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Sin titulo

Ricardo Gutierrez Feregrino


Tenía diez años cuando la conocí. Era el funeral de mi abuelo y me enamoré. En
ese momento, por supuesto, no lo sabía. Era un niño, inmaduro, inexperto,
inocente y tonto. Sobre todo, tonto, pues, de haber sabido qué era lo que sentía, lo
hubiera suprimido en el mismo momento en que la vi. El caldeo de mi estómago,
el temblequeo de mis extremidades y el súbito mareo que sentía al posar mi
mirada en ella era, de alguna manera, agradable. Delgada, con un cuello alto
sobre el que posaba un rostro suave, pero afilado, con su piel marfileña y unos
labios pálidos. Unos ojos azules que, al verlos, te transmitían la frialdad del hielo.
Y su cabello, laceo y negro, como un manto que la cubría hasta la cintura.

El camino de regreso a casa lo entretuve recordándola y al llegar, un poco más


tranquilo, le pregunté a mi madre el nombre de aquella niña. Extrañada me
respondió que ella no había visto a ninguna niña así. Le pregunté lo mismo a mi
padre y a mi hermana, pero recibí la misma respuesta. Me sentía afligido, quería
verla, quería conocerla, quería saber, al menos, su nombre.

Pasé días en un estado apático, comía poco y bebía menos. Ya no salía a jugar.

A los trece años, superado al fin aquel al que llamo "mi primer amor", conocí a
(vida). Era un poco más baja que yo, tenía unos bonitos ojos ambarinos y mis ojos
se perdían constantemente en sus lindos labios rosados. Era risueña, tenía una
sonrisa hermosa y sus mejillas se hallaban siempre coloreadas. Su cabello era
castaño y rizado, y mis manos, a la primera oportunidad, se entretenían jugando
con él. Pasábamos mucho tiempo juntos, tanto que terminé prendido. No me
quedó más que aceptar mis sentimientos, pero nunca se lo confesé. Tres años
pasaron y ella conoció a alguien más, sabía que no estaría conmigo siempre, pero
me resultaba difícil aceptarlo sin más. Toda la felicidad que (vida) me había
brindado, la perdí. Y en mi desesperación recordé a aquella niña que había visto
hace seis años. Pensé en cuánto habría cambiado, en la posibilidad de,
casualmente, encontrarme con ella. Pensar que en tantos años no la había vuelto
a ver me hizo sentir más triste. Ya no sentía ganas de nada. Pasé días encerrado
en mi habitación. Recibí llamadas de (vida), pero me hacían recordar a aquella
niña de quién nunca supe su nombre. Mi familia se preocupó por mi actitud e
intentaba animarme, pero no sabían cómo.

Un día, ya completamente hundido, salí de mi casa y fui a un parque. Me la pasé


todo el día pensando en (vida) y en la niña. Al caer la noche decidí volver a mi
casa, pero en el camino un hombre me detuvo el paso. Sostenía una navaja y la
apuntaba a mí a la vez que me pedía que le diera el dinero que llevara encima. Me
sentí molesto, así que pensé en desquitar mi frustración con él. Luché, pero nunca
había peleado, por lo que terminé en el piso, mal herido y sin dinero. Deliré. Y en
mi delirio la vi. Alta, delgada, con su marfileña piel iluminada por la luz de noche.
Su cabello negro hasta la cintura. Y sus ojos que me miraban, esos hermosos ojos
azules en los que ya no veía frío, sino candor.

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