús, su hijo, de las
promesas del Dio fiel (Lc 1,54-55). En Jesucristo, la gracia y la fidelidad de Dios alcanzan su
realización plena. «Todo está cumplido», dirá al entregar su Espíritu al Padre (Jn 19,30). Por este
Espíritu, sello de la fidelidad de Dios, sabemos que «si nosotros somos infieles, El permanece fiel,
pues no puede negarse a sí mismo» (2Tim 2,11-13).

Pero, en realidad, los verdaderos discípulos de Cristo son llamados fieles. Mediante el
Espíritu de Cristo, reciben la fe y la fidelidad: «El os mantendrá firmes hasta el fin» (1Cor 1,8;Jn
15,7-16;2Jn 4,6). La fe fiel da perseverancia hasta el martirio (Ap 20,3-7;13,10;Heb 6,12;1Pe
1,7;2Tes 3,2-6).

Hoy que, en nuestra sociedad, las certezas se tambalean, dando la impresión de vivir
siempre de lo provisional,[24] es preciso despertar la memoria, que sostenga la imaginación. El
memorial de la fidelidad de Dios será el apoyo firme de la fidelidad para el futuro. En el diálogo
con el Dios fiel encuentra el cristiano la garantía de su fidelidad para las decisiones de vida que
implican su futuro: matrimonio, celibato... En el lenguaje actual se abusa de la palabra
compromiso: «yo me comprometo, yo me obligo de cara al futuro»,[25] orientando la atención, en
forma narcisista y farisea, hacia uno mismo. Se ignora el carácter dialogal, responsorial de la
fidelidad. La fidelidad es fidelidad a otro. Si es fidelidad a sí mismo, al propio compromiso, a la
propia conciencia, el hombre con suma facilidad justifica la revocación de su compromiso en
nombre de la fidelidad a sí mismo.[26]

La crisis actual de fidelidad es crisis de fe. Sin presencia, sin «estar con» es impensable la
fidelidad. La fidelidad a ideas o a principios jamás tendrá una garantía firme. Sólo mediante la fe
en Jesucristo, fidelidad encarnada, recibimos la capacidad -su Espíritu- de ser fieles a Dios. El
creyente puede implicar su vida en una decisión irrevocable confiando en la fidelidad de Dios, que
le sostiene con el don del Espíritu Santo: «Pues fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a la
unión con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro» (1Cor 1,9;10,13). Dios ha sido el primero en
comprometerse con nosotros, confiando en nosotros a pesar de nuestra debilidad, y muestra su
fidelidad con tal abundancia que nosotros -en respuesta agradecida- experimentamos confianza y
somos por su gracia capaces de responder fielmente a su alianza. Como dice V. Jaukelevitsch, «la
fidelidad inspira confianza y seguridad; al mismo tiempo, la confianza llama a la fidelidad».[27]

Dios, siempre fiel, que nunca nos olvida, nos llama a celebrar sus acciones maravillosas en la
pentecostés pascual, haciendo memoria de su fidelidad. El memorial de su fidelidad nutre la
gratitud y la fidelidad: «Un recuerdo agradecido es la condición para un corazón fiel».[28] Los
olvidadizos del pasado, los desagradecidos, por el contrario, carecen de raíces y de fidelidad a la
hora presente y al futuro. Sólo el memorial, que nos enraíza en los designios y bondad del Dios fiel,
hace nuestra libertad creadora, abierta sin temores ni utopías ilusorias a la historia creadora de
Dios: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os
recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26).

La fe de Israel es la respuesta a un sentirse elegido por Dios. Es una respuesta gozosa y


exultante a la iniciativa de gracia por parte de Dios. Dios le ha elegido, le ama, asiste, le garantiza
el presente y el futuro. La fe en esta elección divina lleva a Israel a confiar en El, a obedecerle, a no
claudicar ante los enemigos y las aflicciones cotidianas. Este reconocimiento de la bondad del Dios
de la alianza es el germen del amor a Dios sobre todas las cosas, del Shemá que envuelve la vida
diaria del israelita fiel. De este modo la fe en Dios configura su vida, que se hace una bendición
constante: por la luz del amanecer, el agua que refresca la cara, el pan que nutre la vida... hasta el
sueño que da reposo en la noche. La vida se hace bendición, fiesta de la vida.

Novedad de la vida en el Espíritu

Esta fe de Israel está alimentada por la contemplación de las obras de Dios, las maravillas de
la creación y de su propia historia: la vida de los patriarcas, la liberación de Egipto, el paso por el
desierto, el don de la tierra... Detrás de estos acontecimientos está la experiencia de su vida y de
su historia, sostenida y guiada por su Dios y salvador (Dt 11,1-7;Sal 116;136). Del acontecimiento
salvador, Israel aprendió a conocer el mundo como creación de Dios. Israel descubrió a través de
su experiencia salvífica a Dios como Creador y Señor del mundo; el Dios de la alianza es el Dios
creador del cielo y de la tierra. Esta luz ilumina la «creación en el principio» (Gen 1,1) y la
«creación escatológica»; abre el mundo de la creación a la esperanza de la creación del «nuevo
cielo y de la nueva tierra» (Is 65,17).[29] A la luz de la Escritura, la creación de Dios aparece en una
triple dimensión: en el principio del tiempo, en el tiempo de la historia y en el tiempo escatológico.
El término creación designa la creación inicial de Dios, su creación a lo largo de la historia y la
creación consumada, inaugurada ya en la resurrección de Cristo, llevada adelante en los hombres
mediante su Espíritu, pregustada en la celebración litúrgica, y cuya plenitud llegará «cuando hayan
sido sometidas a Cristo todas las cosas y entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha
sometido a El todas las cosas y Dios sea todo en todo» (1Cor 15,28), es decir, «cuando la creación
sea liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos
de Dios» (Rom 8,19ss). Las expresiones bíblicas «reino de Dios», «vida eterna» y «gloria»
describen esta meta escatológica de la creación de Dios. El signo de esta esperanza tanto en los
profetas como en los apóstoles es siempre lo «nuevo», que Dios crea. Así el Antiguo Testamento
habla de un nuevo Exodo, de una nueva vuelta a la tierra, de una nueva Sión, un nuevo cielo y una
nueva tierra. Y el Nuevo Testamento, de una nueva alianza, de una nueva vida, de un hombre
nuevo, de un mandamiento nuevo, de una nueva creación...

Esta novedad es la obra del Espíritu Santo. Ya la creación es un acontecimiento trinitario. El


Padre crea por el Hijo en el Espíritu Santo. Leemos en san Basilio «En la creación de los seres,
contempla al Padre como fundamento que dispone, al Hijo como el creador, y Espíritu como
consumador; de forma que los espíritu servidores tienen su comienzo en la voluntad del Padre
empiezan a ser por la actividad del Hijo, y alcanzan su consumación mediante la asistencia del
Espíritu».[30]

El Espíritu se encarga de llevar a término la obra del Padre y del Hijo. Sólo por el Espíritu
podemos ser engendrados de nuevo (Jn 3,3-7) a una vida nueva como hijos de Dios. Nuestra
adopción a hijos de Dios está totalmente marcada por el Espíritu: filiación que nos engendra a la
libertad y fidelidad propia de los hijos de Dios. «El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del
Señor hay libertad» (2Cor 3,17). La expresión fundamental de esta libertad otorgada a los hijos de
Dios en el Espíritu es la dedicación a la gloria de Dios, de forma que toda nuestra vida se convierte
en alabanza de Dios. De esta forma, nuestra vida se inserta en la perspectiva de la Eucaristía,
donde Jesús está presente en poder del Espíritu Santo, por medio del cual se entregó por nosotros
y a nosotros. Cuando, por el mismo Espíritu, nos unimos a Cristo, nuestra vida redunda en
alabanza al Padre. Con Cristo nos hacemos un solo cuerpo y un solo espíritu, manifestando en la
vida la gloria de la bondad de Dios, santificando su nombre (Cfr. Ef 1,10).

La gratitud, señal primera de una vida en el Espíritu, produce las virtudes escatológicas:
esperanza, vigilancia y discernimiento. Quien acepta esta nueva libertad, dejándose mover por el
Espíritu, vive su vida como un don gratuito. Escoge a Cristo, porque se sabe escogido por El; ora a
Dios con agradecimiento, porque antes de orar se sabe llamado y elegido por Dios. Así, los que
viven guiados por el Espíritu tienen una nueva existencia; han dejado de pertenecerse
egoísticamente a sí mismos; se sienten enviados a dar a conocer la bondad de Dios a los hombres.
Su dedicación surge de la gratitud a Dios que les inunda con su gracia (2Cor 5,14-15). Glorifican a
Dios con su cuerpo en expresión total de amor (1Cor 6,20).

El Espíritu desarrolla siempre su actividad dentro de una comunidad de creyentes, donde


cada uno recibe una manifestación del Espíritu para la edificación de todos y todos juntos reciben
la fuerza del Espíritu para su misión de ser luz para el mundo y sal para la tierra, de modo que los
hombres den gloria a Dios Padre que está en los cielos (Mt 5,13-16). Toda gracia, comenzando por
la fe y el don del Espíritu, es gracia eclesial con polaridad sacramental. La Iglesia misma, en su
concreción histórica, es sacramento, símbolo real del triunfo escatológico de la gracia de Dios. En
ella se hace presente. Y a través de ella, en sus realizaciones sacramentales y en sus actuaciones
impulsada por el Espíritu, Cristo obra esta gracia de Dios en el hombre. La Iglesia, pues, en el
mundo se hace tangibilidad de la gracia. Y la liturgia celebra esta gracia de Dios.

Toda celebración supone una asamblea. La comunidad, que en la vida ordinaria se halla
dispersa, se reencuentra y de ese modo inicia la alegría, la fiesta del volver a verse, de estar juntos,
del compartir interpersonal. La celebración cristiana es fiel a esta ley de toda fiesta. Los autores
más antiguos, al describirnos la liturgia primitiva de los cristianos, señalan como primer rasgo de la
celebración el hecho de reunirse, de desplazarse y trasladarse a un mismo lugar para reunirse en
asamblea. Los cristianos vuelven de la «diáspora» en que normalmente viven, de su dispersión
misionera, de su presencia en medio del mundo (Jn 7,35;11,52;Sant 1,1;1Pe 1,1) para formar su
asamblea comunitaria.[31]

Los Hechos (1,15;2,44.47) insisten en esta realidad de la reunión periódica para compartir la
fe, la plegaria, la fracción del pan y los bienes materiales. Y de los cristianos en cuanto miembros
de esta asamblea celebrativa se resalta reiteradamente el homozymadón, es decir, la unanimidad
(He 1,14;2,46;4,24;5,12).[32] Los padres apostólicos,[33] lo mismo que la Didajé (14,1), la
Didascalia (13,1), las Constituciones apostólicas (2,59-63) volverán con calor sobre este tema. Y,
más tarde, Juan Crisóstomo llega a decir que el hecho de reunirse los que están dispersos es ya un
inicio de gozo, una alegría y, por tanto, una fiesta: «Aunque la cincuentena ha pasado, la fiesta no
ha pasado. Toda asamblea es una fiesta. Lo prueban las palabras de Cristo que dicen: donde dos o
tres estén reunidos en mi nombre allí estoy yo. La mayor prueba de que es fiesta la tenemos en
esta presencia de Cristo en medio de los fieles reunidos».[34]

El templo: «domus ecclesiae»

La asamblea es el sujeto de la celebración. Pero es también el espacio donde ésta acontece.


El ámbito donde tiene lugar la fiesta cristiana es la reunión de la comunidad. La comunidad
reunida en asamblea es el templo, el lugar de la presencia de Dios (Jn 4,23). La Iglesia en cuanto
comunidad de creyentes reunidos en asamblea, congregados en torno a Cristo por el Espíritu
Santo, es el nuevo templo (Ef 2,19-22;1Pe 2,5). El templo, en cuanto edificio material, se denomina
al principio del cristianismo «domus ecclesiae», casa de la Iglesia, es decir, morada de la
comunidad convocada.[35] Sólo mediante la comunidad es lugar de la presencia de Dios. Esto,
ciertamente, no le rebaja tanto como para convertirlo en una sala de conferencias o en un anfitea-
tro. El edificio, morada de la asamblea que celebra la liturgia santa, debe expresar su misterio
profundo, su significado cristiano-eclesial. Debe ser como una plasmación en piedra, en color, en
imagen, en luz de ese gran simbolismo que encierra la asamblea reunida para la celebración
festiva de los misterios cristianos; un reflejo, un eco plástico, visual de esas características
eclesiales de la comunidad reunida, de la comunidad celebrante con sus ministros, servicios,
gestos, signos, palabras. Debe ser una potenciación expresiva de todas las acciones de la
celebración litúrgica. El arte debe encontrar su ministerialidad en la celebración, hallando el
lenguaje del símbolo de la fiesta cristiana.[36]

Como imagen de Dios, el cristiano vive su vida como la realización de una obra de arte,
imprimiendo un toque de belleza en todo lo que palpa. El arte es un don de Dios. La Escritura nos
presenta el gran despliegue oficios y bellas artes que concurren en la construcción templo de
Jerusalén y del tabernáculo de Yahveh. El Señor mismo reviste de sabiduría a los artistas y
artesanos para manifestar su gloria y suscitar la alabanza y gozo de pueblo. El Señor habló a
Moisés y le dijo: «Mira que he designado a Besalel, de la tribu de Judá, y le he llenado del Espíritu
de Dios, concediéndole habilidad, pericia y experiencia en toda clase de trabajos, para concebir y
realizar proyectos en oro, plata y bronce; para labrar piedras de engaste, tallar la madera y
ejecutar cualquier otra labor» (Ex 31,1-5;Cfr. Ex 35,13ss).
J. Maritain denuncia la visión de Gide, diciendo «Es blasfemia maniquea mantener con
André Gide que el diablo deja su impronta en cada una de las obras de arte. Pensar de esta
manera es manifiestamente absurdo puesto que el diablo no es creador».[37] El punto de vista
cristiano fue expresado acertadamente por Pío XII:

Una de las características esenciales del arte consiste en una cierta afinidad intrínseca entre el arte
y la religión; esta afinidad convierte a los artistas en intérpretes de las perfecciones divinas
infinitas y, particularmente de las de la belleza y armonía de la creación de Dios. La función de
todo arte consiste, de hecho, en romper el tortuoso y estrecho marco de lo finito en el que se
encuentra metido el hombre mientras vive aquí abajo. Al mismo tiempo, el arte es una ventana
abierta al infinito para que pueda asomarse a ella el alma sedienta.[38]

La creatividad del artista, decía R. Guardini, «nace del deseo de una existencia tan perfecta
que no puede darse aquí abajo, pero que, según el convencimiento de las personas y a pesar de
todas las ilusiones, debe existir».[39]

Lo bello está abierto por sí mismo a la experiencia de la gloria de Dios. Viene de El y


conduce a El. La fe cristiana, como adoración y alabanza al Dios personal que ha hecho visible su
gloria en Jesucristo, inspira al artista para combinar su experiencia interior de totalidad y belleza
con su fe viva en el Dios personal: «En el arte sacro, cumbre de las bellas artes, tanto más pueden
dedicarse a Dios y contribuir a su alabanza y a su gloria cuanto más lejos estén de todo propósito
que no sea colaborar con sus obras para orientar los hombres a Dios» (SC 122).

En el arte sagrado, todo está orientado y dirigido a la plegaria, a la alabanza a Dios. La


liturgia de la Iglesia ha sido siempre testigo y fuente de creatividad. Y, recíprocamente, en la
liturgia el arte ha sido y es un medio significativo de la proclamación de la buena nueva de la
salvación. Por ello, en ningún otro campo choca tanto el mal gusto.[40]

La asamblea cristiana, templo del Espíritu de Dios hace del cuerpo de cada cristiano templo
del Espíritu Santo (1Cor 6,19). Y así, el cristiano eleva en su vida un «culto espiritual» a Dios (Rom
12,1). Toda su vida es una liturgia de alabanza a Dios. El Espíritu Santo que procede del Padre y del
Hijo, es la gracia personificada del amor de Dios. Los creyentes reciben el Espíritu Santo, y sus
dones, de la riqueza de la vida trinitaria. Y ante este don sólo cabe la gratitud: «La vida cristiana,
vida de gracia, de fe y amor, nace de la plenitud y, por consiguiente, es una vida en
agradecimiento, una vida eucarística.[41]
Hombre en fiesta: Vida eucarística

[1] R. CABIE, La pentecote, Tournai 1965;P. JOUNEL, La liturgie di Mystére pascal: le temps
pascal, LMD 67(1961)163-182;J. BELLAVISTA, La actual cincuentena pascual, Phase 11(1970)223-
231;A. BERGAMINI, Cristo festa della chiesa. L'anno liturgico, Roma 1982;H. CAZELLES.-P.
EVDOKIMOV.-A. GREINER, Le mystère de l'Esprit Saint, Tours 1969; X LEON-DUFOUR, Resurrección
de Jesús y misterio pascual, Salamanca 1978; H. MUHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca
1974.

[2] Ver Fiestas, en los Diccionarios bíblicos y litúrgicos. E.C. SCHLESINGER, Tradiciones y
costumbres judías, Buenos Aires 1970.

[3] Según Ex 24, la conclusión de la alianza tuvo lugar en una celebración litúrgica. Hay dos
cosas importantes en toda la ceremonia: 1) de la sangre (propiedad exclusiva de Dios) se ofrece
sólo la mitad a Yahveh, presentándola sobre el altar, mientras que, con la otra mitad, se rocía al
pueblo, diciendo: Esta es la sangre de la alianza que Yahveh ha hecho con vosotros, según todas
estas palabras; 2) antes de que se rociara al pueblo, es decir, en medio de la liturgia de la alianza,
Moisés tomó el libro de la alianza y lo leyó ante el pueblo, que respondió: Obedeceremos y
haremos todo cuanto ha dicho Yahveh. La "liturgia de la palabra", con la palabra del Dios de la
alianza y la respuesta del pueblo, da a la alianza una relación comunitaria profundamente
personal. Y mediante la acción de rociar a la comunidad con la sangre de la alianza, que pertenece
a Dios, Dios mismo la declara alianza de sangre, esto es, el lazo más estrecho e indisoluble
mediante el cual Dios se puede unir con los hombres. Cfr. A. DEISSLER, Revelación personal de
Dios en el AT, en Mysterium Salutis II, Madrid 1977, p.195-232.

[4] Ver Alianza en los diversos diccionarios.

[5] EUSEBIO DE CESAREA, De solemnitate Paschali, 5: PG 24,693.

[6] ORIGENES, Com.in Matth. 14,5. Cfr. R. CANTALAMESSA, La pasqua nella Chiesa antica,
Torino 1978.

[7] S. ATANASIO, Epistula festalis 1,10: PG 26,1366A.


[8] Tertuliano, De oratione 23,2.

[9] Idem, De baptismo 19,2.

[10] Idem, De corona 3.

[11] ORIGENES, Contra Celso 8,22: PG 11,1550.

[12] S. HILARIO DE POITIERS, Tractatus super Psalmos, Instructio 12.

[13] S. ISIDORO, De ecclesiasticis officiis, I,24:PL 83,769.

[14] S. IRENEO, Adv. haereses I,IV, 14,2,3.

[15] Y. CONGAR, Santa Iglesia, Barcelona 1965, p.441.

[16] SANTO TOMAS, In Rom c.8,lett 1; Cfr. E. JIMENEZ, Moral eclesial, Bilbao 1989,
p.71-85;181-203.

[17] P. EVDOKIMOV, L'Esprit Saint dans la tradition Orthodoxe, Paris 1969.

[18] OICA= Ordo initiationis christianae adultorum. Cfr. E. BARGELLINI, Catechesi e liturgia: é
ancora attuale il metodo mistagogico dei Padri?, Vita monastica 116 (1974)37-67;G.
FRANCESCONI, Storia e simbolo, Brescia 1981;T. FEDERICI, La mistagogia della Chiesa. Ricerca
spirituale, en Mistagogia e direzione spintuale, Milano 1985, p.162-245;D. SARTORE, La
mistagogia, modello e sorgente di spiritualità cristiana, Rivista liturgica 73(1986)508-521;E.
MAZZA, La mistagogia. Una teologia della liturgia in epoca patristica, Roma 1988.

[19] Ibídem, n.115.


[20] TERTULIANO, Tratado sobre el bautismo 8,4.

[21] CIRILO DE JERUSALEN, cat XVIII,33.

[22] J. MOLTANN, Un nuevo estilo de vida, Salamanca 1981, p.29-32.

[23] E. SCHILLEBEECKX, Christus und die Christen, Friburgo 1977, p.84-92;A. DUMAS, Théologie
de la fidelité, Paris 1970.

[24] V. AYEL, Inventer la fidelité au temps des certitudes provisoires, Lyon 1976.

[25] T. KEMP, Théorie de l'engagement, Paris 1973.

[26] M. NEDONCELLE, De la fidelité, Paris 1955; M. JOULIN, Vivre fedele, París 1972;A. DUMAS,
Théologie biblique de la fidelité, París 1970;P. de LOCHT, Los riesgos de la fidelidad, Salamanca
1974.

[27] V. JAUKELEVITSCH, Le courage et la fidelité, en Traité des vertus II, 1970,p.415.

[28] Idem, p.411;Cfr. B. HAERING, Libertad y fidelidad en Cristo II,Barcelona 1982, p.76-99.

[29] Cfr. G. von RAD, Teología del AT, I, Salamanca 1986, p.173.

[30] SAN BASILIO, De spiritu sancto 31d: PG 32,136B.

[31] SAN JUSTINO, Apología 1ª,c.65.

[32] P. TENA, La palabra ekklesia, estudio histórico-teológico, Barcelona 1958.


[33] Cfr. IGNACIO DE ANTIOQUIA, Efs. 5,5;Magn. 7,1; CIPRIANO, De domenica oratione
8;S.AMBROSIO, De officiis ministrorum I,29,142.

[34] JUAN CRISOSTOMO, Samo 5º super Anna: PG 54,669.

[35] NICETA DE ROMESIANA, Sermo A, 22,6;EUSEBIO DE CESAREA, Hist. ecles, VII, XIII,13.

[36] Cfr. A.G. MARTIMORT, La Iglesia en oración, Barcelona p.207-225.

[37] J. MARITAIN, Art et scholastique, Paris 1927, p.245.

[38] PIO XII en Saludo a los artistas italianos el 8-4-1952.

[39] R. GUARDINI, Sobre la esencia de la obra de arte, Madrid 1961.

[40] H. CHARLIER, L'art dans la communauté chrétienne, en Probleme de l'art sacré, Paris 1951.

[41] H.U. von BALTHASAR, Verbum caro, Einsiedeln 1960, p.1979

V FIESTA DEL CUERPO

1. FIESTA DE LA CARNE

El hombre según el Espíritu no es un ser angélico, sino el hombre concreto, de carne y


hueso. Es el hombre, que debido a su condición encarnada opera siempre en el marco
espacio-temporal en donde le ubica su corporeidad; opera en la historia.

Encarnación de Cristo
Macluhan dirá que «el mensaje es el medio». De aquí que la propia revelación de Dios y la
donación de sí mismo alcance su plenitud en la encarnación de Cristo: «En estos últimos tiempos
Dios nos ha hablado por medio del Hijo» (Heb 1,2). En Cristo y por medio de El, el Padre vuelve su
rostro hacia nosotros con toda su gloria y amor.

Jesús viene al mundo como manifestación de Dios. Es la luz que brilla en las tinieblas. Al
compartir con nosotros su vida y su luz nos permite caminar en la verdad (1Jn 1,5-7). En El
tenemos la palabra de Dios en la que fueron hechas todas las cosas. Jesús, Palabra encarnada, es
la meta de la creación, el blanco de los anhelos de la historia humana, el centro de la humanidad,
el gozo de todos los corazones y la respuesta a todas sus aspiraciones y preguntas (GS 45). Toda la
historia y el mundo tienen en Cristo su último sentido. Todo ha sido creado en El y en vistas a El.
Por eso podrá decir Pascal: «No solamente no conocemos a Dios más que por Jesucristo, sino que
no nos conocemos a nosotros mismos más que por Jesucristo. Fuera de Jesucristo no sabemos lo
que es ni nuestra vida, ni nuestra muerte, ni Dios, ni nosotros mismos».[1]

Mysterium, en el Nuevo Testamento, designa el gran secreto de la sabiduría de Dios, del


plan divino sobre la historia de los hombres, que sólo puede ser revelado por su palabra y que de
hecho se revela en su Palabra definitiva: Cristo, la Palabra hecha carne (Jn 1,14). La encarnación de
Cristo es la venida de Dios a un mundo cerrado, para que éste se abra a Dios y los cielos se abran
para el mundo. Con Cristo encarnado la historia se cumple, llega la plenitud de los tiempos, pero
esta plenitud es la apertura, realizada en Cristo, del mundo a la vida de Dios. «Cristo es la imagen
de Dios» «por medio del cual fueron creadas todas las cosas» (Col 1,15s;Heb 1,3). Por ello, como
Hijo de Dios, es también el primogénito. Y los creyentes en El han sido destinados por Dios a
reproducir la imagen de su Hijo (Rom 8,29). En la creación del hombre «a imagen de Dios» hay ya
una referencia a Cristo. El hombre ha sido creado en vistas a reproducir la imagen de Dios que es
Cristo. Su creación, por consiguiente, está abierta a la encarnación. La cristología es la
consumación de la antropología «Solo Cristo descubre el hombre al hombre» dirá la GS.

Con la encarnación de Jesucristo, el amor divino asume la dimensión de la historia. Jesús


ama como un israelita, como el hijo del carpintero y como persona de su tiempo. Entra en la
historia, actúa históricamente y configura la historia manifestando su amor divino y humano.
Después de El, la historia jamás volverá a ser lo que fue anteriormente; tampoco será una mera
repetición de sus acciones y palabras. El ha inaugurado una historia de amor que, a medida que se
despliega, desarrolla la fuerza de su vida, muerte y resurrección hasta que logre su plenitud. Este
amor es la realidad más poderosa y decisiva de la historia. Es un amor que se arraiga y encarna en
toda la vida humana, hasta crear la línea fronteriza entre los hombres: «Dos amores fundaron dos
ciudades, a saber: el amarse a sí mismo, hasta el desprecio de Dios, fundó la ciudad terrena; y el
amor de Dios, hasta el desprecio de sí mismo, la celestial.[2]
Dios pone su morada en la tierra

La revelación divina tiene una dimensión histórica en cuanto que ha tenido un comienzo y
un cumplimiento en el mundo y tiempo de los hombres, y una dimensión geográfica, en cuanto
que ha tenido como centro una tierra particular y concreta, patria del pueblo a quien Dios se
manifestó con palabras y hechos, que se entrecruzan coherentemente. Es la tierra de Israel, tierra
prometida, tierra santa, heredad de Yahveh.[3]

La encarnación del Hijo de Dios ha sido integral y concreta. El Hijo de Dios ha querido ser un
judío de Nazareth en Galilea, que hablaba arameo, estaba sometido a padres piadosos de Israel,
los acompañaba al templo de Jerusalén, donde lo encuentran «sentado en medio de los doctores,
oyéndoles y preguntándoles» (Lc 2,46). Jesús crece en medio de las costumbres y de las
instituciones de la Palestina del siglo primero, aprendiendo los oficios de su época, observando el
comportamiento de los pescadores, de los campesinos y de los comerciantes de su ambiente. Las
escenas y los paisajes de los que se nutre la imaginación del futuro maestro, son de un país y de
una época bien determinados.

Nutrido con la piedad de Israel, formado por la enseñanza de la Thorá y de los profetas, a la
que una experiencia completamente singular de Dios como Padre permite dar una profundidad
inaudita, Jesús se sitúa en una tradición espiritual bien concreta, la del profetismo judío. Como los
profetas de otro tiempo, El es la boca de Dios y llama a la conversión. La manera es igualmente
típica de los profetas de Israel: el vocabulario, los géneros literarios, el paralelismo bíblico, los
proverbios, las paradojas, las bienaventuranzas y hasta las acciones simbólicas son las de la
tradición de Israel. Jesús está de tal manera ligado a la vida de Israel que el pueblo y la tradición
espiritual, en que se sitúa, tienen, por este mismo hecho, algo de singular en la historia de la
salvación de los hombres: este pueblo elegido y la tradición religiosa, que ha dejado, tienen una
significación permanente para la humanidad. El Verbo de Dios, por su encarnación, ha entrado en
una historia que lo prepara, lo anuncia y lo prefigura. Se puede decir que Cristo forma cuerpo con
el pueblo que Dios se ha preparado en vistas del don que hará de su Hijo. Todas las palabras, que
han proferido los profetas, preludian la Palabra subsistente que es el Hijo de Dios hecho hombre.
Así la historia de la alianza concluida con Abraham y, por Moisés, con el pueblo de Israel -
como también los libros que narran esta historia-, conservan para los discípulos de Jesús el papel
de una pedagogía indispensable e insustituible. Por lo demás, la elección de este pueblo, del que
ha salido Jesús, jamás ha sido revocada. «Mis hermanos según la carne -escribe Pablo-son los
israelitas, de quienes es la adopción filial y la gloria y la alianza y la legislación y el culto y las pro-
mesas y los patriarcas; y de quienes procede Cristo según la carne» (Rom 9,3-5). El buen olivo no
ha perdido sus privilegios en favor del olivo salvaje que ha sido injertado en él (Rom 11,24).

De este modo, el Verbo hecho carne, el Hijo de Dios hecho hombre, asumiendo una raza, un
país y una época, ha asumido la naturaleza humana. «Pues el Hijo de Dios, por su encarnación, de
alguna manera, se unió con todo hombre» (GS 22). La transcendencia de Cristo, no lo aísla por
encima de la familia humana, sino que le hace presente a todo hombre, más allá de todo
particularismo. «No se le puede considerar extranjero con respecto a nadie ni en ninguna parte»
(AG 8). «Ya no hay judío ni griego, ya no hay esclavo ni libre, ya no hay varón ni mujer, porque
todos sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28). Cristo nos alcanza tanto en la unidad, que formamos,
como en la singularidad de las personas en que se realiza nuestra naturaleza común de hombres.
El Verbo de Dios, en su Encarnación, no viene a una creación que le sea extraña. «Todas las cosas
han sido creadas por El y para El, y El es antes que todas las cosas y todas las cosas se mantienen
en El» (Col 1,16-17).

La historia de la salvación, que comienza con un pueblo particular, culmina en un hijo de ese
pueblo que es también Hijo de Dios, y a partir de este momento -plenitud de los tiempos- se
extiende a todas las naciones de la tierra, «mostrando la admirable condescendencia de la
sabiduría eterna» (DV 13). Y, aunque los paganos son «injertados en Israel» (Rom 11,11-24), hay
que decir que el plan original de Dios se refiere a toda la creación (Gen 1,1-2.4). En efecto, se
concluyó una alianza, por medio de Noé, con todos los pueblos de la tierra (Gen 9,1-17; Eclo
44,17-19). Esta alianza es anterior a las selladas con Abraham y Moisés. Por otra parte, a partir de
Abraham, Israel está llamado a comunicar a todas las familias de la tierra las bendiciones que ha
recibido (Gén 12,1-5;Jr 4,2;Eclo 44,21).

Esta convicción es la que domina la predicación de Jesús: en El, en su palabra y en su


persona, Dios hace culminar los dones que ya había otorgado a Israel y, a través de Israel, al
conjunto de las naciones (Mc 13,10;Mt 12,21;Lc 2,32). Jesús es la luz soberana y la verdadera
sabiduría para todas las naciones (Mt 11,19;Lc 7,35). En su misma actividad muestra que el Dios de
Abraham, ya reconocido por Israel como creador y señor (Sal 93,1-4;Is 6,1), se dispone a reinar
sobre todos los que creerán al Evangelio: más aún, Dios reina ya por Jesús (Mc 1,15;Mt 12,28; Lc
11,20;17,21). La intimidad completamente filial de Jesús con Dios y la obediencia amorosa, que le
hace ofrecer su vida y muerte al Padre (Mc 14,36), testifican que en El el designio original de Dios
sobre la creación, viciado por el pecado, ha sido restaurado (Mc 1,14-15;10,2-9;Mt 5,2 1-48).
Estamos ante una nueva creación y ante el nuevo Adán (Rom 5,12-19;1Cor 15,20-22). La novedad
es tal que la maldición, que golpea al Mesías crucificado, se convierte en bendición para todos los
pueblos (Gal 3,13;Dt 21,22-23) y que la fe en Jesús salvador sustituye al régimen de la ley (Gal
3,12-14). La muerte y la resurrección de Jesús, gracias a las cuales el Espíritu ha sido derramado en
los corazones, han mostrado las insuficiencias de las sabidurías y de las éticas meramente
humanas, e incluso de la Ley aunque dada a Moisés por Dios, pues todas ellas son capaces de dar
el conocimiento del bien, pero no la fuerza para cumplirlo, el conocimiento del pecado, pero no el
poder de substraerse a él (Rom 7,16ss;3,20;7,7;1Tim 1,8).

En el seno virginal de María

La concepción y nacimiento de Jesús significan un inicio nuevo en la historia, un comienzo


que supera la historia y la novedad que supone para el hombre. Es Dios mismo quien comienza de
nuevo. Lo que aquí empieza tiene las características de una nueva creación y se debe, por tanto, a
una intervención particular y específica de Dios. Aparece realmente «Adán», y, como «al
principio», viene «de Dios» (Lc 3,38). Tal nacimiento puede acontecer sólo a la «estéril», en el
seno virginal de María. La promesa de Isaías (51,1) se cumple concretamente en María: Israel
impotente, rechazado de los hombres y estéril, ha dado fruto. En Jesús, Dios ha puesto en medio
de la humanidad estéril y desesperada un comienzo nuevo, que no es fruto de la historia, sino don
que viene de lo alto. Es Dios quien da la vida; la mujer acoge en su seno esa vida que viene de
Dios. Sara, Raquel, Ana, Isabel, las mujeres estériles de la historia de la salvación, figuras de María,
muestran la gratuidad de la vida, don de la potencia creadora de Dios.

Los profetas, en su teología simbólica, presentarán a Israel como mujer, como virgen,
esposa y madre. Dios, en su alianza de amor esponsal, ha amado a la hija de Sión con un amor
indestructible, eterno. Israel es la virgen esposa del Señor, madre de todos los pueblos (Sal 86). En
la fecunda esterilidad de Israel brilla la gracia creadora de Dios. En la plenitud de los tiempos, la
profecía se cumple, las figuras se hacen realidad en la mujer, que aparece como el verdadero resto
de Israel, la verdadera hija de Sión (Cfr. Sof 3,14-17), la Virgen Madre: María. En María, la llena de
gracia, aparece plenamente la fecundidad creadora de la gracia de Dios.

María está situada en el punto final de la historia del pueblo escogido, en correspondencia
con Abraham (Mt 1,2-16). Este, «el padre de los creyentes», era el germen y el prototipo de la fe
en el Dios salvador. En María encuentra su culminación el ascenso espiritual por los largos caminos
del desierto y del destierro que se concreta últimamente en el resto de Israel, en María, la hija de
Sión, madre del Salvador. Así toda la historia de la salvación desemboca en Cristo, «nacido de
mujer» (Gal 4,4). María es «el pueblo de Dios» que da «el fruto bendito» a los hombres por la
potencia de la gracia creadora de Dios.

«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28). María es llamada al júbilo
mesiánico, eco de la llamada de los profetas a la hija de Sión, júbilo motivado por la gracia
benevolente de Dios, que viene a su pueblo (Is 12,6;Sof 3,14-15;Joel 2,21-27; Zac 2,14;9,9). María
es bienaventurada por la gracia de Dios. Distinguida porque Dios se ha inclinado hacia ella. «Dios
está contigo». Es la gracia, la plenitud de la gracia, la que la hace dichosa. No algo propio que ella
poseyera. Dios sólo ha visto en ella «su pequeñez». Es el don que Dios le concede gratuitamente lo
que la transforma. El «Dios en ella». Hay aquí un acontecimiento único. María es la culminación de
la espera mesiánica, la realización de la promesa. Pero María es figura de la Iglesia, figura del
cristiano, representa al hombre ante Dios, hombre que tiene necesidad de la gracia y que recibe
esa gracia. María, en toda su persona, es un testimonio de lo extraordinario de Dios, del amor
gratuito de Dios que acepta al hombre, abajándose hasta su pequeñez.

Como en María, así ocurre cuando a alguien se le concede escuchar las palabras: «Alégrate,
el Señor está contigo». Este hombre, pequeño o pecador, se convierte en un elegido, en un ser
recreado por la gracia de Dios, si como María dice «hágase en mí según tu palabra»,
experimentando "que nada hay imposible para Dios".

Pero, al ser obra de la gracia de Dios, es preciso reconocer antes la "pequeñez", la


"esterilidad", condición de la fecundidad de la gracia de Dios, como aparece en la virginidad de
María.

Hoy, en nuestra cultura cientifista, el nacimiento virginal, en cuanto hecho, en cuanto


realidad de la historia, es fuertemente contestada hasta por ciertos teólogos. Según ellos, lo que
importa es el sentido espiritual de la virginidad; el hecho biológico, dicen, no es importante para la
teología y sólo tiene sentido como medio de expresión simbólica. Esta visión, por muy plausible
que aparezca a la mente racionalista, es un engaño. La separación y exclusión de lo biológico de la
visión de la virginidad, olvida o niega al hombre. Lo corpóreo, lo biológico, es esencial al hombre.
El hombre es su cuerpo, aunque no se reduzca al cuerpo. Negar la densidad humana de lo
biológico es caer en el dualismo y negar la real encarnación de Cristo. Relegar lo corporal a la pura
biología o el hablar de «sólo biológico» es la antítesis de la fe bíblica, que, en su antropología
unitaria, ve la espiritualidad del cuerpo y la corporeidad de lo espiritual y divino. El intento de
conservar un destilado espiritual, después de haber excluido lo biológico, es la negación de eso
espiritual que afirma la fe en Dios hecho carne.[4]

Todo hombre es único y digno de amor


Todo hombre es único e irrepetible. Nunca puede quedar reducido a aquello que lo querría
aplastar, mutilar o anular en el anonimato de la colectividad, de las estructuras, del sistema. En su
singularidad, la persona no es un número, no es un eslabón más de una cadena, ni un engranaje
de la máquina de producción, no es tampoco un espíritu etéreo, partícula del progreso, eslabón de
la evolución. El Hijo de Dios, encarnado en el seno de una mujer, es la afirmación más radical del
valor de todo hombre:

Si celebramos tan solemnemente el Nacimiento de Jesús, es para testimoniar que todo hombre es
alguien único e irrepetible. Si las estadísticas humanas, las catalogaciones humanas, los sistemas
políticos, económicos y sociales, las simples posibilidades humanas no logran asegurar al hombre
el que pueda nacer, existir y trabajar como único e irrepetible, entonces todo eso se lo asegura
Dios. Para El y ante El, el hombre es siempre único e irrepetible; alguien eternamente ideado y
llamado por su propio nombre.[5]

El hombre puede amar al hombre desde que Dios se hizo hombre. Al hombre, que nos
parece miserable, insoportable, que se equivoca constantemente, Dios le amó tanto que tomó su
pobre carne y se hizo hombre Se metió en todas las estrecheces del hombre: en la estrechez del
seno materno, en la estrechez de un pueblo minúsculo y bajo la ocupación extranjera, en la estre-
chez del tiempo humano, de un ambiente insulso, de un cuerpo sometido a la sed, al hambre, al
cansancio, dolor y destinado a morir, en la estrechez del monótono quehacer diario, del fracaso...,
hasta entrar en la noche oscura del abandono de Dios y de la muerte. Nada humano se perdonó a
sí mismo. Tiene que valer la pena ser hombre, si Dios se hizo hombre, no se avergonzó de llamar a
los hombres sus hermanos, pues entró en la familia humana como uno de tantos. La eternidad
está ya en el interior del tiempo, la vida en el corazón de la muerte. Con El, en la tierra, la verdad
es más fuerte que la mentira, el amor más poderoso que el odio; la maldad del hombre está
irremediablemente vencida por la gracia de Dios. La humanidad no necesita de ningún
superhombre desde el momento que Dios se hizo hombre. El hombre es Dios, por gracia de Dios y
no por su esfuerzo prometeico, ambicioso e inútil. Podemos cantar, en la noche luminosa de
Navidad: Gloria a Dios, paz al hombre, en quien Dios se complace.

Dios está con nosotros, camina por nuestros caminos, prueba nuestra alegría y nuestra
miseria, vive nuestra vida y muere nuestra muerte. Nos redimió, porque compartió nuestra vida. Y
porque nos asumió irrenunciablemente, el Verbo de Dios no deja nunca de ser hombre. En El el
Dios transcendente está cerca, al alcance de toda palabra callada que susurra el corazón humano
en la oración y en la verdad oculta de su ser.

Historia profana e historia de la salvación son formalmente diversas y materialmente


idénticas. Formalmente diversas: la salvación transciende lo mundano, no es la resultante del
devenir temporal; la historia profana, contemplada en sí misma, es una realidad no redimida. Pero
materialmente son idénticas. La salvación desde la encarnación de Cristo, sucede en el mundo y en
el encuentro con el mundo, de forma que hay una historia salvífica que opera desde el interior de
la historia profana; la salvación tiene lugar en Cristo, persona histórica, localizable en un punto
concreto de nuestro espacio-tiempo.

2. NAVIDAD: FIESTA SACRAMENTAL

Inicio de la Pascua

La navidad celebra el misterio del Verbo encarnado en la luz y en la realidad del misterio
pascual. Del mismo modo que la predicación evangélica se remonta hasta la infancia a partir de la
resurrección y Juan proyecta en el Verbo encarnado la gloria del Resucitado, así la Iglesia
contempla y celebra la Navidad a la luz de la resurrección. La encarnación es ya el inicio de la
redención salvífica, la condición para la muerte y la resurrección. Para san León Magno, Navidad es
parte integrante del sacramento pascual, como su inicio. Es el inicio de la redención en la asunción
por parte del Hijo de la naturaleza humana, en la cual podrá consumar su pasión y se hará eficaz y
perpetua su resurrección según la carne. En el Cristo de la gloria está siempre presente el misterio
salvífico de su encarnación, la realidad de la carne asumida de la virgen María, el misterio de la
condescendencia divina y del «teandrismo» de la salvación.

El misterio pascual de Cristo es el quicio de la salvación, la fuente de nuestra reconciliación


y la plenitud del culto divino. En la pascua culmina el axioma teológico: "Caro est cardo salutis": la
carne es el quicio de la salvación.[6] Esta relación de la liturgia con Cristo encarnado y con la Iglesia
sacramento hace de la liturgia el momento actual de la historia de la salvación, en el que la Iglesia
proclama (evangelio) y celebra (misterio) la redención de Jesucristo. Esta liturgia cristiana tiene
sabor de cielo, pero también entrañas de tierra, que lleva a entrar en comunión con la situación
del mundo y del hombre para realizar la salvación concreta de la humanidad.
Odo Casel, en su obra maestra de madurez El misterio del culto cristiano, después de haber
expuesto que el «misterio divino» es Dios mismo que «desciende a su creatura y se revela en ella»
y que «para el apóstol san Pablo el misterio es la maravillosa revelación de Dios en Cristo..., el
misterio en persona, pues manifiesta en nuestra carne humana la divinidad que no podemos ver»,
prosigue,diciendo:

Desde que Cristo dejó de estar entre nosotros, lo visible en el Señor ha pasado a los misterios,
como decía san León Magno.[7] Su persona, sus acciones salvíficas, el influjo de su gracia se
encuentran en los misterios del culto, como dice Ambrosio: "Te hallo y te siento vivo en tus
misterios".[8] Así, el cristianismo, en su acepción plena y original ("evangelio de Dios" o "evangelio
de Cristo") no es, en consecuencia, ni una filosofía con fondo religioso, ni tampoco un sistema de
doctrina religiosa o teológica o un código moral, sino un misterio en el sentido paulino de la
palabra. Es una revelación de Dios a la humanidad. Es Dios que se revela a sí mismo en hechos y
gestos teándricos, pletóricos de vida y ricos en vigor, en hechos y gestos que, por esta revelación y
comunicación de la gracia, hacen posible el acceso de la humanidad a la divinidad. El cristianismo
es la entrada de Iglesia hasta el Padre eterno por el sacrificio y el don total y, en consecuencia, por
la gloria».[9]

El símbolo como plenitud del lenguaje

Incluso en nuestro mundo técnico, desacralizado y materialista, el hombre en los momentos


fundamentales y comunes de su existencia no puede por menos de actuar sacramentalmente, es
decir, dar un significado no material a las cosas. Nacimiento y muerte, la comida y la relación
sexual son algo más que pura biología, se cargan de un significado interno; lo biológico se hace
sacramento de otra realidad. La dimensión biológica en el hombre, en cuanto existencia espiritual,
recibe un nuevo significado y una profundidad nueva. El comer, por ejemplo, no es en el hombre
un simple engullir alimentos; el comer en el hombre se hace banquete, celebración, comunión con
los demás. El comer, pues, se carga de significado y se hace expresión del ser del hombre, espíritu
encarnado en el mundo, inserto en historia, en relación creadora con los demás. Su existencia le
aparece enraizada en la comunión con el mundo que le nutre y en la comunión con los demás, sin
los que su vida dejaría de ser humana; el comer se hace sacramento del don de la vida. No es el
hombre el fundamento de la vida, sino algo que le viene dado, es el ser con las cosas y con los
hombres. El comer, pues, hecho mesa, banquete, lleva en sí el símbolo sacramental, indeleble
hasta para el hombre técnico y materialista. Lo sensible se hace transparencia de lo espiritual. Las
cosas son más que cosas: son signos -o símbolos, como prefiere la antropología moderna-, cuyo
significado transciende su valor sensible inmediato.[10]
En esta realidad de la existencia humana entra Jesucristo en su encarnación. Dios se
comunica al hombre en su ser corpóreo y espiritual. No se trata de una comunicación de espíritu a
espíritu, según el dualismo idealista. Dios se comunica al hombre con hechos, palabras y cosas,
que poseen una trasparencia de la acción salvífica de Cristo; hechos, palabras y cosas,
sacramentos, signos visibles que manifiestan y realizan en la Iglesia lo que significan.

Pero no se trata sólo de los «siete sacramentos». La existencia íntegra del creyente en el
mundo, vivida en fidelidad al Espíritu de Cristo, se convierte en «culto espiritual» (Rom 12,1ss). Es
la liturgia de la vida, que hace de la existencia una fiesta. Este es el «culto en espíritu y verdad», el
culto definitivo de los últimos tiempos, realizado en la vida diaria en el mundo, bajo la presencia
del Espíritu.

Esta vida como culto, expresión de la alabanza escatológica en Cristo, en el tiempo de


peregrinación, con su corporeidad e historicidad, necesita de signos o símbolos para expresarse
personal y comunitariamente. Por ello, el culto de la vida tiene necesidad de la liturgia eclesial,
vida de la comunidad congregada por el Señor que canta agradecida la fidelidad eterna de Dios. La
asamblea litúrgica es el lugar donde se manifiesta la existencia misma de la Iglesia: es la ekklesia.
[11]

Los símbolos en la liturgia constituyen un lenguaje que prolonga e intensifica la palabra; su


poder evocador ilumina la palabra y saca a la luz los sentimientos interiores del hombre. La liturgia
no es sólo palabra, diálogo hablado entre Dios y su pueblo; es palabra acontecimiento; es acción,
alianza. Dios actúa y el hombre acepta la actuación de Dios. Tanto la acción de Dios como la
respuesta de acogida del hombre se realiza a través de signos; se sella la alianza con gestos, ritos y
no únicamente por medio de palabras. Más aún, palabra y acción -dabar- están íntimamente
vinculadas, constituyendo un único signo. La teología escolástica hablaba de materia y forma.

El signo litúrgico no es nunca arbitrario. Parte del lenguaje que Dios ha inscrito en las cosas
de la creación y en los repliegues del alma humana. Pero, además, la mayoría de los signos
litúrgicos son signos bíblicos y, por ello, «reciben de la Escritura su significación» (SC 24). En
cuanto signos bíblicos, los signos sacramentales realizan la gracia que significan; el agua del
bautismo no es sólo agua que lava; la eucaristía no es una comida cualquiera, sino memorial de
una historia de salvación... La liturgia, en sus gestos y acciones, reproduce las imágenes que la
Escritura nos ha hecho significativas de la historia de la salvación, cargando de un nuevo significa-
do su sentido original.

La liturgia de Israel y de la Iglesia se expresará, pues, mediante las cosas materiales de la


creación, como símbolos de las relaciones de Dios y su pueblo: la piedra como memorial del
encuentro divino (Gen 28,18), óleo derramado, como unción de reyes o sacerdotes, incienso (Sal
140,2) como símbolo de la nube de la presencia de Dios, que baja hasta el hombre o de la oración
del hombre que sube a la presencia de Dios, agua lustral, ceniza como símbolo de duelo
penitencial (2Sam 13,19;Est 4,1;14,2), manojo de hisopo (Ex 12,22), sal «de la alianza de Dios» (Lev
2,13;Num 18,19)... Cristo, igualmente, convierte ciertos elementos materiales en símbolos de la
nueva alianza: el pan, el vino, el agua, el aceite, el perfume y el pez... La Iglesia sigue la misma
línea de la revelación: fuego nuevo, luz, piedra, ceniza, mezcla de leche y miel, vestido blanco,
candelabros, flores, el soplo del álito, la imposición de manos...[12]

Los símbolos litúrgicos son primeramente símbolos cósmicos, pero al penetrar en la liturgia
reciben una nueva connotación, que les convierte en símbolos históricos, como sucede con las
fiestas. Ya Israel había injertado en el significado cósmico, en continuidad con él, una referencia a
la historia de la salvación: el pan ázimo y el cordero inmolado, el equinocio solar, el plenilunio...,
signos de la fecundidad primaveral de la tierra, les enriquece convirtiéndolos en símbolos
pascuales de la liberación de Egipto, primavera del pueblo. La Iglesia, siguiendo esta línea, les
enriquecerá de un contenido nuevo, refiriéndoles a Cristo. El símbolo es el mismo, pero el
significado es nuevo, se ha enriquecido.

El signo o símbolo es una realidad sensible que remite a otra realidad distinta de ella pero
con la que está unida mediante una relación objetiva. Gracias a esa relación, el símbolo participa
de la realidad simbolizada, que está enraizada en él y de algún modo lo hace presente. No sólo la
manifiesta, sino que la presencializa. Entrar, por tanto, en contacto con la realidad del símbolo es
entrar en comunión real con lo simbolizado. La realidad a la que nos lleva el símbolo es, en último
término, el misterio de Dios. El misterio es inefable, ciertamente, nada creado puede contenerlo.
Pero el misterio de Dios ha dejado su huella en las realidades sensibles de la creación. La creación
participa de su fuerza, de su vida, de su belleza. De ahí que cada realidad creada sea una huella
(logos spermatikós, dicen los padres), que nos remite a ese misterio y nos lo hace presente. En
todos los seres de la creación hay una huella del Creador.[13]

Toda cosa o acción humana puede ser considerada en sentido técnico (en cuanto sirve para
algo) o en sentido simbólico (en cuanto significa algo). El símbolo carga de sentido el ser y la
acción, que tomados sólo en sentido técnico vienen usados, instrumentalizados y vaciados de su
sentido y, en definitiva, de su ser. El símbolo, en cambio, descubre la profundidad de las cosas,
haciéndolas diáfanas y epifánicas.[14]

A lo largo de su historia, la Iglesia se ha expresado en símbolos. La teología católica presenta


a Cristo -palabra encarnada- como el símbolo original, que fundamenta todos los símbolos
litúrgicos. La humanidad de Cristo -su encarnación- es signo de la presencia invisible de su
divinidad y la manifestación de su fuerza salvadora. Cristo es el sacramento que hace visible a Dios
Padre, más aún, signo de la presencia real del Padre. Todas sus acciones, acompañadas de su
palabra, y especialmente su muerte y resurrección, participan de esta condición simbólica de
Cristo, son signos de salvación. Y, con Cristo, la Iglesia es el sacramento primordial: manifestación
y presencia de la salvación (Cfr. LG 1,48..). La revelación vista en términos simbólicos y la fe
cristiana como manojo de símbolos, que el creyente asimila y celebra, nos permiten definir
nuestra existencia, creando un mundo de vida y fiesta a partir de esos símbolos.[15]

El misterio de Dios y de la persona humana son siempre mucho más profundos de lo que los
conceptos abstractos pueden expresar. Necesitamos de los símbolos que apuntan y nos impulsan
hacia el misterio. El lenguaje simbólico, con sus imágenes complementarias, se dirige a la totalidad
de la persona, al espíritu y al corazón, a la mente y a la imaginación; iluminan, significa y mueven,
realizando lo significado, a la persona entera. Cristo, imagen visible de Dios invisible, es el símbolo
real y eficaz, pues en El el amor ha tomado la carne de la historia. Es el símbolo unificador. En El,
plenitud de la historia, cobra finalidad y sentido lo que nos revela la creación y la historia. En El
encontramos la verdad final (Jn 1,16-18).

Símbolos y gestos

El símbolo no llega a su plenitud hasta que el hombre no le incorpora a sí en el gesto


simbólico, entrando en contacto corporal con él. De este modo, el símbolo del agua se convierte
en gesto de baño lustral o de inmersión regeneradora; el aceite pasa a ser unción; el pan, comida;
la luz, iluminación... De este modo, los símbolos se convierten en signos sacramentales, que
significan hechos, acciones, los prodigios de la historia de la salvación, el bautismo, la eucaristía, el
reino. El símbolo se hace sacramento cristiano, acción sacramental de Cristo.

La liturgia no es dualista. Lejos de ser una oración mental, se expresa por medio de los
labios, se traduce en actitudes corporales, en gestos. La revelación bíblica no divorcia el cuerpo y
el alma, sino que ve al hombre en su unidad, como espíritu encarnado en el mundo. Así es como
Dios lo ha creado y lo salva. «En el hombre -escribe dom Capelle- lo espiritual y lo corporal no
están yuxtapuestos sino unidos y dicha unión no es una composición de dos cosas distintas, sino la
correlación interna de dos elementos de un solo y mismo ser; esa unión es propiamente una
unidad substancial; por eso, un culto puramente espiritual no sólo no sería humano, sino que es
imposible».[16]
La fiesta no se celebra nunca en la interioridad, sino en el ámbito de lo sensible; primero,
porque es comunitaria y con los demás nos comunicamos por los sentidos; y segundo, porque es
preciso incorporar la dimensión corporal cuando el hombre quiere hacer algo auténticamente
humano, dada su unidad de espíritu y cuerpo. En la liturgia, por ello, entran gestos tan sencillos
pero tan fundamentales como el mirar, el tocar, el oler, el oír, el gustar.[17] La celebración, con
sus símbolos, despierta y plenifica todos los sentidos del hombre y, a través de su corporalidad,
toda la persona unitaria. El mundo sensible, que entra en comunión con la sensibilidad del
hombre, es la estética de la celebración, que hace vibrar el ser humano. Como dice O. Clement:

"Por la liturgia, la palabra se inserta en un arte total, en una experiencia de santa belleza, que
pacifica y transfigura nuestros sentidos; nuestras facultades. Todos los aspectos de la celebración,
el perfume, el incienso, las luces vivas, los cantos, son símbolos del cielo y de la tierra unidos y
renovados en el cuerpo de Cristo bajo las llamas del Espíritu, mientras los iconos nos ponen en
comunión con presencias personales devenidas transparentes al amor y a la belleza".[18] «En la
liturgia, el hombre hace el aprendizaje de su cuerpo como cuerpo litúrgico, como cuerpo
sacramental, como cuerpo resucitado».[19]

La liturgia lleva al cristiano a poder decir con san Juan: «Lo que era desde el principio, lo que
hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, lo que hemos tocado del Verbo de la
vida, os lo anunciamos para que estéis en comunión con nosotros... y nuestra alegría sea
completa» (1Jn 1,3-4). Esta experiencia total del hombre le introduce en el reposo sabático de la
fiesta escatológica.[20] El cuerpo, destinado a la resurrección gloriosa, se ha convertido ya en
templo del Espíritu Santo por el bautismo y se alimenta de la eucaristía.[21] La actitud, el gesto y la
acción corporal son expresión de todo el hombre redimido, expresando, intensificando o incluso
provocando la actitud interior, en su dimensión personal y en su dimensión eclesial comunitaria
(SC 30;IGMR 20 y 62).

La liturgia, acción de una comunidad, apela sin cesar al carácter simbólico de los gestos. En
cierto sentido, podemos decir que se trata de un juego. En el juego el hombre supera las
finalidades inmediatas y utilitarias de sus actos; se coloca en un plano en el que aquello que, en la
vida ordinaria, no es más que un medio, adquiere consistencia propia y manifiesta una
significación que envuelve al actor y a quienes, mirando o escuchando, hacen suyo el juego al que
asisten.[22] Así, en la liturgia, gestos y palabras son portadores de una significación y fuerza, que
se actualizan cada vez que se renueva la acción litúrgica en sus participantes. El gesto se hace vehí-
culo de realidades que lo desbordan y superan. (De aquí la importancia de salvaguardar la
densidad de los gestos litúrgicos: una inmersión debe ser inmersión en el agua; una unción debe
impregnar aquello que se unge; el banquete eucarístico implica que realmente se coma y beba de
la copa).
Celebrar es poner en juego toda la persona. Por ello, en la proclamación del Evangelio, no
se trata sólo de escuchar; se la acompaña de una procesión y de un rodear el evangeliario del
homenaje del incienso, las luces, los cirios, el beso, el estar de pie, etc. Estos gestos están llamados
a crear un clima evocador de esa fiesta que suscita la proclamación y acogida de la palabra de
Dios. El lector, consciente de su ministerio, proclama sabiendo que él hace presente en la
asamblea la palabra viva de Dios, como acontecimiento nuevo, único e irrepetible.

La misma postura corporal es gesto simbólico, significativo: postrarse por tierra,


arrodillarse, sentarse, estar de pie son más que una postura, son gestos litúrgicos. El estar en pie
es uno de los gestos más importantes de toda la tradición litúrgica, dirá la OGMR (n.21). Ya desde
los primeros siglos se consideró como gesto específicamente cristiano por cuanto sugiere la nueva
condición del bautizado en Cristo, a saber, la del hombre resucitado, libre de toda esclavitud (Gal
5,1;Apo 7,9;15,2), levantado de su caída (Lc 21,28). Ponerse en pie y orar con las manos y los
brazos levantados es sin duda el gesto más completo y expresivo de la celebración cristiana.[23]

Liturgia como juego

Dentro de la antropología moderna, el juego aparece al lado del trabajo, del lenguaje, del
amor, donde el hombre está y se manifiesta «todo entero». El juego, por tanto, no es un
fenómeno marginal, sino una modalidad fundamental de la existencia humana. Lo imprevisible
del juego, para ser de verdad juego, mantiene al hombre encantado y fascinado. La gratuidad del
juego le da un carácter simbólico como expresión de libertad, gozo desinteresado y alegría festiva.
La liturgia es juego, danza, explosión gozosa del hombre redimido en comunión con la Sabiduría de
Dios, que en el principio jugaba con la bola del mundo (Pro 8,27-31) y con los ángeles y
bienaventurados, que participan de la fiesta eterna del Reino.

La Iglesia primitiva daba gran importancia a los cantos, a las danzas y a las antorchas, como
expresión de gozo y de triunfo. Los cristianos danzaban y cantaban en los lugares de culto y en los
claustros de las Iglesias. El mismo San Basilio, que tiene duros ataques contra las danzas y bailes
licenciosos, aprobaba la danza en la Iglesia y en sus sermones explicaba la vida cristiana con el
símil de la danza. Quien puede celebrar las fiestas y jugar comprende que nuestra relación con
Dios no se sitúa en el plano de las «necesidades» ni del consumo. La persona que se preocupa,
ante todo, por lo útil, los «méritos» y el premio se encuentra aún en un país extraño, como
esclavo, y no puede entonar los cantos de Sión ni jugar.
Para Israel y para los cristianos, la fiesta es una invitación hecha por Dios a regocijarse con
El. Quizás en todas las culturas el significado de la fiesta ha consistido en dar culto a Dios y en
regocijarse con El. Pero, con todo, dirá J. Ratzinger, las fiestas de los cristianos tienen una
particularidad. De la buena nueva regalada a los cristianos forma parte el hecho de que no
tuvieron necesidad de fabricar sus fiestas, les fueron ofrecidas por Dios mismo. De esta manera, El
mantiene la memoria de los cristianos despierta, sana y agradecida; al mismo tiempo, les asegura
la continuación de la historia de la salvación.[24]

El cristiano no se limita a alegrarse por los dones recibidos; celebra las fiestas porque está
seguro de la alianza de Dios, de su amor, de su fidelidad. La celebración es su respuesta agradecida
y su fidelidad en acción. La libertad, experimentada en la fiesta, es la levadura del gozo de cada
día, que da sentido a los mismos sufrimientos y al trabajo.[25]

Las personas devoradas por la tecnología y por el ansia incontenible del éxito económico,
decía ya G. Marcel, han dejado de ser dueños de sí mismos mientras luchan por dominar la tierra.
[26] Aunque la vida humana está orientada hacia el futuro, la plenitud gozosa en el presente es un
elemento esencial de la libertad. Porque la fe cristiana nos dice que el futuro está asegurado por la
promesa de Dios, somos libres para celebrar y disfrutar del presente. Si experimentamos la
libertad como don ya concedido y como promesa de Dios podemos celebrar la fiesta y alegrarnos
de la gratuidad de la libertad. Los que se alegran y celebran la vida juntos, lo expresan en el juego
y la danza: «La auténtica jovialidad y serenidad de la persona lúdica, para la que la seriedad y el
buen humor van unidos, es un fenómeno religioso; es la peculiaridad de la persona que vive al
mismo tiempo en la tierra y en el cielo».[27] La persona que sabe jugar y danzar es capaz de tomar
las cosas en serio. Está interesada en lo que hace; su seriedad es serenidad, gozo, libertad que
inunda. En el juego aprendemos el tipo de seriedad que puede recibir la calificación de
plenamente humana, distinta de la absurda seriedad de los que conciben la vida como carga y no
como don. La persona que juega sabe que su juego es únicamente eso, un juego, y que tiene que
cumplir la tarea que le ha sido encomendada en el mundo. Pero sabe todo esto de una forma que
da a su seriedad en todo lo que hace un espíritu de libertad.[28] R. Guardini, en este sentido,
compara la liturgia con un juego maravilloso ante Dios en mezcla magnífica de seriedad profunda y
serenidad profunda.[29]

El redimido por la pascua de Cristo puede reír, cantar, danzar, incluso ante la muerte, pues
«la victoria se tragó la muerte. ¿Dónde está, muerte, tu victoria?» (1Cor 15,55). Nuestro juego se
convierte en símbolo en el que está presente el propio juego de Dios, el actuar de Dios con la
persona y para la persona, que es siempre una sorpresa maravillosa. El colmo de la sorpresa es la
venida de su Hijo unigénito en carne humana como redentor nuestro y la fiesta de la resurrección
después de la crucifixión. Participar en el juego de Dios es abrirse a sus sorpresas insospechables.
El arte, la danza y el juego, con su poesía manifestada en forma corporal, liberan al hombre
del dualismo maniqueo que desprecia el cuerpo. El gozo del cuerpo es la expresión del espíritu, es
el gozo en la acción de gracias y acción de gracias en el gozo, eco del gozo que Dios experimentó
en su creación.

El gozo del juego nos da la combinación entre la proximidad amorosa y la libertad de la


distancia. El juego nos enseña y transmite frente al mundo y las cosas la actitud de distancia
necesaria para dedicarnos a ellas con gozo sin perseguir ningún pragmatismo idolátrico
esclavizante. Nos abre, al mismo tiempo, a la gratuidad del mensaje de salvación, a la libertad
festiva de la liturgia, a la gracia del Espíritu Santo y de sus dones. Si vivimos nuestra vida como
participación en el juego de Dios, no huiremos de la vida ni nos sentiremos fascinados por una
concepción del mundo tecnocrática, utilitaria, eficacista. Responderemos a la maravillosa iniciativa
de Dios con fe gozosa y con la seriedad feliz que es juego y, sin duda, más que juego. Esto supone
mirar la vida con un cierto sentido de humor. El humor es el criterio de libertad interior, de
amplitud de mente, de una relación afirmativa, saludable con la verdad. El cardenal Ratzinger
piensa que pertenece a los criterios básicos para el discernimiento de los espíritus: «Donde muere
el sentido del humor, de seguro que no está el Espíritu de Cristo; por al contrario, el gozo es signo
de gracia». «El sentido del humor cristiano nace de la certeza de haber sido aceptado. El arte de
cada uno de nuestros días debería consistir en irradiar el gozo del Evangelio en un mundo duro y
tecnocrático, carente de humor».[30] El humor es una bella manifestación de la tensión cristiana
entre el «ya» y «todavía no». Es una especie de amor al mundo a pesar de sus imperfecciones y de
su malicia o, mejor aún, «un profundo agradecimiento a Dios que nos permite vivir en este mundo
así como es».[31] En este mundo al que «El amó tanto que le dio su Hijo único» (Jn 3,16).

3. LITURGIA DE LA NAVIDAD

Misterio de la luz

El tema central de Cristo luz del mundo y de su nacimiento como manifestación de la luz
brilla en la celebración navideña de medianoche. La comunidad cristiana renueva el misterio de la
gruta de Belén donde Cristo, luz del mundo, penetra en las tinieblas. Se hace realidad plena la
victoria de la luz sobre las tinieblas de la cual el solsticio de invierno era símbolo y la fiesta del Sol
invicto raíz de la navidad romana.
«Un pueblo que caminaba en las tinieblas vio una gran luz», proclama la liturgia con Isaías
(9,2), pues «la gloria del Señor le envolvió de luz» (Lc 2,9). Y la Iglesia lo canta en el prefacio: «Ha
aparecido a los ojos de nuestra mente una nueva luz de tu fulgor».

La Navidad es la fiesta de la gloria de Dios. Dios es glorificado en los cielos: «Gloria in


excelsis Deo», pero gloria de Dios en los cielos que es signo de su presencia en la tierra. La gloria
del Señor envuelve a los pastores. Y sobre el Verbo encarnado reposa la gloria que es signo ya de
la definitiva presencia de Dios en medio del mundo (Jn 1,14).

Siempre que Dios se revela y manifiesta sus designios pone de manifiesto una belleza, su
gloria, el esplendor de su bondad. Nos atrae hacia sí por medio de esa belleza, suscitando nuestra
sed por conocerle en su bondad y por participar en su obra de arte; suscita y desarrolla así nuestra
creatividad en la libertad. El culmen de la gloria de Dios se manifiesta en la aparición de su Hijo en
la tierra, resplandor de su gloria.

Dios es glorioso en su belleza, en su palabra y en sus obras, en sus noticias insospechadas,


en su gracia y en su ley de vida. De aquí que los elegidos se sientan destinados a ser «alabanza de
la gloria de su gracia, con la que nos agració en su Amado», para que redundara en gloria suya (Ef
1,6).

La creación es ya un signo de su gloria, reflejo de su belleza. Todo lo que Dios crea es un eco
de su gloria. Su pueblo participa de su belleza y se regocija en su gloria por medio del
agradecimiento y la alabanza. Quien se sabe creado por amor gratuito tiene ojos de
agradecimiento y admiración para descubrir la belleza en todas partes (Rilke). La creación es para
él la obra salida de las manos de Dios. Para san Agustín, la belleza es la voz con que las cosas
alaban a Dios.[32] Por ello, nosotros los hombres con la alabanza y la acción de gracias vemos
«con los ojos del corazón» la belleza radiante de la gloria de Dios.[33] Mientras el incrédulo se
siente oprimido por el silencio de la creación,[34] el creyente goza con el salmista, sintiendo que
«los cielos narran la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos; el día le pasa al
día la palabra, la noche a la noche la noticia. Sin que hablen, sin que resuene su voz, por la tierra
toda camina su sonido, hasta el fin del mundo llega su palabra» (Sal 19,2-5). Los cristianos saben y
participan de la alegría con la que Jesucristo, Sabiduría de Dios, se regocijó con el mensaje
maravilloso emitido por la creación. Para El, toda la creación habla de la bondad y solicitud del
Padre. Su belleza es signo del amor del Padre: «Mirad las aves del cielo que no siembran ni
cosechan, ni recogen en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. Aprended de los lirios del
campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan; pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se
vistió como uno de ellos» (Mt 6,26-29).
La belleza refleja la gloria de Dios. La creatividad de Dios nos muestra el esplendor de su
gloria. Un mundo sin Dios, lo mismo que considerar la belleza como algo inútil y superfluo, es
hacer la vida miserable, vulgar, yerma. La irradiación de la gloria de Dios en la creación, en la
historia, en el arte, en la celebración nos llena, en cambio, de dicha y eleva nuestro espíritu. El
creyente se regocija en la belleza como reflejo de la gloria de Dios, en la que encuentran respuesta
el corazón, la mente y la sensibilidad humana; se regocija en ella más allá de cualquier utilización.
La belleza visible, audible, corporeizada se encuentra en sintonía con la persona humana. Dios,
artista original, expresa su mensaje en sonidos, en color, en figuras, en narraciones. Habla a todo
el hombre, espíritu encarnado, sobre todo, mediante su Hijo encarnado. Todo el gozo folklórico de
la Navidad contribuye a poner el corazón del creyente ante el misterio que celebra la navidad, el
entrañable misterio de la ternura de Dios, abajado a la dimensión del corazón humano.

«Belleza -dice santo Tomás- es uno de los nombres divinos».[35] Dios es la plenitud y la
fuente de toda belleza, la luz beatífica, el esplendor sin sombra alguna: «Dios es luz y en El no
existe oscuridad alguna» (1Jn 1,5). El es «el Padre de la gloria» (Ef 1,17). Esta gloria de Padre la
comunica al Hijo, que es para nosotros, en su encarnación, «reflejo de su gloria e impronta de su
ser» (Heb 1,3). La belleza increada se hace visible en forma humana en la encarnación de Cristo: «Y
hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn
1,14)

Restauración cósmica

Después del pecado, que todo lo perturba, Navidad es el inicio de la restauración cósmica.
El Verbo encarnado se une a la naturaleza humana y en ella a cada hombre y a la creación entera.
Navidad es el anuncio de la paz en Aquel que es «Príncipe de la paz». «Paz en la tierra a los
hombres que Dios ama», cantan los ángeles. Todo lo creado participa en la alegría del Nacimiento
del Salvador, como canta el hermoso tropario bizantino de la Navidad:

¿Qué cosa te ofreceremos nosotros, ¡oh Cristo!, por haber venido a la tierra como hombre por
nosotros? Cada una de las criaturas, que por Ti han sido creadas, Te trae una oblación de gratitud.
Los ángeles, su canto; el cielo, su astro; los magos, sus presentes; los pastores, su estupor; la
tierra, su gruta; el desierto, un pesebre. Y nosotros, ¿qué te ofreceremos? Nosotros te ofrecemos
una Virgen Madre.[36]
El don de María, la nueva Eva, la nueva tierra del paraíso, inicia la restauración del cosmos y
de la historia. Todo mira hacia el Mesías: la creación, la historia, los pueblos. Y El viene para
consagrar el mundo con su venida:

Verbo invisible, apareció visiblemente en nuestra carne; engendrado antes de los siglos, comenzó
a existir en el tiempo, para asumir en sí todo lo creado y levantarlo de su caída; para reintegrar en
tu designio el universo y reconducir a Ti la humanidad dispersa (Prefacio II).

En Cristo, manifestación del amor de Dios, la gloria de Dios aparece en el ocultamiento de


su majestad. La exaltación, la glorificación pasará por el revestimiento de la desfiguración del
hombre por el pecado; es la kénosis del Hijo de Dios, que nos abre el camino de la gloria (Filp
2,5-9). Tomó sobre sí toda nuestra miseria: «No tenía apariencia ni presencia; lo vimos y no tenía
aspecto que pudiéramos apreciar. Despreciable y deshecho de los hombres» (Is 53,2-3). El pecado
privó al hombre de la gloria de Dios, que como imagen suya se reflejaba en él. Cristo, plenitud de
la gloria del Padre, se humilló hasta la ignominia para devolvernos la gracia de la participación en
la gloria del Padre. Jesucristo nos da el «Espíritu de gloria» (1Pe 4,14). Este Espíritu de gloria hace
que la Iglesia «se presente ante El toda gloriosa, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada»
(Ef 5,27), superando la belleza de «una esposa adornada para su esposo» (Apo 21,2). En su
consumación, como don que desciende del ciclo, la santa Jerusalén, «su esplendor será como el de
una piedra preciosa, como jaspe cristalino» (Apo 21,10-11). «No necesitará ni de sol ni de luna que
la alumbren, porque la iluminará la gloria de Dios y su lámpara será el Cordero» (Apo 21,23-24).
Bella y resplandeciente celebrará las bodas con el Cordero, «engalanada y vestida de lino deslum-
brante de blancura» (Apo 19,6-8). María, figura y plenitud anticipada de la Iglesia, es ya vista por la
misma Iglesia en el simbolismo de la "mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona
de doce estrellas sobre su cabeza" (Apo 12,1).

Navidad, celebrada a la luz de la pascua, como inicio de la restauración escatológica,


provoca el canto a la gloria de Dios manifestada en la encarnación de su Hijo. Toda la liturgia es un
canto a la gloria de Dios manifestada en sus obras. Los salmos de laudes, plegaria matinal de la
Iglesia, rezuman la admiración amorosa por la creación y continúan resonando en la celebración
eucarística. La bendición a Dios ante el pan, el vino, el agua..., exalta la maravilla de la creación y la
más admirable aún recreación en Cristo.

Ya la piedad bíblica, con sus fiestas y salmos, exalta el esplendor de la gloria de Dios, visible
en la creación, portentosa en la historia de la salvación. Los salmos del hallet ensalzan con
reconocimiento y admiración las obras de Dios para con su pueblo escogido. Desde los primeros
tiempos del culto cristiano, estos salmos fueron la base de la oración eclesial de la tarde, las vís-
peras de la Iglesia. Y esta historia de salvación culmina en Jesucristo. Su epifanía, el brillo de su
esplendor en la obra de la redención, hace de la vida del cristiano una eucaristía, una perenne
alabanza a Dios, pues hasta el dolor es salvador.[37]

La gloria del Resucitado, la fiesta y canto de los ángeles y santos en la liturgia celeste, se
anticipa aquí en la tierra, para quienes tienen los ojos de la fe, en los signos y belleza de la liturgia,
pregustación de la liturgia celestial. San León Magno dirá: «La radiante visibilidad de Cristo,
ascendido al cielo, ha sido transferida a la sacramentos».[38] Y según E. Sourian, «la belleza en la
dimensión teológica de la gloria de Dios lleva a una vida para gloria de Dios, vida moral de una
belleza que refleja la propia gloria de Dios en la glorificación total del ser humano a la luz del Señor
de la gloria».[39]

Misterioso intercambio

Se trata del «admirabile commercium», el misterioso intercambio de nuestra redención. En


la Navidad aparece el amor de Dios a los hombres. El Nacimiento del Señor constituye el «anuncio
gozoso» de una gran alegría. Todo grita como una anticipación de la alegría escatológica. El Verbo
se ha hecho carne y a cuantos le reconocen les da el poder de hacerse hijos de Dios. Es el principio
de la economía divina por la cual Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios. El hombre
recupera su imagen, es recreado y regenerado en el Verbo. La divino-humanidad de Cristo abre el
camino a la que será la divino-humanidad del cristiano, la participación de la naturaleza divina.

La liturgia lo canta:

"De modo admirable nos has creado a tu imagen y de modo más admirable nos has renovado y
redimido; haz que podamos compartir la vida divina de tu Hijo, que hoy ha querido asumir nuestra
naturaleza humana" (colecta de la misa del día). "En El resplandece en plena luz el misterioso
cambio que nos ha redimido, nuestra debilidad es asumida por el Verbo, el hombre mortal es
elevado a una dignidad perenne, y nosotros, unidos en comunión admirable, compartimos tu vida
inmortal" (Prefacio III).

Este es el culmen de la alegría de Navidad, que hace a la asamblea cristiana exultar en


cantos y hace de la liturgia una celebración. En la celebración litúrgica el tiempo queda en
suspenso al manifestarse la presencia de Dios entre los hombres: el Enmanuel. Esta manifestación
es la que suscita la respuesta del hombre como gracia y don agradecido. Es en esta celebración
donde brota el canto y donde el canto halla su verdadera significación.

No existe fiesta sin cantos ni celebración sin música y menos aún en la liturgia cristiana. La
celebración cristiana se mueve en el ámbito de lo inefable, del misterio; por ello, su lenguaje
adecuado es el canto que, gracias a la musicalización de sus textos, dilata, amplía el significado de
la palabra y de este modo rastrea lo innombrable, el misterio. Por otro lado, sondea lo más
profundo de la interioridad y saca fuera los sentimientos más hondos del hombre. El canto rompe
la mudez que crea la presencia de Dios (Ex 4,10) y quiebra también la suficiencia del discurso
racional, conceptualista, liberando a la palabra de la hybris intelectualista. El permitir hacer que la
voz propia se funda con la de los demás es una forma da abdicar de sí mismo y abrirse a los otros.
Surge entonces la unanimidad en el sentido de que mediante la «una voce» (Rom 15,16) se llega al
«cor unum et anima una» (He 4,32). Como dice san Juan Crisóstomo:

Desde que baja en medio de nosotros el salmo, reúne las voces más diversas y forma con todas
ellas un cántico armonioso; jóvenes y viejos, ricos y pobres, mujeres y hombres, esclavos y libres,
hemos sido arrastrados a una misma melodía. Si un músico haciendo sonar con arte las diversas
cuerdas compone con ellas un solo canto a pesar de ser múltiples sus sonidos, ¿nos asombraremos
de que nuestros salmos y nuestros cantos tengan el mismo poder? Habla el profeta y todos
nosotros respondemos, todos mezclamos nuestra voz con la suya. Así formamos todos un solo
coro... En una Iglesia es necesario que se eleve una sola voz, como proveniente de un solo cuerpo.
Ved por qué es uno solo el lector que se hace escuchar mientras el obispo está sentado en
silencio; uno solo es el salmista que canta. Y cuando todos responden son como una sola voz y una
sola boca.[40]

El canto expresa la unidad de la asamblea. Con su ritmo y melodía crea la concordia y reúne
todas las voces en la sinfonía de una sola voz (Rom 15,6).[41]

Los primeros cristianos no hicieron más que seguir la exhortación de san Pablo para hacer
del canto la expresión de la oración litúrgica: «Cantad en vuestros corazones a Dios, con gratitud,
salmos, himnos y cánticos espirituales» (Col 3,16). El canto aparece como signo de alegría y
agradecimiento: "¿Está alegre alguno de entre vosotros? Que cante himnos" (Sant 5,13). De este
modo, también la Iglesia celeste expresa con el canto su reconocimiento por la redención y su
alabanza al Señor (Apo 4,8-11;5,9-10;15,3-4;19, 1-8).[42]

¿Qué sería la vida sin fiestas ni celebraciones? ¿Qué significaría la fiesta sin cantos, sin
danzas, sin poesía, sin arte? La esperanza cristiana se orienta a la fiesta plena y sin fin en los
nuevos cielos y en la nueva tierra. Pero ya, mientras esperamos la fiesta eterna, celebramos en el
camino la alegría de sus inicios en la Navidad del Señor de la gloria entre nosotros.

Navidad es también Epifanía

La fiesta de Navidad, la aparición de Dios en carne humana sobre la tierra, es su epifanía


como Dios, como Cristo salvador y como Esposo unido en una sola carne con los hombres.[43]

La epifanía de Dios es gloriosa porque su gloria, de la cual es signo la estrella que guía a los
magos, se posa donde Cristo está presente y es adorado. La gloria de Dios que envuelve como una
nube Jerusalén en la profecía, ahora se posa sobre la última de las grutas donde está recostado el
Niño con la Madre. Esta gloria revela la realidad de Cristo «luz de las gentes», que ilumina a los
magos, los primeros iluminados de los paganos, a quienes seguirán todos los bautizados a través
de los siglos de la Iglesia.

La liturgia interpreta en su oración el sentido de los dones ofrecidos a Cristo por los magos:
oro como a Rey, incienso como a sacerdote y mirra para su sepultura. En el Bautismo, Jesús es
revelado plenamente por el Espíritu con la misión sacerdotal, profética y real, de la que participa
todo bautizado, ungido con la fe y el don del Espíritu. Así la Epifanía se prolonga en la historia
como fiesta de la Evangelización. El bautizado con Cristo, partícipe de su triple misión, es llamado
a testimoniar, a anunciar a todos la buena nueva del Reino, inaugurado en Cristo.

Cristo, sacramento original de salvación, extiende su sacramentalidad a la Iglesia, uniéndose


a ella como su esposo, para enviarla, como El fue enviado por el Padre, a hacer visible su amor que
abarca a todos y a anunciar su Evangelio, dando así a conocer a Dios como Padre. La antífona del
Benedictus, con una extraordinaria belleza, muestra el vínculo de los tres misterios de la Epifanía,
desarrollando el tema de las bodas de Cristo y la Iglesia:

Hoy la Iglesia se ha unido con su celestial Esposo. Cristo en el Jordán la ha lavado de sus pecados.
Los magos acuden con los regalos a las bodas reales. Y el agua convertida en vino alegra a los
invitados, Aleluya.
[1] B. PASCAL, Pensée, n.548.

[2] SAN AGUSTIN, La ciudad de Dios XIV, 28: PL 41, 436;O. CULLMANN, La salut dans l'histoire,
Neuchatel 1966.

[3] S. GAROFALO, Tierra, en NDTB, Milano 1988, p.1552;H. BRAUN, Jesús, el hombre de
Nazareth y su tiempo, Salamanca 1975;R. ARON. Así rezaba Jesús de niño, Bilbao 1988.

[4] J. RATZINGER, La figlia di Sion, Milano 1979. En la Escritura, el hombre aparece como una
unidad, aunque se le designe con diversas palabras, que en su diversidad revelan diversos
aspectos de la persona y no partes de la misma. Las palabras hebreas basar, nefesh y ruah, como
las griegas sart, soma, psiché, pneuma indican siempre al hombre concreto, que es efímero y
caduco, sujeto de una vida espontánea, que piensa, ama, quiere y se siente atraído por Dios para
escuchar y acoger su voz.

[5] JUAN PABLO II, Primer radiomensaje de Navidad al mundo, AAS 71(1979)66.

[6] C. BAGAGGINI, Caro salutis est cardo. Corporeità. Eucarestia e liturgia, en Miscelanea
liturgica in onore di S.E. il Cardinale G. LERCARO, I, Roma-París 1966, p.73-209.

[7] SAN LEON MAGNO, Sermo 61; De ascensione Domini, 2,2:PL 54,398.

[8] SAN AMBROSIO, Apo.Proph David, 5,8: PL 14,916.

[9] O. CASEL, El misterio del culto cristiano, San Sebastián 1953, p.55.

[10] T. TEODOROV, Theories du symbole, París 1977; L.M. CHAUVET, Du symbolique au


symbole, essai sur les sacraments, París 1979; L. BENOIST, Signes, symboles et mythcs, París 1975;
L. BOUYER, El rito y el hombre, Barcelona 1967.
[11] E. KASEMANN, El culto en la vida cotidiana del mundo, en Ensayos teológicos, Salamanca
1978, p.21-28; E. SCHILLEBEECKX, El culto secular y la liturgia eclesial, en Dios, futuro del hombre,
Salamanca 1970, p.106-124.

[12] A.G. MARTIMORT, La Iglesia en oración, p.113-250.

[13] La transparencia de los símbolos se oscurece cuando se minimiza el signo mismo: ablución
reducida a unas gotas de agua, unción que se limita al simple contacto de un dedo humedecido,
incensación cuya humareda es casi invisible y cuyo perfume es imperceptible... Sin signo se pierde
el simbolismo y el significado.

[14] Símbolo=sym-ballein, significa unión, conduce a la unidad; lo contrario del


diablo=día-ballein, que lleva a la división y confusión.

[15] G. BRAUN, Religion and Alienation, Nueva York 1975, p. 251ss.

[16] B. CAPELLE, Travaux liturgiques de doctrine et d'histoire I, Lovaina 1955, p.40;H. LUBIENSKA
DE LEUVAL, La liturgia del gesto, San Sebastián 1957.

[17] K. LAMMERS, Oír, ver y creer según el Nuevo Testamento, Salamanca 1967. Cfr. sobre la
mirada de Jesús hacia lo alto, que precede a la bendición y fracción del pan: Mt 14,19;Mc 6,41;Lc
9,16;10,18...; sobre el tocar: Mt 17,7;8,3;Mc 1,41;Lc 5,13. La liturgia está llena de gestos del tacto:
imposición de manos, signación, unción... Cfr. todo el n. de Communautes et liturgie 2(1981).

[18] O. CLEMENT, Le visage interieur, París 1978, p.176-177.

[19] IDEM, Donner un sens a notre corps, Contacts 114(1981)103-136.

[20] P.F. BETLUME, Goutez comme est bon le Seigneur, Communautes et liturgie,
6(1981)485-491;IDEM, Une gestuelle qui vient du coeur, Ibidem 2(1981)115-129;J. Y. QUELLEC,
Sensibilité et vie liturgique, Ibidem 6(1981)459-471.
[21] TERTULIANO, De resurrectione 8,3.

[22] J HUIZINGA, Homo ludens, Madrid 1972;J.P. MANIGNE, De la fete et de ceux qui la font,
LMD 109(1972)147-151;F.A.ISAMBERT, Note sur la fete comme célébration,
LMD106(1971)101-110.

[23] TERTULIANO, De oratione 23; De corona 3,4; Concilio de Nicea, c. 20.

[24] J. RATZINGER. Studia Moralia 15(1977)531.

[25] J.J. WUNEENBERGER, La fete,le jeux et le sacre, Paris 1977;P.L. BERGER, Rumor de ángeles.
La sociedad moderna y el descubrimiento de lo sobrenatural, Barcelona 1975;R. GARAUDY,
Danzare la vita, Asís 1973.

[26] G. MARCEL, Le monde cassé, París 1933, p.284.

[27] H. RAHNER, Der spielende Mensch, Einsiedln 1952, p.35

[28] H.G. GADAMER, Verdad y método, Salamanca 1977, p.97; L. BOUYER, ¿Humano o
cristiano?, Salamanca 1966;M. HEIDEGGER, Carta sobre el humanismo, Madrid 1970.

[29] R. GUARDINI, El espíritu de la liturgia, Araluce 1962.

[30] J. RATZINGER, a.c., p.533.

[31] Ph. JERSCH, Estructura de la persona, Barcelona 1968.

[32] SAN AGUSTIN, Enarrationes in Ps 14: PL 37,1964.

[33] Ibídem 96: PL 37,1252.


[34] B. PASCAL, Pensée, n.206.

[35] SANTO TOMAS, De divinis nominibus, 4,5-6.

[36] L. MALDONADO Poesía litúrgica, Madrid 1980, p.210; O. CULLMANN, Navidad en la Iglesia
antigua, en Estudios de Teología bíblica, Madrid 1973, p.1-47.

[37] Y.M. CONGAR, Cristo en la economía salvífica y en nuestros tratados dogmáticos, Concilium
11(1966)5-28.

[38] SAN LEON MAGNO, Sermo 72,4: PL 54,389;H.U. von BALTHASAR presenta en siete
volúmenes su teología concebida en la perspectiva de la gloria: Gloria. Una estética teológica,
Madrid 1988.

[39] E.SOURIAN presenta algo similar a von Balthasar en teología moral con su obra: La
couronne d'herbes, Paris 1975.

[40] SAN JUAN CRISOSTOMO, In Epist I ad Cot. Homilia 36,6: PG 61,315.

[41] SAN BASILIO, Homilia in Ps 1,2: PG 29,212.

[42] SAN CLEMENTE, Primera carta a los Corintios 34,7.

[43] B. BOTTE, Los orígenes de la Navidad y de la Epifanía, Madrid 1964;J. LAMARIE, Navidad y
Epifanía. La manifestación del Señor, Salamanca 1966;B. BOTTE.-E. MELIA. Noel, Epiphanie, Retour
du Christ, París 1967.

VIFIESTA DEL TIEMPO

1. DE FIESTA EN FIESTA
Adviento: el hoy de la liturgia

Adviento es el final y el comienzo del tiempo litúrgico. La escatología es la culminación de la


protología. «El principio» (Gen 1,1) termina en el «vengo pronto» del Apocalipsis (22,20). Cristo, el
Hijo eterno del Padre, entrando en la historia, ensarta el tiempo del hombre, dando unidad en el
hoy salvífico el pasado y el futuro. El es «Alfa y Omega, el Primero y el Ultimo, el principio y el fin»
del tiempo y de la historia (Ap 22,13). El arco de la historia, en Cristo, piedra angular, abraza los
tres tiempos humanos: pasado, presente y futuro: «Aquél que es, que era y que viene» (Ap
1,4.8;4,8;11,17;16,5). El que «es», como presencia actual en el hoy de la liturgia, es el que «era en
el principio» (Jn 1,1), antes de la creación del mundo, «estaba» en el principio de la creación, entró
en la historia hecho carne, murió en la cruz, resucitó, subió al cielo y «está» sentado a la derecha
del trono de Dios. El presente está en continuidad con el pasado. Y está en tensión hacia el futuro:
«vendrá con gloria y poder». La escatología está anclada en la historia, pero no es el fruto del
desarrollo de la historia; vendrá a la historia, como don del cielo en la Parusía final.[1]

La visión bíblica del tiempo evidencia que la historia no está sometida a la ley del eterno
retorno cíclico del tiempo cósmico, sino orientada por el designio de Dios, que se manifiesta en
ella. Una línea ascendente traza el camino de la humanidad desde el principio creador de Dios
hasta la plena y definitiva realización al final de los tiempos. La historia salvífica es única y unitaria
gracias al plan de Dios y a su fidelidad inquebrantable (Ef 1,3-14).

El tiempo cósmico mide la duración de las cosas, regulándose por los ciclos rítmicos de la
naturaleza: luz y tinieblas para el día, las fases de la luna para la semana y el mes, la rotación del
sol para el año. Es el tiempo cíclico del calendario. Dios, creador del cielo y de la tierra, regula y
gobierna el tiempo cósmico. Pero reina sobre el tiempo y lo transforma con la irrupción de sus
acontecimientos salvíficos. El tiempo cósmico se hace tiempo histórico. Así tiempo cósmico y
tiempo histórico se orientan a una misma meta, al tiempo salvífico: a la plenitud del tiempo en
Cristo. Cristo es la plenitud del tiempo, el que le lleva a su cumplimiento (Sal 4,4), a su realización
plena. Al entrar Cristo en el tiempo, éste ya no es una sucesión de hechos y cambios, sino la
presencia de Dios en la historia. El tiempo en Cristo es kairos. El kairos, con la irrupción salvadora
de Cristo, rompe el círculo del kronos, y abre el tiempo en la espiral ascendente, que le lleva hasta
el eschatón, como término de la historia.[2]
Por ello, el año litúrgico no es un círculo cerrado que se repite según el eterno retorno de
las estaciones Es un tiempo que se repite en una espiral progresiva; que se eleva hacia la Parusía,
celebrando la encarnación, muerte, resurrección y glorificación de Cristo cada año con un sabor
nuevo, un impulso nuevo, correspondiente a la nueva situación eclesial y personal y siempre en la
expectativa de la sorprendente manifestación del Señor del tiempo y de la historia. La liturgia hace
presente en el hoy de la Iglesia el misterio de la salvación en Cristo. Es el hoy sacramental, que
significa y hace presente en el tiempo la eternidad de Dios.

El tiempo, como medida del fluir de la existencia del hombre y del universo, en la liturgia se
transforma en lo que realmente es: tiempo de Dios. El año litúrgico evoca en un crescendo
continuo los encuentros con Dios, que se manifiesta y salva, que manifestándose salva y salvando
se revela. De año en año, el pueblo de Dios celebra en novedad constante las sorpresas mirabilia
Dei- de la historia de la salvación, que se encamina a un final de plenitud. El fluir del tiempo,
marcado por el calendario anual o jubilar, tiene sus ritmos naturales: meses, semanas, días, horas:
son estaciones del correr de la existencia ante Dios, que el creyente vive como tiempos de Dios;
como kairós y no sólo como kronos, como tiempos de salvación y no sólo como medida
cronológica del tiempo que pasa, devorando la vida. En el tiempo linear y cíclico, tiempo que avoca
el hombre a la muerte, con Cristo ha entrado el tiempo eterno de Dios, rompiendo el círculo y
dando plenitud al tiempo.[3] Así este tiempo de Dios dentro del tiempo humano se abre desde el
presente hacia el futuro escatológico.[4]

El Adviento prepara a los cristianos a celebrar la venida de Cristo en la carne, como inicio de
la redención, que culmina en el misterio pascual, y a celebrar la espera de la segunda venida del
Señor, en la que vendrá a recoger el fruto maduro del mundo redimido (Cfr SC 102). La celebración
de la Encarnación de Cristo, actualizada en el misterio litúrgico, se hace esperanza de la
manifestación gloriosa del Señor en la Parusía.[5]

El acontecimiento escatológico ha perforado la historia para madurarla desde dentro y


conducirla a su término. El eschaton, implantado con la encarnación, vida, muerte y resurrección
de Jesucristo, se desarrolla en un arco temporal de duración indeterminada, que puede ser
llamado «la última hora», «los últimos días», el «nuevo eón», y se consuma con la Parusía gloriosa
del Señor Jesucristo.

Este don escatológico, «nueva creación», aparecido en Jesucristo asumiendo carne, tiempo
y mundo, los rebasa, los delata como incapaces de contenerlo en su forma definitiva. Cuando
alcance su forma plena comportará el desbordamiento de la caducidad inherente a la historia y,
por tanto, iniciará una forma inédita de duración, no temporal, que llamamos eternidad.
Pero, para que la historia y el mundo cobren sentido, es menester que su génesis en el
tiempo aboque a una apocalipsis. Solamente el hijo nacido justifica el período de gestación. La
parusía cierra la historia, la concluye consumándola. De este modo, constituye el dies natalis del
hombre y del mundo transfigurados. La Parusía, pues, en cuanto último acto de la historia de
salvación, es la resurrección de los muertos, la aparición la nueva creación y la vida eterna. Es la
pascua del mundo de la muerte a la vida nueva; la comunicación a los hombres y al universo de lo
acaecido a Jesús en su pascua. Así aparecerá Jesús en la gloria, como Señor del universo.

El adviento eclesial es la entrada del hombre, por la fe, la esperanza y la caridad, en el


proceso de renovación que comenzó con la entrada de Dios mismo en la historia del mundo y la
hizo su propia historia. Dios se ha puesto en camino, está ya ocultamente presente en lo hondo de
nuestra vida y de nuestra realidad y la revelación -manifestación, apocalipsis, epifanía, parusía- de
su presencia está viniendo. En Cristo resucitado se ha realizado la salvación, se ha anunciado y
anticipado la nueva creación; en consecuencia, el hombre, y el mismo cosmos, ha sido ya tocado y
participa de es transformación.[6]

Adviento desde la Pascua

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El hombre vive en tensión entre el tiempo de Dios y el tiempo del mundo. De fiesta en
fiesta, pasa del tiempo que le consume, le desgasta, le va deshaciendo su morada terrena, al
tiempo de Dios, que le reconstruye por dentro en el amor eterno y en la esperanza incorruptible.
El hombre vive de pascua en pascua. Esta tensión la ha vivido Cristo y la ha apurado hasta la última
gota. El combate decisivo se ganó en la cruz, la glorificación la vivió en la exaltación de la cruz. La
resurrección es la victoria de Dios y el triunfo de Cristo. La lucha que pareció acabar con la muerte
no había terminado. Faltaba aún el resultado final; el árbitro no era el hombre, sino Dios, y El dio
la victoria al que parecía vencido; el condenado resultaba inocente, el ejecutado recobraba la vida,
vida victoriosa sobre la muerte, vida gloriosa, eterna.

Cristo ha entrado así en la gloria del Padre. Y si con El irrumpió el reino para todos los
hombres en el tiempo e historia humana, su persona ha adquirido un significado definitivo e
inderogable para todo el mundo. Tras haberse entregado definitivamente por todos los hombres,
recibió la confirmación de la resurrección y se vio entronizado en la gloria para siempre. Su
resurrección nos dice que la gloria ha comenzado ya. ¡Y lo que ha comenzado se está cumpliendo!
Por eso, con la fiesta de Pascua, decimos la última palabra de nuestra fe: creo en la resurrección
de la carne y en la vida eterna. Creo que el principio de la gloria ha venido ya a nosotros; creo que
nosotros, aparentemente tan perdidos y descarriados, siempre en búsqueda y lejanos, estamos
envueltos ya por la bienaventuranza infinita. Porque el fin ha comenzado ya. ¡Y es gloria!
Dios ha resucitado a su Hijo. Dios ha vivificado la carne. El Señor resucitó en su cuerpo y eso
quiere decir que empezó ya a transformar este mundo; aceptó este mundo para siempre,
glorificándole, transformándolo, liberándole de sus límites y caducidad, redimiéndolo del pecado y
la muerte. El ha transformado definitivamente el cuerpo en templo glorioso del Dios vivo y de su
Espíritu vivificante. «Su resurrección es como la primera erupción de un volcán, que muestra que
en el interior del mundo arde ya el fuego de Dios, que llevará todas las cosas al incendio
bienaventurado de su luz. El Señor resucitó para hacer ver que ello ha comenzado. Ya operan
desde el corazón del mundo, al que Cristo descendió por la muerte, las nuevas fuerzas de una
tierra glorificada, y sólo es menester un breve tiempo para que aparezca y se manifieste» (K.
Rahner). Esta es la expectación de toda la creación, que espera la participación en la glorificación
del cuerpo de los hijos de Dios (Rom 8,1 8ss). Cristo está en medio del mundo, en el centro del
tiempo, en el núcleo del pecado, como la misericordia del amor eterno que es paciente hasta el fin
(2Pe 3,8-10). Caro cardo salutis. La carne es el quicio de la salvación y la resurrección de Jesús es
su comienzo, las primicias de la resurrección de la carne.

Con la resurrección de Cristo comienza la nueva creación, el cielo nuevo y la tierra nueva. El
es el primer sillar del universo renovado. La muerte, abismo de desesperanza, alejamiento de Dios,
ruina de la existencia, privación de la vida, fracaso supremo del hombre, gracias a Cristo se
convierte en esperanza de vida y felicidad, en puerta del Reino de Dios. La destrucción es semilla
de resurrección; la debilidad, semilla de fuerza; la debilidad, semilla de gloria. Cristo recapitula en
sí la vida y el Espíritu para derramarlos sobre todo viviente. Con la resurrección de Cristo
comienza, por tanto, la nueva era del mundo, el nuevo eón. La antigua era, el tiempo de la
decadencia, del pecado y de la muerte, se ha visto invadido por el nuevo tiempo, el tiempo del
reino de Dios, de la inmortalidad y de la vida eterna. El tirano de la primera edad, de la minoría de
edad era el pecado y el tutor, la ley; el principio impulsor de la nueva era, de la plenitud de los
tiempos es el Espíritu de Dios, derramado por Cristo Glorificado sobre los fieles.

Existe aún una superposición de las dos edades, que durará hasta la desaparición definitiva
del mundo viejo. Esta tensión pascual caracteriza la época entre la resurrección de Cristo y la
renovación final del universo. La nueva era ha comenzado, sin suprimir del todo la antigua. Como
efecto de la señoría de Cristo, el nuevo tiempo hace presión sobre el antiguo, la nueva creación
avanza. El hombre y el universo están todavía sujetos a las consecuencias del pecado, arrastran las
cicatrices y consecuencias del pecado, de lo viejo; pero el Espíritu renovador y vivificante está
presente y va creando vida nueva entre las ruinas antiguas, que se van removiendo y desplazando,
acumulando para ser abrasadas por el fuego.[7]

Día a día, el creyente en Cristo, va despojándose del velo con que le cegó Satanás, dios de
este mundo, y así brilla para él «el resplandor del Evangelio de la gloria de Cristo, que es imagen
de Dios» y él mismo «irradia el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo».
«Pero llevamos este tesoro en vasos de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria
es de Dios y no nuestra. Atribulados en todo, mas no aplastados; perplejos, mas no desesperados;
perseguidos mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados. Llevamos siempre en nuestros
cuerpos el morir d Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo...
Pues sabemos que quien resucitó al Señor Jesús, también nos resucitará con Jesús y nos
presentará ante El. Por eso, aunque el hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se
va renovando de día en día» (2Cor 4).

La muerteresurrección de Cristo es el cumplimiento de todas las promesas de Dios y la


garantía de su realización plena en el futuro escatológico. «Con esta esperanza nos ha salvado»
(Rom 8,24).

De este modo, la muerte-resurrección de Cristo se constituye en el centro y punto de


inflexión de la historia humana. Lo anterior se dirige a El; lo sucesivo es despliegue de su espíritu.
Para los judíos, el ápice de la historia se colocaba en su desenlace, en la manifestación del Reino
de Dios al final de los tiempos. En el cristianismo, el ápice ocupa el punto medio de la historia, que
es la plenitud de los tiempos. La manifestación del Reino de Dios no será simplemente el
cumplimiento de la promesa, sino el florecimiento de una realidad presente desde ahora. Todo el
Antiguo Testamento se dirige a ese centro, es adviento, espera y preparación de la manifestación
del Señor. La revelación, que empieza con el origen del hombre y el mundo, se estrecha primero a
la historia de Israel, luego al resto de Israel, hasta que aparece la figura del siervo de Dios, que se
realizará en Cristo, salvación del hombre y de la humanidad entera. Oscar Cullmann denomina
esta convergencia y divergencia el principio de la concentración hacia Cristo y la dilatación a partir
de Cristo.[8]

Esta soberanía de Cristo sobre el universo ya es visible y operante en la Iglesia, que la


celebra en la liturgia y la realiza en la vida de los fieles.

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Tiempo litúrgico

El tiempo litúrgico no es una noción, es vida, es dar espacio vital al Espíritu de Cristo,
presente en la vida del cristiano, dando el auténtico sentido al tiempo humano. El tiempo cósmico,
en el que se desenvuelve la historia de la humanidad, es en realidad «tiempo de Dios». El tiempo
litúrgico es el tiempo en su sentido real: tiempo de Dios en Cristo, es decir, vivido en el cuerpo
eclesial de Cristo.
El tiempo, como eterno retorno cíclico, aplasta al hombre, sometiéndolo a los ritmos de la
naturaleza. Pero aún es más aplastador y esclavizante el tiempo de la civilización técnica. Esta ha
creado su ritmo de vida, racionaliza y colectiviza la vida, encarcelándola en planes trienales o
quinquenales, con sus evaluaciones correspondientes en cifras de producción y de consumo.
Acelera el tiempo, sometiendo al hombre al ritmo de la máquina y, con la ilusión de liberar al
hombre, en realidad lo esclaviza con la programación continua de la vida y sus horarios. El tiempo
cerrado en sí mismo, sin apertura a la eternidad, asfixia al hombre. El hombre corre y nunca tiene
tiempo, porque el tiempo sin un apoyo no temporal se le escapa, se le escurre, o mejor, es su vida
la que se le escapa a través del tiempo. De aquí, la angustia existencial, la náusea de la vida, el
absurdo de la existencia, la tentación del suicidio, de evasión, de revolución como salida de la
temporalidad anodina e insensata (sin sentido).

El tiempo de Dios, en su unicidad, se desenvuelve y desarrolla en la economía de salvación


en acontecimientos únicos, que no se repiten ni se pierden, es decir, que no pasan, pues quedan
en la «memoria-anamnesis» de la liturgia con su propia virtualidad y aficacia salvífica. En la
liturgia, los eventos salvíficos, superando el tiempo, son siempre actuales, presentes en el hoy del
memorial litúrgico. Así el tiempo litúrgico testimonia que la salvación es una realidad que se
actualiza continuamente. El tiempo litúrgico es el tiempo de la actuación de Cristo mediante su
Espíritu presente en la Iglesia. El tiempo litúrgico pertenece a Cristo, Dios y hombre, tiempo y
eternidad, principio y fin simultáneamente. En la liturgia Cristo está presente y actúa. El es el
liturgo en la Iglesia, en su cuerpo eclesial. Así el tiempo para el cristiano, encuentra en Cristo un
apoyo eterno, no temporal, que le da su sentido pleno. Los siglos, el año, la semana, el día, las
horas, los instantes son kairos para el cristiano, porque pertenecen a Aquel que vive «en los siglos
de los siglos»; a Aquel que da sentido al año estando El en su centro; al que ritma las semanas con
el día que hasta tal punto es suyo que se llama Domingo (día del Señor); a Aquel que es el hoy en
el que la Iglesia celebra los sacramentos y la liturgia de las horas; a Aquel que llena «cada latido
rítmico del corazón de los fieles».[9] El tiempo pertenece al cristiano, como el cristiano pertenece
a Cristo. Por eso, el cristiano reposa en el Señor, sabiendo que el Señor le da el tiempo para hacer
todo lo que El desea que haga. Nunca le falta el tiempo, como a quien vive como dios de su vida.

Nosotros, en realidad, «hemos venido a ser partícipes de Cristo» (Heb 3,14) desde el
momento en que El «se ha hecho partícipe de nuestra carne y sangre» (Heb 2,14), in-
troduciéndonos en su hoy, que constituye el cumplimiento en el tiempo de la salvación, que El
traía a los hombres y que se realiza siempre que ese hoy es proclamado en la liturgia. La liturgia es
el momento que continúa la historia de la salvación. Como dice la constitución de Liturgia del
Vaticano II: «Las riquezas de las acciones salvíficas del Señor se hacen presentes en todos los
tiempos, para que los fieles puedan entrar en contacto con ellas y ser colmados de la gracia de la
salvación» (SC 102). Mediante la liturgia, toda la Iglesia con Cristo recorre año tras año, de fiesta
en fiesta, el propio camino hasta la victoria final, actualizando el misterio de Cristo en cada
celebración, y percorriendo una a una las fases principales del mismo, para conformarse así,
progresivamente, con su imagen. «Lo que aconteció una vez en la realidad histórica, la solemnidad
litúrgica lo celebra de modo recurrente y así lo renueva en el corazón de los creyentes» (S
Agustín).

El tiempo litúrgico transfigura, elevándolos, todos los días del creyente, convirtiéndolos en
momento favorables de configuración con el Señor que vive y reina por los siglos de los siglos. El
hoy litúrgico ritma la existencia rescatada y redimida del cristiano. Es un memorial continuo de los
acontecimientos de salvación que, al actualizarse, se transforman en encuentros con Cristo, Señor
del tiempo y de la historia. El memorial del futuro anticipado y del pasado vivido se hace eficaz en
el presente litúrgico. Es el hoy de la gracia.[10]

2. DEL ALELUYA AL MARANATHA

La espera en la esperanza

Cristo ha venido en nuestra carne, se ha manifestado vencedor de la muerte en su


resurrección y ha derramado su Espíritu sobre la Iglesia, como el don de bodas a su Esposa. Y la
Iglesia, gozosa y exultante, canta el Aleluya pascual. Pero el Espíritu y la Esposa, en su espera
impaciente por la consumación de las bodas, gritan: ¡Maranathá! (Ap 22,17).

La Iglesia, en su peregrinación, vive continuamente la tensión entre el Aleluya por la


salvación ya cumplida plenamente en Cristo y el Maranathá, el grito anhelante por la
manifestación de su Señor en la gloria de su retorno. Ahora ya vemos al Señor entre nosotros,
pero «vemos como en un espejo» y anhelamos que se rompa el espejo para «verle cara a cara»
(1Cor 13,12). Ahora «ya somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos.
Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es» (1Jn
3,1-2).

En efecto, todos los que son guiados por el espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis
un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos
adoptivos, que nos hace exclamar: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para
testimoniarnos que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos, herederos de Dios y
coherederos de Cristo, ya que sufrimos con El, para ser también con El glorificados. Porque estimo
que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de
manifestar en nosotros. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los
hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por
aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para
participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime
hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las
primicias del espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de
nuestro cuerpo. Porque hemos sido salvados en esperanza (Rom 8,14-24).

Con Cristo se ha puesto en marcha la nueva era de la historia de la salvación: la plenitud de


los tiempos. En Cristo, don del Padre al hombre y al mundo, el hombre y la creación entera
encuentran su plenitud escatológica. Por su unión a Cristo muerto y resucitado, el cristiano, por su
bautismo, no vive ya en la condición de la «carne», sino bajo el régimen nuevo del Espíritu de
Cristo (Rom 7,1-6). Con Cristo -con su amén al Padre- toda la humanidad, y cuanto está
relacionado con ella, ha sido definitivamente integrada en la aceptación de la voluntad del Padre.
Esta realidad ya no podrá ser arrancada jamás de la historia humana. La Iglesia, en su fase actual,
es sacramento de salvación, es decir, encarna la salvación de Cristo, que se derrama de ella sobre
toda la humanidad y sobre toda la creación. Pero aún la Iglesia, y con ella la humanidad y la
creación, espera la manifestación de la gloria de los hijos de Dios en el final de los tiempos. El
«hombre nuevo» y la «nueva creación», inaugurada en el misterio pascual de Cristo, mientras
canta el aleluya, vive los dolores del parto y grita maranatha, anhelando la consumación de la
«nueva humanidad» en la resurrección de los muertos en la Parusía del Señor de la gloria. La
Iglesia se siente Reino de Dios solamente en su fase germinal. Por eso tiende a la consumación
gloriosa de este Reino, anunciándolo y estableciéndolo entre los hombres. La Iglesia vive así su
misterio en Cristo Jesús. Pertenece a la etapa de la historia abierta por la Pascua y orientada a la
consumación de todas las cosas en la gloria de la Parusía. Su tiempo es tiempo de camino hacia la
plenitud. Tiempo del Espíritu, que la impulsa a actuar la salvación en el mundo. El Espíritu Santo,
que habita en ella, la comunica la vida de Cristo, implantando en ella el germen de la gloria, pero
siempre dentro del dinamismo de la Pascua, haciéndola pasar por la muerte a la vida. Por ello vive
en posesión radical de las realidades futuras y en esperanza de su posesión definitiva. Esta es su
tensión, nuestra tensión: gozar y cantar lo que ya somos y sufrir y anhelar por aquello que
seremos, a lo que estamos destinados: «Por tanto, mientras habitamos en este cuerpo, vivimos
peregrinando lejos del Señor» (2Cor 5,6) y, aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos
en nuestro interior (Rom 8,23) y ansiamos estar con Cristo (Fil 1,23).[11]

Esperanza contra toda esperanza

Juan Bautista es la palabra del Adviento, de la expectación de lo visto y todavía por llegar.
¡Ha visto y confesado al Mesías y se encuentra en la cárcel! Pero en la prueba del absurdo, Juan no
es una caña que quiebra el viento. Cree a pesar de todo, espera contra toda esperanza. Es el
mensajero, que prepara a Dios el camino, ante todo, en su propia vida y en el propio corazón;
prepara el camino a un Dios que tarda en manifestarse, que no tiene prisa, aunque él está a punto
de perecer. Su corazón estaba en apuros y su cielo encapotado. La pregunta de su corazón suena a
angustia de parto: «¿Eres tú el que ha de venir?». Pero es una pregunta dirigida a Dios, al Cordero
de Dios que ha conocido y confesado. En un corazón orante queda siempre fe, aunque se
encuentre en prisión. Parece tener razón el mundo. «El mundo reirá y vosotros lloraréis», dijo el
Señor. En la prisión de la muerte, de las preguntas sin respuesta, de la propia flaqueza, de la
propia miseria, el cristiano, peregrino de la Pascua a la Parusía, espera contra toda esperanza,
enviando mensajeros de su fe y oración a Aquel que ha de venir. Estos mensajeros volverán con la
respuesta: «He aquí que vengo presto; bienaventurado el que no se escandalice de mí».

La osadía (parresia) del cristiano, del discípulo de Cristo, pasa por la purificación, por la
prueba del escándalo del mismo Cristo que anuncia. Es verdad lo que dice E. Simons: «La inaudita
provocación de los profetas veterotestamentarios y especialmente de Jesús de Nazareth y de sus
enviados no es la pretensión de hablar sobre el nombre de Dios, ni la de hablar en nombre de
Dios sino la convicción de que Dios mismo habla en sus palabras, y por cierto de tal manera que
para lo oyentes de la predicación y para el predicador mismo la salvación o condenación depende
de la atención y respuesta a la comunicación verbal de Dios a través de ellos... Este acontecimiento
de la palabra en cuanto evento salvífico es proclamación de la salvación como venida real del reino
de Dios (Mt 4,23;Lc 9,12), gracia (He 20,32), reconciliación (2Cor 5,19). Como «palabra de Cristo»
(Rom 10,17) le hace presente como Kirios y Salvador, de manera que fundamenta la comunidad
como comunión de aquellos que escuchan la palabra y la siguen (Mt 8,12). El Kerigma es el mismo
Señor, que ha realizado su obra como Jesús de Nazareth, vive en los suyos como Espíritu, y vendrá
como Señor en la gloria».[12]

En la palabra y en los sacramentos, Cristo nos da la seguridad de que vino para nosotros,
que murió y fue resucitado para nosotros y que envía al espíritu Santo para que nos santifique,
convirtiéndonos en signos de su presencia salvadora para el mundo. Es Cristo quien nos inspira el
gozo agradecido que hace que nuestra fe se desborde en evangelización, en respuesta agradecida
a la Palabra que nos da vida: «¡Ay de mí si no anunciara el evangelio!» (1Cor 9,16). Pero, «cuando
los apóstoles y sus sucesores y cooperadores son enviados para anunciar a los hombres el Salvador
del mundo, se apoyan sobre el poder de Dios, que manifiesta la fuerza del evangelio en la
debilidad de sus testigos» (GS 76) Esta fragilidad del vaso de barro está siempre amenazada de
quebrarse, de escandalizarse de su propia debilidad, de la precariedad de su fe y de la fragilidad de
su vida. «¿Qué haces tú ahí, si no eres el Mesías esperado?». El hombre tiene sed de Dios, espera
en El, espera que pronto instaure su reino, que lo absoluto, la verdad radiante aparezca y con su
resplandor queme toda duda del espíritu, anhela que la bondad radical destierre todo temor. Y he
aquí que sólo vienen precursores, sólo aparecen heraldos con la verdad de Dios siempre en
palabras humanas que la oscurecen; como mensajeros de Dios sólo vienen hombres con cualida-
des humanas y con todos los defectos de los hombres; sólo se dan acciones simbólicas,
sacramentales, siempre bajo ceremonias humanas. Y todo esto precursorio confiesa una y otra
vez: «Yo no soy lo auténtico, lo real, lo definitivo; lo verdadero y real está oculto en todo lo
impropio de las palabras, de los hombres, de los signos».

Ante la propia pobreza, la debilidad de los mensajeros y la insignificancia de la palabra y los


signos, el hombre, en su impaciencia, es tentado a creer que puede hallar a Dios, lo real, fuera de
los hombres, de las palabras y signos de la Iglesia: en la naturaleza, en la infinitud del propio
corazón, en la política que quiere erigir ya de una vez para siempre el Reino de Dios sin Dios sobre
la tierra... Pero esta huída sólo puede llevar al desierto del propio corazón vacío, donde moran los
demonios y no Dios; al desierto de la naturaleza ciega y cruel, que sólo es benéfica como creación
de Dios en la alegría del reposo dominical; al árido desierto del mundo en que las aguas de los
ideales se escurren tanto más cuanto más se penetra en él; al desierto desolador de una política,
que en lugar del reino de Dios, sólo instaura la tiranía de la violencia.

Con Juan Bautista es preciso confesar: «Yo no soy». La Iglesia es sólo la voz del que clama
en el desierto, voz que anuncia que lo definitivo, el Reino glorioso de Dios está aún por venir. No
puede desoírse esta voz por razón de que suena con todos los ecos humanos. No puede dejarse
de lado al mensajero de la Iglesia porque «no es digno de desatar las sandalias del Señor» a quien
precede. La Iglesia, no puede menos de decir: «No soy yo», pero tampoco puede dejar de decir:
«Preparad el camino al Señor que viene». Y entonces, escuchado esta pobre palabra, Dios viene
ya. Los fariseos, que no escucharon al precursor del Mesías porque él no era el Mesías, tampoco
reconocieron al Mesías.[13]

Esperanza desde la presencia

La salvación le llega al hombre como criatura y como pecador sólo por la libre e inmerecida
gracia de Dios, es decir, por la autocomunicación libre de Dios en Jesucristo, el crucificado y
resucitado. La relación del hombre con Dios, que significa su salvación, no puede fundarse o
sostenerse a partir del hombre mismo, desde su propia iniciativa personal, sino que siempre viene
establecida por la acción soberana de Dios. No hay «obras meritorias» por las que el hombre
pueda hacerse propicio a Dios. Toda acción salvífica del hombre sólo tiene carácter de respuesta;
e incluso esa respuesta, en cuanto capacidad y acción real, tiene una vez más por fundamento a
Dios, quien dándosenos, nos da la capacidad de aceptarlo y el que lo hagamos de hecho. La misma
acción libre por la que el hombre responde a Dios es también don de la gracia divina, que nos
libera de la limitación inherente a la criatura y del egoísmo pecaminoso.
Este don divino, en el que Dios se comunica a sí mismo al hombre pecador, es un
acontecimiento por el que el pecador se convierte en justo y la gracia de Dios llega realmente al
hombre, le santifica y le hace heredero efectivo de la vida eterna, le convierte en alguien que
antes no era y ahora es realmente. Tal acontecimiento, el hombre lo experimenta en la fe y en el
reconocimiento esperanzado del juicio misericordioso de Dios sobre él. Este acontecimiento es, a
su vez, portador de una nueva promesa de que la transformación real ya experimentada no es aún
la definitiva, sino que nos encamina a la consumación plena; así infunde un dinamismo continuo
de conversión en la vida del creyente, que se realiza en la historia y en el tiempo como fe y
esperanza en el amor de la presencia.[14]

La esperanza nace de la presencia y el amor. Allí donde dos seres insignificantes, como
María e Isabel, se encuentran y se sienten unidas en la esperanza que, por la Palabra de Dios, ha
penetrado en su corazón, Aquel a quien esperan está ya presente. Cuando una mujer espera un
niño, lo espera, porque ya está presente en ella. Así también en la asamblea que dice
«maranatha», que espera al Señor, allí está ya presente el Señor. Donde se acepta la promesa, se
da ya el cumplimiento en quien la recibe. Espera solo su manifestación.

Con la predicación se inaugura el tiempo del Reino, que irrumpe sobre la tierra (Lc 16,16).
Pero e. Reino de Dios es como una semilla que brota, crece y se hace árbol (Lc 13,18). Está
presente en el mundo, como levadura en la masa, hasta transformar toda la humanidad (Lc 13,20).
María, el prototipo de la humanidad redimida, como su fruto más excelso, nos anuncia la
manifestación gloriosa del Señor en nosotros. En ella, como canta el prefacio de la fiesta de la
Inmaculada, Dios "ha señalado el comienzo de la Iglesia, esposa de Cristo sin mancha ni arruga,
esplendente de belleza".

María, como icono escatológico de la Iglesia, nos testimonia que Dios ha sido fiel a la
promesa. María, como imagen de la Iglesia, testimonia a la Iglesia aún peregrina que la salvación
anunciada se ha cumplido de verdad; que la esposa ha sido fiel al Esposo, que Dios ha sido fiel y su
gracia eficaz. La sangre de Cristo no se ha derramado en vano. La gloria a la que María ha sido
elevada está destinada a toda la Iglesia. La asunción de María es el comienzo, la prefiguración de
lo que será toda la Iglesia. San Pablo, hablando de la resurrección, nos presenta a Cristo como el
nuevo Adán, el celestial, cuya imagen llevamos del mismo modo que llevamos la imagen del
primero (1Cor 15,45-49). «Y como en Adán hemos muerto todos así seremos también todos
vivificados. Pero cada uno a su tiempo, el primero Cristo; luego los de Cristo, cuando El venga»
(v.22-23). Toda la Iglesia tendrá que esperar hasta la Parusía, pero María, la nueva Eva, ya está
unida íntimamente al Esposo. Y mientras el pueblo de Dios camina, en la espera del advenimiento
del día del Señor, la virgen María alienta nuestra esperanza, como signo escatológico del Reino.
[15]

Espera en la vigilancia
La esperanza cristiana despierta en el creyente la vigilancia (Ef. 5,14-18), la espera vigilante
al momento presente, al kairós del paso de Dios, que está viniendo a la historia cada día. Ilumina
el momento presente a la luz de los memoriales del pasado y de la esperanza escatológica, a la luz
de la hora en que Cristo nos redimió, a la luz del misterio pascual y a la luz de la hora de la venida
final de Cristo. A su luz se iluminan los acontecimientos, quizás oscuros, del presente; la cruz de
cada día se hace gloriosa, «luz radiante del rostro del Padre».

La vigilancia deriva de la tensión entre el «ya» y «todavía no», percibido y aceptado con
agradecimiento y con esperanza. La vigilancia está simbolizada por las vírgenes del evangelio que,
invitadas a las bodas, esperan con olio la llegada del Señor. Su invitación a las bodas nos alcanza
«aquí y ahora», en el kairós del presente. La esperanza cristiana -en oposición a la esperanza
marxista- supone la inserción de una realidad nueva en la historia, de manera que se quiebra el
círculo cerrado del presente y se abre a lo nuevo. Es una esperanza escatológica, que viene, que
no es fruto de la programación o del determinismo de la evolución histórica o del progreso
humano, sino don sorprendente, que viene como un ladrón, inesperadamente, cuando menos se
lo espera y que, por ello, exige la espera vigilante.[16]

La muerte, presente siempre en la vida misma como su posibilidad última, impone al


hombre el dilema entre un esperar confinado por la barrera de la muerte y un esperar, -como don
pues no está a su alcance-, algo que le haga pasar la frontera de la muerte. Pero, si el fin de la vida
es la caída de la persona en la nada, es también el hundimiento de todo el esperar y de todas las
esperanzas del hombre; si lo último de la vida es la nada, toda la cadena de las esperanzas preci-
pita con el último eslabón en el vacío; el esperar humano sería solamente un espejismo, una
ilusión. Ante esta situación límite no le quedan al hombre sino dos opciones: la aceptación de la
muerte como caída en la nada o la aceptación de esperar el don de una vida nueva, don de algo
transcendente respecto al hombre y al mundo. Algo que viene a él. Esta es la esperanza cristiana.
[17] La esperanza cristiana se funda en la fe en la resurrección de los muertos y en la plenitud -vida
eterna- por venir, como gracia absoluta de un Dios que está ya viniendo y que vendrá. La
esperanza cristiana se inserta en la historia como llamada a lo nuevo, «a la nueva creación» del
Dios que resucita los muertos y que vendrá para darse en plenitud de vida.

Esta novedad de vida, ya presente, garantía de la vida eterna futura, es el don del Espíritu,
como venida permanente y presencia dinámica de Cristo en la historia, que crea en el corazón del
hombre la comunión de vida con El y la comunión en el amor con los miembros de su cuerpo
eclesial, vida nueva anticipadora de la resurrección por-venir; el hombre vive ya «con-resucitado»
con Cristo; está ya brotando en él «el manantial que salta hasta la vida eterna» (Jn 4,14;7,39).

La esperanza cristiana, por ello, no es una ilusión: tiene sus garantías; y no es una
alienación, pues, hace vivir al cristiano vigilante al momento presente, atento a los signos de los
tiempos, a la irrupción del Espíritu que sopla en su vida como el viento cuando quiere y como
quiere. El Dios, que ha venido en Cristo, sigue viniendo en el Espíritu, y vendrá en la nueva total
donación de Sí mismo.[18]

La salvación cristiana es salvación en la esperanza. Tiene lugar en un encuentro de amor y,


por eso, de libertad. Es el encuentro de la libertad trascendente de Dios y la libertad defectible del
hombre. La libertad humana puede rehusar la salvación de Dios. Corre el riesgo siempre de la
perdición: la posibilidad de la respuesta negativa es inseparable de la posibilidad de la respuesta
afirmativa. Ante la salvación gratuita de Dios en Cristo el cristiano vive cada día su riesgo supremo.
El amor de Dios no condiciona jamás la libertad del hombre, pues es absolutamente gratuito. La
esperanza cristiana, por tanto, vive en el combate constante entre confiar en la autosuficiencia
humana o abrirse al don gratuito de la vida del Dios que vendrá y le salvará.

La esperanza vigilante, finalmente, se manifiesta en el amor. «Dios es amor y quien no ama


no ha conocido a Dios» (1Jn 4,8). La fe y la esperanza tienen su verdad interior y su autenticidad en
el amor que Dios derrama sobre nosotros. Sólo cuando amamos nos encontramos en la longitud
de onda de la esperanza en el Dios que es amor. San Agustín lo explica concisamente: «El que no
ama, en vano cree, aunque sea verdad lo que cree; en vano espera, aunque sea cierto que lo que
espera pertenece a la verdadera felicidad, a no ser que crea y espere también que el amor le
puede ser concedido por la plegaria».[19] Y san Juan dirá aún más brevemente: «Sabemos que
hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos» (1Jn 3,14). Esta es la
garantía de nuestra esperanza.

Quien ama al hombre y está convencido de su futuro, quien realmente estima al hombre y
considera que al hombre hay que amarlo hasta dar la vida por él, ése está creyendo en Jesucristo,
pues cree en una posibilidad que sólo en Jesucristo puede hacerse realidad. Ahora bien, quien cree
en Cristo, cree también en Dios, creador de los hombres y del mundo, y espera la nueva creación y
la nueva humanidad, como don del Dios de la vida: «El que es, el que era y que vendrá».

3. PARUSIA: FIESTA SIN FIN


Dios: promesa para el hombre

La fe es la garantía de los bienes esperados, la presencia de las cosas que se espera. La fe se


vincula a la esperanza. Creer es dirigirse a Dios y reconocer su misericordia y fidelidad a pesar de
las apariencias de la muerte y del poder del mal. Así el creyente vive en continuidad con la vida
eterna que surge del encuentro con Dios, superada la amenaza de la muerte. Por la fe, la vida de la
tierra se hace promesa de una vida plena, eterna, sin posibilidad de muerte, a la medida de la
misericordia de Dios y de las nostalgias del hombre. La fe abre paso a la esperanza porque es fe en
un Dios creador, rico en misericordia, que se hace El mismo promesa para el hombre.

La esperanza cristiana, por tanto, se orienta a la fiesta plena y sin fin en los nuevos cielos y
en la nueva tierra. Pero ya, mientras esperamos la fiesta eterna, celebramos en el camino la
alegría de vivir, la bondad de ser y convivir con los otros celebrantes de la fiesta. Y este reflejo de
Dios que nos ama es la garantía de nuestra esperanza en la victoria con Cristo de la muerte.
Conscientes de estar aún en camino y de los sufrimientos y males existentes en el mundo,
celebramos la fiesta en la esperanza y certeza del triunfo de Cristo. El verdadero testimonio de
Dios y la expresión auténtica de las posibilidades reales del gozo y de la gloria se encontrarán
entre los que son capaces de cantar en el exilio, de regocijarse en la batalla y vislumbrar la gloria
en la esperanza, aún frustrada, porque han descubierto que la infinita distancia de Dios es la
medida del poder de su presencia y que el sufrimiento de Dios es la medida del poder de su
imperturbable e invencible amor.

Ya la fe de Israel está basada en las experiencias históricas, de las que hace memoria en sus
celebraciones. Así, su esperanza, apoyada en esta fe, se dirige hacia un futuro cuyos horizontes se
amplían constantemente, aportando continuamente nuevas sorpresas. La fidelidad de Yahveh es
el lazo de unión del pasado y del futuro en el presente de la liturgia y de la vida. La esperanza se
mantiene viva en el agradecimiento y en la alabanza.[20]

En la esperanza de Israel se entronca la esperanza cristiana. Los dos prefacios de Adviento,


en su alabanza a Dios, recogen esta inserción y su florecimiento. El primero evoca las dos venidas
de Cristo y el segundo celebra a Aquel «a quien todos los profetas anunciaron, la virgen esperó
con inefable amor de madre, Juan lo proclamó ya próximo y señaló después entre los hombres». Y
la oración entrecruza la celebración de la venida del Señor en la carne y la espera de su retorno
glorioso:

Concédenos, Señor Dios nuestro, permanecer alertas a la venida de tu Hijo, para que cuando
llegue y llame a la puerta nos encuentre velando en oración y cantando tu alabanza.
Liturgia de las horas

Por llamamiento y gracia de Dios, la Iglesia es una «casa de oración» (Is 56,7;Mt 21,13p). La
oración sacerdotal de la Iglesia es una de sus tareas fundamentales. Orar y transformar la vida en
adoración a Dios en espíritu y verdad es su misión. Los primeros cristianos, fieles al Señor,
perseveraban unánimes en la oración, lo mismo que en la fracción del pan, escuchar la Palabra y
en la comunión fraterna (He 2,42). Jesús y sus discípulos oraron con los Salmos, como el pueblo de
Israel al que pertenecían (Mt 24,46;Lc 23,46;Col 3,16). Como Israelitas, llevaban grabadas en la
mente y el corazón, en la vida y en los labios las palabras del Deuteronomio: «Cuando te acuestes
y cuando te levantes recitarás el Sema': Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno.
Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt
6,4.7;11,19). Según los comentarios rabínicos, estos dos tiempos de oración, vinculados en primer
lugar al ritmo de la vida de los hombres -acostarse y levantarse-, fueron luego relacionados con el
ritmo de la naturaleza en la oración de la comunidad: al atardecer y al amanecer. Pero la Escritura
añadirá un tercer tiempo de oración entre los dos anteriores (Dan 6,11.14;Judit 9,1;12,5-6;13,3),
como recogerá el salmo: «Por la tarde, por la mañana y al mediodía clamo al Señor» (54,17-18). A
estos tres tiempos, se añade en momentos particulares la oración nocturna (Lc 6,12;He 16,25), a la
que Jesús habituó a sus discípulos. Orígenes recogerá estos tiempos de oración, según una
tradición ya común, diciendo:

Pablo, siguiendo las recomendaciones del Señor, nos dice: orad sin cesar. Sólo hay un modo de
entender este precepto como posible. Si decimos que toda la vida del santo es una gran oración
continua y que, de dicha oración, una parte es la oración en el sentido estricto del término, que
debe hacerse por lo menos tres veces al día, como se ve en Daniel que oraba tres veces al día a
pesar del peligro que le amenazaba. Y Pedro, que subió a la terraza a la hora sexta para orar
cuando vio bajar del cielo la sábana sostenida por los cuatro lados; es la segunda de las tres
oraciones de que habla David (Sal 54,17-18), siendo la primera: "Oye mi voz, Señor, por la mañana,
a la aurora te elevo mi oración y me quedo a la espera" (Sal 5,4), y la última es la que muestran
estas palabras: "Mi elevación de manos, como la ofrenda de la tarde" (Sal 140,2). Pero incluso el
tiempo de la noche, no lo pasamos sin oración, ya que David dice (Sal 118,62): "En medio de la
noche me alzo para alabarte por tus justos decretos" y Pablo oraba en Filipos a medianoche con
Silas y alababa a Dios, de modo que los demás presos los oían.[21]

Al igual que la semana y el año, el día también queda santificado al ritmo de la liturgia: «Fiel
y obediente al mandato de Cristo de que hay que orar siempre sin desmayar (Lc 18,1), la Iglesia no
cesa un momento en su oración y nos exhorta a nosotros con estas palabras: 'Por medio de Jesús
ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza' (Heb 13,15). Responde al mandato de
Cristo no sólo con la celebración eucarística, sino también con otras formas de oración, princi-
palmente con la Liturgia de las horas, que, conforme a la antigua tradición cristiana, tiene como
característica propia santificar el curso entero del día y de la noche».[22]

La Liturgia de las horas es liturgia, culto de la Iglesia, de todo el cuerpo eclesial de Cristo,
que en ella se manifiesta y constituye (SC 26;PNLH 20). Y es liturgia de las horas, es decir,
santificación del día y de la noche, santificación del tiempo. En la Laudis Canticum, Pablo VI es-
cribe: «La liturgia de las horas se desarrolló poco a poco hasta convertirse en oración de la Iglesia
local, viniendo a ser como un complemento necesario del acto perfecto de culto divino, que es la
eucaristía, el cual se extiende así y se difunde a todos los momentos de la vida de los hombres...
Como oración de la Iglesia es oración de todo el pueblo de Dios, algo que atañe a toda la
comunidad cristiana».[23]

Laudes es la oración de la mañana, el tiempo que cierra la noche y abre el día. Es la voz de la
esposa que se levanta con la aurora, buscando al Esposo (Sal 62), que se alza de la muerte
victorioso antes del alba. Como cantan los himnos a Cristo, Sol naciente, El es la luz que ilumina el
mundo, «visitándonos desde lo alto». Los laudes evocan también la creación, mañana del
universo, en la que entra el hombre como liturgo que invita a toda la creación a alabar al Creador.

Las vísperas, por su parte, están vinculadas a la tarde, que es conclusión del día y comienzo
de la noche: «Las vísperas se celebran al atardecer, cuando el día ya declina, para dar gracias por
todo lo que el Señor nos ha concedido durante la jornada» (PNLH 39). «Es bello salmodiar tu
nombre: proclamar por la mañana tu misericordia y tu fidelidad en la noche» (Sal 92,2-3). Las
vísperas expresan la dichosa esperanza de la venida definitiva del reino de Dios, al final del tiempo
cósmico. Tienen, pues, un sentido escatológico, refiriendo la vida a la última venida de Cristo, que
nos traerá la gracia de la luz eterna en el «día sin noche» (PNLH 39).

La muerte del cristiano

La muerte, como término de la vida, con su carácter de agresión, es la manifestación de la


esencia del pecado: «El salario del pecado es la muerte» (Rom 6,23).
Pero el detalle más sorprendente de la revelación cristiana sobre la muerte es que Dios ha
hecho de la muerte del hombre el misterio del amor de Cristo al Padre y, al mismo tiempo, el
misterio del amor del Padre a Cristo y, a través de El, a todos los hombres. La muerte humana se
ha convertido en acontecimiento de salvación, para Cristo y para el mundo.

Ahora ya, para aquellos que viven su vida como un misterio de muerte y de vida con Cristo,
la muerte se convierte en el punto culminante de la apropiación de la salvación inaugurada por la
fe y los sacramentos. Más que límite, la muerte es cumplimiento, maduración y fructificación. Es
pérdida de sí, pero para encontrarse con Dios y vivir en Dios.

Ante la muerte, que en apariencia no es más que tiniebla absoluta, el hombre, por la fe cree
que ese derrumbamiento desemboca en la vida y que vivirá eternamente. En la muerte, que es
esperanza contra toda esperanza, el creyente se abandona al Dios de la promesa. La muerte vivida
de este modo se convierte en encuentro con Dios en Jesucristo. Lo mismo que Cristo recibió el don
de su glorificación por su confianza en el amor del Padre, el cristiano recibe la gracia de su
resurrección abandonándose en las manos de Dios en Jesucristo. Por la esperanza el cristiano se
proyecta en Dios y le confía su vida por toda la eternidad. Y, en la muerte, la caridad, que es amor
a Dios por encima de todo, encuentra su expresión y su realización suprema. Por nuestros pecados
hemos rechazado muchas veces la llamada de Dios; a menudo hemos sufrido por no poder darlo
todo o por no dar más que con los labios. Ahora podemos recoger todo nuestro ser y ofrecérselo a
Dios: «Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu».[24]

Penetrando dentro de la muerte, estas tres fuerzas fundamentales de la vida cristiana -la fe,
la esperanza y la caridad- transforman la muerte, cumplen el Semá, que lleva en sí la promesa de
vida: «Haz esto y vivirás». El hombre muere, pero para vivir eternamente. Su muerte no es ya una
muerte segunda, sino la victoria definitiva de la vida de Dios sobre la muerte.

Culminación de la vida teologal, la muerte es asimilación real con la muerte de Cristo, que el
cristiano comenzó a vivir en su bautismo, alimentó en la Eucaristía y sella con la Unción de los
enfermos. El bautismo es el comienzo de la muerte cristiana, ya que es la inmersión del hombre de
pecado en la muerte de Cristo (Rom 6,3) y el nacimiento a la vida nueva, que nutre la Eucaristía, en
la participación al misterio pascual de Cristo, que nos pasa de la muerte a la vida de resucitados. Y
esto, el cristiano lo vive hasta el final en la Iglesia, que le acompaña desde el nacimiento hasta la
culminación de su vida, ungiéndole para su entrada en el Reino. El sacramento de la Unción de los
enfermos proclama y celebra la fidelidad de Dios tal como se ha manifestado en los sufrimientos y
muerte de Cristo, una fidelidad que da significado a los sufrimientos, enfermedad, vejez y muerte
del cristiano y lo sostiene en su debilidad.
La unción de los enfermos, como los demás sacramentos, tiene su fuente y su cima en el
misterio pascual de Cristo, que apunta con su victoria sobre la muerte, al sellar el Padre su
fidelidad con la resurrección, hacia la plenitud final en los nuevos cielos y en la tierra nueva.
Recibido y celebrado con agradecimiento, imploramos con toda la Iglesia, la gracia de nuestra
fidelidad hasta el final de nuestra vida. Ante el misterio de la muerte se eleva el misterio de la
esperanza: del Dios que resucita y hace nacer a la vida nueva.

De la fiesta del tiempo a la fiesta eterna

Todo cuanto sucede, desde Dios, tiene aquella dirección que apunta desde la creación en el
principio al reino eterno. Porque Dios no creó el mundo para la caducidad y la muerte, sino para su
gloria y, por consiguiente, para la fiesta eterna. La experiencia de la vida y del tiempo en la historia
de Dios con el mundo está marcada por la creación, la promesa, la alianza, la liberación, la victoria
sobre la muerte y el don de la vida eterna. El tiempo no es algo vacío, es siempre tiempo lleno de
los acontecimientos de Dios.

El acontecimiento determina el tiempo del instante favorable. La fidelidad de Dios garantiza


el ritmo de los tiempos y el kairós de cada acontecimiento. En el tiempo de la creación, Dios se
manifiesta como Señor del tiempo con sus intervenciones gratuitas y salvíficas, que abren el
tiempo a la historia y al futuro de Dios. «El acontecimiento es impensable sin su tiempo; y el tiem-
po, sin su acontecimiento».[25] La historia se abre con la promesa y se llena de contenido con las
experiencias de su cumplimiento: «Hubo historia para Israel sólo y en la medida en que Dios
anduvo con él. Fue Dios quien trazó la continuidad en medio de la pluralidad de acontecimientos y
creó la línea hacia una meta en la secuencia temporal de los acontecimientos».[26]

El futuro está en continuidad con el pasado gracias a la fidelidad de Dios. Pero, para el
hombre, la intervención de Dios, es creación, novedad, no la continuación o desarrollo de lo
pretérito (Is 43,18). «La predicación profética se torna escatológica cuando los profetas arrancan a
Israel del ámbito salvífico de los hechos acaecidos hasta entonces y desplazan el fundamento
salvífico a un venidero evento de Dios».[27] La antigua actuación de Dios y la nueva no se
encuentran ya en un mismo tiempo humano; la nueva actuación de Dios tiene lugar en «su
tiempo», en el «tiempo nuevo».
La apocalíptica hará patente esta novedad contraponiendo los dos tiempos (eones) del
mundo como dos poderes que configuran todo lo que está en su ámbito: se oponen como muerte
y vida, perdición y salvación, infierno y cielo. Este tiempo es el tiempo de muerte, perdición e
infierno; el nuevo tiempo es el de la vida, salvación y cielo.

Cristo entra en el tiempo de muerte, y con su resurrección revela la eclosión del nuevo eón
de la resurrección y de la vida eterna. Con su resurrección se abre, ya en medio de este mundo, el
nuevo y eterno tiempo, para los que viven en El: «Por tanto, el que está en Cristo es una nueva
creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2Cor 5,17). La vieja existencia del hombre bajo el poder
del pecado fenece y es sepultada por los creyentes con Cristo en su muerte (Rom 6,4). Nace la
nueva existencia del hombre bajo el Espíritu para vida eterna. El nuevo tiempo se zambulle en este
caduco tiempo del mundo y lo convierte en tiempo transitorio del mundo, que pasa, que se
acorta, que es escena, mientras aparece en su fulgor y esplendor el nuevo tiempo de la nueva
creación.

La eucaristía, los sacramentos y las fiestas del tiempo litúrgico manifiestan en este tiempo el
tiempo nuevo de la manifestación de Dios y de la gloria de Jesucristo en su Espíritu, que exulta en
el corazón de la Iglesia.

A la celebración eucarística, la liturgia ha vinculado la alabanza de las horas en que expresa


la «alabanza perenne», santificación del tiempo. Según un triple ciclo -cotidiano, semanal y anual-,
la liturgia manifiesta de qué modo el misterio de la salvación en Cristo penetra el tiempo cósmico
por entero. Mientras en el ciclo anual, la historia de la salvación, desplegada desde el misterio
pascual de Cristo, transforma en «misterio» el ritmo de las estaciones, el ciclo semanal, regido por
las fases de la luna, traslada el mismo orden de la creación al plano del misterio de la salvación. Y
el ciclo cotidiano, estructurado según los ritmos de la luz, evoca las resonancias simbólicas del día
y de la noche. Centrando en él la expresión de su contemplación, la Iglesia atestigua la paradoja de
su situación en las fronteras del tiempo y la eternidad. Todavía retenida por las inquietudes
disipadoras de la existencia terrena, la Iglesia de la tierra -a la vez esposa y cuerpo de Cristo- entra
en armonía con la Iglesia del cielo; ocupa su lugar en el coro de los bienaventurados, que cantan
incesantemente con los ángeles: «Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo. Llenos están
los cielos y la tierra de tu gloria».[28]

La alabanza perenne de la Iglesia, la convierte en anticipación de la alabanza eterna más allá


de la Parusía. La liturgia, en su materialidad sacramental y en su eficacia regeneradora, cesará en
el Reino de los cielos, pero la alabanza perenne a Dios será el eterno oficio gozoso de la asamblea
celeste. La liturgia de las horas introduce al hombre, en cuanto bautizado, nacido de lo alto, en el
coro celeste de la alabanza divina (Ap 7,9ss;15,2ss;19,1ss). La salmodia de la Iglesia es «hija del
canto que resuena incesantemente ante el trono de Dios y del Cordero».[29]
Podemos concluir con San Pedro:

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia, mediante
la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a
una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, a
quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la salvación, dispuesta ya a ser revelada
en el último momento. Por lo cual rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún
tiempo seáis afligidos con diversas pruebas, a fin de que la calidad probada de vuestra fe, más
preciosa que el oro perecedero que es probado por el fuego, se convierta en motivo de alabanza,
de gloria y de honor, en la Revelación de Jesucristo. A quien amáis sin haberle visto; en quien
creéis, aunque de momento no le veáis, rebosando de alegría inefable y gloriosa, y alcanzáis la
meta de vuestra fe, la salvación de las almas (1Pe 1,3-9).

[1] VARIOS, Cristo ieri oggi e sempre. L'anno liturgico e la sua spiritualità, Bari 1979;J. ORDOÑEZ
MARQUEZ, Teología y espiritualidad del año litúrgico, Madrid 1978.

[2] J. MOUROUX, Il mistero del tempo, Brescia 1965; (En cast, Barcelona 1965;O. CULLMANN,
Cristo y el tiempo, Barcelona 1968;T.G. CHIFFLOT, Le Christ et le temps LMD 13(1948)26-49;J.
RATZINGER, Fe y futuro, Salamanca 1970.

[3] M. BERCIANO, Kairós, tiempo humano y histórico-salvífico en Clemente de Alejandría,


Burgos 1976.

[4] A.M. TRIACCA.-A. PISTOIA, Le Christ dans la liturgie, Roma 1981, con textos de los
sacramentarios y de los Padres: Cfr. Lc 6,20-26;12,49ss;19,44;Mc 1,14s;Jn 16,21-24;Rom 13,8ss;
Gal 6,10;1 Cor 13,12;2Cor 6,1ss;Ef 5,16;Col 4,5;2 Tes 2,6ss;1Pe 1,3-9).

[5] J. HILD, L'Avent, LMD 59(1959)10-24.


[6] J. ALFARO, Esperanza cristiana y liberación del hombre, Barcelona 1972;Idem, Cristología y
antropología, Madrid 1973.

[7] S. MARSILI, Il tempo liturgico attauzione della storia della salveza, RivLit
57(1970)207-235;B.G. BOSCHI, Tempo, storia e festa nella Bibbia, Sacra Doctrina 87(1978)191;J.
RATZINGER, Escatología, Muerte y vida eterna, Barcelona 1979

[8] O. CULLMANN, o.c., p. 57-65.

[9] A.M. TRIACCA, Tempo e liturgia, en NDL, Roma 1984, p.1494-1508;E. ALIAGA GIRBES,
Teología del tiempo litúrgico, Valencia 1980.

[10] T.J. TALLEY, Les temps liturgiques dans l'Eglise ancienne, LMD 147(1981)29-60.

[11] J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, Salamanca 1977;L. BOROS, Somos futuro,


Salamanca 1970.

[12] E. SIMONS, Kerygma, en Sacramentum Mundi, Salamanca 1984, p.193-200.

[13] H. DE LUBAC, El drama del humanismo ateo, Madrid 1967;K. BART, Adviento, Madrid 1970;
P. TILLICH, La dimensión perdida. Indigencia y esperanza de nuestro tiempo, Bilbao 1970.

[14] K. RAHNER, Justificación, en Sacramentum Mundi, Barcelona 1984, c.176-186.

[15] J. ESQUERDA, Significado salvífico de María como tipo de la Iglesia, en Ejemplaridad


trascendente de María sobre la Iglesia, Madrid 1967, p.145-192;F. HOFMANS, María y la Iglesia,
Teología y Vida 5(1964)169-179.

[16] P.E. LANVEGIN, Jesus Seigeur et l'eschatologie, París 1967.


[17] K. RAHNER, Sentido teológico de la muerte, Barcelona 1969;X. LEON-DUFOUR, Jesús y
Pablo ante la muerte, Madrid 1982;P. ARIÉS, L'homme dévant la mort, París 1977;L. BOROS,
Mysterium mortis. El hombre y su última opción, Madrid 1972.

[18] P. GRELOT, De la mort a la vie eternelle, París 1971;J. RATZINGER, Escatología, Barcelona
1979;E. BLOCH, El principio esperanza, Madrid 1975;R. LATOURELLE, El hombre y sus problemas a
la luz de Cristo, Salamanca 1984;P. TILLICH, La imagen cristiana del hombre del s. XX, en En la
frontera, Madrid 1971,p.117-128.

[19] SAN AGUSTIN, Enchiridiun, sive de fide, spes et charitate CXVII,31: PL 40,286.

[20] G. RAVASI, I canti d'Israele. Preghiera e vita de un popolo, Bologna 1986.

[21] ORIGENES, De oratione 12: PG 11,452-453;HIPOLITO, Tradición apostólica 41;TERTULIANO,


De oratione 25;San CIPRIANO, De domenica oratione 35... Cfr. G. MARTIMORT. La Iglesia en
oración, p. 1047-1173.

[22] PNLH=Principios y normas de la Liturgia de las horas de 1971, n.10;M. MAGRASSI, La Chiesa
che prega nel tempo, Torino 1979;P. VISENTIN, Dimensione orante della Chiesa, en Liturgia delle
Ore, Torino 1872, p.131-159;V. RAFFA, La nuova liturgia delle Ore, Milano 1971.

[23] PABLO VI, Const.Apost. Laudis canticum, AAS 63(1971) 527-535;A. HAMMAN, La oración,
Barcelona 1967;Ev. CASSIEN.-B. BOTTE, La prière des heures, París 1963;T. DUPONT, Jésus et la
prière liturgique, LMD 95(1968)16-49.

[24] P. FRANSEN, El ser nuevo del hombre en Cristo, en Mysterium salutis, IV/2, p.879-938;L.
DUSSANT, L'Eucharestie, paques de toute la vie, París 1972;H.M. FERET, L'Eucharestie, paque de
l'univers, Paris 1966.

[25] G.von RAD, Teología del AT II, Salamanca 1984, p.137.

[26] Ibidem, p. 141.


[27] Ibídem. n. 155.

[28] I.H. DALMAIS, Teología de la celebración, en MARTIMORT, p. 288-290.

[29] PIO X, Divino afflatu, AAS 3(1911)633-638;V. VANNI, Apocalisse. Una assembla liturgica
interpreta la storia, Brescia 1977;P. PRIGENT, Apocalisse, Roma 1985.

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