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Gonzalo Ariel Sotelo

Flamas negras
Una vez más

«Tengo tiempo, mi vida recién comienza», eran las palabras que decía cuando alguien me
preguntaba sobre mi futuro. Un recordatorio de que recién empezaba a vivir, de lo que
todavía faltaba.
Al remontarme a un tiempo pasado, aún puedo ver al que alguna vez fui. La sombra
inmadura de alguien que vivía día tras día sin preocuparse de las cuestiones serias de la
vida. La imagen de un joven de diecisiete años de edad.
Aquel que desapareció un 23 de Julio y descendió al mundo de la supervivencia, por sus
propias decisiones, por las decisiones ajenas y por una realidad extraña y hostil, a la que no
pertenecía.
Ahora, aquel juego de supremacía se repite. Este es el relato sobre un mundo egoísta y
las personas que lo alimentaban, para bien o para mal.
Todo comenzó en ese día de invierno…
Un momento borroso
23 de julio

Era la mañana más fría que puedo recordar, la ligera niebla que cubría las calles resultaba
extraña y tranquilizadora. Como una dulce brisa que congelaba la piel y me invitaba a
continuar soñando.
Mi instituto estaba cerca, a cinco cuadras de casa. Mis pasos calmados. Esas nubes que
se materializaban con cada aliento.
Aquel cielo gris. Frio y apacible.
Algo faltaba… Algo no estaba. Como si la noche nunca hubiera acabado y el reino de los
sueños todavía me envolviera.
Extrañaba el ligero sol de días pasados, y aunque conservaba el calor de mi ducha y el té,
de alguna manera, solo contrastaban con el agarre helado que me estrujaba.
Vi mi reloj. Estaba llegando tarde.
Las nubes se oscurecían. La tormenta pronosticada y me faltaba un paraguas… ¿Por qué?
Sabía que venía.
En mi ciudad nunca nevaba. Lo más anormal era un poco de granizo en tiempos de
heladas. De cualquier forma, no deseaba la lluvia de invierno.
Aceleré el paso, como si estuviera escapando, troté queriendo adelantarme a la tormenta.
Recibiendo la fría atmósfera y mirando mí aliento materializarse, recorrí la primera
cuadra.
En la segunda cuadra… iba más rápido. ¿Por qué? Quería ir más lento.
Y, se me permitió.
Mis pies bajaron sus potentes revoluciones.
Me detuve y caminé de nuevo.
A media cuadra, noté una persona a la cual me acercaba a paso lento.
En la entrada de un negocio cerrado, liberaba un sonoro llanto mientras limpiaba sus
lágrimas. Esa pequeña niña.
Mis pies seguían.
«¿Qué le pasa? ¿Está bien?».
Avanzaba hacia ella.
Pero, por algún motivo, me faltaba la intención de hablarle.
Algo faltaba…
Quería pasarla de largo. Era lo que entendía.
Quería recobrar mi velocidad anterior… Quería seguir.
Debía seguir. Unos pasos eran lo único que necesitaba.
Antes de notarlo, nuestra distancia se había reducido a menos de un metro.
Ahí estaba.
La encaré agachándome. Perdida en su llanto, no se percató de mi presencia.
Me quedé pensativo de rodillas, quieto e inseguro de mí mismo. Miraba su cara tapada
por sus manos.
Quizás fue lástima… Fue lo que pensé.
—¿Por qué llorás? —le pregunté lo más amablemente que pude. Naturalidad… mi voz,
escuchaba mi propia voz. ¿Por qué eso me sorprendía?
La niña me miró con sus ojos azules inundados en lágrimas.
Debía tener ocho años como mucho. Se veía extraña en ese vestidito rojo opaco que no
llegaba a cubrirle ni las piernas ni los brazos en su totalidad, y su largo cabello rubio lacio
se hundía hasta sus zapatitos negros. Cachetes redondeados y piel enrojecida.
Un atuendo demasiado simple que apenas llegaba a los codos y a las rodillas. ¿Por qué
estaba tan desabrigada?
Abrió la boca intentando hablar, pero las palabras no salían. Luego de unos segundos,
tartamudeando, me dijo:
—Espero. —Su dulce voz viajaba junto con la neblina de su aliento.
Mi curiosidad aumentó:
—¿Esperás?
—Sí —sonó débilmente—. Mis padres, dijeron que iban a volver en un rato… —Paró y
quedó sollozando.
¿No era de por acá? Sonaba un poco raro.
Miré los alrededores, las únicas personas en la cuadra éramos nosotros. Me extrañaba
desde hace rato lo vacío que estaba, ni siquiera pasaban autos. ¿Quién dejaría a una niñita
sola?
—Pero ya pasó mucho tiempo y ninguno volvió. Quizás se perdieron, no sé. —Volvió a
gimotear.
—¿Cómo te llamas?
—K-Kares.
—¿Kares? —«Qué nombre raro».
Las posibilidades se acumulaban en mi cerebro y se retorcían sin parar. Pero, no tardé en
rendirme en mis deducciones, lo que importaba era ayudar a la niña.
—Vení, vamos a buscar a alguien —la alenté ofreciendo mi mano.
—N-No, tengo que esperar a que vuelvan —respondió desesperada.
—Pero… —Lo pensé. Yo tampoco seguiría a un extraño en su posición.
Se encontraba sola y perdida, ¿cómo podía dejarla ahí?
Los relámpagos del oscuro cielo anunciaban la tormenta
—Está bien, ¿te gustaría que te acompañe mientras esperás?
Me miró con ojos llenos de luz.
—Sí, gracias —exclamó entusiasmada.
Fue cuando lo recordé. Inmediatamente busqué en mi bolsillo, mi celular… ¿No lo había
traído?
Faltaba poco para que la tormenta se largara.
La acompañé sentado a su lado, pasamos diez minutos charlando. La lluvia todavía se
rehusaba a caer del cielo. Intenté preguntarle sobre sus padres, ella solo decía qué tan
buenos eran y después desviaba el tema. Terminamos en una conversación sobre animales,
sobre cuáles a ella le gustaban y cuáles la asustaban.
—Perros… No me gustan los perros.
—¿Los perros te asustan?
—Un poco. Ladran mucho.
—Entiendo…
—Los gatos son mejores, pero soy alérgica. Así que no puedo tener uno. —Parecía
genuinamente triste.
—Tranqui, te pueden encontrar otra mascota —la animé, intenté reconfortarla como
pude.
—Puede ser… Aunque quizás así es mejor. Los animales… ¿Les gusta vivir así? Los
atrapamos en cajas o en hogares, y los obligamos a hacer lo que nosotros queremos. ¿Crees
que les gusta vivir así? —trasmitió genuina curiosidad en su tono.
No esperaba una pregunta así.
—Bueno, no sé la verdad.
—Quizás ni se dan cuenta. Mi padre dice que los humanos tenemos mayor capacidad que
ellos, por eso terminan haciendo lo que queremos. Que son incapaces de entender… Eso es
triste.
Tampoco sabía qué responder a eso.
—No poder entender es horrible, porque todo se vuelve aterrador. No puedes saber por
qué las cosas pasan y todo se vuelve un caos de situaciones horribles. Quedas a la merced
de todo.
¿Qué? ¿Qué clase de reflexión era esa? ¿Esas eran las ideas de una nena así de chica?
Esa melancolía en su voz y en sus ojos. Esa mirada… ¿Qué era esa emoción?
Me miró relajada.
—Perdona. Son cosas que escuché de mis padres. No entiendo mucho lo que significan.
—Entiendo… Creo.
—¿No sería horrible estar a merced de otros? ¿No darte cuenta que te manipulan o te
usan? Mi madre siempre dice esas cosas. —Me sonrió, feliz.
¿Quién era su madre?
Pero, ¿por qué? Por un instante, quise llorar y… tuve miedo. No sabía por qué.
—¿Desayunaste bien?
Su dulzura me agarró con la guardia baja.
—Eh, sí…
—¿Disfrutaste tu té?
«¿Qué? ¿Qué dijo?».
—¿Mi té?
—Tienes olor a té. Por eso lo digo.
—Ah, sí, seguro…
«¿Olor a té? ¿Tan fuerte era?».
De la nada, sacó el tema de los animales nuevamente. Siguió haciendo una lista algo
corta del reino animal, sobre qué pensaba de cada animal. Todos eran datos un poco
simples y no muy importantes, pero me alegró verla feliz.
Después, la pequeña, ahora totalmente revitalizada, me dijo sonriente:
—Señor, gracias por acompañarme.
—De nada —le respondí avergonzado por su «señor». Era una niñita encantadora y
educada.
Escuché un trueno cercano. Noté las escandalosas nubes. La lluvia no tardaría en llegar.
Supuse que llevarla a la escuela era la mejor opción, ahí sabrían qué hacer. Además, al
menos tendría una excusa para justificar mi horario.
Me levanté:
—Vamos Kares, no querrás mojarte. Sé de alguien que podría ayudarnos a encontrar a
tus padres.
Su mirada se ausentó. Como si se desconectara de la realidad. Luego, bajó la cabeza y
quedó pensativa:
—Tranquilízate, ellos ya no importan —mencionó sin levantar la vista.
—¿Qué?
De nuevo me miró, sus ojos antes alegres... se veían secos, como una planta marchita y
su cara… no mostraba emoción:
—Logré encontrar a la persona que quería, estoy satisfecha.
Un escalofrío. Esa calma… inusual en su voz.
—¿Qué… querés decir?
—¿Quieres saberlo? —expresó, con esa inocencia.
El escalofrío no se detenía. ¿Qué pasaba?
—Sí, ¿por qué?
Todavía sonriendo, habló:
—Porque la verdad, la razón por la que nos encontramos, la persona a la esperaba... eras
vos.
Esos enormes globos oculares se abrieron en su totalidad y se enfocaron en los míos.
Una realidad vacía, aterradora. Un juego de emociones. La inestabilidad de la mente, que
hizo gritar a cada célula de mi ser. Un juego de emociones... Un distorsionado juego de
emociones.
Ella se paró:
—¡Je! ¡Qué patético! ni siquiera te puedes mover —su tono dulce y tierno cambió a uno
cruel y burlón—. Ya que estás incapacitado, déjame darte unos datos interesantes. En la
antigua Grecia se creía en la existencia de las «Keres», espíritus femeninos de la muerte.
Individualmente se les llamaba «Ker», y fueron consideradas las diosas de la muerte
violenta. Me gustó esa idea, pero ninguno de los dos nombres me sonaba bien, así que,
terminé tomando el plural y le cambié la primera «e», mi nombre fue el resultado. Yo soy
Kares, mucho gusto.
No entendía lo que pasaba, sus palabras no tenían sentido.
—¿Q-Qué estás…? —no podía entender—, ¿qué decís?
—Como un animal inocente… No es divertido molestar a alguien que no entiende. Así
que… intenta entender —expresó, con esa severidad.
Esa locura.
—¿Qué es lo que querés? —apenas articulaba—, ¿qué vas a hacer?
—¿Yo? No seas idiota. Deberías suponerlo por mi explicación. —Sus dientecitos se
iluminaron en una amplia y macabra sonrisa.
Y, por fin entendí.
La parálisis aún me permitía sacudirme aterrorizado y la frustración era insoportable. El
vómito, en mi garganta.
La respiración de una bestia, en mi cuello.
Mi corazón, mis pulmones y mis nervios estaban helados.
La brisa de la muerte me había petrificado.
Pero, en un rincón de mi mente, una flama ardió. Los nervios congelados ardieron un
único instante, los músculos los siguieron.
Ardieron en una llamarada por mi vida.
Iba a unas baldosas. El abrupto movimiento me desequilibró. Aproveché el impulso,
acomodé mis pies, gané balance. Aunque estaba encorvado, salí a toda velocidad. Mis
músculos sufrieron el despertar repentino, los movimientos descontrolados hacían parecer
que mis articulaciones iban a romperse. El viento helado asaltó mis ojos y garganta,
congelándome los pulmones y provocando que mi vista se humedeciera. No me importó
nada, solo me alejé alocadamente por la vereda.
—¡Oh, pudiste superar mis ojos... —declaró genuinamente sorprendida—, pero ya
debiste entenderlo! —Apenas escuché sus amenazas.
No sabía si me perseguía y la verdad no quería saberlo. Aun así, necesitaba confirmarlo,
giré mi cuello y la ubiqué. Sin siquiera aparentar el deseo de perseguirme, seguía en el
mismo punto.
Su brazo que apuntaba al cielo, inició el fenómeno.
Algo invisible, algo sin forma, danzaba.
Algo vivía en su palma. Un fenómeno hermoso y aterrador. Una nube de ilusiones y
sueños ilimitados.
Una vida, una energía, caótica y ordenada. Era informe y a la vez, podías ver figuras
dentro de la ilusión, algo oculto o algo que imaginabas.
Brillaba, con algo que era inexplicable y familiar.
Una sombra se distinguía en esa vida. Se materializaba. En su mano, un objeto
compuesto de negro y de metal.
Ese arte me hipnotizaba. Ese arte de la creación. Hacía difícil de entender si yo seguía en
movimiento o si la tierra cambiaba de lugar.
La nube dejaba de existir lentamente, se perdía. Daba lugar al nacimiento.
Un bastón negro tres veces más largo que la niña. Apareció curvándose, la parte metálica
llegaba fácilmente a igualar el tamaño de su dueña.
Una vez que la nube se esfumó, la niña quedó expuesta con su herramienta. El largo
bastón negro y la hoja de brillante metal, por fin se mostró completa, la guadaña.
Pude jurar que vi una risita presumida antes de que la tomara con ambas manos y se
esfumara.
Seguí. Sin mirar atrás, seguí corriendo. Iba a llegar a la esquina.
Sin embargo, lo sabía.
El impacto. Ahí estaba, a mi derecha. Su instrumento golpeó contra mi hombro. Mi piel,
mi carne, mis huesos; los rompió, los rebanó.
—Es imposible escapar de la muerte —susurró.
Continuó. Bajó desde mi hombro, partiéndome a la mitad.
En un instante eterno… vi como mi carne y mi sangre volaban por los aires, como si el
tiempo se hubiera detenido.
Crují al golpear contra la calle de concreto.
No sabía qué pensar. ¿Qué mierda había pasado?
Permanecía consciente, confuso acerca de mis sensaciones. Lo único de lo que no
dudaba era del carmesí en la tierra y ese oscuro cielo. El potente olor a sangre iba
despareciendo, mientras mi nariz y mis labios se llenaban de fluidos. Iba ahogándome por
la falta de pulmones.
La realidad se desplomaba. Mi conciencia flojeaba.
Estaba a punto de desaparecer.
Un pensamiento se esparció, uno normal y fácil de entender. Una emoción común entre
los humanos, entre todos los seres vivos. Una sensación indescriptible que atormentó y
atormenta a millones de almas.
«Yo… no quiero morir». El miedo más profundo y antiguo del ser vivo, el miedo a la
muerte.
«Por favor… alguien sálveme… me da igual quién… Por favor, ¡por favor!… ¡No, no
quiero morir!».
Ya no veía nada. ¿Realmente era el final?
—¿Quieres volver a la nada o quieres existir?
Estaba demasiado confundido para encontrar de dónde venía esa voz. Todo vibraba y
palpitaba, no entendía nada.
—Nada será lo mismo desde hoy; solo el resultado final será el mismo. Aun así, ¿estás
dispuesto a continuar tu vida, a cargar el peso que eso representa?
No llegué a entenderlo, no entendía nada, pero tampoco me importó. Lo único que
escuché fue “continuar mi vida”.
«Sí».
—¿Estás dispuesto a darme la historia que llevaste hasta aquí, sabiendo que estás
dejando atrás ciertos colores?
«Sí. Sí».
—¿Estás dispuesto a darme la historia que continuará, a aceptar este contrato por tu
propia voluntad?
—Ya... te dije que sí —hablé, sin saber si alguien o algo me escuchaba.
—Si es así, dejaré en tus manos el decidir si esta fue la mejor elección. Por ahora,
duerme. Nos veremos pronto.
Entonces, perdí la conciencia.

Uno de los dos actores había caído. Las oscuras nubes a punto de descender a la tierra,
entre los rugidos impacientes de los truenos y la iluminación de los rayos.
Ese escenario insignificante que la lluvia limpiaría.
La niña esperaba en la esquina.
El cadáver sangriento en su mirar. Entrañas y órganos rotos, desparramados. Los restos
de lo que una vez fue una persona.
Ella, de cabellos rubios y rojos. Toda su piel, teñida y goteando. Su herramienta
compartía el mismo tono rojizo de todo lo demás.
Y, su expresión, de puro aburrimiento.
Por fin el evento esperado. La potente energía trasparente del fallecido… Escapó de su
cráneo, un pequeño sol de posibilidades. Una esfera que apenas distorsionaba la luz. Un
espejo de incontrolable humanidad.
—Salió. Otro más del montón, debí haber jugado un poco más —se quejó decepcionada,
pero luego miró esa perfecta tajada—. Al menos me mantengo en forma. —Sonrió
satisfecha.
Se inclinó y sus dedos contactaron la luz, sumergiéndose en el calor.
De repente, la niña retiró su mano.
—¿Qué?
Sus dedos ardían al rojo vivo. Al instante, volvieron a la normalidad.
La luz se había teñido de negro.
Ella sabía lo que venía.
—Lo siento Kares —una voz grave desconocida, un tono serio y tranquilo—. Él nos
pertenece.
La elegante puerta de ébano, una visión artificial en medio de la vereda, desconectada de
cualquier edificio.
Presenció cómo las dos figuras de negro salían o entraban. El que habló, un hombre
adulto de tez oscura en un trajea medida; y la adolescente con su fino vestido de mangas
largas.
Ambos parecían salidos de un funeral.
El odio de la pequeña se manifestó en una mueca:
—Soldados… qué inesperado. Aquel lo eligió.
—No te concierne —la censuró, con severidad.
Un hombre enorme, en varios aspectos. Apenas le faltaban cinco centímetros para llegar
a los dos metros. Era ancho de hombros y ostentaba una gran condición física, visible aun
debajo de su saco, su camisa blanca y su corbata gris.
Cabellos blancos ondulados lo decoraban hasta el mentón. Varios de los mechones caían
y tapaban un antifaz metálico y negro. Uno que dejaba ver ambos ojos, ambos de la misma
oscuridad del metal. Sin embargo, sus iris eran claras y brillantes, lo suficiente como para
distinguirlas de las pupilas.
Un rostro duro y amplio, lleno y bien formado. Parecía que su piel estaba hecha de acero.
Una expresión la cual reflejaba paz o desconexión, lo que hacía difícil saber si era un
hombre calmado o uno muy violento.
Un hombre que debía estar en sus treintas tempranos y, a la vez, de alguna manera, daba
una impresión de eternidad.
A la chica le faltaba esa atmósfera. Su seriedad demostraba la importancia de su misión,
pero era claro que la diferencia de experiencia entre ella y su compañero era incalculable.
Alguien cuya existencia traía a la mente la idea de una aparición. Personificaba la
palidez.
Era delgada, pero aun así se notaba que tenía algo de músculo. Cargaba con cortos, pero
bellos cabellos blancos, lacios, que alcanzaban la parte alta de su nuca. Dos perlas oscuras,
como las del hombre, brillaban en su cara un poco esférica.
La muchacha estaba en guardia, más que el hombre.
Había miedo en ella. Miedo a la niña.
Los tres permanecieron en silencio.
Analizaban la situación. Analizaban las expresiones del enemigo.
El hombre… frío… calmado. Como si supiera que nada podía tocarlo. Como si el mundo
mismo estuviera debajo de su nivel.
La niña… preocupada por sus dos adversarios. Aunque, sabía que solo uno sería su
oponente. Uno tendría que recuperar el cuerpo y el alma de su víctima, mientras el combate
se diera.
Una de esas combinaciones sería victoria segura para los Soldados. Todos los
involucrados lo sabían. Pero, esa misma combinación no daría ninguna víctima. Todos los
involucrados saldrían ilesos de ese conflicto. Y, a pesar de todo, ambos lados deseaban
bajas enemigas.
La joven las sabía, las condiciones impuestas. Ella sabía su responsabilidad.
Anunciando, las primeras gotas de lluvia golpearon la tierra.
El suspenso se quebró, la pequeña intentó agarrar la parte superior del muchacho sin
vida, la parte donde la luz brillaba. Sin embargo, fue interceptada. Su rival la pateó con sus
zapatos negros planos directo en el pecho, haciéndola volar varios metros sobre el concreto.
En las alturas, maniobró con su diminuto cuerpo, balanceándose. Aterrizó parada con
facilidad.
Fue seguida velozmente.
Una borrosa sombra que se acercaba, la pequeña esperaba que la distancia se redujera. Y,
en un instante estaban cara a cara de nuevo.
Ahí, la pequeña atacó con su gigantesca herramienta. La hoz vino desde la derecha.
Su ofensiva fue desviada, de un golpe. La enorme navaja fue redirigida verticalmente.
Como si ese gran colmillo deseara despedazar las nubes.
Tras un resplandor, se había mostrado el arma de su adversaria. Metálica y filosa, una
pequeña hacha negra.
Sus acciones eran instantáneas, sus ritmos y reflejos, monstruosos.
La muchacha deseaba que el conflicto terminara lo más pronto posible, seguía la opción
lógica. Quería asaltar a la niña que ahora estaba indefensa. Buscaba dar con su rival.
Brillando de corrupta alegría, con toda su locura atrapada en una sonrisa, la pequeña fue
capaz de acumular suficiente fuerza para que el colmillo descendiera en un intento de
repetir el destino sufrido por el joven.
Sin embargo, la colosal guadaña era poco práctica; no llegaría a tiempo a darle en la
espalda.
Antes de que la bestia probara la carne, tanto por sus habilidades como cazadora y su
experiencia como presa, la joven reaccionó y retrocedió fuera del área circular que la
guadaña dominaba. Quedó al borde de la línea, con el espacio suficiente para volver a
tomar una acción defensiva u ofensiva dada la oportunidad.
Aunque, ahora una abertura era perceptible en el hombro izquierdo del vestido oscuro.
Una que llegaba a su piel. La herida se cerró, dejando solo la marca en la tela.
Se miraron, una perdida en el éxtasis y la otra en su concentración. Habían logrado
comprobar sus habilidades. La joven era ligeramente más rápida que la niña. Esa diferencia
era mínima, una décima de segundo. Aun así, esa diminuta brecha podía ser un factor
decisivo en la batalla.
Originalmente, el colmillo apuntó a la espalda y, aun así, en una maniobra imposible,
rasgó el hombro.
La guadaña de la niña había alterado su dimensión, tomando el aspecto del corto
instrumento para la jardinería, su función original. Parecía reducir su extensión a voluntad,
según las necesidades de la usuaria; ahora tanto el filo como la base se volvieron de un
tamaño aceptable para una sola mano.
Apenas pudo salvarse.
Una vez la ofensiva terminó, la guadaña volvió a su tamaño regular, antes de que la
alteración fuera aparente a la percepción. Una herramienta que cambiaba dada la situación.
Una que se adaptaba. Una diseñada para controlar la zona alrededor de la pequeña.
Esa cualidad era conocida por su contrincante. Estaba en los archivos, pero aun así se
arriesgó. Quería probar si su habilidad superior le permitiría llegar a Kares. Fue un fracaso,
la guadaña cambiaba en la menor cantidad de tiempo que ella había experimentado en su
vida.
Ambas eran residentes del plano pausado, reinado por los deci, los centi y los
milisegundos. La muchacha era superior a la niña en esa tierra, pero Kares todavía era
capaz de reaccionar y su arma poseía una ventaja aún superior. Las escalas se inclinaban a
favor de la niña.
Sin importar si existía una brecha entre sus movimientos, mientras la niña pudiera
reaccionar, la hoz siempre tendría la prioridad.
—Todavía quedaba una Soldado capaz de igualarme, en mi especialidad —la sonrisa se
distorsionaba más y más, mientras las venas en su cuello palpitaban incontrolables—. ¡Qué
lástima... no tener más tiempo para jugar!
Después de los cinco segundos iníciales, la niña arremetió bajo la creciente tormenta.
Las desventajas para la joven se iban acumulando. La hoz, en su tamaño original, estaba
diseñada para cubrir la distancia lejana a la pequeña y para disminuirse con eficiencia. En
esa circunferencia, su defensa y ofensa estaban en su cúspide, impenetrables. Si el epicentro
se movía, era comparable a una fortaleza móvil.
Chocaba decenas de veces con el hacha. Dos sombras en una rotación guidas por el
acero. La danza de la hoz.
La joven creaba la ilusión de la tele-trasportación, desvaneciéndose y apareciendo
alrededor; pero nunca era perdida de vista por la niña que aumentaba o disminuía su
instrumento disfrutando de su obvia ventaja.
Bajo la presión ejercida por Kares, la muchacha lograba resistir, apenas. La diosa de la
muerte la reclamaría pronto.
Su última idea, la última chance.
Se acercó. Esperó a la guadaña corta, a estar a la menor distancia posible.
Hasta ese momento, la joven había logrado desviar la demencial potencia de la niña, pero
esta vez resistió el impacto con cada uno de sus músculos y huesos.
El concreto se agrietó y se hundió a sus pies. Partículas y fragmentos flotaron, como si
una bola de demolición hubiera caído.
Por poco fue capaz de mantenerse. Sus dedos llegaron al antebrazo de la niña, se
hundieron en la piel cuya resistencia era de crema.
Desesperada, la mano que sujetaba el hacha quiso llegar al cráneo buscando los crueles
ojos. La última estratagema para robar una vida.
La niña no lo evitaría, incluso si se arrancaba el brazo.
Así que volvió a usar su propia ventaja. La hoz, inmóvil, estiró su bastón, hasta apuntar a
la tráquea. Después, la afilada punta se extendió, en busca del objetivo.
Una vez más un concurso dentro del instante, las dos participantes apostando sus vidas.
Un golpe mutuo, eso quería la muchacha, matarse la una a la otra. Sin lugar a dudas, era
la mejor resolución posible, la mejor que podía esperar.
Pero ese resultado era imposible. La hoja de la niña llegaría antes, mientras la suya
cortaría algunos cabellos o rasguñaría el cuero cabelludo como mucho. Tuvo que
distanciarse.
Al momento de separarse, todavía a un metro la una de la otra, la pequeña concentró su
energía en la espalda de su adversaria, en un intento de crear un muro invisible que la
detuviera. La joven notándolo, liberó una armadura de flamas negras en toda su parte
posterior, suficiente para defenderse de la potencia invisible y, finalmente, propulsarse a la
seguridad.
La niña no la persiguió, el dolor la consumía. Parada, sus dedos acariciaban sus
parpados. Era incapaz de contraatacar por la gran tajada en sus globos oculares que antes
brillaban azules.
Su codicia le había costado esa herida.
El hombre, permaneció en su lugar. Durante el combate, entre sus manos, las mismas
flamas negras resplandecieron. Al abrir sus brazos, estas se habían dirigido al cuerpo
partido. Lo envolvieron cuidadosamente, procurando que ninguna parte fuera perdida.
Así, los destrozados restos flotaron, volviendo a él.
Esa acción tomó cinco segundos, diez más habían pasado cuando la niña estaba adolorida
de rodillas. Él observó, deseando que su aliada exterminara a ese molesto recordatorio de
un tiempo pasado, y se lamentó al ver su fracaso.
—Lo tengo, vámonos —informó ocultando cualquier sentimiento.
Ambos se apresuraron hacia la puerta de madera húmeda bajo la llovizna que ya
cambiaba a aguacero.
La sangre de la niña escurría por sus mejillas aunque los globos oculares ya estaban
sanos.
Los persiguió dando un potente salto sin limitarse. Se arrojó contra ellos con todo lo que
su ser permitía:
—¡Cómo si los fuera dejar…!
Embistió la puerta que se desvaneció. La guadaña rebanó la nada donde una vez
estuvieron.
Manteniéndose firme, apoyó sus pies. Evitó resbalarse. Fue arrastrada por inercia a
través de la cuadra, hasta detenerse en la esquina contraria.
Sola, en el día gris donde la lluvia empapaba, los truenos sonaban y los rayos caían,
frustrada e inmóvil, levantando su cabeza, la niña gritó al escandaloso cielo:
—¡MIERRRDAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA!
Pureza
24 de julio

Sentí una cálida suavidad rodeándome. Mi respiración sonaba con fuerza. Estaba inundado
de náuseas y ligeros dolores musculares.
Exhausto, transpirando como si hubiera corrido por horas enteras, apenas llegaba a
entender. Me perdía en el color carmesí y negro. El dolor de cabeza era tan fuerte que
distorsionaba mi visión.
Era un estado insoportable. Una parálisis que suspendía el tiempo, lo hacía interminable.
Al entrecerrar los ojos por la luz, nada se quedaba quieto. Yo tampoco podía. Me sacudía.
Me retorcía. Movía cualquier parte de mi cuerpo para salir del estupor.
Mis extremidades reaccionaban, de a poco.
Mis temblorosos brazos por fin me escuchaban. Usando toda mi voluntad, empujé el
cobertor de encima, brutalmente.
Me levanté, casi tirándome de la cama.
La distorsión disminuía, también las náuseas.
Mis pies descalzos apenas me soportaban. Tambaleaba.
Di pasos cortos. Exploré.
Distinguí la extravagante habitación, un cuarto rectangular, ni muy grande ni muy chico,
con paredes rojas sangre y radiante piso de ébano.
Había una lámpara, una esfera de cristal, en ese techo liso. Colgada de una cadena negra,
iluminaba con una luz blanca. Una luz… perfecta, de un tono perfecto; que resaltaba los
colores de la habitación sin perturbar la mirada.
Era incapaz de recordar, no llegaba a ensamblar el rompecabezas de eventos que me
llevaron a ese extraño lugar.
Faltaba… algo… algo mío.
Los muebles a la vista eran peculiares. La cama parecía esculpida a mano en la misma
madera negra; el material de todos los objetos. Algo en esos detallados patrones ondulados
de las patas me relajaba profundamente.
Un gran espejo enmarcado ricamente, dominaba el muro derecho; olas, olas que
chocaban y se unían infinitamente. Algo que debería ser desastroso y, aun así, producía un
efecto similar a una pintura expresionista.
En el lado izquierdo, un pequeño reloj circular; indicaba una hora que no alcancé a
distinguir.
Un enorme guardarropa, una mesa antigua para merendar y, por último, una puerta.
Era inusual, cada mueble tenía un toque antiguo que recordaba a las posesiones de
alguna familia adinerada y estaban hechos de la misma oscuridad. Inusual era lo único que
podía pensar, una unión de extraños colores y elegantes objetos. Era bastante surrealista.
¿Me habían secuestrado? Parecía la casa de algún traficante de droga y eso explicaría mi
condición. ¿Quizás me faltaba algún órgano?
Sin respuestas u opciones, tuve que enfocarme en la puerta, la única salida y rumbo
posible. Ignoré la ligera curiosidad que me daba el armario, necesitaba encontrar a alguien.
Fue entonces cuando una silueta llamó mi atención, un muchacho de pantalones negros y
una remera manga larga de tono similar. Su vestimenta se mezclaba con los objetos y la
superficie en la que se apoyaba. Quedé pasmado ante la persona de pelo blanco, piel
trigueña y ojos negros.
Sus facciones morenas estaban un poco pálidas. Sus mechones rizados brillaban en su
verdadero color. Los ojos trasmitían una emoción similar. El iris era de un negro diferente
al de la pupila, claro, trasparente; como la luz proveniente de una estrella eclipsada.
Había cierta belleza en él, una que solo podía ser artificial, y aun así, sin lugar a dudas, se
sentía viva.
Imaginé a un artista, un creador de muñecos, que trabajaba con dedicación para crear
obras dignas de respeto. Y, esa dedicación se pagaba con el don de dar vida a sus
creaciones.
De repente, un agudo dolor apareció en mi pecho. Incapaz de mantenerme, caí sobre mis
rodillas, escupiendo sangre. Me sostuve para no caer en el charco creciente.
Pasó rápido. Aunque, no se sintió así.
Finalmente, limpié mis labios e intenté levantarme. No pude hacerlo, cualquier fuerza
física restante se había desvanecido.
El ardor me seguía carcomiendo. La imagen de enfrente, el joven tirado, la sangre y el
espejo negro. En el reflejo, la peculiar criatura… era yo.
Mi pecho palpitante, el dolor. Deseando saber la causa y dudando acerca de lo mismo,
levanté mi remera.
Bajo una oleada de recuerdos, todo se clarificó: el encuentro con la pequeña, sus ojos,
sus palabras y su sonrisa. Ese hecho, mi hombro derecho, dos mitades. Un cielo oscuro.
Una pesadilla que encarnaba en una cicatriz desde el hombro hasta la parte inferior de mi
abdomen.
«Se volvió un desastre, todo. ¿Me habré vuelto loco? Fue la primera explicación que se
me ocurrió. Era lo más lógico. Si hubiera caído en la locura, las cosas tendrían sentido».
¿Qué era la locura en primer lugar?
Al estar atrapado en la confusión, había ignorado la entrada de la muchacha. La del
vestido negro. Una de pelo y ojos similares a los míos.
Se encendió el calor de la herida, la sangre reinició. Ella se acercó rápidamente a mi
lado:
—No te muevas, sigues débil. —Sonó preocupada.
Mi garganta paró de largar la sustancia, logré pronunciar mis primeras palabras:
—¿Qué fue lo que pasó? ¡¿Qué mierda fue lo que me pasó?!
Me ayudó a levantarme.
—Tienes que descansar.
Iba a devolverme a la cama.
—No, quiero que me lo digas, por favor —le pedí sin energías.
Dudó por un momento, pero aceptó.
—Está bien…
—Alcánzame una silla. —Resistía el ardor como podía. Disminuía.
Me senté. Ella permaneció de pie.
Volví a mirarla, ahora más tranquilo y menos adolorido.
Era linda, aunque su aspecto extraño era lo que más llamaba mi atención. Su piel nieve;
el color pálido de sus labios.
Parecía el fantasma de una doncella.
—¿Qué es lo te gustaría saber? —me preguntó calmada.
Ignorando la molesta sensación, pregunté lo primero que me vino a la mente.
—¿Qué?... ¿Qué pasó? Recuerdo que me… —«Cortaron a la mitad». No pude decirlo—.
¿Cómo puedo estar vivo?
—Te operaron. Nuestra médica te arregló.
—¿Una médica?…
Era imposible «arreglarme», no dentro del campo de la medicina. Me dio bastante
curiosidad.
La dolorosa punzada reapareció, mis entrañas ardieron.
Contuve las ganas de vomitar, intenté mantenerme.
Me hizo recordar la causa de mi condición y lo que debió ser mi primera pregunta:
—Esa niña… —exclamé soportando la herida.
—¿Quieres saber sobre Kares? —interrumpió.
—¿Eh?
Cierto, su nombre era «Kares».
La herida volvió a apagarse. Pude volver a preguntar normalmente:
—Kares… ¿Sabés de ella?
—Bueno, hace poco fue la primera vez que la vi… Cumplió mis expectativas.
—¿Qué querés decir?
—También la viste, esa mirada llena de pasión, ese abrumador... instinto asesino.
Me quedé sin palabras.
—Pude entenderlo al verla. —Se quedó pensativa.
—¿Qué? ¿Qué entendiste?
Ella logró reconocer mi desconcierto.
—Lo siento, primero debería explicar.
No respondí, la verdad no sabía qué decir.
Al elevar su mano a la altura de sus hombros, un resplandor surgió. La luz negra que
brillaba en su palma, me robó el aliento. Se oscurecía, revoloteaba sobre la mano de su
dueña. La flama. La contemplé y supe que en ella se ocultaban los secretos que deseaba,
sentí un extraño deseo de poseerla, de que fuera mía.
La unió a mi pecho y el calor entró. Un sentimiento relajante me hacía un ser completo.
Mis heridas se calmaban. Mis náuseas y el dolor se apagaron.
La respiración se estabilizaba. La sangre que antes sentía en la garganta retrocedía.
—Te necesitaba en un mejor estado.
¿Qué era lo que me pasaba? Un sentimiento me consumía, una emoción similar al apetito
o, quizás, a la lujuria. Era embriagante, un masaje para cada una de mis células. Una
vibración relajante. Una tibieza incomparable. Puro placer.
Lo siguiente fue el fuego consumiéndose y aquello lo acompañó.
Volví al plano anterior.
Ella retiró su palma.
Me pareció sorprendente, los demás inconvenientes habían dejado de afectarme. Me
sentía bien.
—Sigamos. ¿Qué es lo último que recuerdas? —me preguntó apreciando mi mejora.
—A ver...
La niña, esperar, hablar, esa expresión, esa sonrisa. Un escalofrío por poco me derriba,
mi respiración se volvía errática. «Cálmate, y continuá pensando». El miedo, correr, la
herida, caer... Estar al borde de la muerte y...
—Una voz —respondí, mis nubes se dispersaban, el vació se llenaba, pero...
—Bien, tu memoria parece estar bien, a pesar de las circunstancias.
«Decime... yo...». Tenía que hacer una pregunta específica. No aparecía. Seguí con las
demás:
—¿Dónde estoy? ¿Por qué estoy acá?
—¿No lo recuerdas? Porque lo pediste.
Intenté pensarlo.
—¿A la voz, se lo pedí a la voz?
—Sí. Estás en su Mansión. La Mansión de la dimensión aparte.
—¿Dimensión?, ¿lugar aparte? —me confundía. «¿Qué significa?»—. ¿Aparte de qué?
—De ellos, los Cosechadores. De Kares.
«Eras vos… La persona a la que esperaba». Sus palabras todavía me sacudían.
—Tu expresión es honesta, todavía estás temblando de miedo. Bueno, te cazaron, así que
es entendible.
—¿Me cazaron? No entiendo.
—Piénsalo bien. Te atrajo, se divirtió contigo y después te terminó. ¿Verdad?
Analicé el evento, escena a escena. Cuanto más lo pensaba, más me aterraba al darme
cuenta de lo lógico que sonaba.
—Tenés razón, realmente tenés razón.
—Así es Kares, así hace las cosas.
—¿Pero por qué? —Seguía sin entender nada.
—Por esa luz, esa energía que te mostré. Hay algo especial dentro de ti, hay de esa
energía anormal. Ella la quería. Los Cosechadores las quieren, por eso buscan a sus
Portadores, para matarlos y robársela. Es algo que demasiados buscan... —Paró por alguna
razón.
Recordé los fríos ojos de la pequeña. «Tiene que ser una broma, no quería creerlo, me
rehusaba a creerlo. Pero, esta era la realidad, aparentemente».
—Entonces, ¿la pequeña volverá a buscarme?
—Sí, y posiblemente no solo sea Kares.
—¡¿Qué?!
—Existen otros además de ella, otros Cosechadores que buscan almas.
Estaba por hundirme en la desesperación.
—Tranquilízate, por ahora estás a salvo.
La miré, confundido.
—Te dije que este es un lugar aparte, ¿no? Estás en otra dimensión. Aquí ninguno de
ellos puede tocarte.
«¿Otra dimensión?». Todavía me costaba entenderlo o creerlo. Al menos, me aliviaba
estar a salvo.
Seguía lleno de dudas
Ella me dio la espalda y se acercó a la puerta:
—¿Cómo está tu cuerpo?
—Bien, creo.
—Entiendo. Si estás listo, vamos. Te lo presentaré.
—¿A quién? —pregunté a su perfil.
Una triste sonrisa la ensombreció:
—A aquel al que te ataste por el resto de tu vida.

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