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Flamas negras
Una vez más
«Tengo tiempo, mi vida recién comienza», eran las palabras que decía cuando alguien me
preguntaba sobre mi futuro. Un recordatorio de que recién empezaba a vivir, de lo que
todavía faltaba.
Al remontarme a un tiempo pasado, aún puedo ver al que alguna vez fui. La sombra
inmadura de alguien que vivía día tras día sin preocuparse de las cuestiones serias de la
vida. La imagen de un joven de diecisiete años de edad.
Aquel que desapareció un 23 de Julio y descendió al mundo de la supervivencia, por sus
propias decisiones, por las decisiones ajenas y por una realidad extraña y hostil, a la que no
pertenecía.
Ahora, aquel juego de supremacía se repite. Este es el relato sobre un mundo egoísta y
las personas que lo alimentaban, para bien o para mal.
Todo comenzó en ese día de invierno…
Un momento borroso
23 de julio
Era la mañana más fría que puedo recordar, la ligera niebla que cubría las calles resultaba
extraña y tranquilizadora. Como una dulce brisa que congelaba la piel y me invitaba a
continuar soñando.
Mi instituto estaba cerca, a cinco cuadras de casa. Mis pasos calmados. Esas nubes que
se materializaban con cada aliento.
Aquel cielo gris. Frio y apacible.
Algo faltaba… Algo no estaba. Como si la noche nunca hubiera acabado y el reino de los
sueños todavía me envolviera.
Extrañaba el ligero sol de días pasados, y aunque conservaba el calor de mi ducha y el té,
de alguna manera, solo contrastaban con el agarre helado que me estrujaba.
Vi mi reloj. Estaba llegando tarde.
Las nubes se oscurecían. La tormenta pronosticada y me faltaba un paraguas… ¿Por qué?
Sabía que venía.
En mi ciudad nunca nevaba. Lo más anormal era un poco de granizo en tiempos de
heladas. De cualquier forma, no deseaba la lluvia de invierno.
Aceleré el paso, como si estuviera escapando, troté queriendo adelantarme a la tormenta.
Recibiendo la fría atmósfera y mirando mí aliento materializarse, recorrí la primera
cuadra.
En la segunda cuadra… iba más rápido. ¿Por qué? Quería ir más lento.
Y, se me permitió.
Mis pies bajaron sus potentes revoluciones.
Me detuve y caminé de nuevo.
A media cuadra, noté una persona a la cual me acercaba a paso lento.
En la entrada de un negocio cerrado, liberaba un sonoro llanto mientras limpiaba sus
lágrimas. Esa pequeña niña.
Mis pies seguían.
«¿Qué le pasa? ¿Está bien?».
Avanzaba hacia ella.
Pero, por algún motivo, me faltaba la intención de hablarle.
Algo faltaba…
Quería pasarla de largo. Era lo que entendía.
Quería recobrar mi velocidad anterior… Quería seguir.
Debía seguir. Unos pasos eran lo único que necesitaba.
Antes de notarlo, nuestra distancia se había reducido a menos de un metro.
Ahí estaba.
La encaré agachándome. Perdida en su llanto, no se percató de mi presencia.
Me quedé pensativo de rodillas, quieto e inseguro de mí mismo. Miraba su cara tapada
por sus manos.
Quizás fue lástima… Fue lo que pensé.
—¿Por qué llorás? —le pregunté lo más amablemente que pude. Naturalidad… mi voz,
escuchaba mi propia voz. ¿Por qué eso me sorprendía?
La niña me miró con sus ojos azules inundados en lágrimas.
Debía tener ocho años como mucho. Se veía extraña en ese vestidito rojo opaco que no
llegaba a cubrirle ni las piernas ni los brazos en su totalidad, y su largo cabello rubio lacio
se hundía hasta sus zapatitos negros. Cachetes redondeados y piel enrojecida.
Un atuendo demasiado simple que apenas llegaba a los codos y a las rodillas. ¿Por qué
estaba tan desabrigada?
Abrió la boca intentando hablar, pero las palabras no salían. Luego de unos segundos,
tartamudeando, me dijo:
—Espero. —Su dulce voz viajaba junto con la neblina de su aliento.
Mi curiosidad aumentó:
—¿Esperás?
—Sí —sonó débilmente—. Mis padres, dijeron que iban a volver en un rato… —Paró y
quedó sollozando.
¿No era de por acá? Sonaba un poco raro.
Miré los alrededores, las únicas personas en la cuadra éramos nosotros. Me extrañaba
desde hace rato lo vacío que estaba, ni siquiera pasaban autos. ¿Quién dejaría a una niñita
sola?
—Pero ya pasó mucho tiempo y ninguno volvió. Quizás se perdieron, no sé. —Volvió a
gimotear.
—¿Cómo te llamás?
—K-Kares.
—¿Kares? —«Qué nombre raro».
Las posibilidades se acumulaban en mi cerebro y se retorcían sin parar. Pero, no tardé en
rendirme en mis deducciones, lo que importaba era ayudar a la niña.
—Vení, vamos a buscar a alguien —la alenté ofreciendo mi mano.
—N-No, tengo que esperar a que vuelvan —respondió desesperada.
—Pero… —Lo pensé. Yo tampoco seguiría a un extraño en su posición.
Se encontraba sola y perdida, ¿cómo podía dejarla ahí?
Los relámpagos del oscuro cielo anunciaban la tormenta
—Está bien, ¿te gustaría que te acompañe mientras esperás?
Me miró con ojos llenos de luz.
—Sí, gracias —exclamó entusiasmada.
Fue cuando lo recordé. Inmediatamente busqué en mi bolsillo, mi celular… ¿No lo había
traído?
Faltaba poco para que la tormenta se largara.
La acompañé sentado a su lado, pasamos diez minutos charlando. La lluvia todavía se
rehusaba a caer del cielo. Intenté preguntarle sobre sus padres, ella solo decía qué tan
buenos eran y después desviaba el tema. Terminamos en una conversación sobre animales,
sobre cuáles a ella le gustaban y cuáles la asustaban.
—Perros… No me gustan los perros.
—¿Los perros te asustan?
—Un poco. Ladran mucho.
—Entiendo…
—Los gatos son mejores, pero soy alérgica. Así que no puedo tener uno. —Parecía
genuinamente triste.
—Tranqui, te pueden encontrar otra mascota —la animé, intenté reconfortarla como
pude.
—Puede ser… Aunque quizás así es mejor. Los animales… ¿Les gusta vivir así? Los
atrapamos en cajas o en hogares, y los obligamos a hacer lo que nosotros queremos. ¿Crees
que les gusta vivir así? —trasmitió genuina curiosidad en su tono.
No esperaba una pregunta así.
—Bueno, no sé la verdad.
—Quizás ni se dan cuenta. Mi padre dice que los humanos tenemos mayor capacidad que
ellos, por eso terminan haciendo lo que queremos. Que son incapaces de entender… Eso es
triste.
Tampoco sabía qué responder a eso.
—No poder entender es horrible, porque todo se vuelve aterrador. No puedes saber por
qué las cosas pasan y todo se vuelve un caos de situaciones horribles. Quedas a la merced
de todo.
¿Qué? ¿Qué clase de reflexión era esa? ¿Esas eran las ideas de una nena así de chica?
Esa melancolía en su voz y en sus ojos. Esa mirada… ¿Qué era esa emoción?
Me miró relajada.
—Perdona. Son cosas que escuché de mis padres. No entiendo mucho lo que significan.
—Entiendo… Creo.
—¿No sería horrible estar a merced de otros? ¿No darte cuenta que te manipulan o te
usan? Mi madre siempre dice esas cosas. —Me sonrió, feliz.
¿Quién era su madre?
Pero, ¿por qué? Por un instante, quise llorar y… tuve miedo. No sabía por qué.
—¿Desayunaste bien?
Su dulzura me agarró con la guardia baja.
—Eh, sí…
—¿Disfrutaste tu té?
«¿Qué? ¿Qué dijo?».
—¿Mi té?
—Tienes olor a té. Por eso lo digo.
—Ah, sí, seguro…
«¿Olor a té? ¿Tan fuerte era?».
De la nada, sacó el tema de los animales nuevamente. Siguió haciendo una lista algo
corta del reino animal, sobre qué pensaba de cada animal. Todos eran datos un poco
simples y no muy importantes, pero me alegró verla feliz.
Después, la pequeña, ahora totalmente revitalizada, me dijo sonriente:
—Señor, gracias por acompañarme.
—De nada —le respondí avergonzado por su «señor». Era una niñita encantadora y
educada.
Escuché un trueno cercano. Noté las escandalosas nubes. La lluvia no tardaría en llegar.
Supuse que llevarla a la escuela era la mejor opción, ahí sabrían qué hacer. Además, al
menos tendría una excusa para justificar mi horario.
Me levanté:
—Vamos Kares, no querrás mojarte. Sé de alguien que podría ayudarnos a encontrar a
tus padres.
Su mirada se ausentó. Como si se desconectara de la realidad. Luego, bajó la cabeza y
quedó pensativa:
—Tranquilízate, ellos ya no importan —mencionó sin levantar la vista.
—¿Qué?
De nuevo me miró, sus ojos antes alegres... se veían secos, como una planta marchita y
su cara… no mostraba emoción:
—Logré encontrar a la persona que quería, estoy satisfecha.
Un escalofrío. Esa calma… inusual en su voz.
—¿Qué… querés decir?
—¿Quieres saberlo? —expresó, con esa inocencia.
El escalofrío no se detenía. ¿Qué pasaba?
—Sí, ¿por qué?
Todavía sonriendo, habló:
—Porque la verdad, la razón por la que nos encontramos, la persona a la esperaba... eras
vos.
Esos enormes globos oculares se abrieron en su totalidad y se enfocaron en los míos.
Una realidad vacía, aterradora. Un juego de emociones. La inestabilidad de la mente, que
hizo gritar a cada célula de mi ser. Un juego de emociones... Un distorsionado juego de
emociones.
Ella se paró:
—¡Je! ¡Qué patético! Ni siquiera te puedes mover —su tono dulce y tierno cambió a uno
cruel y burlón—. Ya que estás incapacitado, déjame darte unos datos interesantes. En la
antigua Grecia se creía en la existencia de las «Keres», espíritus femeninos de la muerte.
Individualmente se les llamaba «Ker», y fueron consideradas las diosas de la muerte
violenta. Me gustó esa idea, pero ninguno de los dos nombres me sonaba bien, así que,
terminé tomando el plural y le cambié la primera «e», mi nombre fue el resultado. Yo soy
Kares, mucho gusto.
No entendía lo que pasaba, sus palabras no tenían sentido.
—¿Q-Qué estás…? —no podía entender—, ¿qué decís?
—Como un animal inocente… No es divertido molestar a alguien que no entiende. Así
que… intenta entender —expresó, con esa severidad.
Esa locura.
—¿Qué es lo que querés? —apenas articulaba—, ¿qué vas a hacer?
—¿Yo? No seas idiota. Deberías suponerlo por mi explicación. —Sus dientecitos se
iluminaron en una amplia y macabra sonrisa.
Y, por fin entendí.
La parálisis aún me permitía sacudirme aterrorizado y la frustración era insoportable. El
vómito, en mi garganta.
La respiración de una bestia, en mi cuello.
Mi corazón, mis pulmones y mis nervios estaban helados.
La brisa de la muerte me había petrificado.
Pero, en un rincón de mi mente, una flama ardió. Los nervios congelados ardieron un
único instante, los músculos los siguieron.
Ardieron en una llamarada por mi vida.
Iba a unas baldosas. El abrupto movimiento me desequilibró. Aproveché el impulso,
acomodé mis pies, gané balance. Aunque estaba encorvado, salí a toda velocidad. Mis
músculos sufrieron el despertar repentino, los movimientos descontrolados hacían parecer
que mis articulaciones iban a romperse. El viento helado asaltó mis ojos y garganta,
congelándome los pulmones y provocando que mi vista se humedeciera. No me importó
nada, solo me alejé alocadamente por la vereda.
—¡Oh, pudiste superar mis ojos... —declaró genuinamente sorprendida—, pero ya
debiste entenderlo! —Apenas escuché sus amenazas.
No sabía si me perseguía y la verdad no quería saberlo. Aun así, necesitaba confirmarlo,
giré mi cuello y la ubiqué. Sin siquiera aparentar el deseo de perseguirme, seguía en el
mismo punto.
Su brazo que apuntaba al cielo, inició el fenómeno.
Algo invisible, algo sin forma, danzaba.
Algo vivía en su palma. Un fenómeno hermoso y aterrador. Una nube de ilusiones y
sueños ilimitados.
Una vida, una energía, caótica y ordenada. Era informe y a la vez, podías ver figuras
dentro de la ilusión, algo oculto o algo que imaginabas.
Brillaba, con algo que era inexplicable y familiar.
Una sombra se distinguía en esa vida. Se materializaba. En su mano, un objeto
compuesto de negro y de metal.
Ese arte me hipnotizaba. Ese arte de la creación. Hacía difícil de entender si yo seguía en
movimiento o si la tierra cambiaba de lugar.
La nube dejaba de existir lentamente, se perdía. Daba lugar al nacimiento.
Un bastón negro tres veces más largo que la niña. Apareció curvándose, la parte metálica
llegaba fácilmente a igualar el tamaño de su dueña.
Una vez que la nube se esfumó, la niña quedó expuesta con su herramienta. El largo
bastón negro y la hoja de brillante metal, por fin se mostró completa, la guadaña.
Pude jurar que vi una risita presumida antes de que la tomara con ambas manos y se
esfumara.
Seguí. Sin mirar atrás, seguí corriendo. Iba a llegar a la esquina.
Sin embargo, lo sabía.
El impacto. Ahí estaba, a mi derecha. Su instrumento golpeó contra mi hombro. Mi piel,
mi carne, mis huesos; los rompió, los rebanó.
—Es imposible escapar de la muerte —susurró.
Continuó. Bajó desde mi hombro, partiéndome a la mitad.
En un instante eterno… vi como mi carne y mi sangre volaban por los aires, como si el
tiempo se hubiera detenido.
Crují al golpear contra la calle de concreto.
No sabía qué pensar. ¿Qué mierda había pasado?
Permanecía consciente, confuso acerca de mis sensaciones. Lo único de lo que no
dudaba era del carmesí en la tierra y ese oscuro cielo. El potente olor a sangre iba
despareciendo, mientras mi nariz y mis labios se llenaban de fluidos. Iba ahogándome por
la falta de pulmones.
La realidad se desplomaba. Mi conciencia flojeaba.
Estaba a punto de desaparecer.
Un pensamiento se esparció, uno normal y fácil de entender. Una emoción común entre
los humanos, entre todos los seres vivos. Una sensación indescriptible que atormentó y
atormenta a millones de almas.
«Yo… no quiero morir». El miedo más profundo y antiguo del ser vivo, el miedo a la
muerte.
«Por favor… alguien sálveme… me da igual quién… Por favor, ¡por favor!… ¡No, no
quiero morir!».
Ya no veía nada. ¿Realmente era el final?
—¿Quieres volver a la nada o quieres existir?
Estaba demasiado confundido para encontrar de dónde venía esa voz. Todo vibraba y
palpitaba, no entendía nada.
—Nada será lo mismo desde hoy; solo el resultado final será el mismo. Aun así, ¿estás
dispuesto a continuar tu vida, a cargar el peso que eso representa?
No llegué a entenderlo, no entendía nada, pero tampoco me importó. Lo único que
escuché fue “continuar mi vida”.
«Sí».
—¿Estás dispuesto a darme la historia que llevaste hasta aquí, sabiendo que estás
dejando atrás ciertos colores?
«Sí. Sí».
—¿Estás dispuesto a darme la historia que continuará, a aceptar este contrato por tu
propia voluntad?
—Ya... te dije que sí —hablé, sin saber si alguien o algo me escuchaba.
—Si es así, dejaré en tus manos el decidir si esta fue la mejor elección. Por ahora,
duerme. Nos veremos pronto.
Entonces, perdí la conciencia.
Uno de los dos actores había caído. Las oscuras nubes a punto de descender a la tierra,
entre los rugidos impacientes de los truenos y la iluminación de los rayos.
Ese escenario insignificante que la lluvia limpiaría.
La niña esperaba en la esquina.
El cadáver sangriento en su mirar. Entrañas y órganos rotos, desparramados. Los restos
de lo que una vez fue una persona.
Ella, de cabellos rubios y rojos. Toda su piel, teñida y goteando. Su herramienta
compartía el mismo tono rojizo de todo lo demás.
Y, su expresión, de puro aburrimiento.
Por fin el evento esperado. La potente energía trasparente del fallecido… Escapó de su
cráneo, un pequeño sol de posibilidades. Una esfera que apenas distorsionaba la luz. Un
espejo de incontrolable humanidad.
—Salió. Otro más del montón, debí haber jugado un poco más —se quejó decepcionada,
pero luego miró esa perfecta tajada—. Al menos me mantengo en forma. —Sonrió
satisfecha.
Se inclinó y sus dedos contactaron la luz, sumergiéndose en el calor.
De repente, la niña retiró su mano.
—¿Qué?
Sus dedos ardían al rojo vivo. Al instante, volvieron a la normalidad.
La luz se había teñido de negro.
Ella sabía lo que venía.
—Lo siento, Kares —una voz grave desconocida, un tono serio y tranquilo—. Él nos
pertenece.
La elegante puerta de ébano, una visión artificial en medio de la vereda, desconectada de
cualquier edificio.
Presenció cómo las dos figuras de negro salían o entraban. El que habló, un hombre
adulto de tez oscura en un traje a medida; y la adolescente con su fino vestido de mangas
largas.
Ambos parecían salidos de un funeral.
El odio de la pequeña se manifestó en una mueca:
—Soldados… qué inesperado. Aquel lo eligió.
—No te concierne —la censuró, con severidad.
Un hombre enorme, en varios aspectos. Apenas le faltaban cinco centímetros para llegar
a los dos metros. Era ancho de hombros y ostentaba una gran condición física, visible aun
debajo de su saco, su camisa blanca y su corbata gris.
Cabellos blancos ondulados lo decoraban hasta el mentón. Varios de los mechones caían
y tapaban un antifaz metálico y negro. Uno que dejaba ver ambos ojos, ambos de la misma
oscuridad del metal. Sin embargo, sus iris eran claras y brillantes, lo suficiente como para
distinguirlas de las pupilas.
Un rostro duro y amplio, lleno y bien formado. Parecía que su piel estaba hecha de acero.
Una expresión la cual reflejaba paz o desconexión, lo que hacía difícil saber si era un
hombre calmado o uno muy violento.
Un hombre que debía estar en sus treintas tempranos y, a la vez, de alguna manera, daba
una impresión de eternidad.
A la chica le faltaba esa atmósfera. Su seriedad demostraba la importancia de su misión,
pero era claro que la diferencia de experiencia entre ella y su compañero era incalculable.
Alguien cuya existencia traía a la mente la idea de una aparición. Personificaba la
palidez.
Era delgada, pero aun así se notaba que tenía algo de músculo. Cargaba con cortos, pero
bellos cabellos blancos, lacios, que alcanzaban la parte alta de su nuca. Dos perlas oscuras,
como las del hombre, brillaban en su cara un poco esférica.
La muchacha estaba en guardia, más que el hombre.
Había miedo en ella. Miedo a la niña.
Los tres permanecieron en silencio.
Analizaban la situación. Analizaban las expresiones del enemigo.
El hombre… frío… calmado. Como si supiera que nada podía tocarlo. Como si el mundo
mismo estuviera debajo de su nivel.
La niña… preocupada por sus dos adversarios. Aunque, sabía que solo uno sería su
oponente. Uno tendría que recuperar el cuerpo y el alma de su víctima, mientras el combate
se diera.
Una de esas combinaciones sería victoria segura para los Soldados. Todos los
involucrados lo sabían. Pero, esa misma combinación no daría ninguna víctima. Todos los
involucrados saldrían ilesos de ese conflicto. Y, a pesar de todo, ambos lados deseaban
bajas enemigas.
La joven las sabía, las condiciones impuestas. Ella sabía su responsabilidad.
Anunciando, las primeras gotas de lluvia golpearon la tierra.
El suspenso se quebró, la pequeña intentó agarrar la parte superior del muchacho sin
vida, la parte donde la luz brillaba. Sin embargo, fue interceptada. Su rival la pateó con sus
zapatos negros planos directo en el pecho, haciéndola volar varios metros sobre el concreto.
En las alturas, maniobró con su diminuto cuerpo, balanceándose. Aterrizó parada con
facilidad.
Fue seguida velozmente.
Una borrosa sombra que se acercaba, la pequeña esperaba que la distancia se redujera. Y,
en un instante estaban cara a cara de nuevo.
Ahí, la pequeña atacó con su gigantesca herramienta. La hoz vino desde la derecha.
Su ofensiva fue desviada, de un golpe. La enorme navaja fue redirigida verticalmente.
Como si ese gran colmillo deseara despedazar las nubes.
Tras un resplandor, se había mostrado el arma de su adversaria. Metálica y filosa, una
pequeña hacha negra.
Sus acciones eran instantáneas, sus ritmos y reflejos, monstruosos.
La muchacha deseaba que el conflicto terminara lo más pronto posible, seguía la opción
lógica. Quería asaltar a la niña que ahora estaba indefensa. Buscaba dar con su rival.
Brillando de corrupta alegría, con toda su locura atrapada en una sonrisa, la pequeña fue
capaz de acumular suficiente fuerza para que el colmillo descendiera en un intento de
repetir el destino sufrido por el joven.
Sin embargo, la colosal guadaña era poco práctica; no llegaría a tiempo a darle en la
espalda.
Antes de que la bestia probara la carne, tanto por sus habilidades como cazadora y su
experiencia como presa, la joven reaccionó y retrocedió fuera del área circular que la
guadaña dominaba. Quedó al borde de la línea, con el espacio suficiente para volver a
tomar una acción defensiva u ofensiva dada la oportunidad.
Aunque, ahora una abertura era perceptible en el hombro izquierdo del vestido oscuro.
Una que llegaba a su piel. La herida se cerró, dejando solo la marca en la tela.
Se miraron, una perdida en el éxtasis y la otra en su concentración. Habían logrado
comprobar sus habilidades. La joven era ligeramente más rápida que la niña. Esa diferencia
era mínima, una décima de segundo. Aun así, esa diminuta brecha podía ser un factor
decisivo en la batalla.
Originalmente, el colmillo apuntó a la espalda y, aun así, en una maniobra imposible,
rasgó el hombro.
La guadaña de la niña había alterado su dimensión, tomando el aspecto del corto
instrumento para la jardinería, su función original. Parecía reducir su extensión a voluntad,
según las necesidades de la usuaria; ahora tanto el filo como la base se volvieron de un
tamaño aceptable para una sola mano.
Apenas pudo salvarse.
Una vez la ofensiva terminó, la guadaña volvió a su tamaño regular, antes de que la
alteración fuera aparente a la percepción. Una herramienta que cambiaba dada la situación.
Una que se adaptaba. Una diseñada para controlar la zona alrededor de la pequeña.
Esa cualidad era conocida por su contrincante. Estaba en los archivos, pero aun así se
arriesgó. Quería probar si su habilidad superior le permitiría llegar a Kares. Fue un fracaso,
la guadaña cambiaba en la menor cantidad de tiempo que ella había experimentado en su
vida.
Ambas eran residentes del plano pausado, reinado por los deci, los centi y los
milisegundos. La muchacha era superior a la niña en esa tierra, pero Kares todavía era
capaz de reaccionar y su arma poseía una ventaja aún superior. Las escalas se inclinaban a
favor de la niña.
Sin importar si existía una brecha entre sus movimientos, mientras la niña pudiera
reaccionar, la hoz siempre tendría la prioridad.
—Todavía quedaba una Soldado capaz de igualarme, en mi especialidad —la sonrisa se
distorsionaba más y más, mientras las venas en su cuello palpitaban incontrolables—. ¡Qué
lástima... no tener más tiempo para jugar!
Después de los cinco segundos iníciales, la niña arremetió bajo la creciente tormenta.
Las desventajas para la joven se iban acumulando. La hoz, en su tamaño original, estaba
diseñada para cubrir la distancia lejana a la pequeña y para disminuirse con eficiencia. En
esa circunferencia, su defensa y ofensa estaban en su cúspide, impenetrables. Si el epicentro
se movía, era comparable a una fortaleza móvil.
Chocaba decenas de veces con el hacha. Dos sombras en una rotación guiadas por el
acero. La danza de la hoz.
La joven creaba la ilusión de la tele-trasportación, desvaneciéndose y apareciendo
alrededor; pero nunca era perdida de vista por la niña que aumentaba o disminuía su
instrumento disfrutando de su obvia ventaja.
Bajo la presión ejercida por Kares, la muchacha lograba resistir, apenas. La diosa de la
muerte la reclamaría pronto.
Su última idea, la última chance.
Se acercó. Esperó a la guadaña corta, a estar a la menor distancia posible.
Hasta ese momento, la joven había logrado desviar la demencial potencia de la niña, pero
esta vez resistió el impacto con cada uno de sus músculos y huesos.
El concreto se agrietó y se hundió a sus pies. Partículas y fragmentos flotaron, como si
una bola de demolición hubiera caído.
Por poco fue capaz de mantenerse. Sus dedos llegaron al antebrazo de la niña, se
hundieron en la piel cuya resistencia era de crema.
Desesperada, la mano que sujetaba el hacha quiso llegar al cráneo buscando los crueles
ojos. La última estratagema para robar una vida.
La niña no lo evitaría, incluso si se arrancaba el brazo.
Así que volvió a usar su propia ventaja. La hoz, inmóvil, estiró su bastón, hasta apuntar a
la tráquea. Después, la afilada punta se extendió, en busca del objetivo.
Una vez más un concurso dentro del instante, las dos participantes apostando sus vidas.
Un golpe mutuo, eso quería la muchacha, matarse la una a la otra. Sin lugar a dudas, era
la mejor resolución posible, la mejor que podía esperar.
Pero ese resultado era imposible. La hoja de la niña llegaría antes, mientras la suya
cortaría algunos cabellos o rasguñaría el cuero cabelludo como mucho. Tuvo que
distanciarse.
Al momento de separarse, todavía a un metro la una de la otra, la pequeña concentró su
energía en la espalda de su adversaria, en un intento de crear un muro invisible que la
detuviera. La joven notándolo, liberó una armadura de flamas negras en toda su parte
posterior, suficiente para defenderse de la potencia invisible y, finalmente, propulsarse a la
seguridad.
La niña no la persiguió, el dolor la consumía. Parada, sus dedos acariciaban sus
parpados. Era incapaz de contraatacar por la gran tajada en sus globos oculares que antes
brillaban azules.
Su codicia le había costado esa herida.
El hombre, permaneció en su lugar. Durante el combate, entre sus manos, las mismas
flamas negras resplandecieron. Al abrir sus brazos, estas se habían dirigido al cuerpo
partido. Lo envolvieron cuidadosamente, procurando que ninguna parte fuera perdida.
Así, los destrozados restos flotaron, volviendo a él.
Esa acción tomó cinco segundos, diez más habían pasado cuando la niña estaba adolorida
de rodillas. Él observó, deseando que su aliada exterminara a ese molesto recordatorio de
un tiempo pasado, y se lamentó al ver su fracaso.
—Lo tengo, vámonos —informó ocultando cualquier sentimiento.
Ambos se apresuraron hacia la puerta de madera húmeda bajo la llovizna que ya
cambiaba a aguacero.
La sangre de la niña escurría por sus mejillas aunque los globos oculares ya estaban
sanos.
Los persiguió dando un potente salto sin limitarse. Se arrojó contra ellos con todo lo que
su ser permitía:
—¡Cómo si los fuera dejar…!
Embistió la puerta que se desvaneció. La guadaña rebanó la nada donde una vez
estuvieron.
Manteniéndose firme, apoyó sus pies. Evitó resbalarse. Fue arrastrada por inercia a
través de la cuadra, hasta detenerse en la esquina contraria.
Sola, en el día gris donde la lluvia empapaba, los truenos sonaban y los rayos caían,
frustrada e inmóvil, levantando su cabeza, la niña gritó al escandaloso cielo:
—¡MIERRRDAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA!
Pureza
24 de julio
Sentí una cálida suavidad rodeándome. Mi respiración sonaba con fuerza. Estaba inundado
de náuseas y ligeros dolores musculares.
Exhausto, transpirando como si hubiera corrido por horas enteras, apenas llegaba a
entender. Me perdía en el color carmesí y negro. El dolor de cabeza era tan fuerte que
distorsionaba mi visión.
Era un estado insoportable. Una parálisis que suspendía el tiempo, lo hacía interminable.
Al entrecerrar los ojos por la luz, nada se quedaba quieto. Yo tampoco podía. Me sacudía.
Me retorcía. Movía cualquier parte de mi cuerpo para salir del estupor.
Mis extremidades reaccionaban, de a poco.
Mis temblorosos brazos por fin me escuchaban. Usando toda mi voluntad, empujé el
cobertor de encima, brutalmente.
Me levanté, casi tirándome de la cama.
La distorsión disminuía, también las náuseas.
Mis pies descalzos apenas me soportaban. Tambaleaba.
Di pasos cortos. Exploré.
Distinguí la extravagante habitación, un cuarto rectangular, ni muy grande ni muy chico,
con paredes rojas sangre y radiante piso de ébano.
Había una lámpara, una esfera de cristal, en ese techo liso. Colgada de una cadena negra,
iluminaba con una luz blanca. Una luz… perfecta, de un tono perfecto; que resaltaba los
colores de la habitación sin perturbar la mirada.
Era incapaz de recordar, no llegaba a ensamblar el rompecabezas de eventos que me
llevaron a ese extraño lugar.
Faltaba… algo… algo mío.
Los muebles a la vista eran peculiares. La cama parecía esculpida a mano en la misma
madera negra; el material de todos los objetos. Algo en esos detallados patrones ondulados
de las patas me relajaba profundamente.
Un gran espejo enmarcado ricamente, dominaba el muro derecho; olas, olas que
chocaban y se unían infinitamente. Algo que debería ser desastroso y, aun así, producía un
efecto similar a una pintura expresionista.
En el lado izquierdo, un pequeño reloj circular; indicaba una hora que no alcancé a
distinguir.
Un enorme guardarropa, una mesa antigua para merendar y, por último, una puerta.
Era inusual, cada mueble tenía un toque antiguo que recordaba a las posesiones de
alguna familia adinerada y estaban hechos de la misma oscuridad. Inusual era lo único que
podía pensar, una unión de extraños colores y elegantes objetos. Era bastante surrealista.
¿Me habían secuestrado? Parecía la casa de algún traficante de droga y eso explicaría mi
condición. ¿Quizás me faltaba algún órgano?
Sin respuestas u opciones, tuve que enfocarme en la puerta, la única salida y rumbo
posible. Ignoré la ligera curiosidad que me daba el armario, necesitaba encontrar a alguien.
Fue entonces cuando una silueta llamó mi atención, un muchacho de pantalones negros y
una remera manga larga de tono similar. Su vestimenta se mezclaba con los objetos y la
superficie en la que se apoyaba. Quedé pasmado ante la persona de pelo blanco, piel
trigueña y ojos negros.
Sus facciones morenas estaban un poco pálidas. Sus mechones rizados brillaban en su
verdadero color. Los ojos trasmitían una emoción similar. El iris era de un negro diferente
al de la pupila, claro, trasparente; como la luz proveniente de una estrella eclipsada.
Había cierta belleza en él, una que solo podía ser artificial, y aun así, sin lugar a dudas, se
sentía viva.
Imaginé a un artista, un creador de muñecos, que trabajaba con dedicación para crear
obras dignas de respeto. Y, esa dedicación se pagaba con el don de dar vida a sus
creaciones.
De repente, un agudo dolor apareció en mi pecho. Incapaz de mantenerme, caí sobre mis
rodillas, escupiendo sangre. Me sostuve para no caer en el charco creciente.
Pasó rápido. Aunque, no se sintió así.
Finalmente, limpié mis labios e intenté levantarme. No pude hacerlo, cualquier fuerza
física restante se había desvanecido.
El ardor me seguía carcomiendo. La imagen de enfrente, el joven tirado, la sangre y el
espejo negro. En el reflejo, la peculiar criatura… era yo.
Mi pecho palpitante, el dolor. Deseando saber la causa y dudando acerca de lo mismo,
levanté mi remera.
Bajo una oleada de recuerdos, todo se clarificó: el encuentro con la pequeña, sus ojos,
sus palabras y su sonrisa. Ese hecho, mi hombro derecho, dos mitades. Un cielo oscuro.
Una pesadilla que encarnaba en una cicatriz desde el hombro hasta la parte inferior de mi
abdomen.
«Se volvió un desastre, todo. ¿Me habré vuelto loco? Fue la primera explicación que se
me ocurrió. Era lo más lógico. Si hubiera caído en la locura, las cosas tendrían sentido».
¿Qué era la locura en primer lugar?
Al estar atrapado en la confusión, había ignorado la entrada de la muchacha. La del
vestido negro. Una de pelo y ojos similares a los míos.
Se encendió el calor de la herida, la sangre reinició. Ella se acercó rápidamente a mi
lado:
—No te muevas, sigues débil. —Sonó preocupada.
Mi garganta paró de largar la sustancia, logré pronunciar mis primeras palabras:
—¿Qué fue lo que pasó? ¡¿Qué mierda fue lo que me pasó?!
Me ayudó a levantarme.
—Tienes que descansar.
Iba a devolverme a la cama.
—No, quiero que me lo digas, por favor —le pedí sin energías.
Dudó por un momento, pero aceptó.
—Está bien…
—Alcánzame una silla. —Resistía el ardor como podía. Disminuía.
Me senté. Ella permaneció de pie.
Volví a mirarla, ahora más tranquilo y menos adolorido.
Era linda, aunque su aspecto extraño era lo que más llamaba mi atención. Su piel nieve;
el color pálido de sus labios.
Parecía el fantasma de una doncella.
—¿Qué es lo te gustaría saber? —me preguntó calmada.
Ignorando la molesta sensación, pregunté lo primero que me vino a la mente.
—¿Qué?... ¿Qué pasó? Recuerdo que me… —«Cortaron a la mitad». No pude decirlo—.
¿Cómo puedo estar vivo?
—Te operaron. Nuestra médica te arregló.
—¿Una médica?…
Era imposible «arreglarme», no dentro del campo de la medicina. Me dio bastante
curiosidad.
La dolorosa punzada reapareció, mis entrañas ardieron.
Contuve las ganas de vomitar, intenté mantenerme.
Me hizo recordar la causa de mi condición y lo que debió ser mi primera pregunta:
—Esa niña… —exclamé soportando la herida.
—¿Quieres saber sobre Kares? —interrumpió.
—¿Eh?
Cierto, su nombre era «Kares».
La herida volvió a apagarse. Pude volver a preguntar normalmente:
—Kares… ¿Sabés de ella?
—Bueno, hace poco fue la primera vez que la vi… Cumplió mis expectativas.
—¿Qué querés decir?
—También la viste, esa mirada llena de pasión, ese abrumador... instinto asesino.
Me quedé sin palabras.
—Pude entenderlo al verla. —Se quedó pensativa.
—¿Qué? ¿Qué entendiste?
Ella logró reconocer mi desconcierto.
—Lo siento, primero debería explicar.
No respondí, la verdad no sabía qué decir.
Al elevar su mano a la altura de sus hombros, un resplandor surgió. La luz negra que
brillaba en su palma, me robó el aliento. Se oscurecía, revoloteaba sobre la mano de su
dueña. La flama. La contemplé y supe que en ella se ocultaban los secretos que deseaba,
sentí un extraño deseo de poseerla, de que fuera mía.
La unió a mi pecho y el calor entró. Un sentimiento relajante me hacía un ser completo.
Mis heridas se calmaban. Mis náuseas y el dolor se apagaron.
La respiración se estabilizaba. La sangre que antes sentía en la garganta retrocedía.
—Te necesitaba en un mejor estado.
¿Qué era lo que me pasaba? Un sentimiento me consumía, una emoción similar al apetito
o, quizás, a la lujuria. Era embriagante, un masaje para cada una de mis células. Una
vibración relajante. Una tibieza incomparable. Puro placer.
Lo siguiente fue el fuego consumiéndose y aquello lo acompañó.
Volví al plano anterior.
Ella retiró su palma.
Me pareció sorprendente, los demás inconvenientes habían dejado de afectarme. Me
sentía bien.
—Sigamos. ¿Qué es lo último que recuerdas? —me preguntó apreciando mi mejora.
—A ver...
La niña, esperar, hablar, esa expresión, esa sonrisa. Un escalofrío por poco me derriba,
mi respiración se volvía errática. «Cálmate, y continuá pensando». El miedo, correr, la
herida, caer... Estar al borde de la muerte y...
—Una voz —respondí, mis nubes se dispersaban, el vacío se llenaba, pero...
—Bien, tu memoria parece estar bien, a pesar de las circunstancias.
«Decime... yo...». Tenía que hacer una pregunta específica. No aparecía. Seguí con las
demás:
—¿Dónde estoy? ¿Por qué estoy acá?
—¿No lo recuerdas? Porque lo pediste.
Intenté pensarlo.
—¿A la voz, se lo pedí a la voz?
—Sí. Estás en su Mansión. La Mansión de la dimensión aparte.
—¿Dimensión?, ¿lugar aparte? —me confundía. «¿Qué significa?»—. ¿Aparte de qué?
—De ellos, los Cosechadores. De Kares.
«Eras vos… La persona a la que esperaba». Sus palabras todavía me sacudían.
—Tu expresión es honesta, todavía estás temblando de miedo. Bueno, te cazaron, así que
es entendible.
—¿Me cazaron? No entiendo.
—Piénsalo bien. Te atrajo, se divirtió contigo y después te terminó. ¿Verdad?
Analicé el evento, escena a escena. Cuanto más lo pensaba, más me aterraba al darme
cuenta de lo lógico que sonaba.
—Tenés razón, realmente tenés razón.
—Así es Kares, así hace las cosas.
—¿Pero por qué? —Seguía sin entender nada.
—Por esa luz, esa energía que te mostré. Hay algo especial dentro de ti, hay de esa
energía anormal. Ella la quería. Los Cosechadores las quieren, por eso buscan a sus
Portadores, para matarlos y robársela. Es algo que demasiados buscan... —Paró por alguna
razón.
Recordé los fríos ojos de la pequeña. «Tiene que ser una broma, no quería creerlo, me
rehusaba a creerlo. Pero, esta era la realidad, aparentemente».
—Entonces, ¿la pequeña volverá a buscarme?
—Sí, y posiblemente no solo sea Kares.
—¡¿Qué?!
—Existen otros además de ella, otros Cosechadores que buscan almas.
Estaba por hundirme en la desesperación.
—Tranquilízate, por ahora estás a salvo.
La miré, confundido.
—Te dije que este es un lugar aparte, ¿no? Estás en otra dimensión. Aquí ninguno de
ellos puede tocarte.
«¿Otra dimensión?». Todavía me costaba entenderlo o creerlo. Al menos, me aliviaba
estar a salvo.
Seguía lleno de dudas
Ella me dio la espalda y se acercó a la puerta:
—¿Cómo está tu cuerpo?
—Bien, creo.
—Entiendo. Si estás listo, vamos. Te lo presentaré.
—¿A quién? —pregunté a su perfil.
Una triste sonrisa la ensombreció:
—A aquel al que te ataste por el resto de tu vida.
Vidas del mundo distorsionado
Nos movimos por un pasillo tétrico y a la vez dulce, plagado de paredes negras decoradas
en flores grises de cinco pétalos. No sabía qué flores eran esas y me faltaba el humor para
preguntarlo. La misma madera y las mismas lámparas.
Contra-intuitivo lo llamaría. Era una tierra de tinieblas, pero cada detalle, cada flor y
cada movimiento de la chica; cada uno estaba bañado con la cantidad precisa de luz para
presenciarlos. Sí, era contra-intuitivo.
Iba callado y pensativo, a su sombra, a unos pasos de distancia. La pasaba en altura, por
alrededor de cinco centímetros. Ella debía medir un metro setenta... ¿Yo medía un metro
con setenta y cinco o seis? ¿Medía eso antes? «Qué importa».
Aún me sentía pesado, pero al menos podía caminar. Los dolores regresaban.
Pensaba en Kares y en la persona que me guiaba, me di cuenta que ni siquiera sabía su
nombre. Quería preguntarlo y seguir preguntando y preguntando cosas. Lo quería y, a la
vez, era incapaz de formular una sola pregunta.
Cinco minutos seguimos en el mismo pasillo. No me importaba demasiado.
Me disgustaba, era incapaz de preguntar y tampoco podía pensar con claridad. «¿Qué
debería estar haciendo ahora, en casa? ¿Estarán preocupados mis padres?».
Antes de darme cuenta, me había quedado quieto. Miraba al piso.
—¿Pasa algo? —La escuché preguntar.
Sin estar seguro, dije que no. Volvimos a movernos.
Una sensación similar había surgido antes, un bloqueo. No me dejaba ver que se ocultaba
en mi mente. Descendí, descendí más y más a las profundidades de mi conciencia,
buscando la base de mi personalidad y raciocinio.
Quería entenderlo, sin importar lo aterrador que fuera. Con cada paso me contradecía,
temía saberlo, temía no saberlo; temía lo que vendría si lo sabía y si no lo sabía.
¿Qué era más enloquecedor, saber o no saber? La duda... la duda era una tortura, y si no
saber me dejaría en un estado perpetuo de duda, entonces el conocimiento sería el camino
que debía tomar, ya que la locura de la duda es capaz de romper la conciencia en una
manera singular que ni la peor desgracia puede lograr.
Regresé al presente, llamado por una gigantesca puerta de dos hojas, de diez metros de
altura y de cuatro de ancho. Estaba hecha de un material azul oscuro, algún tipo de piedra.
Me recordaba a la puerta de una capilla.
Ella posicionó su mano en la entrada, supe que era el momento.
La pronuncié, dejando atrás cualquier duda que me restaba. Simple y concisa, mi
pregunta:
—¿Cuál es mi nombre?
Su mano quedó inmóvil en la unión de las dos hojas.
—¿Cuál es mi nombre? —repetí con mayor determinación.
No me miró. Lo único que me dio fueron unas débiles palabras:
—Esa pregunta. Tienes que hacérsela a Aquel.
Se abrieron de un empujón.
La luz me robó el aliento. Dejándola a ella atrás, sin prisa, avancé hacia ese lugar.
Imponente, el salón azul pálido impresionaba a la vista, más que cualquier otra
construcción que conocía.
Era similar al interior de una gigantesca catedral, sin ningún símbolo religioso que
pudiera reconocer. Más aún, la idea de una iglesia surgió por las similitudes de diseño, pero
era difícil dar comparaciones para esa edificación. Me paraba en una superficie plana que
se extendía por lo menos a tres cuadras alrededor mío, hasta llegar a la única pared del
cuarto circular, la cual tenía una altura mayor a un rascacielos de veinte pisos. Ningún pilar,
ningún sostén, absolutamente nada que le diera soporte. Me encontraba en una monumental
torre cilíndrica hueca.
Un inmenso tragaluz circular constituía la cima entera de la catedral. Una ventana cuyo
efecto era tranquilizador, un resplandor tenue, claro y oscuro a la vez. Una luz fría, que
congelaba y te permitía estar en paz, que apaciguaba e invitaba a un profundo sueño.
El tono azul de las paredes era melancólico, como una noche estrellada.
Y, quedaba el último elemento desconocido, la pieza final de esa obra, su núcleo. Un
amplio espiral de escalones blancos que se alzaba a las alturas, creando círculos
decrecientes al subir a su cima, al preciso centro de esa dimensión. Ahí, tras el último
escalón, se mostraba la razón, el motivo por el cual todo existía: el trono y su dueño.
La atmósfera parecía corromperse, envenenada por la presencia de aquello sentado. Las
náuseas regresaron, mi visión se distorsionó y temblé sin control.
Tinieblas e imágenes borrosas, iban alternándose. Veía algo cubierto en tela, algo bañado
en oscuridad. Las palpitaciones de mi corazón aumentaban, las ganas de vomitar me
invadían. Faltaba poco para que me desmayara.
Los intervalos se reducían, iba y volvía, se esclarecía. Tan oscuro como un cielo
nocturno vacío, una criatura cubierta en esa tonalidad, en una tela manchada.
Mejoraba lentamente, mi cuerpo, mi visión. Mientras me recuperaba, no podía apartar mi
atención de eso. Eso que no conocía, eso que me daba ganas de estrellarme la cabeza contra
el piso, eso cuyos ojos penetraban a través de la vida y la muerte.
Ojos que penetraban la existencia misma. Te obligaban a enfrentarla.
Quería alejarme de ese monstruo oculto en las sombras que me torturaba.
Una abominación que se refugia en una tierra a la que no querés acercarte, una tierra de
la que no querés saber.
Ese miedo, el mismo miedo que me despertó la pequeña, me llenaba, me inundaba. Y
aunque esa cosa no me demostraba hostilidad, me aterró el hecho de que me generara esa
sensación simplemente existiendo.
El ser pareció notarme:
—Bienvenido —su profunda y a la vez suave voz resonó en el hueco espacio —. Veo
que te has recuperado.
Las ligeras vibraciones del eco penetraban mi organismo aún débil, el estruendo estuvo
por derribarme. Ese ojo izquierdo negro y ese ojo derecho blancuzco, me llamaban, me
consumían.
Respondí, tratando de ocultar mi temor:
—Vos… Fuiste la voz. —El eco hacía fácil escuchar nuestras palabras.
—Bien, recuerdas. Facilita las cosas —expresó tranquilidad y seriedad en perfecto
equilibrio.
—¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar?
—Estás es mi hogar. «La Mansión de las dimensiones» es el nombre por el cual fue
llamado durante mucho tiempo y es el que ha sobrevivido hasta ahora —se pausó,
recordando, como si fuera él quien necesitara alinear su pasado. Y, después, muy
satisfecho, continuó—. Este lugar es mi Mansión.
—¡¿Por qué estoy acá?! —Quería arrancarlo de esa paz. Las resonancias me sacudieron.
—¿Por qué? ¿No recuerdas mi pregunta? —Su tranquilidad era inflexible y exasperante.
Las resonancias, dolían. «¿Si lo recuerdo?... ¿Qué me había dicho?».
—«¿Quieres vivir?». Esas son las palabras que buscas —respondió una pregunta que yo
nunca había pronunciado.
—Espera, ¿cómo? —Sí... eran esas palabras. Continuar viviendo y...—. ¿Cómo... cómo
hiciste...?
Su manto se sacudió mientras el débil brazo izquierdo abandonó el apoyabrazos del trono
mecánico; apenas se apreciaba el contorno de los esqueléticos dedos. Su contraparte
continuó su sueño.
Examinó su propia palma antes de volver a enfocarme, antes de volver a dejarlo reposar,
antes de que ese fragmento de duda se hiciera aparente.
—Lo recuerdas. Ambos pagamos nuestros precios. Mientras nuestro acuerdo se
mantenga, tus servicios son requeridos. Mientras me seas necesario, mientras no me
compenses, eres de mi propiedad.
Ese comentario me enfureció:
—¡Cállate! ¡Yo no soy de nadie!
La cicatriz de mi pecho se encendió de nuevo, caí sobre mis rodillas.
—Siento contradecirte, el precio ha sido pagado. Tu nuevo aspecto es la prueba. —Su
tono era cruel, o puede que solo fuera demasiado lógico.
—¡¿Qué?! —Mi voz sonó quebrada por el dolor.
—Tu cabello y tus ojos son el símbolo de mi estigma.
—¿Mis ojos, cabello?
La muchacha llegó a mi memoria, mi pregunta.
—Mi nombre…Vos… ¡Vos! Decime mi nombre.
Me vio como a un niño que preguntaba lo evidente.
—Preguntas algo que ya sabes.
—¡Maldita sea! ¡¿Cuál es mi nombre?!
—Es parte del estigma. —Volvió a enfocarme.
—¿Qué decís? ¡Hablá claro!
—Es simple. Te lo quité. Tu nombre.
—¡¿Qué significa eso?!
—Sé que lo entiendes.
Era realmente simple. Sabía, sabía a lo que se refería, pero:
—No. ¡No! Yo… yo todavía tengo recuerdos… de mi familia, de mis amigos.
—¿Y cómo se ven esas personas?
Me quedé sin palabras. No lo sabía, no existían imágenes de personas en mi memoria.
Quedaban algunos recuerdos, pero no podía ver las caras de las personas o saber el porqué
estaba con ellos.
—He suprimido tu pasado. Lo que considere necesario que recordaras, el conocimiento
de tu realidad y lo que necesitas para mantener tu previa personalidad, es lo que queda. No
obstante, solo eso. Tu familia, tus amigos, tus profesores, tu ciudad, tus posesiones, dejaron
de existir. Recuerdas una imagen, la imagen de tu vida, una imagen vacía en la que quedan
líneas que una vez fueron formas definidas y coloreados. Conoces la historia, sin conocer
ninguno de los personajes involucrados.
Las lágrimas comenzaron a salir. Era verdad, no podía recordarlos. Recordaba algunos
sucesos, pero estaban en blanco, las personas y los lugares. Mi familia, no podía recordar
cómo se veían mis padres y... ¿tenía hermanos?
—E Incluso esa historia es una imagen residual. Eventualmente será consumida por la
nada, hasta desaparecer.
—¡AAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH!
—El eco en la atmósfera, las lágrimas no se detenían.
Un enlace, similar a una correa, se materializaba desde mi pecho, subiendo hacía donde
temía que lo hiciera, llegando a su mano.
—Querías la repuesta a tu pregunta, ¿verdad? Ya no tienes nombre. Eres mi Soldado,
Medio-humano.
La joven presenció la iniciación desde la enorme puerta de la catedral.
Ella también era un Soldado igual que ese chico. Alguien que pagó el precio.
Ya habían sido nueve años desde que fue elegida y llevada a la Mansión.
Una parte de sí misma odiaba a ese ser, aquel que cobraba tan alto precio, el que robaba
para lograr su ideal. Sin embargo, ella entendía que era mucho más complicado.
En el mundo, no había lugar donde esconderse. La Mansión era el único lugar seguro
frente a los Cosechadores. Cualquiera que escapara, tarde o temprano moriría. Sin lograr
nada.
Cuando se revelaba tu alma, tu destino se sellaba.
Ella sabía que en ese aspecto fue afortunada, entre los cientos, entre los miles que
morían, tuvo una chance de sobrevivir.
Aunque, siempre se preguntaba, si no hubiera sido mejor morir...
El mensajero
El delgado vapor de las tazas flotaba ocultando las caras del hombre y la mujer sentados a
la mesa.
Los pasos de las personas que iban yendo y viniendo hacia sus distintas ocupaciones
distraían la atención de aquel peculiar par, en la parte exterior de esa cafetería local.
Un día regular en el centro, la actividad era exorbitante. El movimiento interno de ese
local era muy animado, sin embargo, las mesas de la acera normalmente ocupadas ahora
estaban libres. Un silencio inquietante las gobernaba.
La conversación del hombre de la gabardina y la mujer del chaleco fluía sin
interrupciones. A su alrededor muchos compraban sus cafés y continuaban sus vidas, sin
siquiera la idea de detenerse en una de las mesas. Era un área limpia para aquellos dos.
Nadie paraba, nadie los miraba o se preguntaba el por qué no lo hacían.
Quince minutos después de comenzada la charla ya se habían dicho todo lo que se tenían
que decir.
El hombre de la gabardina agarró su té. Se había enfriado un poco. Vapor adicional de
pronto salió de la taza, como un truco de magia. Bebió una buena cantidad con calma.
Al dejar la taza medio llena, se preparó para levantarse:
—Es todo lo que tengo que decir, ¿vas a venir?
La del chaleco lo miró decepcionada:
—¿Me lo estás preguntando seriamente?
Él le respondió con una ligera mueca, una sonrisa escondida:
—Lo sé, lo sé. Quería estar seguro.
—En serio, ¿me pregunto si serán tan idiotas de ir? ¿Realmente alguno pensara que
juntarnos es una buena idea? Simplemente ser lindos y cooperativos no nos llevará a nada,
al menos no ahora.
—Creo que por esa razón irán, quieren ver qué es lo que ese tipo planea hacer tan cerca
del final.
—Como siempre, él y sus ideas. Enfermas e interesantes. Parece una eternidad desde la
última vez que intenté matarlo. ¿Lo intentamos de nuevo?
—Lo siento. Ya recibiste el mensaje, desearía poder quedarme al margen en lo posible.
Ella suspiró:
—El desearía es lo que me molesta. Lo sabes bien, escapar de esta será imposible. —Le
dirigió una mirada sarcástica, el hombre de la gabardina la ignoró tomando el té restante.
Él se levantó de su asiento, se puso el sombrero que estaba en el respaldo y dejó el
efectivo en la mesa. La del chaleco carcajeó:
—¿Vas a pagar? Tus peculiaridades siempre son entretenidas.
—Puedes decir lo que quieras.
Ella observó el billete que había dejado.
—Sabes, los euros no son muy usados por acá. Y además dejas demasiado.
—Es la única moneda que tengo en el momento, debería servir.
—¡Vamos! Si vas a hacerte el normal, hazlo bien. Queda más raro a medio camino.
—Intento ayudar con las perdidas, es nuestra culpa por acaparar los lugares. Podríamos
haber tenido una conversación como personas normales.
—¿Qué sentido tiene hacerlo cuando hay formas más cómodas? Qué tipo. Realmente.
El de la gabardina dio unos pasos, acercándose a la multitud. La del chaleco le habló:
—Hagamos algo divertido la próxima vez. Es raro que podamos vernos en persona. —
Tomó su bebida, el mismo truco de magia se repitió y la tragó de una vez. Su «Ah» sonó al
dejar el vapor escapar de su boca.
Después, sus últimas palabras se escucharon:
—Oh, y salúdame a Kares.
La primera misión
28 de julio
El recuerdo era vívido. Se expandía como una toxina que mataba cada idea. Me envolvía
sin piedad en su suciedad. En ese trapo negro, esa abominación, esa cosa.
Buscaba en mi memoria, algo. Nada llegaba, absolutamente nada, excepto aquella
criatura en su trono, deleitada consigo misma.
Nunca podría volver a ver lo que perdí, y aun si lo hiciera, no lo reconocería. Sería...
¿Así será el resto de mi vida?
—No puedes escapar de la muerte.
Casi salté de la cama, fue un reflejo involuntario. Mi respiración errática, los distintos
muebles negros, las paredes rojas, los iluminados colores atravesaron mis retinas. La
habitación, una vez más.
Temblaba... Temblaba... como hubiera temblado antes. El pánico me afectaba, no el
dolor o la fatiga.
—Por fin despertaste —me dijo alguien de buen humor, un hombre.
Todavía aturdido y desenfocado, apenas captaba esas borrosas figuras... Se ajustaban a
mi percepción.
Había dos personas sentadas a mi lado, en las elegantes sillas. Me esperaban.
Lo conocí, al muchacho de los guantes negros. A mi amigo.
Facciones cerradas y piel pálida cuyo color hacía evidente su ascendencia árabe. Un
casual saco negro desabrochado sobre una camisa blanca y corbata gris iban a tono con su
estilo. Parecía alguien que salía de una fiesta.
Aunque, su expresión solemne de siempre daba por entender que no era alegría la
verdadera emoción que reflejaba su vestimenta, sino un poco de rebelión. No una
adolescente y estúpida como la de aquel que se rebela por rebelarse. Una más personal...
Propia. Una rebelión contra su propia miseria.
Una buena cantidad de músculo en sus largas extremidades; una constitución balanceada.
Mis mismos ojos de iris oscura. Mis mismos cabellos blancos; los suyos bien cortos y
ordenados. Daba la extraña impresión de un orden caótico.
La otra figura era la chica del vestido negro:
—¿Te sientes bien?
Instintivamente, quise mover mis manos y mis piernas. Reaccionaban.
—Sí, no hay problemas —dije más para mí que para ella. Incluso mi vista se había
enfocado—. Ya no las siento, las molestias...
—Bien, es un alivio —respondió contenta, aunque todavía había un poco de
preocupación en su voz.
Se miraron entre sí, con una determinación... dolida.
Él se levantó de su silla; me pareció alto, me llevaba una diferencia similar a la que yo le
llevaba a ella.
—Entonces prepárate. Hoy será el día de tu primera misión, Medio.
—¿Medio?
—Sí. Decidimos dejarlo así. Llamarte Medio-humano todo el tiempo es bastante
molesto.
No entendí qué quiso decir... Miré a la joven para que me explicara.
—Verás, cuando somos traídos aquí, Aquel nos da un nuevo «nombre» que reemplaza el
anterior. Y a veces pueden ser algo incómodos. Olvidé presentarme, puedes decirme Loto.
—Y a mí, puedes decirme Rivolte.
—Ponte el traje, ya deberías ser capaz de moverte. Te esperamos afuera.
Ella se levantó y ambos salieron de la habitación.
Quedé paralizado, aceptando la realidad.
«Medio», sentí mi pecho. La confusión crecía mientas mi realidad se desplomaba a
pedazos. «Qué broma de mal gusto».
Abrí el viejo guardarropas. Estaba hueco por dentro, excepto por tres cajones en la parte
inferior y una percha con un traje completo; un saco, una camisa, unos pantalones y unos
zapatos de cuero elegantes.
En los cajones encontré ropa interior, un cinturón, unas medias y una de esas corbatas
grises. Tenía lo necesario. Me desvestí, tiré la ropa y la remplacé por las partes del nuevo
conjunto.
Era una persona informal, me sentí extraño al tener la combinación encima. La ropa se
sentía increíblemente liviana y flexible, como si fuera mi propia piel.
El atuendo antes descartado había desaparecido. Lo dejé pasar, me parecía un problema
menor en la escala de rareza.
Cerré el armario y me di una mirada en el espejo. La imagen de empresario me
molestaba, aunque no podía negar que también era un poco atractiva. «¿Estoy por ir a
alguna reunión o algo así?».
Fui a la puerta. Pensé en la «misión». Los Cosechadores y esos chicos, el alma y mis
recuerdos, tanto que averiguar y tanto que desaparecía. La sombra de mis recuerdos, si
durarían y por cuánto no podía saberse.
Me regalé un minuto más antes de pasar la puerta. Antes de abandonarme.
Los acompañé en silencio. Quería preguntarles sobre la misión y aun así no lo hice. Nadie
dijo una palabra. Fue una caminata pacífica.
Pasamos varios minutos recorriendo pasillos iguales, su uniformidad me desorientaba.
¿Qué tamaño tenía ese maldito laberinto?
Por fin, nos detuvimos enfrente de una puerta de madera, exactamente igual a la del
cuarto. Era al final del pasillo y también un punto de bifurcación; de ahí se abrían dos
caminos a la izquierda y derecha, formando una T.
Rivolte la abrió y avanzamos. El ruido no tardó en desorientarme, el mar que rompía en
las rocas costeras a la distancia.
Las personas charlaban y se movían por el ancho corredor creado por los edificios de
distintas tonalidades y tamaños en diferentes niveles del risco. Estaban desparramados a lo
alto y a lo bajo, subdivididos; sus ubicaciones y sus figuras, un diseño como un
rompecabezas cuyo ensamble resultara impecable. Cada estructura, sin importar su
ubicación, seguía trasmitiendo la misma esencia de fluidez.
«¿Qué es este lugar?». Desde rojo a naranja, rosa, amarillo y gris; las paredes y los
tejados eran una sucesión de colores brillantes y pálidos. Una tierra colorida que atraía casi
hipnóticamente.
Ropa colgada en los balcones, un bote tapado por una cubierta en la entrada de una de las
casas, ventanas verdosas y algunas rojizas, abiertas y cerradas; podían escucharse los
ligeros ruidos de sus habitantes en el interior, pequeños detalles que creaban el verdadero
sentimiento de un pueblo. Era incompresible. ¿Dónde estábamos? ¿Seguíamos en la
Mansión?
Algunas personas nos miraban, desde los balcones y el pasillo. Quería saber el porqué.
Me di cuenta que la puerta se había esfumado, y que, si hubiera estado, faltaría una pared
para sostenerla. Los entendí, sería raro si alguien apareciera del medio de la nada, en
especial con atuendos como los nuestros.
Rivolte levantó una flama oscura, la misma voló al cielo claro como un fuego artificial y
esparciéndose en partículas brillantes por el pueblo llenó el aire de luciérnagas. Fue
precioso.
Extrañamente, dejaron de darnos importancia y siguieron con sus propios asuntos.
—¿Qué les pasa? —«¿Nos ignoran tan fácilmente, después de aquello?».
—Es normal, los estoy distrayendo. —En la voz de Rivolte había una ligera frialdad.
—¿Distrayendo? ¿Qué?
—Manipulación de mentes, es algo que podemos usar. Ellos no serán un problema.
—¿Manipulación de mentes? —«Lo que decía continuaba confundiéndome. Más
importante—: ¿Por qué serían un problema?
Me ignoró. Quería una respuesta.
Me interesaba la opinión de la muchacha. Distraída, observaba a los lugareños que
continuaban sus rutinas, ignorándonos.
Había un hombre, con camisa blanca arremangada y bermudas marrones. Un adulto con
algo de sobrepeso, de pelo castaño duro, denso y organizado. Las ojeras debajo de sus ojos
verdes eran un signo de una noche de trabajo o, quizás, tenían que ver con esos dos niños.
Esos pequeños que ni debían tener diez años.
Él ni siquiera nos miraba, pero ellos no despegaban un ojo de nosotros.
Un niño de pelo negro lacio y corto, en una remera roja de un pirata que asumí pertenecía
a un programa infantil. Uno que desconocía. Tenía shorts marrones y unas sandalias
parecidas a las de su padre.
La niña de pelo castaño en una trenza, llevaba un vestidito celeste claro. Sentí una
sacudida… Esa imagen me recordaba a alguien.
Heredaron los ojos de su padre.
Le pregunté a Loto la duda que sentí al pasar la puerta:
—¿Dónde estamos?
Ella reaccionó.
—¿Lo sabés? —repetí el intento.
—Creo… que estamos en un pueblo europeo, quizás España, no, Italia.
—¡¿En serio?! ¿Cómo podés saberlo?
—No es la primera vez que hemos estado en este tipo lugares. Me guio por la
arquitectura.
—Entiendo… —Parecía confiable. No les había preguntado de dónde eran, sus acentos
eran bastante neutros.
Una sensación nostálgica venía desde ese ilusorio cielo azul, un agradable calor.
El sol. La última vez afuera se sentía lejana, aunque era incapaz de saber cuándo había
sido. ¿Cuánto tiempo había pasado?
Me hizo sentir en el interior de un sueño. Una secuencia de imágenes cambiantes creadas
por el subconsciente, un mundo del cual podías escapar. Un mundo diferente, uno propio,
conectado a tus propias faltas y necesidades. Uno que podía ser igual de aterrador.
Y, como símbolo de ese mundo confuso y complejo, apareció un animal. Sobre un
edificio a pocos metros, en una firme y poderosa postura ofensiva, había un lobo. Un lobo
gris y blanco.
—¡Maldita sea! Ya están aquí. —Escuché la voz del joven.
Los habitantes del pueblo no notaron a la bestia, cuya silueta bajó rápidamente al nivel
de la tierra. Su aterradora existencia se acentuaba por los cálidos rayos.
El aullido traspasó cada edificio y cada ventana, aplastando todos los tímpanos y obligó a
los cerebros de sus oyentes a adaptarse a la situación.
El trance de la población se perdió y fue remplazado por profundo terror. El pánico se
reflejaba en los rostros.
En medio de una tormenta de gritos, la multitud en estampida corrió a ocultarse en sus
hogares o a distanciarse de la bestia.
El lobo ya había decidido su presa, el hombre que sostenía a los dos niños con firmeza.
Paralizado, sometido.
Lo persiguió, veloz.
Mis compañeros corrieron hacia ellos, con destreza sobrehumana.
—¡Esperen! —les grité.
—¡Tranquilo, sabrás qué hacer! —me aseguró Rivolte.
De repente una sombra gris me cegó, salté hacia atrás por reflejo. Un animal igual al
anterior estaba delante de mí.
Su pelaje de dos tonos era hermoso, blanco nieve en las patas y gris en lo que restaba.
Esos dos penetrantes ojos amarillos sobre su hocico brillaban esplendidos. En una tormenta
blanca, esa criatura hubiera sido digna de un cuadro.
Abriendo sus mandíbulas, avanzó buscando mi carne; mi yugular para ser preciso. El
miedo y la confusión me impedían moverme.
Mis reflejos me salvaron de nuevo, saltó y lo esquivé tirándome hacia abajo. Él pasó de
largo.
La familia y mis amigos ya no estaban. Habían desaparecido. Estaba solo.
Espabilé, el tiempo de dudar había terminado. Tenía que ver cómo escapar. «Sabrás qué
hacer... ¿Qué mierda significa eso?».
Acelerado y decidido, atacó con garras y colmillos. Darle la espalda para correr me
resultaba imposible. Debía esperar su próximo movimiento, para intentar esquivarlo en el
último segundo.
Retrocedía, lo miraba y lo evadía.
Sus violentos asaltos rozaban mi cuello y mi rostro, apenas sobrevivía.
Pero... «Puedo verlo, puedo esquivarlo». Era tan raro, tan interesante. Era incluso
divertido.
Choqué de espalda contra algo, perdí el equilibrio y tropecé. Sus colmillos cayeron, ya
los sentía sumergidos en mi tráquea. Volví a la realidad. «Estoy muerto».
Antes de que me tocara, un destello oscuro lo atravesó. El lobo cayó.
«¿Qué…?». Pesaba, mi mano izquierda. Sostenía un objeto. «¿De dónde salió?». Era un
arma, una pistola negra. No, era diferente. Tenía esa forma, como la que usaría un policía
de algún programa de televisión, como una Glock, pero tenía una superficie plana y le
faltaba definición. Era pura forma.
Me quedé sin tiempo para pensar, el lobo ya se había levantado.
Le había disparado en el muslo de la pata delantera izquierda. Desde ahí, la bala había
seguido derecho.
Debí haberle dañado algunos órganos. Es más, ¿cómo se ponía de pie? No sería
irrazonable esperar que eso lo matara.
Para mi horror, las reglas naturales parecían estar fallando. Su herida, ese hueco, se
estaba cerrando. Una herida grave, o hasta mortal, estaba sanando.
«¿Qué está pasando? ¿Qué es ese animal?». Me confundía y me asustaba. Y, aunque esa
criatura por si sola hubiera sido aterradora, mi miedo era incluso de mayor profundidad, por
lo que me recordaba.
En sus ojos, se reflejaba el mismo vacío, la misma desesperación que brillaba en los ojos
de Kares y también en los del monstruo, su incontenible deseo.
Saltó con potencia, hasta uno de los balcones a mi derecha.
Recordé las últimas palabras de Rivolte… Le apunté.
Inmediatamente, abandonó ese balcón; saltó a un callejón, y apoyándose ahí, rebotó entre
las construcciones. Desapareció.
Esa presencia vigilante. En silencio, acechaba. Se preparaba para caer.
Me sentidos me daban una idea por dónde estaba o por dónde podría estar, pero era
imposible estar del todo seguro.
Mis tímpanos captaron el zumbido de su movimiento. Estaba cayendo en picada a mi
espalda, a mi punto ciego. Quería terminarme de una vez. Sería incapaz de apuntarle, pero
podría esquivarlo. Al menos así lo sentí.
Al agacharme, el depredador falló en su intento. Se llevó consigo unos de mis mechones.
Dolió.
Dándome la espalda, aterrizó. Tenía que dispararle. Volvió a las alturas antes de que
pudiera, rebotando en las paredes y los techos coloridos.
Giraba alrededor. Lo encontraba y lo perdía.
Con gran ímpetu descendía a atacarme, lo esquivaba y antes de poder responder, se
alejaba. Era habilidoso y furtivo. Mi vista lo captaba, a su desenfocada sombra al menos,
pero explotaba cada punto ciego a tal extremo y con tanta precisión de cálculo que aun así
lograba salir de mi percepción. Ese aspecto analítico estaba más allá de la escala de una
simple bestia.
Me agachaba, me tiraba o me movía fuera de su trayecto. Estaba limitado a reaccionar y
a esperar que fallara.
Fui contra la pared izquierda, si estaba apoyado ahí, los ángulos disponibles para él se
reducirían.
Preparé mi arma para cuando viniera.
Algo se rompió, algo fue aplastado. Un sonido sólido lejos, como si algo
extremadamente pesado golpeara concreto. Fue aterrador.
Había sido en la zona a mi espalda, no fue un edificio cercano. ¿Qué hacía ese animal?
Algo se acercó, algo desde un lugar diferente al sonido.
Eran varios objetivos a máxima velocidad, al menos cinco que venían a distintos
tiempos. Podía fallar si disparaba a tantos. Rodé al centro del pasillo. Cinco rocas del
tamaño de una mano impactaron contra la calle de piedra.
Fueron puntos diferentes, desde donde las desprendió y de donde las tiró. Las arrancó,
después encontró un ángulo efectivo y las lanzó. Esa táctica suponía una gran molestia. Era
solo una distracción, pero bastante útil. Poseía un número ilimitado de municiones y el
ruido me ponía en guardia, funcionaba en varios niveles distintos.
Escuché el ruido a mi derecha y me preparé. ¿Las rocas vendrían de dónde?... Pasaba el
tiempo… No venían. Vinieron dos, del mismo punto de donde escuché el sonido. Esquivé,
miré, busqué.
A veces escuchaba una versión más débil del sonido y ahí esperaba que vinieran solo una
o dos, pero podían venir hasta seis. A veces podía saber dónde estaba, pero él me lo
permitía adrede. Cambiaba sus hábitos. Usaba juegos mentales conmigo.
Continuamos varias veces, la brecha en su accionar no existía. La ofensiva a la distancia
me molestaba, aunque también le faltaba fuerza. Siempre apuntaba a la cabeza y sentía que
no me mataría aun si me daba de lleno. Él alargaba el conflicto.
Mientras mantuviera mi concentración, podría acompañar al animal. Pero, no existía
garantía de que podía continuar así, de que no fuera a cometer un error.
Después de deliberar, llegué a una decisión. Iría por un riesgo calculado.
Él siempre asaltaba mi cabeza o cuello. Al fallar, se ocultaba instantáneamente. ¿Por qué
lo hacía? Esas limitaciones lo hacían predecible, y su capacidad de regenerarse debía
permitirle un buen número de estrategias posibles. Él no estaba dispuesto a tomar riesgo
alguno y estaba inseguro de cuál era la razón. Que se ocultara me decía que el daño causaba
alguna consecuencia, a pesar de su regeneración. Lo entendía, pero eso no justificaba que
solo atacara un punto tan fácil de predecir o que no intentara llegar a ese punto por medios
más complejos.
Fácilmente podría haber dañado mis piernas o mis brazos para después ir por el área
vital. Lo único que pude concluir es que mis extremidades no eran blancos aceptables... y
creía saber por qué.
Me decidí, me mantuve firme en el centro de la calle. Esperé.
Por un segundo, el silencio gobernó. Mi oponente reaccionó cauteloso a mi cambio.
Al segundo siguiente, él también había tomado su decisión.
Algo volaba a mi nuca, algo enorme, una roca del tamaño de mi torso. Era lo más que
grande que había tirado.
«Ese hijo de puta... ¿Leyó mi táctica?». Iba a quedarme quieto y dejar que me tirara
algunas piedras. Sentía que podría haberlas resistido. Entonces, cuando intentara hincarme
sus colmillos, contraatacaría.
«¿Él sabía que lo haría? ¿Cómo? Espera... ¿Por qué me decidí en un plan como este? Es
obvio que las rocas me lastimarían, si me dan en la cabeza podrían matarme... Espera…
¿Cómo? ¿Por qué reaccioné tan bien a esta situación hasta ahora? Me adapté a cada evento
con naturalidad… ¿Cómo logré hacer la mitad de las cosas que hice?».
«¿Qué son estas sensaciones? No entiendo nada».
Frustrado, le disparé al escombro volador. Un pequeño cometa negro voló, colisionó
contra la enorme piedra y, en un espectáculo casi precioso, la consumió por completo en su
potente calor. La hizo polvo.
—¡¿Qué?! —Mi pensamiento escapó por mi boca. Yo quería que pasara algo de ese
estilo, pero no lo esperaba. Fue otra sensación.
Me pregunto cómo se vio lo que siguió. Me gustaría saberlo, yo solo puedo recordar a un
lobo cayéndome encima. Debió verse genial, como un documental de cacería.
Tirado, sostenía la mandíbula del animal para que no destrozara mi garganta. Me dieron
ganas de gritar. Estaba desesperado.
Se retorcía en su ira. Yo bloqueaba sus poderosas garras con mis antebrazos y mis codos.
Sentía heridas superficiales materializarse en ellos.
«¿Qué se supone que haga? Va a matarme... no... ¡No voy a dejar que esta cosa me mate!
No ahora, no ahora. No…».
«No puedes escapar de la muerte. Cállate. No puedes escapar de la muerte. Cállate. No
puedes escapar de la muerte. Cállate. No puedes escapar de la muerte. ¡Cállate! No puedes
escapar... ¡CÁLLATE!».
Le estrujé el cogote con la mano derecha, las puntas de mis dedos traspasaron su débil
carne. Por poco lo sostenía de su tráquea. En la izquierda tenía mi pistola.
Apreté el gatillo, una y otra vez. Miré cómo las balas hechas de flamas negras salían sin
detenerse, abriendo en mi oponente infinidad de huecos.
Se regeneraba, era insuficiente. Debía romper cada órgano, cada músculo, cada hueso,
cada nervio, cada neurona; aplastarlo todo uno a uno. Para asegurarme de que no se
levantara de nuevo. No podía parar.
Tras haber disparado unas veinticinco veces más o menos, lo pateé. Lo alejé.
Cubierto de agujeros y sangre, herido en cada rincón de su ser, su interior podía verse a
través de su pelaje. Estaba tan destruido que hasta era abominable, y aun así, volvió a
ponerse de pie.
Yo temblaba de miedo. «¿Cómo? ¿Por qué?». Iba a perderme en la desesperación.
Estaba inmóvil, firme. Todavía había luz en su mirar, todavía vivía. Me relajé, pude
relajarme.
Intuía lo que sucedía. Él estaba al borde de la muerte. Sus heridas ya ni siquiera
intentaban cerrarse.
Ahí, noté algo extraño en su corazón. Un diminuto punto oscuro resplandeciente, uno
que iba perdiendo su luz.
—Madre…
«¿Es mi imaginación? Tuvo que ser mi imaginación... Si no, hubiera jurado que ese lobo
dijo algo, y que había satisfacción en su voz».
—Adiós, mis amigos. Madre...
Fue ahí, que esa pequeña luz se apagó, y con ella, la vida de esa criatura. Cerrando los
ojos, se desplomó.
Fue uno de los peores momentos de mi vida, sentí un grito, el salpicar de la sangre y
después ahí, los cuerpos de los dos niños empalados por garras.
«No… No, No, No, No, No, No, No, por favor No. No podía estar pasando».
El responsable iba a continuar. Abrió su hocico. Él iba a comérselos.
—Ese…
Quería disparar, fallé en hacerlo. Un ciclón de luces me lo obstruyó. Loto y el lobo
oscuro estaban acechando mi objetivo. Quedó atrapado entre dos depredadores superiores.
«¿Por qué ahora?». Loto había impedido que viniera, el animal se lo había impedido a
ella. Casi se igualaban en rapidez. Ella generaba un poco más de presión.
Ella siguió sus propios deseos. Lo mantuvo lejos de los niños, de Rivolte y de mí, para
evitar daños colaterales. A pesar de que era un riesgo enorme considerando la situación,
ella los dejó en mis manos. Me sentí inútil... Realmente me sentí así.
Sin necesidad de contactar con el plano inferior, Rivolte, brutal y sutil, combatía contra
el animal blanco en alturas distantes; ambos impulsados por flamas negras. Recorrían
pobremente en comparación a sus contrapartes, esa vasta y obvia deficiencia en gracia y
movilidad.
Era un reflejo de su batalla inicial, en versión aérea. Amagaban, se leían entre sí, los
impactos eran escasos e indirectos. La ira seguía ahí, pero ahora era una brutalidad
intelectual. El animal ya no tenía deseo de pelear, en su desesperación deseaba ir a su
diminuto hermano; Rivolte lo contenía con golpes y cadenas.
Me concentré, quería ver los movimientos de Loto. Quería entender qué pasaba.
Continuaban en su rotación, chocaban... Ambos querían llegar a la criatura, y ambos se
negaban. Me recordaban a aves de rapiña.
¿Cuál era el punto? ¿Qué intentaban lograr? Como mínimo, no quería que ellos ganaran.
Incluso si no estaba seguro si ya habíamos perdido. Pero, los lobos seguían acá. Querían
algo… Querían los cadáveres de esos niños.
Me puso de peor humor, ahora verdaderamente quería matarlo.
No me importaba demasiado... Solo quería matarlo. Me acostumbraba a sus sombras, a
sus espectros. ¿Podía dispararle a él sin darles? Quizás.
Me relajé. Callé el desastre y respiré profundamente.
Ángulo, velocidad, fuerza; imaginé el trayecto. Cómo crearlo. Cómo regularlo. Así,
lancé la extensión de mi ser. De nuevo, un cometa potente y ligero.
Llegó al perímetro. El lobo negro no dudo en intentar cancelarlo, en devorarlo. A
máxima velocidad, el cometa era inferior, por poco. Ya lo sabía, estaba preparado.
Mientras las mandíbulas se preparaban para cerrarse, separé el proyectil en dos, uno para
arriba y el otro para abajo. Sus menores tamaños les permitieron escurrirse entre sus
dientes.
Su superioridad le permitiría bloquear uno, el restante lo terminaría. Movió su cuello
para adaptase a las estrellas que escapaban, fue a la que iba para el cielo.
«Bien, ahora». La de abajo iba por su objetivo. Almohadillas, su almohadilla, mi segunda
estrella estaba en su almohadilla derecha. Había usado su hocico y sus patas para
detenerlas. Mi estrategia había fallado.
Al menos, la parte que me incluía.
Aún mantenía mi compostura, porque la segunda estrategia había resultado. Loto estaba
llegando al debilitado animal. Para monstruos como esos, robarles un segundo o dos podía
ser fatal y ya que su diferencia era mínima, la balanza posiblemente se hubiera mantenido.
La incliné a su favor.
Ahí lo noté, los niños, sus cadáveres estaban flotando. El pequeño lobo había tirado sus
restos alrededor de tres metros. Pero, para que ya estuvieran ahí, debió haberlos tirado un
segundo antes de que mi estrategia comenzara.
«¿Ese lobo, estos lobos, volvieron a leerme?». Una acción similar a la mía, los niños
volaron en direcciones opuestas, el niño fue directo a Loto y la niña voló hacia la gran
bestia. «¿Sabía que iban a perderlos si yo triunfaba, así que optaron por una opción que nos
diera uno a cada uno? ¿Qué tan profundamente pueden leerme estos animales?».
Las ventajas se igualaban, Loto atrapó al niño y el lobo oscuro a la niña.
Sus restos desaparecieron enteros, la tragó de un bocado. Después bajó a donde estaba el
debilitado animal al borde de la muerte. Le dio el mismo trato.
Rivolte y Loto pararon sus ofensivas, incluso para ellos continuar habría sido un
desperdicio. Al perder la tensión del combate, mi arma se esfumó.
Los seres volvieron a cubrirse en llamas. Se lanzaron a las nubes. Se retiraron.
«¿Qué sentido tuvo?».
En la ciudad donde Medio nació, existía una plaza: un cuadrado verde cuyos lados
individuales ocupaban una cuadra cada uno. Un área municipal para pasar la tarde, con
familia o amigos. A las mañanas, se podían ver a los corredores, quienes intentaban perder
peso o conservar su condición. A la tarde, a los niños y a sus padres en el patio de juegos,
en la calesita o en la caja de arena. Al atardecer, algunos se iban y otros merendaban. Y, al
anochecer, normalmente la mayoría se retiraba.
El mismo día en que él enfrentó su primera misión, la lluvia se había detenido. El cielo
conservaba sus nubes grises, el pasto se ahogaba en la humedad y el barro se hundía a cada
pisada de los perros.
En una plaza sin gente, en uno de los bancos mojados, una niña de pelo rubio disfrutaba
de la paz y de un cartón de jugo. Aislada, intacta, reinaba un planeta imperturbable para la
vida y los elementos.
Sin embargo, alguien invadía el territorio. El universo aparte era infectado por los
sonidos de sus pasos, mientras él avanzaba por la plaza. El de la gabardina café, con sus
mocasines y ese particular pantalón grisáceos.
Relajado, se acercaba al banco. Distraída, ella se percató de su presencia, pero no le dio
importancia.
Su mundo pacífico era inefectivo, él resistía la presión sin dificultad alguna.
Al llegar a su lado, tomó asiento, en silencio. La resistente tela de su gabardina contactó
con la humedad.
Con genuino interés, con ganas de escuchar y ser escuchado, sonó esa voz madura:
—Es raro ver una niñita como tú sola por acá. Más con este clima.
Esa expresión inocente que se doblaba con dulzura, que se retorcía en inocencia. Ella
contestó alegremente:
—No estoy sola, mis papás van a venir acá, en un rato. —Parecía la encarnación de la
suavidad y la ternura.
El hombre la miró a la cara... Experimentó aquella emoción.
Entonces, se rió. El hombre se rió... con un dejo de melancolía.
Y, le respondió, en esa mezcla de buen humor e incomodidad:
—Está bien, deja el acto, Kares —su voz se debilitó a un tono más inmaduro—. Es
molesto ver lo bien que se te da.
—Qué lástima. Quería jugar un rato —le sonrió maliciosa y también aburrida—. Hola,
Meridon.
—Hola, pequeña. —Le devolvió una sonrisa calmada.
Meridon se veía como un adulto alrededor de sus treintas. El tono rojizo de su piel nacía
de su mezcla caucásico-indígena. Sus facciones eran esbeltas y estaban afeitadas, sus ojos
eran castaños y su nariz no era ni muy grande ni muy chica. Su cabello negro y lacio le
llegaba hasta sus orejas redondas. Un hombre común y bien parecido.
Él continuó la charla casual:
—¿Por qué estás aquí? Tu presa escapó, ¿no? —La encaró al preguntar.
Ella lo evitó centrándose en el árbol de enfrente.
—No me molestes, incluso a mí me gusta descansar de vez en cuando. —Se quejó sin ira
genuina, con irritación hueca.
—Bueno, lo que te haga feliz —aceptó satisfecho.
La insignificante confrontación terminó, pero no sería la última. Aquel hombre tenía el
hábito de hablar cara a cara. Esa costumbre le era indiferente a la niña en temas ligeros y en
bromas, no lo era en temas que consideraba molestos.
—Es extraño que vengas a verme, ¿qué quieres? —lo interrogó, reconstruyendo sus
defensas.
—¿Debería querer algo? Quizás solo quería verte. —declaró, con una amable expresión.
—¿En serio?, ¿te divierte visitar asesinas, señor «pacifista»? —replicó ella, con una
sonrisita cínica.
Él volvió a reír. Esta vez, de genuina gracia.
—Puede que sí... Pero, hay otra razón —su tono alegre cambiaba—. ¿Es cierto que el
Portador de esta ciudad se volvió un Soldado? —la cuestionó en voz neutra, sin demasiado
interés.
Kares aplastó el jugo de inmediato.
—¿Cómo lo sabes? —La vibración de sus labios y cómo presionaba sus dientes,
verdadera irritación. El jugo azucarado no la manchó.
—He estado prestando atención al mundo. Asumí que mataste a tu objetivo, fuiste
incapaz de tomar su alma, vinieron los Soldados y te lo robaron. ¿Estoy en lo correcto? —
mencionó destilando pura confianza. Su pregunta era un simple acto de presunción
superficial, para molestarla.
—A veces olvido qué tan aterradora es tu sensibilidad a las almas, te aprovechas de tu
buena situación. —Nunca lo admitiría, pero si la irritaba, tenuemente. Pero, la actitud
peleonera del hombre era para darle comodidad a la niña. Ella lo entendía y la alegraba,
aunque si se lo preguntaran lo negaría.
Él se puso serio por primera vez:
—Ya pasaron unos años desde el último Soldado. Dudaba si harían otro.
«¿Qué estará pensando ese monstruo mugriento?», pensó ella.
—Y además Accalia está siendo imprudente —expresaba preocupación.
—Oh, ¿viste a la loca de los lobos? —consultó entusiasmada.
—Sí, la vi. Sus lobos ahora atacan a plena luz del día, incluso envía a sus Manos.
Asustan y hasta matan personas innecesarias para conseguir almas. Es un desastre. —
Cansado, se dejó caer en el respaldo.
—Qué extraño, algo cambió. Ella siempre fue discreta.
—Le falta no demasiado para completarse. Quiere acelerar el proceso.
—Qué sorpresa. Que sepas tanto de los demás. —El interés era débil en esa declaración.
—Te dije que estuve prestando atención, por una razón. —El hombre estaba siendo
drenado en su vitalidad.
—Y vienes a hablar de esa razón… No viniste por esas pequeñeces.
—Tienes razón, estoy aquí de mensajero —con un hueco donde antes hubo una sonrisa,
lo expresó—. El Trabajador nos ha llamado.
Kares, por primera vez, quedó anonadada, asustada.
—El Trabajador...
—Nos convocó.
Kares sonrío. No era fachada, al menos no por completo. Le sonó como un evento
emocionante.
—Suena bien.
—Supongo —respondió en una combinación de cansancio y depresión—. Se apareció
hace dos meses y me pidió que pasase un comunicado al resto. «Los estaré esperando a
todos en La Torre Gris, la noche del cuatro de agosto. Que asistan los verdaderos
interesados en una alianza».
—¡¿Alianza?!
—Yo tampoco lo entiendo. Ese tipo, llamar a una alianza, tan cerca, cuando todos
decidieron actuar solos. —La duda apenas escondía el desprecio que sentía.
—¿Cómo reaccionaron, ya sabes, a las noticias?
—Más o menos. Pensaron al respecto, algunos —había vuelto al interés balanceado—.
Saben que no tengo dobles intenciones, así que apreciaron la información.
—Sé de lo que hablas, por eso te dejo acercarte —al imaginar sus reacciones por las
noticias, sintió verdadera alegría—. Es tranquilizador, los únicos completos, tú y ese
gigante. Si hubiera sido cualquier otro, ya estaríamos todos muertos.
Él no hizo ningún comentario.
Ella continuó:
—Me sorprende que los hayas alcanzado a todos, pero ¿por qué aceptaste en primer
lugar? Lo detestas.
Una vez más, permaneció silente.
—Bueno, te dejaré guardarlo, por ahora... Aunque, me dijiste última para que te
acompañara, ¿verdad?
—Me conoces bien —le dijo feliz—. Honestamente, si fuera por mí faltaría, pero lo
organizó el Trabajador. Quiero saber qué está pasando.
—Me parece bien, te acompañaré, bajo una condición. —Le mostró una sonrisa cruel.
—¿Cuál sería?
Pensó un momento.
—Tendrás que conseguirme algunos chocolates.
—¿Ah? Eso es anormalmente fácil. Una vez me hiciste llevar a una jirafa de África a
Italia, y después me hiciste devolverla.
—Chocolates de Suecia, Puerto Rico y Finlandia —le aclaró.
Meridon, por fin, soltó ese suspiro que era la suma de toda la fatiga acumulada.
—Los chocolates conocidos son de Suiza y estoy seguro de que después empezaste a
decir países aleatorios. Puerto Rico ni es un país, es un territorio de Estados Unidos.
—¿Te gustaría traer un elefante a Rio de Janeiro? Anda a conseguirme mis chocolates.
—Estoy cansado de volar —se lamentó.
Entonces, él se resignó a su destino.
—Deberías dejar de actuar como una niña mimada. Que te veas como una no es una
justificación. —Le faltaba convicción.
—Y, ¿cuánto nos queda? No estoy muy atenta a las fechas.
—Ya estamos en el segundo mes así que —hizo algunos de cálculos —... ocho días.
—Tenemos tiempo. ¿Nos vamos? —Se levantó.
—¿Nos?
—Quiero ir por mis chocolates. Podemos ir de país en país, el objetivo final será La
Torre.
—Realmente no planeas nada de forma realista, ¿no?
—¿Por qué lo haría?
La odió en silencio por un segundo.
—No queda otra. Me parece bien. Vamos.
Kares se sentó en sus hombros.
—¿Qué haces? —le preguntó él, aunque ya sabía la respuesta.
—Me pediste el favor, llévame. —Se acomodó.
Un último suspiro:
—Nunca nada es fácil, con ninguno de ustedes.
Aunque, era feliz por los escasos momentos de humanidad plena de esa chica. Y se
lamentaba por lo que nunca podría ser.
De nuevo, con un poco de melancolía, se elevó. Se perdieron en el cielo.
Un igual
3 de agosto
Caminé por el cuarto. Di vueltas. Me acosté. Miré el reloj, luego la pared, el techo. Di
vueltas, caminé, pensé, descansé. Anoté cosas, tenía un cuaderno. Razoné, confundido e
insatisfecho.
Pensé y lo ignoré. Me moví y descansé. Dudé.
Mi periodo de contemplación acababa, siete días consecutivos de paz donde no tuve que
presenciar otra muerte. Todavía esas imágenes me perseguían, las pesadillas me comían
vivo, tanto que desde el tercer día dejé de dormir, sin ningún efecto negativo.
Ni sueño, ni hambre, ninguna necesidad. Nada.
Nada, ese cuarto y yo.
Nada, esos recuerdos.
Nada más…
Loto y Rivolte intentaron hablar conmigo un par de veces. Les dije que necesitaba tiempo a
solas.
Esa estancia solitaria acabaría pronto. Me disgustaba la idea, pero era mi obligación.
Volvería al conflicto.
Miré el reloj. Vendrían a buscarme en una hora. Ellos me informaron.
Una hora dando vueltas sin parar.
Me acostaba, me sentaba, pensaba. Una hora.
Escuché su voz.
—Medio, ¿estás listo?
Salí. Me esperaban.
Volvimos a la puerta de madera.
Recordaba el camino de ida bastante bien. Ni le presté atención la primera vez.
Cruzamos.
Un helado paisaje, pinos cubiertos de nieve formando un extenso bosque.
El cielo nublado, me preguntaba si iba a nevar. Todavía era de día.
Nos rodeaban árboles colosales, de hasta treinta metros.
.—Comencemos —Rivolte, alerta, serio y calmado—. Estaremos seguros por un tiempo.
—¿De qué hablás? —pregunté medio débil.
—¿No usaste la biblioteca?
—¿Qué biblioteca? No dejé el cuarto.
Hubo sorpresa en su reacción, pero después asumió correctamente que no me hallaba en
la mejor situación mental.
—Tranquilo, no importa. Los Cosechadores no vendrán, al menos no enseguida. Ellos
sienten las almas, tienen una sensibilidad especial, hasta podría llamarse un instinto. Y, ese
instinto tiene un radio de acción. Aléjate lo suficiente y te perderán de vista. Bueno, al
menos los incompletos.
»Por eso, los Cosechadores están en constante movimiento por el mundo, buscando. Un
bosque aislado y sus profundidades, puede ser un lugar bastante seguro. —Sus palabras
finales no eran muy tranquilizadoras.
«¿Incompletos?». Estaba distraído y no quería preguntar.
—No se confíen demasiado —agregó Loto—. Algunos tienen mayores radios que otros,
pero los actuales son poderosos, cada uno de ellos. La posibilidad de que uno se acerque
siempre existe y, además, podría haber lobos por aquí. Se disimulan entre el resto de la
fauna. Tenemos un solo objetivo, hay que ir con prisa y cuidado.
Rivolte asintió. Me enfoqué en la alfombra de nieve. No quería mirarlos.
—Está cerca, aunque Aquel no pudo encontrar el lugar exacto. —La inquietud de la
muchacha también era palpable.
—¿Quién crees…?
—No lo sé. No quiero saberlo.
Se callaron. En ese momento, debería haber estado más atento.
Rivolte se quejó:
—Cada segundo desperdiciado en una chance para que nos maten. Primero que nada,
separémonos.
—Sí, será mejor —ella se acercó. Estaba en frente, muy cerca—. Escucha, estamos en
una situación especial. Si llegas a encontrar al objetivo, no lo enfrentes. Mantente a una
distancia segura y dispara al cielo una bengala. Nos reuniremos.
Todavía dudaba, pero tuve que acceder a esa expresión preocupada. Dolía un poco.
Asentí con la cabeza para no ser infantil.
Los tres nos miramos. Inseguros, tomamos diferentes caminos.
Pasaron cinco minutos y no encontré nada. Realmente iba lento, bueno, ellos también. Se
movían discretos.
Si mis experimentados compañeros tenían tanta cautela, entonces ¿en qué situación
estaba yo? ¿En la de tirarme a llorar en la nieve?
Ni una lágrima se me había escapado en el cuarto. Llorar no hubiera resuelto nada.
Caminé por el frío e inclinado bosque, sintiendo mis pies congelarse. Esperaba que
ubicaran y mataran al objetivo, esto reducía las chances a un tercio.
Ese día de invierno donde todo comenzó, aún sobrevivía en mi memoria. Nostalgia…
¿Nostalgia por qué? ¿Por esa niña? ¿Por ese día? ¿Por qué?
“Vivir”. “Escapar”. ¿Dónde habían quedado esos estúpidos sueños? ¿Dónde había
quedado el idiota que me metió acá?
La olía, una esencia familiar, ese aroma... era chocolate.
Sin pensarlo, me moví hacia su origen.
El trote ligero duró un minuto. No hice ni un sonido, mi eficacia continuaba
asustándome. Después, me oculté tras los árboles y me moví cauteloso.
Llegué a una cabaña de madera.
A su puerta, un viejo de pelo canoso bebía algo de una taza. Llevaba una campera gris
impermeable y pantalones del mismo tipo, guantes de invierno de un tono más oscuro y
zapatillas blancas de nieve; prendas opacas y lisas. Una esencia preciosa, casi sedante, me
llamaba desde la taza que también servía como tapa del termo. Al beber, la amplia barba de
su rostro taciturno se manchaba mientras su mirada se encendía, ya fuera por el calor o el
sabor de aquella bebida. Parecía que la vida le fuera devuelta con cada sorbo y su atención
se perdía en la nada, como si estuviera en un mundo aparte, uno que amaba contemplar.
Decir que su condición resultaba excepcional hubiera sido poco, apenas tenía arrugas en la
piel y su contextura muscular; firme aún bajo su atuendo, sugería a alguien más joven. Sin
embargo, una cualidad me convencía de su edad: su expresión, el aura de paz que irradiaba,
indicaba la tranquilidad de la vejez, la sabiduría de quien ha aceptado la naturaleza de la
existencia, lo hermoso e ineludible de la vida.
No quería hacerlo, no quería atacarlo. Me parecía incorrecto, ni siquiera sabía si era «él».
Ellos dijeron que había uno, pero no que había una única persona.
«Cumple tu trabajo. Cumple tu trabajo. Cumple tu trabajo».
«Cállate. No voy a matar a nadie».
«No quiero ser descartado. No quiero ser descartado. No quiero ser descartado».
Temblaba sin parar.
«No quiero…».
Me acerqué y lo confronté. Todavía estábamos separados por varios metros. Él notó mi
presencia.
Un resplandor oscuro, invoqué una flama que cambió a mi pistola.
—Lo siento.
Le apunté y cerré los ojos. Mis dedos bailaban.
Me quedé ahí parado, quieto.
—Soldado —expresó la voz grave y ronca.
Me sorprendí, estaba a centímetros de distancia. Su pierna se clavó en mi estómago recta,
hundiéndose con fuerza inhumana.
El árbol contra el que impacté sonó como una nuez rompiéndose al perder parte de su
corteza y la potente sacudida me cubrió con la nieve de las ramas.
—Han venido al fin.
El manto blanco a sus pies se elevó, deformándose en un largo hilo de agua, ondulado
como una serpiente. Se enroscó, flotante, en su mano estirada, pasando el dedo índice y el
anular hasta llegar al extremo del medio.
—Descansa.
Agitándola a modo de espada, la serpiente se despegó de su creador. Me agaché.
Jadeando, miré el tronco detrás mío caerse en diagonal. Fue rebanado justo en donde
antes estuvo mi cuello.
El estruendo de su caída resonó.
Nunca he estado tan agradecido por mis reflejos. Sin embargo… «¿Qué fue...? ¿Qué está
pasando?».
—¿Cómo hiciste eso?
—¿Cómo? —me miró de nuevo, con lástima evidente—. Ya veo, ni siquiera te han
explicado lo básico, niño. Qué nostalgia. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que
enfrenté a uno de los tuyos sin registro.
—¿Sin registro? ¿Quién sos?
—Un viejo. Un viejo que quiere paz.
Una infinidad de materia helada se abalanzó por los aires, desde cada árbol y la tierra. En
gravedad cero, rotó, potente, a un compás acelerado.
Marcados, definidos, perfectos, los movimientos poseían gracia comparable a un grupo
de bailarines profesionales, a los movimientos sincronizados de una orquesta. El director
daba las órdenes y la nieve obedecía.
Como siguiente parte de la función, el hielo se deshacía. Las partículas liquidas
remplazaban a las sólidas.
En menos de cinco segundos, un cinturón de asteroides había sido creado alrededor del
planeta que era el hombre, hecho de millones de fragmentos trasparentes y flexibles.
¿Qué hacía quedándome impresionado? Corrí hacia los árboles.
Diez diminutos chorros se separaron de la acumulación y se retorcieron en mi búsqueda.
Maniobraba entre los troncos. Se curvaban, me perseguían. Era imposible crear distancia.
Me cerraban el camino.
Como ni parar, ni darle la espalda eran una opción, tuve que correr a toda velocidad
alrededor de aquella persona, bajo su control.
Algunos de los proyectiles resultaban absorbidos por la madera, pero eran reemplazados
inmediatamente. Apenas podía maniobrar en aquel desastre, los arboles perdían masa,
astillas por doquier.
Una ametralladora cuyas balas perseguían, entendía su lógica. Las balas me rozaban y
hasta algunas me habían impactado, pero no creaban daño. Eran duras, me daban
empujones. Me robaban balance, rapidez. Quería acorralarme.
Las sensaciones me enloquecían, ni en mi contienda con los lobos me había sentido así.
Si me detenía, la lluvia caería sin piedad. Si impactaba en un único punto, me taladraría.
Me mataría.
Su asalto continuaba. Lo distinguía, a aquel hombre, inmóvil dentro del cinturón. Lo veía
dirigir los proyectiles con la vista y los dedos. ¡Qué locura! Aceleraba a fondo, al límite de
un Soldado sin que se me presentara la oportunidad de escapar.
Él incluso aumentaba su precisión, su ofensiva ahora deterioraba mi traje. Esperar iba a
ser inútil, tendría que defenderme.
Apurado y desconcentrado, le disparé una pequeña flama; su cinturón la absorbió
fácilmente.
No fue suficiente, ese muro de agua era firme. Más grande, más poderoso, más rápido,
necesitaba un tiro que pudiera romperlo, necesitaba un cometa.
Me concentré, como pude, soportando los impactos. El resplandor del arma de fuego lo
alertó. Las serpientes mordieron mi pierna izquierda. Iba a caer.
Con la vida y la muerte en mis pensamientos, al desplomarme, apunté y disparé. Una
estrella viva, una luz oscura, un cometa capaz de consumir a un humano entero fue
disparado. El retroceso me lanzó en dirección opuesta.
Lo siguiente fue una terrible explosión, eso es lo que recuerdo.
Una canción, un columpio, una chica, una carrera, una camisa, un camión, una carretera,
una canción. Una hermosa canción. Ajena, preciosa. Una propia, desbaratada. Vacía, sin
valor y sin sentido, desde el principio hasta la conclusión. Lo que deseaba, lo que podía
construir por mí mismo, sin más valor que el que yo pudiera darle.
—Medio, ¡Medio, por favor, despierta!
La melodía fue interrumpida por los gritos de alguien. La vi:
—Loto... —susurré.
—Estás vivo. —Sonrió aliviada.
Aún apoyado contra el mismo árbol de corteza desgastada por la lluvia, una calidez
inundaba mis sentidos. Ella unía una flama a mi abdomen.
—¿Qué pasó? —Me asustó la fragilidad de mi voz.
—Perdiste demasiada energía. Tienes suerte, unos segundos más y hubieras muerto.
«Cierto...».
—El viejo, ¿dónde está?
A la distancia, ruidos.
—Rivolte lo combate.
Pesado, inmóvil, los resultados del duelo claramente no me favorecían. Barro por todos
lados, humedad, mareo; parecía un borracho después de una noche de parranda.
Me faltaba una mano… ¡Me faltaba una mano! Dolía menos de lo esperado.
—Si no hubiera sido por la explosión...
—¿Explosión?
—¿No te acuerdas? Volaste una fracción del bosque.
—Sí... cierto... —Volvía en mí.
—Lo lamento, heridas tan graves no se arreglarán por su cuenta. Espéranos, voy a
ayudarlo. Pasaron diez minutos, quiero ver cómo sigue la situación.
«Espéranos», el mismo tono, el tono del consejo. No lo noté entonces, no le presté
atención, pero había algo más que preocupación en esa voz. Algo que la desequilibraba
profundamente y había empeorado. ¿Por qué? ¿Por mi condición? Fui un idiota que ignoró
sus palabras. No fue su culpa, ni su responsabilidad.
Mientras pensaba en estas cuestiones y ella se incorporaba, la fuente de nuestros horrores
salió del bosque. Solo.
La cara de Loto se transfiguró.
Manchado con su propia sangre y con la vestimenta desgarrada, la imagen inicial de
calma y autocontrol del viejo ahora se había tornado a una impaciente y cansada. Mostraba
múltiples heridas superficiales, posiblemente daño causado por la cadena; un solo contacto
de Rivolte le hubiera aplastado huesos y órganos.
Sin embargo, una de aquellas marcas no venía del joven de los guantes negros, en el
centro de la campera, ostentaba la rasgadura de un arma cortante, de un hacha. Loto había
llegado antes. Ella me fue la que me salvó y después mientras me curaba, su compañero se
encargó del resto. Así hasta ahora.
Una venda gris funcionaba de cabestrillo para su extremidad inmóvil, hecha con la
misma manga impermeable que antes la cubría. La remera blanca antes oculta, había sido
manchada con hojas, barro y rojo, al igual que el resto de su atuendo mojado.
Loto le habló:
—Marcel, ¿qué pasó con Rivolte?
—Despreocúpate, no moriría tan fácilmente. Los monstruos no lo hacen —declaró con
esa mirada penetrante de frialdad, de repugnancia.
Vi como los labios de Loto se sacudían por la culpa.
—Es el final… —se lamentó al mostrar una sonrisa, para ocultar su frustración y tristeza.
—No tiene que serlo... no sabíamos, podemos...
—Niña, si te mandaron, está decidido. Lo prefiero así —su resolución, genuina. Aunque,
sus siguientes palabras las pronunció con una rabia incontenible—. Es mejor que si hubiera
enviado a Inferna.
Loto, callada, afligida.
—Sobreviviste más de lo esperado, niña… Loto. ¿Cuántas vidas robaste desde la última
vez que nos vimos?
—Yo...
—Entonces... Para celebrar nuestro recuentro, ¿qué tal si me respondes aquella pregunta
que te hice cuando nos conocimos?
Ella continuó silente.
—¿Crees poder expiar tus acciones, expiar tus pecados?
Loto no quería mirarlo, pero, se forzó a hacerlo, a pesar del temblor.
—Me haré responsable de mis actos. De una forma u otra —debilitada, respondió como
pudo.
Él la observó, con mucha indiferencia y con un poco de lástima.
—Tu voluntad es sincera, al menos.
Fue extraño. Él pareció perderse en el vacío, sonriendo.
—¿Sabes? Siempre disfruté el teatro, desde mi infancia. Hasta escapé de casa varias
veces para ver las grandes producciones que se hicieron a lo largo de los años. En tiempos
caóticos, me daban paz y fueron una de las pocas cosas que les pude dar a mi familia y a
mis amigos para iluminar sus días... en el encierro —la severidad en su entonación, la
tristeza, la felicidad, la luz y la oscuridad—. Una obra que todavía me suena reciente, que
me robó el corazón; el musical de Sweeney Todd, el barbero diabólico de la calle Fleet.
Puede ser extraño, de todas las historias que vi y sentí, esa quedó conmigo. Una historia
que refleja la peor oscuridad de la humanidad, una historia bañada en odio, en el odio de
perder lo precioso. Un odio razonable, que consume el alma, y te vuelve loco. El relato de
cómo la venganza enceguece a aquel que la persigue. Una tragedia y... una comedía, de
humor negro —aquella sonrisa forzada dolía, como si reflejara lo irónico del camino de su
vida—. Yo... aprendí una lección de esa obra y de la vida; la venganza... nunca te devolverá
lo que perdiste, sin importar qué tanto lo amaras... cuánto los amaras. Por eso, si los mato,
no es por venganza, sino por supervivencia, mía y de otros.
Se detuvo un segundo, reflexionó:
—Mi obra llega a su conclusión, veamos cuántos actores caerán hoy, junto con el telón.
La pequeña hacha negra, el símbolo de lo que seguiría se iluminó tras un fogonazo. El
manto blanco, cubrió la atmósfera, se descongeló y se comprimió; una serpiente gigante, un
delgado espiral de agua lo rodeó.
Alistaron sus herramientas. Sin dudar, ella apareció a su espalda, a una velocidad
alucinante. Él meció su mano izquierda, sacudiendo la extensión de agua, negando el metal.
La muchacha retrocedió, escapando de la persecución de la serpiente danzarina que se
torcía al infinito. Mi compañera iba más allá de su compás, la superaba.
Como una sombra, desaparecía y reaparecía, asaltaba, aprovechaba los huecos en la
defensa de su oponente. Firme, él reaccionaba, mecía ambas manos y su construcción lo
protegía. Loto se apegaba a la pequeña hacha, a su estilo preciso, eficaz.
Un fantasma del bosque, acechaba desde los troncos. Un hombre pasional centrado en su
propósito, su violencia rebanaba los troncos.
Loto duplicó su potencia y lo asaltó desde un alto pino, en un ángulo superior.
El hachazo nunca lo tocó, gracias a la defensa liquida que se arqueó para separarla desde
la cintura. Se frenó a sí misma con flamas de sus pies y con las mismas retrocedió a la
tierra, donde desapareció.
Si hubiera seguido, la misma escena de Kares habría pasado.
Se lanzó de nuevo, asaltando con mayor potencia desde el piso, por el flanco derecho
posterior, un punto ciego perfecto. La misma lógica de un jet que alcanza la velocidad del
sonido, con una explosión de llamas como propulsor.
La atención del hombre estaba deteriorada y, además, la lesión de su brazo derecho
alentaba las incursiones por ese lado. La distancia y el momento cooperaban, ni siquiera el
agua podría ser tan veloz para protegerlo.
Rasguñó su sien, sangre en el hacha temblorosa. El viejo en la tierra helada, boca arriba.
En su sorpresa, hizo que la serpiente lo derribara. Experiencias pasadas lo salvaron. El
impacto mandó a la chica al extremo contrario. Ambos tuvieron una pausa de dos segundos.
Pronto comenzó de nuevo. La versatilidad del líquido manipulado contenía a la joven.
Ella comenzó a alternarse entre acechar y lanzarse. Las dos tácticas rompían el flujo,
evitaban un patrón aparente. Aun así, ninguno era capaz de lastimarse.
Izquierda y derecha, arriba y abajo, una sucesión creciente de asaltos que aprovechaban
cada dimensión posible; líneas en permanente cambio hechas de agua, un contrapunto sin
final.
Él se defendía a último momento o en casos extremos se arrojaba fuera de la trayectoria.
Esa táctica se repitió a través de múltiples intentos. El conflicto duró un minuto; si se
hubieran movido a velocidades humanas, habría durado una hora.
Bajo el peso de la constancia, la batalla concluía, el viejo cedía.
Apenas respiraba, su agotamiento ya no podía negarse. Tres combates seguidos con seres
que lo superaban en cualquier aspecto físico tradicional, era un resultado obvio. Que
hubiera logrado tanto era lo verdaderamente increíble.
Sin embargo, su falta de variedad me sorprendía. Marcel me había demostrado antes un
abanico de habilidades que en el momento no estaba desplegando. Las artes marciales
habrían sido ineficientes contra Loto, sabía eso, pero levitar, la lluvia y el cinturón de
asteroides podrían haberle dado alguna ventaja. ¿Por qué se limitaba?
Limites… Hasta que se me ocurrió, él nunca cambió su posición al dispararme, ni al
pelear contra Loto, ni tampoco había levitado y disparado a la vez, lo mismo con la
serpiente. Siempre hubo un intervalo en sus acciones. «¿Está obligado a elegir?».
Lo recuerdo bien, porque fue aterrador. Una idea acertada, una reservada por si la
situación iba en su contra. Atacar al punto débil y lo hizo. La serpiente voló a mí.
Le otorgó una chance a Loto, lo acabaría sí, pero arrastrándome con él. Dos muertes o
ninguna.
Un árbol a la distancia fue atravesado por la feroz serpiente. Me encontré en los brazos
de Loto, nuevamente rescatado.
Entonces el viejo abandonó su posición estática y la gran acumulación líquida se disolvió
en cuatro chorros menores, cuatro serpientes que mientras aterrizábamos en una rama, nos
persiguieron.
Nuestro adversario ya en movimiento comenzó a perseguirnos desde el nivel bajo. Loto
maniobró rebotando entre los pinos. Los chorros traspasaban la madera sin problemas, una
combinación letal de velocidad, poder y flexibilidad, un punto medio entre la gran serpiente
y los proyectiles que me tocó enfrentar un rato antes. Se separaban para obstruirnos el paso,
dábamos vueltas en círculos. El, desde la tierra, monitoreaba.
¡Qué ofensiva tan efectiva para esta situación! Una técnica arriesgada, casi sin cualidad
defensiva alguna; la sacrificaba para ganar movilidad y aumentar el control sobre su presa.
Nunca había estado tan expuesto, como un cazador con un rifle a la distancia, pero solo
sucedía porque no había ninguna chance de que lo atacáramos. ¿Era infalible?
Ella lo esquivaba bien, aunque desgraciadamente veía incrementada su dificultad por mí.
—Medio, lo siento.
Y sin advertencia me revoleó, lejos, bastante lejos.
Fui arrojado alrededor de media cuadra, sin control sobre mi caída. Choqué contra ramas
duras y hojas puntiagudas. Bajé golpeándome y golpeándome hasta desfallecer en la nieve.
Me dolió, sin embargo, tendría que haber sido más doloroso, me parecía.
Quedé inmóvil en el frío, de perfil, mirando un tronco algo deformado. ¿Por cuánto?
¿Unos diez o quince segundos?
—Te ves bien, Medio.
Distinguí esa voz:
—Rivolte, ¿dónde…?
Me levantó, recostándome en su hombro izquierdo. Literalmente chorreaba líquido.
—Estás empapado. —Ni siquiera yo estaba así tras el conflicto invernal.
Estoy seguro de que quería golpearme:
—Estuve nadando.
Le faltaba la pierna derecha y su traje había recibido innumerables tajaduras en su
totalidad. Incluso él…
Enganchó la cadena en una rama sólida y nos balanceó hacia adelante. Entendía cómo
llegó hasta donde yo estaba.
Precavidos, avanzamos, columpiándonos por el bosque. Una herramienta útil, la cadena
nos impulsaba, como un gancho. Nos acercamos a la batalla.
Distinguí al viejo gracias a la excepcional visión recientemente adquirida. Marcel,
parecía en trance, su mirada en las copas de los pinos.
Nos mantuvimos ocultos tras los árboles. No nos notó.
Rivolte lo imitó.
—Está por terminar —aludió conflictuado.
Hice lo mismo, lo presencié.
Un laberinto de líneas negras creado por el espectro, sombras que dejaba. El espectáculo
hacía imposible distinguir dónde estaba o dónde estaría. Se perdía en la dimensión de su
creación. La gran serpiente había vuelto y derribaba sus plataformas de madera; si era
incapaz de atrapar a Loto en su noche, la limitaría.
Escuché un sonido, un impacto, miré al viejo, tirado. Loto, sobre él, un hacha en su
corazón. Marcel, logró saber de dónde vendría; pero fue incapaz de evitarla.
Un hombre al borde la muerte, una voz que se apagaba. Ella se levantó, su propio
arrepentimiento más fuerte que nunca. Aquella arma todavía clavada se deshizo, regresando
al interior de su dueña. Una herida carmesí se expandía junto a la angustia de la ejecutora.
Nos vio:
—Rivolte... —Le faltaban las palabras.
A él tampoco le quedaban demasiadas:
—¿Estás bien?
—No, no lo estoy.
Se miraron el uno al otro.
—Entiendo... Lo siento. —Fue entonces que vi otra muestra de genuino sufrimiento
suyo. No sabía qué decirles.
—No es tu culpa. —Loto intentó reconfortarlo, con una frágil sonrisa, a pesar de su
propio malestar.
Al menos, los sentimientos del muchacho la afectaron de manera positiva, creí.
—¿Cómo estás? —me preguntó a mí, todavía se escuchaba desgastada.
—Viviré, espero.
Me respondió la misma mueca:
—Tranquilo, Eri te arreglará cuando volvamos...
—Mis habilidades se han deteriorado, se ve. —Escuchamos esa voz grave.
Loto volteó desconcertada. El adversario, firme, pero diferente, de ojos negros, como los
nuestros.
—Los ojos del alma… —Preocupación, terror y culpa, la devoraban.
—Marcel... —susurró Rivolte, entristecido, pero en guardia.
—Por fin saliste de la jaula, esperaba que durmieras, no, me alegro, llegaste a ver la
conclusión, es mejor —ausente, se perdía en la demencia—. Loto, Rivolte y tú, niño...
Déjame presentarme, mi nombre es Marcel Elis… y una vez conocí un mundo mejor. No
obstante, tuve la desgracia de presenciar la muerte del mañana. Ustedes… Las sanguijuelas,
nos robaron la sangre de nuestras venas y vaciaron ese futuro. ¡Las bestias y ustedes, las
sanguijuelas! Una vez me paré erguido y orgulloso. Me nombraron gobernante del Campo
Gris. Esos días... fueron los momentos más felices de mi vida —distante y perdido, quería a
sus amigos, a su familia, pero nosotros éramos los únicos que estábamos ahí. Me miró, solo
a mí—. Te lo diré, niño, como alguien que ha vivido mucho más de lo que tú llegarás a
vivir. Te lo diré y quiero que nunca lo olvides.
Nunca pude.
—No hay salida, no hay forma de escapar y nunca la hubo. Acéptalo y decídete.
Esas palabras me sacudieron y todo se sacudió acorde a ellas. Flamas negras, lo
engulleron.
Un repentino viento, comenzó a tironearnos. La nieve y las hojas; cada elemento fue
convocado al eje del ciclón naciente.
Mi acompañante, desequilibrado, estiró su cadena a lo lejos, asegurándola a un árbol
particularmente grueso. Me sostuvo, mientras Loto, alzada por la tormenta, se agarró de su
pierna restante.
La cadena se redujo, eslabón tras eslabón, se esfumaba tragada por la palma de su
usuario. Y, de tal manera, nos acercamos al tronco que nos daba soporte. Pero, la succión
era tal que casi igualaba nuestro empuje.
Incontrolable, nos sacudía. La distorsión, la luz, las sombras y lo material, apenas podía
mantener mis ojos abiertos. Aún lo veía, a él, dentro de la tormenta, soltando su aullido
final contra la vida y la muerte.
Advertí un progreso exponencial en la velocidad del viento, los pinos cercanos vibraban,
también nuestro soporte. No duraríamos mucho.
—¡Rivolte, átame a una cadena y hazla crecer! —Los sonidos de Loto eran ocultados
por las turbulencias.
—¡¿Qué intentas?! —le respondió asustado. En estos momentos agradecí la sensibilidad
de nuestros oídos.
—¡Si me acercas con un enlace firme, puedo pararlo!
—¡Te va a aplastar!
—¡Y también lo hará si no lo detenemos!
—¡Pero...!
—¡Es todo o nada!
Rivolte no quería, pero tuvo que aceptarlo:
—¡Salí rápido! ¡Salí de ahí!
—Bien. —Nos dio una suave voz, un susurro para nosotros... y una pequeña sonrisa.
Tras un instante dubitativo, él le devolvió el gesto.
La segunda cadena la ató de las caderas y ella fue, sin dudar.
Se perdió en el huracán.
Aquel mundo alocado, donde oponerse se hacía imposible, nos derrotaba. Cómo derrotó
a tantos otros. Árboles enormes se derrumbaban y se partían, cada rincón de lo que antes
fue un bosque se perdía. Los eslabones, de ambas cadenas, temblaban, ninguna señal de que
fueran a detenerse. Y, la sombra de una joven, apenas perceptible.
—¡Loto!
Escuchábamos nuestras voces apagadas gritando el nombre.
Hasta que sucedió. El viento comenzó a perder fuerza y balance.
Mientras la profunda preocupación de Rivolte se transformaba en un intento de sacarla
del centro de la tormenta y nuestra desesperación se transformaba en esperanza, la
explosión tuvo lugar.
Destrozado, nada quedaba en pie en un radio considerable. Pensé que iba a morir. La nieve,
tanta nieve y puras, puras ramas, todo voló, incluyéndome. Después, creo que quedé
inconsciente.
Seguíamos en esa área, me sorprendía no haber sido expulsado al lado opuesto del
bosque. Un gran hueco en la nieve, debían ser los restos del hombre. Identificarlo era
imposible.
Rivolte, con Loto en brazos. Yo, a unos metros. Su vestido había sido desgarrado, una
pierna le faltaba y también parecía faltarle un brazo. Pude percibir heridas profundas,
aunque intenté no mirarla desnuda.
Él redirigía una flama a distintas partes, desesperado, al borde de las lágrimas.
Momento íntimo y trágico, que no sé porque, me entristeció y al mismo tiempo me dio
calidez.
Pero, fue genuina alegría lo que sentí al ver su inmenso y profundo alivio cuando
despertó. Él sollozaba en busca de consuelo al abrazarla y ser abrazado.
Algo incómodo, los dejé estar. Lo necesitaban.
Tras ese breve lapso de intimidad, Rivolte la cubrió con su saco, que a pesar de sus daños
era mejor que nada, y la levantó como lo había hecho conmigo.
Vinieron en mi dirección.
—Oigan, ¿están bien? —les pregunté, no sé me ocurría mucho para decir.
Con lentitud, se acercaron.
—¿No crees que nosotros deberíamos preguntar? —Ella parecía de buen humor.
—La verdad, no. Una mano es menos grave que piernas y brazos —respondí arrogante y
así regresé la atención a mi propia ausencia. Había perdido una mano.
—Exageras, un brazo y una pierna es poco. —La calma con que pronunció esa frase me
sacó de quicio.
—¿Poco? ¡Perdiste uno de tus brazos y una de tus piernas!
—Es parte de nuestra vida como Soldados —interrumpió Rivolte, relajado—. Te
acostumbrarás.
«¿Me acostumbraré a perder brazos y piernas?».
De nuevo, terminé apoyado en su hombro, en el restante. Continuaron su charla:
—Rivolte, ¿dónde estuviste todo ese tiempo? ¿Qué pasó? —lo indagó Loto, con
curiosidad.
—Digamos que había hecho preparaciones —él explicó, cansado.
—Entiendo.
—Era el Sectario ejemplar, sin lugar a dudas. —En su tono, detecté una sutil depresión.
«¿Sectario?». Quería preguntarlo. Me contuve.
Me reconfortaba su charla liviana.
—Gracias —les hablé con honestidad.
—¿Ah? ¿Por qué? —me preguntó él y ella me miró.
—Por salvarme. Estaría muerto sin ustedes.
—Claro que te salvamos —Rivolte reconoció, feliz—. No nos agradezcas, estamos
juntos en esto. Algún día tendrás que devolvernos el favor.
—Sí…
Fue un pensamiento aterrador.
Sus expresiones cambiaron, por el cráter, por el oscuro resplandor en el universo blanco.
Aquel cadáver, aquel ser humano de partes aplastadas y desfiguradas, él poseía la razón de
nuestra presencia.
Rivolte dijo lo que necesitaba decirse:
—Hay que tomarla.
Quedamos en silencio.
—¿Quién lo hará? —pregunté.
—Lo haré yo —admitió Rivolte desanimado—. Ustedes dos no están en condiciones.
—No —le replicó Loto—. Yo lo maté, es mi responsabilidad.
—¿Segura?
—Quiero hacerlo. Era él.
Rivolte, comprensivo, aceptó su voluntad. La acercó hasta el cadáver y la depositó en el
manto aplastado.
Con la fuerza que le quedaba, contactó el alma. Los temblores, el grito ahogado que no
puede contenerse, se transformaron luego en un sonoro lamento y un torrente de lágrimas.
La desesperación de una vida arrebatada.
Hasta el día de hoy me pregunto, ¿qué vio?
La dejamos, para que lo asimilara. Nos quedamos al margen.
—Medio…
—¿Sí?
—Tenemos mucho que explicarte. Tuviste tu semana, desde ahora será diferente. ¿Estás
preparado?
La imagen de mi amiga y la del hombre en pedazos, nunca podría darles la espalda.
—Sí, lo estoy. Quiero entenderlo.
Una puerta de madera apareció en medio de la zona.
Loto había terminado.
Todavía cargándome, Rivolte la ayudó a levantarse.
Se alejaban ellos, se alejaba...
—Medio... ¡Medio!
Sus voces se perdían...
—¡Medio!
La reunión
La noche y la música eran sinónimos del festival veraniego en Alemania; dentro del
corazón metropolitano, restaurantes repletos de locales y turistas, multitudes atrapadas en el
caos festivo. Los bazares ofrecían presentes, los puestos comida, los artistas
entretenimiento. Un ambiente jovial, para la mayoría.
Las familias vacacionando, como siempre, no podían ser ignoradas, más que nada, por
sus niños alegres y ruidosos. Con cada acto musical, la ilusión de ese tiempo mágico los
hacía más erráticos y difíciles de controlar. Pero distante de todo como al borde de ese
ambiente, una niña muy especial experimentaba todo lo contrario. Cada grito erosionaba su
paciencia, su tolerancia por aquellos que se veían como semejantes se había perdido hace
mucho.
El peligro de una tragedia cercana, que no sucedería afortunadamente, hubiera sido todo
un trauma para los paseantes. Como lo es cada revelación que nunca llega a las masas para
protegerlas del horror del mundo o para manipularlas mejor en su ignorancia.
Incluso, aunque ella detestara admitirlo, había cierta gracia en poder vivir con tal paz y
vitalidad, y no solo con una imitación de la misma.
Pero su contemplación acabaría pronto. El hombre había regresado de su recorrido por
las nubes.
—Meridon, ¿ya sabes dónde? —preguntó la pequeña hablando sobre la multitud.
Él inspeccionó la ciudad entera, quedándose inmóvil, de nuevo.
—Honestamente, no hay ningún rastro.
—¿Y qué demonios hacemos? ¿El idiota del Trabajador no te dio algún indicio?
—Me dijo que encontraríamos la puerta si nos quedamos cerca del centro, de su gente,
pero no dijo cómo…
—Genial. ¡¿Entonces hay que esperar?! ¡Maldita sea!
—Kares... Cálmate. Estás haciendo demasiado escándalo.
—Odio estas malditas ciudades. Hay demasiada luz, demasiado ruido... y lo peor,
personas. Son un dolor de cabeza. Además, ¿por qué tengo que usar esto? —Sacudió un
abriguito rosa que escondía su vestido, molesta.
—No hay opción, la gente te miraría raro con tu atuendo de siempre.
—¡Cómo si me importara! ¡Cómo si yo quisiera su endemoniada aprobación! —La gente
los miraba, intrigada por los gritos.
Él le reprochó:
—Te dije que está prohibido, no puedes hacer nada mientras estés conmigo. Sé humana.
—¡Eres molesto!
Su descontento era entendible, al menos para alguien tan impaciente en su situación.
Había transcurrido ya una hora de buscar el portal de ingreso a la Torre, sin resultados.
Nunca antes había sucedido. La entrada, tradicionalmente, siempre había estado 6300
metros sobre lo que hoy es la ciudad de Stuttgarter. Por centenares de años, hasta la era
actual ese hecho nunca se había modificado, pero ese día…. otra tradición perdida por los
caprichos de aquel hombre.
Él lamentó en silencio que una pérdida tan pequeña en lo práctico fuera tan colosal en lo
histórico.
Sin embargo, se le acabó el tiempo.
Un borracho desenfocado y jubiloso le dio un abrazo. El apestoso alcohol, más el sudor,
lo devolvieron a la incómoda realidad.
Inseguro, Meridon observó a quién lo agarraba como si fuera su padre. Un hombre de
mediana edad, cansado y desorbitado; algo obeso, rubio y de ojos verdes. La diferencia de
altura a favor del alcoholizado, más la cercanía, les dificultaba verse cara a cara. Vestía
ropas blancas, pero manchadas de vómito y cerveza.
Kares los miraba confundida. Él no sabía cómo pedir respetuosamente por su liberación.
Entonces, escuchó dos palabras:
—Trabajador… Espera.
Una sensación familiar invadió al Cosechador.
Hundiéndose, ingresó en el portal.
Una vez, en tiempos pasados y olvidados, un archivo fue creado por ciertas personas; un
tesoro para la humanidad en el cual, por centenares de años, información relevante a nivel
mundial fue registrada. No obstante, la colección de tomos, pergaminos y objetos
invaluables fue considerada demasiado importante para cualquier bóveda, biblioteca o
museo terrenal. Así que, tras pagar un arduo precio, se creó, por primera vez, pero no la
última, un lugar aparte para almacenarla: un mundo individual creado a través del alma. Un
terreno verde de un kilómetro de diámetro, con su propia luz natural y oxígeno renovable.
Fue un evento histórico que algunos creyeron imposible. Pero, de lograrse su cometido,
por fin, el archivo iría al futuro, incorruptible por fuerza exteriores.
El edificio que construyeron, cilíndrico, originalmente tuvo dos plantas; una inferior para
archivos y una superior para tesoros. Sin embargo, década tras década, se expandió hasta
convertirse en una estructura de doce pisos y de 600 metros de alto. Uno de los más
impactantes monumentos de la tierra.
Antes del conflicto, La Torre Gris era un orgulloso símbolo del potencial humano.
Ahora destartalado, lleno de aire sucio y tierra marchita, el templo del conocimiento
agonizaba. Compartía el mismo dolor aquel que lo conoció en su auténtico esplendor.
La guerra propició su falta de mantenimiento y su desaparición no se encontraba distante.
Una isla seca y podrida todavía flotaba en el vacío; pero con un oxígeno tan
contaminado, que un humano hubiera muerto tras ser expuesto a él en un corto período y la
luz natural, una copia en miniatura del sol, casi se perdía en las sombras.
Una torre decadente y dañada, las preciosas piedras que formaron la estructura,
desparramadas. Las bases y los anillos de tragaluces redondeados en cada nivel, sin
embargo, permanecían sólidos y estables; no colapsarían por heridas superficiales.
Meridon, como la última vez, ofreció parte de su alma, una esfera vibrante y trasparente,
al sol y, así, la luz vital regresó a la isla.
El aire se purificó y la tierra pareció sanarse, aunque no por completo. Cada fragmento
dañado flotó y empezó a unirlos de nuevo a la torre. Metódicamente estaba repitiendo el
proceso original de su creación.
—Siempre lo haces.
La suave y familiar voz, que sonaba tan molesta hace pocos minutos.
—¿También viniste, Kares?
—Salté adentro cuando te dejó pasar. No iba a dejar que me abrazara.
Ella había estado ahí, sin decir nada, experimentando la profunda pérdida de aquel
Cosechador.
Meridon, mientras arreglaba, recordó. Cambiar la entrada fue una idea lógica y, a pesar
de lo absurdo que pudiera parecer, una persona corriente como punto de anclaje resultó
efectiva. Ocultaba el acceso y ni la Mansión, ni nadie con intenciones negativas podría
pasar sin permiso de la puerta, ese hombre.
Pero, nunca se libraría de esa carga hasta perecer y la excesiva presión física lo
empujaría a ese destino en días, quizás menos. La puerta regresaría a su posición original
con su fallecimiento o, quizás, se trasferiría a un individuo diferente.
Nunca nadie hubiera esperado tales precauciones. Nunca nadie había ejecutado tal idea.
Ese era el poder del Trabajador Milagroso.
Aun así, el que reconstruía lo entendía bien. La puerta era sólo un peón, le lavó el
cerebro para lograr una función y descartarlo cuando la necesidad terminara; practicidad
pura para su objetivo, sin ética, sin moral.
Todo por una sola razón, entretenimiento; para crear algo increíble, imposible. El
Trabajador, según aquel Cosechador, era la entidad más peligrosa que podía existir.
Meridon se mordió los labios para contener la rabia.
La pequeña se deleitó al ver su ira, una faceta que no le encajaba.
No mucho más tarde, él completó los arreglos.
Y atravesaron la inmensa entrada de piedra.
Cada piso, de cincuenta metros de altura y trescientos ocho metros de diámetro, alojaba sus
propios secretos.
Había tomos escritos en todos los idiomas imaginables e incluso lenguas perdidas;
algunos, eran réplicas de textos conocidos; otros, textos nunca antes vistos en el mundo
exterior.
Los pisos alternaban dos modalidades, las bibliotecas en los impares y los museos en los
pares, así era la tradición desde que fue fundada.
Viejos registros cartográficos del planeta a lo largo de la historia; joyas de oro, plata,
diamantes, perlas; armas y armaduras de cada civilización que alguna vez existió, la
cantidad de reliquias en exposición era innumerable.
En el centro, una escalera en espiral conectaba las doce plantas.
Fue un «Crack». Sí, definitivamente fue un «Crack». «Crack, Crack, Crack», sonaba. El
bisturí que me abría, luego el ruido y las articulaciones que se solidificaban. «Corte, Corte,
Corte; Crack, Crack, Crack». Cambiaban de lugar. Se reconstruían.
—¿Me escuchas? ¿Puedes escucharme?
El brazo derecho. Hilos, cosiéndolo, lo suturaban.
—¿Tienes sensibilidad, puedes levantar la mano? ¿Puedes mover tus dedos?
Lo intenté, levanté la mano unos centímetros, luego la abrí y la cerré.
—Bien. ¿El otro brazo y las piernas?
Repetí las pruebas, lo demás reaccionó. Golpecitos.
—Mírame, necesito revisar tus ojos.
La linternita me cegó. Una chica de ojos negros, enmascarada, cubierta por un barbijo
que ocultaba sus labios y una gorra descartable sobre sus cabellos, revisó mis globos
oculares.
—Ajustados a la perfección, la audición también.
Algo... menta. Olía menta. Puso algo en mi boca. ¿Era un caramelo de menta?
—El olfato y el gusto parecen funcionar.
Dejé de sentir el sabor. Aquel dulce desapareció.
Sentí un repentino dolor. Su bisturí cruzó veloz la palma de mi mano derecha dejando
una cortadura nueva, que desapareció al instante.
—El tacto y la percepción al dolor perfecto también. Sí, no hubo problemas. Alégrate, la
operación fue un éxito.
Vi la espalda de su bata dirigirse al escritorio del rincón. Estábamos dentro de una
habitación extensa, similar a una sala de terapia intensiva. Diez camillas a lo largo, yo en
una; alguien cubierto por completo con una sábana a mi lado. Las demás vacías.
Retiró los protectores quirúrgicos que la enfundaban, tirándolos a la basura, revelando
sus cortos rulos blancos y su piel oscura. Una sonrisa simpática, sin preocupaciones,
adornaba sus facciones reducidas y circulares. Era una adolescente que aparentaba tener
escasos quince años
—Ven para acá. —Ahora sentada, anotaba. Vestía prendas negras, pantalones cortos y
una remera, debajo de su bata blanca. Me recordaban a la mías... a las anteriores y las
nuevas. Había vuelto al atuendo del principio.
La sensación perfecta y estable, de regresar a la normalidad, a esa “normalidad”.
El escritorio contra la pared, lleno de libros y esas dos sillas. Me recordaba al escritorio que
tenía para estudiar en... ¿Tenía uno de esos? ¿Lo recordaba por haber visto algo así en otro
lugar? ¿De dónde venía la idea? ¿Estaba pensando demasiado? ¿De qué eran esos libros?
Medicina y también novelas, libros avanzados, terriblemente avanzados y novelas
románticas. Recorrí los títulos con la mirada. No las conocía. Aunque, también estaba esa
novela inglesa: «Orgullo y Prejuicio». ¿La leí alguna vez? ¿Cómo sabía que era inglesa?
¿Recordaba la trama? Era un clásico, ¿no?
—¿Recuerdas lo que pasó? —me preguntó, alistando una libreta. Me sacó de mi estupor.
Ese segundo cuando me senté, perdí la noción del tiempo. La respuesta...
—Me desmayé después de la misión, ¿no? —Él, ese hombre, la pelea, Rivolte y Loto,
todavía fuertes y claros en mi memoria. Me alegraba.
—Memoria, bien —tildó algo en su lista—. Te desmayaste, bueno, por estar muriendo.
Muchos desmayos son así.
—Eh... ¿Qué? —No sabía si jugaba conmigo, su seriedad me hacía dudar.
Revisaba las hojas, sin intención aparente. «¿Busca información?». Estaba aburrida,
quizás, no sé.
—Las perforaciones permitieron que tu energía saliera, y eso se sumó al degaste general.
Faltó poco para que murieras.
—¿De qué hablás? ¿Y quién sos vos, la enfermera del lugar?
—Pregunta justa —exclamó, entretenida—. Soy Erin, pero dime Eri. Soy la médica de la
Mansión, y deberías tratarme con respeto, si sabes lo que te conviene. —Cerró su libreta en
mi nariz.
No dolió, me dio cosquillas.
—¿No sos un poco joven para ser medica? —Me rasqué.
—Sabes, si te basas en apariencias no durarás, niño. Ya lo sufriste dos veces —el peso de
su mirada—. ¿Me subestimarías si fuera una niñita o un anciano?
Tenía razón.
—¿Cómo sabés...?
—¿Quién crees que te arregló cuando llegaste aquí?
Era lo lógico, si era la doctora; realmente el aspecto ya no significaba nada.
Tendría que desarrollar una nueva lógica. No sería fácil.
—En ese caso, gracias. Ya van dos veces que me salvaste —le dije, sincero.
—Es mi trabajo —alegó alegre y algo arrogante—. Aunque, te recomendaría que no se
volviera un hábito. Para mí, es mejor si te lastiman, más trabajo y más diversión. Para ti,
otra situación de estas y quizás salvarte se vuelva una imposibilidad.
—¿Por qué? —Las reglas no eran muy claras.
—Te lo dije, estuviste por perder toda la energía del alma.
—¿Y qué? ¿Qué significa?
Para ella fue como si hubiera dicho la mayor de las estupideces.
—Nadie te explicó como funcionamos los Soldados, ni cómo conseguir la información
por tu cuenta, ¿verdad? —Erin quería hablar, sus ganas de hacerlo eran obvias—. Escucha
bien, lo haré simple para que lo entiendas.
»Un Soldado es una persona que tras su muerte es modificada, es revivida a través del
poder del alma. Somos reforzados, mejor dicho, yo te reforcé para que pudieras soportar los
peligros de este mundo. Tus huesos son duros como el acero, tus músculos pueden soportan
el peso de un automóvil y tus sentidos, como el olfato, el oído y la vista, superan a los de
los mejores animales —se pavoneaba tan orgullosa, como una artista—. A la vez, Aquel te
programó con el conocimiento necesario para la batalla, te dio experiencia y técnica, lo
necesario para que te adaptaras a cualquier situación. Te convertimos en una máquina del
combate y la supervivencia.
Bien, respondía bastantes dudas. Le daba crédito, sus logros fueron genuinos; los de ese
ser en su Trono también lo fueron. «¿Qué más puso en mí?».
—Pero hay una debilidad que nosotros poseemos y es que dependemos de la energía del
alma. Es como nuestra sangre, recorre nuestro cuerpo y nos mantiene activos. Es nuestra
fuente de vida y se gasta. Se gasta al moverte. Se gasta al usar tus armas. Se gasta al curar
tus heridas. Se gasta al mantenerte vivo, hasta acabarse. ¿Qué supones qué pasa en ese
escenario?
Quería ignorarlo.
—Te mueres, dejando la carcasa vacía de lo que alguna vez fue tu individuo.
—Y... ¿Cómo lo prevengo?
—Primero que nada, deja de ser lastimado. Te dije que es como la sangre, sale por las
heridas, descomprimida, como un humo; lo que limita la perdida. Daño que recibas en la
carne se reparara automáticamente, aunque ese proceso requiere del mismo poder del alma,
así que no te confíes. Desperdicia la menor cantidad que puedas al usar tu arma.
Esencialmente estás succionando energía de adentro hacia afuera; es recomendable que te
controles. Dentro de la Mansión tienes energía constante por tu conexión directa, en el
exterior estás reducido a usar la que está en ti.
Estaba aturdido, hablaba sin parar.
—Otra cosa importante, nunca descuides tu cuello.
«Cierto. ¿Por qué siempre apuntan ahí?».
—Es la parte más débil que tienes, necesita ser flexible, sino limita tus capacidades de
reacción. Las articulaciones sufren de lo mismo. Son blancos perfectos. Y, si te arrancan la
cabeza es una muerte casi segura. Una herida de ese tipo te drena entre los quince segundos
y un minuto, aun si llegaras a mis manos antes de que sucediera, las posibilidades de
salvarte serían mínimas. Tenlo en cuenta.
Mis atacantes, tanto el lobo como el hombre conocían tales debilidades. En retrospectiva,
había estado demasiado al borde de la muerte para mi gusto. Aunque era sorprendente que
hubiera una chance de ser salvado incluso si perdía la cabeza en combate.
—Una última cosa —su seriedad, de nuevo—. Lo que te dije son maneras de conservarla
y hacerla durar. Ya sabes cómo la obtenemos, las misiones son esenciales.
Los niños... y Marcel.
—Matamos para darle almas a Aquel. Lo hacemos porque nos asegura la supervivencia.
La energía de las almas que traemos nos mantiene vivos, la Mansión es sostenida por esa
energía y nosotros también. Nos sustentamos de nuestras acciones. Nunca lo olvides —
ignoré su confrontación, sin embargo, no pude escapar de su mensaje—. Tu ropa está en la
caja de madera junto a las camillas, puedes irte. Ellos te esperan.
«Rivolte y Loto... ¿Loto?».
—Espera... ¡¿Qué le pasó a Loto?! ¡Estaba grave! ¡Su situación era peor que la mía!
—Oh, sí, cierto. Era una situación severa, pero ella ya está bien. La arreglé antes que a ti,
hace tres horas. Realmente estaba hecha pedazos. Extremidades faltantes, músculos
destrozados, huesos triturados y fragmentos en donde estaban los músculos. Fue una
operación complicada y entretenida. —Sonrío cómoda.
—¿Hace tres horas? ¿Y dónde está?
—Ya se fue, te espera. ¿Qué parte de “ella ya está bien” no entendiste?
—¿Ya se fue?
... Lo que acababa de describir eran problemas horripilantes y, según su tono, Loto ya se
había curado. Entendía lo milagroso de sus habilidades, pero aún me faltaba mucho
entendimiento.
Tras llegar a la Mansión, estuve un periodo en cama para recuperarme. ¿Cómo era la
escala?
—Y sí, tres horas es mi estándar para operaciones complicadas. Ella me tomó cuatro
horas y veintidós minutos, fue un tiempo decente si tomamos en cuenta el destrozo. Tú me
tomaste dos horas y veintitrés minutos. Fuiste bastante simple en comparación.
«¿Simple? Bueno, me reconstruyó después de Kares. Supongo que es un evento
rutinario». Lo había notado o, mejor dicho, me había hecho dudar. Pero, sin lugar a dudas,
había perdido la mano derecha en la misión. La misma que ahora se sentía natural.
Exactamente eso me intrigaba, quería saber acerca del proceso, qué me habían hecho.
—¿Me lo explicarías? ¿Cómo me operaste? ¿Cómo fue el procedimiento?
Estaba confundida, pero con cierta curiosidad. Hablar tampoco se le dificultaba.
—Oh, no sé si puedas entenderlo —perdida en sus ideas y emociones, me explicó—.
Verás, cuando Rivolte los trajo a la Mansión, los tres recuperaron su energía perdida.
Regulamos la conexión para que ustedes, los dañados de gravedad, recibieran lo mínimo y
necesario hasta que los operara, sino podría haber sido peor. La energía es densa y pone
bastante presión en nosotros. Si funcionamos bien, la utilizamos con eficiencia. Pero si le
damos la misma cantidad a uno que está fallando, puede destruirle las células.
—¿Células? ¿Todavía tengo células vivas?
—Buena pregunta, muy buena pregunta. La respuesta es sí y también no. Tienes células
vivas que sobreviven del alma, ya no tienes de las que necesitan oxígeno y nutrientes. Sin
embargo, son similares a las normales, tus nuevas células también mueren por el exceso o
la falta de la sustancia que las mantiene, en este caso, la energía.
»Ya no necesitas comer ni respirar, quizás no te diste cuenta. Respiras por inercia, no por
necesidad. Intenta parar y podrás ganarle al mejor nadador del planeta.
—¿Qué? —Me dejo atónito. Yo lo hacía, respiraba y se sentía bien. Se sentía como
siempre, no, mejor; mis pulmones nunca habían estado tan relajados.
—Todas tus células han sido modificadas, no envejecen y tienen un alto grado de
regeneración. Estás diseñado para permanecer en tu condición actual por siempre.
»Además, gracias al poder del alma, tus células pueden durar largos periodos de tiempo.
Con largos, me refiero a cientos y miles de años, si el poder se mantiene. Eres como un
muñeco viviente. Quizás tengas la apariencia de un humano casi normal y algunas
cualidades te hacen sentir que todavía lo eres. Pero, sabes la verdad. Tus sistema digestivo
y sanguíneo ya no funcionan, es más —apuntó a mi pecho—. Ya ni siquiera tienes un
corazón.
Me dijo lo que había sentido, lo que ya sabía. La falta.
—Muchos de tus órganos internos fueron removidos para agregar músculo, para que
soportaras el poder del alma. Riñones, páncreas, intestinos, hígado, los eliminé. Tu sistema
nervioso fue alterado para que se acoplara a tu nuevo ser, pero continúa generándote la
ilusión de las sensaciones originales. Todavía tienes un cerebro que da órdenes, pero tus
neuronas y tus nervios han sido modificados para depender del alma y son mucho más
resistentes que los de una persona normal.
»Tengo que admitir que operar Soldados no es tan divertido como operar humanos. El
procedimiento puede hacerse sin demasiado cuidado. Lo divertido es diseñar una vida
imposible para la medicina moderna. Hacer una criatura irreal.
Yo no quería aceptarlo, incluso si lo entendía, deseaba atarme a mi humanidad.
—Entonces, ¿por qué yo...?
—¿Te preguntas por qué escupías sangre y te sentías tan mal el día que llegaste a la
Mansión?
La miré, sorprendido, preocupado.
—Tranquilo, no soy como Aquel. Es una pregunta normal, muchos la han hecho. Simple,
estabas en un estado de adaptación. Cambiar de humano a Soldado es un proceso paulatino.
Estabas en el punto intermedio, mitad y mitad. Empezabas a rechazar la sangre y órganos
innecesarios que aún estaban ahí, hasta que las células se adaptaran al nuevo orden. Es
todo.
No le dirigí la palabra después de eso.
Hice lo que me había dicho en primer lugar, agarré la caja con mi ropa. Corrí la cortina
de la camilla y me cambié en paz.
Ella ya había visto completamente todo; aun así, decidí mantener las formas. El traje
antes roto y mojado se hallaba ahora en condición plena.
Fui a la puerta de ébano, sin voltear.
Antes de abrir la puerta, la escuché:
—Dos consejos: primero, no los sigas demasiado. Si te vuelves como ellos, no te
esperará nada bueno en esta vida. Y segundo, no dejes de respirar. Yo todavía respiro.
Le di una mirada, confundido. Volvió a sus papeles, despreocupada.
Mis ojos fueron al bulto en la camilla restante, un pie oscurecido se había asomado por
un leve espasmo.
Tuve un escalofrío, salí y esperé que mi próxima visita fuera dentro de mucho, mucho
tiempo.
Una leve llovizna se expandía sobre la ciudad alemana de Frankfurt, donde las múltiples e
imponentes torres se alzaban como símbolos de supremacía económica y social.
En la templada cima de la monumental Torre Commerzbank, la Cosechadora pelirroja
esperaba sentada. La ligera humedad contactaba su piel antes de llegar a las personas que
circulaban como hormigas allá abajo.
El día nublado le aportaba cierta tranquilidad nostálgica. La soledad era un concepto
normal para los cazadores individuales, los que tenían que devorar o ser devorados. Su
posición los obligaba a alejarse de sus semejantes y de los que caminaban pegados a la
tierra, vulnerables a tantas cosas.
Ella los admiraba desde lo alto, con tenue amargura.
Se distrajo por la pequeña que ascendía paralela a las ventanas. Actuó como si no
importara.
Con un diestro movimiento, la niña se acomodó a su lado.
—¿Qué haces? —le preguntó a Kares.
—Nada, estoy aburrida. Decidí molestarte —le informó de mal humor.
—¿Meridon sigue ocupado?
—Está haciendo avances, pero el Trabajador le pidió dedicación. Siempre tan soberbio y
condescendiente, ya me arrepiento de haberlo escuchado.
—Sí, estoy de acuerdo —le comentó calmada, débil.
—¿Qué te pasa? Normalmente hubieras hecho un comentario sarcástico sobre mi tamaño
u otra de las estupideces que siempre dices.
—Lo siento, niñita. No estoy de humor.
—Yo tampoco estoy demasiado feliz, quizás escuchar tus estúpidas desdichas me alegre
un poco. Vamos, habla. Me aseguraré de reírme de todo lo que digas. —Le sonrió
apasionada.
—Nosotros... concluiremos.
La pequeña permaneció callada.
—Al final los que quedamos tendremos que eliminarnos. —Su mirada se perdía hacia el
cielo.
—Lo dices como si fuera algo malo. Es lo que todos hemos estado esperando, tú
especialmente —le dijo falsamente relajada.
—Es verdad... ¿Lo recuerdas? Yo fui de las últimas en entrar a la competencia.
—Claro que me acuerdo, idiota y me alegra que fuera así.
—Cuando entendí cómo funcionaba, no pensé que llegaría tan lejos. Perdí cualquier
chance de una vida normal y terminé recorriendo este planeta sin rumbo. Conseguir almas
me era difícil, asesinar… Vivía esperando al vencedor o a la Mansión. Esperaba mi muerte.
»Gracias a Accalia pude competir. Me liberó —la suave melancolía, se reflejaba en su
triste sonrisa—. Y ahora tendré que asesinarla.
—En serio, arruinas mi humor —le respondió cara a cara, frustrada.
—Por eso somos tan buenas amigas, ¿no? —Pudo mostrar un poco de alegría genuina.
—Sabes, quiero tratarte mal. Deja de darme razones para tener una verdadera
conversación.
—Lo lamento, me rehúso. ¿Nunca te arrepentiste de volverte una Cosechadora? —la
pregunta ancestral. Siempre le dio dudas, pero su respuesta nunca cambió.
—Es una pregunta inconsecuente. Si hubiera estado con otras personas, sin importar el
dónde y el cuándo, las habría asesinado. No se me ocurre un resultado diferente al actual.
—Es el tipo de respuesta que esperaba, mi querida niñita... ¿Recuerdas a tus padres? —
Distintos pesares la aplastaban.
—Nunca tuve a nadie así. He sido como soy, desde siempre.
Aquella muchacha recordaría siempre esa respuesta exactamente como fue dicha, en
palabras frías y fugaces.
¿Qué significa ser débil? ¿Qué significa estar mal? ¿Qué significa ser un monstruo? Las
personas son las que determinan esos valores. Entonces, yo era un monstruo porque los
demás lo decían. ¿Yo no era un humano? ¿No tenía derecho a vivir como tal?
Siempre fue difícil de aceptar, pero nunca tuve una respuesta que devolver. Lo aceptaba
porque así eran las cosas.
Sin importar qué tan grotescos parecieran los otros, qué tan violentos o desagradables
fueran, qué tan insatisfechos y tristes se vieran, el que estaba mal era yo.
Pero... siempre detesté sus acciones y sus valores. Detesté su banalidad.
Detesté que el mundo premiara la falta de moralidad.
Los rechazaba, pero los acepté. Los odiaba, pero eran mayoría. Seguí sus reglas.
Dejé que me despreciaran. Dejé que mi existencia no valiera nada.
Hasta que un día, el odio me consumió, el odio a mí mismo, a mi debilidad.
Decidí entenderlo.
Qué era ser aceptable.
Qué era estar bien.
Qué era ser fuerte.
—Rivolte, ¿me escuchás? —Medio me preguntó.
Volví en mí, entre la multitud. Una gran ciudad, un día normal donde desconocidos se
ignoraban, una muchedumbre perdida en una calle de renombre.
Nuestra presencia ahí, justificable por un hombre que se concentraba en sus propios
asuntos. Uno que iba a desaparecer.
Un hachazo al pecho, lo vimos caer.
Un espacio en la acera donde su ensangrentada figura fue aislada de la vida. Los demás
caminaban a su alrededor, apurados como siempre.
Ella se quedó esperando cerca del cadáver, demasiadas emociones.
Nosotros hablamos:
—Es increíble, ¿verdad? —le mencioné a él.
—¿Qué cosa?
—Qué tan horrible es.
—Sí...
—Podríamos torturar, usar y eliminar a estas personas, y nada pasaría. —Soné calmado.
—¿Hace cuánto lo están haciendo? Se ven tan acostumbrados.
No sabía si era una acusación o si solo yo la sentí como tal.
—Yo... hace nueve años —le confesé perdido en la memoria.
—Entiendo...
Loto volvió. La misión había terminado.
—Volvamos —murmuró ella sin emoción discernible.
—¿Puedes soportarlo? —le pregunté, sabiendo.
—Puedo… Quiero irme.
Así, nos retiramos, un momento más para quienes cambiaron.
En la catacumba que una vez fue el centro del mundo, aguardaba ese Trono. Un mecanismo
eterno, su engranaje incesante recordaba a palpitaciones, al corazón de generaciones
pasadas.
Aquel artefacto regresó a su sitio original: el Salón del Gobernador. Un amplio espacio
para cincuenta personas, donde los maestres, líderes de aquella Secta se reunían y también
la única parte de la ciudadela que resultaba inalcanzable para los civiles, en ese ilusorio
domo subterráneo.
Protegido por un pilar de piedra, una barrera ovalada en la esquina norte, este salón casi
siempre invocó preocupación en los habitantes. Ya que las discusiones en el recinto solían
sucederse como respuestas a catástrofes presentes o venideras.
Lo restante de la colosal edificación, la zona residencial, era un amplio terreno donde
pequeños hogares y comercios existían. Un espacio de coexistencia habitado por los
dirigentes y los miembros, con capacidad para ochenta mil personas, aunque nunca alcanzó
tales números y siempre hubo espacio de sobra.
Ese lugar fue considerado un tesoro y allí vivía la generación destinada a cambiar el
mundo. Se suponía que así fuera.
Ahora en ruinas, con su gloria pasada ya extinta, los cinco herederos esperaban en la sala
donde una vez alguien gobernó; los miembros restantes de la Secta de las Almas Puras.
Repartidos en el recinto, había intranquilidad en sus expresiones acompañando al humo
del tradicional chocolate caliente. El Trono seguía su movimiento continuo y sus ecos
metálicos funcionaban como un recordatorio.
Estaba cerca el final y el legado acabaría, pronto llegaría ese día.
El Palacio Gris
14 de agosto
Tres semanas habían pasado desde mi llegada a la Mansión y todavía no había tomado una
vida. Me lo habían permitido, los dos; pero dudé demasiado.
Cada vez que me ofrecieron un alma, susurré «lo siento», como un niño que se disculpa
por una travesura. Recibía las de quienes ni siquiera notaron sus muertes; almas de dolor,
temor y perturbación menor. Odié reconocerlo, pero me tranquilizaba tal situación, a pesar
de aún sufrir sentimientos de culpa.
Una mujer de negocios, un panadero, un vendedor de seguros, una profesora de
educación física y un estudiante. ¿Cuánto tiempo podría resistir así? Odiaba tanto ser un
espectador, un cómplice. ¿Cuánto tiempo… pasará antes de que tenga que matar a alguien?
La luz proveniente de nuestro escondite y el eco de nuestras pisadas fueron absorbidos por
las puras tinieblas. La mezcla de olores, lo viejo, lo putrefacto y lo quemado desorientaron
mis sentidos. Mi visión se reajustaba al vacío y mis oídos a los sutiles sonidos.
—¿Dónde estamos?
Se apreciaban algunas estructuras, escasas edificaciones de baja estatura, como las de un
local de una planta. Realmente eran pocas, además por lo que pude distinguir estaban
destrozadas.
Percibí borrosas las sombras de cimientos y escombros, me recordaba a los territorios
devastados por las grandes guerras.
Cerré mis ojos, me concentré en mi audición. Temía que hubiera algo en las sombras o
en las construcciones.
Unas ligeras vibraciones, ni siquiera podía llamarlas ruido. Quizás eran ratas corriendo a
la distancia.
Las ondas viajaban a lo largo y a lo ancho. La distancia resultaba incalculable.
—¡Ah! Hace tanto que no venía por acá... —nuestro nuevo acompañante parecía
complacido—. Tantos recuerdos. ¿Por qué no aparecimos en el Salón del Gobernador?
—Como si pudiéramos… —a Rivolte le faltaba su alegría—. Nos bloquearon, ambos
grupos.
—Lo sé, pero tus explicaciones son lindas.
Rivolte casi le arranca la tráquea, mientras Corte sonreía. Los distinguía a la perfección.
Debía agradecer a Erin, su trabajo aún me sorprendía.
—Ahora, a trabajar. —Me molestaba ese tipo y su actitud repugnante.
La misión, por los datos dados, era recuperar una herramienta de detección de alma;
también llamada un Trono.
Poseíamos ya una de tales herramientas, de las cuales solo existían dos. Permitían a
Aquel sentir la ubicación de nuestros objetivos y enemigos en el globo, también era
esencial a la hora de materializar la puerta al mandarnos en misiones. En sí, era un
amplificador para las capacidades que poseyera su usuario.
Un objeto de valor incalculable.
Nuestro… enemigo, sus actuales guardianes, La Secta de las Almas Puras.
Un grupo antiguo, una asociación de Portadores de almas cuyo objetivo era protegerse
los unos a los otros, asegurar su supervivencia.
La asociación a la cual Marcel Elis dedicó su vida. Me gustaban, al menos como idea.
—Medio —el repulsivo me hablaba—. ¿Estás asustado? Escuché que tu último Sectario
te hizo pedazos. Bueno, fue el viejo Marcel… —Era irritante.
Aunque, había algo más, una intencionalidad innecesaria. ¿Sería mi imaginación?
Loto continuaba en silencio.
—No... —les respondí ignorándolo y dirigiendo la atención a mis compañeros—, no
vamos a matar a nadie, ¿verdad?
Corte sonó profundamente decepcionado:
—Maldita sea ustedes dos, le metieron su ideología al infante.
Seguimos ignorándolo.
—Tranquilo —me respondió Rivolte—, no es una cacería. El Trono es lo único que
queremos.
El otro carcajeó, con ligereza y vigor, como uno ríe tras una efectiva broma.
—¿Qué es tan gracioso? —le pregunté con disgusto.
—Nada. Es que, me sorprende lo estúpido e inocente que eres.
—¿Por qué? —manifestaba indignación en mi tono.
—¿Recuerdas cómo te fue la última vez? Ellos, los Sectarios, están entrenados para
sobrevivir. Entienden mejor que nadie lo que es vivir en este mundo. ¿Sabes su historia?
Sí, la sabía. Esas personas que querían protegerse… fueron masacradas con el paso de
los años, por los Cosechadores y nosotros. Antes, una agrupación con incontables hogares
repartidos por la superficie de la tierra, ahora la Secta apenas existía como un recuerdo y en
un puñado de sobrevivientes.
Al avanzar la guerra de los doscientos años, las innumerables pérdidas sufridas los
forzaron a esconderse en refugios subterráneos especializados. Pero lentamente sus
guaridas cayeron una a una.
En ese conflicto, fueron exterminados en su mayoría, dejando una historia ensangrentada
y un legado casi inexistente.
—Los Sectarios de este escondite, son los últimos. Dicho de otra forma, son los que han
sobrevivido. Los mejores o los peores. Y, ¡ha llegado el momento de que su historia
concluya!
—¿Por qué gritás? —Me ponía nervioso.
Loto me susurró:
—Porque ellos nos están escuchando.
—¿Qué?
Continuó su declaración, mirándome:
—¡¿Qué parte de que ellos tienen un Trono, un rastreador de almas, no entendiste?!
¡¿Qué crees que somos nosotros?! ¡Ellos ya saben que estamos aquí, lo sabían desde que la
puerta se abrió! ¡¿Las sientes, las vibraciones?! ¡Son ellos acechando!
Busqué las vibraciones. Se habían detenido.
—¡¿Me escuchan?! ¡Sé por qué lo eligieron, sé por qué eligieron el Palacio Gris! ¡¿Por
qué usar este lugar casi en ruinas, un refugio de segunda como el escenario definitivo?! ¡Yo
lo sé! —Orgulloso, perdido en su emoción, se centró en ellos—. ¡¿Lo recuerdan?! ¡Rivolte,
Loto!
Sus caras, aún me parece verlas. Cómo Loto movía sus labios y la cabeza inclinada y
temblorosa de Rivolte.
—¡Sí, ese día, ustedes, Deus inferna, y yo, asaltamos este lugar, asesinamos a los
sobrevivientes de la Secta, a cientos de sus aliados!
«¿Qué? ¿Qué acaba de decir?».
—¡Ese día, nosotros, con nuestras propias manos, ACABAMOS CON LA SECTA!
Resonó. Resonó. «¿Cientos de personas?». Seguían iguales, los dos. Él no mentía, lo
habían hecho, realmente, realmente. «Lo sabía... Ya sabía de la Mansión... y también lo que
ellos habían hecho... ¿Quizás ese es el problema? Todavía intentaba ignorarlo... Lo que
eran, lo que hacían y lo que habían hecho».
Las vibraciones, seguían anuladas. Pero aún quedaba una provocación:
—¡En el mismo lugar donde la sangre de sus compañeros —aunque estábamos en la
oscuridad podía ver su retorcida alegría—, y la de esa mujer fue regada, van a perecer!
Sentí una vibración.
—¡Recuerdo cómo ella resistió para que ustedes pudieran escapar! ¡Quizás no lo
recuerdan, eran pequeños entonces! ¡Pero, después de la muerte de Marcel algunos
recuerdos debieron volver! ¡Estoy seguro!
«Ese sentimiento, ¿qué era?».
—¡Debió haber sido muy triste, perder a su madre ese día, y perder a su padre ahora!
«¿Padre?».
—¡¿Debió haber sido muy triste, verdad?! ¡Niños de la familia Elis!
Se apagó. El eterno mausoleo quedó en silencio. «Elis... Marcel».
Una cabellera castaña destelló en la noche, recortada para que no la obstaculizara, se
mecía lacia sobre sus ojos avellana determinados, pasionales; me recordaba a su madre, en
una de las tantas fotos que había encontrado en los archivos. La joven en guardia delante de
nosotros ya compartía la expresión severa de Marcel a tal temprana edad. Heredó mucho de
sus padres.
Sus ropas se confundían en las sombras, mientras que su piel morena apenas destacaba.
Enfrente de Corte, armada con dos largas, derechas y finas espadas, se preparaba para
arrancarle la cabeza.
Dos flamas negras ardieron, adoptando la forma de armas largas similares a la de su
enemiga. Dos espadas curvadas, dos sables españoles, dos colmillos de metal negro.
Sus navajas se detuvieron, mutuas en su deseo.
—Sabía que te haría salir, querida. Es un placer conocerte, Melissa Elis.
—Arrogante. Salí porque quise, parásito —el odio de su voz, y sus lágrimas—. No me
molestará matarte.
—¡Oh! —su soberbia alegría cada vez me daba más rechazo—. Grandes palabras para
alguien que ni siquiera puede acechar sin ser detectada. Tu padre estaría desilusionado.
Ella sonrío, como si estuviera reflejando la sonrisa de satisfacción de su burlón
adversario.
—Ya lo sabíamos, incluso de hacerlo perfecto, sus sentidos desarrollados nos habrían
captado al acortar la distancia. Ataques sorpresas basados en acecharlos serían inútiles, ni
tampoco podríamos vencerlos en un combate directo en grupo. Así que optamos por algo
entre esas dos posibilidades. Puedes llamarlo, un ataque sorpresa frontal.
Un ruido, algo se rompía.
—Cuidado, Medio.
Loto me empujó a un costado, justo cuando el piso se derrumbaba. Algo la enredó, hilos
se la llevaron.
—¡Loto! —gritó Rivolte.
«¡¿Qué...?! ¡¿Qué está pasando?!».
Él se acercó al agujero. Iba a perseguirla. Pero el hueco ya estaba bloqueado. Un túnel
que colapsó tras un solo uso. Se preparó para destruir la parte inferior, entonces se elevó,
levitó, subió rumbo al techo. No sabía qué hacer, fue tan rápido. Desapareció en las alturas.
Nada quedaba.
Les grité, grité sus nombres para abajo y para arriba.
—¿Qué hago? ¿Qué puedo hacer...?
—Concéntrate, niño. Tenemos nuestros propios problemas.
Cinco cuchillos de doble filo, arqueados, volaron hacia él. Los desvió con una espada,
sin demasiada dificultad y con la restante, contenía a su oponente que iniciaba su ofensa.
Los cinco cuchillos levitaron, buscándome.
Les disparé, cinco balas salieron en un único tiro. Cortaron el fuego con facilidad. Corrí,
me perseguían.
Alguien oculto, alguien observaba. ¿Dónde?
Estuvo ahí un mili-segundo, sin presencia, sin despertar sospechas. Silente, suave,
melancólico. La encarnación de los recuerdos de los abandonados, una estructura de ideales
dulces y rotos, atada a la inmortalidad y a la belleza. Esas alas de ébano que tragaban el
corazón.
Una llanura vasta y verde, bajo las estrellas, extendiéndose por kilómetros. Hermosa,
relajante, como estar en casa.
Me da lástima no poder disfrutarla. Tengo que volver. Él será un problema, lo sé.
Un adulto de cara alargada y flacucha, con aire hispano ahí a pocos metros, vigila con
mirada muerta. Su cabello negro se ondula en mechones bien definidos, como espirales. La
camisa gris y el pantalón azul ocultan sus extremidades y músculos flexibles; los resultados
de su entrenamiento para matar. Los zapatos negros le dan un toque extra de seriedad.
Él sigue vivo.
—¿Méndez?
Sin interés, el hombre responde:
—Me conoces.
Dudo en responder. Sé muy bien quién es, por su archivo.
El errante Méndez, quizás, el ser más peligroso para los Portadores y sus cazadores. En
sus cincuenta años en el planeta, mató una cantidad considerable de Sectarios, Soldados e
incluso, Cosechadores.
Un demonio para quienes conocían la existencia de las almas, y para quienes no lo
hacían.
Pero supuestamente, había recibido daños serios en un conflicto reciente. Inferna creía
que no sobreviviría. Y, aun así, parece tan aterrador como en cada relato que escuché.
Permanezco callado por una razón, estoy asustado. Un miedo diferente al que limita las
reacciones, todo lo contrario. Es una alerta analítica; estar asustado es la respuesta correcta
para este momento.
—Es molesto que mi reputación sea tan precedente —se lamenta, discreto y serio.
En un instante, el cuchillo de doble filo es detenido por uno de los eslabones. La cadena
protege mi cuello.
En su cintura, queda un cuchillo más. «Presta atención. Presta atención».
La navaja quiere volver a su dueño. La ato, la inmovilizo.
—¿Cuchillos? ¿Por qué te limitas? Tus flamas son la mejor opción para herir a un
Soldado.
—Las usaría si pudiera, hay otras prioridades. Así que perdóname, te estoy tomando en
serio. Tanto como puedo. —La depresión en esas palabras es anormal, al menos, por lo que
sé.
Pierdo firmeza, la tierra colapsa, el terreno colapsa.
El campo se deshace en una infinidad de escombros voladores de distintos tamaños. Me
elevo en uno, contra mi voluntad y entró en un pequeño universo, donde los fragmentos
rotan, algunos lentos, algunos veloces, algunos constantes; cada uno en patrones
irregulares. Siempre dentro de la esfera invisible de cien metros que dibujan.
Quiero una estructura firme, por eso permanezco en mi pequeña isla, aunque dudo de si
es la decisión correcta.
«¿Dónde está?». Lo perdí de vista... en pleno combate.
Salto de la isla, por la amenaza. Intentaba acuchillarme, incorpóreo.
Esquivé el intento de llegar a mi cuello, el segundo cuchillo retrocede y deja una herida
liviana en mi hombro. Todavía mantengo el primero encadenado en mi izquierda.
Él, en persona, viene de frente, flotando, mientras caigo. La muerte me busca.
Empiezo a flotar con mis propulsores como puedo, siempre es incómodo al iniciar. Al
menos detengo mi caída.
Vamos a chocar. Me preparo para atacar con la derecha.
Pero, él usa su cuchillo para romper mi cadena y dañar mi mano izquierda. Recupera su
primera hoja metálica y retrocede. Queda flotando. Yo también, con mis flamas listas.
Vestido con uniforme negro, liso, un adolescente de catorce años, de cabello castaño,
sostenía la flama en ese frasco con ambas manos, sentado en el trono familiar.
Lo veía todo, incluso el escenario de batalla de sus compañeros. Aquel que poseía la
herramienta solo era un espectador, testigo de una vista cruel y frustrante.
El enemigo llegaría pronto, pero él estaba preparado.
Diferencia
Resonaban los choques metálicos, las dos sombras bailaban en la oscuridad, precisas,
hermosas. La suavidad de cada técnica, un ritmo definido y errático, una batalla de
transiciones.
A pesar de ser un principiante, pude percibir en sus movimientos los años de
entrenamiento; el nivel y la efectividad que sugerían.
Las chispas los iluminaban, en la tierra y en el vacío. Melissa y sus espadas flotantes que
la abandonaban para asaltar a su oponente, Corte, mi detestable aliado.
Melissa poseía tal dominio sobre sus armas voladoras, que estas surcaban el espacio
como gobernadas por un espadachín invisible, buscando los puntos más débiles de su
oponente, apuntando y la mayoría de las veces, acertando.
Aunque, apenas lograban rasguñarlo. Los sables del Soldado bloqueaban cada embestida,
por lo que la joven, cauta, mantenía una brecha entre ambos. Las espadas de Melissa
danzaban, los colmillos oscuros de Corte se mantenían firmes.
Para el ojo inexperto —como el mío de entonces—, la batalla era dominada por la joven
que reinaba a distancia, presionando al Soldado. La realidad difería.
Melissa se desesperaba. Corte avanzaba, milímetro a milímetro.
En algunas ocasiones, la ofensiva suele ser la mejor defensa. La Portadora desató una
potente tormenta, su mejor estratagema contra Corte, pero el intento de detenerlo no tuvo
éxito.
Lo limitaba, sin lugar a dudas. Ella requería un profundo grado de concentración para
ejecutar esa hazaña que pocos Portadores podrían realizar y él, a su vez, puso en juego todo
su poder para defenderse.
Reflejos, fuerza, velocidad, él corría con ventaja y lo sabía. Un combate frontal hubiera
resultado en una muerte instantánea. Se vio forzada a usar su mejor ataque, apostando su
vida en esa última carta.
Sin embargo, no resultó.
Cada Soldado que conocía poseía un estilo propio, Corte también.
Rivolte dependía de su vasta potencia física que se traducía en explosividad. Funcionaba
como una bala de cañón, aceleraba de cero a cien y aplastaba con un impacto instantáneo.
Además, su cadena le otorgaba una variedad de capacidades adicionales. Su estilo
destructivo estaba bien diseñado y ejecutado, sin ninguna debilidad clara.
Loto se encontraba en el espectro contrario, su ofensiva se basaba en su velocidad,
constancia y precisión. Mantenía un alto ritmo que permitía encontrar chances de eliminar a
un oponente, una constante ofensiva que presionaba. Su estilo no se basaba en el uso de la
fuerza, pero no carecía de ella. Al poner el peso de su cuerpo tras su hacha, más el impulso
de su movimiento, podía conseguir un poder considerablemente alto, comparable o incluso
superior al puño de Rivolte. Fuerza y precisión en balance; podía enfocarse más en uno que
en otro si la situación lo requería.
Corte, en cambio, funcionaba como un combatiente balanceado, alto poder y alta
velocidad. Se demostraba inferior en ambos aspectos a mis compañeros, pero accedía a los
dos atributos sin condiciones. Su cualidad aterradora siempre fue esa flexibilidad, su
pasmosa capacidad de adaptación. Reflejos superdesarrollados y una habilidad descomunal
con la espada hacían que pudiera alternar entre defensa y ataque en milisegundos con
fluidez. Aprovechaba cada punto débil, cada oportunidad. Ese amor por el combate siempre
fue su punto fuerte, realmente se lucía en la cacería.
El hecho de que Melissa fuera capaz de forzarlo a una defensa total demostraba su
profunda habilidad. Tristemente, no era suficiente.
La distancia se acortaba.
Yo podía ayudar a Corte, podía ayudarla a ella. Al final, decidí no ayudar a nadie.
Los cinco cuchillos seguían buscándome, me perseguían. Dependía de mis reflejos para
sobrevivir. La fuerza que los dirigía debía querer contenerme, que no interfiriera con la
batalla de su aliada.
Incluso si intentaba esconderme en las edificaciones, siempre me encontraban.
Atravesaban las paredes, los techos, las camas… Perforaban como taladros… Similares al
agua de Marcel. Aunque, carecían de precisión y ligereza; su objetivo era no dejarme
descansar.
Volaban cruelmente, veloces, coordinados, cambiando sus patrones. Localizar a su
usuario resultaba imposible. Se ocultaba en la distancia y cambiaba de posición.
Su estrategia era buena, demasiado para mi gusto. Cinco cuchillos me perseguían, pero,
en total había seis. Quizás ocultaba más, solo conté esos.
Siempre había cinco a la vista, rondando. Así, mi atención siempre estaba en los
cuchillos visibles. Pero a la vez, sabía que existían más cuchillos que era incapaz de
percibir. Y, en especial, sabía que faltaba uno.
Aparecía por sorpresa.
Hasta hubiera preferido que los seis me persiguieran en todo momento, la verdadera
presión era causada por la incertidumbre, que me generaba mayor sufrimiento que las
navajas constantes.
Por si fuera poco, los cuchillos se movían a velocidades variables. Nunca sabía por
dónde, ni cuándo los cuchillos iban a venir.
La información me sobrecargaba, un peligroso cóctel de presión psicológica y ofensiva.
Mi entrenamiento había dado frutos, estaba calmado, analizaba. «Me alegro que sean
inferiores al agua, puedo disparar y moverme. Rebanan mis balas, por los datos que estudié
en la Mansión debería ser imposible, dado su calor… No es un metal ordinario».
«Al menos, mis disparos reducen el ímpetu de las estocadas. Puedo sobrevivir.
Aunque… Era raro. Los cuchillos podrían tener mayor eficiencia. La eficacia de ciertas
maniobras me lo dejaba claro. La fuerza se estaba conteniendo… me recordaba al lobo».
Hice una prueba, disparando hacia la batalla de los dos espadachines, a una cuadra. Mi
disparo fue recibido por un cuchillo antes de poder salir del área que custodiaban. Hice lo
mismo en la dirección contraria. Se repitió el patrón. Disparé otras doce veces, en varias
direcciones al azar. Los cuchillos detuvieron cada bala, sin importar a donde apuntara.
«Creo que entiendo... Me está suprimiendo. Construye un cerco para evitar que
intervenga en el combate de Corte o que lo dañe mientras está escondido».
«Según lo que sé, la distancia en la que se encuentra es relativamente corta, treinta a
cuarenta metros —vi una sombra en movimiento en unas pocas ocasiones—. Hay un ligero
grado de torpeza al cambiar de lugar, quizás porque debe mantener los cuchillos en ofensa
y defensa. Aunque, no termino de ubicarlo, por prestar atención a las navajas».
«Hacer todo a la vez debe ser demasiado para cualquier persona».
Quedé atrapado en una jaula bien construida y tendría que pagar un alto precio para
escapar. Por eso, permanecí dentro.
La joven no conseguía mantener la distancia, el ritmo iba cambiando a favor de Corte.
De inmediato, él llegó a su lado.
Las armas de su enemiga quedaron a unos centímetros a su espalda, parecía que iban a
apuñalarlo. Su ángulo marcaba que caerían en sus hombros, su única opción. Él sería
traspasado y, al mismo tiempo, la mataría; un precio diminuto.
—¡Pará! —Ignoró mi grito.
Los cuchillos me asaltaron cuando bajé la guardia. Disparando, logré que apenas me
rasgaran el brazo derecho, la pierna izquierda y la espalda. No me sorprendió el sonido que
hicieron al cortar mi carne, qué rápido me había acostumbrado a ese horrible tono.
Mis oídos captaron un sonido similar, el desgarramiento de carne ajena.
Pensaba que observaría a Melissa moribunda, así que me sorprendió ver que él tuviera
una tajada en su cuello y una en el ojo izquierdo.
Las dos espadas seguían flotando detrás de él, buscando su tráquea. Corte giró
contraatacando con sendas flamas que impactaron en la trayectoria de las navajas,
resultando en pequeñas explosiones. Desvió las estocadas por unos centímetros.
Agachándose, retrocedió en línea recta. Al mismo tiempo, tres de los cuchillos que antes
me perseguían fueron tras él, a gran velocidad. Querían terminar el trabajo, fueron a buscar
al dañado cazador.
Por la gran confusión, su reacción había disminuido. Corte fue incapaz de rechazarlos. Al
proteger su cuello, las navajas se incrustaron en su brazo derecho.
Fue afortunado. Pero, ¿qué había pasado? La herida principal casi llegó al hueso y el ojo
había recibido daño bastante profundo.
—Maldita...
En el cuello de la remera de Melissa, dos tajos quedaron tras su jugada. Ocultas hasta el
momento, de ahí habían salido los proyectiles; las dos navajas, dos pequeñas piezas de puro
metal.
Mientras peleaba, se las arregló para mantenerlas escondidas; una para destruir la
tráquea, la otra, en caso de fallar, para dañar los ojos de su oponente. La ejecución fue muy
cercana al escenario ideal. Él pensaba que era imposible engañar sus sentidos, pero
subestimó las habilidades de la actual líder de la Secta.
Nuestros ojos sanaban a un ritmo diferente, la vista podía tardar en recuperarse hasta un
minuto entero. Corte había perdido temporalmente parte de sus sentidos. Aunque, si la
navaja hubiera entrado más profundo, ese ojo estaría perdido.
Su brazo, con los cuchillos todavía incrustados, también había recibido un daño
considerable. Sería incapaz de moverlo apropiadamente por un buen tiempo. Mi oponente
misterioso había aprovechado muy bien la chance de ayudar a su aliada.
Aun así, salió vivo, y si bien los instintos de Corte eran brutales, él había quedado
vulnerable. Por un instante, él era el débil.
Lamentablemente, esas eran las situaciones que se le daban mejor al Soldado.
Callada, con una sonrisa confiada, sus dos espadas flotaron. Retomó su ataque,
presionando al cazador herido. El ruido que hicieron los metales al chocar demostró toda la
brutalidad, la ira de Corte.
La lentitud de su brazo derecho aún apuñalado por tres dagas y la falta de un ojo
mostraban sus consecuencias. El cierre del duelo iba a darse.
Los tres cuchillos restantes volaron hacia él. Ayudarían a terminar el trabajo.
Barajé las posibilidades.
«Corte muere y yo muero. No puedo permitirlo. Tengo que detener a la fuerza en las
sombras. ¿Quizás debería intentar razonar con ellos? Me vieron con los que mataron a su
civilización, nunca me escucharían. Si ataco a la chica de las espadas, Corte la matara…
¿En qué pienso? No hay necesidad, solo tengo que detener a la persona en las sombras. No
sé qué hacer...».
Dejando el destino a la suerte, permití que los dos combatientes crearan su resultado.
Por mi parte, detendría al usuario de los cuchillos.
«Me prepararé para el accionar del vencedor, después de estar a salvo».
Debía estar desarmado. Podía noquearlo.
Había notado un patrón en como volaban los cuchillos, supuse que eran guiados por el
alma de alguien. Sin lugar a dudas, funcionaban conectados al origen.
Se curvaban y avanzaban por los caminos más efectivos. El alma no es ilimitada, si
quería pelear desde lejos, requería efectividad y precisión.
Por lo tanto, el hecho de que siempre se moviera también debía ser necesario. Existía un
radio donde los cuchillos podían volar y para que siguiéramos en ese radio, el atacante
necesitaba moverse.
Corte había estado a setenta metros de donde yo me encontraba y si pudo atacarnos a los
dos, significaba que estaba en un punto medio.
Y, solo había una ruina estable en esa brecha, un único escondite.
«Te encontré».
Me acerqué, a toda potencia. Debía llegar hasta él.
Dos cuchillos vinieron directo hacía mí. «¿Todavía le quedaban?».
Se dio cuenta de mi accionar, pero no lograría escapar. Las armas eran su desafío.
Disparé, deteniendo sus impulsos y los esquive. Continué hacia las ruinas.
Iguales a garras de cuervos, los dos cuchillos me buscaban desde arriba.
Al acercarme, se hacían más exactos y fuertes.
Uno se clavó en mi hombro izquierdo, fue inevitable. Lo desclavé y lo mantuve sujeto
con mi mano izquierda contra su voluntad.
El restante cuchillo, salvaje, venía sin control, pero le disparé. Sabía que podía
contenerlo y lo hice.
Atrás de la ruina, lo alcancé, mejor dicho, la alcancé. Ahí parada a unos pasos, una chica
preciosa de mi edad, sus ojos verdes revelaban tal profundidad que superaban la noche y
exploraban mi interior. Ojos acusadores, hermosos y aterradores.
Vestía de negro como todos, lo que destacaba su piel de color castaño claro. Recortados
como los de su compañera, sus cabellos brillaban negros y lacios. Y, su expresión, lucía
afilada, tanto como el cuchillo en su mano.
La navaja flotante, atraía mi atención. El cuchillo que atrapé antes deseaba escapar de mi
mano y quedaba uno más, el suyo.
Tres cuchillos me desorientaban. El más llamativo, era el que empuñaba esa belleza que
venía a apuñalarme.
Yo también poseía un puñal y, si lo soltaba, me dañaría. Tenía un arma de fuego en la
otra. Si guardaba mi pistola, quizás podría dejarla inconsciente con mi puño.
«No, es hábil, fallaría. La determinación para matar es evidente en su mirada».
«Sus piernas… ¿Y si disparo a sus piernas? No, también lo va a esquivar».
«¿Cómo la detengo, sin matarla? ¿Cómo?».
«Quiero disparar, tengo miedo».
«Vas a morir». Fueron las últimas palabras, antes de lo inevitable. Un instante de
sorpresa. El grito ahogado, la carne que se destrozaba, perdí el aliento horrorizado.
Sangre... Una espada curvada le perforó el pecho, traspasándola como una flecha.
—Le di.
Escuché su voz, lejos, sin verlo.
Estaba oculto en un ángulo muerto, en el viejo refugio.
Me asomé por el costado. Su sombra aparecía marcada por dos espadas finas; lo habían
atravesado. No, él dejó que lo atravesaran. Paralizada, horrorizada, la otra sombra absorbía
la fatalidad de la situación.
Ambas se confiaron porque la situación iba a su favor y él la acababa de revertir con una
acción.
—No bajes la guardia —le advirtió Corte, dándole a Melissa una poderosa patada en el
estómago, que la mandó a una cuadra de distancia, rodando descontrolada. El ruido del
cuerpo golpeando contra las rocas fue disminuyendo hasta apagarse.
Corte empezó a acercarse, caminando lentamente, sus pasos creaban un eco resonante. La
chica seguía desangrándose en el piso, el colmillo todavía clavado en ella... Ya no quedaba
nada de luz en esas perlas verdes. Lleno de ira apreté mis puños y mis dientes.
—Ah —suspiró—, duele —se quejó, como si fuera una raspadura, retirando las espadas
que habían entrado por la parte superior de sus hombros y cuyas puntas salían por su pecho.
Las arrancó como pudo de los mangos; el sonido que hacían sus huesos y su carne al ser
cortados me repugnaba—. Las articulaciones de los hombros recibieron algo de daño,
varios huesos internos también, perdí una enorme cantidad de alma y los músculos tienen
que recuperarse de ser desgarrados. Qué mujer hábil. —Ya libre de las extensiones de
metal, retiró las tres navajas de su brazo—. Por fin, malditos cuchillos. Ya… no puedo
moverlo, el daño empeoró por dejarlos clavados tanto tiempo. Ambas resultaron mucho
más hábiles de lo esperado.
A mi lado, él me habló:
—Buen trabajo, me diste su locación. Además, detuviste los molestos cuchillos.
Sonrió, lo festejaba como si hubiéramos ganado un juego.
—A pesar de los inconvenientes, logramos sobrevivir.
Palmeó mi hombro. Me lo saqué de encima. Me alejé.
—No me toques, asesino. No te me acerques —lo amenacé, con profunda ira fría.
—¿Estás enojado? Sé que dijiste que no querías matarlos, pero fue la opción más
efectiva. Además, pensé que ya los habías visto matar, a ellos dos.
Lo odiaba, odiaba la forma casual en la que hablaba, la ligera sonrisa que se le dibujaba
al decirlo y que lo que decía era lógico, sin importar qué tan cruel sonara.
También odiaba el hecho de que las próximas palabras que saldrían de mi boca eran pura
hipocresía.
—Sí, pero ellos no lo disfrutan. Ellos no tienen opción. Están obligados a hacerlo,
aunque esté mal, incluso si sigue siendo horrible. ¡Están obligados por el bien del futuro y
esa maldita cosa!
Me miró impresionado y me devolvió una expresión llena de alegría y profundo sentido
del humor.
—Oh... ¿Dudas de tus propias palabras? Eres divertido, ¿lo sabías? —Esas burlas
entusiastas me irritaban aún más—. Bueno, te diré una verdad, algo importante que quiero
que recuerdes como una respuesta a tu estupidez. Nosotros somos soldados, no sirvientes.
»No fuimos subyugados por Aquel, fue nuestra situación la que nos hizo seguir su
voluntad. Al fin y al cabo, siempre tuvimos la opción de detenernos, de morir.
»Es cierto que somos instrumentos de su voluntad, que se aprovecha de nuestra situación
para sus propios objetivos, sin embargo, ¿somos diferentes nosotros? Cuando se te dio la
opción, elegiste vivir, aceptando la carga que implicaba. Entraste en esta guerra por tu
propio deseo egoísta.
»Eres un soldado, atado a este conflicto por tu propia voluntad y esa voluntad será la
ruina de otros. Somos responsables de nuestras acciones.
Entonces, escuchamos un grito desgarrador que sacudió la tierra misma, agudo como
agujas que perforaban nuestros cerebros.
Estaba por suceder la explosión de materia negra en el cadáver. La abominación creció
en forma de alas, mientras convulsionaba y sus globos oculares se sacudían enloquecidos.
Corte me gritó: «Corre» y me marcó la dirección mientras destrababa su colmillo de la
cambiante criatura. «Cumple la misión», corrí, y corrí asustado, más rápido que nunca,
alejándome de la creciente y repulsiva materia.
Un terremoto conmovía el suelo; había empezado a atacar. Yo me había distanciado, no
sabía cuánto. Debía alejarme más, ir lejos, muy lejos.
La muerte de la chica iba a suceder desde el principio, incluso si ella no lo sabía. El
parásito se adaptaba. El resultado ya había sido decidido.
Yo corría y lloraba. Iba a matarla. Incluso sin ese ser, ni Corte, yo hubiera hecho lo
mismo. «¿Qué estoy haciendo?».
Soldados de nuestra propia voluntad, presos de nuestros deseos.
Los que sobrevivieron
La Secta de las Almas Puras fue ideada como sociedad secreta hace cientos de años por dos
Portadores, con el objetivo de protegernos de la humanidad. Y proteger a la humanidad de
nosotros.
Fallamos en nuestra misión, sin lugar a dudas, pero me gustaría creer que nuestros
sacrificios no fueron en vano.
Soy un miembro de la organización, de lo poco que queda de ella, al igual que lo fueron
mis padres. Conservo pocos recuerdos de ellos, borrosos, pero mi orgullo los mantiene
presentes. Como tantos otros, murieron en batalla luchando para salvar a nuestros aliados.
Mi madre amaba la música… Las melodías melancólicas. El Blues… Las suaves y
relajantes canciones siempre la ayudaron.
Una en particular, Alabama Blues, la recuerdo bien… Todavía la escucho.
Dicen que mi padre la tarareaba en su hora final.
Blues… Me dieron ese nombre, porque según ellos, mi presencia les daba paz.
Era su Blues.
En mis primeros años, viví en el Palacio, como muchos de nosotros… Hasta el Día de los
Soldados. En tiempos posteriores, comenzamos a movernos de un refugio a otro. Todo esto
me fue narrado posteriormente, era muy joven para recordar esos eventos.
Las primeras memorias que conservo son de cuando tenía cinco años. Me veo con Raimi
de diez años. Todavía me acuerdo del verde marino de su mirar; contrastaba con su piel
apenas morena y sus largos cabellos negros… Siempre robó mi atención. También estaba
Alister, que me llevaba dos años y Mel, su hermana, de once.
Ellos serían mis amigos por el resto de mi vida. Mi familia.
Yo era muy pequeño para ser entrenado, al menos formalmente, solo me asignaban
ejercicios básicos. En nuestro refugio, había poca gente. Dibujaba mucho, hasta que los
otros niños terminaban con las prácticas regulares para cada edad. Sólo Alister era
diferente. A sus siete años, ya era un genio sin comparación, tanto intelectualmente como
en el control del alma; siempre le asignaban ejercicios especiales y contenidos avanzados
en materias como matemática, ingeniería y biología, por la última mostraba gran interés.
Pasaron dos años, lo que marcó el inicio de mi entrenamiento formal. Nunca pensé que
sería tan complicado, pero tuve buenos profesores. Aunque algunos se desesperaban
cuando cometía errores que en un combate real podían resultar fatales.
Fue entonces que Marcel, el padre de Alister y mi maestro de vez en cuando, dio la
bienvenida a un nuevo guardián, Méndez.
Su presencia resultaba un poco aterradora, pero a la vez, nos hizo sentir más seguros. Lo
aceptamos.
Durante años, nos trasladamos de un lugar a otro. Los constantes ataques a las bases nos
hicieron movernos más de siete veces. Las personas que me vieron crecer fueron
desapareciendo, una por una. Nos protegieron con su sacrificio.
Sentí tanto disgusto por mi propia debilidad.
Las pérdidas graduales de aquel periodo fueron el perfecto augurio del infierno que
vendría.
Este año cumplí doce y Marcel nos dejó solos tras el incidente.
Quedamos cinco...
Nunca olvidaré la destrucción de las flamas negras. Aún veo en mis pesadillas al asesino,
Deus Inferna, de largos cabellos blancos como cenizas y piel oscura, aunque no tan oscura
como la de sus víctimas carbonizadas y esos terribles ojos que brillaban como estrellas
moribundas mientras apagaban vidas ajenas.
Siempre recordaré el Día de los Soldados. Como ese hombre y su fuego tragaban vivos a
nuestros aliados desintegrando nuestras construcciones. Como una infinidad de oscuridad
se expandía sin detenerse, sin oposición. Como un solo hombre podía personificar el terror
del Hades.
Ese día, perdimos una enorme cantidad de miembros, dejándonos en la ruina.
Mi madre murió ese día.
Mi padre y mi hermana lloraron desconsolados. Yo también lloré, mientras la ira y la
confusión me tragaban vivo.
¿Por qué pasaba esto?
Después de la gran derrota, sobrevivimos varios años gracias al Trono, ocultándonos, a
pesar de las pérdidas.
Fueron tiempos oscuros, pero al menos, sobrevivimos.
A principios de este año, de nuestra organización, quedábamos cien Sectarios. Una
fracción pequeña, pero permanecíamos juntos y determinados. Todavía no habíamos sido
derrotados. Todavía teníamos un futuro.
En ese refugio subterráneo, la Secta aún vivía.
Y, en él, la Secta murió.
Nos encontraron. Aún no sabemos cómo.
Aquel volvió a mandar a Deus Inferna. Sus flamas nos aniquilaron.
Si mi tío no hubiera estado ahí, incluso nosotros habríamos muerto.
Quedamos seis sobrevivientes tras la nueva tragedia: Blues, Raimi, Méndez, mi padre,
mi hermana y yo.
Nuestro futuro o cualquier sombra que quedara de él, dejó de existir.
Yo no quería aceptarlo. Nunca lo hubiera aceptado. Por eso, dolió tanto cuando escuché
esas palabras justo del Gobernador, mi padre:
—Se acabó. Nuestra guerra finalizó.
Mi mundo se quebró en mil pedazos.
—¿Qué es lo que acabas de decir?
—Perdimos… Nuestro conflicto termina aquí. Ya no pelearemos.
Recuerdo las expresiones de los demás, la sorpresa al tratar de asimilar la cruda realidad.
Blues y yo estábamos atravesados por la misma furia, mientras que Raimi, Méndez y mi
hermana se veían extrañamente calmados y comprensivos.
—¡Es imposible! ¿Cómo crees que podemos rendirnos? —Blues me quitó las palabras de
la boca—. Mira lo que hicieron, los mataron a todos. ¡Ahora es cuando deberíamos pelear,
hacerlos pagar!
Intenté sumarme a la iniciativa:
—¡Tiene razón, deberíamos destruirlos!
—¿Cómo? —preguntó mi padre frío y certero—. ¿Cómo planean pelear, con qué fuerza?
Somos seis y ustedes dos justamente son los de menor experiencia. Son mucho más débiles
que los asesinados. Raimi, Mel, incluso Méndez y yo, fuimos incapaces. ¿Ustedes creen
que pueden ganar?
La verdad dolía.
—¡Hablas como si tuviéramos opción, ellos nos cazarán sin importar qué! ¡Evitar el
conflicto es imposible!
—Tomaremos refugio con su tío Irian, por ahora eso será suficiente.
—¡Ni siquiera sabemos cuánto puede durar, sería algo temporal, eventualmente...!
Lo reconocí en su mirar, conocía la horrible expresión:
—¿Te estás resignando a la muerte?
—Viviremos una vida tranquila mientas podamos. Es lo que importa.
Fue un duro golpe. Hace unas horas estábamos como siempre todos juntos; amigos y
compañeros en busca de nuestro objetivo. ¿Cómo se suponía que lo aceptáramos?
La ira de Blues se transformó en lágrimas de frustración. Méndez le mostraba solidaridad
a mi padre. Raimi aceptaba nuestra realidad, aunque, era obvio que compartía los
sentimientos de mi amigo. Mi hermana, como siempre, llena de resolución mezclada con
tristeza, evidenciando ese corazón fuerte que nos mantuvo unidos en tantas instancias.
Yo... personificaba la rabia:
—¡¿Lo dice quién combatió por décadas?! ¡¿El que siempre nos levantó?! ¡¿El que peleó
contra el terror constantemente, el que nos dio esperanza?! ¡¿NOS DICES QUE NO
SIGNIFICÓ NADA?!
—Sí, se los digo.
Su tono calmado quizás fue la peor puñalada.
—Mi deseo siempre fue un lugar donde pudiéramos vivir, donde tuviéramos la chance de
perdurar. Es lo que me movió todos estos años, pero, ya no... No puedo. ¿Cuántas personas
amadas crees que he visto morir? Hoy tampoco pude salvar a nadie. ¿Y mañana ver a mis
hijos morir en batalla? No puedo soportarlo.
Soltó por primera vez la terrible carga que había llevado todos estos años. Liberó sus
pesares.
—Peleé porque tenía un sueño que era irreal. Quería que ustedes y el resto vivieran vidas
pacíficas, diferentes a la mía. Pero si eso es imposible, quiero que vivan en paz, que al
menos disfruten un poco, antes de nuestro final.
Yo lo odié, a la persona en quien más creía y confiaba, a la persona que quería ser. Y la
razón por la que lo odie más es porque pude entender sus pensamientos a la perfección.
No quería decir lo que dije. No quería decirlo… No quería que nuestra última
conversación fuera esa. Estaba enojado:
—Entonces... Puedes irte... —él me miró, con calidez—. Aceptar la muerte como si no
pudieras hacer nada al respecto… Me rehúso. ¡Me rehúso! —él me escuchaba, con orgullo
—. Si tengo que caer... ¡Caeré peleando!
Separamos nuestros caminos.
No recuerdo mucho de las conversaciones que siguieron.
Blues y Raimi estaban de acuerdo conmigo, Méndez seguramente nos acompañó para
protegernos y Mel, que sabía que la elección del Viejo no era incorrecta, me dio su apoyo;
se hizo cargo de lo que pudiera pasar.
Aún resuenan en mis oídos sus palabras finales:
—Ustedes ya son adultos, dada nuestra situación, tienen derecho a elegir sus destinos. Su
madre, estaría orgullosa de ustedes, yo también lo estoy. Me hubiera gustado que pudieran
vivir como se merecen. Si es imposible, al menos den todo y no se arrepientan, porque yo
no me arrepiento de haber peleado, ni tampoco de lo que estoy haciendo. Ya que fue mi
voluntad hacerlo.
»He seguido el camino que pude, no uno libre, sino uno con muchas limitaciones fuera
de mi control… Aun así, persigan sus ambiciones. Persigan los sueños que aún quedan en
el medio de la nada. Como yo lo hice. —Entonces, nos regaló por última vez su amada
sonrisa.
La gente es tan frágil, las armas son tan frágiles, los tanques son tan frágiles, vuelan y se
rompen. ¿Cuántos campos de batalla limpié por mi cuenta? ¿Cuántas cosas deformé
eternamente por orden de ese hombre pelirrojo? Yo mismo me sorprendía de la fragilidad
del mundo. Lo fácil que era convertir todo en ruinas y cenizas.
¿Cuántas personas maté por accidente antes de su «ayuda»? ¿Cuánto tiempo consumí en
mi búsqueda de un mundo resistente? ¿Cuántos conflictos armados acabé por cuenta
propia? ¿Cuánto esfumé y destruí, me pregunto? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que todo
esto comenzó?
Los combates contra mis iguales, Portadores, Cosechadores y Soldados, fueron un
milagro desde mi perspectiva. ¿Cuántas veces estuve a punto de morir? ¿Cuántas veces
sonreí desde el fondo de mi corazón por enfrentar tales monstruos? La única razón para
vivir es el combate.
Sin embargo, ¿qué quedaba después? ¿Qué quedaba después del conflicto? Para ese
humano que sigo siendo, ese niño que alguna vez fui; vivir solamente como una pura
máquina de guerra… se sentía insignificante.
¿Cuánta sangre empapaba mis manos, cuánta por la búsqueda de mis deseos, por mis
combates? Ya no podía volver a mi familia, ni podía empezar una nueva. Un monstruo,
incapaz de retroceder o avanzar, una basura.
Mi objetivo final era eliminar a cada Cosechador y a cada Soldado, a cada monstruo que
amenazara a la humanidad. Y, también, eliminar al hombre que me manipuló hasta hacerme
arrebatar tantas vidas, al menos pondría un final al conflicto antes de perecer. ¿Qué debía
hacer cuándo uno de esos objetivos se esfumó? La muerte del pelirrojo me quitó la meta
que me alimentaba, mi núcleo.
Me perdí en una profunda depresión, hasta que un viejo conocido me pidió un favor. «Si
quieres continuar peleando, hay gente que me gustaría que protegieras». Proteger, una
misión bastante limpia para alguien como yo, pero la acepté. Mejor que nada.
Ahí comenzó algo parecido a una vida normal, la Secta. Todavía era temido... Había
asesinado a muchos de los suyos.
Inicialmente, permanecí a un lado, encargándome de lo que pudiera sin involucrarme.
Lentamente, hubo algunos que me dieron un lugar, algunos que me hicieron sentir... en
casa.
Me hizo lamentar mi camino anterior, me hizo lamentar la vida que me perdí.
Ojalá no hubiera llegado, el día en que recordé qué tan frágil es el mundo.
Si es así, que así sea, si el combate es lo que queda, que sea lo que quede.
Pelearé contra los monstruos una vez más, contra las criaturas más resistentes, en el
mundo donde pude ser libre, en el lugar donde aún estoy vivo.
Al menos, es lo que me había parecido. En un campo sano, a una cuadra del desastre que
hicimos, quedé dañado e inmóvil, pero vivo. Ninguna herida letal. El puño no me atravesó,
mejor dicho, él lo contuvo para que no lo hiciera.
Respiraba fuertemente. ¿Cuánto había pasado? ¿Un segundo, un minuto, una hora?
Él, ahí, parado sin firmeza, afectado por lo que se causó a sí mismo. En mi confusión, le
pregunté en un susurro:
—¿Por qué lo detuviste?
Calmado y con tono deprimido, me respondió:
—Estoy decepcionado, casi te mato. Recobré mis sentidos justo a tiempo para
contenerme y, todavía, el poder fue demasiado… Si no hubieras intervenido con tus
cuchillos, te habría matado, tus reflejos me salvaron de cometer otro error. Gracias Méndez.
El peso de sus pecados, así que esa fue la razón. Más consciente me volvía de esas
cadenas, menos me enfocaba en mi libertad, las cadenas del entendimiento; mientras más
vivas, más te retuercen.
—El arrepentimiento es algo pesado, Rivolte. Los errores cometidos son demasiado
grandes, no importa cuánto demos, nunca será suficiente. Nunca podremos enmendarlos.
Me dio la respuesta de alguien que había aceptado su castigo:
—Sí, puede que sea verdad. Pagaré lo que pueda, sé que no merezco el perdón aun si
pudiera devolver cada vida que robé.
Un profundo ruido ahogó la conversación. La preocupación oscureció la cara del
Soldado.
Le gritaba a la mujer atrapada en mi red:
—¡Deja de moverte, maldita!
A simple vista, parecía que ya había ganado, pero su flexibilidad era alucinante y
también lo era su locura.
Sus extremidades se deslizaban fuera, dejando pedazos de carne entre mis alambres.
Cada segundo debía reajustarlos para mantenerla en su lugar. Había pasado un minuto
eterno. Quería terminarlo cortando su tráquea. Parecía que luchaba contra un muñeco de
trapo. Renunciaba a sus partes y las regeneraba. Era espeluznante.
Si continuaba así, se escaparía. No podía permitirlo.
—Te lo repito, detente —me habló con suavidad, otra vez—. No puedes ganar.
—¡Cierra la boca! ¡Y termina con esa maldita superioridad! ¡Intento matarte!
—Lo sé y lo hiciste bien. Tuviste mala suerte. No somos compatibles en nuestra forma
de combatir.
—¡Te dije que cierres la boca, perra condescendiente! ¡Todavía no se acaba!
Le grité, quería creer en mis palabras, pero fallé.
Lo siguiente fue una inesperada perdida de oxígeno. Reconocí su rodilla clavada en la
boca de mi estómago, antes de caer al agua estancada del túnel.
Mi aullido de dolor fue ahogado por la falta de aire, tornándose en un ligero gemido.
Había perdido.
—Tienes un implante metálico por mano —pude mirar sus dedos al constatarlo—. De
ahí salen las redes. Tienes talento, aunque asumo que esta fue tu primera pelea —ella se
levantó, empezó a irse—. Sería bueno que no tuvieras que pelear otra.
Por el túnel, iría a su final.
Debía detenerla, antes de que desapareciera.
—¡Espera!
Se detuvo y me miró.
—¿Vas a dejarme aquí?
—No gano nada si continuo, ni si te mato.
Aproveché la chance para meter dos hilos en rocas inferiores.
Irían verticalmente por su tráquea.
Saltaron. Ella, con un movimiento instantáneo, se distanció diez centímetros de mis
guillotinas.
—¡Maldita!
Me desesperé, lancé todas mis extensiones metálicas, algunas de frente y algunas a través
de las rocas para probar suerte. Nada la tocaba.
Iba a irse.
—¡Espera, maldita sea, espera! —sentí las tibias gotas deslizarse por mis mejillas.
Me dio la espalda.
¡Al menos, al menos! —mi voluntad y mi ofensa cedieron, ya no podía. Agarré una
piedra del suelo y se la lancé—. ¡Al menos mátame!
El sonido de su cráneo impactado fue sorpresivo. Acerté… No, ella permitió que
acertara. Mi ira no se calmaba.
—¡¿Quién te crees que soy?! ¡Yo soy Blues, soy el hijo de dos héroes de la Secta! ¡He
sobrevivido hasta el día de hoy! Fui herido muchas veces, hasta perdí mi mano. He visto
morir a incontables personas que amaba, y no pude hacer nada. ¡Por eso hoy quería pelear
hasta el final! ¡Combatir por el honor de los que cayeron y si fallaba en eso, quería tener
una muerte digna en batalla! ¡Así que deja esa estupidez compasiva! Soy tu enemigo, ¿no?
¡Soy tu presa! ¡Como depredadora tu deber es devorarme! ¡USTEDES SON QUIENES
NOS DEVORAN! ¡¿NO ES ASÍ?! ¡USTEDES, LOS COSECHADORES Y LOS
SOLDADOS!
Aún recuerdo su expresión pensativa de perfil, su sonrisa melancólica. Yo estaba
atrapado en mi enfurecido torrente de lágrimas y en la impotencia, deseando tanto la muerte
como la vida.
—Lo siento —esas eran las palabras por las cuales recordaría a esa mujer—. Ya he
matado suficientes niños por esta vida.
Esa amabilidad y esa tristeza, sin embargo, sus crímenes aún eran imperdonables.
El deseo de vivir
Tras una accidentada carrera, donde los temblores dejaban en claro nuestra situación de
mierda, alcancé la entrada al Salón del Gobernador.
Quería entrar, rescatar el Trono e irme. «Déjenme entrar». La columna de piedra que
custodiaba la entrada funcionaba según un viejo sistema de seguridad. Algunas de las
piedras que sobresalían debían ser acomodadas a través del alma, para permitir el acceso.
Pero, los Soldados carecíamos de esa función, se anulaba cuando el alma se comprimía,
cuando las flamas nacían.
¿Tendría que destruirlo? Su profundidad y su altura indicaban su resistencia. E incluso,
en el peor o mejor escenario, quizás causaría la destrucción del Salón o el Palacio. «¿Qué
hago?».
De la nada como un milagro, las piedras reaccionaron. Abrieron un hueco, una entrada.
A pesar de mis dudas, acepté el llamado. Quería que se terminara. Quería enfrentarlo.
El portal se cerró a mis espaldas.
Tuve una sensación de Déjà vu. La familiaridad de la escena me puso la piel de gallina
—bueno, simuló la sensación—. La construcción ovalada enrojecida por las antorchas,
enorme de ochenta metros por ochenta, y el Trono elevado levemente en el extremo
contrario a mi posición. Había diferencias… Pero, ¿por qué se sentía tan familiar?
Puede que fuera por la persona sentada. El chico que apenas alcanzaba la adolescencia,
vestía las usuales prendas negras. Delgado, bajo y de piel pálida, parecía un niño que no
conociera el sol y, a la vez, un reflejo de Melissa en la tonalidad de sus cabellos e iris. En
sus manos, sostenía un frasco, cuyo contenido era importante: una flama negra.
Sentí hostilidad, pero no me causó temor alguno.
—Qué gracioso. Debes ser unos años mayor que yo, supongo. ¿Qué te parece esta
realidad de mierda, novato?
Palabras tan livianas, me hicieron responder cómodamente.
—¿Cómo sabes que soy nuevo?
—Tenemos registros de todas las amenazas para la Secta, incluyendo a la Mansión.
Hemos llegado a perder miembros para recolectar esa información, le tenemos alta estima.
No han agregado a nadie en diez años, una cara irreconocible significa sangre fresca. —Su
tono de voz… resultaba un alivio.
—Entiendo —le dije confundido, como respondería a alguien en la calle.
El chico se sentía… normal.
—¿Qué opinas? ¿Patético, no te parece? —Estiró sus manos, como enseñándome las
paredes mohosas que lo rodeaban, el polvo y las telarañas que no noté hasta dar una
inspección profunda. Me recordaba a un calabozo—. Una vez, este cuarto fue el centro de
la Secta, donde los representantes del grupo discutían sus problemas. En su mesa, pelearon
por un futuro mejor.
«¿Mesa?».
—Pero, míralo ahora, nada queda de ese símbolo de gloria. Quedan solo recuerdos de
una estúpida inocencia. Destruí lo demás con mis propias manos, lo dejé limpio. Vacío es
mejor. —Sus palabras finales fueron dichas en un susurro.
«¿Por qué me lo cuenta?». Quizás... se desahogaba. Cierto, él no era un monstruo
escondido en una ilusión, sino un niño, un verdadero niño. El peso de su tradición y de su
vida lo llevaban a su límite.
«Quizás, quizás pueda acabar sin otro baño de sangre. Quizás podemos razonar».
—Escúchame… Si me das el Trono, nadie tiene que salir lastimado —le hice una
advertencia liviana. Quería ser escuchado.
Noté su irritación, su enojo.
—Oh, ¿igual que Raimi? —respondió profundamente afligido, temblando y deseando
romper algo.
—¿R-Raimi?
—La chica que fue atravesada por la espada. A la que le ibas a disparar.
Mi mente dejó de funcionar. La acusación me golpeó con fuerza. La misma acusación
que yo me hice.
—¿Sabes cómo funciona un Trono? El que se sienta en el instrumento tiene la capacidad
de extender su alma a distancias sin precedentes, puede cubrir hasta kilómetros. Dicho de
forma simple, te permite ver, sentir y escuchar cualquier área elegida, te permite cierto
nivel de omnipresencia. Sin embargo, soy incapaz de interactuar a través del Trono.
»El monstruo de tu Mansión es inhumano, en actitud y capacidad. Crea puerta inter-
dimensionales, la energía necesaria es una locura y el riesgo también lo es. Esas puertas se
conectan a su mente directamente; cualquier daño podría… Es una abominación.
Continuaba pensando en voz alta, supongo que era ese tipo de ser humano.
—Los observé… Mis sentidos no cubren los ocho kilómetros del Palacio, pero sí cada
conflicto. Los vi, escuché y sentí. Te sentí.
Dolía, su mirada.
—¡Mis compañeros siguen peleando por sus vidas! ¡Te recomiendo que no lo olvides,
bastardo!
Mi falta de argumentos estaba al borde de ser graciosa, ni siquiera pensaba una defensa
básica. No quería decir hipocresías.
—Tu apellido es Elis, ¿me equivoco?
—Sí, me llamo Alister Elis. Soy el hijo menor del viejo que masacraron.
Me lo merecía.
—¿Cómo acabó? ¿Cómo fueron los últimos momentos de Marcel?
«No sé si mentir o endulzar mis palabras... Seré honesto».
—Se lamentó... Nos dijo que no había camino en esta vida, e intentó asesinarnos. Casi lo
logra.
Miré al suelo. Aunque, levanté la vista al escuchar su estrepitosa risa:
—¿Qué «casi lo logra»? ¿Sentís lástima o te hace sentir mejor decirlo? —su alegría
perdía resonancia—. Mantuvo sus creencias, al menos.
Me lo recordaba.
—Sigo enojado. Quiero verlo y decirle lo equivocado que estaba… —Su mirar se
humedecía.
Me daba lástima, pero lamentablemente las negociaciones parecían improbables.
—Bueno, basta de sentimentalismos. Es hora de resolver nuestro problema. Ya te dije mi
nombre, dime el tuyo.
«En el fondo, hubiera deseado decir mi verdadero nombre».
—Medio-humano, así me llaman.
—Es un buen nombre, te sienta. Te preocupaste por mis sentimientos —se paró y bajó
los escalones. Dejó el frasco en el Trono—. Antes que lo preguntes, no, no hay otro
camino. Tenemos que pelear.
—¡Esperá! ¡Entiendo tu motivación, pero debe haber una alternativa!
—¿Alguna vez escuchaste de la habilidad de crear milagros? —Me ignoró.
—¿Milagros?
—Darle vida a alguien que debería haber muerto, darle poderes sobrenaturales. ¿No lo
llamarías un milagro?
Mi cuerpo que fue partido a la mitad, Loto, Rivolte y Corte, nuestras capacidades; un
milagro las definía apropiadamente.
—Los soles o las flamas son peculiares. Aisladas, les falta un propósito. Pero, si se lo
das, pueden abrir la puerta a las más profundas fantasías de la humanidad.
»Nuestra organización por centenares de años investigó sus misterios. ¿Sabes por qué las
flamas de tu Mansión son negras?
—N-No.
—El color negro permite visualizar su espectro total, absorbe la mayor cantidad de luz.
¿Sabes por qué son flamas? Porque son las estructuras vibrantes más habituales en la mente
de la gente, la más fáciles de visualizar y, por lo tanto, controlar. No hay magia aquí, fue el
resultado de años de investigaciones, cuyo objetivo era controlar el alma.
»La Flama del origen fue nuestra invención.
Nunca había escuchado al respecto. Nunca había tenido acceso a tal información. Pero,
¿no iba a atacar? En primer lugar, ¿qué ofensiva podía provenir de este niño?
Le seguí la corriente… No nos estábamos matando, al menos.
—El alma, como órgano, otorga habilidades asombrosas… Pero, no se compara a las
flamas. ¿Sabes por qué los soles nacen cuando alguien muere?
—No…
—La biblioteca de la Mansión censura mucho la información. Para los nuevos. La razón
es simple, porque es el mecanismo final por el cual el alma intenta salvar al individuo.
«¿Qué?».
—En términos biológicos, se puede decir que el alma intenta rescatar la conciencia del
individuo, y falla. Has percibido los sentimientos, ¿verdad? ¿Las sombras?
Él ya sabía la respuesta…
—Hay dos componentes en el alma, el núcleo y la extensión. Cuando funciona como
órgano, el núcleo es el cerebro y la extensión es el resto.
»Sin embargo, cuando el individuo muere, el núcleo se pierde. El alma intenta
reconstruirlo, simular un cerebro. Y, la extensión se solidifica para proteger a su nuevo
núcleo.
»Esos son los soles o flamas.
Entendía, había cierta lógica científica al respecto.
—El proceso es semi-eficiente. No crea un cerebro perfecto, solo una unión de ideas y
sentimientos. Un humano superficial.
—¿Qué intentas decir?
—Ese eres tú… La sombra de un humano, manipulable por otros. Por eso, te dejaron
morir antes de rescatarte, para limpiarte, para que perdieras todas tus memorias. Te dijeron
que te las robaron, ¿verdad? Eso es una mentira, ya ni siquiera existen. Lo que te sostiene
es una ilusión.
»Eso es un Soldado.
Me faltaban las palabras. Entonces, ¿qué significaba mi vida? En cierto nivel, lo sabía…
Ya lo sabía, pero, ¿nunca podría recuperar mis memorias?
¿Tanto me había quitado ese monstruo repugnante?
Alister, con un destello, invocó la flama negra; que escapó del frasco. Entre sus manos,
resplandeció. Lo entristeció:
—Transformaron nuestra aplicación práctica en un arma asesina. Nunca los voy a
perdonar. Y, odio decaer a su nivel… Pero, voy a mostrarte que los superamos. ¡Déjame
enseñarte, qué tan terrible puede ser un milagro!
Un resplandor oscuro, el fuego se deshizo, se escurrió a cada piedra del salón y después,
susurró:
—Lo que deja una persona, puede iluminar a los que quedamos.
Desde cada grieta, se inició el temblor, diferente a los de afuera. Crecía, se expandía, el
verde, la naturaleza en todo su esplendor; raíces verdes, cubiertas de musgo, largas, finas,
resistentes. Era una jungla de vegetación.
Si me hubieran preguntado, habría dicho que las plantas estaban ahí desde hacía décadas.
Nunca hubiera creído posible el aspecto del salón anterior.
—¿Cómo?
—Ahora jugamos. Veamos si sobrevives.
Las raíces desearon unirme al ambiente, escalaron mis piernas. La confusión se
transformó en miedo histérico. Quise arrancarlas, patearlas, soltarme. Pero era inútil, se
adherían más profundamente. Me aterraba la idea de que atravesaran la ropa, la piel y se
esparcieran dentro, como una enfermedad.
Agradecía por mi traje y sus telas protectoras. Aun así, crecían y crecían imparables. ¿Iba
a mi pecho, a mi tráquea? No, no lo permitiría.
Una explosión de llamas, iba a hacerlas cenizas. Encendí la parte inferior.
«¿Por qué? ¿Por qué no se queman?». Las llamas ardieron y las raíces seguían ahí.
Dejaron de avanzar, pero permanecían. Sobrevivían al calor demoniaco.
—No hay tiempo de descansar.
Una raíz, gruesa, fue a mi cuello. Perdí mi concentración y, por la tanto, las flamas. La
expansión reinició, avanzaron sobre mis pectorales y mis hombros. Sellaron mis
extremidades.
Estaba inmóvil.
—Adiós Medio-humano.
Presión... Espinas… Tráquea.
«Sin opciones».
Recordé el consejo: Medio, en caso de emergencia, hay un mecanismo definitivo
disponible. Recuerda, si lo usas, perderás una enorme cantidad de energía, pero si vas a
morir de todas maneras, hazlo.
Loto…
Me retorcía, enjaulado, estaba en una situación sin salida. Tomaría el riesgo.
Inicié una liberación total de flamas, desde cada rincón de mi ser. Una llamarada
suprema, que podría drenarme a cero.
Aposté. Mi terror se transformó en una estrella negra. La luz suprema arrasó las plantas
próximas. Fallecían. Me volví la flama de un horno.
Brillé esplendoroso por unos dos segundos.
Me apagué, me forcé a ello para evitar la muerte.
Sin nada que me sostuviera, caí sobre mi espalda. El cuerpo se sentía débil, tan débil.
Respiraba acelerado sin razón. Temblaba. Me asustaba un estado similar a la anemia
extrema. ¿Caería inconsciente?
Me levanté. Tenía que permanecer atento.
Estaba en un área de veintidós metros, un globo limpio, muerto. Ardía, el cuarto ardía, la
distorsión me lo confirmaba. Y él, ¿cómo estaba él? Cubierto de raíces, un montón de
raíces lo habían ocultado. Lo habían protegido del fuego.
El cuarto ardiente mantenía su vegetación, las raíces lejanas soportaron. Aunque, se
movían menos.
Las raíces guardianas lo dejaron libre, se desplomaron debilitadas y marchitas.
—Casi me matas, bastardo.
«No puede agarrarme de nuevo». Apenas me mantenía firme.
Duro como un martillo, recibí el golpe de una raíz. Fui revoleado contra la pared
ovalada. Impacté contra las piedras y volví al suelo, de rodillas; las plantas se corrieron
específicamente para que diera en la pared.
Se ve que no intentaba atraparme.
—¿Te gustan? Livianas pero fuertes, flexibles pero resistentes. Cambiantes y confiables,
estas raíces son el resultado de mis mejores experimentos.
No eran muy rápidas, pero, aun así, ni siquiera podía reaccionar. Un golpe a la cara, uno
al estómago, uno al hombro; sentía la carga en los músculos, en los huesos. Esas plantas
eran armas bien balanceadas.
Me había vuelto un muñeco de trapo a su merced.
Agarraron mi pierna derecha, elevándome velozmente hasta darme contra el techo. Al
momento siguiente, me hizo caer a la tierra; la gravedad se sumó para aplastarme. Mi
dentadura se habría roto, si no hubiera sido tan dura.
Una me sostuvo de la izquierda, dejándome colgado boca abajo. Otra me golpeó la boca,
partiéndome dos dientes. Dos se hundieron en mi estómago, aplastándome las costillas. La
presión se iba sumando.
Volé a las paredes, otra vez.
Me arrinconaron en un costado del salón, apuntando a mis hombros y piernas. Sentí
como me rompía, mis músculos destruirse, mis huesos resonar.
Ya no podía levantarme, mis brazos estaban inmóviles, mis piernas temblaban. El daño
era profundo, el cansancio también. «Debo escapar, si no escapo, voy a morir».
—Es tiempo… —Le escuché decir.
La familiar opresión en la tráquea, la horca.
Punzante.
«Es tiempo… Ya es suficiente… Deja de actuar».
Desciendo al nivel subterráneo a través del domo de la abertura en el campo. Hay una
estrepitosa caída de dos kilómetros en mi futuro inmediato, aunque no me viene mal.
Gracias a mis conocimientos acerca de la topografía del Palacio y a mi cadena conectada a
la cima, puedo maniobrar para llegar al lugar apropiado.
Estoy a mi límite físico y tampoco tengo una excepcional cantidad de flamas. Me
aseguro de reducir la inercia al mínimo; no debo sumar presión en las piernas.
Aterrizo de manera controlada. Alcanzo el pilar protector del Salón.
Nunca antes había visto una estructura semejante sufriendo tal colapso. El pilar, la mejor
defensa para el Trono, pierde estabilidad, aunque aún se mantiene.
Nosotros no causamos suficiente daño en los alrededores para este resultado, algo salió
mal.
Dejo de lado mis dudas y observo la dañada torre; quiero buscar una entrada. Hay un
punto perforado desde adentro… ¿Por plantas? Mi preocupación se profundiza.
¿Qué sucede adentro?
Mi brazo sano restante sufre por anticipado, no quiero ejercerle presión innecesaria.
Pero, tendría que crear una puerta.
Subo los ocho metros de altura, mi metal negro funciona de arnés.
Suspiro, frustrado y así, doy el primer golpe. Las fibras musculares y los huesos casi
explotan. ¿Tengo la mitad del poder de siempre? Quizás menos. Otro, duele y lo odio. Otro
más, las piedras sucumben y, finalmente, creo un portal.
Caigo al interior del cuarto, sin demasiada alternativa, para evitar que algunas de las
piezas inestables me aplasten.
No sé qué esperar, ¿quién fue a buscar el Trono?
Nuestro objetivo, la herramienta, estoy sobre ella. Literalmente me desplomé en el
Trono.
Y, observo en primera fila el final de la contienda… entre Medio y el niño Alister.
La escena de siempre, sus dedos presionan para arrebatar una vida.
Quieren romperlo como a un melón.
El adolescente sucumbe al terror y un grito desesperado se le escapa.
Ni lo dudo, lanzo mi cadena y vuela para separarlos. Al darle en la muñeca, sucede.
Ese pequeño se desploma, inconsciente. Le sucede lo mismo a Medio.
Ninguno saldrá bien parado si dan contra la superficie inferior. El abrazo de mis
eslabones les permite un aterrizaje suave, a la lejanía.
Voy a verlos, dando pasos lentos. Mis piernas me están matando.
Dada su condición, atraerlos con mi cadena no vale la pena; podría haberlos lastimado.
Pobre Medio, la batalla lo ha dejado en estado crítico, le faltan extremidades y ha
recibido heridas internas profundas. Quizás sea tarde…
No, al menos, debo intentar estabilizarlo. El hueco en su pecho me trae malos recuerdos.
Tengo que intentarlo. Si cierro la herida principal, aun sin costillas, existen posibilidades de
supervivencia.
Veinte segundos, con mis flamas, le doy energía para sanar.
El niño, su oponente, ha quedado inconsciente por la presión y el desgaste, tanto físico
como mental. Vivirá, al menos, detuve cualquier daño permanente. Un momento adicional
y lo habría asesinado.
Era de esperarse.
Tardo veinte segundos más y he gastado considerable cantidad de mi alma, pero lo logro,
el hueco ha sido reemplazado por una capa protectora de piel.
Ninguno despertará pronto. Bien sujetos a mi espalda, los cuelgo a ambos con la cadena.
Me estorbarán… Pero ahora, hay que sacarlos de aquí, además todavía falta completar
nuestra misión.
Un profundo escalofrío me recorre… Una sensación conocida… prediseñada para un
Soldado; la alerta contra nuestros enemigos.
Creo una nueva cadena, e intento atrapar el Trono.
Del hueco por el cual ingresé y el cual colapsa, un cuervo negro desciende y bloquea los
eslabones con sus garras. Al aterrizar sobre el respaldo, su dorada mirada me atraviesa
amenazante.
En una situación normal, podría haber cumplido nuestro objetivo; pero hoy mis heridas,
los dos individuos que proteger y el escenario me limitan.
Obligado, escapo por una abertura superior del icónico salón. Me elevo impulsado por
una cadena como garfio y mis débiles piernas.
La estructura del Salón y la del pilar están interconectadas, por lo que parte del escudo
debilitado terminó de partir el techo.
En la parte superior, existe un punto medio, un considerable espacio vacío entre ambas
construcciones: un domo adicional. Los archivos dicen que había sido un requerimiento
arquitectónico para que el pilar no presionara el Salón y dadas las condiciones actuales, lo
entendía.
Sin aquella barrera, el Salón ya hubiera sido derrumbado. Sin embargo, la esperanza del
viejo legado es nula. Aquel domo también ha sido quebrado y atravesado por escombros.
Morirá pronto, y yo no lo acompañaré.
Busco la grieta de mayor tamaño, el punto más débil; la parte izquierda inferior del
domo, el extremo opuesto de donde vine.
Y, detestando al universo y a todos los mandamientos, corro sin limitarme y le doy el
último golpe que ese brazo daría.
Se hunde la mitad hasta el codo, por fin se rinde y explota; el domo y esa parte del pilar
lo acompañan. El masivo estruendo abre un portal que ni duraría segundos. Salto hacia
fuera, a una cuadra de distancia y considero los efectos de mi golpe de gracia.
El pilar y el Salón del Gobernador colapsan.
Aterrizo.
La situación del domo mayor no es mejor.
La imposible construcción se rinde ante el peso de la decadencia.
Arriba, en la cumbre, las mismas grietas por las cuales entré aún se mantienen. Hay que
regresar a la superficie.
Me sujeto a la enormidad agrietada que apenas resiste en la profunda lejanía y, saltando
con cada gramo de fuerza, subo hasta la mitad del recorrido; quedo colgado a 1000 metros.
Después, empiezo a escalar con mis piernas y reduzco los eslabones para que sirvan de
elevador. Metro tras metro, busco desesperado la cima.
Lo logro, al final. Llegamos a la superficie, a la tierra verde.
Pero, la diferencia entre las profundidades y el campo desaparece. La tierra se hunde.
El mundo alrededor, colapsa.
A una cuadra, el hombre que derroté se hunde en una muerte segura.
Desde los restos informes de mi brazo, creo una cadena y espero desesperadamente que
la suerte me ayude. Intento salvarlo.
Afortunadamente, atino, apenas. Los eslabones abrazan su pecho.
Ahora tengo que traerlo… No puedo.
Intento reducir la cadena. No puedo.
Me falta concentración… Estoy tan… cansado.
El palacio que abarca largos kilómetros se desmorona.
Mis músculos ya se han rendido, nada de que sostenerme. Un extenso abismo… Pronto
me devorará también. Me desplomo a la nada.
La desesperación del cielo nocturno, la paz de las estrellas y la luna carente… Quiero
tocar el cielo que me rechaza.
Atrapado en la desesperación, sufro ese caótico instante. Tormentosas llamas, nos
arrasan.
Al lado de un pedrusco, escucho sonidos a la distancia. Medio, Méndez y Alister, están
bien, conmigo. Inmóvil, desorientado y aliviado, descanso por un momento...
Cierro los ojos, sintiendo tristeza por la pérdida de un recuerdo, la de un grupo diferente
a nosotros.
¿Qué había sido ese sueño? Un tibio calor, luego la desesperación y un enemigo,
imperdonable. Apenas lo recordaba y aun así lo sentía, aquello. El temblor de mis manos, la
extenuación de mi ser y un miedo más profundo que la existencia misma. ¿Qué eran esas
sensaciones?
¿Dónde me encontraba?
—¿Estás bien? —me consultó con dulzura, qué palabras y qué tono tan familiar.
Mi pánico disminuyó, a pesar de mi inmovilidad y mis carencias físicas.
—¿Estás bien? —repitió, aportándome tranquilidad la voz de Loto.
Ella me ayudó a sentarme. Él, a mi derecha:
—Es bueno que sigas vivo, Medio.
—Rivolte… —sobrevivió… por suerte.
Corte a mi izquierda, silente. Lo ignoré.
—¿Qué fue lo que pasó? —le pregunté a mi compañero, débilmente.
—Es algo complicado, ¿quieres recodarlo?
—Sí... Quiero entender lo que siento.
Había una clara depresión en su voz:
—Bien, seré simple y directo, te perdiste en la desesperación.
—¿Desesperación...?
—La desesperación por vivir, la base del ser vivo. El terror a la muerte.
«Muerte...».
—Defenderse, alimentarse, reproducirse… Los instintos de supervivencia aún están
grabados en nosotros. Un ser vivo necesita balance para existir plenamente; dolor, hambre,
deseos sexuales, son señales de la falta de balance. Y, ahora sentiste la peor señal, la que
indica que la balanza misma puede desaparecer, la pérdida de la vida.
«Alister…».
—Tenía miedo… —Lo recordé, de a poco—. Le tenía miedo… Yo…
Mi atención regresó a Loto, quien se había alejado.
La multitud de heridos, no sabía… si había muertos y él… ahí dormía.
—No lo mataste, si es lo que piensas.
Lo miré, aliviado:
—¿En serio? Qué suerte…
«No lo hice… No lo hice».
—No lo consideres un mérito propio.
Me dio una bofetada moral y mi atención regreso a él, con un poco de temor en la
misma:
—Te detuve. Por poco le aplastas la cabeza. ¿Lo recuerdas?
No quería.
La seriedad de Rivolte:
—¿Lo recuerdas?
Lo acepté.
—Sí… Su calor y la solidez, y también un grito.
—Entiendo… No es necesariamente malo.
—¿Qué?
—Recuérdalo, si no quieres que se repita.
—Sí…
Él, entonces, me dio otro golpe duro:
—¿Quieres que se repita?
No sabía por qué, pero no lograba darle una respuesta.
—Es normal, ibas a morir. Peleaste para sobrevivir, hubieras muerto sin tal mentalidad.
Bueno, apenas pude salvarte de todas formas.
Dolía mi mente. Dolían mis heridas. Dolía… la falta de control.
—No me mal entiendas, no te estoy juzgado. ¿Quién soy para juzgarte? Es más una
advertencia. Si ignoras tu hipocresía, un día tendrás que buscar tus valores morales, y te
darás cuenta que no hay nada ahí.
Esas palabras. Esas palabras.
Corte no hablaba, ni hacía un sonido, pero sentía su presencia.
—Entonces... ¿Qué debería hacer? ¿Tengo que aceptar mis acciones? ¿Mi egoísmo?
—Sí y, a la vez, no. Aceptar tus acciones… significa aceptar la responsabilidad que
conllevan. Aceptar la muerte de alguien… significa aceptar la desaparición de una vida, de
un semejante. No son verdades fáciles de asumir y tampoco deberían serlo.
»Porque un día, la víctima de las mismas acciones y la misma desaparición podrías ser
tú.
Esa tristeza en sus ojos, como mínimo, era honesta.
—Entender algo no significa saber cómo afrontarlo. Cómo lo manejes es tu decisión.
Me faltaban respuestas o ideas. «¿Qué vendrá a partir de hoy?».
—Rápido, vamos a matarlos y salgamos de acá —otra voz familiar, ese tipo—. Ya le
diste tu charla, terminamos. Rebanen sus gargantas o algo, quiero volver y descansar antes
de que se quejen de nosotros. Fallamos, pero al menos tomemos el alma de Méndez como
premio de consolación —murmuró de mal humor.
—No hay necesidad, los dejaremos vivir —le respondió Loto de mala gana.
—¿Por qué? Están cansados y heridos, serán una presa fácil para cualquiera. El Rey
sigue rondando y sabes quiénes vendrán pronto.
La misión tenía una prioridad bastante alta, según el informe, aunque no especificaba por
qué. Sin embargo, asumía a quienes se refería.
—¿Podemos llevarlos a la Mansión? —les pregunté.
—No, no se puede —Rivolte anunció—. La Mansión es un territorio especial, la cantidad
de oxígeno es limitada; no durarían ni un día. Además, la dimensión entera está conectada a
Aquel, cualquier daño al interior podría poner en riesgo su vida. Ellos lo saben y lo harían.
»Ningún ser exterior existe en ella, por eso es seguro.
—Exacto —agregó Corte—, será más compasivos matarlos ahora, que dejarlos ser
despedazados.
—Sí, quizás tengas razón.
Una voz que nunca antes había escuchado, el niño de la campera blanca.
—Oh, el chico asiático se despertó.
—Cállate, Corte —lo regañó Rivolte.
Él observo a sus aliados inconscientes. Se adaptó a la situación con facilidad y depresión.
—Una chica, de piel café, pelo negro, y ojos verdes. ¿Qué le pasó? —el niño preguntó
inundado de temor.
—Yo la maté —explicó Corte sin ninguna emoción.
Rivolte y Loto reaccionaron. Desaprobaban sus palabras innecesarias, pero no se sentían
en una posición moral para quejarse.
—Entiendo... —el jovencito apretaba sus dientes para contener la ira—. Los demás...
¿Qué dirían si estuvieran conscientes? Qué espectacular fracaso, maldita sea —sus lágrimas
escapaban—. No importaba cuántas victorias consiguiéramos o cuánto pudiéramos
escondernos, siempre lo supimos. ¿Qué punto había en continuar, si nuestras vidas no
significan nada, en este mundo de nada?
»Por eso quisimos terminar con un Boom. Una última explosión, una última oposición.
Sí, así debería ser.
Una mala sensación, algo familiar, cercano. Su mirada… se había tornado negra. Era lo
mismo, lo que había pasado con Marcel.
—Todos, adiós, y perdón... por nuestra debilidad.
De pronto, con un sorpresivo impacto, recibió un golpe; el niño, igual de confundido que
nosotros. Loto había hundido un puño en su estómago. Se veía sumamente doloroso.
—¿Qué...? —sus palabras sin aliento.
—Lo lamento. Por favor, vive.
Mientras se perdía en la inconsciencia, la chispa oscura en su mirar se apagó.
La puerta negra se mostró, por fin.
Ella vino por mí, ni podía levantar el cuello para verla. Eventualmente pude; alguien me
había puesto de pie, ese destartalado joven.
Se miraron y vi como ella formaba su pequeña sonrisa; él le respondió.
De inmediato, se esfumaron en expresiones miserables. Loto fue por Corte. Rivolte me
cargaba, apenas podía moverse.
—Espera, estás demasiado débil…
—Tranquilo, puedo alcanzar a Eri con la energía de la Mansión.
—Pero... si los dejamos...
—Te dije que no te preocuparas —me respondió, seguro—. Tendremos que confiar en el
Cosechador que detesta la sangre.
Ella se encargó de arrastrar a nuestro molesto aliado.
—Qué montón de niños, dejar vivos a tantos objetivos. Ojalá pudiera moverme.
Nos retiramos. «Regresamos a la Mansión».
Los fatigados actores dejaron un demacrado escenario para la segunda parte, protagonizada
por los otros cuatro que observaban al borde del abismo, las extendidas ruinas subterráneas.
Ese escenario significaba algo para algunos, nada para otros, y aun así, lo presenciaban
todos un poco melancólicos.
Pero, sus colmillos seguían afilados, a pesar de la tragedia ajena.
—Inferna fue molesto —mencionó irritada la niña.
—Ni siquiera fue a la ofensiva —agregó la mujer, frustrada—, nos contuvo y después, se
fue. Porque sí.
—Supongo que no valía la pena continuar… Ya que el Rey tomó el Trono.
—Si Meridon, el Trabajador y el Rey hubieran colaborado, podríamos haberlo matado.
Kares no continuó la conversación… Porque se sentía insegura sobre la validez de
aquella declaración. La mujer joven captando el mensaje, se calló.
—Vamos, cálmense —comentó el hombre esquelético de tenebrosa felicidad—. Todo
cae en su lugar. ¿Verdad, Meridon?
Él no se dignó a responder.
Finalmente, las alas negras de cien metros arrasaron los escombros. Quitaron los infinitos
destrozos, para mostrar el cuerpo principal y al Trono. La joven llevaba, como todos, un
atuendo negro; sus ojos verdes habían cambiado al penetrante amarillo y la cicatriz en su
pecho, había sido rellenada por la misma materia negra como un aceite espeso, que formaba
las partes aladas. Los restos de Raimi, el Rey de la noche.
—Conseguiste uno nuevo, Rey.
—Uno digno, niña —la voz suave de la joven poseída sonó con las inflexiones de la
arrogante entidad—, un miembro de la familia Yuaz. Hacía demasiado que no habitábamos
un huésped de tal calidad.
El ángel oscuro despegó, cargando el Trono en sus manos. Sin dificultad alguna, escapó
del profundo y monumental cráter. Fue capaz de alcanzarlos en la porción verde que no
había sido tragada por la memoria.
Las alas se redujeron, permaneciendo plegadas en su espada; lo cual aliviaba la presión
física.
—A pesar de los estorbos, fuimos superiores.
—Por fin podemos continuar los planes —el hombre esquelético acarició el Trono con la
misma pasión que al encontrar un amado juguete de la infancia—. Ahora, hay que decidir
qué haremos con los sobrevivientes. A tres kilómetros, está Méndez.
Lo habían percibido, el huevo dorado, la mejor alma posible y el mejor alimento, dormía
en las cercanías.
—No es mi responsabilidad, ya que no soy un participante. —Su deleite irritaba a sus
actores, pero lo soportaban. Se habían acostumbrado a su ineludible presencia.
Fue una situación tensa y silenciosa… Existían varias presas, en una situación corriente
se las hubieran repartido, pero aquel que devorara a Méndez ascendería. Todos lo sabían.
Aquellos que ascendían, que maduraban, podían devorar almas de Cosechadores, tanto
de sus iguales como de sus inferiores. Podían por fin perseguir la supremacía, la divinidad
absoluta.
El nacimiento de un nuevo ser completo traería caos al conflicto actual, los dos
superiores pasivos, la Mansión y los pocos cosechadores restantes enfrentarían el cambio.
Entre los tres inmaduros, iba a darse un baño de sangre, para obtener ese privilegio.
Sucedería si aquel hombre lo permitía.
—Te pondrás en el camino, ¿no? —la pequeña sonó algo cansada.
La voluntad de Meridon era aparente.
—Trabajador, ¿no era que Meridon tenía prohibido meterse en nuestras cacerías? —
preguntó irritada la mujer al ser gris.
—Hago excepciones en las situaciones que las demandan. Le tengo gratitud a Meridon
por su cooperación —la misma repugnante alegría.
—Maldito, la única cosa por la que resultas útil. ¿Rey, qué piensas?
—Concordamos con el Trabajador. Ya los individuos carecen de valor alguno, incluso
aquel monstruo. Además, mantenemos nuestra cordura. Nos falta la intención de
suicidarnos en las manos de Meridon.
—Entiendo... —Eran Kares y ella, la discusión empeoraba.
—Meridon —la pequeña lo encaró—. Ellos... Su tiempo ha terminado. Pasará tarde o
temprano —intentó traspasar su determinación con palabras honestas. La muralla de
Meridon se mantenía, demostraba la firmeza de sus valores—. Supongo que te haré el
favor, como recompensa por los chocolates. —Suspiró, decepcionada y un poco feliz.
—Gracias —le respondió sonriente.
—No estorbes —la mujer lo amenazó, su revólver se apoyó en la frente del individuo
determinado—. Quizás alguien como tú no lo entienda, pero cada vida es valiosa, cada una.
En especial una que podría evitar el sacrificio de tantas otras. No desperdiciaré vidas, ya
que cargo una responsabilidad.
»¿Puedes entenderlo, Meridon, el destripador?
El recuerdo lo afligió profundamente, de nuevo.
—¿Cuántas vidas has robado, y aun así tienes la cara para mantener este acto de
pacifista?
Sin embargo, las palabras endurecieron su determinación. Asthera no era diferente.
Ninguno retrocedería.
La hoja metálica acarició una garganta, la de ella:
—¿Qué haces, Kares? —le preguntó enardecida y confundida.
—Es por tu propio bien. Te dejas llevar.
—Yo...
—¿Recuerdas nuestra pelea reciente? Él apenas podía contener su instinto entonces,
matarte por accidente no es imposible. Odia matar en general, pero se arriesgará si es
necesario. Si es para salvar a gente que valora —su hoz se esfumó en la nada—. Él es
alguien que ha sobrevivido en la tierra de los Cosechadores desde antes que nacieras.
¿Estás dispuesta a apostar tu vida?
Repitieron el enfrentamiento de miradas, la del hombre aún fuerte, la de ella se había
debilitado.
La pistola se desvaneció:
—Hoy no, pronto… Alcanzaré el mundo que quiero.
La cortina se desplomó sobre esa noche.
El Rey de la noche trasportó el botín de la excursión a la Torre, Kares y Asthera lo
siguieron.
Meridon apreció la decadencia de la escena en silencio, por un rato.
El Trabajador lo acompañó por los instantes iníciales y luego se despidió susurrando:
«Regresa a nosotros, después».
La tétrica figura se desintegró entonces, en partículas similares al polvo que eran guiadas
a la antigua locación.
Locura
16 de agosto
Debía ser un sueño para que una escena tan hermosa pudiera existir. Los árboles bajo el sol
extendían sus sombras alargadas, los alguaciles resonaban fundiéndose con el olor a pasto
fresco y los patos se reflejaban en las aguas cristalinas de las cuales bebían. Me encontré en
la orilla de un lago azul como salido de un cuadro.
—Hermoso, ¿verdad? —alardeó Rivolte, sentado en el pasto.
Me acerqué.
—Te tomó tiempo, Medio.
—Lo siento, Erin y Corte me retuvieron...
—No te preocupes —me tranquilizó, como siempre—. Es que, necesito un favor —
señaló hacia adelante, a la chica sentada al lado del estanque—. ¿Podrías hablarle?
Loto, perdida en el agua cristalina.
¿Debía mencionar lo de Corte?
—¿Qué le digo?
—Si lo supiera, no te lo pediría. La conozco suficiente para saber que las palabras de
siempre no bastarán hoy. Solo háblale o escúchala, por favor, Medio.
Caminé hacia la chica que abrazaba sus rodillas y me senté junto a ella. Pensaba qué
decirle, nada venía a mi mente.
Iba a iniciar la charla como pudiera, adaptándome a la situación.
Antes de poder decir mi primera frase, ella rompió el silencio:
—Todavía no has matado a nadie —esas palabras—. Lo que siento, no lo sabes y te
envidio, Medio —decidí escuchar hasta encontrar que decirle—. Sabes, cuando llegué a la
Mansión, era diferente a ti. Estaba tan perdida y confundida y aterrada. Si no hubiera sido
por Rivolte, no sé qué habría sido de mí —se quedó varios segundos, quieta, concentrada
en su reflejo—. He matado mucho más de lo que necesitaba. En esos días, rebanaba todo lo
que se moviera —temblaba—. Estaba tan asustada y tan ausente, lo hacía, una y otra y otra
y otra vez. Me enferma recordarlo, fui tan débil —lloraba—. No sabía qué hacer, y todavía
no lo sé. ¿Cómo puedo pagar mis crímenes? Solo… —la fuerza de sus dedos al apretar sus
brazos, parecía que quería arrancarse la piel—. ¿Mi único destino es ser un monstruo? ¿Qué
puedo hacer? ¡¿Qué puedo hacer, Medio?! —y me miró.
Las lágrimas que me inundaban, en algún punto se soltaron. Por su expresión de sorpresa
supuse que le había revelado todo mi patetismo, me avergoncé. Quería gritar.
—No lo sé, realmente, realmente no lo sé. Quería creer que aprendería con el tiempo,
pero no va a mejorar, ¿verdad? Así son las cosas. Estoy en tu misma situación, no tengo
idea. ¿Qué puedo decirte? No tengo idea de nada, de qué estoy haciendo, de qué es lo que
importa. Quizás no haya una respuesta. No lo sé.
Me quedé callado y para mi sorpresa, ella me sonrió, como si me agradeciera que
compartiera sus sentimientos.
Se puso de pie.
—Puede que tengas razón, quizás no haya respuesta. Aunque, me gustaría que hubiera
una manera de pagar por mis errores. No solo de ser castigada, quiero devolver algo a
cambio de lo robado.
—¿Cómo la encontrarás? —le pregunté, perdiéndome en sus palabras.
—Tampoco lo sé, por eso quiero seguir.
La chica me dirigió una ligera risita, que se perdió de nuevo en su melancolía
característica.
Se alejó caminando por la orilla del lago. Y una vez más, me quedé ahí, de espaldas en el
pasto.
El hombre prodigioso había vuelto a La Torre Gris. Amaba aquel desgraciado piso
incompleto. Le encantaban las ruinas del esplendor.
Asthera, Kares y el Rey de la noche partieron. Meridon y él quedaron solos.
El hombre de la gabardina lo odiaba tanto como se detestaba a sí mismo, pero el
Trabajador no compartía el sentimiento. Su viejo amigo era una de las reliquias que tanto
apreciaba; una representación, un personaje, con gran valor sentimental.
—Es hora de empezar. —Se posicionó en el Trono central.
—Recuerda, no a ellos —dijo Meridon asqueado de existir, y de permitir existir,
acercándose al ser.
El Trabajador sostuvo su hombro, y se concentró en sentir; ambos catalizadores le dieron
acceso al mundo. Las almas, ya estaban a su disposición.
—Bien. Bien.
Sus habilidades de manipulación mental, sin lugar a dudas, superaban a las de cualquier
Portador, Soldado o, incluso, Cosechador. Aunque, raramente elegía aprovecharlas, ya que
la idea de un mundo bajo su control siempre le pareció aburrida y estéril.
Él prefería ser un espectador, alguien que disfrutara un espectáculo montado por otros o
a lo sumo, un productor, alguien que diera las condiciones para ese show.
Quería admirar un mundo digno, ya fuera que ese mundo prosperara o ardiera en llamas.
La búsqueda de un ser supremo, que había perseguido durante bastante tiempo, era un
objetivo egoísta y, en general, insignificante incluso a su percepción.
Quería ver la personificación de una ideología, un ser supremo, encarnado. Siempre le
fascinaba la idea de un dios, pero también lo decepcionaba que dependieran de la fe, de
existencias teóricas.
Cuando su objetivo se lograra, buscaría una nueva meta.
Sus investigaciones y sus acciones partían de un deseo de entender el mundo y disfrutar
esa comprensión. Era feliz cuando las diferentes filosofías daban lugar a conflictos, cuando
las circunstancias impulsaban a los individuos a aprender cosas nuevas y a cambiar sus
paradigmas. Amaba la evolución del planeta, de los seres vivos y, en particular, del ser
humano.
Él era tan honesto y simple como era peligroso.
Él disfrutaba, desconectado de todo.
Su estrategia para la siguiente parte de la competencia, sin lugar a dudas, era
excepcional. Hipnotizaría a la mayor cantidad posible de Portadores y luego los obligaría a
viajar a su muerte; una maniobra viable gracias al Trono y a la colaboración de Meridon.
Las personas irían a puntos previamente designados en el planeta, donde morirían a
manos de los Cosechadores.
Esto les ahorraba el molesto trabajo de perseguir y buscar, las presas se dirigirían solas a
los cazadores.
Todo el proceso demoraría catorce días, y los distintos Cosechadores esperarían la
llegada de sus víctimas.
Él les dijo: «Después de que pasen trece días, esperen en los lugares predeterminados. En
el catorceavo día, ellos vendrán. Un sacrificio adicional y la puerta se abrirá, al territorio
divino».
Un movimiento convertiría cientos, miles de personas en las víctimas de sus juegos.
Era una persona talentosa. Era una persona habilidosa. Era una persona dichosa.
El juicio de Asthera
29 de agosto
«¿Qué es la justicia?». Cuando era una niña, nunca hubiera esperado un mundo tan
complicado y cada nueva situación moderna me hacía reconsiderar este concepto.
Tenía que vaciar la ciudad. En Alemania, en medio de esa jungla de rascacielos, iba a
darse el conflicto. El cambio nos perseguía, como siempre.
Retiré a los civiles, no deseaba muertes innecesarias. Lo que sucedería dentro de poco ya
era suficiente masacre.
Recordé mis días en la facultad. Siempre discutía con mis compañeros: ¿todos en la
carrera de derecho querían explotar el sistema legal o tuve mala suerte a la hora de conocer
personas? Cuánta gente frívola, pero eficiente. Al menos, algunos profesores y otros
estudiantes resultaron más esperanzadores.
Me acordé de una discusión específica, con un compañero, sobre la verdadera justicia.
Primero, definimos algunas cosas. ¿Qué es la justicia, en teoría? Había una variedad de
definiciones y factores, pero optamos por la práctica: el sistema social por el cual se decide
el valor positivo o negativo de ciertos individuos a base de sus acciones. ¿Cómo
determinamos tales valores, entonces? A base de la moralidad, la escala que nos permite
distinguir lo correcto de lo incorrecto. ¿Quién decide esa escala? Viene de nuestra situación
social, del estado de nuestra sociedad, del grupo y sus individuos. ¿Qué es una ley? Son
construcciones que nacen de una determinada necesidad y punto de vista social, en un
determinado momento de esa sociedad.
Nuestro tema de desacuerdo era que dadas esas situaciones, él decía que era imposible
plantear un concepto de moralidad correcta y estable, por el constante cambio de esos
valores.
Entendía si estuviera hablando de que siempre habría aspectos cambiantes en la
construcción moral de una sociedad, pero, él lo decía como si no hubiera una forma
definitiva que esta pudiera tomar. Que una justicia correcta, una que pudiera ayudar a todos
los individuos que la merecieran, nunca podría existir. Él ignoraba que muchos de los
cambios que nos trajeron al presente no fueron eventos aleatorios, sino hechos que
reivindicaron derechos que les faltaban a individuos merecedores. Fue justo. Él después me
preguntó: «¿Qué los hace merecedores?». Yo respondí lo obvio, que nunca hicieron nada
para no merecerlos.
Se supone que la justicia debería ser ciega, concepto compartido por las sociedades en
las cuales se la aplica, al menos en teoría. En el pasado, se cometió la injusticia de no
considerar personas merecedoras a individuos con características específicas.
Las personas son personas, mientras no realicen una acción dañina, deberían tener
derecho a vivir en paz. Incluso si a otros les disgusta su presencia; disgusto no es lo mismo
que daño.
Mi conclusión era que existía una justicia definida, creada por el ser humano, pero aun
así definida: el ideal de la igualdad, al menos en lo jurídico.
Una persona tendrá el derecho de vivir en paz mientras respete las reglas de no dañar a
sus iguales. Todo individuo merece un trato justo.
Él aceptó mi ideal, pero, a la vez, me dijo que era una utopía. En el mundo real, factores
como la discriminación y la corrupción se le oponen directamente y nunca desaparecerán,
ya que los humanos somos muy susceptibles a tales influencias.
Son parte de la humanidad.
Me gustaría haber tenido un contraargumento. Perdí.
Después, continué pensando, antes del suceso… Sería imposible librarse de esas fallas en
la realidad, quizás entonces podrían limitarse.
Tenía la determinación, la de traer un cambio. Sin embargo, ¿era suficiente? Yo no
quería ser palabras e ideales vacíos, quería lograr algo. Entendía que un sistema justo era
una utopía, pero quería ayudar a hacer uno tan justo como se pudiera, uno que funcionara
bien. ¿Cómo hacerlo si me encontraba tan limitada?
Si podía fracasar, si mi meta era imposible, si el mundo siempre sería injusto por
naturaleza humana... ¿Qué era la justicia?
La sangre en mis puños, qué desagradable sensación. Las cadenas me evitan este contacto,
pero, a veces, lo hago como un castigo.
Matar es horrible, pero natural para nosotros, nuestras mentes rechazan la atrocidad, pero
nuestros cuerpos nos dicen que está bien. Nos nutrimos con cada muerte, vivimos por cada
muerte.
Debería estar muerto, no merezco nada. Pero, ¿alguien mereció algo en primer lugar?
Qué reglas arbitrarias...
Si se puede, no tenemos que dañar la cabeza de nuestros objetivos; ese daño puede crear
alteraciones en el alma tras la muerte. Recuerdo la mayoría de las caras de los que he
matado, quizás que mi memoria me juzgue es una parte de mi condena.
Los cadáveres son llevados a la Mansión, no podemos dejar los cuerpos en ese estado.
Luego Aquel hace que las familias y conocidos olviden al individuo, así podemos actuar
con libertad y sin repercusiones. Mueren como nada y dejan nada.
Sigo aquí, peleando, aunque debería haber desaparecido ese día, por la misma voluntad
que ejerzo ahora, la voluntad que maldecí y maldigo, el deseo ajeno y el deseo propio.
Lo vivo y lo no vivo, lo que tiene voluntad y lo que carece de ella, las criaturas vivientes
enfrentan estas polaridades hasta su muerte. Así como las tormentas, los profundos mares,
los desiertos, las presas y los depredadores, son los obstáculos de la vida individual.
Yo era el obstáculo en la vida de esa mujer y ella el mío, pero yo perdí y caí a este
mundo.
Mi vida es insignificante, como todas las demás. Pero, puedo sentir la ira, puedo sentir el
odio, puedo sentir ganas de matar por lo arrebatado. Puedo sentir las ganas de vivir.
Por eso no puedo escapar, soy un humano y una bestia, sobrevivo y siento culpa,
sobrevivo y siento ira, sobrevivo y me siento solo. Soy tan fuerte como débil, porque no
puedo abandonar mis recuerdos. No puedo desprenderme de mi vida pasada.
Toda la culpa fue de ella. Si no nos hubiera envenenado, no seriamos este veneno.
Los suicidios masivos decoraron la ciudad de los rascacielos con cristales y cuerpos. En la
larga calle donde nos encontrábamos, docenas de muertos yacían desparramados entre los
pocos autos estacionados.
Un espectáculo de cadáveres, algunos fallecieron por la caída, otros tuvieron que ser
liquidados; se podía hacer la distinción por los agujeros característicos en el pecho de las
víctimas. Ningún alma restante.
Vacía de civiles, la ciudad fue azotada por una terrible masacre cuyas pérdidas resultaban
incalculables.
Pero nosotros tres no se lo haríamos fácil, conocíamos muy bien las habilidades de
nuestra enemiga.
Su poder básico consistía en la habilidad de sentir con su alma y mover objetos, a mayor
escala. Los Portadores normales pueden hacerlo a metros de distancia, ella podía hacerlo a
kilómetros. También comparte nuestra habilidad de crear elementos especiales, a través de
almas condensadas, bajo las limitaciones de la lógica y su imaginación. Y, por último,
poseía una increíble habilidad de regeneración que le permitía curar heridas y recrear su
organismo en segundos.
La única forma de eliminarla es causar daño severo o destrucción del cerebro, ahí pierde
toda posibilidad de regenerarse.
Otro edificio fue derrumbado, el tercero. El enfrentamiento causaba caos.
Firme en la vereda, disparé.
Las balas perseguían a mi enemiga voladora por distintos ángulos.
Las advirtió y maniobrando, giró, mientras aún ponía atención a mis dos aliados.
Hice que mis proyectiles la persiguieran... pero no fue suficiente, mis flamas se apagaron
antes de llegar. «Maldita sea». Creaba un muro invisible; no detenía las balas de inmediato,
pero limitaba su trayectoria.
Sin Rivolte y Loto, hubiera desarticulado cada ofensiva mía fácilmente.
Si lograba impactar en su cabeza, ganábamos. Mantenía mi atención en los movimientos
de mis compañeros, buscaba la posibilidad y, a la vez, los cubría. Era el punto de soporte, y
si se daba la chance, sería el tiro de gracia.
Ella utilizaba los edificios, se defendía lanzando sus partes y usándolos de escudos. Aun
así, Rivolte y Loto lograban evitarlos.
Defender, atacar, moverse, cada uno requería energía del alma y cometer un error, podía
significar la muerte. Su control era bueno, pero no excelente.
Los tres en persecución resultaban un verdadero espectáculo acrobático. Rivolte
disperso, perdido en su cólera, intentaba golpearla, Loto lo asistía en el ataque y su evasiva
oponente variaba entre ser una presa y una cazadora.
Otro disparo de ella, su revólver apuntó a Rivolte. Él se movió fuera de la trayectoria
atándose a un edificio; alternaba entre los propulsores y la cadena para moverse. Su
eficiencia aumentaba al combinarlos.
Las vibraciones dieron en uno de los rascacielos, inmediatamente todo tembló y un
espeluznante hueco se tragó la circunferencia de seis departamentos; aquel edificio íntegro
fue vaciado en su centro. Se desplomaría en instantes.
Ella poseía un arma de fuego peculiar. Amplificaba las resonancias para causar daño a
través de vibración.
Entendía cómo funcionaba y me fascinaba. Liberaba vibraciones comprimidas en una
bala, transformándola en una bomba de presión.
Alteraba la potencia e incluso el ángulo por donde viajaban las ondas. Por ejemplo, podía
lanzar una bala y dejar que las ondas se expandieran, como una explosión corriente. Pero,
también podía dejar que se expandieran en ángulos individuales, lo que daba origen a
pilares vibracionales.
Una ofensiva multipropósito de infinitas formas, era el arma de una mente creativa.
Un pilar, dos pilares, tres pilares, nacían de una bala individual. Creaba explosiones
pequeñas a modo de distracciones, pilares enormes y desenfocados para aturdir, pilares
pequeños y concentrados para traspasar, grandes explosiones para destruir; su versatilidad
aterraba.
Los huecos que dejaba en sus víctimas funcionaban como firmas al igual que las tajadas
de Kares.
La pareja contraatacó. Rivolte se balanceaba entre los rascacielos, Loto zigzagueaba sin
perderlo de vista; ambos se complementaban con sus propulsores.
Rivolte le lanzó otro puñetazo, pero fue esquivado. Sus movimientos eran buenos, pero
muy directos e iracundos. La espalda de mi compañero estaba descubierta y su oponente
quiso aprovechar la chance. Sin embargo, Loto la obligó a retroceder una vez más.
Su estrategia se basaba en una perfecta sinergia; la peligrosa combinación obligaba a la
Cosechadora a mantenerse en alerta constante. Rivolte la enfrentaba directo y llamaba su
atención, entonces Loto cubría sus puntos débiles y aprovechaba las chances dadas para
atacar.
Aunque, no avanzaban, la rutina se repetía.
«La diferencia de energía entre un Cosechador y un Soldado es enorme. Deben forzar al
máximo sus capacidades para alcanzar el equilibrio en un combate».
Los Cosechadores muestran puntos de contacto, pero a la vez se diferencian de nosotros.
Ambos necesitamos de las almas, son nuestro combustible. La diferencia es como las
procesamos. Nosotros somos como máquinas, las almacenamos en nuestro cuerpo ya que,
si la energía se acaba, morimos. Ellos son como seres vivos, utilizan las almas como
alimento, las digieren y absorben, hasta que se vuelven parte de ellos, parte de sus almas.
Toda su energía se concentra en un punto, controlado por el cerebro: el alma como
órgano.
El problema es que ambos tenemos límites. Para nosotros, si demasiada energía se junta,
puede empezar a generar daños. Nos sobrecargamos.
Su situación es más peculiar, como necesitan digerirlas, no es recomendable ingerir
demasiadas a la vez. Deben consumir lo justo y necesario para estar sanos, si no se
controlan apropiadamente puede generar daños a su cuerpo y alma. A veces deben
deshacerse de energía, como si fuera un desecho. Pero si lo hacen correctamente, de a
poco, obtienen nutrientes de las almas y las suyas crecen. Se vuelven capaces de soportar
cada vez más cantidad de la energía que consumen. Entonces necesitan consumir menos, y
como tienen más poder, pueden realizar acciones más sofisticadas. Evolucionan.
Ahora, Asthera se encontraba frágil; la cantidad de energía que había absorbido la
sobrecargaba. Su cuerpo era igual de resistente que los nuestros y podía regenerarse, pero,
aun así, el riesgo de la apuesta era alto. Por eso ella prefería pelear a distancia. Era menos
dañino y había menos chances de descontrolarse.
Su exceso de poder, irónicamente, la fragilizó. Si no lográramos frenarla; cuando
procesara las almas acumuladas, sería imbatible.
Otra vez, tomé conciencia de la importancia de la definición que nos exigía este
momento.
Tenía que cambiar el ritmo de la pelea. Aumentaría la energía de mis proyectiles. Los
ataques sorpresa eran inútiles, ella sentía todo lo que sucedía a su alrededor, adivinaba con
su alma. Me obligaba a ser directo.
Calculando que los otros no recibieran daño, generé presión. No excesivamente, ya que
no quería desperdiciar energía, ni tampoco multiplicar las chances de equivocarme.
Ella las esquivaba una tras otra, pero recibió un golpe en el hombro y una herida en el
cuello por parte de mis aliados. Aumentaban las posibilidades de victoria.
Retrocedió, veloz. Se curaba, ellos no llegarían... Pero yo sí.
No estaba en condiciones de atacarme por estar enfocada en sobrevivir las embestidas de
mis compañeros.
Disparé un cometa concentrado a máxima potencia, pero ella lo predijo. Finalmente se
dignó a eliminarme, una potente y gran bala vino veloz, tan veloz. Me quería quieto.
Nunca había visto algo así... Si me daba, me haría polvo.
No iba a lograr escapar, nada absorbería tal impacto.
Entonces hice lo único que podía hacer, alterando la trayectoria del cometa, hice que se
estrellaran.
Había llegado mi turno de apostar, a que podía arriesgarme y absorber parte de ese
titánico impacto, a que podía sobrevivir.
Todo se volvió inestable, una realidad en la que mi cuerpo era de goma; las ventanas
restantes, las construcciones y las calles se agrietaron. Cada elemento se desintegraba. A mi
alrededor todo eran distorsiones, rupturas, dolor. Las repeticiones bajaron, hasta apagarse.
Ardía, como un horno, la ciudad y mi persona. Quedé de rodillas, mi ojo izquierdo había
dejado de funcionar, mis huesos seguían en una pieza, pero se sentía peor que los golpes de
Marcel o las raíces de Alister. Las fibras musculares y la piel sanaban velozmente los
desgarros sufridos, pero pasaría un buen rato antes de que pudiera volver a actuar.
Solo, paralizado, pude apreciar la destrucción en todo su esplendor.
Observé el dolor que se reflejaba en los movimientos de Rivolte, restringidos, como si
estuviera atado por una segunda cadena. Loto, su hacha danzaba al compás del viento;
como una pluma afilada rasgaba el cielo, tan elegante como cruel. Una figura perfecta, ni
un gramo de ira, solo resolución.
Mientras tanto, Asthera estable, rotaba y esquivaba con movimientos precisos y de poco
riesgo, perfección y disciplina. Era guiada por un propósito, que le daba sentido a su
existencia. Expresaba emociones cambiantes, felicidad, ira, preocupación e incluso tristeza.
Sus reacciones eran evidentes; resultaba irónico que la Cosechadora fuera lo más cercano a
un humano corriente mientras arrasaba una ciudad entera.
Cinco edificios caídos, y el resto afectados por las vibraciones. En minutos, quedarían
puras ruinas si seguíamos a este ritmo.
Por alguna razón se detuvieron. Rivolte y Loto quedaron sobre rascacielos separados;
ambos la miraban. Ella flotaba, y según pude distinguir les hablaba… ¿De qué?
De improviso reaccionaron, moviéndose en mi dirección. Ahí lo comprendí, me estaba
utilizando para amenazarlos.
Asthera los superaba en velocidad, Loto la seguía de cerca y Rivolte, a la distancia. El
cuerpo de esa mujer debía estar destruyéndose por el esfuerzo, solo de tal manera podría
superar a Loto en su estado.
Esta carrera la dejaba expuesta, estaba desesperada.
Llegaría a mí. Una cadena delgada como un hilo la sujetó a mitad del recorrido desde su
torso. Rivolte modificó su arma, le dio rapidez a cambio de menor resistencia. La cadena se
rompió, no logró detenerla, pero le quitó un poco de ímpetu.
En su forcejeo contra el metal, liberó un tiro desesperado, que tal vez significaría mi
muerte.
Por primera vez, la desesperación por sobrevivir no me inundaba, estaba en paz,
resignado.
El tiempo pareció suspenderse, reviví el combate con Alister. El sentimiento, las ganas
de destruir, la desesperación por saciar mi necesidad, había sido placentero.
No quería volver a sentir eso, ya no quería. Las palabras de Loto, las de Rivolte, el
arrepentimiento y esa maldad, ¿realmente quedaba algo después? No... Ya estaba decidido,
como dijo Corte. Soy responsable de mis acciones.
Esa cosa me había puesto en jaque: ¿quieres vivir, quieres ser responsable de tus
acciones? Una responsabilidad egoísta y la vida de una abominación, siempre fue un valor
negativo.
El punto de separación
Entré a casa, qué cansada me sentía esa noche después de la facultad; las clases de historia
política podían ser tediosas. Nada me preparó para lo que vino después.
Deseé que mamá y papá guardaran las sobras de ayer, no tenía ganas de cocinar.
Levanté mi voz, los saludé, no escuché nada.
—Mamá. Papá —repetí. Nada.
¿Habrían salido? Algo normal cuando tenían trámites del trabajo, pero que no había
pasado en los últimos tiempos.
Bueno, en ese caso, quizás había quedado algo rico para cenar, ellos se arreglarían
después.
Papá siempre cocinaba en grandes cantidades, sus comidas elaboradas nos duraban al
menos dos días. Su comida italiana y francesa me fascinaba; él expresaba su amor,
mediante la cocina.
Mamá nunca tuvo esa cualidad. No era un total desastre, pero a veces su arroz se
endurecía o se pasaba de especias. Bueno, lograba lo básico la mayor parte del tiempo.
Disciplinas demasiado diferentes, mamá trabajaba de jueza, papá se encargaba de un
pequeño negocio de pintura. Me daba gracia, cuando era niña, me contaban que se habían
conocido en una demanda efectuada contra el negocio de papá; una pintura de mala calidad
había manchado a un animal, y mamá lo obligo a quedárselo en la corte, por eso nuestra
gata tenía manchas. ¿Cómo creer esa historia tan disparatada?
Papá siempre tuvo sentido del humor, eran habituales en él ese tipo de historias.
Eventualmente resignó ese aspecto, pero una parte de mí nunca lo tomó en serio. Igual me
apoyaba a su manera, era bastante confiable cuando lo necesitaba.
Mamá en cambio era seria, la respetaba más sin lugar a dudas. Al crecer nuestra relación
era excelente, siempre supe que creía que mis metas eran algo inocentes, pero admiraba mi
determinación la mayoría de las veces. Podía describirla así, algo dura para algunas cosas,
muy suave para otras. Podía hablarle de mis problemas.
Caminé por la madera del pasillo hasta la cocina, separada por una mesada del comedor.
Pisé algo húmedo, algo espeso.
No me gusta recordarlo.
Gritando, me resbalé para atrás. Golpeándome al arrastrarme desesperada, busqué el
teléfono, tenía que llamar a policía, alguien, cualquiera. Sentí un ruido en los escalones,
conocía ese crujido. Apareció, al final del pasillo, asomándose despacio por las escaleras:
un hombre.
Puede que me haya hablado, me haya dado una orden, no lo escuchaba. Intentaba correr,
¿adónde? No podía volver al comedor, a la puerta, él la bloqueaba. Corrió y agarró mi
brazo, traté de soltarme. Forcejeamos y forcejeamos, hasta que algo me detiene; ese
segundo incomprensible, ese instante irreal, al ver cómo el cuchillo atravesaba mis
costillas.
Todo se mezcla en mi recuerdo: el dolor, junto con las lágrimas y el grito ahogado. Los
gemidos, la debilidad en las piernas, mis manos que empujaban.
Mientras el estruendo de mi desesperación llenaba la casa, lo hice explotar. Las
entrañas... como si fueran empujadas por una fuerza misteriosa, salieron disparadas. Su
torso y su estómago se desparramaron, en un desastre carmesí.
Me desplomé, la herida se había profundizado.
La sangre se escapaba, me costaba respirar y el dolor era insoportable. Un hospital, tenía
que llamar una ambulancia. Tenía que llegar al teléfono...
Mi ropa manchada, chorreaba, mis brazos se entumecían, perdía sensibilidad. ¿Estaba...
muriendo? ¿Un simple asesinato en las noticias? ¿Una simple estadística? Mamá. Papá.
—¿Quieres saber qué pasó?
Había alguien enfrente, un tipo gris, pálido y esquelético, de ojos blancos. ¿Era un
sueño?
«¿Así se ve un dios de la muerte?».
—Limitemos la pérdida de sangre y el dolor.
Chasqueó los dedos, me sentí mejor. Todavía no podía moverme, pero me sentí mejor.
¿Cómo?
—El hombre, un ladrón que entró. Tus padres cenaban. Los amenazó a mano armada,
con esto —empujó una pistola a mi lado con sus pies, estaba cubierta de sangre—. No la
usó, mucho escándalo.
»Tu familia siguió la corriente, aunque se ve que guardan el dinero en cuentas bancarias
y no tenían efectivo en la casa ¿verdad? Él estaba desesperado por conseguir efectivo lo
antes posible. Amenazó a tu madre, ella se resistió, y en un mal movimiento la rebana por
accidente. Tu padre reaccionó, lo acuchilla. Ambos intentan detenerlo, el hombre se pierde
en la violencia.
»Finalizada la masacre, él sube la escalera para buscar dinero u objetos de valor. Un
psicópata corriente, sin muchas neuronas. Fue divertido analizar sus acciones, conocer su
vida. Problemas de adicción, tanto con sustancias químicas como con el juego. Una horrible
vida y un horrible dolor, ira sin dirección, un tipo maltratado y perdido que intentaba
escapar de la realidad, producto típico de estas sociedades.
Sonrió un poco, una alegría tenue:
—Realmente, las personas nunca me aburren.
«¿Cómo lo sabe este tipo…?».
—Si quieres acusarme de ser responsable de este suceso, lamento decepcionarte. Soy un
espectador. Si llegué a tiempo para observar es porque tenía negocios en las cercanías. No
me involucro en las vidas de otros, a menos que afecten mi juego. Aunque, el hecho de que
hubiera una Portadora aquí... Encontré una candidata para mi juego.
—¿Juego? —«¿De qué habla?».
—Sí, una competencia, para decidir al dios —esa felicidad profunda era casi palpable—.
Te lo diré así, probablemente mueras. Quizás un médico pueda salvarte, aunque lo dudo.
Pero, si quieres seguir ese camino, adelante —se movió hacia la mesada y tomando el
teléfono, lo estiró de su línea y lo puso a mi lado—. Si llamas, puede que vivas. Limitaré la
sangre y dolor hasta que lleguen si lo deseas. Aunque, hay una opción mucho mejor según
mi perspectiva. ¿Tienes un deseo?
«¿Un deseo?».
—¿Una ambición que quieras hacer realidad? —la emoción en su tono y su sonrisa,
ninguna intención de controlarse—. ¿Algo que quieras lograr desde el fondo de tu corazón?
¿Te gustaría la voluntad de un dios para crear acaso tu propio mundo?
«¿Es una alucinación, un sueño u otra cosa? Quizás ya había muerto... pero si esta es la
realidad, ¿qué alternativa me queda?».
Sin mi familia... ¿Qué futuro me esperaba? Si llegaba a sobrevivir, seguiría el mismo
camino inútil de siempre. ¿Seguiría llena de tristeza, con el profundo odio y repugnancia
que me despertaba esta realidad? ¿Viviría sin hacer nada al respecto, sin la capacidad de
cambiarlo?
—Dime, lo que seas tú. ¿Tendré el poder para hacer mi propio mundo? ¿Uno que
funcione como se debe?
Sonrió, una mueca que demostraba su pasión por la vida:
—Sí, y mucho, mucho más.
Tomé el pequeño revólver que había dejado el asaltante, apenas pude levantarlo. El arma
me pateó al fusilar el teléfono; no la solté.
—Jugaré tu juego, y lo ganaré.
Su estrepitosa risa inundó mi hogar, su honesta alegría:
—Deja que la tierra se estremezca y los cielos lloren. Estás a punto de presenciar un
evento sobrenatural, la destrucción de las reglas de la vida misma, un milagro.
Estiró su dedo índice, tocó mi frente y satisfecho, se desvaneció, dejando en mi cerebro
su regalo.
Cuando éramos pequeños, nuestros compañeros lo maltrataban, por verse diferente. Sus
rasgos típicos de medio oriente lo relegaron; en nuestro pueblo existían ciertos sentimientos
negativos contra los extranjeros que venían a probar suerte a nuestro país, bueno,
sentimientos racistas como hay en todos los países.
Sin embargo, desde niña, no entendí estas actitudes; para mí no existían razones para
discriminar a alguien, así que me le acerqué. Después de todo, a mí también me trataban de
rara.
Mi mentalidad era muy simple y muy pura… El tipo de personalidad que causa infinidad
de problemas al chocar con la realidad.
Pero, en esos días no importaba. Ese chico se volvió mi mejor amigo y antes de notarlo,
pasamos juntos la mayoría de nuestro tiempo. Mi familia nunca tuvo ese tipo de
sentimiento negativos, al menos mis padres –no puedo decir lo mismo de mis abuelos– por
lo que la pasábamos en casa varios días a la semana.
Nuestra amistad fue un buen puente para que nuestras familias se conocieran. Se habían
mudado recientemente y la atmósfera hostil los había hecho sentir incómodos, por lo que se
alegraron al encontrar gente amable con quien relacionarse.
Nuestros padres se llevaban relativamente bien, hablaban de deportes más que nada.
Nuestras madres se hicieron amigas muy cercanas. A mí me caían bien su hermano mayor y
su hermanito, aunque siempre sentí que él prefería mantenerme lejos de ellos, por celos y
miedo de perder mi atención. No me molestaba que se sintiera así, lo permití.
Gracias a la amistad con nuestra familia, la suya se integró más a la comunidad. Éramos
un pueblo mediano, habitado por personas de distintas etnias y grupos abiertos y solidarios;
lentamente, se volvieron otra familia más.
Íbamos al mismo grado. Yo tenía una o dos amigas en el curso. A él le faltaban.
A pesar de todo, mi amigo tenía una personalidad un poco difícil. Era antisocial y tanto
maltrato había acumulado mucha ira en su interior, sin embargo, estaba justificado; aún
lidiaba con los mismos niños de siempre.
Los niños pueden ser muy crueles.
Creo que cuando yo tenía trece y el catorce fue que se me declaró.
Nunca antes había estado tan confundida en mi vida. Nunca antes había pensado en él de
esa manera, había tenido enamoramientos, pero muy superficiales. Recuerdo incluso
haberle hablado de otros chicos alguna vez. Realmente fui una idiota.
Me tomó varios días desentrañar mis emociones, antes de descubrir lo que quería.
Nos citamos a la orilla del lago, el lugar de mayor belleza que conservo en mi memoria.
Siempre jugábamos ahí, sin importar el clima o el paso de los años, nos daba cierta
privacidad. Algunos de mis mejores recuerdos son de aquellos días de lluvia bajo las ramas
y las hojas… junto a él.
Pero sin dudas el recuerdo más intenso es de esa tarde junto al lago cuando le respondí
que sí, que sería su novia. Aunque, estaba insegura de lo qué eso significaba… nos
besamos.
Y así pasaron los años, día a día, crecimos compartiéndolo todo, descubriendo la vida.
A los dieciocho, buscaba decidir mi vocación, me sentía un poco perdida con respecto a
la carrera.
Él ya había decidido estudiar Derecho; se matricularía en la universidad el año siguiente.
Habíamos estado tan ocupados con nuestras obligaciones que apenas nos veíamos
últimamente, una tarde por fin encontramos un tiempo para relajarnos en el lago. Hablamos
de tonterías, como siempre, al caminar a través del bosque hasta nuestro refugio. Estaba lo
suficientemente aislado para estar vacío a veces, pero no lo suficiente para que fuera
peligroso.
Llegamos a la orilla, me di cuenta cuanto amaba ese lugar. ¿Por qué me sentía tan
nostálgica?
Caminamos por el borde solitario... Hasta que notamos algo extraño, mejor dicho,
alguien. En la sombra de un árbol, una chica dormía. El fenómeno no era increíble,
bastantes personas solían descansar aquí, pero nunca la había visto antes.
—¿La conoces? —le pregunté.
—No, nunca la había visto.
¿Alguien nuevo que se había mudado o tal vez proveniente de alguna zona cercana?
Decidimos ignorarla, no nos afectaba.
De repente, se levantó. Y ella... nos miró.
—Oh, por fin llegaron. Estaba cansada de esperar.
¿Nos hablaba a nosotros? ¿Qué le pasaba? El pánico me dominó cuando la vi sacar un
revólver… Casi parecía haber salido de la nada.
No sabía cómo reaccionar, pero supe que nada bueno nos esperaba. Él me dijo que
teníamos que volver. Yo estaba de acuerdo.
—¿Están pensado en irse? Los esperé acá para no molestar a sus familias. Quédense y
acepten la realidad.
Nos apuntó.
—¡Abajo! —él me gritó, derribándome. Los dos caímos.
Sentí un poderoso impacto y el sonido del derrumbe, la base de un árbol cercano había
sido borrada.
—Increíbles reflejos —se quejó impresionada.
«¿Qué clase de revólver es ese?».
—¡Corramos! —me dijo. Debíamos alejarnos sin importar cómo.
Largamos a correr.
Pero quedamos en el mismo lugar, atrapados, inmóviles sin razón. Una fuerza poderosa
nos retenía. Traté de moverme y nada pasaba, estábamos plantados en la tierra.
—Lo siento, está decidido.
Nos apuntaba de nuevo.
«Muévete».
No, no era que no me moviera. Lo sentía, su agarre.
«Suéltame».
No lo lograba. Todo era inútil.
«Muévete».
No lo lograría…
Otra vez, ella disparó.
Él se colocó entre nuestra atacante y… yo.
Escapó de la parálisis sólo para protegerme.
El disparo impactó en su pecho abriendo un enorme agujero. Y, ni siquiera pudo
detenerlo, la onda de choque atravesó a mi novio, alcanzándome.
Ambos fuimos condenados.
Vi su expresión dolorida al caer, su frustración.
La sensación del pasto y la sangre fluyendo me incomodaban.
Perdía la conciencia. «No quiero morir. ¿Por qué? ¿Por qué...?».
—¿Quieres volver a la nada o quieres existir?
Escuché una voz. Creí que era la voz de mis deseos.
—¿Estás dispuesta a tomar responsabilidad por tus acciones futuras? ¿Estás dispuesta a
seguir? Sin importar lo que pase, ¿tienes la voluntad de vivir?
«La voluntad de vivir».
—Te permitiré continuar con tu vida, si pagas un precio. Aunque, déjame advertirte, no
será la vida que conoces, la muerte puede ser un mejor destino. Aun así, te lo preguntaré de
nuevo. ¿Tienes la voluntad de vivir?
«¿Si la tengo...? Quiero vivir. Quiero que él también viva».
—Esa es su decisión, su propia responsabilidad. No te toca decidir su destino, solo el
tuyo... Pero, si él elige vivir, entonces pueden caminar juntos.
«¿Juntos?».
—Sí, parece que ese será el mejor camino para ustedes —sintió un tono de compasión en
esas palabras—. El chico compartió la misma petición y los mismos deseos.
«¿Él...? Mi vida continuará con él…».
—Está bien, lo acepto. —Escuché débil, lejana mi voz.
Al estar tendida en el suelo, mis últimos recuerdos fueron una puerta negra y un hombre
que emergía.
La horrible serie de sucesos al llegar a la Mansión, el cuarto de dos colores, notar los
cambios en el cuerpo, la llegada de aquel Soldado que me explica mi condición, y, por
último, que me guiaran a verlo; recuerdo ese día y lo odio.
La putrefacción ingresa en mis pulmones con cada respiración, la confusión, el territorio
corrupto. Entro a la capilla envenenada.
En la parte inferior, un chico alto y de pelo blanco, me da la espada. En las alturas, en el
espiral del Trono, la entidad.
De pronto, gira hacia mí y sus ojos negros me observan... por un largo segundo. Se
acerca y me abraza... Ha perdido fuerza. Me costó reconocerlo.
Hemos cambiado, sin embargo, si él está bien, entonces nada importa. Agarra mi mano,
temblando. Lo entiendo, yo también tiemblo.
—Bienvenidos, mis jóvenes Soldados, a su nuevo hogar. —Esas vibraciones nacían de
su voz de dos tonos.
—¿Nuestro hogar? —pregunto confundida.
—Ya me lo contó —me responde él—. Aceptamos un contrato.
Lo recuerdo, aunque, no sabía que nos forzaría a vivir en un lugar diferente, no sabía que
más incluiría el «contrato».
—Vivirán aquí y trabajarán para mí, mientras lo deseen. Siempre tendrán la opción de
renunciar. Sin embargo, esa opción los dejará en las mismas circunstancias de antes.
—¿Así... que es seguirte o morir? —acusa él.
—Puedes considerarlo así, si así lo deseas.
Me da mala espina. Sin embargo, me siento peor por una razón diferente. Miro fijamente
a mi novio… No sé cómo preguntarlo.
—¿Qué pasa?
—Es que... Lo sé, sé que lo sé. Pero ¿cómo era tu nombre?
—¿De qué estás hablando? Mi nombre es...
Él tampoco lo sabe. Y se angustia:
—¿Cómo es el tuyo? ¿Cómo te llamabas?
Es tan aterrador, tan extraño, tan confuso.
Me inundan las dudas:
—No, no lo sé.
Habíamos olvidado una verdad básica de la vida, perdimos algo que siempre nos había
acompañado, algo sutil y muy importante, algo que no era solo nuestro.
—Ese es el precio que pagaron —la poderosa voz distorsionada roba nuestra atención—.
Al entrar lo pagaron, un precio que puede significar una pérdida o una ganancia. Podría
haberles quitado sus memorias enteras si hubiera sido necesario. Pero, no era conveniente
para ustedes, no para su motivación.
»Recuerdan su existencia anterior, menos lo más básico de su identidad. En esencia son
lo mismo, sin embargo, no lo serán al final. Quiero que sus mentes reconozcan la diferencia
entre quiénes fueron y quiénes serán —sus ojos se centran en él—. Rivoltella —fueron a mí
—. Pallottola. Comienza su viaje, veremos qué tan lejos pueden llegar. —Tras esas
palabras significativas, dejamos el salón.
El terror de ese nuevo mundo lo entendimos poco después.
Cambio
Ese fue el apasionado discurso de apertura que nos regaló al llegar a la ciudad de los
cadáveres.
Sentía el instinto asesino en Rivolte. Desde que aprendí su historia, este indicio siempre
se mantenía en la superficie. ¿Cómo hacía para contenerlo? Loto parecía sentir lo mismo.
Calmada, cautelosa, acariciaba su propio pecho... Ella tampoco lo había olvidado.
Sin embargo, su cautela no nacía del miedo, sino de su preocupación por nosotros, por él.
La oponente me generaba el mismo tipo de sentimiento que la niña, tenía miedo. Ellos
me dijeron que estaba bien, que así era como debía ser. El miedo es una señal para
advertirte que estás en peligro, ignorarlo es de idiotas.
«Lo único que nunca debes perder es el miedo. Él es tu mejor amigo, la canción que te
ayuda a sobrevivir. Debes actuar en equipo con el miedo, reaccionar a las amenazas como
tales. Debes ser inteligente y hábil. Debes estar vivo al final del día».
Las palabras de Rivolte se quedaron conmigo, aunque mi maestro ignoraba sus propias
reglas. Su salud mental se drenaba, se retorcía en su ira. Ni la presencia de su calmada y
seria compañera le bastaba.
Nuestra enemiga esperaba una respuesta, Rivolte la pronunció:
—Cállate, no vengas a hablarnos de supremacía, poder y necesidad. Por tu culpa... lo
entendemos mejor que nadie. Conocemos de sobra la monstruosidad de esos conceptos —
una voz fría, sin piedad.
La expresión de nuestra oponente denotaba aburrimiento y un ligero disgusto:
—No me culpes solo a mí, también culpa a este mundo y a sus habitantes. Y cúlpense a
ustedes mismos, por ser incapaces de morir. Cúlpense por elegir ser como yo.
Fue la gota que rebalsó el vaso, Rivolte saltó sobre su enemiga, colérico. Loto y yo
gritamos para detenerlo, fue inútil. Ella corrió a asistirlo. Me quedé atrás, para cubrirlos,
como habíamos planeado. La Cosechadora escapó volando a las alturas y mis compañeros
la siguieron.
Su deseo de sangre recrudecía, las reservas comenzaban a menguar.
Estaba en el suelo. Había sentido un débil impacto, todo se había silenciado. No entendía
qué pasaba. Me forcé a mover el cuello, al menos para buscarlos, y la vi. Esa mujer de pie,
una de las personas que me había guiado hasta ahora, que me había salvado y ayudado, con
un hueco, en lugar de su estómago.
Ella se interpuso, lo absorbió. La conocía lo suficiente para entender su mentalidad.
Siempre buscaba la solución de mayor eficiencia, asegurándose de que los riesgos cayeran
en sí misma. Se sacrificaba.
Rivolte y yo odiábamos ese aspecto auto destructivo de Loto, esa amabilidad estúpida
que ignoraba su propio valor, su propia vida. Ella lo sabía, pero la carga en su corazón era
tan pesada que no se creía digna de tal pensamiento. Nunca pudimos superar esa barrera.
Su cuerpo quemado despidió una enorme cantidad de humo negro y sin una palabra, sin
una reacción, se desplomó. No se percibía ni un sonido, ni siquiera un movimiento de la
enemiga. La cosechadora se quedó quieta, pasmada, mientras Rivolte se arrodillaba al lado
de su compañera. Lo entendíamos y a la vez, no podíamos perdonarlo.
Asthera reaccionando de su estupor momentáneo, apuntó. La cadena casi la atraviesa.
Escapó hacia un edificio ubicado a la izquierda. Él fue tras ella, vengativo.
«¿Qué puedo hacer? Tal vez en La Mansión, alguien… El alma escapa rápido por una
herida de ese tamaño. No quiero admitirlo, pero incluso si la llevamos a la Mansión, temo
que ya nada pueda hacerse. Le quedan segundos, y está inconsciente, ni siquiera puedo
agradecerle o gritarle por haberlo hecho. ¿Qué ganabas salvándome? Maldita sea, tenés más
razones para vivir que yo. Tenés un deseo y a él. No te quedes durmiendo tan tranquila».
Sonidos de escombros y derrumbes, puños arrasando, eliminaban los obstáculos hacia
Asthera que se mantenía a la defensiva. Violento, pero tranquilo, Rivolte era pura
determinación, sus acciones se veían precisas y determinadas, iguales a las de Loto.
El rencor había sido tragado por el objetivo. Sentía arrepentimiento por sus acciones
pasadas, por distraerse con sus emociones. El peso de su inmadurez, lo estaba matando. La
culpa era mía.
Sobrevivir ya no le importaba. Sólo matarla y después caer. ¿Cómo pude permitirlo?
¿Cómo pude volverme un estorbo?... Finalmente creí que podía hacer algo, con mi vida.
Quería estar con ellos, quería pelear por un deseo diferente a sobrevivir. Un objetivo mejor,
ni siquiera más justo, pero al menos uno que valía la pena.
«Loto, pensabas igual que yo, ¿no? ¿Qué harías si perdieras tu objetivo? ¿Qué harías en
mi posición? ¿Qué...?».
Me miraba, débil y desenfocada, con esos ojos moribundos. ¿Cuándo había despertado?
Hablaba, sus palabras suaves se perdían, ya ni le quedaba fuerza para levantar la voz.
Me levanté, los efectos de las vibraciones continuaban, pero no me importaba. Tenía que
escucharla. Me tambaleaba con cada paso. Ella estaba a cuatro metros, debía hacer sólo
unos movimientos. Caí al final del recorrido. Era suficiente, suficiente para verla cara a
cara. La escuché:
—Rápido... Mátame.
«¿Qué?».
—Mátame... antes... de que vuelva...
«¿Antes de qué?».
—Arriba, se acerca.
Venía, una pequeña sombra cayendo.
—Ahora, Medio... dispara... dispárame.
—Yo... no, no puedo. No puedo —le rogué.
Su rostro compasivo expresó una mezcla de decepción y aceptación, como lamentándose
por los eventos que sucederían.
De improviso una materia oscura comenzó a rellenar la monstruosa herida.
Retorciéndose, mi amiga convulsiona, recordándome una escena reciente, su grito brota
desesperado, sus globos oculares rotan. Impotente, espero, sé el resultado. Al cabo de un
segundo largo como un siglo, su cuerpo quedó inmóvil.
Luego de abrir sus ojos manchados de amarillo, como si despertara de un largo sueño, se
levantó con elegancia, estirando sus extremidades. Un par de alas de dos metros la
adornaban. Se percató de mi presencia, y sonrió:
—Medio... sí, así te llaman. Así está guardado en su memoria. —La misma voz, pero con
un tono totalmente diferente.
—El Rey de la noche...
—Nosotros le agradecemos este regalo, a pesar de los daños. Sabemos cómo repararla.
—¿Desde cuándo... estás acá?
—Desde el principio, somos muy hábiles en lo que respecta a ocultar nuestra presencia.
Asumo que sabes de nuestra capacidad de dividirnos en varios seres individuales y este no
es el único combate que se está dando. Separé a bastantes de nosotros para que se ocultaran
en las zonas de conflictos y permanecieran atentos a las chances de poseer nuevos
contenedores cuando estuvieran débiles.
»Te debemos las mayores reverencias.
—¿Qué? —le respondí asqueado.
—Ella fue capaz de notarnos en sus últimos instantes y por lo que veo te pidió que la
eliminaras. Sí, te lo pidió desesperada.
—¡Dejá en paz sus recuerdos!
Me ignoró:
—Te agradecemos, conseguir un Soldado no es un objetivo fácil. Necesitamos unirnos a
alguien funcional, porque sin un cerebro, sin el centro de control, la unión es imposible.
Cadáveres tampoco nos sirven, nos combinamos con nuestra víctima, necesitamos que
perdure parte del alma para adaptarnos. Son nuestros requerimientos mínimos, tu amiga lo
sabía.
»Los Soldados son tan difíciles de poseer, realmente una oportunidad dorada.
Yo lo sabía... lo sabía y aun así... «Maldición, aun así, no pude terminarla».
—Es una lástima, nuestro poder es tan grande, que sin importar la calidad del individuo,
los destruimos eventualmente. Nuestro beneficio es que un Soldado durará más. Servirá a
nuestros propósitos.
—¡Callate! —De pie, le apuntaba a la cabeza—. ¡Vas a salir de ella!
—Impresionante, te mantienes a pesar del daño de las vibraciones. Sin embargo, lo que
pides es imposible. Lo poco restante de ella ahora es parte de nosotros. Si abandono esta
coraza, nada quedará atrás, y tampoco hay una manera de separarla. Lamento darte la mala
noticia de que ya no existe como la recordabas. Ella y nosotros somos uno.
Había aprendido cómo funcionaba, la vida de Loto había acabado. Contenía las lágrimas,
estaba decidido:
—En ese caso, te mataré...
—¿Matarás su memoria? —me interrumpió—. ¿Sus emociones, su arrepentimiento, su
identidad? ¿La eliminarás por completo?
Me hizo dudar. Recordaba mi debilidad.
—Ella lo deseaba —me sobrepuse a la tristeza.
Disparé un cometa. Como si nada, con un ala lo detuvo.
Apunté hacia sus costados, seis tiros a cada lado. Lo rodearon, rotaron, buscaron un
ángulo.
—Qué esfuerzo inútil.
De una sacudida, un viento divino fue creado. La demencial tormenta consumió los
proyectiles y la criatura apartó los escombros, un auto estacionado y a mí. Rodé varios
metros.
Me dijo, regodeándose:
—¿Crees que somos simples Portadores? Deberías saber la magnitud de nuestro poder.
Las habilidades de mi oponente eran muy superiores a cualquier estrategia que pudiera
pensar, y el daño en mi cuerpo se hacía evidente.
—Tranquilo, el asesinato no es de nuestro agrado. Pronto estarás con ella, con nosotros.
«¿Es una broma? ¿Voy a ser absorbido sin ser capaz de defenderme?».
Las repugnantes alas del Cosechador crecieron, se estiraron.
Buscaron envolverme.
Tenía miedo de lo que fuera a pasar. Todavía me sentía vacío. Pensaba que nada valía la
pena, y aun así, tenía miedo.
La oscuridad me cegó, ese petróleo me consumiría… De pronto esa extensión ardió en
llamas.
Un ciclón oscuro quemaba la repugnancia. Me protegía y me daba fuerza... Me sentía un
poco mejor.
Mucho más apto, me paré. El fuego rechazaba la oscuridad sólida. Incapaz de avanzar,
abandonó su intención y retrocedió.
Mi escudo dio paso a su creador, regresando a su origen: ese hombre alto iluminado por
las chispas restantes, piel oscura, traje y máscara negra... Un Soldado, que nunca había
visto. Era imponente y aterrador, había cierta majestad en su firmeza.
—¿Quién sos? —balbuceé tan sorprendido como asustado.
Me miro frío y calmado:
—Soy el que quema y el que borra. El que tiene la responsabilidad de las flamas, de sus
voces y de limpiar este mundo. Soy Deus Inferna.
—¿Deus...? ¿Dios? —Perdí el interés rápidamente, cuando vi lo que cargaba. Llevaba a
Rivolte bajo su brazo.
—Él está bien. Tuve que detenerlo. En las condiciones iníciales hubiera tenido una
chance de eliminarla, a pesar del sacrificio, pero luego del “cambio” en ella, sus chances
eran inexistentes.
—¿Cambio...? ¿Significa que ya pasó?
Después de consumir cierta cantidad de almas, tenía que procesar la enorme cantidad de
poder. ¿Ya había sucedido?
Asthera nos alcanzó… No lograba percibirlo, se veía igual que siempre.
—Oh, Rey, supuse que podrías estar rodando. ¿Cuántos cuerpos pudiste obtener?
—De calidad, solo este, creo. Corte y Erin se manejaron con más eficiencia en su
conflicto aparentemente. E Inferna aquí quemó cada contenedor de mi ciudad, aunque pude
obtener todas sus almas.
—Entiendo. Qué lástima... ¿La niñita sigue con nosotros, supongo? —soltó con
displicencia como si no le interesara.
—Eres bastante obvia, Asthera —al decir ese nombre, pareció asomar una vibración de
humanidad en su voz.
—Oh... ¿Quieres pelear? —Estaba llena de confianza.
—Eventualmente —se lo devolvió, con frialdad. Se mezclaban los tonos.
Asthera... miró el nuevo cuerpo del Rey... con expresión triste, por un momento.
Después su atención regresó a mi salvador.
—Se ve que por fin puedes venir por nosotros, Inferna. El límite ha desaparecido.
«¿Límite?».
—Es verdad, han alcanzado el siguiente nivel de los Cosechadores. La protección de ese
hombre ha concluido —pude identificar cierta alegría en su voz—. Llegará pronto, el
momento de cazarlos uno por uno.
Una puerta negra se mostró de improviso.
—A nosotros, los monstruos, los que renunciamos a nuestra humanidad, el juicio nos
espera.
—Loto...
La voz de Rivolte, eclipsada. El Rey le devolvía la mirada, con crueldad.
Ese fue el final. Volvimos a la Mansión, derrota y desperdicio.
Conveniencia
El azul nos alumbró al entrar al Santuario. Inferna fue directo al espiral, se colocó justo
enfrente, oficiando de barrera. Nosotros permanecimos en la puerta.
Como siempre, la criatura en las alturas, reinando sobre sus juguetes.
—Bienvenidos.
Ninguno de nosotros contestó.
Rivolte, sin siquiera dirigirle la mirada, se retiró. Traté de detenerlo, pero me dijo:
—Fue mi culpa, es mi responsabilidad. —El dolor en su voz, esa caminata sombría
mientras se retiraba... me resultaban desgarradoras.
Toda la situación me había llevado al límite, penetré al recinto, enfurecido. Me detuve en
el centro de la colosal catedral y le grité:
—¡¿Por qué no ayudaste a Loto?! Si tenías a ese hombre, ¡¿por qué no lo usaste antes
para ayudarnos?!
Me miró directo a los ojos y me respondió:
—Porque no tenía la obligación.
—¡¿Qué?!
—No había razón para salvarla, los beneficios no superaban los riesgos. Es simple, sin
obligación y sin necesidad, ¿por qué habría de salvarla? ¿Qué hubieras hecho en esa
situación?
—¡La hubiera salvado!
—Obviamente, porque comparten un enlace emocional. No obstante, si no lo tuvieras, si
esa chica fuera alguien que no conocieras, que no te importara o incluso odiaras, ¿lo habrías
hecho si te perjudicara la acción, a pesar de los riesgos?
No quería admitir que quizás tenía un punto. Si aceptaba esa lógica, me habría
convertido en una persona terrible.
—Si nuestros roles estuvieran invertidos, y aún me odiaras como me odias ahora, ¿no me
hubieras dejado morir?
—¿Así que la odiabas?
—No, solo daba un ejemplo. Para mí, ella era lo que necesitaba que fuera, lo que son
ustedes: herramientas. Reconozco que era una buena herramienta, pero puede ser
remplazada, no es una pérdida grave.
—¡¿Solo somos herramientas para vos?!
—Sí, lo son.
—¡Maldito, voy a...!
—¿Y qué vendría a ser yo para ti? —interrumpió.
Al escuchar esa pregunta, supe que la discusión saldría del área de mi conveniencia.
—¿No soy yo una herramienta que te permite vivir? Me desprecias, me detestas, me
consideras una abominación. Sin embargo, ¿crees que eres diferente? Tú también te
aprovechas.
—¡Yo no lo hago porque quiero, no tuve control!
—¿De la situación o de ti mismo?
—¡Cállate! ¡Esto es tu culpa!
—¿Por qué es mi culpa?
—¡¿Por qué?!
—Sí, ¿por qué? Yo no te maté, tampoco te di el alma que llevas. Lo único que hice es
ofrecerte la opción de seguir.
—¡Y me robaste mi memoria!
—Sí, fue parte del contrato. Las memorias son una carga pesada, y pueden ser tanto una
ventaja como una desventaja para su dueño. Juzgué y decidí que era lo mejor aislarlas, lo
mejor para mis necesidades y tu supervivencia. Fueron un requisito para accionar, pero tú
me las cediste. Fue tu decisión.
Recordé las palabras de Alister… «Me están mintiendo. Él lo dijo… Me engañaron».
—Entiendo, el niño Elis te dijo cosas.
Odiaba que leyera mi mente.
—No hubo ningún truco al rescatarte, un Soldado debe morir antes de ser creado, para
que el sol, su núcleo, se forme. Ni tampoco te mentí.
»Poseo la habilidad de revivir a las muertos y convertirlos en demonios, ¿crees que no
puedo reconstruir una o dos neuronas para restablecer las funciones originales de un
cerebro, o replicar memorias analizando sus restos?
»El niño se desquitaba contigo. Se desquitó también en lo físico, por lo que estoy
enterado.
No puede ser…
—Si tanto extrañas tus memorias, puedo dártelas. El periodo de prueba terminó. Si las
quieres, son tuyas.
¿Qué?
—Vives confundido, ¿no es así? Escuchas lo que quieres escuchar. Piensas lo que
quieres pensar. Y, la realidad te controla antes de que puedas notarlo, Medio-humano.
»Ahora, yo te haré una pregunta. ¿Quién es tu enemigo? ¿Quién fue tu excusa?
«¿Qué dice? ¿Periodo de prueba? No entiendo».
No puedes escapar de la muerte.
—¡CÁLLATE!
Silencio, tras el eco.
—Fuiste un caso normal, corriente para nosotros. Tu meta, simple: vivir. Fuiste diferente
a Rivolte y a Loto, también a Corte y a Erin. Unos pelearon por un anhelado pasado, los
otros porque querían ir más allá de las tragedias que vivieron. Tú, en cambio, buscabas una
sola cosa, vivir.
»Pero… tu nueva existencia nunca te gustó. ¿Qué opción tomaste? ¿Quién fue tu
enemigo?
Ya sabía la respuesta.
—Necesitabas una excusa, porque querías vivir a cualquier costo. Ese deseo te guió y
aplastó tu conciencia innumerables veces. Era más conveniente desconectarte, así que
eludiste la responsabilidad y te vino muy bien no recordar nada… porque así nadie en tus
recuerdos podría juzgarte. En el fondo, te encanta la idea de un enemigo al que tirarle todos
tus pesares.
Miré al piso.
—Sin importar la inmoralidad de la situación, sin importar tu hipocresía, siempre
encontraste la excusa… para no tener que admitir que hubieras hecho cualquier cosa por
vivir, incluso, asesinar.
No quería mirarlo. Me sentía tan sucio, no quería sentir su condescendiente comprensión.
—Que no te avergüence, es normal. Es parte de la naturaleza de la raza humana, no
importa qué tanto la oculten o cuánto intenten negarla. Son criaturas vivientes, es normal
que le teman a la muerte, a desaparecer. No está mal.
Y, le hice la pregunta:
—Entonces, ¿qué vendrías a ser vos?
El puro odio que se escondía en ese ser, se liberó:
—Soy Deus Celestia, el dios del cielo. Soy aquel que vela por las almas caídas en esta
violenta enfermedad nacida del viejo pecado. Soy aquel que elimina las infecciones
putrefactas de nuestra realidad. Soy aquel que no es humano.
«A nosotros, que renunciamos a nuestra humanidad, el juicio de las llamas nos espera».
El hombre en la tierra, ¿qué significaban sus palabras?
—Él dijo algo similar. Deus Inferna... el dios del infierno. Eliminar las infecciones... El
juicio para los que abandonaron su humanidad... ¡Explíquenme de qué hablan!
—De limpiar el pasado —las palabras fueron de Inferna. Encerraban una profunda ira,
pero a la vez arrepentimiento.
—Aún hay una historia que debes saber, una que no vas a encontrar en la biblioteca y
que pedí que no te dijeran. Debes escucharla antes de decidir.
—¿Decidir qué?
—Qué hacer con tu vida. Si quieres quedarte o irte de la Mansión, tienes que definirte.
«Si quiero dejarla... ¿Tengo elección?».
—Voy a relatarte la historia de cómo se inició nuestro conflicto, el de los Portadores y
los Cosechadores.
Con ojos inyectados de furia, me contó esa vieja leyenda que daba inicio a todos nuestros
pesares:
—Hace tiempo, mucho antes de nuestro nacimiento, no existían los Cosechadores, ni la
amenaza de las cacerías. Existían Portadores y aquellos que no lo eran. A través de la
historia, estas facciones coexistieron, una sin saber de la existencia de la otra. Los
Portadores siempre fueron una anomalía, su porcentaje era bajo y sus nacimientos,
aleatorios. Minúsculas y aisladas existencias, los pocos afortunados normalmente abusaban
de sus habilidades o las escondían. Vivían intentando descifrar sus poderes hasta el final
inevitable, la muerte por edad, enfermedad, accidentes, traición...
»Eventualmente, una persona descubrió su habilidad y decidió explorarla. El primer ser
humano que investigó el alma y que realizó experimentos con ella, que se haya registrado.
La abundancia de conocimiento que pudo descifrar y sistematizar, sentó las bases para los
que vinieron después. Muchas de las verdades fundamentales de nuestra ciencia fueron
resultado de sus investigaciones.
»Entre sus descubrimientos, verificó que los Portadores podían alargar el lapso de sus
vidas. Podían envejecer lentamente, al consumir la energía extra que poseen. Actualmente,
los que las llevan sin entenderla, pueden vivir hasta los cien años de edad. Los que saben
controlarla, dependiendo de cómo la usen, pueden superar los doscientos. Pero, esa
persona, por su gran maestría, logró vivir trescientos siete años. Durante su larga existencia,
al viajar por el mundo, se conectó con tres personas, tres portadores, quienes recibieron sus
conocimientos. Dos de ellos continuarían su legado.
»Al morir acompañada -pues era una mujer- de esos dos discípulos, en honor a sus
logros, ellos decidieron continuar con esa gran tarea. Acordaron que su título sería un
manto para identificarse, una nueva asociación. Esa mujer fue nuestra primera filósofa.
Se pausó, reflexionando sobre la historia por la cual sentía un evidente orgullo. Ahí, fue
que lo entendí, bajo esos harapos, bajo su aura de supremacía y su ser contaminado, se
ocultaba lo que alguna vez fue un ser humano.
—Los discípulos hicieron un plan para asegurar que las enseñanzas de su maestra no se
perdieran. Organizaron un grupo de personas sin alma en el cual pudieran confiar y les
enseñaron los secretos descubiertos. Su rol sería perpetuar sus conocimientos a través de las
épocas. Así, el selecto grupo, bajo la dirección de los dos filósofos, fue reclutando a los
eventuales Portadores que aparecieron, los que pudieron encontrar. Cuando los fundadores
perecieron, la siguiente generación tomó su lugar. Nuevos dirigentes se encargaron de la
organización y nuevos filósofos se encargaron de profundizar las investigaciones. Algunos,
al igual que los líderes originales, llegaron a ocupar ambas posiciones y la expansión
continuó. Esa es la historia de la fundación de la Secta de las Almas Puras.
—¿La Secta? —soné algo sorprendido, aunque no era la información lo que me sacudía,
sino su transmisor. El orgullo presente en esas palabras seguía vibrando, incluso podía ver
un rastro de felicidad en su mirar—. ¿No me digan... que ustedes fueron Sectarios?
—La historia no se ha acabado, niño —Inferna me calló, como si deseara quemarme vivo
—. Queda un capítulo por contar.
—Sí, falta la parte importante para nosotros —palabras áridas—. Lo que nos trajo hasta
aquí. Lo que sucedió hace aproximadamente doscientos años. Me criaron bajo esa doctrina:
vivir en paz junto a las personas y conducir el mañana. Somos el puente. Ya llegaría el día
en que pudiéramos vivir al descubierto, en que la unión se lograría. Con el tiempo
descubrimos que la presencia de Portadores, fruto de nuestra interacción, aumentaba las
posibilidades de desarrollo de las almas. Que mientras todos viviéramos juntos, el poder
podía surgir. Seguía siendo aleatorio, a veces se daba y a veces no, pero mostraba una
manera, un camino para un posible crecimiento. Cuando esto sucediera, los conflictos entre
los carentes y los portadores serían inevitables, pero nosotros estaríamos ahí.
Controlaríamos la situación para que nadie se aprovechara de sus habilidades, para que no
se purgaran entre sí. Intentaríamos hacer de este mundo un mejor lugar para todos. ¡Qué
arrogantes fuimos! ¡Qué ciegos que estábamos! ¡Fue nuestra culpa, nuestro error que la
desgracia haya nacido! ¡Si no hubiéramos sido tan soberbios pudo haberse prevenido, pero
bajamos la guardia contra aquel hombre! ¡Nunca notamos el tipo de personas que ese
sistema creaba, como ese monstruo que se creía superior a la vida misma, y él no fue el
único así que nació de nuestra organización! ¡Si lo hubiéramos detenido en ese momento,
los Cosechadores no habrían nacido! ¡Tendría que haber frenado a su creador, a ese maldito
filósofo! Por eso tomé una decisión: los borraría de la faz de la tierra, sin importar el precio
que tuviera que pagar. Teníamos que borrarlos, tenemos que borrarlos, no hay otra
alternativa. Es la razón por la cual existimos, y por la cual dejaremos de existir.
—¿Qué razón? Yo... todavía no entiendo...
Inferna, me habló:
—Medio, lo que está intentando decirte, es que nuestra existencia está limitada hasta la
desaparición de los Cosechadores. Mis manos han robado tantos pecados como
bendiciones. Han dejado puras cenizas a su paso. La cantidad de vidas que he tomado, las
que se han perdido por mi culpa... es incalculable. Me volví el dios del infierno porque ya
era un pecador desde antes de que nuestra guerra comenzara. No quería que sus manos
fueran las únicas en mancharse —dirigió una profunda mirada a la persona en el Trono—.
Ambos cargamos la misma cantidad de pecados por los cuales no hay ningún perdón.
Cuando llegue el día en que los Cosechadores desaparezcan, dejaremos esta existencia
junto a ellos. Seremos un mensaje para la humanidad: «La peste ha desaparecido, pueden
continuar moviéndose».
—¿Lo entiendes? —continuó la voz—. Cuando nuestra batalla termine, este lugar y la
cacería desaparecerán. Y nosotros también.
—¿Yo también desapareceré? —pregunté asustado.
—No necesariamente. Eres un individuo, lo que deseamos que fueras desde que te
trajimos. Puedes sobrevivir sin nosotros, no obstante, eres dependiente de la energía del
alma, la que obtienes de tu conexión. Cuando ya no estemos deberás ganar energía por ti
mismo, de la misma forma que lo hacemos nosotros.
—¿Tendré que cazar?
—Sí, para vivir deberás consumir, sin importar qué consumas. Es una verdad absoluta
del ser vivo. Mientras consumas, vivirás.
—¡¿Entonces qué opciones me están dando?!
—Te lo dije al principio, que solo postergabas lo inevitable. Te estamos dando la opción
de cómo vivir hasta tu muerte.
—¿A eso le llaman opción? —estaba enojado, y los tres sabíamos por qué—. ¿Qué
opciones puede haber en esta situación de mierda? ¡Lo único que me vas a decir son las
razones por las que debería hacer lo que digas! ¡Solo vas a forzarme a hacer lo que quieras,
vas a decirme qué hacer! —El recinto resonó con mi desesperación.
Inferna permaneció neutral, pero, Aquel me habló, con un tono tranquilo en el que se
adivinaba cierta irritación:
—A nosotros nos da igual lo que hagas. Tu valor es casi nulo. Si te vas de la Mansión
ahora, puedes olvidarte de nuestro conflicto y comenzar a probar el estilo de vida que te
espera. Deberás cazar por tu cuenta. Te damos la libertad de elegir.
Estaba por desmoronarme. Temblaba, de frustración, de miedo a aceptar lo inevitable.
Le apunté con mi arma. Ya no sabía lo que hacía.
—¿Todavía me odias? —su voz trasmitía sólo paz, no mostraba intención alguna de ser
amenazante.
Inferna se paró enfrente. No le llegaba ni a los hombros, era realmente intimidante.
—Baja el arma, Medio-humano. Si no, tendré que quemarte.
Ya no tenía deseos de pelear. En realidad, carecía de cualquier deseo.
—No te odio, me gustaría poder odiarte —finalmente le dije—, pero no puedo.
—¿Estás seguro? El hecho de que estuvieras aquí no era mi culpa, pero, en retrospectiva,
en cierta manera lo es. Fui incapaz de detener la tragedia que dio comienzo a todo esto.
—¡Dejá de molestarme! Sé muy bien que probablemente... no tuviste control sobre la
situación. Igual que yo.
Era tan triste:
—Mi razón de terminar aquí, fue solo un hecho desafortunado.
Mis palabras hicieron que su voz cambiara, mostrando una sorpresiva alegría.
—Sí, exactamente —chasqueó los dedos de su mano izquierda.
El tono del salón, cambió. El azul medianoche se perdió en una brillante y poderosa
oscuridad. El tragaluz había desaparecido y la luz de la llama entraba pura. La colosal
flama oscura, tan intensa como estar al lado del sol. Era incapaz de calcular su tamaño, por
el hecho de que su brillo confundía mis sentidos.
Me costaba respirar, todo mi cuerpo vibraba, mi ser se sobrecargaba. Su omnipotencia
era aplastante.
—Qué... es... —Intentaba adaptarme. Entonces, una ligera cantidad de humo se liberó de
la vieja herida, la infligida por Kares y comenzó a subir hacia la cima, a volver a su origen.
Inferna liberaba un poco de mi energía, para que me adaptara.
Aquel, permanecía calmado bajo el destructivo sol. Aguardó a que me estabilizara.
—La Flama del final, está formada por el conjunto de almas que hemos cazado. Es lo
que mantiene a esta Mansión en pie y lo que te da energía. Será mi regalo a la humanidad.
Cuando esto haya acabado, la liberaré en el planeta y su gran influencia despertará a una
nueva generación de Portadores. Un proceso sin dolor y sin pérdidas, para completar el
vacío que dejamos. Así, compensaremos los potenciales que se perdieron por nuestros
deseos egoístas y cuando los que nazcan alteren la realidad, será responsabilidad de los
sobrevivientes lograr un balance o perderse en el caos.
»Ese conflicto se dará, con o sin mi presencia. Pero, quizás forzarlo así puede ser un
capricho mío. En esa conjunción de vidas, existen las del grupo que condenó tantas
existencias. Quizás quiero que los restos de mi gente permanezcan en las épocas venideras.
Que en este mundo donde arrebatamos tanto, quede algo de las personas que alguna vez
amé.
Levanté mi arma. Le apunté.
Inferna, alerta:
—¿Qué intentas?
—No lo sé —fui honesto—. Estoy frustrado, porque no sé qué hacer —temblaba—,
quiero fingir... que todavía... ese ser es mi enemigo, y que si lo derroto todo se arreglará. —
Iba a apretar el gatillo.
Sentí arder la cicatriz en mi estómago. Una nueva explosión de humo. Inferna había
liberado una buena cantidad de mi energía. Debilitado, mis llamas fluían a la aglomeración.
—No te preocupes, no te mataré.
Caí.
«Sabía que estaba mal, que algo estaba mal, que yo estaba mal. Algo debía cambiar, pero
¿qué y cómo? ¿Qué debía hacer? ¿Debía recordar? ¿Debía rendirme? ¿Debía decidir? ¿Qué
debía decidir? ¿Debía hablar con alguien?… Si, debía hablarle».
Libre albedrío
El reflejo de la luna llena sobre el agua atrapaba al joven. El escenario del lago en la noche
era aún más hermoso, la luz y la oscuridad en la tierra tenían un efecto tranquilizador,
combinados con el canto los grillos y el movimiento de las libélulas. Anunciaban el verano.
Firme en silencio, el joven parecía un elemento del ambiente.
Me acerqué y miré la luna reflejada en las aguas, como la angustia en el rostro de
Rivolte.
No hablamos, por un rato…
No queríamos pensar.
Nos odiamos a nosotros mismos.
No… podíamos escapar.
—Medio, ¿me lo merezco?
Quería decirle que no. Pero creí que lo mejor era escucharlo.
—¿Me lo merezco? Quizás. Una vez me llamaste hipócrita, y cuando lo dijiste, fue
como una puñalada. Su vida siempre fue mi prioridad… Quería creer en lo de nuestro
objetivo, lo de un mundo mejor, pero sin Loto, nada más importa. Quise creer que me
importaban… Pero, lo que yo quería… —sus puños y sus ojos se cerraron, su compostura
se había perdido—. Yo quería que las cosas fueran como antes, que se arreglaran.
—No se arreglarán.
—¡¿Qué?!
Rivolte me enfrentó, buscando mi mirada.
—Es la realidad.
—¡Lo sé! ¡Lo sé muy bien! ¡¿Entonces qué debo hacer?!
—Debes tomar tu propia decisión.
Sus ojos y su boca se desencajaron.
—¿Mi propia decisión? ¿Qué decisión es esa? ¡¿Cuál decisión puedo tomar?!
Entonces me golpeó; sin duda el golpe más suave que me hayan dado en toda la vida.
Él temblaba:
—¿Qué decisión me queda? Ya... ni si quiera sé qué hacer. ¿Qué puedo hacer por ella?
—Posiblemente nada. Es la verdad.
—¡¿Qué demonios te pasa?! Hablas como si esto no fuera tu problema, ¡¿no te
importa?!
—¡Claro que sí, maldito idiota! ¡Por eso te lo estoy diciendo! ¡No hay nada que hacer!
Porque... pasó, y no hay forma de cambiarlo.
Otro golpe, este sí fue fuerte. No lo suficiente para tirarme, pero me hizo retroceder.
—¡¿Entonces debo olvidarme de ella? ¡¿Es lo que estás diciendo?!
—No, solo que...
—¡¿Solo qué?! ¡¿Debo olvidar los días que caminábamos por este lago?! —otro golpe,
otro retroceso—. ¡¿Debo olvidarme de la forma en que sonreía al jugar con su hermanita?!
¡¿Debo olvidarme de mis hermanos?! —otro más débil, lágrimas—. ¡¿Debo olvidarme de
papá y mamá?! —Cayó al piso, de rodillas—. ¡¿Cuánto tengo que olvidar, para dejar de
sentirme así?! ¿Qué hay después de esto?
Aunque hubiera intentado ser amable, ninguna palabra de aliento hubiera servido.
—No hay nada, al olvidar no te quedará nada, y cuando acabe puede que tampoco
quede nada. En ese caso, es tu decisión. ¿Cómo quieres que termine?
—Yo... quería que ella pudiera volver a su familia, que al acabar con los Cosechadores,
cuando nuestras manos estuvieran un poco más limpias, pudiéramos vivir nuestros últimos
días con ellos, de nuevo, tranquilos. Siempre supe cómo iba acabar, pero, quería que
pudiera ser feliz, al menos unos momentos. Quería que por un tiempo, todo volviera a ser
como era entonces. Un poco pacífico, un poco feliz.
Respiré hondo. Quizás sería la última vez que vería a ese chico, así que por lo menos, le
informaría mi decisión:
—Me hubiera gustado que las cosas salieran como querías, Rivolte. Y no soy lo
suficientemente estúpido para decirte que solo sigas adelantes, que todo se resolverá,
porque sabemos que no será así. Tendrás que decidir y deberás hacerlo por tu cuenta, ya
que voy a ser egoísta y hacer lo que quiero. En este lugar no hay nada, que realmente pueda
convencerme de seguir viviendo... Dejaré este lugar.
Él me miró, asombrado.
—Quizás no haya nada donde vaya, pero tampoco lo hay aquí y al menos quiero
arriesgarme. Porque, porque... porque... —yo también iba a desplomarme, apenas podía
contener mis lágrimas—. Voy a morir. Vos, ella, yo... vamos a morir.
Apoyé las manos en mi pecho, y apareció.
—Medio, tu conexión...
Entonces lo hice. Al sujetarla con ambas manos, el enlace se rompió. Las ligeras flamas
que la conformaban iluminaron el ambiente antes de desvanecerse.
Ahí quedamos: diferentes.
Todavía en el suelo, Rivolte me hizo su última pregunta:
—¿Crees que esa es la decisión correcta?
Limpié mi rostro y le sostuve la mirada con determinación. Sabía el peso de mis
próximas palabras. Le sonreí:
—Quién sabe.
La guerra próxima
La torre olvidada y en el último piso, los dos únicos seres restantes. El hombre de la
gabardina y el hombre milagroso. El primero, meditando en la esquina y el otro, en su trono
central. El resultado de su proyecto estaba a la vista.
—¿Lo sientes, Meridon?
Él sabía a qué se refería, los nuevos poderes lo habían inundado al contactar con el
Trono, abrumándolo. Decidió permanecer en silencio. El Trabajador se deleitaba:
—La creatividad nace de la angustia como el día nace de la noche oscura —un esqueleto
erguido, orgulloso—. Es en la crisis que nace la inventiva, los descubrimientos y las
grandes estrategias. Quien supera la crisis se supera a sí mismo sin quedar «superado».
Albert Einstein.
Sonrió, como si el cielo estuviera en sus manos:
—Las personas son puestas a prueba, y en esos desafíos se revela su verdadera esencia,
su fragilidad y su fortaleza. En esa encrucijada, eligen entre cambiar o ser devorados. Sí, es
en la crisis donde la evolución sucede, donde nuestras espadas deben afilarse o romperse.
¿Lo entiendes, Meridon?
Ante su silencio, continuó:
—Sí, la crisis llama a la evolución y al final de esta crisis... se encuentra dios.
El hombre avanzó, bañado por la luz corrupta de los tragaluces destrozados, pensando en
el mañana y Meridon, en lo más profundo de su persona, se arrepintió de no haberlo matado
cuando tuvo la oportunidad.
La niña del cielo
En la paz de la noche, un hombre se escurrió del bar a las once y treinta. De nuevo, fue
incapaz de zafarse de la presión social de sus compañeros, por lo tuvo que soportar una
hora y media de una atmósfera no muy agradable.
En la calle vacía con su teléfono en la mano después de mandar un mensaje a su esposa,
iba alerta a los peligros de la noche.
Antes de que pudiera siquiera reaccionar, sintió el peso del arma en su nuca. De
inmediato ofreció todo lo que lleva encima al asaltante, quien lamentablemente no deseaba
dinero.
«Y así, su vida se pierde, de un disparo certero».
«Nuestro asaltante mira a su víctima y espera su recompensa. Piensa en su vida, sus
decisiones del pasado y su realidad. Finalmente, la posesión del cadáver se muestra y su
nuevo dueño la toma».
«Las emociones lo embargan, y no se disculpa, porque sabe que solo sería una excusa
ante sí mismo. Luego pensando en lo que vendrá, se retira».
Con o sin memorias, con o sin cicatrices, con o sin esperanzas, él lo sabe.
Sabe que es un medio-humano.
La vida es errática, caótica, carece de una forma definida. Y la ineptitud, la crueldad y la
destrucción son parte de la misma. Sin embargo, conocer su naturaleza, no implica su
aceptación y menos aún, su negación.
La vida es libre. A pesar de que, en cierto aspecto, su libertad sea otra cadena.
Así en este mundo loco, los bufones combaten a otros bufones, con diversas
consecuencias.
Por tal razón, los seres vivos, no tienen derecho a pedir por su salvación, ni la salvación
de sus allegados.
Pero, sin lugar a dudas, irán tras ella. Ya que son libres de hacerlo, al fin y al cabo.