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EDICIONES

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DIRECTORA: MICHI STRAUSFELD
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Traducción de Juan Antonio Santos

Ilustraciones de Enrique Porta

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TITULO ORIGINAL:
THE NEW NOAH

GERALD DURRELL, 1955

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DE ESTA EDICION:

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PRINCIPE DE VERGARA, 81
MADRID-6
TELEFONO 261 97 00
1984

ISBN: 84-204-3218-0
DEPOSITO LEGAL: M. 24.694-1984

PRIMERA EDICION: NOVIEMBRE 1981


SEGUNDA EDICION: OCTUBRE 1982
TERCERA EDICION: MARZO 1984
CUARTA EDICION: JULIO 1984
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INDICE
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Primera parte. De colección en el Ca-
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"TO a E A AA 13
6%) Capítulo 1. En el que sostengo un tira y
po
afloja con un monitor del Nilo ....... 15
Capítulo 2. En el que me veo mezclado
con crías de cocodrilo, puercoespines
de cola poblada y diversas serpientes . 31
Capítulo
ESEEEBE 3. En el que Bufido y Soplido
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O 42
Capítulo 4. En el que unos Bandidos me
IO rn O a a gala SÍ
Capítulo 5. En el que me veo mezclado
HEREcon una porción de monos .......... 62
Capítulo 6. La historia del chimpancé
A OO AS 69
Capítulo 7. Problemas con ranas pelu-
das, tortugas y otros bichos ......... 79
ERROR
Capítulo 8. En el que el nuevo Noé zarpa
A NN 92

Segunda parte. Cazas y capturas en la


E AN A 101
Capítulo 9. En el que Amós, el oso hor-
miguero, nos da muchísima guerra .. 103
Capítulo 10. Sapos que tienen bolsillos y
OOS DICHOS TITOS Llaca data 125
REIRCapítulo 11. En el que Cándido, el gua-
RRE
CO ¡CAUSA PTODIEMAS x.y modas 133
Capítulo 12. En el que encuentro varios
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RRA animales nuevos, entre ellos la zari-
CUESTA UA aa e la o 141
288;Capítulo 13. En el que pesco un pez con
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ó Capítulo 14. En el que se describe al cai-
£ mán gigante y a la sorprendente angui-
e. La eléctrica malo acceda a 160

Tercera parte. Andanzas por el Paraguay. 169


Capítulo 15. En el que salgo de caza con
los “gauchos 2092802 DUI 42, 1 "14 DENIA 171
Capítulo 16. En el que tengo problemas
con sapos, serpientes y paraguayos 186
Capítulo 17. La historia de Cai, Bah y
Sara Abrazasacos, la única osa hormi-
guera estrella: de ciñe DEL IDPA 198
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a mi sobrina Sappho Jane
y a mis sobrinos Gerald Martin
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lo y David Nicholas.

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Introducción

AL
yA a mayoría de la gente visita en alguna oca-
sión el jardín zoológico. Mientras están allí se mues-
tran tan interesados por los animales exhibidos que
no se paran a pensar, en primer lugar, cómo llega
la mayor parte de ellos al zoo.
Pues bien, yo soy coleccionador de animales
y mi trabajo consiste en viajar a los lugares aparta-
dos donde viven estas bestias y traerlas de vuelta
vivas a los zoos. En este libro he descrito tres viajes
en busca de animales que me han llevado a diver-
sas partes del mundo, y he intentado mostrar cómo
se lleya a cabo la difícil pero interesante tarea de
su colección.
Casi nadie sospecha el duro trabajo y las
inquietudes que tienen cabida en un viaje de colec-
ción para conseguir los fascinantes pájaros y ani-
males que luego pagará por ver en el zoo. Una de
las primeras cosas que siempre me preguntan es
por qué me hice coleccionador de animales. La res-
puesta es que siempre me han interesado los anima-
les y los zoos.
12

Según mis padres, la primera palabra que


fui. capaz de decir con cierta claridad no fue la
convencional «mamá» o «papá», sino la palabra
«ZOO», que repetía con voz chillona una y otra vez
hasta que alguien, para callarme, me llevaba al zoo.
Cuando me hice un poco mayor vivimos en Grecia
y tuve una gran cantidad de animalitos, desde búhos
hasta caballitos de mar, y pasaba todo mi tiempo
libre explorando el campo en busca de nuevos ejem-
plares para mi colección. Más tarde estuve un año
de estudiante-guardián en el Zoo de Whipsnade para
aprender a conocer a los animales más grandes, como
leones, osos, bisontes y avestruces, que no eran tan
fáciles de tener en casa. Cuando salí de allí tenía
por fortuna suficiente dinero propio como para po-
der financiar mi primer viaje, y desde entonces he
seguido siempre saliendo al extranjero de forma
regular.
Aunque el trabajo de un coleccionador no es
fácil y está lleno de chascos, es ciertamente una la-
bor que atraerá a todos aquellos a los que les gustan
los animales y viajar. En este libro he tratado de
mostrar que el duro trabajo y las desilusiones suelen
verse casi siempre más que compensados por la
emoción de los éxitos y el entusiasmo y placer no
sólo de capturar a los animales, sino de verlos vivos
en sus ambientes naturales.
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Primera parte

De colección en el Camerún
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NOTA

Tras la primera edición de este libro el Camerún Británico


ha dejado de llamarse así. Su territorio es ahora parte de Nigeria.
El Camerún Francés es ahora Camerún. En el texto los nombres no
han sido alterados, pues eran correctos cuando se escribió el libro.
Capítulo 1

En el que sostengo un tira y


afloja con un monitor del Nilo

Antes de iniciar un viaje de colección debes


saber qué animales salvajes son los que quieren los
zOOs; luego, conociendo su paradero, eliges aquellas
zonas en las que no sólo existan los ejemplares re-
queridos, sino también otros bichos raros. Por regla
general los zoólogos y los biólogos no tienen tiempo
ni dinero para viajar a estos lejanos rincones de la
tierra e informarse sobre el terreno acerca de la vida *
salvaje. Por lo tanto, hay que capturar los animales
y traérselos, para que puedan así estudiarlos más
cómodamente en el zoo. Ahora bien, las fieras más
grandes y frecuentes de la mayor parte del mundo
están bien representadas en casi todas las coleccio-
nes zoológicas, y sobre ellas se saben bastantes co-
sas. Así que lo que yo quería conseguir eran los
animales más pequeños y raros, sobre los que sabe-
mos tan poco. Acerca de ellos voy a escribir.
Desde muchos puntos de vista son a veces
los animales pequeños, más que los grandes, los que
en un país influyen sobre el hombre. En el nuestro,
por ejemplo, la rata parda hace más daño cada año
16

que cualquiera de los animales mayores. Fue por


esta razón por la que en mis viajes de colección me
concentré en las formas de vida más pequeñas. Para
mi primera expedición escogí el Camerún, dado que
es un pequeño y casi olvidado rincón de Africa que
está más o menos como estaba antes de la llegada
del hombre blanco. Allí, en los gigantescos bosques
húmedos, los animales viven sus vidas como lo han
hecho durante miles de años.
Resulta muy importante llegar a conocer y
estudiar estas criaturas salvajes antes de que se vean
influidas por la civilización, pues el cambio afecta
casi tanto a los animales salvajes como al hombre.
Uno de los resultados de la tala de bosques, la edi-
ficación de ciudades, la construcción de presas en
los ríos y la apertura de carreteras a través de la
selva es la intromisión en sus formas de vida; los
animales tienen que adaptarse a las nuevas condi-
ciones o morir.

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PRESS ==>
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OO
17

Era mi intención aprender todo lo que pu-


diera sobre los animales de los grandes bosques y
volver con una colección tan nutrida y variada como
fuera posible de su fauna menuda, las criaturas
que los africanos llaman en su inglés comercial «car-
ne pequeña».
El Camerún Británico es una diminuta franja
de territorio, de forma bastante parecida a la de
una caja de zapatos, apretada entre Nigeria y el
Africa Occidental Francesa. Está situado en la lla-
mada zona de los bosques húmedos, por lo que allí
encuentras el mismo tipo de bosque denso y vapo-
roso que en el Congo.
Cuando llegué por primera vez al Camerún,
lo que más me impresionó fue el intensísimo colo-
rido de la maleza y el enorme tamaño de los árboles.
Había hojas de todas las tonalidades imaginables
del verde y el rojo, desde el verde botella al jade
pálido, del rosa al púrpura. Los árboles se elevaban
en el aire por encima de los setenta y noventa me-
tros, con troncos cuya circunferencia era casi como
la de una chimenea de fábrica y sólidas ramas carga-
das de hojas y flores y enredaderas enroscadas.
Desembarqué en el pequeño puerto de Vic-
toria y tuve que pasar allí una o dos semanas pre-
parando el viaje al interior. Tenía que hacer muchí-
simas cosas antes de poder empezar el verdadero
trabajo de colección. Había que contratar africanos
como cocineros y sirvientes, comprar diversas provi-
siones y muchas otras cosas. También debía obte-
ner las necesarias licencias de caza y captura de
los animales tras los cuales iba, puesto que todo
animal vivo está estrictamente protegido en el Ca-
merún, y a menos que obtengas un permiso guber-
nativo no puedes capturar o matar ningún animal o
ave. Finalmente, cuando acabé de hacer todo esto,
18

alquilé un camión, hice cargar en él las provisiones


y el equipo y me puse en marcha. Por aquellos días
sólo había un camino que condujera al interior del
Camerún; si lo seguías durante un trecho suficiente
llegabas hasta el pueblo de Mamfe, a orillas del río
Cross y a unos quinientos kilómetros de la costa.
Había elegido este pueblo para emplazar mi campa-
mento base.
La tierra que se encuentra en el Camerún
es roja, muy parecida a la que se ve en Devon, así
que la carretera era una cinta de color ladrillo lus-
troso que serpenteaba entre las colinas, flanqueada
a ambos lados por inmensos bosques. Á nuestro
paso veía multitud de pájaros brillantes alimentán-
dose en los árboles: minúsculos suimangas relucien-
tes sorbiendo néctar de las flores; otros como urra-
cas gigantes, grandes tragones de brillante llantén,
que comían higos silvestres; y a veces el paso del
camión asustaba a una bandada de cálaos que echa-
ban a volar sobre la carretera produciendo tremen-
dos silbidos con sus alas y graznando lúgubremente.
A ambos lados de la carretera huían precipi-
tadamente entre la maleza numerosos lagartos de
Agama. Estos reptiles son de color casi tan brillante
como el de los pájaros, pues los machos tienen la
cabeza de un naranja intenso y el cuerpo tachonado
de azul, plata, rojo y negro, mientras que las hem-
bras son rosadas con puntos brillantes de verde man-
zana. Tienen la curiosa costumbre de alzar y bajar
la cabeza enérgicamente, y resulta extraño verles
aquí y allá persiguiéndose a toda prisa entre sí y
parándose de repente para sacudir sus relucientes
cabezas. Casi tan numerosos como estos lagartos
eran los martines pescadores pigmeos, pajaritos di-
minutos, más pequeños que un gorrión, con el dorso
azul brillante, la pechera anaranjada y el pico y las
19

patas de rojo coral. A diferencia del martín pescador


inglés, estos pajaritos se alimentan de langostas,
saltamontes y otros insectos. Había docenas de ellos
posados sobre los cables telegráficos o sobre los to-
cones de los árboles muertos al borde de la carretera,
todos ellos registrando con esperanzadas miradas la
yerba y los arbustos de debajo. De cuando en cuando
uno de ellos se dejaba caer de su percha como una
piedra, y cuando de nuevo surgía volando de la
yerba solía llevar firmemente apretado en el pico
un saltamontes casi tan grande como él.
Llegué a Mamfe tres días después de dejar
la costa. Había elegido este pueblo como campamen-
to base por diversas razones. Cuando colecciones
animales salvajes debes elegir tu base con mucho cui-
dado: ha de tener muy a mano algún tipo de alma-
cén, para poder disponer así de suficientes suminis-
tros de comida enlatada, clavos, tela metálica y otras
cosas importantes, y debe también estar muy cerca
de una carretera, para que cuando llegue el momento
de partir puedas llevar los camiones suficientemente
cerca del campamento para cargarlos. En segundo
lugar, debes asegurarte de que tu base va a estar en
una buena zona de colección, un lugar que no esté
tan lleno de granjas y de gente que la mayoría de
los animales salvajes hayan sido ahuyentados. Mam-
fe resultaba excelente a este respecto, así que se
hizo un claro a orillas del río, como a un kilómetro
y medio del pueblo, y se erigió el gran entoldado
que había comprado. Durante los siguientes seis
meses este entoldado nos sirvió de casa a mí y a los
animales.
Antes de poder siquiera empezar la colec-
ción, lo primero que tenía que hacer era asegurarme
de que el campamento base funcionaba de modo
adecuado. Había que construir jaulas, corrales y
20

estanques, además de cabañas de techo de palma


para los africanos que había contratado. Tuve que
prevenir suficientes suministros de comida y agua,
pues cuando llevas cogidos doscientos o trescientos
animales se las arreglan para comer y beber grandí-
simas cantidades cada día. Otro importante asunto
fue entrevistarse con el mayor número de jefes lo-
cales, mostrándoles dibujos y fotografías de los ani-
males que quería y diciéndoles cuánto estaba dis-
puesto a pagar por los ejemplares. Después, cuando
volvían a sus poblados, se lo decían a su gente, así
que en teoría tenía a los aldeanos de varias millas
a la redonda ayudándome en mi trabajo.
Luego, cuando todo estuvo dispuesto y hubo
una gran pila de jaulas vacías esperando ser llena-
das, pude empezar a cazar los curiosos animales por
los que había viajado hasta tan lejos.
En realidad no hay reglas fijas sobre la cap-
tura de animales. Todo depende del país en que
estés operando y del tipo de animales que quieras
conseguir. Yo usaba varios métodos diferentes en
el Camerún, y uno de los más eficaces era cazar en
el bosque con la ayuda de perros de caza nativos.
Estos perros llevan pequeños cascabeles de madera
alrededor del cuello, de modo que cuando desapa-
recen en la densa maleza en persecución de un ani-
mal sabes por dónde andan y puedes seguirlos gra-
cias al repiqueteo que producen estos cascabeles.
Una de las más emocionantes cazas de este
tipo tuvo lugar cuando subí a la montaña llamada
N'da Ali, a cuarenta kilómetros del campamento
base. Los cazadores nativos me habían dicho que
en las vertientes superiores de esta montaña podía
encontrarse un animal raro que estaba especialmen-
te interesado en conseguir: la mangosta de patas
negras, una mangosta muy grande, de un blanco
21

cremoso puro, con las patas y los pies color choco-


late. Sabía que nunca se había visto en Inglaterra
un ejemplar vivo de esta especie, así que estaba
decidido a intentar capturar uno si podía.
Cierta mañana salimos de caza muy tempra-
no cuatro cazadores y yo con un grupo de cinco
perros de aspecto bastante sarnoso. Uno de los in-
convenientes de este tipo de caza es que no puedes
explicar con exactitud a los perros qué clase de
animal es el que quieres capturar, de modo que ellos
olfatean el rastro de todo tipo de bichos del bosque
y lo siguen. Resulta así que si sales a cazar una
mangosta es muy probable que termines atrapando
algo completamente diferente. De hecho fue exac-
tamente eso lo que sucedió. Llevábamos cerca de
media hora andando por el bosque cuando los pe-
rros encontraron un rastro reciente y salieron dis-
parados entre exaltados ladridos agudos, mientras
el sonido de sus cascabeles resonaba entre los árbo-
les. Nos lanzamos enérgicamente tras ellos y du-
rante media hora seguimos los distintos sonidos de
la jauría, corriendo todo lo deprisa que podíamos
y sintiéndonos cada vez más exhaustos. De pronto
el cazador que iba en cabeza se detuvo y alzó la
mano. Nos quedamos quietos, jadeando y aguzando
el oído para localizar el sonido de los cascabeles;
pero a nuestro alrededor el bosque permanecía en
silencio.
Nos abrimos en círculo y nos internamos en-
tre los árboles en diferentes direcciones, tratando
de descubrir por dónde se había metido la jauría.
Finalmente, el grito estridente de uno de los cazado-
res nos condujo a todos deprisa y corriendo hasta
el punto donde nos esperaba, y oímos a lo lejos el
sonido de una corriente de agua. Mientras nos diri-
gíamos hacia ella el cazador me explicó, entre jadeo
22

y jadeo, que si la presa había llevado a los perros


hasta la orilla del río, el estruendo de la corriente
habría tapado el sonido de los cascabeles. Esto ex-
plicaba cómo habíamos podido perder la jauría.
Cuando llegamos al agua chapoteamos corriente arri-
ba y fuimos a dar por último a un lugar donde el
agua se precipitaba entre espumas, formando una
pequeña cascada de unos siete metros de altura. En
torno a la base de la cascada había una masa con-
fusa de enormes cantos rodados cubiertos de musgo
y pequeñas plantas, y entre estas grandes rocas vi-
mos los rabos y los cuartos traseros de los perros,
mientras sobre el rugido del agua oíamos sus pene-
trantes ladridos. Atisbando entre las rocas vimos por
primera. vez qué era lo que habíamos estado cazan-
do: un tremendo monitor del Nilo, un gran lagarto
de dos metros de longitud con una cola larga en
forma de látigo y fuertes garras curvas en sus patas.
Se había metido en un callejón sin salida entre las
rocas y enfrentaba la abertura, manteniendo a raya
a la jauría mediante latigazos de su gran cola y sil-
bando con la boca abierta si los perros se acercaban
demasiado.
23

Ibamos a llamar a los perros cuando uno de


ellos, una perra más estúpida que los demás, se
metió entre las rocas y se aferró al cuello del mo-
nitor, colgándose de él lo más firmemente que pudo.
El lagarto le devolvió el cumplido agarrando su
oreja con la boca, y luego, retorciéndose, asentó sus
grandes patas traseras sobre el lomo de la perra, y
sus afiladas uñas le desgarraron la piel. Con un
aullido de dolor la perra soltó su presa, y cuando
iniciaba la retirada el monitor le propinó un rotun-
do coletazo y la envió dando vueltas y más vueltas
entre las rocas. Llamamos apresuradamente al resto
de los perros y los atamos a un árbol cercano, tras
lo cual tuvimos que decidir la mejor forma de cap-
turar al lagarto, que silbaba entre las rocas como
un gran monstruo prehistórico.
Tratamos de echarle encima una red, pero
las rocas de bordes cortantes le mantenían a salvo
entre sus pliegues, y al final tuvimos que dejar este
sistema por imposible. El único método distinto que
se me ocurrió fue situarme por encima de él y, mien-
tras alguien atraía su atención, colocar un lazo co-
rredizo alrededor de su cuello. Tras explicar a los
cazadores lo que quería hacer, trepé por las resba-
ladizas rocas hasta quedar colocado a unos dos me-
tros sobre el lugar donde estaba el monitor. Hice
un lazo corredizo al extremo de una larga cuerda y
después, inclinándome hacia afuera, lo fui bajando
poco a poco hacia el reptil. Este no pareció asociar
el trozo de cuerda con los seres humanos que le ro-
deaban, así que me resultó bastante fácil pasar el
lazo en torno a su cabeza y tirar de él suavemente
hasta que le rodeó el cuello. Entonces lo apreté.
Desgraciadamente, con la emoción me había
olvidado de atar la punta de la cuerda a algún lado,
y para colmo de males estaba arrodillado sobre el
24

cabo suelto. En cuanto el monitor sintió apretarse


el lazo alrededor de su cuello salió disparado como
un cohete y puso la cuerda tensa, con lo que sentí
una sacudida en las rodillas y empecé a resbalar
hacia el borde de la roca. En aquella superficie lisa,
mojada por el agua pulverizada de la cascada, no
pude encontrar nada para agarrarme, así que res-
balé hasta el borde de la roca y caí con estrépito
en la torrentera. Recuerdo que mientras caía con-
fiaba que el monitor estuviera tan asustado por mi
súbita aparición cayendo de las nubes como para
no decidirse a dar batalla. No deseaba acercarme
más de lo necesario a sus bien armadas patas. Por
fortuna, eso fue exactamente lo que sucedió. El mo-
nitor se quedó tan asustado que echó a correr entre
las rocas y huyó precipitadamente por la orilla río
abajo, arrastrando la cuerda tras de sí. Pero no llegó
muy lejos, pues en cuanto salió de entre las rocas
los nativos le echaron la red encima y segundos
después estaba debatiéndose y silbando entre sus plie-
gues. Finalmente le sacamos de la red, le atamos a
un palo largo y mandé a uno de los cazadores de
vuelta al campamento con él. Estaba muy contento
de haber capturado este reptil, pero no era exacta-
mente lo que habíamos subido a cazar a la montaña,
así que proseguimos nuestra marcha por el bosque.
No pasó mucho tiempo antes de que los pe-
rros olfatearan un nuevo rastro. Esta vez nos arras-
traron a una persecución bastante más larga y mucho
más interesante de lo que había sido nuestra caza
del monitor. Al principio, el animal que perseguía-
mos corrió montaña abajo y tuvimos que bajar la
pendiente corriendo desesperadamente, saltando y
brincando sobre piedras desprendidas, lo cual resul-
taba bastante peligroso, pues un resbalón podía ha-
ber significado una pierna rota o incluso algo peor.
25

Después nuestra presa giró en redondo y se puso a


correr de nuevo montaña arriba, y nos vimos forza-
dos a seguirla con el corazón palpitante y sudando
a chorros. Esta caza duró tres cuartos de hora y
finalmente, siguiendo el sonido de los cascabeles de
los perros, llegamos a una zona llana del bosque
donde encontramos a la jauría agrupada en torno
a uno de los extremos de un gran tronco hueco
tendido sobre el suelo del bosque. Había un animal
blanco y grande, con una curiosa cara de oso y ore-
jas pequeñas, sentado en la boca del tronco. Miraba
con una expresión de inmenso desdén a los perros
que aullaban y gruñían a su alrededor. Advertí que
uno de los perros tenía un mordisco en la nariz, y
así entendí por qué se mantenían tan discretamente
apartados de aquel extraño animal. Cuando la man-
gosta de patas negras nos vio, se dio la vuelta y des-
apareció dentro del tronco hueco.
Llamamos a los perros, pusimos una red en
la boca del tronco y luego nos acercamos al otro
extremo para asegurarnos de que no había agujero
de salida. No lo había, con lo que supimos que la
mangosta sólo tenía un camino para salir del tronco,
que estaba guardado por nuestra red. Ahora sólo
quedaba hacerla salir del árbol. Afortunadamente,
la madera estaba muy podrida y blanda, así que cor-
tando con nuestros cuchillos nos las ingeniamos para
hacer un agujero en el extremo del tronco opuesto
a aquel en que había sido emplazada la red. Enton-
ces encendimos una pequeña hoguera dentro del agu-
jero y en cuanto crecieron las llamas pusimos encima
hojas verdes, con lo que por dentro del tronco hue-
co empezó a extenderse rápidamente un humo denso
y acre. Durante algún tiempo oímos a la mangosta
toser de modo irritado en el interior, pero finalmen-
te el humo resultó excesivo para ella y salió dispara-
da por el extremo del tronco para ir a caer en nues-
tra red, donde dio vueltas y más vueltas lanzando
mordiscos y gruñendo. Tras una serie de apuros,
en los que casi todos resultamos mordidos, nos las
arreglamos para sacarla de la red y meterla en un
recio saco. Después la transportamos triunfalmente
hasta el campamento. Estuvo muy salvaje durante
los dos o tres primeros días, y cada vez que me acer-
caba embestía los barrotes de la jaula. Pero tras un
período de cautiverio se volvió bastante mansa, y
dos o tres semanas más tarde venía incluso a comer
de mi mano y me dejaba rascarle detrás de las orejas.

En las montañas del Camerún los densos


bosques dan paso a las onduladas praderas de mon-
27

taña, y en este tipo de terreno tenía que usar otros


métodos de captura de animales, entre los cuales uno
de los mejores consistía en dirigirlos hasta las redes.
Fue a este territorio de praderas adonde fui a captu-
rar la ardilla tonante gigante, la mayor ardilla del
Camerún, un animal que dobla casi en tamaño a la
ardilla gris común inglesa. También encontramos
estas ardillas en las tierras bajas, pero se pasaban
todo el tiempo en las ramas altas de los árboles más
elevados, alimentándose con los frutos y las nueces
que crecían allí, y bajaban al suelo en contadas oca-
siones. Esto hacía casi imposible atraparlas. Sin em-
bargo, en las praderas vivían en las pequeñas fran-
jas de bosque fronterizas a los arroyos, y de madru-
gada y a la caída de la tarde solían bajar y salir a
los prados en busca de comida. Mis cazadores me
habían dicho que conocían un sector del bosque en
el que abundaban estas ardillas, y decidí que trata-
ríamos de capturarlas de madrugada cuando bajasen
a comer a la yerba.
Partimos a eso de la una de la mañana y
llegamos al lugar poco antes del amanecer. Escogi-
mos un punto adecuado en la yerba al borde del
bosque y extendimos nuestras redes en media luna,
camuflándolas con yerba y arbustos. Tuvimos que
hacerlo a oscuras y con mucho sigilio, para que las
ardillas no supiesen que estábamos allí. Después,
una vez preparadas las redes, fuimos a escondernos
bajo unos arbustos grandes al borde mismo de la
franja de bosque y esperamos allí, empapados de
rocío, hasta que amaneció. En las montañas el cli-
ma es mucho más frío que en las tierras bajas, así
que cuando salió el sol estábamos helados y dando
diente con diente.
Poco después, mientras la bruma matinal se
arremolinaba a nuestro alrededor en grandes nubes
28

blancas, oímos cierto chac-chac colérico resonando


entre los árboles que nos rodeaban, y los cazadores
me susurraron que ello significaba que las ardillas se
estaban preparando para bajar a desayunar. Al rato,
atisbando entre las hojas en dirección a la parte del
prado donde habíamos ocultado las redes, vi un ex-
traño objeto que subía y bajaba. Parecía exactamente
un largo globo blanco y negro, y que me maten si
hubiera podido decir lo que era. Se lo señalé a los
cazadores y me explicaron que era la cola de una
ardilla meneándose arriba y abajo sobre los tallos
de yerba mientras su cuerpo quedaba oculto a la
vista. Muy pronto se unieron a este solitario «globo»
varios otros, y a medida que la bruma se alzaba
pudimos ver a las propias ardillas brincando caute-
losamente de mata en mata, erguidas sobre sus gran-
des colas de franjas blanquinegras. Cuando juzga-
mos que estaban suficientemente lejos de los árboles,
abandonamos nuestras incómodas posturas y nos
abrimos en línea. Entonces di la señal y salimos to-
dos lentamente al prado. Nuestra aparición fue sa-
ludada con un coro de potentes y asustados chac-chac
por parte de las ardillas de los árboles que teníamos
detrás. Sin embargo, las que estaban en la yerba se
limitaron a sentarse y a mirarnos desconfiadamente.
Nuestros planes de seguir adelante, llevando a las
ardillas más y más lejos de los árboles y poco a poco
hacia las redes para luego, cuando estuvieran dentro
del círculo de las redes, precipitarnos sobre ellas y
hacerlas salir de estampida, de modo que el pánico
las hiciera caer en la trampa antes de que nos vieran,
no funcionaron sin embargo todo lo bien que espe-
rábamos.
Una de las ardillas, más astuta que las de-
más, se dio cuenta de pronto de que la estábamos
alejando del refugio de los árboles altos, por lo que
29

se separó del grupo por la izquierda, rodeó la línea


de cazadores y volvió a toda prisa al bosque. Las
otras ardillas permanecieron sentadas y observando,
obviamente indecisas sobre si debían o no seguirla.
No estaban suficientemente metidas en el círculo de
las redes, pero pensé que si no nos echábamos sobre
ellas huirían todas y nos eludirían como había hecho
la primera. Así que nos lanzamos hacia adelante
gritando y aullando y moviendo los brazos, tratando
de aparecer tan terroríficos como fuera posible. Las
ardillas nos echaron una ojeada, se dieron la vuelta
y huyeron.
Dos de ellas se apartaron a izquierda y dere-
cha, y otras tres corrieron directamente hacia la red
y segundos después estaban debatiéndose en vano
entre la malla. Resultó muy difícil desenredarlas,
pues soltaban fuertes gruñidos de rabia y nos mor-
dían salvajemente las manos con sus dientes anaran-
jados. Eran unos animales muy hermosos, con la
parte superior del cuerpo de color rojo bermejo, el
vientre amarillo limón y las grandes colas, cada una
de las cuales medía cerca de medio metro, anilladas
en blanco y negro. Ahora que las ardillas del bosque
sabían que estábamos intentando atraparlas era inútil
continuar la caza, así que tuvimos que contentarnos
con las tres que habíamos cogido. Las llevamos al
campamento en gruesos sacos de lona, las metimos
en una bonita y espaciosa jaula con una buena pro-
visión de fruta y verduras y las dejamos instalarse.
Tras explorar concienzudamente la jaula, se comie-
ron todo lo que les había puesto, se hicieron un
ovillo y se quedaron dormidas.
Era muy temprano cuando, al día siguiente,
descubrí por qué llamaban así a estas ardillas. Me
despertó de madrugada un ruido muy extraño pro-
cedente de la jaula, y saliendo cautelosamente de
30

mi cama vi a las ardillas sentadas cerca de la tela


metálica delantera de su jaula y lanzando su fan-
tástico grito. Empezaba como un dulce sonido ras-
gueante, semejante al que se oye en un poste de
telégrafo cuando el viento agita los cables. Se hacía
gradualmente más y más fuerte y metálico hasta que
sonaba exactamente como el ruido agónico que pro-
duce un enorme gong al ser golpeado. Las ardillas
emitían este extraordinario sonido cada mañana al
amanecer, por lo que durante la primera semana,
hasta que me acostumbré a él, me despertaba siem-
pre a esa hora inverosímil, lo cual me hizo empezar
a pensar que haber capturado estos animales cons-
tituía un privilegio más bien dudoso.
Capítulo 2

En el que me veo mezclado


con crías de cocodrilo,
puercoespines de cola poblada
y diversas serpientes

Cuando de resultas de cazar cada día había


logrado reunir un montón de animales, empecé a
darme cuenta de que cada vez tenía menos tiempo
para salir al bosque, pues mis cautivos requerían
muchísimos cuidados. Por consiguiente sólo quedaba
una solución, y era salir a cazar de noche. Era quizá
una de las más emocionantes formas de búsqueda.
Armados de linternas muy potentes y con la acos-
tumbrada colección de bolsas, botellas, cajas y re-
des, los cazadores y yo salíamos poco después de
oscurecer y caminábamos sigilosamente entre los ár-
boles enormes, iluminando sus ramas con nuestras
linternas. Si había allí algún animal veíanse resplan-
decer sus ojos, como extrañas joyas entre las hojas,
bajo el haz de luz de la linterna. Es realmente un
buen método de caza, pues de esta forma uno da
con muchísimos animales que nunca ve durante el
día, ya que todos los bichos nocturnos que pasan
las horas de luz durmiendo en sus cubiles salen a
comer y a cazar durante la noche. Una vez los has
localizado en las ramas del árbol o en tierra te queda
32

la tarea de capturar tu presa, cosa nada sencilla por


regla general.
Aunque parezca extraño, uno de los ani-
males más fáciles de conseguir de esta forma es la
cría del cocodrilo. Estos reptiles viven en arroyuelos
poco profundos que se entrelazan de un lado a otro
del bosque, y de noche salen a los minúsculos ban-
cos de arena y se quedan allí esperando confiada-
mente que algún bicho pequeño baje a beber y pue-
dan atraparlo. Solíamos seguir el curso de los arro-
yos, vadeando a veces con el agua hasta la cintura
e iluminando al frente con las linternas. De repente
aparecía sobre un banco de arena lo que semejaba
ser dos carbones al rojo vivo reluciendo bajo el haz
de mi linterna; me acercaba con cautela, mantenien-
do la luz fija, y por último veía a la cría de coco-
drilo tendida sobre la arena, con la cabeza recelosa-
mente levantada y mirándome. Dirigía con cuidado
el foco de.la linterna hacia sus ojos para que que-
dara deslumbrada por su luz y no me advirtiera a
mí detrás de ella. Luego me acercaba lo suficiente
como para poder inclinarme y sujetarle el cuello
con la ayuda de un bastón ahorquillado. La mayoría
de estas bestias tenía sólo unos cuarenta o sesenta
centímetros de longitud, pero de vez en cuando en-
contraba algunas que eran un poco mayores, con un
largo de un metro y pico o más. Cuando las sujetaba
con este bastón ahorquillado solían debatirse bas-
tante. dando rabotadas con sus colas y tratando de
volver al agua, mientras soltaban profundos rugidos
retumbantes como si fueran leones en vez de coco-
drilos. Para levantar a un cocodrilo no sólo tenía que
vigilar sus fauces, sino también su cola, pues un
ejemplar grande tenía tanta fuerza en la cola que uno
de sus golpes restallantes podía romperte fácilmente
el brazo. Otra de las tretas que empleaban era que-
33

darse completamente inmóviles, permitiendo que les


cogiera por el cuello; entonces, sin previo aviso,
daban un terrorífico meneo y me golpeaban furio-
samente con la cola, y este repentino movimiento
solía ser tan inesperado que me obligaba a soltar la
presa y dejar que el cocodrilo volviera al agua. Así
que establecimos como norma no levantar jamás un
cocodrilo a menos que lo tuviéramos firmemente
agarrado por el cuello y por la cola.
Estando en un pequeño pueblo llamado Esho-
lo tuvo lugar una de mis más difíciles y dolorosas
cazas nocturnas. Llevábamos casi toda la noche ca-
zando sin mucha fortuna cuando uno de los caza-
dores sugirió que fuéramos a cierto lugar que él
conocía donde había un acantilado plagado de cue-
vas. Pensaba que allí podríamos encontrar algún
tipo de animal. Nos pusimos en marcha y finalmente
llegamos a un río que había que cruzar. Empezamos
a vadear sus frías aguas, que nos cubrían hasta la
cintura, y cuando íbamos por la mitad el cazador
que marchaba a mis espaldas encendió su linterna
y a nuestro alrededor aparecieron docenas de cule-
bras de agua nadando de un lado para otro, obser-
vándonos con sus brillantes ojos y asomando sus
cuellos fuera del agua como periscopios de submari-
no. Estas serpientes no son venenosas, aunque pue-
den dar algún mordisco cuando se enfadan. Sin em-
bargo, los africanos están convencidos de que toda
serpiente de cualquier clase es venenosa, por lo que
tratan a todas ellas con suma cautela. Mi cazador,
al verse en mitad de un río rodeado por todas partes
por lo que parecía ser la entera población de cule-
bras del Camerún, prorrumpió en gritos de terror
e intentó echar a correr hacia la orilla. No es fácil
tratar de correr con el agua hasta la cintura; la co-
rriente le hizo perder el equilibrio y cayó ruidosa-
34

mente en el agua, perdiendo todo el equipo que


llevaba sobre la cabeza. Las culebras de agua, asus-
tadas por esta súbita conmoción, se pusieron todas
a cubierto. Cuando el cazador se puso de nuevo en
pie, farfullando y jadeando, y sus compañeros le
preguntaron qué era lo que le pasaba, dijo que el
río estaba plagado de serpientes, por lo que encen-
dieron sus linternas y alumbraron la superficie del
agua, pero no había ni una sola culebra de agua a
la vista. Tras una pequeña discusión, conseguí per-
suadirles a todos para que se quedaran quietos en
mitad del río, apagamos las linternas y esperamos
en silencio durante cosa de media hora. Cuando de
nuevo encendimos todos las linternas, las culebras
de agua estaban allí una vez más, trazando dibujos
plateados en el agua a nuestro alrededor. Con la
ayuda de nuestros cazamariposas de mango largo
conseguimos atrapar cuatro o cinco y las metimos
culebreando y retorciéndose en las bolsas de colec-
ción. Después proseguimos nuestro camino.
Llegamos por fin a los acantilados y nos en-
contramos con que estaban literalmente acribillados
por cuevas de todas las formas y tamaños, cuyas
entradas estaban casi escondidas por grandes masas
de cantos rodados y maleza baja. Ocupamos cada
uno un sector de acantilado y pusimos manos a la
obra para ver qué podíamos encontrar. Mientras
avanzaba entre las rocas, alumbrando con esperanza
aquí y allá con la linterna, vi un extraño bulto que
salió de un arbusto, se escabulló rápidamente por
el suelo y se metió en una pequeña abertura en la
pared del acantilado. Corrí hasta allí y arrodillán-
dome junto a la boca de la cueva la alumbré con mi
linterna, pero no había nada :a'la vista.El pasadizo
tenía el ancho de tina puerta, pero sólo sesenta cen-
tímetros de altura, así que para meterme hasta don-
35

de se había metido el animal tuve que tumbarme so-


bre el estómago, sujetar la linterna con la boca y
arrastrarme poco a poco hacia adelante. Resultaba
extremadamente incómodo, pues el suelo del pasa-
dizo estaba sembrado de piedras de bordes cortantes
y formas diversas, de modo que mi avance era lento
y doloroso.
Me encontré con que el túnel terminaba en
una pequeña estancia circular de donde salía otro,
que se internaba aún más profundamente en el acan-
tilado. Arrastrándome hasta este segundo pasadizo
dirigí la linterna hacia delante y descubrí que tam-
bién terminaba en una pequeña estancia, sólo que
mucho más pequeña que aquella en la que estaba.
Mientras alumbraba a mi alrededor con la linterna
oí dos golpes sordos, seguidos de un sonido seco y
crujiente parecido a un sonsonete. Antes de que pu-
diera ver qué era lo que producía este ruido sonó
otra ráfaga de sonsonete y algo surgió de las tinieblas
de la caverna, me arrancó la linterna de la mano y
me clavó en la muñeca lo que sentí como cincuenta
agujas. Recuperé la linterna y me retiré a toda prisa
para examinar mi muñeca, que estaba tan llena de
espinas y arañazos como si la hubiera metido en una
Zarza.
Metiéndome otra vez a rastras por el túnel,
alumbré con la linterna y el haz de luz iluminó el
animal que me había atacado. Era un puercoespín
adulto de cola poblada. Estos curiosos animales,
cuyos cuartos traseros están cubiertos de largas púas
afiladas, tienen una cola pelada que termina en un
manojo de espinas, bastante parecido a una espiga
de trigo. Agitando este manojo de púas al final de
sus colas producen un extraño sonsonete, que era el
ruido que había oído yo. El puercoespín había vuel-
to la cabeza hacia mí y con todas las púas erizadas
36

me miraba por encima del hombro con los ojos sal-


tones e indignados, golpeando amenazadoramente
con las patas. Decidí que la única parte de su ana-
tomía que podría agarrar sin demasiado riesgo de
que me clavara sus espinas era su cola. Así que en-
volví mi mano con un grueso saco de lona, me acer-
qué a él y le cogí justo por debajo del penacho de
espinas de su cola. Lo primero que hizo fue retroce-
der a la carrera, aplastando mi mano contra la roca
y atravesando el saco de lona con sus espinas como
quien corta mantequilla con un cuchillo. Pese a
todo lo mantuve agarrado y traté de levantarle y
37

meterle en otro saco que sostenía con la otra mano.


Estaba tan comprimido en aquel estrecho pasadizo
que me fue imposible manejar eficazmente el saco
para pasárselo por la cabeza al puercoespín, que con
cada movimiento que hacía parecía clavarme otra
de sus espinas. Terminó apoyándose contra mi pe-
cho, lo cual, teniendo en cuenta que sólo llevaba una
fina camisa, resultó muy doloroso, por no decir otra
cosa.
Resolví que lo mejor sería intentar sacar al
puercoespín fuera de la cueva antes de empeñarme
en meterlo en el saco, así que le agarré firmemente
por la cola y empecé a retroceder a rastras, remol-
cando lenta y cuidadosamente al renuente puerco-
espín. Me dio la impresión de que pasaron horas
antes de que finalmente reapareciese al aire libre, y
toda su combatividad parecía haberle abandonado,
pues colgaba de mi mano con aspecto bastante des-
mayado. Llamé a los cazadores y cuando se reunie-
ron conmigo conseguimos meterle en el saco. Yo
estaba cubierto de arañazos y magulladuras de pies
a cabeza, y pensaba que el puercoespín me había he-
cho pagar muy cara su captura.

Claro está que para conseguir nuestros ejem-


plares empleábamos muchos otros métodos. Ponía-
mos gran número de trampas, por ejemplo, en dife-
rentes partes del bosque, pero esto debía hacerse con
sumo cuidado, pues la mayoría de los animales del
bosque tienen su propia área particular en la que
viven, y raramente se aventuran a salir de este terri-
torio. Siguen ciertos senderos, tanto por el suelo
como por las copas de los árboles, así que a no ser
que hayas situado tu trampa exactamente en el lugar
apropiado es más que probable que el animal jamás
se acerque a ella. La mayoría de la gente cree que en
38

los grandes bosques los animales se pasan todo el


tiempo errando de un lado para otro, pero no es así.
Cada uno escoge el territorio que le va mejor y se
queda en él, y a veces estas áreas son grandes, pero
por lo general son sorprendentemente pequeñas, y
en muchos casos un animal vive en una porción de
terreno no mucho mayor que una jaula grande de
un zoo. Con tal de que un animal pueda encontrar
una buena provisión de comida y agua y un sitio
seguro para dormir dentro de una zona limitada,
no se arriesgará a salir de ella.
Mucha gente parece pensar que capturar ani-
males salvajes es una ocupación muy peligrosa, pero
que salir de noche al bosque en busca de ejempla-
res no es más que una locura. En realidad los sen-
deros del bosque no son peligrosos, y no más peli-
grosos de noche que de día. Terminas dándote cuen-
ta de que todos los animales salvajes están muy an-
siosos por apartarse de tu camino cuando te oyen
venir. Sólo te atacarán si los tienes acorralados, y
parece difícil culparles por ello. Mas en el bosque
te encuentras con que todas las criaturas que viven
allí (y ello incluye las serpientes) se portan muy bien
y sólo quieren que les dejen en paz. Si no les haces
daño es seguro que la mayoría de ellas no va a to-
marse la molestia de intentar hacértelo a ti. Por tan-
to, capturar animales salvajes no es tan peligroso
como alguna gente se imagina. Por regla general es
sólo tan peligroso como tu propia estupidez permita
que lo sea: con otras palabras, si corres riesgos ton-
tos debes esperar consecuencias desagradables. Claro
está que a veces, en el calor del momento, te arries-
gas sin darte cuenta, y solamente después adviertes
lo estúpido que has sido.
En mi segundo viaje a Africa Occidental
conocí a bordo del barco a un hombre que se dirigía
39

hacia allí para trabajar en una plantación de pláta-


nos. Me confesó que a lo único que en realidad tenía
miedo era a las serpientes. Yo le dije que general-
mente las serpientes estaban muy preocupadas por
quitarse de en medio, y que en cualquier caso no
eran nada frecuentes y era improbable que fuera a
ver muchas. Esta información pareció animarle, y
prometió que trataría de conseguirme algunos ejem-
plares mientras yo estuviera por el norte del país.
Le di las gracias y olvidé todo al respecto.
Una vez reunida mi colección bajé con ella
hasta la costa para embarcarme. La noche anterior
a nuestra partida mi joven amigo se presentó con
su coche, muy excitado, para decirme que había
conseguido los ejemplares prometidos. Me contó que
había descubierto un foso lleno de serpientes en la
plantación de plátanos donde trabajaba, y que todas
ellas eran mías, ¡con tal de que fuera y las sacara!
Yo acepté, sin molestarme en preguntarle cómo era
aquel foso, y partimos en su coche hacia la planta-
ción. Al llegar a su bungalow me encontré con que
mi amigo había invitado a unos cuantos más a con-
templar mi caza de serpientes. Después, mientras
tomábamos un trago, advertí que andaba buscando
algo, y cuando le pregunté qué era lo que buscaba
me respondió que una cuerda. Le pregunté para qué
la quería, y me explicó que era para bajarme con
ella al foso. Esto me hizo preguntarme por primera
vez qué tipo de foso sería, pues me había imaginado
algo así como un cuadrado de unos diez metros de
lado y uno de profundidad.
Descubrí para mi consternación que el foso
parecía una sepultura grande, con aproximadamente
cuatro metros de largo, uno de ancho y unos tres
de hondo. Mi amigo había decidido que la única
forma en que podía bajar era descolgándome con
40

una cuerda, ¡como un hada de pantomima! Expli-


qué apresuradamente que para cazar serpientes en
un foso como aquél necesitaba una linterna, cosa
que no tenía. Tampoco la tenía ninguno de los de-
más componentes de la partida, pero mi amigo re-
solvió el problema. Ató la gran lámpara de parafina
al extremo de una larga cuerda y me explicó que la
descolgaría conmigo al foso. No pude protestar, pues
como señaló correctamente mi amigo, daba una luz
mucho mejor que la de cualquier linterna. Entonces
salimos a la plantación de plátanos iluminada por
la luna y nos dirigimos hacia el foso. Recuerdo que
por el camino iba pensando para mis adentros que
tan sólo había una posibilidad de que las serpientes
resultaran ser de una variedad inofensiva. Pero cuan-
do llegamos al borde del foso y descolgamos la lám-
para en su interior vi que estaba lleno de pequeñas
víboras del Gabón, quizá una de las más mortíferas
serpientes de Africa Occidental, y todas ellas pare-
cían muy irritadas y trastornadas, y alzaban sus ca-
bezas en forma de pala y nos silbaban.
Ahora bien, no había pensado que tendría
que meterme en el foso con las serpientes para cazar-
las, así que llevaba puestas unas ropas inadecuadas.
Unos pantalones finos y un par de zapatillas de goma
no ofrecen protección contra los colmillos de dos
centímetros y medio de longitud de una víbora del
Gabón. Expliqué esto a mi amigo y me cedió con
toda amabilidad sus pantalones y zapatos, que eran
bastante gruesos y fuertes. Así pues, en vista de que
no podía encontrar más excusas, me ataron la cuerda
en torno a la cintura y empezaron a bajarme al foso.
Descubrí en seguida que me habían atado la
cuerda con un nudo corredizo, y cuanto más me
metía en el foso más se apretaba el nudo en torno
a mi cintura, hasta que sólo pude respirar a duras
41

penas. Poco antes de llegar al fondo llamé a mis ami-


gos y les dije que dejaran de bajarme: quería exami-
nar el terreno sobre el que iba a aterrizar. Como la
zona estaba despejada, les grité que siguieran baján-
dome, y en aquel momento sucedieron dos cosas.
En primer lugar, la lámpara, que con la emoción
nadie se había acordado de llenar, se apagó; en se-
gundo lugar, uno de los zapatos que me había pres-
tado mi amigo, y que me estaban demasiado gran-
des, se me cayó. Así que allí estaba yo, en el fondo
de un foso de tres metros de profundidad, sin luz
y con un pie descalzo, rodeado de siete u ocho mor-
tíferas y extremadamente irritadas víboras del Ga-
bón. Nunca había estado más asustado. Tuve que
esperar en la oscuridad, sin atreverme a moverme,
mientras mis amigos sacaban la lámpara, la llenaban,
la volvían a encender y la bajaban de nuevo al foso.
Entonces pude ver de recuperar mi zapato.
Con luz abundante y ambos zapatos puestos
me sentí mucho más valiente, y emprendí la tarea
de atrapar las víboras. En realidad era bastante sen-
cillo. Con un bastón ahorquillado en la mano me
aproximaba a cada reptil, le sujetaba con la horquilla
y luego le cogía por el dorso del cuello y lo metía
en mi saco de serpientes. De lo que había que tener
cuidado era de que, mientras estaba muy ocupado
cogiendo una serpiente, alguna otra no fuera a acer-
cárseme serpenteando por detrás y al retroceder la
pisase. Sin embargo, todo transcurrió sin ningún
accidente, y media hora después había cogido ocho
de las pequeñas víboras del Gabón. Pensé que ya
era suficiente como para seguir adelante, así que mis
amigos me sacaron del foso. Después de aquella
noche decidí que capturar animales es sólo tan peli-
groso como tu propia estupidez lo permita ser, ni
más ni menos.
Capítulo 3

En el que Bufido y Soplido


entran en acción

Cuando el campamento quedó terminado pa-


recía como si un circo se hubiera trasladado al bos-
que, y resultó aún más parecido a un circo cuando
empezó a llenarse de los ejemplares que habíamos
capturado. A lo largo de uno de los lados del entol-
dado había una hilera de jaulas en las que guardaba
todos los animales pequeños, una gran variedad de
criaturas que comprendía desde ratones hasta man-
gostas.
La primera jaula de la fila pertenecía a un
par de crías de puerco rojo de río a las que había
llamado Bufido y Soplido, y era la más encantadora
pareja de bebés que pueda imaginarse. Un puerco
rojo de río adulto es el miembro más hermoso y
lleno de color de la familia de los cerdos. Su piel
tiene una viva coloración rojo-anaranjada, y sobre
su cuello y su lomo corre una crin de piel de un
blanco puro; en las puntas de sus largas orejas pun-
tiagudas cuelgan dos mechones de pelo blanco. Sin
embargo, Bufido y Soplido, como todos los cerditos
jóvenes, tenían la piel listada; eran de color marrón
43

chocolate oscuro, con franjas de suave amarillo ra-


núnculo que les corrían del hocico al rabo. Esto les
hacía parecer gruesas avispitas cuando trotaban por
su corral.
Bufido fue el primero en llegar al campa-
mento. Lo trajeron una mañana sentado con aire
bastante triste en una cesta de mimbre que un caza-
dor nativo llevaba en equilibrio sobre la cabeza. Lo
habían capturado en el bosque, y en seguida descu-
brí que la razón de su lúgubre aspecto era que lle-
vaba dos días sin comer nada, cosa que bastaba para
que cualquier cerdo con amor propio pareciese de-
primido. El cazador que lo había atrapado había
intentado alimentarle con plátanos, pero Bufido era
demasiado joven para ese tipo de comida. Lo que
necesitaba era leche, y en abundancia. Así que, tan
pronto como hube pagado por él, llené una gran
botella de leche caliente con azúcar y poniéndomelo
en las rodillas traté de hacerle beber. Tenía aproxi-
madamente el tamaño de un pequinés, con pezuñas
muy pequeñas y también un par de colmillitos afila-
dos, como pronto descubrí a costa mía.
Por supuesto nunca había visto un biberón,
y lo trató desde el principio con el más serio recelo.
Cuando le asenté sobre mis rodillas y traté de meter-
le la goma en la boca, decidió que aquello era alguna
forma especial de tortura que había inventado para
él. Chilló y protestó, coceándome con sus puntiagu-
das pezuñitas y tratando de clavarme sus pequeños
colmillos. Tras unos cinco minutos de lucha, tanto
- Bufido como yo parecíamos habernos bañado en
leche, pero ni una sola gota le había llegado a la
garganta.
Llené otra botella y de nuevo sujeté firme-
mente al berreante cerdito entre mis rodillas, man-
tuve su boca abierta con una mano y empecé a ver-
44

ter la leche en ella con la otra. Estaba tan ocupado


en dar chillidos pidiendo socorro que cada vez que
un chorro de leche le llenaba la boca el siguiente
berrido lo escupía de nuevo por completo. Al final
tuve la suerte de conseguir que unas cuantas gotas
le corrieran garganta abajo y esperé a que percibiera
su sabor, cosa de la que en seguida dio muestras
dejando de chillar y de debatirse, y empezando a
relamerse y a gruñir. Dejé caer otro chorrito de le-
che en su boca y la sorbió ávidamente, y poco des-
pués estaba chupando de la botella como si no fuera
a parar nunca, mientras su estómago se hinchaba
más y más. Finalmente, cuando desapareció la últi-
ma gota de la botella, dejó escapar un largo suspiro
de satisfacción y cayó profundamente dormido en
mi regazo, roncando como una colmena llena de
abejas.
Después de aquello dejó de estar afligido, y
pocos días más tarde había perdido todo su miedo
a los humanos y al verme venir se acercaba a los
barrotes de su jaula, gruñendo y chillando alegre-
mente, y se tumbaba de espaldas para que le rascase
el estómago. A la hora de la comida, cuando veía
llegar la botella, asomaba el hocico entre los barro-
tes y chillaba estridentemente de emoción; se hubie-
ra dicho al oírle que no había tomado una buena
comida en su vida.
Llevaba Bufido conmigo cerca de dos sema-
nas cuando apareció en escena Soplido. También
había sido capturada en el bosque por un cazador
nativo y se había resistido enérgicamente. Oí sus
potentes berridos de protesta mucho antes de que
ella, o su apresador, estuviera a la vista, y no paró
hasta que una vez comprada la metí en la jaula
vecina a la de Bufido. No los puse juntos inmediata-
mente porque ella era un poco mayor que Bufido,
45

y pensaba que podía hacerle daño. En cuanto éste


vio que había otro cerdo como él en la jaula vecina
se arrojó sobre los barrotes de separación, gruñendo
y chillando de puro contento, y cuando Soplido le
vio dejó de berrear y se acercó a investigar. Estaban
tan contentos de verse que hubiérase dicho que eran
hermanos. Se frotaron los hocicos entre los barrotes
que los separaban, y en vista de que parecían tan
amigos decidí ponerlos juntos en seguida. Aquella
medida pareció justificada, pues corrieron el uno
hacia el otro y empezaron a olfatearse con entusias-
mo: Bufido soltó un fuerte gruñido y dio a Soplido
en las costillas con el hocico; Soplido le devolvió
el gruñido y echó a correr por la jaula. Entonces
empezó la diversión, con Bufido persiguiendo a So-
plido una y otra vez alrededor de la jaula; corrieron
esquivándose y doblándose, girando y dando vueltas
hasta que ambos quedaron completamente exhaustos
y cayeron dormidos sobre su lecho de hojas secas
de plátano, roncando y roncando hasta que la jaula
entera vibró.
Pronto aprendió Soplido a beber de la bote-
lla como Bufido, pero como era unas pocas sema-
nas mayor, su dieta incluía también alimentos sóli-
dos. Así que cada día, después de que ambos hubie-
ron tomado sus botellas, ponía en la jaula una cace-
rola plana llena de fruta blanda y verduras y So-
plido se pasaba la mañana con el hocico pegado a
ella, chapoteando y sorbiendo de forma ruidosa con
aire soñador, a la auténtica manera porcina. Esto
no le gustaba en absoluto a Bufido. Era demasiado
joven para comer alimentos sólidos, pero no veía
por qué Soplido había de hacerlo si él no podía.
Creía que le estaban estafando, y mientras ella comía
se le quedaba mirando con una expresión enfadada
en el rostro y gruñendo impacientemente para sus
46

adentros. A veces trataba de apartarla de la comida


empujándola con la cabeza, y entonces Soplido des-
pertaba de su sueño entre el amasijo de plátanos
y le perseguía airadamente por toda la jaula, chillan-
do de un modo furioso. Cuanto más se demoraba
Soplido sobre su plato de comida, más deprimido
se ponía Bufido.
Un día debió ocurrírsele la idea de que tam-
bién él podía conseguir una comida adicional por
el sencillo método de chupar el rabo de Soplido.

Supongo que aquel rabo debía tener para él un


aspecto no muy diferente al del extremo de la bote-
lla de la que obtenía su comida; en cualquier caso,
terminó convenciéndose de que si lo chupaba du-
rante suficiente tiempo conseguiría sacar de él una
ración adicional de deliciosa leche. De modo que
allí solía estar Soplido, gruñendo para sus adentros
y con el hocico hundido en la fruta blanda, mientras
a.sus espaldas Bufido le chupaba el rabo solemne-
mente. Esto no le importaba mientras se limitara a
chupar; de vez en cuando, sin embargo, se enojaba
y se impacientaba al ver que no aparecía nada de
leche, y empezaba a tirar y a morder con sus afilados
47

zolmillitos. Entonces Soplido se volvía bruscamente


y le perseguía hasta un rincón, pegándole con fuerza
en el costado, para regresar después murmurando
airadamente a su delicioso plato de comida. Sin em-
bargo, al final me vi obligado a separarlos, y sólo
los volvía a juntar una vez al día para que jugasen,
pues Bufido había chupado con tanto entusiasmo
el rabo de Soplido que le había arrancado todo el
pelo y lo había dejado completamente pelado. Así
que durante algún tiempo vivieron puerta con puerta
mientras a Soplido le crecía el pelo nuevo en el rabo
y Bufido aprendía a comer alimentos sólidos.
Por alguna razón desconocida, Soplido era
mucho más nerviosa que Bufido, y en cuanto éste lo
descubrió empezó a desvivirse por asustarla. Se es-
condía detrás de la cerca y saltaba sobre ella cuando
pasaba, o bien se tumbaba simulando estar dormido
y en cuanto Soplido se le acercaba se ponía en pie
de un salto y la atacaba entre sonoros gruñidos. Un
día la sobresaltó de tal modo que cayó sobre la co-
mida y emergió cubierta por todas partes de trozos
de mango y plátano.
Bufido inventó una treta especial que le en-
cantaba practicar con ella cada mañana después de
que les hubieran limpiado la jaula. Solía dejarles a
modo de lecho un montón de hojas de plátano secas
y crujientes en un rincón; apenas se las había puesto
cuando Bufido llegaba a la carrera, se enterraba en-
tre las hojas hasta quedar completamente oculto y
esperaba allí pacientemente, a veces un rato tan
largo como media hora, hasta que Soplido venía en
su busca. Entonces, con un fuerte chillido, salía brin-
cando de entre las hojas y la perseguía por todo el
cercado. A veces ponía en práctica esta tréta tres
veces en una misma mañana, pero la pobre Soplido
jamás aprendía por experiencia. En cuanto él salía
48

disparado entre las hojas como un cohete listado,


se daba la vuelta y echaba a correr con toda la rapi-
dez que le permitían sus gruesas patas, pensando ob-
viamente que lo que la atacaba era un leopardo o
algo por el estilo. Como se pasaban la mayor parte
del día persiguiéndose entre sí o haciéndose trastadas
el uno al otro, los cerditos terminaban naturalmente
muy cansados, y hacia la caída de la tarde sólo les
quedaba suficiente energía para engullir su cena. De
hecho, a veces se quedaban dormidos mientras chu-
paban de la botella y tenía que despertarles para que
acabasen de comer. Luego, gruñendo somnolienta-
mente, se amadrigaban bien hondo en su lecho de
hojas de plátano y quedaban allí tumbados flanco
con flanco, roncando a coro durante toda la noche.

Casi a la misma hora en que los cerditos se


acostaban soñolientamente, los animales de la jaula
vecina empezaban a despertarse y a interesarse por
la vida. Eran Gálagos, diminutos lemúridos, del ta-
maño de un gatito recién nacido, que parecen resul-
tado de un cruce entre un búho y una ardilla con
algo de mono mezclado. Tienen una piel gris, suave
y espesa, y largas colas pobladas. Sus manos y sus
pies son como los de un mono, y tienen unos enor-
mes ojazos dorados parecidos a los de un búho. Los
Gálagos se pasaban el día durmiendo apelotonados
en su caseta, pero a la caída de la tarde, cuando se
acercaba el crepúsculo, despertaban y se asomaban
a la puerta de su alcoba, bostezando soñolientamente
y parpadeando con sus grandes ojos de aspecto es-
tupefacto. Salían con suma lentitud a la jaula, y des-
pués se sentaban los tres en círculo y se lavaban y
arreglaban.
Era ésta una operación larga y complicada.
Empezaban por la mismísima punta de sus colas e
* NOS
50

iban subiendo poco a poco hasta que terminaban


de peinar y alisar cada milímetro de su piel con sus
largos y huesudos dedos; después, guiñándose mu-
tuamente sus ojos dorados con aire satisfecho, ini-
ciaban la siguiente tarea de la noche. Consistía en
hacer sus ejercicios. Sentados sobre sus patas trase-
ras, se estiraban todo lo que podían y de repente
saltaban por los aires, daban una vuelta completa y
aterrizaban de frente en sentido contrario. Tras en-
trar en calor, empezaban a saltar y a brincar entre
las ramas de su jaula, terminando por perseguirse
entre sí alrededor de ella y tirarse de la cola hasta
que se les abría el apetito para la cena. Entonces
bajaban y se sentaban junto a la puerta de la jaula,
mirando hacia fuera confiadamente mientras espe-
raban que apareciese con su comida.
Su plato principal consistía en fruta cortada
en pequeños trozos y un plato de leche azucarada.
De postre les traía una lata grande que contenía la
golosina más apreciada por los Gálagos: saltamon-
tes. Se sentaban junto a la puerta, chillándose unos a
otros, con sus largos dedos temblando de emoción
mientras observaban cómo sacaba un puñado de agi-
tados saltamontes. En cuestión de segundos había
que abrir la puerta de la jaula, arrojar dentro dos
insectos y cerrarla de golpe. Inmediatamente empe-
zaba el arboroto en la jaula: los saltamontes saltaban
y brincaban en todas direcciones, y los Gálagos, con
los ojos saliéndoseles casi de las Órbitas por la emo-
ción, los perseguían corriendo locamente por toda
la jaula, los agarraban y se los metían a toda prisa
en la boca. En cuanto tenían la boca llena, cogían
todos los que les cabían en las manos y después se
sentaban a comérselos lo más deprisa posible, engu-
llendo ávidamente y gruñendo.
51

Vigilaban todo el tiempo con sus grandes


ojos para ver por dónde andaban los otros salta-
montes y para asegurarse bien de que sus compañe-
ros no cogían más que su justa porción. En cuanto
se tragaban el último bocado suculento se ponían
de nuevo a perseguir como locos los insectos restan-
tes. Al poco rato no quedaba ni un solo saltamontes
en la jaula y únicamente se veían unas cuantas patas
y alas sueltas dispersas por el suelo. Sin embargo,
los Gálagos nunca se convencían de ello, de modo
que pasaban una apasionante hora registrando cada
rendija y cada grieta de la jaula con la esperanza
de que se les hubiera pasado por alto alguna de
aquellas golosinas.
Cada atardecer, cuando se ponía el sol, lim-
piaba la jaula de los Gálagos y reemplazaba la yerba
sucia por un manojo de hojas limpias. A los Gálagos
les encantaba tener un gran montón de hojas secas
en el fondo de la jaula, pues solían jugar entre los
tallos y pasaban mucho tiempo buscando los insectos
imaginarios que estaban seguros había allí escon-
didos.
Una tarde les puse la yerba como de costum-
bre y con ella, de modo completamente accidental,
metí un largo tallo que terminaba en una flor dorada
muy parecida a una caléndula. Poco después pasé
junto a la jaula y me sorprendí al ver a uno de los
Gálagos sentado sobre sus patas traseras, con la flor
apretada en una mano, arrancando lentamente los
pétalos y comiéndoselos. Tiró la parte central de la
flor, llena de pelusa, e inmediatamente la cogió uno
de sus compañeros y empezó a jugar con ella. Pri-
mero la echó al aire y luego la persiguió y la «mató»
en el rincón, como hubiera hecho con un saltamon-
tes. Lo hizo de un modo tan realista que uno de sus
compañeros debió pensar que tenía un saltamontes
52

y se acercó a investigar. El primer Gálago salió co-


rriendo con la cabeza de la flor en la mano y los
otros dos se pusieron a perseguirle, con lo que los
tres terminaron por caer en agitado montón en el
fondo de la jaula. Cuando acabaron con ella, la ca-
beza de la flor apareció rota en pequeñas briznas
desperdigadas por todas partes. Pareció gustarles
tanto el juego con esta flor que a partir de entonces
cada noche les metía en la jaula dos o tres de estas
caléndulas y ellos se comían los pétalos y jugaban
a la lucha libre con los restos.
Aunque contemplaba a los Gálagos jugando
en su jaula cada tarde y me maravillaba de su rapi-
dez y de sus graciosos movimientos, no me percaté
del todo de lo veloces que podían ser hasta la noche
en que uno de ellos se escapó.
- Habían terminado de comer y estaba sacan-
do los platos vacíos de la jaula cuando uno de los
animalitos salió de pronto corriendo por la puerta,
se me subió por los brazos y saltó desde mi hombro
hasta el techo de la jaula. Le agarré por la punta de
la cola pero se me escabulló brincando como una pe-
lota de goma y fue a posarse al borde mismo de la
parte superior de la jaula, desde donde se me quedó
mirando. Avancé lenta y cuidadosamente e intenté
agarrarle con un rápido movimiento de la mano, pero
mucho antes de que ésta llegara siquiera a rozarle
se había lanzado ya al vacío. Cruzó un trecho de
unos tres metros y aterrizó ligero como una pluma en
uno de los mástiles centrales del entoldado, abra-
zándose a él como si lo hubieran pegado con cola.
Corrí tras él y dejó que me acercara bastante antes
de moverse. Entonces, sin previo aviso, se despren-
dió del mástil, se posó sobre mi hombro e inmedia-
tamente rebotó otra vez hasta el techo de otra jaula.
Ly perseguí durante cerca de media hora, y cuanto
53

más acalorado e irritado me ponía más parecía dis-


frutar él de todo el asunto. Logré atraparle de modo
enteramente casual. Había saltado de una pila de
cajas viejas al mosquitero de mi catre de campaña,
pensando obviamente que la malla ofrecía una sóli-
da superficie para posarse. Naturalmente, su peso
hizo hundirse al mosquitero y al minuto siguiente
estaba completamente enredado entre sus pliegues.
Antes de que pudiera liberarse con sus meneos con-
seguí acercarme y sujetarle. Tras aquella experiencia,
me volví muy prudente a la hora de abrir la jaula de
los Gálagos.
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Capítulo 4

En el que unos bandidos


me muerden

A cualquiera que pasase junto a la jaula ve-


cina a la de los Gálagos podía disculpársele que, al
oír los espantosos ruidos procedentes de su interior,
pensara que había una pareja de tigres alojada en
ella; o, si no tigres, algún animal igualmente feroz
y ruidoso. Casi siempre podían oírse gruñidos, chilli-
dos, chirridos y bufidos mezclados con gañidos y
resoplidos provenientes de aquella jaula. Todo este
escándalo lo producían tres animalitos un poco ma-
yores que un conejillo de Indias corriente, a los que
había bautizado como los Bandidos. En realidad eran
jóvenes kusimanses, pequeño animal parecido a una
mangosta, y para su tamaño eran mucho más moles-
tos que casi todos los demás animales juntos.
Nada más llegar tenían el tamaño de una
rata pequeña y tan sólo acababan de abrir los ojos.
El pelo, que les brotaba en puntas y mechones por
todo el cuerpo, era de brillante color rojizo, y tenían
largos hocicos: de un rosa goma de borrar que hus-
meaban aquí y allá con curiosidad. Al principio tuve
que alimentarles con leche, y no era tarea fácil, pues
56

bebían más leche que cualquier otra cría que hubiera


visto; todo el asunto se hacía más difícil por el he-
cho de que eran demasiado pequeños para poder
beber del biberón que usaba para las otras crías.
Tenía que darles de comer pinchando un trozo de
algodón en la punta de un palo, empapándolo de le-
che y dejando luego que lo chuparan.
Esto funcionó muy bien al principio, ya que
no tenían dientes, pero en cuanto les asomaron los
dientes en las encías empezaron a dar la lata. Eran
tan glotones que cogían el algodón y se agarraban
a él como bulldogs, negándose a soltarlo y a dejar
que lo mojara en la leche de nuevo. Muchas veces
mordían con tanta fuerza que el algodón se despren-
día de la punta del palo y entonces intentaban tra-
gárselo. Sólo podía salvarles de morir ahogados me-
tiéndoles el dedo por la garganta y atrapando el al-
godón que ya desaparecía. No debía gustarles que
les introdujeran un dedo en la garganta, pues ello
les hacía siempre vomitar; y por supuesto, tan pron-
to como dejaban de vomitar empezaban a tener ham-
bre de nuevo y teníamos por tanto que repetir toda
la operación.
En cuanto les salieron sus afilados dienteci-
llos empezaron a sentirse muy valientes y aventure-
ros, y siempre estaban dispuestos a meter a toda
costa sus largos hocicos en los asuntos ajenos. Al
principio los tenía en una cesta cerca de mi cama
para poder darles así de comer más cómodamente
durante la noche. La tapa de esta cesta no era de-
masiado segura, y los Bandidos se pasaban todo el
tiempo trepando para salir fuera y trotando por el
campamento en giras de inspección. Esto me inquie-
taba, porque teníamos allí algunos animales peligro-
sos y los Bandidos no parecían tener miedo, pues
metían la nariz con idéntica soltura en una jaula de
57

monos como en una caja de serpientes. Se pasaban


la vida en una interminable búsqueda de comida, y
mordían todo lo que se cruzaba en su camino con la
esperanza de que resultara ser algo sabroso.
En cierta ocasión se escaparon de su cesta
sin que lo notara y anduvieron rondando la larga
hilera de jaulas de monos para ver si podían encon-
trar algo rico de comer. Tenía yo entonces una mona
con un largo rabo sedoso del que estaba sumamente
orgulloso. Solía pasarse varias horas cada día arre-
glándoselo, de modo que estaba inmaculadamente
limpio y con la piel reluciente. Resulta que estaba
casualmente sentada al fondo de su jaula, tomando
un baño de sol, con su precioso rabo colgando por
fuera de la tela metálica cuando los Bandidos apa-
recieron en escena.
Uno de ellos encontró este largo y sedoso rabo
tirado por el suelo, y como no parecía pertenecer a
nadie y tenía pinta de ser comestible, se abalanzó
sobre él y le hincó el diente. Los otros dos, al ver
lo que había encontrado, se unieron inmediatamente
a él y también lo mordieron. La mona se asustó te-
rriblemente y trepó entre fuertes chillidos hasta el
techo de su jaula, pero con ello no consiguió quitarse
de encima a los Bandidos; se aferraron como torni-
llos y cuanto más arriba trepaba la mona por la jaula
más alto los levantaba su rabo sobre el suelo, así
que cuando llegué estaban suspendidos en el aire
como a treinta centímetros del suelo, girando y gi-
rando lentamente y gruñendo al unísono, con sus
mandíbulas todavía firmemente cerradas sobre el
rabo de la mona. Tardé vários minutos en conseguir
que lo soltaran, y sólo lo hicieron porque les eché
en la cara nubes de humo de tabaco y les hice toser.
Poco después de aquello los Bandidos me hi-
cieron a mí justo la misma clase de trastada. Todos
58

los días, tras darles su desayuno, les dejaba pasearse


por las cercanías de mi cama hasta que me traían
el té. Investigaban la cama muy a fondo, entre gru-
ñidos y chillidos, trotandó para arriba.y para abajo
y metiendo sus largos hocicos rosados en cada uno
de los pliegues de las sábanas para asegurarse de que
no había nada comestible allí escondido.
Aquella mañana concreta estaba allí medio
dormido mientras los Bandidos revolvían la cama en-
teray practicaban pasos de. alpinismo sobre la man-
ta. De pronto sentí un dolor atrozen el pie. Salí
disparado de la cama y descubrí que uno de los Ban-
didos había estado curioseando y me había destapa-
do la punta del pie. Pensó que aquello era alguna
golosina que había guardado especialmente para él.
Con su acostumbrada avidez, había intentado me-
terse en la boca todo lo que pudo dé-la punta de mi
pie, y estaba muy ocupado mascándola entre gru-
ñiidos de placer cuando le cogí por la cola y lo aparté
de allí. Se resistió muchísimo a soltar su presa: de
hecho parecía irritarle sumamente que le molestaran
en mitad de lo que obviamente iba a ser un maravi-
lloso banquete.
Finalmente los. Bandidos se hicieron dema-
siado grandes como para guardarlos en una cesta y
tuve que trasladarlos a una jaula. En realidad, la ver-
dadera razón fue que habían hecho unos agujeros tan
enormes en el mimbre de las cestas que prácticamen-
te no quedaba ninguna donde. poder meterlos. Por
entonces habían aprendido) ya. a: comer de un plato
y se alimentaban:de huevos crudos y pequeños trozos
de carne mezclados con la leche. Les construí una
jaula muy bonita y la aprobaron plenamente. Tenía
una caseta en uno de sus extremos para que dur-
mieran y el resto de la jaula se usaba para comer y
jugar. Había dos puertas, una a cada lado de la jaula,
59

que daban al dormitorio y al patio de recreo. Con-


fiaba que una vez se instalaran en su nuevo hogar
no tendría más problemas con ellos, pero. estaba
muy equivocado. El problema consistía ahora en
darles de comer.
Su jaula estaba en lo alto de toda una pila
donde se alojaban diversos bichos, así que estaba a
bastante altura sobre el suelo. En cuanto me veían
venir con el plato de comida empezaban a gritar
con todas sus fuerzas y se apiñaban en torno a la.
puerta, asomando sus largos hocicos rosados entre
el alambre. Estaban tan excitados por la idea de una
comida, y tan decidido cada uno a ser el primero en
conseguir el plato, que en cuanto abría la puerta de
la jaula se abalanzaban a través de ella gritando y
aullando, me arrancaban el plato: de: la mano y. lo
dejaban caer al suelo con estrépito. Dejé que hicie-
ran esto un par de veces, pensando que tras la se-
gunda caída aprenderían a no salir disparados en
el momento en que se abría la puerta, pero resultó
inútil. Se lanzaban como cohetes, el plato salía vo-
lando y aterrizaban en el suelo bufando y mordiendo
de un modo salvaje. Entonces tenía que recogerlos;
devolverlos a su jaula e ir a preparar otro plato de
comida. Cuando estaban enardecidos de tal modo,
debías tener también mucho cuidado al cogerlos,
pues solían morder todas y cada una de las cosas que
tuvieran a mano.
Al final terminé cansándome de que los Ban-
didos se cayeran de su jaula cada vez que les:tocaba
comer, así que inventé un sistema bastante astuto.
Me dirigía como de costumbre hacia la jaula con
su plato de comida; ellos se apiñaban en torno a la
puerta, esperando su oportunidad para poder salir
disparados. Entonces hacía que alguien fuera a la
otra punta de la jaula e hiciera sonar la puerta que
60

daba a su dormitorio. En cuanto oían esto, pensaban


que estaban dejando allí su comida, echaban a co-
rrer chillando y gruñendo hacia el fondo de la jaula
y se metían en su dormitorio. Cuando se perdían de
vista con toda seguridad, tenía que abrir la otra
puerta; se daban cuenta de que les habían engañado
y acudían de nuevo a toda prisa desde su dormito-
rio. Entonces, si no hubiera sacado la mano, se hu-
bieran arrojado probablemente sobre mis dedos y
los habrían aferrado con toda su alma.
Estos animalitos me causaron probablemente
más problemas y me dieron más mordiscos y araña-
zos que cualquier otro animal que haya cogido. Pero
a pesar de todo no pude evitar encariñarme con ellos.
Sabía que no me mordían porque tuvieran mal ca-
rácter, sino sencillamente porque se ponían demasia-
do nerviosos y me confundían con trozos de comida.
Solía enfadarme muchísimo con ellos algunas veces,
y pensaba qué agradable sería poder entregárselos a
un zoo para que algún otro se preocupara y fuera
mordido por ellos. Pero cuando por fin llegó esa
ocasión y se los entregué al zoológico donde iban a
vivir, sentí de veras ver que se alejaban. Me acerqué
a echarles un último vistazo en su gran jaula de zoo
y me parecieron tan dulces e inocentes, trotando
de un lado para otro sobre el serrín, alzando sus ho-
cicos de aspecto estúpido, que me pregunté si no les
habría juzgado mal. Empecé a sentirme muy triste al
pensar que me iba a separar de ellos. Les llamé para
que se acercaran a la tela metálica y decirles adiós,
y me parecieron tan mansos y buenos que metí el
dedo entre las varillas para rascarles la cabeza por
última vez. Tendría que haberles conocido mejor. De
animalitos de aspecto inocente pasaron de golpe a
ser los chirriantes Bandidos que conocía de antiguo,
y antes de que pudiera sacar el dedo se agarraron a
61

él en manada. Cuando finalmente conseguí soltarme,


me alejé de la jaula restañando la sangre con mi pa-
ñuelo y decidí que a fin de cuentas estaba muy con-
tento de que algún otro fuera a cuidar de ellos en el
futuro.
Capítulo 5

En el que me veo mezclado


con una porción de monos

Muchísima gente, tanto europeos como afri-


canos, solía venir al campamento a darse una vuelta
y ver todos los extraños animales que había reunido.
Entre estos bichos variados estaban por supuesto los
monos, de los que teníamos unas cincuenta especies
diferentes. Compartir con estos bulliciosos animales
un espacio, incluso tan grande como un entoldado,
era una experiencia agotadora, pues cincuenta mo-
nos pueden crearte un terrible montón de problemas
si se ponen a ello. De todos los monos que teníamos
hay tres que son los que mejor recuerdo. Estos eran
Footle, el mono bigotudo; Giieks, el mangabey, de
cabeza roja; y, el último pero no el peor, Cholmon-
dely, el chimpancé.
Cuando llegó al campamento, Footle era el
mono más pequeño que yo había visto jamás, pues
a excepción de su larga cola hubiera cabido con toda
comodidad en una taza de té, y aún hubiera sobrado
espacio. Su piel tenía una peculiar tonalidad verdosa
y su pechera era de un blanco muy bonito; su cabeza,
como la de muchas crías de mono, parecía demasia-
63

do grande para su cuerpo y salvo en las mejillas,


que eran de un intenso amarillo ranúnculo, tenía el
mismo color verdoso. Pero lo más asombroso en él
era la ancha banda curva de piel blanca que le cru-
zaba el labio superior, la cual le daba exactamente
el aspecto de tener un gran bigote. Nunca había visto
nada tan ridículo como este diminuto mono que lle-
vaba en la cara semejante adorno propio de Santa
Claus. Durante los primeros días, Footle vivía en
una cesta junto a mi cama con otras crías, y tenía
que ser alimentado con leche por medio de un bibe-
rón. El biberón le doblaba en tamaño, y cuando apa-
recía se lanzaba sobre él con gritos de alegría, se
metía la punta en la boca y lo rodeaba firmemente
con brazos y piernas para que no pudiera quitárselo
antes de que lo terminara. Ni siquiera me dejaba
sostenerle la botella, probablemente para que no le
robara nada de su contenido, así que rodaba por la
cama con ella apretada entre sus brazos como si
estuviera luchando con una aeronave. Á veces era
él quien estaba encima, otras veces el biberón, pero
estuviera encima o debajo Footle seguía sorbiendo
la leche, con su bigote subiendo y bajando por el
esfuerzo.
Era un monito muy inteligente y no tardó
mucho en aprender a beber la leche en un platillo,
pero en cuanto llegó a dominar este sistema sus mo-
dales en la mesa se volvieron sencillamente espan-
tosos. Le ponía sobre la mesa para darle de comer,
y cuando me veía acercarme con el platillo estallaba
en un frenesí de impaciencia, dando saltitos de emo-
ción y chillando a voz en grito. Apenas dejaba su
comida sobre la mesa se metía en ella de cabeza sin
vacilar. Había una gran lluvia de leche y él se sen-
taba en elééntro y sumergía la cabeza bajo la super-
ficie, sacándola fuera sólo cuando ya no podía res-
64

pirar. Algunas veces, en su avidez, se demoraba de-


masiado y emergía estornudando y escupiendo leche
como una fuente. Solía pasarme una buena media
hora secándole después de cada comida, pues cuan-
do acababa parecía que había estado bañándose en
la leche en vez de bebiéndosela.
Decidí que aquello no podía seguir así, pues
Footle comía cinco veces al día, y como cada vez
acababa empapado temía que pudiera resfriarse. Pen-
saba que el motivo de su excitación era que podía
ver venir la leche cuando estaba sentado sobre la
mesa, así que ensayé una nueva forma de darle de
comer. Puse primero el platillo sobre la mesa y
luego llevé a Footle hasta él. La primera vez que
hice esto vio la leche cuando todavía estaba a cierta
distancia, y dando un estridente chillido de alegría
saltó de mis manos, atravesó el aire con mucha ele-
gancia y aterrizó ruidosamente en medio de la leche.
Por supuesto, el platillo se volcó y tanto Footle como
yo nos empapamos.
Después de esto probé a sostenerle mientras
bebía, y esto resultó un poquito más eficaz. Solía
debatirse y chillar de rabia porque no le dejaba ti-
rarse de cabeza a la leche como si se tratara de una
piscina, y a veces se soltaba y lo lograba, zambullén-
dose antes de que pudiera detenerle. Pero la mayor
parte de las veces este método funcionaba bien y
permanecía razonablemente seco, a excepción por
supuesto de su cara. No era capaz de impedirle meter
la cara en la leche, y cuando salía a respirar su ros-
tro estaba tan blanco por la nata que no hubieras
podido decir dónde empezaba y terminaba su bigote.
Cuando no estaba comiendo, a Footle le en-
cantaba colgarse de algo. Todas las crías de mono,
cuando tienen esa edad, se cuelgan habitualmente
de la suave piel de su madre mientras ella deambula
65

por los árboles. Footle, que me había adoptado como


madre, parecía pensar que era de justicia que pudie-
ra colgarse de mí cuando no estaba comiendo. Casi
siempre solía llevarle encima cuando trabajaba, y
se portaba muy bien, sentado sobre mi hombro y
agarrado a mi oreja con una mano. Pero un día se
envalentonó demasiado y saltó, para ir a caer sobre
la tela metálica de una jaula que albergaba a un
mono grande y feroz, que inmediatamente agarró a
Footle por el rabo. Si yo no hubiera estado allí para
rescatarle, aquella hubiera sido su última aventura.
Decidí que era demasiado peligroso para
Footle sentarse en mi hombro mientras trabajaba, y
por lo tanto le encerré en su cesta; pero obviamente
no era feliz y se pasaba el día chillando lastimera-
mente y tratando de salir, así que tuve que pensar
en alguna otra cosa. Cogí una vieja chaqueta mía y
me la puse durante unos cuantos días, llevándole
sobre mi hombro como de costumbre. Cuando se
hubo acostumbrado lo bastante a la prenda, me la
quité y la colgué sobre el respaldo de una silla, y
luego puse a Footle pegado a ella. No pareció darse
cuenta de que yo no estaba ya dentro de la chaque-
ta, y se abrazó a ella con gran cariño.
De modo que cada mañana colgaba la cha-
queta sobre el respaldo de la silla, colocaba sobre
ella a Footle y él se agarraba allí muy contento mien-
tras yo me ponía a trabajar. Parecía pensar que la
chaqueta era parte de mí, supongo que una especie
de piel de repuesto, y mientras estuviera pegado a
alguna de mis partes se sentía completamente feliz.
Incluso sostenía largas conversaciones a base de chi-
llidos conmigo mientras trabajaba, pero nunca tra-
taba de abandonar la chaqueta y subirse a mi hom-
bro. Cuando finalmente llegó a Liverpool, Footle
se lo pasó maravillosamente bien posando sobre mi
66

hombro para los fotógrafos de la Prensa. Estaban


completamente fascinados con él; ninguno había vis-
to un mono tan diminuto. Un reportero lo observó
durante un rato largo, y luego se volvió hacia mí y
dijo: «Sabe usted, parece terriblemente joven para
tener semejante bigotazo.»

Giieks, el mangabey de cabeza roja, debía


su nombre a su grito. Cada. vez que te acercabas a
su jaula abría la boca de par en par y gritaba «gieks,
gúeks» con toda la fuerza de sus pulmones. Su cuer-
po tenía una delicada tonalidad gris, exceptuando
una banda de piel blanca alrededor del cuello y la
parte superior de la cabeza, que era de un rojo cao-
ba subido. Su cara era de un gris muy oscuro, y
sus párpados de un blanco cremoso. Normalmente
no podías vérselos, pero cuando te saludaba alzaba
las cejas y bajaba los párpados de un. modo tan sú-
bito que daba la impresión de que unas contraven-
tanas blancas habían cubierto sus ojos.
Giieks se aburría mucho viviendo sólo en su
jaula sin nadie con quien jugar, pero no podía darle
un compañero, dado que era el único ejemplar de
su especie que tenía. Sin embargo, no se hacía cargo
de ello, pues podía oír y oler otros monos por todas
partes a su alrededor y pensaba que era muy injusto
por mi parte no dejarle salir de su jaula e ir a jugar
con ellos. Decidió que lo mejor que podía hacer era
abrirse paso horadando uno de los lados cuando yo
no le estuviera mirando.
Había descubierto una pequeña hendidura
entre los tablones de uno de los lados de su jaula y
se puso a trabajar con dedos y dientes para ensan-
charla. La madera era muy dura, y sólo después de
mucho rascar y morder fue capaz de arrancar una
astillita. Yo vigilaba prudentemente el agujero para
67

asegurarme de que no se agrandara, pero Giieks no


lo sabía y pensaba que no tenía ni idea del asunto.
Se pasaba horas enteras mordiendo y arañando la
madera, pero en cuanto me oía acercarme se subía
a su percha y se sentaba, con el aspecto más inocen-
te posible, alzando las cejas y mostrando sus blancos
párpados entre alegres guiños con la esperanza de
persuadirme de que era el último mono del campa-
mento al que se le ocurriría hacer algo malo.
No hice nada con respecto al agujero de
Gúeks, pues pensaba que en cuanto descubriera lo
dura que era la madera cesaría en sus esfuerzos.
Para mi sorpresa, sucedió exactamente lo contrario.
Terminó interesándose tanto que solía aprovechar
todo momento disponible para morder y arañar y
chupar la madera. Sin embargo, cada vez que apa-
recía yo estaba sentado en su percha con cara de
absoluta despreocupación, y de no ser por las pocas
astillas que tenía pegadas a los pelos de la barba no
hubiera podido advertir que todavía seguía con sus
operaciones excavatorias. Parecía tan convencido de
que no sabía nada sobre su pasadizo secreto que
un día decidí darle una sorpresa.
Acababa de darle un cuenco de leche, de
modo que no esperaba que volviera por su jaula al
menos durante una hora. Tonificado por la bebida,
se puso a trabajar en su agujero. Le concedí suficien-
te tiempo para darle un buen sobresalto y luego me
acerqué lentamente por la hilera de jaulas. Allí esta-
ba Gieks, sentado en el suelo, con una expresión
ceñuda y decidida en el rostro, tirando con ambas
manos de una estilla de madera bastante grande.
Era un trozo muy resistente, y aunque tiraba de él
con todas sus fuerzas no se separaba del tabique de
la jaula, de modo que se iba enfadando más y más,
murmurando para sus adentros y arrugando la cara
68

con muecas de lo más terrible. Justo cuando estaba


inclinándose hacia adelante para ver si podía cortar
con los dientes la enojosa astilla, le pregunté con voz
severa qué demonios estaba haciendo.
Saltó como si le hubiera pinchado con un
alfiler, y luego echó uria ojeada por encima del hom-
bro con una expresión culpable y horrorizada en la
cara. Le pregunté otra vez qué se creía que estaba
haciendo, y con una sonrisa floja hizo un débil ama-
go de mostrarme sus párpados. Al ver que no iba a
poder despistarme, soltó tímidamente la astilla y co-
giendo el pote de leche vacío subió de un salto a su
percha, donde lleno de azoramiento se puso el pote
sobre la cara y se dejó caer de espaldas al suelo de la
jaula. Tenía un aspecto tan ridículo que tuve que
reírme, con lo que decidió que debía haberle perdo-
nado. Volvió a subirse a su percha, llevando el pote
como un casco de acero sobre la cabeza, y luego se
tiró de nuevo. Esta vez cayó de cabeza y se hizo
daño, así que tuve que acercarme a los barrotes y sos-
tenerle hasta que se sintió mejor.
Ahora que se había dado cuenta de que lo
sabía todo sobre su agujero, dejó de mantenerlo en
secreto y solía trabajar en mi presencia. Si le rega-
ñaba, repetía su truco de ponerse el pote sobre la
cara y tirarse de espaldas desde la percha; y si yo
me reía daba por sentado que le había perdonado y
reemprendía su trabajo. Sin embargo, como mera
precaución clavé un trozo de tela metálica por la par-
te exterior de su agujero, cosa que le disgustó mu-
chísimo cuando la descubrió. Al darse cuenta de que
no podía quitar la tela metálica abandonó de mala
gana sus perforaciones, pero nunca olvidó el truco
de tirarse de espaldas desde la percha, y lo hacía
siempre que sabía que estaba enfadado con él para
tratar de apaciguarme.
EEES,

Capítulo 6

La historia del chimpancé


Cholmondely

Cuando Cholmondely, el chimpancé, se unió


a la colección se convirtió inmediatamente en su rey
sin corona, no sólo por su tamaño, sino también por-
que era notoriamente inteligente. Cholmondely había
sido el favorito de un oficial de distrito que, desean-
do enviar el mono al Zoo de Londres y habiendo oído
decir que estaba reuniendo una colección de anima-
les salvajes en aquella región y que pronto volvería
a Inglaterra, me escribió y me preguntó si no me
importaría llevarme a Cholmondely y entregárselo a
las autoridades del zoo. Le contesté diciendo que en
vista de que tenía ya una amplia colección de monos,
otro chimpancé no cambiaba las cosas, así que escol-
taría con mucho gusto a Cholmondely hasta Inglate-
rra. Imaginé que sería un chimpancé bastante joven,
quizá de dos años, y que mediría unos sesenta cen-
tímetros de alto. Cuando llegó me llevé una sorpresa
considerable.
Una mañana se detuvo en las afueras del
campamento una pequeña camioneta en cuya parte
trasera había un enorme cajón de embalaje de ma-
A
GA

/
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A ¿De
fr
Y 7!
71

dera. Pensé que era suficientemente grande como


para alojar a un elefante. Me pregunté qué diablos
podría haber dentro, y cuando el conductor me dijo
que en él iba Cholmondely recuerdo que pensé lo
tonto que era su propietario al enviar un chimpancé
tan pequeño como Cholmondely en un cajón tan
enorme. Abrí la puerta y miré dentro, y allí estaba
Cholmondely sentado. De un vistazo me di cuenta
de que aquello no era un chimpancé joven sino un
adulto que tendría como ocho o nueve años de edad.
Sentado con el cuerpo doblado en el oscuro cajón
parecía el doble de grande que yo, y por la expre-
sión de su rostro colegí que el viaje no había sido
de su agrado. Sin embargo, antes de que pudiera ce-
rrar la puerta de la caja, Cholmondely extendió una
larga mano peluda, estrechó la mía y la sacudió efu-
sivamente. Luego se dio la vuelta y recogió un gran
trozo de cadena (uno de cuyos extremos estaba atado
a un collar que llevaba alrededor del cuello), se la
colgó cuidadosamente del brazo y bajó de la caja.
Se quedó allí un momento, y tras estudiarme aten-
tamente, examinó con gran interés el campamento,
tras lo cual me tendió su mano, mirándome interro-
gativamente. Le di la mía y entramos juntos en el
entoldado.
Acto seguido Cholmondely fue y se sentó en
una de las sillas de la mesa del campamento, dejó caer
su cadena al suelo, se recostó y cruzó las piernas.
Durante unos cuantos minutos dejó vagar la mirada
por la tienda con un gesto bastante arrogante en la
cara, y decidiendo evidentemente que con aquello
bastaba se volvió y me miró otra vez con aire interro-
gativo. Quería obviamente que le ofreciera algo des-
pués de su fatigoso viaje. Antes de su llegada me
habían advertido que era un gran bebedor de té. Así
que llamé al cocinero y le dije que hiciera un pote
qZ

de té. Luego me acerqué a echar un vistazo al cajón


de embalaje de Cholmondely, y en su fondo encontré
un tazón enorme y muy baqueteado. Cuando volví
con él a la tienda, Cholmondely se alegró muchísi-
mo e incluso me elogió, mediante unos cuantos ale-
gres ju-ju, por lo listo que había sido al encontrarlo.
Mientras esperábamos que llegara el té, me
senté frente a Cholmondely y encendí un cigarrillo.
Para mi sorpresa, se puso muy nervioso y me tendió
la mano por encima de la mesa. Preguntándome qué
iría a hacer, le alargué el paquete de cigarrillos. Lo
abrió, sacó uno y se lo puso entre los labios. Enton-
ces extendió la mano de nuevo y le di las cerillas;
con gran asombro por mi parte, sacó una de la caja,
la frotó, encendió su cigarrillo y tiró la caja sobre
la mesa. Recostado en su silla arrojó nubes de humo
del modo más experto. Nadie me había dicho que
Cholmondely fumara. Me pregunté con bastante in-
quietud qué otras malas costumbres que no me había
advertido su dueño tendría.
En ese preciso instante trajeron el té y Chol-
mondely saludó su aparición con fuertes y expresi-
vos gritos de alegría. Me observó atentamente mien-
tras llenaba de leche su tazón hasta la mitad y añadía
luego el té. Me habían dicho que era muy goloso,
así que puse seis cucharadas colmadas de azúcar,
acto que saludó con gruñidos de satisfacción. Dejó
su cigarrillo sobre la mesa y cogió su tazón con am-
bas manos; luego sacó con sumo cuidado el labio
inferior y lo mojó en el té para asegurarse de que no
estaba demasiado caliente. Como estaba un poquito
caliente, se puso a soplar sobre él vigorosamente has-
ta que se enfrió lo bastante y luego se lo bebió todo
sin pararse una sola vez. Cuando hubo sorbido las
últimas gotas, miró dentro de la taza y extrajo con
el índice todo el azúcar que pudo. Después de eso
73

volcó el tazón sobre su hocico y estuvo con él así


durante unos cinco minutos hasta que el últ imo gra-
ni to de azúcar hubo resbalado hasta su boca.

cl o o BO y MG Fa E
/
74

Puse la gran caja de Cholmondely a cierta


distancia del entoldado y fijé el extremo de su ca-
dena a un gran tocón. Calculé que estaba demasiado
lejos como para causarme molestias, pero suficiente-
mente cerca para poder observar todo lo que pasara
y mantener largas conversaciones conmigo en su len-
guaje a base de jujús. Pero el día de su llegada causó
problemas casi tan pronto como lo hube atado a su
tocón. Fuera del entoldado había un montón de mo-
nos pequeños y mansos atados con largas cuerdas
fijadas a estacas clavadas en el suelo. Eran unos diez,
y sobre ellos había construido un techo de hojas
de palmera para protegerlos del sol. Mientras exami-
naba sus alrededores, Cholmondely reparó en estos
monos, algunos de los cuales comían fruta y otros
yacían dormidos al sol, y decidió hacer un poco de
ejercicios de bolea. Estaba trabajando en el interior
del entoldado cuando de repente oí fuera un alboroto
de lo más tremendo. Los monos gritaban y chillaban
enfurecidos, y salí corriendo a ver qué pasaba. Por
lo visto, Cholmondely había cogido una piedra del
tamaño de una col y se la había tirado a los monos
más pequeños, por suerte sin llegar a dar a ninguno,
pero pegándoles un susto de muerte. Si alguno de
ellos hubiera sido alcanzado por semejante pedrusco
habría muerto instantáneamente.
Precisamente cuando llegué allí Cholmondely
había cogido otra piedra y estaba balanceándose ha-
cia atrás y hacia adelante como un jugador profe-
sional de críquet, apuntando mejor. Estaba enfadado
por no haber logrado acertar a ningún mono con su
primer lanzamiento. Agarré un palo y me abalancé
gritando sobre él; para mi sorpresa, Cholmondely
dejó caer la piedra, se puso las manos sobre la cabe-
za y empezó a rodar por el suelo y a. gritar. Con las
prisas, había cogido una ramita muy pequeña que
75

no le impresionó en absoluto, pues su espalda era


tan ancha y dura como una tabla.
Le di dos fuertes varazos con esta absurda
ramita, seguidos de una severa regañina. Se quedó
- allí sentado, quitándose trocitos de hoja de la piel,
con aspecto muy culpable. Con ayuda de los africa-
nos me puse manos a la obra y limpié de rocas y
piedras el terreno en torno a su caja, y después de
echarle otro rapapolvo volví a mi trabajo. Confiaba
que estas broncas surtieran algún efecto sobre él,
pero cuando poco después miré hacia el exterior del
entoldado le vi cavando en la tierra, presumiblemente
en busca de más munición.
No mucho después de su llegada al campa-
mento, Cholmondely, para inquietud mía, cayó en-
fermo. Se pasó casi dos semanas sin comer, recha-
zando incluso las frutas más tentadoras y otras go-
losinas, y aun su cotidiana ración de té, un aconte-
cimiento de lo más inaudito. Todo lo que tomaba era
unos cuantos sorbos de agua al día; poco a poco iba
adelgazando, los ojos se le hundían en las órbitas y
yo pensaba seriamente que iba a morirse. Perdió
todo interés por la vida y se quedaba todo el día
sentado en su caja con el cuerpo doblado y los ojos
cerrados. Era muy perjudicial para él pasarse el día
entero abatido de este modo, así que por la tarde,
poco antes de la puesta de sol, cuando refrescaba,
solía hacerle salir a pasear conmigo. Estos paseos
eran muy cortos, y teníamos que descansar cada po-
cos metros, pues Cholmondely estaba débil por la
falta de comida.
Una tarde, antes de sacarle a dar una vuelta,
me llené los bolsillos de una clase especial de galle-
tas que en tiempo le habían encantado. Subimos len-
tamente hasta lo alto de una pequeña colina que
estaba al lado del campamento y nos sentamos allí
76

a admirar el paisaje. Mientras descansábamos, me


saqué una galleta del bolsillo y me la comí, moviendo
con sonora fruición los labios pero sin ofrecerle a
Cholmondely. Pareció muy sorprendido, pues sabía
que siempre compartía mi comida con él cuando sa-
líamos juntos. Comí una segunda galleta y me obser-
vó atentamente para ver si la disfrutaba tanto como
la primera. Cuando vio que sí, metió la mano en mi
bolsillo, sacó una galleta, la olió con recelo y luego,
con gran placer por mi parte, se la comió y empezó
a buscar otra. Entonces supe que iba a mejorar. A la
mañana siguiente se bebió un tazón lleno de té dulce
y se comió diecisiete galletas, y durante tres días vi-
vió enteramente a base de esta dieta. Después de esto
su apetito volvió de golpe, y durante la siguiente
quincena comió el doble de lo que solía comer antes
y me costó una pequeña fortuna en plátanos.
Sólo había dos cosas que no le gustaran a
Cholmondely. Una de ellas eran los africanos, y la
otra las serpientes. Supongo que cuando era peque-
ño algunos africanos debieron maltratarle. Sin em-
bargo, fuera cual fuera la razón, lo cierto es que en
más de una ocasión hizo todo lo posible para con-
seguirlo. Se escondía dentro de su caja y esperaba
a que algún africano pasara cerca de ella, y enton-
ces salía de golpe, con todos los pelos de punta, agi-
tando sus largos brazos y gritando del modo más
terrorífico. Más de una gorda africana con una cesta
de fruta en la cabeza se aventuró a pasar demasiado
cerca de la caja de Cholmondely y tuvo que dejar
caer la cesta, recogerse las faldas y echar a correr
desesperadamente, mientras Cholmondely bailaba
triunfalmente al extremo de su larga cadena, gri-
tando y enseñando todos los dientes en una mueca de
gozo.
77

Con las serpientes, por supuesto, no era ni


mucho menos tan valiente. Si me veía manejando una
se inquietaba muchísimo, retorciéndose las manos
y gimiendo de miedo, y si ponía al reptil en el suelo
y éste empezaba a arrastrarse hacia él, corría todo lo
que daba de sí su cadena y gritaba con fuerza pidien-
do socorro, mientras tiraba palitos y yerba a la ser-
piente para tratar de impedir que se le acercara más.
Una noche fui a encerrarle como de costum-
bre en su caja y, para mi sorpresa, se negó de plano
a entrar en ella. Su lecho de hojas de plátano estaba
muy bien hecho, así que pensé que tenía simplemen-
te ganas de incordiar, pero cuando empece a reñirle
me cogió de la mano, me condujo hasta su caja y
me dejó allí mientras corría a ponerse a salvo hasta
donde le permitía su cadena, y se quedó observán-
dome con ansiedad. Comprendí que dentro debía
haber algo que le daba miedo, y al examinar caute-
losamente la caja descubrí una serpiente muy peque-
ña enroscada en el centro del lecho. Tras capturarla,
vi que era de una variedad inofensiva; por supuesto
Cholmondely no podía saberlo, y no quería correr
riesgos.
Cholmondely era tan listo aprendiendo tru-
cos y tan voluntarioso a la hora de lucirse que cuando
volvió a Inglaterra se hizo muy famoso e incluso
llegó a hacer varias apariciones en la televisión, en
las cuales deleitaba a los espectadores sentándose en
una silla con un sombrero puesto, cogiendo un ciga-
rrillo y encendiéndoselo, sirviéndose y bebiendo un
vaso de cerveza y muchas otras cosas. Creo que el
éxito debió subírsele a la cabeza, pues no mucho
después de esto se las ingenió para escaparse del zoo
y anduvo vagando a su aire por Regent's Park, con
gran horror de todos los que se encontraba. Cuando
llegó a la carretera encontró un autobús parado e
78

inmediatamente se subió a él, pues le encantaba que


le llevaran de paseo en coche. Los pasajeros, sin
embargo, decidieron que preferían no viajar en aquel
autobús concreto si Cholmondely iba a utilizarlo tam-
bién, y estaban todos atropellándose por salir cuan-
do llegaron varios guardianes del zoo y se hicieron
cargo de Cholmondely. Lo devolvieron castigado a
su jaula, pero como conozco a Cholmondely, sé que
debió pensar que valía la pena aguantar cualquier
rapapolvo sólo por el espectáculo de toda aquella
gente intentando salir a la vez del autobús y atascán-
dose en la puerta. Cholmondely tenía un gran sentido
del humor.
Capítulo 7

Problemas con ranas peludas,


tortugas y otros bichos

Capturar los animales es generalmente, pero


no siempre, la parte más fácil de un viaje de colec-
ción. Una vez los has atrapado, el trabajo consiste
en mantenerlos con vida y en buen estado en cauti-
vidad. Los animales reaccionan de diversos modos
ante el cautiverio, y uno se encuentra con ejemplares
de la misma especie que parecen tener actitudes com-
pletamente diferentes. A veces difieren en cosas bas-
tante pequeñas y Otras veces sus reacciones son tan
desemejantes que uno piensa que podrían ser de dos
especies distintas.
Una vez compré dos crías de dril a un caza-
dor. Los driles son esos grandes babuinos de color
gris con el trasero rosa que pueden verse en la mayor
parte de los jardines zoológicos. Estas dos crías se
adaptaron muy bien, pero diferían en un montón de
pequeñas costumbres. Por ejemplo, cuando les daban
plátanos una de ellas pelaba la fruta cuidadosamente,
se la comía y tiraba la piel, mientras que la otra pela-
ba su plátano con el mismo cuidado, se comía la piel
y tiraba la fruta.
80

Uno de los artículos más importantes en la


dieta de la colección de monos era la leche que to-
maban cada noche. Era leche en polvo que mezclaba
en una gran lata de petróleo llena de agua caliente;
luego disolvía varias tabletas de calcio y unas cuan-
tas cucharadas de malta y de una poción de aceite
de hígado de bacalao, con lo que la bebida resultante
se parecía bastante al café poco cargado. La mayoría
de las crías que tenía aceptaban en seguida esta be-
bida y se volvían absolutamente locas cuando veían
llegar los potes a la hora de la comida. Sacudían los
barrotes, gritaban y chillaban, y pateaban de emo-
ción el suelo de sus jaulas cuando me veían servir
la leche. Sin embargo, los monos adultos tardaban
bastante tiempo en acostumbrarse a este curioso lí-
quido marrón claro. Por alguna razón, parecían re-
celar sumamente de aquello.
A veces conseguía que un mono recién llega-
do bebiera esta poción volviendo su jaula de modo
que pudiera ver a todos los demás monos tragando
e hipando sobre sus potes de leche. El recién llegado
empezaba a interesarse y decidía que quizá valiera
la pena examinar la substancia del pote. Una vez
la había probado tardaba muy poco en volcarse sobre
el pote con tanto entusiasmo como los demás monos.
Sin embargo, de vez en cuando me hacía con un
animal extremadamente testarudo que se negaba in-
cluso a probar su leche, a pesar de ver a los demás
monos bebiéndose la suya. Descubrí que lo único
que podía hacerse en este caso era coger una taza
llena de leche y tirarla sobre las manos y los pies
del mono. Como son animales sumamente limpios,
se ponía a quitarse el pegajoso líquido de la piel con
la lengua, y una vez había notado el sabor y el olor
de la leche la bebía ya de buena gana en un pote.
81

En la mayoría de los casos alimentar a los


animales resulta bastante fácil si sabes lo que comen
en estado salvaje. Por ejemplo, los animales carnívo-
ros, como las mangostas o los gatos monteses, pueden
ser alimentados con carne de cabra o de vaca, huevos
crudos y cierta cantidad de leche. Con estos anima-
les lo importante es asegurarse de que comen sufi-
ciente alimento poco digerible. Cuando en estado
salvaje matan sus presas, se comen la piel, los huesos
y todo; así que al estar acostumbrados a tomar estas
cosas poco digeribles, si se ven privados de ellas en
cautividad pronto enferman y mueren. Solía tener
una gran cesta llena de plumas y piel, y metía en ella
trozos de carne de cabra o de vaca y los recubría
de plumas y trozos de piel antes de dárselo a las
mangostas.
Me encontré con este mismo problema de
aprovisionamiento de alimentos poco digeribles con
las aves de presa. Los búhos, por ejemplo, se comían
un ratón y poco después arrojaban los huesos y la
piel en forma de una bolita ovalada. Cuando tienes
búhos en cautividad debes asegurarte siempre de que
arrojen regularmente estas bolitas, que se llaman
tulliduras, ya que es un indicio seguro de que el ave
tiene buena salud. Una vez, cuando estaba criando
algunos búhos pequeños, no pude encontrar ningún
alimento poco digerible que estimase apropiado para
ellos, así que me vi obligado a envolver con algodón
pequeños trozos de carne y a metérselos en su siempre
abiertos picos. Con cierta sorpresa por mi parte, esto
funcionó muy bien, y los pequeños búhos echaron
bolitas compuestas enteramente de algodón durante
unas cuantas semanas. Con todas aquellas tulliduras
blancas por el suelo, su jaula daba la impresión de
que habían estado librando una pelea de bolas de
nieve.
82

Los animales que más problemas causan al


coleccionador son aquellas especies que en estado
salvaje tienen una dieta restringida. Por ejemplo, en
Africa Occidental viven los pangolinos u armadillos
hormigueros, grandes animales que tienen largos ho-
cicos puntiagudos y largas colas, con las que pueden
colgarse de las ramas de los árboles. Están cubiertos
de escamas traslapadas grandes y fuertes, de modo
que parecen piñas de abeto de extraño aspecto. En
estado salvaje estos animales se alimentan únicamente
en los nidos de hormigas construidos entre las ramas.
Mientras los tenía en Africa podía haberles suminis-
trado con bastante facilidad una provisión sin fin de
su comida natural, pero por desgracia no puedes ha-
cer lo mismo cuando el animal está en Inglaterra.
Así que tienes que enseñar al animal a comer un ali-
mento sucedáneo, algo que resulte fácil de conseguir

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83

en el zoo al que vaya a ir. Es inútil desembarcar en


Inglaterra a un hormiguero que sólo coma hormigas,
pues ningún zoo sería capaz de suministrárselas.
A mi armadillo hormiguero hubo que ense-
ñarle a comer una mezcla de leche condensada sin
azúcar, carne cruda desmenuzada y huevos crudos,
todo ello mezclado en una pasta casi líquida. Son
animales sumamente estúpidos y generalmente tardan
varias semanas en aprender a alimentarse como es
debido de esta mezcla. Durante los primeros días de
su cautiverio volcaban por lo general su pote de co-
mida a menos que lo fijaras en el suelo.
Uno de los bichos más difíciles con los que
tuve que habérmelas fue un animal rarísimo conocido
como la musaraña acuática gigante. Es un animal
largo y negro con poblados bigotes blancos y una
curiosa cola correosa, como la de un renacuajo, que
vive en los arroyos de aguas rápidas de los bosques
de Africa Occidental. En estado salvaje tienen, como
los hormigueros, una dieta sumamente restringida,
alimentándose sólo a base de los grandes cangrejos
pardos de agua dulce que tan abundantes eran. Cuan-
do conseguí mi primera musaraña acuática gigante la
alimenté con cangrejos durante dos o tres días hasta
que se hubo instalado y acostumbrado a su jaula.
Luego emprendí la tarea de enseñarle a comer un ali-
mento sucedáneo a base del cual viviría en Inglaterra.
En un mercado local compré una gran can-
tidad de camarones secos de los que los nativos em-
plean en sus comidas. Los desmenucé y mezclé con
un poco de huevo crudo y carne triturada. Luego
cogí un gran cangrejo, lo partí en dos, extraje sus
entrañas y lo rellené con la mezcla. Uní de nuevo las
dos valvas y, tras esperar a que la musaraña acuática
gigante estuviera realmente hambrienta, arrojé este
falso cangrejo dentro de su jaula. Saltó a por él, le dio
84

dos rápidos mordiscos —que era su método normal


de merendarse un cangrejo— y se paró a olerlo rece-
losamente; obviamente este cangrejo no sabía como
aquellos a los que estaba acostumbrada. Lo olfateó
de nuevo y pensó en ello un ratito, y entonces debió
decidir que el sabor era bastante agradable, de ma-
nera que reemprendió la tarea y pronto se lo comió
del todo. Así es que durante varias semanas comió
cada día unos cuantos cangrejos auténticos y otros
especialmente rellenados hasta que se acostumbró
por completo al sabor de la nueva comida. Entonces
empecé a poner mi mezcla sucedánea en un pote
con un cangrejo encima. Mientras daba dentelladas
al cangrejo descubría debajo la comida, y tras repe-
tir este experimento durante un par de días comía
la mezcla del pote sin ningún tipo de reparos.
Cuando traían un animal generalmente podía
decir más o menos qué tipo de alimento iba a nece-
sitar, pero siempre preguntaba al cazador nativo que
lo había atrapado si sabía lo que comía el animal,
en caso de que lo hubiera visto comiendo alguna cosa
concreta en el bosque, lo cual me ayudaría a variar
su dieta en cautividad. Sin embargo, por regla gene-
ral los cazadores no tenían la menor idea de lo que
comían la mitad de sus cautivos, y si no lo sabían
decían simplemente que el bicho comía banga, el
fruto seco de la palmera de aceite. Esto era comple-
tamente cierto algunas veces, como en el caso de las
ratas, ratones y ardillas. Pero en más de una ocasión
los cazadores nativos me aseguraron que seres tan
improbables como las serpientes o los pájaros peque-
ños vivían a base de esta dieta. Me acostumbré a
ello de tal modo que cada vez que un cazador me
decía que el animal que había traído se alimentaba
enteramente a base de nueces de palmera, automáti-
camente no le creía.
85

Un día conseguí cuatro preciosas tortugas de


bosque que tenían una salud magnífica y se instala-
ron muy bien en el pequeño cercado que les cons-
truí. Ahora bien, por regla general las tortugas son
uno de los animales más fáciles de alimentar. Se co-
men cualquier clase de hoja o verdura que les des,
además de fruta y en ciertos casos pequeños trozos
de carne cruda de cuando en cuando. Sin embargo,
estas tortugas demostraron ser la excepción a la re-
gla. Rechazaron todas las golosinas que les ofrecí,
desdeñando toda la fruta madura y las hojas tiernas
que tantos esfuerzos me había costado conseguirles.
No lograba entenderlo y empecé a preocuparme bas-
tante por ellas.
Un día llegó al campamento un cazador nati-
vo y, mientras le mostraba la colección y le decía los
animales que quería, le hice reparar en aquellas tor-
tugas y en el hecho de que desde la fecha de su cap-
tura, dos o tres semanas atrás, habían rechazado todo
tipo de comida. Al oír esto se volvió inmediatamente
y me aseguró que todas las cosas que les estaba dando
de comer a las tortugas eran inadecuadas, y que no
comían fruta ni hojas. Se empeñó en que vivían a
base de una especie de diminutos hongos blancos
forestales que crecían sobre los tocones de los árbo-
les muertos en el bosque. A decir verdad no le creí,
aunque no se lo dije. Pensé que era sólo otra forma
de decir que los animales se alimentaban de nueces
de palmera.
Sin embargo, pasó otra semana y mis tortu-
gas no habían comido nada aún, así que envié a la
desesperada dos chiquillos al bosque y les mandé
que me trajeran tantos de aquellos honguitos blancos
como pudieran. Cuando volvieron vacié la cesta llena
de hongos en el corral de las tortugas y me quedé
observando. Creo que nunca he visto avanzar tan
86

velozmente a las tortugas hacia la comida. Corrieron


a toda prisa por el recinto y en pocos minutos esta-
ban masticando alegremente los hongos, con el jugo
corriéndoles por la barbilla. Aunque parezca extraño,
una vez alimentadas de hongos empezaron a comer
también las otras cosas, y antes de que pasaran mu-
chas semanas habían dejado por completo de comer
hongos y preferían con mucho un hermoso mango
maduro.
A medida que crecía mi colección, empezó a
ser un serio problema mantener un buen suministro
de comida para tantos animales con tan variados
gustos y fobias. En el mercado local conseguía carne,
fruta, huevos y pollos, pero había otras cosas que
debía tener.
Por ejemplo, todos los pájaros, la mayoría
de los monos y seres tales como los gálagos y algunas
ratas de bosque adoraban los saltamontes y las lan-
gostas, y con el fin de mantenerlos bien sanos era
preciso tener una constante provisión de estas golo-
sinas para ellos. Como ni siquiera en un mercado de
Africa Occidental se pueden comprar saltamontes y
langostas, tuve que organizar mi propio equipo espe-
cial de cazadores de saltamontes. Constaba de diez
chiquillos de vista aguda y piernas ligeras.
Proveí a cada uno de ellos con una gran lata de
cigarrillos y un cazamariposas, y salían un par de ve-
ces al día y capturaban todos los saltamontes y lan-
gostas que podían con el cazamariposas, los metían
en la caja de cigarrillos y volvían con ellos al cam-
pamento. No cobraban por la cantidad de tiempo que
pasaban trabajando, sino por el número de salta-
montes que conseguían. La tarifa de pago era un pe-
nique por cada cinco saltamontes, y algunos de estos
chiquillos, más rápidos y más ágiles que los otros,
podían ganarse hasta quince o veinte peniques al día.
87

El nombre nativo del saltamontes es pampa-


lo, y terminé llamando a este equipo de chiquillos
«los cazadores de pampalo»; así que si un animal
parecía enfermo, o si uno recién atrapado precisaba
alguna golosina para suavizar su irritación tras la
captura, llamada a los cazadores de pampalo y todos
ellos salían a las praderas a recoger una nueva pro-
visión de insectos.
Mayor problema era aún proveer de insectos
a todos los pájaros que tenía, pues la mayoría de ellos
eran demasiado pequeños para poder enfrentarse con
los espinosos saltamontes. Lo que más les gustaba
era una especie de pequeña:termita, u hormiga blan-
ca, y tenía que emplear otro equipo de chicos para
que me las consiguieran. En Africa Occidental exis-
ten diferentes tipos de hormiga blanca, pero la que
me parecía más útil era conocida como termita «hon-
go». Construyen unos nidos.de lo: más curioso a base
de lodo gris en frescos claros: entre los grandes ár-
boles del bosque. Estos nidos:parecían exactamente
un hongo gigante de unos sesenta centímetros de al-
tura. El interior de tales nidos era como un panal,
completamente lleno de diminutos corredores y pe-
queñas celdas en la que vivían las termitas obreras
y las crías. Mi equipo de cazadores de termitas salía
al bosque a primeras horas de la mañana yyvolvía a
la caída de la tarde, cada uno de ellos llevando sobre
su lanuda cabeza tres o cuatro nidos.
Guardaba estos nidos en un lugar oscuro y
fresco, y a la hora de la comida de los pájaros exten-
día en el suelo un gran trozo de lona y rajaba los
nidos cuidadosamente:con un hacha. Luego los agita-
ba y de su interior caía un chorro de termitas, tanto
grandes como pequeñas, que echaba a paladas en po-
tes y metía a toda prisa en las jaulas de los pájaros
antes de que se escaparan las termitas. Todos los pá-
88

jaros se daban cuenta de la necesidad de apresurarse,


y no habían acabado de cerrar la puerta mis manos
cuando estaban ya posados sobre el borde de la lata
picoteando con toda su alma.
Aparte de este problema de alimentar a tan-
tas clases diferentes de animales una vez cogidos,
estaba la tarea de enjaularlos correctamente. Cada
clase de animal debía tener su propio tipo especial
de jaula, y había de ser diseñada y construida con
gran cuidado. Debía hacerse de modo que fuera fres-
ca para los trópicos y sin embargo resguardara del
frío a los animales cuando el barco se fuera acer-
cando a Inglaterra. Como precaución adicional, solía
hacer una cortina de arpillera para cada jaula que po-
día echarse sobre los barrotes de su parte delantera,
de modo que si soplaba viento frío o llovía el animal
que había dentro quedara resguardado.
Luego estaba el problema del tamaño. A ve-
ces un bicho bastante pequeño necesitaba una jaula
muy grande para mantenerse sano. A veces había que
tener un animal bastante grande en una jaula bas-
tante pequeña por la misma razón. Por ejemplo, los
gálagos debían disponer de un espacio amplio que
les permitiera dar brincos y correr de un lado a otro,
pues en estado salvaje están constantemente movién-
dose, y si se les metiera en jaulas pequeñas se les
impediría hacer la necesaria cantidad de ejercicio.
Por otra parte, ciertos hermosos antílopes mo-
teados de mi colección, llamados almizcleros acuáti-
cos, debían ser metidos en largas cajas estrechas que
no les permitieran volverse. Había que acolchar las
paredes de estas cajas con arpillera rellena de algo-
dón. La razón de ello era el extremado nerviosismo
de estos animales; cuando la jaula iba dando topeta-
zos y sacudidas en el camión, o cuando era izada a
bordo de un buque o descargada, los antílopes ten-
89

dían a asustarse muchísimo. Si la jaula hubiera sido


cuadrada habrían podido dar vueltas y vueltas dentro
y finalmente perder el equilibrio y caer y probable-
mente romperse las patas, delgadísimas y frágiles. Sin
embargo, en la jaula larga y estrecha podían sujetarse
contra las paredes acolchadas cuando había algún
movimiento, y de este modo no había ninguna posi-
bilidad de que cayeran y se rompieran un miembro.
Las paredes acolchadas, claro está, eran para impe-
dir que se hiriesen al rozar contra la madera.
Aunque parezca extraño, otro animal que ne-
cesitaba una caja acolchada era un fantástico tipo
de rana que había cogido, llamada rana peluda. Es-
tos anfibios color chocolate tenían la parte trasera
de su cuerpo y las ancas cubiertas de una densa ex-
crecencia de lo que parecía exactamente como pelo.
En realidad eran largos y delgados filamentos de piel.
Todas las ranas respiran en cierta medida a través
de la piel, así como con la ayuda de sus pulmones.
Por eso es por lo que es necesario mantenerlas húme-
das, pues de otra forma su piel se secaría y se asfi-
siarían. Las ranas peludas viven en rápidos arroyos
de montaña y se pasan casi todo el tiempo sumergi-
das bajo el agua. Por lo tanto, no usan los pulmones
para respirar en la misma medida que lo haría una
rana normal, y necesitan en consecuencia una super-
ficie de piel considerablemente mayor para poder res-
pirar bajo el agua. Así que han desarrollado sus
«pelos».
Alojar a estas extrañas ranas resultó un serio
problema. La mayoría de las ranas se guardan en
cajas poco profundas hasta que llega el momento
de ir a embarcarse, en el que metes cada una en una
bolsa de estopilla y la cuelgas en un lado de una
caja grande. Ellas se quedan sentadas muy felices
en estas bolsas hasta que llegas a Inglaterra. No ne-
90

cesitan mucha comida durante el viaje: con tal de


que las mojes dos o tres veces al día se quedan ple-
namente satisfechas. Las ranas peludas, además de
la extraña decoración de sus partes traseras, poseen
otro rasgo peculiar. En las puntas carnosas de sus
patas posteriores tienen largas uñas afiladas muy pa-
recidas a las de un gato, uñas que además pueden
guardar como los gatos dentro de sus fundas. Ahora
bien, si metes ranas peludas dentro de la habitual
bolsa de estopilla tratarían de saltar; sus garras sal-
drían de sus fundas y se clavarían en la muselina,
y al poco rato tus ranas estarían enredadas en una
maraña de lo más espantoso en el fondo de la bolsa.
Decidí por tanto que las ranas tendrían que viajar en
una caja.
Entonces se puso de manifiesto otro proble-
ma. La caja debía ser extremadamente profunda,
pues si no las ranas, al asustarse, saltarían frenética-
mente y golpearían sus cabezas contra la tela metá-
lica de su parte superior. En consecuencia, puse las
ranas peludas en una profunda caja de madera con
agujeros en el fondo, para que cuando las regase el
líquido pudiera salir. Dado que podían saltar, las
ranas adquirieron una nueva costumbre: cada vez
que se asustaban, se precipitaban sobre un rincón
y trataban de horadar la madera. Tras un par de días
así perdieron toda la piel de sus narices y labios su-
periores.
Que esto le pasara a una rana era algo suma-
mente peligroso, pues los puntos magullados pueden
convertirse rápidamente en una gran llaga que, de
no ser tratada, terminaría corroyendo la nariz y el
labio superior. En una rana el tratamiento de cual-
quier tipo de herida se hace doblemente difícil por
el hecho de que te ves obligado a mantener al animal
mojado, y claro está que un corte o una llaga húme-
91

dos tardan el triple en curarse. Así que no sólo tenía


que diseñar una nueva jaula para las ranas peludas,
sino también idear alguna forma de curar sus narices
sin causarles ningún malestar.
Construí una gran caja profunda y recubrí
todo su interior con una tela delgada rellena de: al-
godón, de modo que las paredes, el suelo y el techo
quedaron acolchados, como si estuvieran cubiertos
con un edredón. Metí allí las ranas peludas y en vez
de regarlas tres veces al día, como de costumbre, las
regué sólo una vez. Esto me dio muy buenos resul-
tados, pues el algodón del acolchado chupabercel agua,
lo cual mantenía el interior de la caja razonablemente
húmedo sin dejar que las ranas se: mojaran dema-
siado. Con el tiempo sus narices sanaron del todo y
llegaron sin novedad a Inglaterra dentro de sus cajas
acolchadas en donde no podían hacerse ningún daño,
pues si saltaban o perforaban sólo encontraban la
blanda superficie del relleno: de algodón.
Capítulo 8

En el que el nuevo Noé


zarpa en su arca

El momento más temido por el coleccionador


es aquel en que tiene que desmontar su imponente
colección de animales, transportarlos hasta la costa
y embarcarlos en el barco para la larga travesía de
vuelta a Inglaterra. Ante todo debes asegurarte de que
cada jaula está en buen estado y cada puerta cierra
bien. Luego hay que preparar la provisión de comi-
da necesaria para el barco, pues ni siquiera en el
buque mejor provisto puedes embarcarte esperando
que el cocinero abastezca a un centenar largo de ani-
males.
Aparte de cosas tales como sacos de trigo, pa-
tatas. cápsulas de cacao y otras curiosas legumbres
tropicales, debes preparar una enorme provisión de
fruta. Resulta del todo inútil comprar toda esta fruta
cuando está madura, pues tras la primera semana de
viaje te encontrarás con que ya se ha podrido y no
te queda nada de ella para dar de comer a los anima-
les. Así que tienes que dividir la fruta en tres partes:
madura, medio madura y completamente verde. La
93

fruta verde debe guardarse junto con la carne y los


huevos en la cámara frigorífica del barco.
Esto impedirá que la carne y los huevos se
estropeen y también evitará que la fruta madure;
así, cuando ya hayas gastado la fruta madura, saca-
rás del refrigerador un nuevo surtido y lo pondrás al
sol en cubierta, donde madurará rápidamente y se
podrá dar a comer a los animales. Tienes que calcu-
lar con mucho cuidado las cantidades. Si llevas de-
masiada comida, te encontrarás con que parte de ella
se estropeará y habrá que tirarla por la borda. Por
otra parte, si llevas una cantidad insuficiente se te
acabará al llegar a un lugar como el Golfo de Vizca-
ya, en el que resulta esencial disponer de comida
buena y abundante si quieres que los animales sobre-
vivan al súbito cambio de clima. Así pues, cuando
estás seguro de que las jaulas están listas y la provi-
sión de comida resulta adecuada, puedes ya avisar a
los camiones para que te lleven al sur del país.
Cuando salí de Africa Occidental llevaba con-
migo tres sacos de trigo y patatas, dos sacos de cáp-
sulas de cacao, dos sacos de maíz, cincuenta piñas,
doscientas naranjas, cincuenta mangos y ciento cin-
cuenta grandes racimos de plátanos, además de cosas
tales como leche en polvo, malta, aceite de hígado de
bacalao y otras. Había cuatrocientos huevos, cada
uno de los cuales tuvo que ser probado en un tazón
de agua para comprobar si era fresco antes de engra-
sarlo a conciencia y empaquetarlo en una caja llena
de paja. En cuanto a la provisión de carne, había un
novillo entero y veinte pollos vivos. Todo ello, junto
con el centenar y medio largo de jaulas y todo el
equipo, suponía una carga considerable, y tuve que
alquilar tres camiones y una pequeña furgoneta para
transportarlo todo a la costa, a trescientos kilómetros
de distancia.
94

TT

as2.
SS

Decidí viajar de noche por varias razones,


la más importante de las cuales era que de noche
hacía el máximo de fresco para los animales. Si via-
jas de día debes elegir entre dos cosas: correr una
lona sobre las jaulas en la trasera del camión y llevar
los animales casi muertos de asfixia, o bien enrollar
las lonas y llevar los animales casi abrasados por la
nube de polvo rojo que se levanta detrás. Así que
viajé de noche y comprobé que era con mucho el me-
jor método.
Pero se duerme muy poco cuando vas dando
botes y sacudidas en la delantera de un camión, sa-
biendo que en cuanto llegue el alba deberás aparcar
al lado de la carretera y descargar cada caja y cada
cajón a la sombra de los árboles, y asear y dar de
95

comer a todos los animales antes de poder dormir


tú un poco de verdad. Luego en seguida anochece y
refresca, cargas los camiones y partes de nuevo. Las
carreteras del Camerún son tan malas que no podía-
mos viajar a más de cuarenta kilómetros por hora,
así que tardamos tres días en recorrer una distancia
que en Inglaterra podía habernos llevado uno.
Cuando llegué a la costa me encontré con
que no habían terminado aún de cargar el barco, lo
que suponía que tendríamos que esperar antes de
poder embarcar los animales, y como llovía torren-
cialmente decidí dejar a todos los bichos en el ca-
mión hasta poder hacerlo. Nada más decidir esto, los
nubarrones se alejaron y el sol cayó furiosamente
sobre nosotros, de modo que tuve que descargar los
animales y llevar sus jaulas bajo la sombra de unos
árboles cercanos. Tan pronto hube hecho esto los
nubarrones descendieron de nuevo y en pocos minu-
tos todas las jaulas, el equipo, las provisiones y yo
quedamos empapados de lluvia helada. Tras embar-
car, encontré todas las jaulas llenas de animales mo-
jados que tiritaban, y tuve que ponerme a limpiar
todas ellas, cambiar el serrín húmedo por otro seco y
echar puñados de serrín sobre los monos, confiando
secar parte de la humedad de su piel para que no
se resfriaran. Entonces preparé una ración más gran-
de de lo normal de leche caliente y la distribuí entre
todos los animales que podían tomarla. Afortunada-
mente, ninguno enfermó a consecuencia de la moja-
dura.
Uno descubre que tras el primer día en el
mar el apetito de los animales aumenta de un modo
tremendo con el aire marino, y si les dejas, los monos
comerían cuatro o cinco veces más de lo que suelen.
Se supone''que uno debe saber esto antes de iniciar
el viaje y preverlo cuando compra las provisiones de
96

boca. Por supuesto, no puedes llevarte golosinas


como saltamontes y termitas, pero puedes conseguir
cucarachas para los pájaros y animales más delica-
dos bajando por la tarde a la sala de máquinas y
persiguiéndolas entre los recovecos de los tubos ca-
lientes. No tardaron mucho los marineros del barco
en entusiasmarse del todo con este deporte y pronto
no hubo ya razón para que bajásemos a coger estos
insectos, pues los de la sala de máquinas nos traían
un suministro regular.
Un viaje por mar que dure dos o tres semanas
puede ser muy agradable, siempre que tu equipaje
no incluya grandes cantidades de animales hambrien-
tos. Si es así, comprobarás que tienes que trabajar
tanto o más que cualquier marinero a bordo del bar-
co. Tenían que llamarme cada mañana a las cinco
y media para poder hacer parte de la limpieza antes
del desayuno. Después, cuando acababa de desayu-
nar, emprendía la tarea de dar de comer a los ani-
males, y a partir de entonces no había prácticamente
un solo momento del día que pudiera considerar mío
hasta que metía el último pote de la ración de leche
vespertina en las jaulas de los monos. A medida que
el barco se iba acercando más y más a Inglaterra, el
tiempo se iba volviendo más y más frío y había que
tomar más precauciones para asegurarse de que mis
animales no cogieran un resfriado. La leche caliente
se hizo de rigor cada noche, y había que cubrir
cuidadosamente las jaulas con lonas y mantas para
impedir el paso del viento frío. Si había mar gruesa
tenía que comprobar que las jaulas estuvieran bien
sujetas a las barandillas, pues si no podría ocurrir
un feo accidente. Había olvidado hacer esto en el
viaje de vuelta del Africa Occidental, y una noche,
mientras daba a los monos jóvenes el último bibe-
rón del día, noté que el barco cabeceaba de modo
97

bastante enérgico. Al mirar hacia la hilera de jaulas


apiladas contra las barandillas decidí que cuando
acabara de dar de comer a las crías de mono las ataría
con una cuerda; de no hacerlo, si el tiempo empeo-
raba durante la noche, podrían volcarse. Nada más
decidir esto el barco dio un bandazo espantoso sobre
una Ola especialmente grande y las cincuenta jaulas
de la hilera volcaron y se estrellaron de frente sobre
la cubierta. Corrí hacia ellas y empecé a ponerlas en
pie y a afianzarlas contra la barandilla, y descubrí
con alivio que ninguno de los ocupantes tenía ningún
tipo de herida, aunque los monos estaban sumamente
indignados y parlotearon un rato largo sobre el inci-
dente.
Cuando viajas con tu colección a bordo de un
barco experimentas a veces otras formas de emoción.
A la vuelta del Africa Occidental, mi amigo y yo
vinimos en un barco a cuyo capitán, según nos dije-
ron, no le hacía ninguna gracia llevar animales. Na-
turalmente, cuando oímos esto empezamos a desvi-
virnos por causar la menor cantidad posible de albo-
roto y problemas, pues un capitán enojado es un
hombre que no agrada a ningún coleccionador, dado
que puede haceros muy difícil la vida a bordo del
barco a ti y a tus animales. Bueno, por regla general,
cuando tratas de comportarte lo mejor posible con
alguien, de fijo que algo sale mal.
Precisamente la primera mañana mi amigo
arrojó por la borda una gran cesta llena de serrín
sucio que acabábamos de retirar de las jaulas. Por
desgracia, no había comprobado la dirección en que
soplaba el viento, por lo que una enorme tolvanera
de polvo se alzó en el aire y descendió sobre el puen-
te, donde estaba el capitán. No era éste, por supues-
to, un comienzo muy bueno en nuestros esfuerzos
por mantener unas relaciones cordiales con el capi-
98

tán. Sin embargo, durante el desayuno, aunque nos


saludó de un modo un tanto frío, se fue ablandando
poco a poco y hacia la mitad del mismo se mostró
bastante simpático.
El capitán estaba sentado en uno de los ex-
tremos de la mesa y yo enfrente de él; a sus espaldas
había una serie de portillas que daban a la escotilla
en la que estaban apiladas nuestras jaulas. «No me
importa lo que hagan —me decía el capitán—, con
tal de que no dejen escapar a ninguno de sus ani-
males.» «¡Oh!, no haremos eso», y mientras lo de-
cía, noté algo moviéndose en la portilla que estaba
justo detrás del capitán. Vi con horror que era una
gran ardilla. Se sentó en la portilla y examinó el
comedor con expresión complacida. Luego se irguió
y empezó a-acicalarse los bigotes. Mientras tanto el
capitán seguía desayunando, sin saber que tenía una
ardilla como a un metro de su cuello. Cuando la ardi-
lla hubo terminado de arreglarse los bigotes, miró a
su alrededor y decidió que con toda aquella comida
sobrela mesa el comedor debía :ser un buen sitio
para entrar a investigar, así que miró en.torno suyo
buscando un lugar para bajar. Acababa de decidir
que la mejor forma de alcanzar las golosinas que
veía era saltar sobre .el+hombro del capitán y luego
sobre la mesa cuando me levanté, murmurando un
«con permiso», salí del comedor con todo el aplomo
que pude y en cuanto perdí de vista al capitán eché
a correr a toda prisa hacia cubierta. Llegué al otro
lado de la portilla en el preciso momento en que la
ardilla se encogía para saltar,y conseguí cruzar de
un salto'la escotilla «y agarrar su gran cola peluda
antes de que pudiera lanzarse sobre el capitán. La
devolví a su jaula, entre chillidos de indignación por
su parte, y respiré aliviado.
99

Cuando volví al comedor advertí que afor-


tunadamente el capitán no se había enterado de nada
e ignoraba lo poco que había faltado para que una
gran ardilla se posara sobre su hombro justo cuando
estaba en mitad de sus huevos con tocino.
Como digo, debido a que queríamos portar-
nos lo mejor posible nada parecía salir bien. Pocos
días después tres grandes lagartos se escaparon de
su caja y desaparecieron rápidamente entre unos gran-
des rollos de cuerda que había sobre cubierta. Como
era completamente imposible mover todo aquello
para cogerles sin la ayuda de la mitad de la tripula-
ción, tuvimos que conformarnos con intentar aga-
rrarlos cada vez que aparecían. Por fin, pasados tres
días los atrapamos a todos, pero fueron unos días
espantosos, pues estaba convencido de que de un
modo u otro se abrirían camino hasta el puente y el
capitán los vería.
Acabábamos de conseguir encerrar a cal y
canto a los reptiles cuando se escapó una mona. Era
una criatura completamente mansa y normalmente
acudía cuando la llamabas, pero en aquella ocasión
estaba demasiado interesada en explorar el barco
como para hacernos caso, y apenas si nos concedió
unas cuantas miradas cuando intentamos tentarla
para que volviera a su jaula con un gran racimo de
plátanos dorados, cebo que habitualmente no hubie-
ra podido resistir nunca. Aquel día el barco cabecea-
ba y se balanceaba bastante, y si no hubiera sido por
esto me horroriza pensar lo que hubiera podido su-
ceder, pues la mona se escabulló de la entrecubierta
trepando por la escalerilla hasta la cubierta de pasa-
jeros. Por fortuna no había nadie por allí y la seguí,
llamándola con roncos susurros. Cada vez que el
barco se balanceaba, la monita perdía por un mo-
mento el equilibrio y yo ganaba unos cuantos pasos,
100

pues estaba más acostumbrado que ella al movimien-


to. Llegó al pie de la escalera que conducía al ca-
marote del capitán y entonces, al ver lo cerca que
estaba yo, dudó un momento y después se volvió y
subió los escalones en dirección a la puerta entor-
nada del camarote. Me abalancé tras ella escaleras
arriba, pero sin mucha esperanza; la veía ya aterri-
zando de golpe en mitad de la cama del capitán,
con el capitán dentro. Afortunadamente, en el pre-
ciso instante en que llegaba al último escalón el
barco dio un bandazo espantoso y la mona cayó de
espaldas tres escalones más abajo, lo que me brindó
la oportunidad que necesitaba. Así su larga cola pe-
luda, la alcé en vilo y retrocedí corriendo lo más
deprisa que pude hasta la entrecubierta, pues el ca-
pitán podía oír sus gritos de rabia y salir a ver qué
pasaba.
En conjunto fue un viaje muy cansado, y nos
alegramos mucho cuando finalmente, una mañana
gris de tenue llovizna, el barco entró en el puerto de
Liverpool. Allí en el muelle estaban las furgonetas
de zoo, esperando para recoger los animales. Descar-
gamos nuestra colección sin ningún contratiempo,
distribuimos los animales entre los diversos directo-
res y nos quedamos mirándolos con encontrados sen-
timientos mientras partían bajo la lluvia en dirección
a sus nuevos hogares en varios zoológicos de Ingla-
terra.
(352

BIS
2
IIBIBISIA eS e ¿XK BXSZITS, HO S HER HER SIR IRIBISIAIIS EOS
<=
IX

Segunda parte
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Cazas y capturas
en la Guayana
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En conjunio fue un viaje muy cansado, y
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Capítulo 9

En el que Amós,
el oso hormiguero, nos da
muchísima guerra

La Guayana! es un país enclavado en la mi-


tad norte de América del Sur y casi tan grande como
Irlanda. Está situado en el extremo de la gran región
selvática que se extiende a lo largo del curso del
Amazonas y de parte a parte de Brasil. El nombre
Guayana proviene de una palabra india que significa
tierra del agua, y sería difícil dar con una descrip-
ción más atinada del país. Lo dividen tres grandes
ríos que desarrollan en él su curso completo y se
comunican entre sí por numerosos riachuelos y
afluentes. Durante la estación lluviosa estos arroyos
se desbordan e inundan de golpe vastas zonas del
país. Debido a esto, nos encontramos con que casi
todos los animales de la Guayana eran o expertos
nadadores o expertos escaladores; animales que en
países menos húmedos se pasan la vida entera en
el suelo estaban aquí reemplazados por criaturas si-
milares que viven casi todo el tiempo en los árboles.
1 Por supuesto, el autor se refiere exclusivamente a la Gua-
yana Británica, antigua colonia inglesa que al conseguir la indepen-
dencia en 1966 pasó a llamarse Guyana. (N. del T.)
104

Por ejemplo, en el Camerún se encuentran puerco-


espines de cola poblada que viven en el suelo del
bosque y hacen sus madrigueras entre las rocas y las
cuevas, y a los que resultaría casi imposible subir a
un árbol; en la Guayana hay puercoespines arborí-
colas con patas adaptadas para trepar y largas y pe-
ladas colas prensiles: es decir, que al igual que los
monos americanos, pueden enrollar sus colas en torno
a las ramas para ayudarse a trepar.
A grandes trazos la Guayana puede dividirse
en dos partes. La tierra de los grandes bosques se
extiende desde la costa hacia el interior del país, y
finalmente da paso a la gran sabana, donde la vege-
tación consiste principalmente en praderas, peque-
ños grupos de árboles y arbustos esparcidos por el
terreno. Por supuesto, el Camerún estaba dividido
de forma muy parecida, y ello quiere decir que tanto
en la Guayana como en el Camerún te encuentras
con una serie de animales que habitan en el bosque
y una serie completamente diferente de otros que
viven en las praderas.
A lo largo de la costa de la Guayana, donde
los grandes ríos desembocan en el mar, la tierra está
surcada por miles de ríos y riachuelos. Algunos sólo
tienen unos metros escasos de anchura y otros son
considerablemente más grandes que un río inglés
normal. Estos riachuelos ofrecen los más hermosos
paisajes de la Guayana. Las aguas, llenas de hojas
secas y leños, están teñidas de un color marrón jerez,
y su movimiento es tan leve que la superficie es
generalmente tan plácida como la de un espejo os-
curo. Los grandes árboles se inclinan sobre la super-
ficie del agua con sus ramas engalanadas con largas
tiras de musgo arbóreo, una planta parecida al líquen
gris que aparece en largas hebras grises colgadas
de los árboles. También hay orquídeas de cien tona-
105

lidades diferentes, y a veces crecen en tales cantida-


des que los árboles parecen tachonados de joyas.
Generalmente, como digo, las vías fluviales
son como largas veredas de espejos pulimentados,
pero de cuando en cuando encuentras en la super-
ficie del agua una tupida maraña de plantas acuá-
ticas verdes cuyas flores malvas y amarillas alzan
sus pétalos unos milímetros por encima de la super-
ficie. En puntos soleados cerca de la orilla ves gran-
des racimos de lirios de agua gigantes, cuyas flores
son mayores que una tetera y cuyas grandes hojas
en forma de plato tienen la circunferencia de una
rueda de bicicleta. Cuando remontas en un bote uno
de estos riachuelos cubiertos de plantas parece como
si te estuvieras deslizando sobre césped verde, pues
a medida que avanzas la proa del bote va apartando
las plantas acuáticas y una vez has pasado se unen
de nuevo a flote de modo que no se ve el agua. Con
el movimiento del bote, las ondas alzan y dejan caer
las plantas acuáticas en olas verdes en tu estela.
Cuando llegamos a la Guayana establecimos
nuestro campamento base en Georgetown, la capi-
tal. Allí era fácil conseguir un suministro de comida
regular y abundante para nuestros animales, y está-
bamos a corta distancia de los muelles para cuando
tuviéramos que cargar la colección en el barco. Una
vez montado el campamento base, haríamos luego
viajes al interior de la Guayana para visitar las dife-
rentes comarcas y capturar los animales que vivían
allí.
El primero de estos viajes me llevó a las pra-
deras cercanas al río Pomeroon. Salimos de George-
town y remontamos los riachuelos en dirección a un
poblado indio llamado Santa María, escondido en el
corazón de este extraño país pantanoso. Tardamos
un día entero en llegar a nuestro destino, y fue un
106

viaje inolvidable. Mientras el bote remontaba suave-


mente las aguas bruñidas bajo los árboles brillantes,
ante nosotros volaban grandes picamaderos negros,
con crestas escarlatas en la cabeza, que daban agu-
dos chillidos salvajes y se posaban de trecho en tre-
cho sobre algún tocón para picotearlo vigorosamente.
En la maleza que bordeaba la orilla se veían banda-
das de pájaros de las marismas del tamaño de un
gorrión, con el cuerpo negro y la cabeza de un bri-
llante amarillo canario. De cuando en cuando, al
volver un recodo, una pareja de iris escarlata alzaba
el vuelo con un revoloteo de alas rosa y púrpura.
Sobre la vegetación acuática que flanqueaba el ria-
chuelo había muchísimas jacanas, un pájaro de ex-
traño aspecto parecido a la polla de agua inglesa.
Lo más asombroso de estos pájaros es que tienen
largas patas delgadas acabadas en un manojo de de-
dos finos y enormes. Estos dedos les permiten cami-
nar sobre las plantas acuáticas de la superficie sin
hundirse, pues a cada paso la jacana despliega sus
dedos como una araña y distribuye su peso de modo
uniforme sobre las hojas de los lirios. Cuando cami-
nan solemnemente sobre las láminas de los lirios
parecen pajaritos poco vistosos, pero cuando levantan
el vuelo adviertes que tienen una mancha de brillante
amarillo limón bajo cada ala.
A veces espantábamos a algún caimán tendi-
do sobre la orilla. El caimán es el equivalente sud-
americano del cocodrilo de Africa. Nos observaba un
momento, con la cabeza levantada y las fauces en-
treabiertas, y luego correteaba pesadamente hasta
el borde de la orilla y se dejaba caer al agua.
Llegamos a Santa María ya muy entrada la
noche, y al día siguiente, con la ayuda de los indios
del lugar, empezamos a reunir animales. Entre los
indios hay muchos que tienen como animales do-
107

mésticos algunos selváticos, y nos permitieron com-


prarles parte de ellos; así que en poco tiempo nos
hicimos con un buen número de brillantes papaga-
yos, cuyos gritos y chillidos llegaron casi a ensorde-
cernos en nuestra pequeña cabaña, varias jóvenes
boas constrictoras y dos o tres monos capuchinos.
Me sorprendí bastante al ver que los indios tenían
boas constrictoras como animales caseros, pues había
supuesto que las serpientes les darían tanto miedo
como a los africanos. Preguntando al respecto des-
cubrí que tienen a estos reptiles arrastrándose entre
las vigas de sus cabañas, y ocupan el lugar de los
gatos domésticos en Inglaterra. A base de comer
toda rata o ratón que les sale al paso, estas serpientes
se vuelven muy mansas, y mientras tengan ratas y
ratones se quedan en las vigas y jamás se aventuran
a bajar al suelo. Los indios me explicaron que las
boas constrictoras no sólo cazaban ratas mucho me-
jor que ningún gato, sino que además eran hermosas
criaturas de color rosa, plateado, negro y blanco,
considerablemente más bonitas de ver que los gatos
cuando colgaban como bufandas de colores de los
techos de las cabañas.
En la Guayana se encuentran tres clases dis-
tintas de oso hormiguero. Está el gigante, con su gran
cola peluda, que mide casi dos metros de largo; lue-
go está el tamandúa, cuyo tamaño es similar al de
un pequinés; y por último el pigmeo, que sólo mide
unos veinte centímetros. Pues resulta que estos tres
osos hormigueros viven en tipos de terreno comple-
tamente diferentes, y aunque a veces los encuentras
en territorios de los otros, por regla general se ape-
gan al terreno que les va mejor. El oso hormiguero
gigante prefiere vivir en las praderas de la mitad nor-
te de la Guayana, mientras los otros dos, como son
arbóreos, habitan en las regiones boscosas. Al taman-
108

dúa puede incluso encontrársele en comarcas semi-


cultivadas, pero para hallar al pigmeo debes meterte
en las profundas selvas vírgenes.
Para capturar un oso hormiguero gigante para
nuestra colección tuve que volar más de trescientos
kilómetros hasta las praderas norteñas o tierra de
sabana del interior del país. El avión me dejó en un
remoto rancho a orillas del río Rupununi. Allí con-
traté los servicios de un cazador indio sumamente in-
teligente que se llamaba Francisco. Le expliqué lo
que quería, y tras pensárselo mucho dijo que lo me-
jor sería que él saliera a las praderas y buscara hasta
encontrar signos de dónde vivía un oso hormiguero
gigante. Luego saldríamos todos, buscaríamos el ani-
mal y trataríamos de capturarlo.
Me mostré de acuerdo con este plan y tres
días después Francisco regresó al rancho con la cara
resplandeciente y me dijo que había tenido éxito. En
cierto lugar de la sabana había descubierto signos
inconfundibles de la presencia de un oso hormigue-
ro: nidos de hormigas rajados por sus poderosas
garras.
Así que al día siguiente, muy temprano, Fran-
cisco, mi amigo y yo montamos a caballo y salimos
en pos del oso hormiguero. Los prados dorados, sal-
picados aquí y allá de matojos de arbustos minúscu-
los, brillaban bajo los rayos del sol y se extendían
en todas direcciones hacia la línea de montañas de
claro azul verdoso que cubría el lejano horizonte.
Cabalgamos durante horas sin ver forma alguna de
vida, salvo una pareja de diminutos halcones tra-
zando círculos en el cielo azul sobre nosotros.
Ahora bien, sabía que las praderas tenían su
correspondiente cantidad de vida animal, y me sor-
prendió bastante que no nos topáramos con más bi-
chos en el camino. Pronto descubrí el motivo, pues
109

la cabalgata nos hizo pasar por una gran hondonada


ovalada en cuyo fondo había un plácido lago lleno
de lirios acuáticos y rodeado de plantas exhuberan-
tes y arbolitos. Todo pareció revivir de golpe. El aire
estaba lleno del zumbido de las libélulas y entre los
cascos de nuestros caballos se escabullían lagartos
de vivos colores; posados sobre las ramas secas de
los árboles e inclinados sobre el agua acechaban los
martines pescadores, y entre los juncos y arbustos
de la ribera del lago piaban y aleteaban bandadas
de pájaros diminutos. Al pasar vi en la ribera opues-
ta diez cigieñas jabiru, cada una de un metro largo
de altura, que contemplaban fijamente sus largos
picos con expresión solemne. Cuando dejamos atrás
el lago y entramos de nuevo en las praderas todo se
amorteció otra vez, y sólo se oía el golpeteo y silbido
regular de los cascos de nuestros caballos sobre la
alta yerba.
Así aprendí que la mayor parte de estas pra-
deras carecían del agua necesaria para la vida de
pájaros y animales, razón por la que se concentraban
en torno a las orillas de los lagos y estanques exis-
tentes. Por lo tanto puede suceder que estés cabal-
gando millas y millas sin ver la menor señal de vida
y luego llegues a una pequeña hondonada con una
charca o un lago cuyas riberas rebosan de vida
animal.
Finalmente, cerca del mediodía llegamos a
nuestro destino, cierto punto de la sabana en el que
Francisco detuvo su caballo y nos dijo que aquella
era la zona en que vivía el oso hormiguero. Opinó
que lo mejor sería que nos abriéramos en línea y
avanzáramos por la yerba alta haciendo todo el rui-
do que pudiéramos para asustar al oso hormiguero
y hacerle salir de su cubil. Luego podríamos empu-
jarle hasta la zona de sabana de yerba baja que tenía-
110

mos a la izquierda y alcanzarle más fácilmente a ca-


ballo. Nos metimos entre la yerba alta, que les lle-
gaba al pecho a los caballos, y empezamos a avanzar
gritando y armando la mayor cantidad de ruido po-
sible.
Bajo la yerba la tierra estaba dura como un
ladrillo por el sol y llena de grietas y agujeros, por
lo que nuestros caballos tropezaban cada dos por tres,
lanzándonos casi por encima de sus cabezas. De
repente oí un fuerte grito de Francisco y al mirar
hacia donde estaba vi una forma oscura brincando
por la yerba delante mismo de su caballo. Mi compa-
ñiero y yo volvimos nuestras monturas y acudimos
en ayuda de nuestro cazador. Según me pareció, el
oso hormiguero trataba de internarse más profunda-
mente en la yerba alta, pero conseguimos cortarle
la retirada y llevarle hasta la mancha de terreno des-
pejado. Al galopar golpeaba pesadamente el suelo
con sus gruesas patas achaparradas y balanceaba de
un lado a otro su largo hocico en forma de carám-
bano, con su gran cola tremolando tras él como una
bandera.
Cabalgamos tras él con la mayor rapidez po-
sible y cubrí uno de sus flancos para evitar que se
metiera de nuevo entre la yerba alta, mientras Fran-
cisco se situaba al otro lado e iba desenrollando su
lazo al tiempo que espoleaba su caballo. Poco a poco
se puso a la altura del galopante hormiguero y tras
hacer girar su lazo lo lanzó. Por desgracia, se había
equivocado al calcular el tamaño de la lazada; era
demasiado grande, de modo que aunque quedó justo
frente al oso hormiguero, el animal se limitó a atra-
vesarla y siguió corriendo sobre la yerba entre bufi-
dos y silbidos; Francisco detuvo su caballo, rehizo el
lazo y reanudó la persecución. Se puso a la altura
del animal y arrojó su lazo de nuevo. Esta vez tuvo
7 ho, $ AN i q! WN Ps

DL a n S Se ca:
suerte y ajustó la cuerda en torno al cuello del ani-
mal.
Saltó al momento de su caballo, con la punta
de la cuerda firmemente agarrada, mientras el irri-
tado hormiguero seguía adelante, arrastrándole con-
sigo. Salté de mi caballo y corrí a sujetar también la
cuerda. Resultaba bastante sorprendente la fuerza
que tenía el oso hormiguero en sus achaparradas
patas. pues nos arrastró de un lado a otro de la saba-
na hasta que empezó a agotarse, cuando la cuerda
nos cortaba ya las manos. Francisco miró por encima
de su hombro y respiró aliviado. Miré también a mi
alrededor y vi que la lucha nos había llevado bas-
tante cerca de un arbolito de unos tres metros de
altura. En realidad era el único árbol a la vista en
muchas millas a la redonda.
Sudando y jadeando arrastramos hacia este
árbol al renuente hormiguero, y luego pasamos una
y otra vez el cabo suelto de la cuerda alrededor del
tronco y lo.atamos firmemente. Acababa de hacer el
112

último nudo cuando Francisco levantó la mirada ha-


cia las ramas del árbol y dio un grito de consterna-
ción. Miré hacia arriba y vi un nido de avispas gran-
de y redondo del tamaño de una pelota de fútbol,
a menos de un metro por encima de nuestras cabe-
zas. Al tirar de la cuerda el oso hormiguero hacía
balancearse y combarse al árbol, y aquello no le
hacía ninguna gracia a la colonia de avispas, que
pululaban zumbando de modo irritado en el exterior
del nido. Francisco y yo nos retiramos a toda prisa.
Ahora que teníamos al oso hormiguero fuer-
temente atado (al menos eso creíamos) retrocedimos
hasta los caballos para recoger los diversos objetos
que habíamos traído con nosotros: bramante resis-
tente y varios sacos grandes para transportar la presa.
Cuando volví al árbol llegué justo a tiempo de ver
al hormiguero soltarse la última lazada de cuerda
que le rodeaba el cuello, sacudirse como un perrazo
y echar a andar con paso lento y digno a través de
la sabana. Dejé a Francisco recuperando su lazo en el
árbol infestado de avispas y eché a correr en pos
del oso hormiguero, haciendo al tiempo un lazo co-
rredizo en la punta de un trozo de bramante.
Me abalancé sobre él y le lancé a la cabeza mi
chapucero lazo, pero como no era tan diestro como
Francisco, naturalmente fallé. El hormiguero siguió
andando a paso lento; le tiré de nuevo el lazo con
idéntica mala fortuna y luego repetí el intento por
tercera vez, pero el hormiguero empezó a hartarse
de que le echara encima metros de bramante una y
otra vez y de repente se paró, se dio la vuelta y se
levantó sobre sus patas traseras. En aquella postura
me llegaba hasta el pecho; me quedé mirando caute-
losamente las grandes uñas curvas de sus patas de-
lanteras, de unos quince centímetros de longitud,
que esgrimía en actitud de combate.
113

Respiraba ruidosamente y sorbía por la nariz,


meneando de un lado a otro su largo hocico delgado
y balanceando los antebrazos como un boxeador.
Como no me apetecía tener un altercado con un bi-
cho que era obviamente capaz de hacer un daño
considerable con sus garras delanteras, decidí que
sería mejor esperar a que Francisco se reuniera con-
migo; luego uno de nosotros podría distraerle mien-
tras el otro trataba de capturarle. Di vueltas a su
alrededor para ver si podía cogerle desprevenido
por detrás, pero se limitó a girar como una peonza,
manteniendo siempre sus grandes zarpas dirigidas
de modo amenazador hacia mí. Así que me senté
en el suelo a esperar a Francisco.
Al darse cuenta de que había un alto en las
hostilidades, el oso hormiguero decidió que sería
una buena oportunidad para reparar el daño causado
en su persona por la lucha mantenida con nosotros.
Mientras corría bufando y silbando por la sabana
había echado grandes chorros de saliva por la boca.
Era una saliva densa y pegajosa, y normalmente el
hormiguero la utiliza para cubrir con ella su larga
lengua con el fin de recoger su comida. No obstante,
aquellas largas tiras de saliva adhesiva se le habían
escapado de la boca, y mientras corría ondeaban de
un lado a otro recogiendo palitos y yerbajos, para
acabar pegándosele en el hocico. Ahora se sentó en
cuclillas y con la ayuda de sus garras se limpió es-
meradamente el largo hocico. Luego soltó un profun-
do suspiro, se levantó, se sacudió y echó a andar
lentamente por la sabana una vez más.
Cuando llegó Francisco con su lazo, nos acer-
camos al hormiguero una vez más y al oírnos se paró,
se dio la vuelta y se sentó sobre sus patas traseras.
Pero al tener que vérselas con dos estaba en desven-
taja. Mientras yo le distraía Francisco se acercó con
114

sigilo por detrás y le enlazó limpiamente. En cuanto


sintió una vez más el lazo apretado en torno a su
cuello salió disparado llevándonos a rastras a Fran-
cisco y a mí, y durante la siguiente media hora nos
debatimos de un lado a otro por la sabana hasta que
logramos rodear el cuerpo y las patas del oso hormi-
guero con tantas lazadas de cuerda que no pudo ya
moverse. Luego le atamos para asegurarnos con un
trozo adicional de bramante fino y le metimos en
uno de los sacos grandes, de modo que sólo queda-
ron fuera su larga cabeza y su largo hocico.
En el preciso instante en que nos felicitába-
mos por haberlo capturado se puso de manifiesto
una nueva dificultad. Cuando recogimos el saco y
lo llevamos hacia los caballos, todos ellos decidieron
que aunque no les importaba llevarnos a nosotros
se negaban rotundamente a cargar con un bicho
extraño metido en un saco que silbaba y resoplaba
de un modo feroz. Estuvimos intentando apaciguar-
los durante un cuarto de hora, pero fue inútil. Cada
vez que nos acercábamos a ellos con el oso hormi-
guero echaban hacia atrás la cabeza y respingaban
violentamente.
Francisco opinó que lo único que se podía
hacer era que yo le llevara el caballo mientras él
caminaba detrás con el hormiguero cargado a la es-
palda. Dudé un poco que aquello fuera a salir bien,
pues estábamos a muchas millas de distancia del
rancho y el sol calentaba de lo lindo y el hormiguero
no era un peso leve. A pesar de todo, parecía lo
único que se podía hacer, así que monté en mi ca-
ballo y cogí las riendas del de Francisco, mientras
él echaba a andar detrás tambaleándose con nuestra
presa sobre la espalda. El oso hormiguero puso las
cosas todavía más difíciles meneándose dentro de su
saco, de modo que resultaba sumamente incómodo
115

tratar de llevarle. Una hora después sólo habíamos


avanzado tres o cuatro kilómetros sobre la yerba,
pues cada doscientos o trescientos metros Francisco
.se veía obligado a dejar el saco en el suelo y tomarse
un descanso.
Finalmente calculamos que a aquel paso tar-
daríamos una semana en volver al rancho con el
hormiguero, por lo que Francisco sugirió que mi com-
pañero o yo nos quedáramos allí con el animal mien-
tras el otro iba a caballo con él al puesto avanzado,
un punto lejano que nos señaló en el horizonte. Nos
aseguró que allí conseguiríamos algo llamado «globo
de carga». Como el inglés de nuestro cazador no era
demasiado bueno no pudimos aclarar lo que era un
«globo de carga», pero Francisco parecía convencido
de que era la única forma de resolver nuestro pro-
blema, así que mi amigo se quedó con el oso hormi-
guero a la sombra de un pequeño arbusto mientras
Francisco y yo nos dirigíamos al galope por la pra-
dera hacia el puesto avanzado.
Cuando llegamos allá, una vieja india encan-
tadora, la encargada del lugar, me dio una taza de
café que acepté de muy buena gana. Luego Francisco
me llevó fuera y me enseñó el «globo de carga».
En realidad era un toro de tiro *, es decir, un toro
que en ciertas partes del mundo se utiliza para trans-
portar pesos o tirar de carros. Entonces apareció por
allí la mujer de Francisco y éste me dijo que ella
llevaría el toro a la sabana mientras nosotros mar-
chábamos delante con los caballos. Esta india dimi-
nuta se encaramó sobre los enormes lomos del toro
y se sentó a mujeriegas, con su largo pelo negro col-

1 Francisco dice draftball (palabra sin significado preciso que


puede querer decir “globo de carga”), cuando lo que en realidad
quiere decir es draught bull, toro de tiro. (N. del T.)
116

gándole hasta la cintura, de modo que recordaba


bastante a Lady Godiva. Luego le pegó un golpazo
en la grupa con un gran palo y el toro salió trotando
a buen paso por la pradera.
Cuando Francisco y yo llegamos al sitio don-
de habíamos dejado a mi amigo y al oso hormiguero,
descubrimos que el bicho había seguido causando
problemas. Se las había arreglado para sacar medio
cuerpo fuera del saco, que ahora colgaba de sus
cuartos traseros como unos pantalones bastante hol-
gados, y andaba correteando de un lado a otro por
la yerba, perseguido de cerca por mi amigo. Lo co-
gimos, lo metimos en otro saco y lo atamos si cabe
con más firmeza, mientras mi amigo nos relataba
los apuros que había pasado durante nuestra ausen-
cia.
Por lo visto, primero había sido su caballo,
que creía bien atado, el que de pronto se había ale-
jado por la pradera, y mi amigo le había estado per-
siguiendo durante un buen rato antes de poder co-
gerle. Cuando volvió se encontró con que el oso hor-
miguero había logrado librarse en parte de sus ata-
duras, rasgar el saco con sus garras y sacar medio
cuerpo fuera. Mi amigo, temiendo que pudiera esca-
parse, llegó a la carrera, le volvió a meter en el saco
y le ató una vez más. Cuando miró a su alrededor
descubrió que el caballo había aprovechado la opor-
tunidad para alejarse de nuevo. Para cuando hubo
atrapado su montura y volvió a donde estaba el hor-
miguero, el bicho había salido del saco por segunda
vez. Precisamente entonces llegamos nosotros. Al
cabo de un rato apareció la mujer de Francisco a
lomos del toro y nos ayudó a colocar sobre él al
oso hormiguero. El toro permaneció muy tranquilo
durante toda la operación; parecía que le daba igual
que el saco que llevaba encima estuviera cargado
117

de patatas o de serpientes de cascabel, y aunque el


oso hormiguero silbaba y se debatía con todas sus
fuerzas, el toro avanzaba a paso regular sin hacerle
el menor caso.
Llegamos al rancho poco después de que
oscureciera, y una vez allí sacamos a nuestra presa
del saco y la desatamos. Hice una especie de arreos
con la cuerda y até al hormiguero a un árbol grande;
luego le pusimos al lado un tazón de agua y le deja-
mos para que durmiera bien. Al día siguiente salí
muy temprano a echarle un vistazo y al principio
pensé que había logrado escaparse por la noche, pues
no le veía. Al cabo de un rato advertí que estaba
tumbado entre las raíces del árbol, enrollado como
una pelota y con la cola extendida sobre el cuerpo
como un gran chal gris, de modo que de lejos parecía
no tanto un oso hormiguero como un montón de ce-
nizas de desecho. Entonces me di cuenta de lo útil
que debía resultarle su gran cola. En las praderas
excava un lecho poco profundo entre las grandes
matas de hierba, se acurruca en él y extiende su cola
sobre sí como un tejado, y sólo un tiempo de mil
diablos podría conseguir penetrar esta cubierta de
pelo.

Mi problema era ahora enseñar a Amós, como


le llamamos, a comer un alimento sucedáneo, pues
en el zoo, en Inglaterra, no podrían alimentarle a
base de hormigas blancas. La mezcla se componía de
leche, huevos crudos y carne de vaca bien picada,
a lo cual se añadían tres gotas de aceite de hígado
de bacalao. Llené un gran tazón con esta mezcla y
lo llevé hasta un gran nido de hormigas blancas que
no estaba lejos de la casa del rancho; tras hacer un
agujero en el nido, cogí un puñado de hormigas y las
esparcí sobre la superficie de la sustancia lechosa
118

del tazón. Volví con todo ello y lo puse al alcance


de Amós.
Pensaba que tardaría algún tiempo en adap-
tarse a esta nueva comida, pero para mi sorpresa,
al ver el tazón se puso en pie y se acercó lentamente.
Olfateó con cuidado, disparó su larga lengua de ser-
piente y la metió en la mezcla. Luego se detuvo un
momento a reflexionar sobre el sabor, y habiendo
decidido que le gustaba se pegó al tazón y se puso
a sacar y meter su larga lengua con asombrosa rapi-
dez, lamiéndolo hasta dejarlo completamente limpio.
Por supuesto, los osos hormigueros no tienen dientes,
y Cuentan con su lengua y la saliva pegajosa para
coger su comida. De vez en cuando, como convite
extraordinario, le daba a Amós un tazón lleno de
termitas que naturalmente venían mezcladas con te-
rrones de su nido de arcilla. Resultaba asombroso
observar cómo su larga lengua salía y se hundía en
el pote de modo que las hormigas blancas y los tro-
citos de arcilla se pegaban a ella como moscas a un
matamoscas. Pero luego, cuando metía de nuevo la
lengua en la boca, sus labios detenían los trozos de
arcilla, de modo que sólo se tragaba a las hormigas
blancas. La verdad es que hacía esto de un modo
sumamente hábil.
Poco después de volver a nuestro campamen-
to base de Georgetown, instalado ya Amós en su
nuevo cercado, le conseguí una esposa. Llegó un
día, en forma de fardo atado que bufaba, apelotona-
da en el portaequipajes de un taxi. La persona que
la había capturado no se había esmerado mucho en
su trabajo, y el animal tenía varios cortes de gravedad
en el cuerpo y estaba extremadamente agotado por
la falta de agua y comida. Cuando le quité las cuer-
das se limitó a tenderse de costado en el suelo, sil-
bando débilmente, y no creí que fuera a sobrevivir.
119

Le di a beber un tazón de agua, y tan pronto como


la hubo sorbido revivió milagrosamente, se puso en
pie y empezó a atacar a todo el que veía.
Amós se había acostumbrado a ser el único
oso hormiguero del lugar y no recibió a su compañera
con demasiada amabilidad; cuando abrí la puerta
de su corral y traté de meter a la hembra, la saludó
amorosamente pegándole un golpe en el hocico con
las uñas y silbando de un modo furioso. Por último
decidí que sería mejor que viviesen en celdas conti-
guas hasta que se hubieran acostumbrado el uno al
otro. El corral de Amós era muy grande, así que no
tuve más que dividirlo por la mitad con estacas.
Ahora bien, mientras que Amós no; había causado
ningún problema.
con respecto a: su:comida, su nueva
esposa nos lo puso francamente difícil. Se negó en
redondo a probar siquiera la mezcla que:le presenté
en un tazón y siguió en huelga de hambre durante
veinticuatro horas.
Sin embargo, al día siguiente de su llegada
tuve una idea. Miéntras daba de comer a Amós,
acerqué su tazón a los: barrotes de madera que le
separaban de la hembra. Los modales de Amós en
la mesa no eran de lo mejorcito, y todo el que se
hallara a menos de diéez.metros de él cuando estaba
comiendo se enteraba a conciencia del hecho, incluso
si.no podía verle, gracias::a:
los sorbidos, bufidos y
chupeteos que prodigaba. La-osa: hormiguera, atraída
por lossruidos que hacía Amós al degustar su desayu-
no, se acercó a las estacas para ver lo que: estaba
comiendo. Metió su delgado hocico entre lós:barrotes
y olfateó el tazón de comida; luego, con suma len-
titud y cautela, mojó su larga lengua en la mezcla.
Dos minutos: después estaba ya engulléndola
con el
mismo entusiasmo y rapidez que Amós. Durante la
siguiente quincena tomó toda su comida de esta for-
120

ma, con el cuello pegado a las estacas y su larga


lengua compartiendo el tazón con Amós.
A base de comer constantemente del mismo
pote, terminaron por fin acostumbrándose del todo
el uno al otro, y poco después quitamos las estacas
de en medio y les permitimos compartir el corral. Se
cobraron mucho cariño y siempre dormían muy jun-
tos, con las colas cuidadosamente desplegadas sobre
sus cuerpos. Sin embargo, no pude conseguir una
jaula suficientemente grande para alojar a ambos
durante el viaje a Inglaterra, conque tuvieron que
hacerlo en cajas separadas. No obstante, una vez a
bordo del barco puse las dos jaulas juntas para que
pudieran asomar sus largos hocicos y olfatearse mu-
tuamente.
Cuando por fin llegaron a Inglaterra y los
llevaron al zoo, se dedicaron a divertir a multitudes
de visitantes ofreciendo combates de boxeo. Se er-
guían sobre sus patas traseras, con los largos hocicos
balanceándose de un lado a otro como péndulos, y
amagaban golpes y zarpazos con sus largas garras de
aspecto sanguinario, mientras sus largas colas se me-
neaban y barrían el suelo. Estos combates de boxeo
parecían rápidos y violentos, pero jamás se herían
el uno al otro.

El segundo oso hormiguero en tamaño que


habita en la Guayana es el tamandúa, amante de los
bosques. Su aspecto no es muy diferente al del gi-
gante; tiene el mismo hocico largo y curvo, los mis-
mos ojillos como gotas brillantes y poderosas patas
delanteras con grandes uñas ganchudas. Tiene el pelo
corto y de color marrón claro, y la cola larga y curva.
Mientras que el oso hormiguero gigante usa su cola
como una especie de capa, el tamandúa no puede
121

hacer esto con la suya, pero al igual que los monos


o el puercoespín arborícola la emplea para ayudarse
a subir a los árboles. Los tamandúas eran las criatu-
ras más estúpidas que atrapamos en la Guayana.
En estado salvaje suben gateando a los altos
árboles del bosque y avanzan por las gruesas ramas
hasta encontrar un gran nido de tierra de hormigas
arborícolas. Entonces desgarran la fortaleza de las
hormigas con sus grandes uñas ganchudas y empiezan
a sorberlas con su larga lengua pegajosa. Cada poco
rato rompen un trozo más del nido y siguen lamien-
do. En cautiverio les resulta muy difícil abandonar
este hábito, y cuando le presentas un pote con carne
picada, huevo crudo y leche meten sus largas uñas
en él, lamen un poco y luego lo rascan de nuevo con
sus garras. Suelen terminar volcando el pote sobre
el suelo de la jaula. Estaban convencidos de que el
pote era una especie de nido de hormigas que debían
romper para acceder al contenido, y sólo fijando su
cuenco de comida a la tela metálica pude impedir
que se pusieran perdidos y rociaran toda la jaula de
comida.
122>

Mi primer oso hormiguero pigmeo lo conse-


guí en un poblado indio de las islas de los riachuelos.
Llevaba todo el día viajando en canoa, visitando di-
versas aldeas y comprando cualquier animal que tu-
vieran a la venta. En aquel poblado concreto encon-
tré una buena cantidad de animalitos y pasé. una
entretenida hora. más o menos negociando con los
nativos. Como ellos no hablaban inglés y yo no ha-
blaba su lengua, debíamos hacerlo todo entendién-
donos por gestos.
Al cabo de un rato se abrió paso entre la
masa de gente que me rodeaba un chiquillo de unos
siete u: ocho años que llevaba en la mano un palo
largo, en cuya punta había algo que a primera vista
pensé que sería una crisálida gigante de una de las
grandes mariposas del bosque. Sin embargo, al mirar
más de cerca descubrí que era un oso hormiguero
pigmeo, abrazado a la rama con los ojos firmemente
cerrados. Se lo compré al niño y descubrí un montón
de: cosas interesantes sobre este amimal que nunca»
había visto mencionadas en ningún libro de historia
natural.
Estos bichitos miden unos quince centíme-
tros de longitud y están completamente revestidos de
una piel gruesa y suave, de color castaño dorado,
que les da más bien aspecto de diminutos ositos de
peluche. Su larga cola prensil está también cubierta
de pelo espeso. Las plantas de sus patas traseras, de
vivo color rosa, son levemente curvas, de modo que
cuando el animalito trepa por las ramas sus patas
se ajustan en torno a las ramitas y le ofrecen un
excelente asidero. Cuando un hormiguero pigmeo
está colgado de sus patas traseras y de su cola, es
casi imposible desprenderlo de la rama sin herirlo
gravemente. Como las de sus: parientes, sus patas
delanteras son cortas y muy fuertes, y están armadas
123

con tres uñas curvas, una grande en el centro y dos


pequeñas en los lados. La palma de su garra es como
un pequeño cojín rosa, y cuando se la aprieta con
los incisivos las largas uñas se engastan de golpe en
la palma con una fuerza tremenda, como la hoja de
una navaja de bolsillo al cerrarse sobre la ranura.
Estos animalitos tienen una curiosa costumbre
que les ha hecho ganarse el nombre de «Gracias a
Dios» entre los nativos de la Guayana. Cuando duer-
men, se sientan con las patas traseras aferradas a
la rama y la cola firmemente enrollada a ella, ergui-
dos como guardias y con las dos patas delanteras:
alzadas hacia el cielo. Cuando algo les molesta se
lanzan sobre su enemigo y las dos garras de sus patas
delanteras golpean y arañan al asaltante. El oso hor-
miguero adopta también esta rara posición cuando
está asustado, y a veces se queda en cuclillas durante
toda una media hora con las garras levantadas sobre
su cabeza y los ojos cerrados, esperando una óportu-
nidad para atacar.
El pequeño oso hormiguero se movía muy
despacio y con aire soñoliento, y parecía tan resigna-
do a su captura que ni siquiera tuve que meterle en
una caja, sino tan sólo apoyar la rama sobre la que
estaba sentado en la proa de la canoa; se quedó allí
muy tieso y erguido, como el mascarón de un viejo
navío, y no se movió: hasta que llegamos al campa-
mento. No estaba del todo seguro del tipo de ali-
mento que comería el animalito, pero sabía por los
libros que estos diminutos bichos se alimentan a
base de néctar de diversas flores del bosque. Conque
la primera tarde mezclé una solución de agua y miel
y colgué un pequeño pote lleno de ella en la jaula
del hormiguero.
Hacia las ocho de la tarde empezó a dar se-
ñales de vida. Abandonó su postura tiesa y erguida
124

y empezó a gatear lenta y cautelosamente entre las


ramas de su jaula: era como un viejo en una carre-
tera resbaladiza. Entonces descubrió el pote de miel.
El oso hormiguero estaba colgado de los barrotes
justo por debajo del pote; lo olió cuidadosamente
con su corto hocico rosa y luego decidió que proba-
blemente contendría algo comestible. Antes de que
pudiera impedírselo enganchó el borde del pote con
una de sus garras y lo ladeó, recibiendo una ducha
de agua y miel. Aquello le indignó muchísimo, y
todavía se enfadó más cuando tuve que sacarle de
la jaula y limpiarle con un trozo de algodón; durante
el resto de la tarde se quedó sentado en una rama
quitándose los churretes pegajosos de la piel. Le gus-
taba mucho la miel con agua, pero tenía que dársela
en un pote con la boca muy pequeña, pues si no
metía dentro toda la cabeza y luego bajaba al suelo
y se ponía a dar vueltas, así que cuando se hacía de
día parecía una pelota rodante de pegajoso serrín.
Sin embargo, la miel y el agua no le nutrían
de modo suficiente, y le di a probar algunos huevos
de hormiga. Para mi sorpresa, se negó en redondo a
comerlos; luego le di a probar las propias hormigas
y se mostró aún menos interesado por ellas que por
sus huevos. Por fin, más que otra cosa por casuali-
dad, descubrí que le gustaban los saltamontes y las
polillas, y desde entonces cada tarde los perseguía
con gran energía por toda la jaula.
Los osos hormigueros de la Guayana no resul-
tan ciertamente los animales más fáciles de tener en
cautividad, pero son unos bichos realmente fasci-
nantes y merece la pena soportar los problemas que
causan.
Capítulo 10

Sapos que tienen bolsillos


y otros bichos raros

Los riachuelos rodean completamente el po-


blado de Santa María, de modo que en realidad vivía-
mos en una isla. Descubrí que estos riachuelos esta-
ban llenos de ingentes cantidades de crías de caimán,
y deseaba a toda costa hacerme con una buena can-
tidad de ellas. Pronto advertí que no sería tan fácil
como había sido la captura de cocodrilos en el Ca-
merún. Allí vas vadeando los arroyos poco profun-
dos y los atrapas en los bancos de arena. Los ria-
chuelos que rodeaban Santa María eran demasiado
profundos para hacer esto, aparte del hecho de que
en ellos vivían otros bichos además de los caimanes,
como las anguilas eléctricas y un pez perverso y
sanguinario que se llama piraña, los cuales eran am-
bos desagradables compañeros de baño. De modo
que para capturar las crías de caimán tuve que adap-
tar mi método de caza de cocodrilos al país en que
estaba.
Teníamos una canoa grande, y una noche nos
internamos por los riachuelos llevando una gran lin-
*erna y un palo largo en cuya punta habíamos atado
126

una cuerda que acababa en un lazo corredizo. Yo


iba sentado justo en la proa y sostenía la linterna y
el palo, mientras a popa el remero nos impulsaba
suave y lentamente a través de las aguas oscuras.
Pronto advertí que las crías de caimán preferían si-
tuarse en los lugares de la superficie en que las yer-
bas eran espesas, asomando fuera solamente sus mo-
rros y sus ojos bulbosos. Mientras avanzábamos len-
tamente dirigí la linterna aquí y allá sobre estas
matas de yerba, hasta que por fin vi el brillo intenso
de los ojos de una cría de caimán a unos treinta me-
tros de distancia. Señalando con mi mano libre guié
al remero hasta que llegamos al borde de la masa
de yerbas, y entonces le hice señas para que fuera
más despacio y finalmente se detuviera.
Manteniendo la luz fija sobre los ojos del
animal me incliné hacia delante, pasé suavemente la
lazada en torno a su cabeza y luego, con un tirón
rápido, lo saqué del agua y lo metí en el bote, donde
empezó a menearse soltando fuertes y roncos gruñi-
dos de indignación. En cuanto oyeron estas protes-
tas, todas las demás crías de caimán de la región en
varias millas a la redonda rompieron a gruñir solida- :
riamente, pero esto resultó ser su perdición, pues
atendiendo a la dirección en que venían los gruñi-
dos me enteré de dónde estaban escondidas la mayo-
ría de ellas y poco después tenía un saco repleto que
se meneaba y rodaba por el fondo de la canoa con
el movimiento de los reptiles. Este montonazo de
caimanes hacía tal cantidad de ruido que no pudimos
seguir adelante, pues todo lo que había en varias mi-
llas a la redonda podía oír acercarse a la canoa con
las crías de caimán gruñendo al unísono.

Uno de los más extraños habitantes de este


mundo acuático es el sapo de Surinam. Probable-
127

mente sea uno de los más extraordinarios anfibios


del mundo, pues es literalmente un sapo con bolsi-
llos. Cogí algunos de estos extraños bichos en un
pequeño -canal atestado de hojas que salía de uno
de los grandes riachuelos principales. Se parecían
tantísimo a las sucias hojas descompuestas que a pri-
mera vista no los reconocí como seres vivos. Miden
alrededor de doce centímetros de longitud y parecen
más bien cometas planas y correosas de color marrón
con una pata en cada esquina. Cuando los cogí no
escupieron ni se debatieron, como hubiera hecho la
128

mayoría de los sapos y las ranas, sino que se queda-


ron completamente quietos confiando que su pare-
cido con las hojas secas les protegería.
Uno de los ejemplares capturados era una
hembra con huevos, cosa que me complació espe-
cialmente, pues me ofrecía la oportunidad de con-
templar la pasmosa incubación de las crías del sapo.
Cuando la hembra pone los huevos, el macho los
aprieta contra la piel de su espalda, que se ha vuelto
suave y esponjosa para recibirlos. Así que a primera
vista parecen cuentas transparentes medio enterradas
en la correosa piel marrón del dorso. La mitad del
huevo que sobresale de la piel se endurece paulatina-
mente y forma pequeñas cubiertas convexas, de modo
que los huevos se quedan en la espalda de sus ma-
dres dentro de esta serie de bolsillos y poco a poco
se convierten en renacuajos y luego en sapos minúscu-
los, cada uno de ellos tan pequeño que harían falta
seis para tapar un sello de correos. Cuando estos
sapitos están listos para salir del huevo, el borde de
la cáscara que recubre la piel se ablanda y a base
de meneos y empujones los animalitos consiguen
apartar las cubiertas como si fueran escotillas, y des-
pués de muchos esfuerzos se las arreglan para arras-
trarse fuera de sus extrañas cuevecillas, especie de
criaderos en el dorso de su madre.
La gran hembra que había cogido en la tie-
rra de los riachuelos estaba siempre tendida sobre
la superficie del agua en una lata grande, completa-
mente inmóvil, y no sólo parecía que llevaba varios
días muerta, sino que ya había empezado a descom-
ponerse. Observé cómo los huevos de su dorso se
endurecían poco a poco formando pequeñas cubier-
tas, y entonces esperé pacientemente a que aparecie-
ran los sapitos. En realidad aplazaron su entrada en
el mundo hasta el viaje de vuelta a casa, cuando
129

estábamos en mitad del Atlántico, y entonces eligie-


ron el momento más inoportuno para salir.
Era cerca de medianoche; acababa de termi-
nar mi trabajo y estaba pensando en retirarme a mi
camarote cuando eché un vistazo a la hembra de
sapo Surinam, antes de apagar la luz de la bodega,
y vi una extraña ramita negra que parecía brotarle
del dorso. Mirando más de cerca descubrí que una
de las pequeñas tapaderas había sido apartada y
aquella cosa negra era el diminuto brazo de una cría
de sapo saliendo de su criadero y agitándose de un
lado a otro. Mientras le observaba, consiguió sacar
el otro brazo y luego la cabeza, momento en el que
se detuvo un instante y pareció exactamente un di-
minuto obrero negro saliendo de una cloaca en una
calle.
Tardó cuatro o cinco minutos en salir del
todo de su criadero y se quedó un rato sobre el dorso
de su madre, agotado al parecer por sus esfuerzos.
Luego se dejó resbalar y cayó al agua, donde empezó
a nadar de un lado a otro alegremente. Esperé con
paciencia, y al cabo de un rato fue apartada otra de
las minúsculas tapaderas y un segundo sapito em-
pezó a saludarme con el brazo.
Estaba allí en cuclillas, absorbido y fascinado
por este extraordinario espectáculo, cuando llegaron
dos marineros que al bajar de su turno de guardia
en el puente habían visto luz en la bodega y se habían
preguntado si pasaría algo, y si en tal caso podrían
ayudar. Se sorprendieron bastante al encontrarme
agachado sobre una lata a aquellas horas de la noche
y me preguntaron qué estaba haciendo. Les conté
la historia de la gran hembra de sapo Surinam, cómo
la habíamos atrapado en las misteriosas tierras de los
riachuelos y cómo ahora las crías estaban saliendo
afanosamente de su espalda. Los dos marineros se
130

agacharon a mi lado y contemplaron la llegada de


otro sapito más, y pronto estuvieron tan fascinados
como yo.
Al cabo de un rato llegaron más marineros
que se preguntaban qué les pasaría a sus compañe-
ros. Conté una vez más la historia del sapo con bol-
sillos y también ellos se interesaron de tal modo que
se sentaron a observar la salida de los sapitos. Como
una de las crías, más débil que las demás, tardara
demasiado en salir de su bolsillo, los marineros em-
pezaron a mostrarse muy preocupados y quisieron
saber si podrían echarle una mano con la ayuda de
una cerilla, pero les expliqué que el sapito era tan
frágil que la cerilla le parecería un tronco de árbol,
y por mucho cuidado que tuviésemos era más que
probable que le rompiéramos uno de sus finísimos
brazos o patas.
Por fin, cuando esta cría sacó la punta del
pie del bolsillo y se dejó caer. como un fardo agotado
sobre el dorso de su madre, se oyó un suspiro de ali-
vio colectivo. Había amanecido ya cuando el último
sapito saltó al agua, y abandonando nuestras incó-
modas posturas bajamos a la cocina del barco a ver
si podíamos sacarle al cocinero una temprana taza
de té. Pero a pesar de que todos nos pasamos aquel
día bostezando mientras trabajábamos, convinimos
en que había valido la pena velar durante toda la
nochepara contemplar la llegada de las crías de sapo.

Desde luego, los sapos de Surinam no eran


los únicos anfibios insólitos que había en la tierra
de los riachuelos. La Guayana parecía tener una can-
tidad extraordinaria de sapos y ranas raros. Después
del sapo Surinam creo quelo más extraño que cogi-
mos fue la rana paradójica. La primera vez que com-
131

probamos la existencia de esta rana fue una noche


en que mi amigo y yo estábamos dragando un arro-
yuelo para ver qué podíamos pescar. Al cabo de un
rato, mi amigo me llamó y dijo que había cogido un
bicho de lo más extraño; parecía exactamente un
renacuajo, sólo que tenía unos quince centímetros
de largo y un cuerpo del tamaño aproximado de un
huevo de gallina. Mi amigo y yo tuvimos una larga
discusión sobre qué podría ser este curioso anima-
lito. El insistía en que debía ser algún tipo de pez,
pues si fuera un renacuajo se convertiría en una rana
gigante. Yo estaba igualmente convencido de que
debía ser un renacuajo. Sólo después de discutir
durante un rato recordé de pronto haber leído algo
sobre este fantástico anfibio, y entonces supe que
la criatura que habíamos capturado era el renacuajo
de la rana paradójica.
La vida de la rana paradójica se desarrolla
al revés que la de una rana normal. De las huevas
de una rana común salen renacuajos diminutos que
crecen hasta que, al alcanzar cierto tamaño, desarro-
llan las patas, absorven la cola y salen a terreno seco
como ranas de tamaño mediano. Esta es una de las
cosas más extraordinarias del mundo, pues la rana
paradójica es mayor cuando es cría que cuando es
adulta.
Otra curiosa rana que se encuentra en esta
parte de Sudamérica es la rana marsupial. Estos ani-
malitos crían a sus hijos de un modo casi tan insólito
como el del sapo de Surinam. La rana marsupial
hembra tiene una larga hendidura en el dorso que
da paso a una especie de bolsillo; meten en él los
huevos, y la hembra se olvida prácticamente de ellos.
Dentro del bolsillo los huevos se convierten en re-
nacuajos, los renacuajos desarrollan sus patas y ab-
sorven sus colas y cuando están preparados para el
132

mundo la hembra raja en seguida la piel de su dorso


y las crías saltan fuera, cada una no mucho mayor
que el bulto que tiene en la punta una aguja de hacer
calceta.
Uno de los más pequeños pero más poderosos
anfibios que cogimos en la Guayana fue la rana de
la flecha envenenada. Son pequeñas ranas arboríco-
las, cada una de las cuales puede medir unos cuatro
centímetros, y están engalanadas con los colores y
dibujos más maravillosos. Hay varias especies, y pue-
den ser de franjas rojas y oro sobre un fondo color
crema, o rosa y azul sobre un fondo negro, o cual-
quier otra combinación de colores. Son unas cositas
preciosísimas, y un tarro lleno de ellas parece más
bien una masa de caramelos multicolores que un
grupo de seres vivos. Estas ranitas resultan muy úti-
les para las tribus indias. Cogen unas cuantas y las
ponen cerca de una hoguera. En cuanto las ranas
empiezan a calentarse, sus cuerpos exudan una espe-
cie de baba que los indios raspan y recogen. Esta
baba, preparada de un modo especial, es un veneno
potentísimo, y los indios lo utilizan para mojar en
él la punta de sus flechas. Así, cuando la flecha se
clava en un animal (incluso en uno bastante fuerte,
como un cerdo salvaje), el veneno actúa con suma
rapidez y mata al animal. De modo que para los
indios cada una de estas ranas es de suyo una fábrica
de veneno, y cada vez que necesitan una nueva pro-
visión para sus flechas salen al bosque y cogen unas
cuantas ranas para fabricarlo.
Capítulo 11

En el que Cándido, el guaco,


causa problemas

Uno de los ejemplares más encantadores,


pero enojosos, que conseguí en la Guayana fue Cán-
dido, el guaco. Lo compré cuando andaba por las
tierras de los riachuelos, y empezó a dar la lata casi
inmediatamente. Son aves grandes, casi tanto como
un pavo, con plumas de un negro azabache por todo
el cuerpo, patas de un amarillo subido y grueso pico
amarillo. Las plumas de la parte superior de su ca-
beza se yerguen y rizan hacia delante formando una
breve cresta, y sus grandes ojos negros muestran una
expresión de locura.
Cándido llegó en brazos de su propietario,
un chinito gordo y tímido. Cuando compré el ave, el
chino se inclinó y lo dejó en el suelo cerca de mis
pies. Se quedó allí uno o dos minutos parpadeando y
dejando oír un pit, pit, pit suave y lastimero, ruido
que resultaba sorprendente viniendo de un ave tan
grande y de aspecto tan fiero. Me incliné y empecé a
rascarle la rizada cresta, e inmediatamente Cándido
cerró los ojos y cayó de bruces al suelo, agitando en-
134

cantado las alas y produciendo una especie de can-


turreo gutural.
El chino me aseguró que era muy manso y
que no necesitaría encerrarlo en una jaula, pues no
se escaparía. En vista de que Cándido parecía ha-
berme tomado tal cariño decidí que aquello sería
probablemente cierto. No obstante, cuando dejé de
rascarle la cabeza se puso en pie y se aproximó a mis
piernas, piando todavía de un modo ridículo. Avan-
zÓó muy despacio hasta que estuvo bastante cerca y
entonces se tumbó sobre mis zapatos, cerró los ojos
y empezó a canturrear de nuevo. Tenía un carácter
tan dulce y sensible que en aquel mismo instante de-
cidí llamarle Cándido, pues pensé que era el único
nombre que realmente le cuadraba.
La tarde en que llegó Cándido estaba sentado
ante una mesita en nuestra cabaña, ocupado en escri-
bir mi diario, cuando Cándido, que había estado
paseándose pensativamente por la habitación, decidió
que era hora de ofrecerme un poco de cariño. Con-
que se encaramó a la mesa batiendo enérgicamente
las alas, la cruzó entre alegres pitidos e intentó tum-
barse sobre el papel en el que estaba escribiendo. Le
aparté malhumorado y al echarse hacia atrás, con
un gesto en la cara de indignado asombro por seme-
jante tratamiento, una de sus patas de pollo volcó la
tinta, que —no hace falta decirlo— se derramó ente-
ramente sobre mi diario, de modo que tuve que re-
escribir dos páginas del mismo.
Mientras lo hacía, Cándido intentó subírseme
a las rodillas varias veces, pero le rechacé enérgica-
mente; por último se alejó y durante varios minutos
estuvo sumido en profundos pensamientos. Decidió
que era inútil acercárseme de un modo tan lento y
que tendría que pillarme desprevenido. Esperó a que
no le mirase y entonces despegó y trató de encara-
135

marse sobre mi hombro. Naturalmente, erró el blan-


co y se estrelló contra la mesa con las alas extendi-
das, dando un agudo chillido de aflicción y volcando
el tintero por segunda vez. Le dejé bien claro lo en-
fadado que estaba y se retiró a un rincón de la habi-
tación, donde se sentó amohinado.
Al cabo de un rato entró en la cabaña mi
compañero para realizar como cada noche la tarea
de colgar las hamacas en las que dormíamos. Las
sacó del rincón donde estaban apiladas, y estaba afa-
nosamente ocupado en desenredar sus cuerdas cuan-
do Cándido le divisó y pensó que si yo no le hacía
ningún caso tal vez se lo hiciera mi compañero. Atra-
vesó cautelosamente la habitación, se tumbó detrás
mismo de los pies de mi amigo y cerró los ojos.
Mientras mi amigo luchaba con las cuerdas
y las hamacas retrocedió súbitamente un paso y tro-
pezó con el ave que tenía detrás. Cándido dio un
chillido de alarma y se retiró una vez más a su es-
quina. Cuando pensó que mi amigo estaba comple-
tamente concentrado en su tarea salió, se acercó a
él sigilosamente y se tumbó por segunda vez sobre
sus zapatos. A continuación oí un estruendo y mi
compañero cayó al suelo con todas las hamacas, y
entre la maraña de mosquiteros, cuerdas y lonas sur-
gió la cabeza de Cándido, piando indignado por se-
mejante trato descortés. Decidí que ya había causado
demasiados problemas para una tarde, así que le
llevé hasta la parte de la cabaña donde tenía los
animales, le até la pata a una pesada caja con una
cuerda larga y le dejé allí, piando enérgicamente
para sus adentros.
Ya bien entrada la noche, cuando dormía-
mos en nuestras hamacas, me despertó un espantoso
alboroto que venía de la parte donde estaban las
jaulas de los animales. Salté de la hamaca y echando
136

y/o
ESSE
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SIS
LS

mano a una pequeña linterna que siempre tenía junto


a la cama para semejantes emergencias salí corriendo
a ver qué pasaba. Encontré a Cándido sentado en
el suelo, con aspecto de estar muy enfadado y piando
para sus adentros. Al parecer, había estado inspec-
cionando las diversas jaulas y había decidido que
la única que le convenía para pasar la noche era la
habitada por un grupo de pequeños monos ardilla.
Así que había volado hasta su techo y se había
dispuesto a dormir. Por desgracia, mo se dio cuenta
de que su cola colgaba frente a los barrotes y los
monos podían verla claramente a la brillante luz de
la luna. Estaban muy intrigados por ella, de modo
que sacaron las manos entre los barrotes para tocarla
137

y averiguar qué era. Cuando Cándido sintió que le


cogían la cola, pensó obviamente que le atacaba algún
monstruoso animal y salió volando como un cohete
hacia el techo, dejando dos de las largas plumas de
su cola firmemente agarradas entre las zarpas de los
monos. Tardé un buen rato en calmar su irritación
y en buscarle un nuevo sitio para dormir en el que
estuviera resguardado de ataques por la espalda.
Cuando volvimos por fin con Cándido a nues-
tro campamento base de Georgetown, le dejé suelto
por el gran jardín en el que tenía a los animales, y
siempre estaba armando jaleo, debido a lo mucho
que le gustaba desplomarse sobre los pies de la gente
cuando no le miraban. El jardín estaba rodeado por
una valla elevada de hierro ondulado que era dema-
siado alta para que Cándido pudiera superarla volan-
do. Sin embargo, se convenció de que si lo intentaba
con ahínco una y otra vez terminaría logrando sobre-
pasar la parte superior de la valla. Así que solía prac-
ticar cada día. Se alejaba unos diez metros y enton-
ces se volvía, corría hacia la valla con una fiera ex-
presión en la cara y batía las alas hasta que poco a
poco su pesado cuerpo se alzaba del suelo y Cándido
se lanzaba hacia la valla aleteando enérgicamente.
Pero nunca lograba elevarse lo suficiente, y
como nunca había dominado la técnica de torcer
bruscamente en el aire, seguía volando y volando di-
rectamente hacia la valla, y a medida que se acercaba
más y más y se daba cuenta con toda claridad de que
se iba a estrellar contra ella, prorrumpía en fuertes
chillidos como intentando decir a la valla que se qui-
tara de en medio. Luego había un choque terrible y
Cándido resbalaba por el hierro ondulado en un re-
vuelo de plumas, mientras al intentar pararse sus lar-
gas uñas hacían un ruido chirriante que te helaba
la sangre en las venas. Estos choques no parecían
138

dañar ni a él ni a la valla, y en vista de que así era


feliz le dejé a su aire.
Pero un día Cándido se acercó a la valla para
entablar su diaria batalla con ella y descubrió encan-
tado que alguien había dejado una escalera apoyada
contra ella. Para cuando quise darme cuenta, Cándido
había subido a saltitos hasta el último peldaño y esta-
ba allí sentado, muy orgulloso de sí mismo. Mientras
subía la escalera para cogerle batió las alas y bajó
volando a la calle que había al otro lado. Allí se
detuvo un momento para arreglarse brevemente las
plumas con el pico y echó a pasear en dirección al
mercado. Llamé apresuradamente a todos nuestros
ayudantes y salimos corriendo a la calle en pos del
fugitivo Cándido. Miró por encima del hombro y nos
vio acercándonos rápidamente en bloque, así que se
dio la vuelta y echó a correr con todas sus fuerzas.
Nos hizo danzar de lo lindo por la plaza del merca-
do, con la mitad de los propietarios de los puestos
y la mayoría de los clientes sumados a la caza, y sólo
media hora después conseguimos por fin acorralarle
y devolverle piando ruidosamente al jardín.

Otros pájaros que solían divertirnos mucho


eran los grandes papagayos de vivos colores. Todos
estos pájaros los habían criado las diversas personas
de la Guayana a quienes se los había comprado, así
que eran bastante mansos. Por una u otra razón en
la Guayana llaman Robert a todos los papagayos, del
mismo modo que a los loros les llaman Polly en
Inglaterra, de manera que cuando compras un pa-
pagayo puedes estar seguro de que además de chillar
como una sirena de fábrica será capaz de decir su
propio nombre. Teníamos ocho pájaros de estos y
mantenían prolongadas y divertidísimas conversacio-
nes entre sí usando únicamente la palabra «Robert».
139

«¿Robert?», preguntaba uno con tono interrogativo.


«Robert, Robert, Robert», le contestaba otro. «Rrrro-
bert», decía un tercero, y seguían así, ladeando las
cabezas y adoptando un aire tan juicioso que me veía
casi forzado a creer que aquellas estúpidas conversa-
ciones significaban algo.

Había una pareja de estos papagayos a los


que no les gustaba en absoluto que les encerrasen en
140

una jaula, pues estaban acostumbrados a andar suel-


tos por la casa. Mientras estábamos en Georgetown
solía dejarles deambular por todo el jardín, pero
cuando llegó la hora de embarcarme con toda la
colección tuve que meterlos en una jaula. Les cons-
truí una muy bonita con una fuerte tela metálica en
su parte delantera, pero había olvidado que con sus
grandes picos estas aves pueden abrirse paso a través
de cualquier tipo de madera. No llevábamos ni tres
días en el barco cuando esta pareja de papagayos
acabó de roer los bordes que sujetaban la delantera
de su jaula y toda la tela cayó ruidosamente. Tres
veces reparé la jaula y volví a meter en ella a los
airados papagayos, y tres veces rompieron en peda-
zos mis remiendos y volvieron a escaparse. Al final
lo dejé por imposible y les permití pasearse por la
bodega siempre que lo deseaban. Caminaban lenta
y cautelosamente sobre los techos de la hilera de
jaulas, hablándome a mí y a sus compañeros en su
lenguaje a base de «Roberts».
Capítulo 12

En el que encuentro
varios animales nuevos,
entre ellos la zarigijeya lunar

Uno de los animales más divertidos que vi-


ven en la Guayana es el puercoespín arborícola. Es
un bicho menudo y gordo, cubierto de espinas blan-
cas y negras, con una larga cola pelada que usa para
ayudarse a subir a los árboles. Tiene patas traseras
gruesas y planas, hocico abultado y bamboleante y
dos ojillos redondos parecidos a los botones bulbo-
sos de una bota. Si estos animalitos de gracioso as-
pecto no hubieran resultado tan ridículos le hubieran
dado a uno bastante pena, pues todo lo hacían con
un aire bienintencionado y más bien perplejo, y
siempre se sorprendían al ver que se habían equi-
vocado.
Si por ejemplo le dabas a uno de ellos cuatro
plátanos, intentaba en primer lugar llevárselos todos
con la boca. Cuando, tras varios intentos, llegaba a
la conclusión de que su boca no era lo bastante gran-
de como para sujetar esta cantidad, se quedaba sen-
tado meneando su hocico bulboso y preguntándose
qué hacer. Cogía un plátano y se lo ponía en la boca,
luego agarraba otro con cada mano, pero entonces,
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al mirar hacia abajo, descubría consternado que


todavía quedaba uno en el suelo, conque dejaba caer
el que tenía en la boca y recogía el que había que-
dado en el suelo. Entonces se daba cuenta de que
todavía le quedaba un plátano por coger, así que
volvía a dejarlos todos, se sentaba y se ponía a pensar”
en ello. Por fin, tras esforzarse durante cerca de
media hora, se le ocurría una idea brillante, y allí
sentado se comía uno de los plátanos y se llevaba
triunfalmente los otros tres.
143

Estos puercoespines tenían la curiosa costum-


bre de entretenerse boxeando. Dos de ellos trepaban
a las ramas superiores de su jaula y se instalaban
cómodamente en cuclillas, el uno frente al otro, en-
rollando para mayor seguridad sus fuertes colas en
torno a las ramas. Luego se acometían y esquivaban
mutuamente con los puños, dirigiéndose violentos
golpes de abajo arriba y otros muy rápidos sin ex-
tender el brazo, mientras sus hocicos oscilaban cons-
tantemente de un lado a otro y sus ojillos redondos
mostraban una expresión dócil y bastante preocu-
pada. Lo asombroso de estos combates de boxeo era
que a veces podían prolongarse durante una buena
media hora, pero durante todo ese tiempo los puer-
coespines no llegaban a golpearse ni una sola vez.
A veces, tras sus ejercicios de boxeo, hacían
un poco de malabarismo. Encontraban una vieja pe-
pita de mango o algo parecido, y sentados en cucli-
llas se la pasaban de pata a pata de un modo tan
torpe que a cada momento pensabas que estaba a
punto de caérseles, pero nunca se les caía. Al con-
templarles me acordaba muchísimo de los tristes
payasos desmañados de rostros afligidos que se ven
en los circos, que siempre andan metiéndose en líos
o haciendo algo gracioso con una expresión de abso-
luta seriedad en el rostro.

La Guayana puede enorgullecerse de poseer,


entre otros extraños bichos, el mayor roedor del
mundo, un animal llamado capibara. Parecen gigan-
tescos conejillos de Indias, alcanzan el tamaño de un
perro grande y pueden llegar a pesar cerca de cin-
cuenta kilos. Miden algo más de un metro de longi-
tud y unos sesenta centímetros de altura desde el
lomo. Compárese esto con el ratón de los graneros
inglés, que mide once o doce centímetros de largo,
144

incluido el rabo, y pesa unos cinco gramos. Viendo


juntos estos dos animales, jamás creerías que son
parientes.
Conseguí mi primer capibara muy pronto,
poco después de llegar a Georgetown; de hecho, se-
gún descubrí, demasiado pronto. No había encontra-
do aún un lugar apropiado para nuestro campamento
base, y mientras lo buscaba vivíamos en una peque-
ña casa de huéspedes en las afueras de la ciudad.
Nuestra patrona dijo muy amablemente que podría-
mos guardar en su jardín todos los animales que
llegaran hasta el momento de trasladarnos a nuestro
campamento base. Pronto tuve un pájaro y uno oO
dos monos en pulcras jaulas apiladas cerca de sus
macizos de flores. Entonces entró una tarde un hom-
bre que traía un capibara adulto sujeto con un trozo
de cuerda. Mientras negociaba con él, el capibara
se puso a pasear por el jardín con una expresión te-
rriblemente aristocrática en el rostro, mordisqueando
de tanto en tanto alguna flor cuando creía que no le
miraba.
Finalmente compré el roedor y lo puse en
una jaula nueva y grande que había construido; era
larga, con forma de ataúd, y tenía una tela metálica
especialmente fuerte en su parte delantera. Metí en
ella toda suerte de golosinas para que comiera y le
dejé instalarse. La habitación en la que dormía daba
al jardín, y a eso de la medianoche nos despertó a
mi compañero y a mí un ruido de lo más peculiar.
Sonaba como alguien tocando un birimbao, acompa-
ñado por alguien más que golpeara distraídamente
sobre una lata. Me quedé tumbado, pensando qué
diablos podría ser, cuando de pronto me acordé del
capibara.
Gritando en voz alta: «¡El capibara se es-
capa!», salté de la cama y me eché en pijama esca-
145

leras abajo hasta el jardín, donde pronto se reunió


conmigo mi compañero. En el jardín todo estaba
completamente tranquilo, y encontramos a nuestro
roedor sentado en cuclillas, mirándonos por encima
del hocico de modo desdeñoso. Mi compañero y yo
discutimos largamente si había sido o no aquel ani-
mal el que había hecho el ruido. El insistía en que
no podía haber sido, porque tenía un aspecto tan
inocente, y precisamente por la misma razón decía
yo que había sido el capibara. En vista de que el
ruido no se repetía volvimos a la cama, y nada más
meternos en ella aquel horrible estruendo empezó
de nuevo, sólo que esta vez era peor que nunca. Al
mirar por la ventana vi la jaula del capibara meneán-
dose y vibrando.
Bajamos sigilosamente las escaleras y acer-
cándonos con suma cautela pudimos ver lo que hacía
146

el animal. Estaba sentado en su jaula con una expre-


sión bastante burlona en la cara; luego se echó hacia
delante, aferró la tela metálica con sus grandes dien-
tes curvos, tiró con fuerza y la soltó de un modo tan
brusco que la jaula entera vibró como un arpa. Espe-
ró hasta que el ruido se hubo extinguido y entonces
alzó su grueso trasero y golpeó con sus patas sobre
el platillo de hojalata, dejándose caer con estrépito.
Supuse que estaba aplaudiendo sus propios ensayos
musicales. Deducimos que no intentaba escaparse,
sino que simplemente hacía aquello porque le gustaba
el sonido que producía.
No había ni que pensar en dejarle seguir
haciendo aquel ruido, pues sabía que no tardarían
mucho en empezar a quejarse los otros huéspedes
de la pensión. Así que sacamos el platillo metálico y
cubrimos con arpillera la parte delantera de la jaula,
con la esperanza de que aquello le induciría a dor-
mirse. Luego subimos confiadamente a acostarnos
de nuevo. No había acabado de acomodarme en la
cama cuando, para mi consternación, el horrible rui-
do metálico empezó a sonar una vez más en el jardín.
No se me ocurría nada para pararlo, y mientras mi
amigo y yo discutíamos sobre el asunto varios hués-
pedes de la casa se despertaron y vinieron a llamar
a la puerta para decirme que uno de los animales se
estaba escapando y lo hacía de un modo tan ruidoso
que los había despertado. Me disculpé efusivamente
ante ellos en tanto me preguntaba qué demonios po-
dría hacerse para detener al miserable roedor.
Fue mi amigo quien tuvo la brillante idea
de sugerir que lleváramos al capibara, con jaula in-
cluida, hasta el museo de historia natural, que no
estaba lejos y con cuyo director manteníamos rela-
ciones amistosas; podríamos dejar al bicho a cargo
del vigilante nocturno y recogerlo por la mañana.
147

Nos pusimos la ropa sobre el pijama, bajamos al


jardín y acercándonos sigilosamente a la larga jaula
en forma de ataúd la envolvimos con sacos y echa-
mos a andar con ella por la calle. Al capibara le
molestó mucho que interrumpiéramos su concierto
privado, y mostró su disgusto corriendo de un lado a
otro de la jaula, que oscilaba arriba y abajo como un
balancín. El museo estaba bastante cerca, pero las
gracias del capibara nos obligaron a descansar varias
veces.
Volvimos la última esquina que nos separaba
de las puertas del museo y topamos de golpe con un
policía. Resulta sumamente difícil explicar a un po-
licía por qué llevas un enorme roedor en una jaula
por las calles de la ciudad a la una de la madrugada,
sobre todo si te has vestido a toda prisa y bajo tus
ropas asoman las puntas de tu pijama. Creo que al
principio el policía pensó que éramos ladrones que
acabábamos de asaltar una casa; luego decidió que
debíamos ser asesinos que llevaban el cadáver de su
víctima en aquella caja en forma de ataúd. Obvia-
mente, nuestra historia sobre el capibara le resultaba
muy difícil de creer, y hasta que no apartamos los
sacos y le enseñamos el animal no se convenció de
que decíamos la verdad.
Entonces se volvió muy amable, e incluso
nos ayudó a llevar la jaula hasta las puertas del mu-
seo, y una vez allí los tres nos pusimos a llamar a
voces al vigilante nocturno, mientras nuestro cau-
tivo, para congraciarse con nosotros, nos tocaba una
breve melodía con la tela metálica de su jaula. Pero
nadie respondió a nuestros gritos y pronto se puso
de manifiesto que el vigilante nocturno, estuviera
donde estuviese, no estaba ciertamente vigilando el
museo. Tras pensar un poco en todo aquello, el po-
licía sugirió que lleváramos el capibara al matadero
148

local, donde estaba seguro que habría un vigilante


nocturno que probablemente se haría cargo del ani-
mal hasta por la mañana. De camino hacia el mata-
dero teníamos que pasar una vez más por nuestra
pensión, y por lo tanto sugerí que dejáramos al ani-
mal y su jaula en el jardín antes de ir al matadero
y asegurarnos de que le darían cobijo por una noche.
Estaba bastante lejos y pensé que no sería muy sen-
sato llevarlo hasta allí sólo para encontrarnos con que
no lo aceptaban.

Así que dejamos al capibara ensayando al-


gunas cancioncitas con la tela metálica de su jaula
y echamos a andar somnolientamente por las calles
desiertas; por fin, tras perdernos una o dos veces,
encontramos el matadero y vimos con alegría que
había una luz en la ventana. Tiramos piedras y lla-
mamos hasta que al cabo de un rato asomó la cabeza
de un negro muy viejo y nos preguntó qué queríamos.
Le pregunté si le sería posible albergar por una no-
che a un capibara, pero obviamente decidió que am-
bos estábamos completamente locos, sobre todo cuan-
do le dijimos que no habíamos traído al animal con
nosotros, pero que iríamos a buscarlo si aceptaba
encargarse de él. Entonces quiso saber qué era un
capibara, y cuando le expliqué que era una especie
de roedor grande el viejo pareció inquietarse mucho
y sacudió la cabeza.
—Ezte zitio e un matadero —dijo—; ezte
zitio e para vacaz. No creo que azmitan roedorez
aquí.
Sin embargo, al fin me las ingenié para per-
suadirle de que los capibaras eran en realidad como
«vacaz», sólo que más pequeños, y que el matadero
no se le iba a estropear por guardarme el animal una
149

noche. Acordado esto, volvimos por el bicho a la pen-


sión. El jardín, iluminado por la luna, estaba silen-
cioso y tranquilo, y al mirar en la jaula vimos al
culpable dormido en un rincón, hecho un ovillo y
roncando apaciblemente. Así que le dejamos y siguió
durmiendo sin despertarse durante toda la noche.
Al día siguiente bajamos bastante agotados tras nues-
tros esfuerzos nocturnos por conseguir un albergue
temporal para el animal, y encontramos al capibara
con un aspecto inmejorable y sin la menor señal de
cansancio.

En la Guayana se encuentran diversas espe-


cies de animales llamados opossums, cuya principal
singularidad consiste en que son los únicos animales
fuera de Australia que llevan a sus crías en una bol-
sa, como los canguros. Los opossums de Sudamérica
son bastante parecidos a una rata con pelo largo y
abundante y largas colas peladas, aunque las dife-
rentes especies varían en tamaño, siendo algunas tan
grandes como un gato y otras tan pequeñas como el
más chico de los ratones. Como digo, se parecen
mucho a las ratas; al verles trepando por los árboles
es cuando te das cuenta de que en realidad no tienen
ningún parecido con las ratas. No sólo pueden trepar
con tanta maña como los monos, usando las manos y
los pies, sino que además pueden utilizar también
su cola como ayuda, y la retuercen y enrollan en
torno a las ramas como una serpiente: en efecto, su
asidero es tan firme que aunque se suelten de pies
y manos pueden quedar suspendidos por la cola y
evitar caer al suelo.
El más atractivo de los opossums de la Gua-
yana era una de sus variedades más pequeñas. Los
habitantes de la Guayana llaman «zarigieyas» a los
150

opossums, y a esta especie particular la llaman «za-


rigiieya lunar», porque dicen que sólo sale cuando
hay luna llena. Eran realmente unos animalitos pre-
ciosos, con la parte superior del cuerpo de un negro
carboncillo oscuro, el vientre amarillo limón, el rabo,
las patas y las orejas rosados y dos cejas de piel blan-
ca y espesa que parecían pintorescos plátanos sobre
sus Ojos oscuros. Tenían aproximadamente el tamaño
de una rata común, aunque sus hocicos eran mucho
más puntiagudos y sus rabos mucho más largos.
La primera zarigúeya lunar que conseguí me
la trajo un chiquillo indio que la había atrapado en
su jardín una noche. Vino con el animal cogido de
un trozo de cuerda justo cuando estaba a punto de
irme de aquel pueblo concreto para volver a nuestro
campamento base de Georgetown. El transbordador
me esperaba para iniciar la travesía río abajo, y real-
mente no podía perder ni un segundo. Yendo hacia
el muelle, a mitad de camino me di cuenta de que a
bordo del transbordador no tenía ninguna jaula en
la que albergar al pequeño opossum. Decidí pues
que sería mejor volver a la tienda del pueblo y con-
seguir allí una caja que pudiera hacer las veces de
jaula en nuestra travesía río abajo. Mi compañero se
adelantó corriendo a detener al transbordador hasta
mi llegada; y yo, con el enojado animalito colgado
de su cuerda, corrí como loco por la carretera hasta
llegar a la tienda del pueblo y pregunté jadeando al
hombre que había tras el mostrador si me podía dejar
una caja.
Vertió un montón de latas en el suelo y me
tendió en silencio la caja que las había contenido.
Agarré la caja y tras darle las gracias con voz entre-
cortada eché a correr de nuevo por la carretera. El
chiquillo indio me había acompañado, y mientras
corríamos me quitó la caja de las manos y cargó con
151

ella hábilmente sobre su cabeza. Aquella carrera


bajo el sol ardiente por la polvorienta carretera re-
sultaba agotadora, y cada vez que me paraba a reco-
brar el aliento oía el agudo pitido impaciente del
transbordador fluvial, que me incitaba a seguir ade-
lante, y al fin llegué al muelle en el preciso instante
en que se les acababa la paciencia y estaban a punto
de retirar la pasarela.
A bordo del barco, una vez recobrado el alien-
to, me puse a preparar una jaula para mi opossum,
y cuando estuvo lista tuve que abordar la desagrada-
ble tarea de desatar la cuerda que rodeaba el cuerpo
del animal. Para entonces no estaba ya de muy buen
humor, me silbaba como una serpiente y me lanzaba
furiosos mordiscos a los dedos, pero logré cortar la
cuerda. Mientras lo hacía advertí en la piel de su
vientre una extraña hinchazón en forma de salchicha
entre sus patas traseras. Pensé que era posible que el
animalito hubiera resultado herido internamente. Sin
embargo, mientras palpaba con cuidado este curioso
bulto, mis dedos apartaron la piel y me encontré
mirando el interior de una cavidad alargada y poco
profunda en la piel del opossum, dentro de la cual
había cuatro diminutas: crías rosadas y temblorosas.
Esta era la causa de la extraña hinchazón, y.
no una herida que hubiera recibido. La madre estaba
sumamente indignada viéndome examinarle la bolsa
sin su permiso, y daba fuertes chillidos e intentaba
morderme. Cuando la metí en la jaula, lo primero
que hizo fue sentarse sobre. sus patas traseras, abrir
su bolsa y cerciórarse de que todas las crías estaban
allí. Luego se arregló. la piel y,se.puso-a: comer la
fruta que le había dado.
A medida que iban creciendo, las cuatro crías
empezaron a encontrarse apretadas dentro de la es-
trecha bolsa, y no pasó mucho tiempo antes de que
152

sólo cupiera una de ellas en su interior. Solían estar


por el suelo de la jaula cerca de su madre, pero si
algo las asustaba giraban en redondo y se precipita-
ban hacia ella corriendo como locas, pues sabían que
la que primero llegase sería la única que podría cobi-
jarse en la bolsa, y las otras tendrían que quedarse
fuera y enfrentarse a cualquier peligro que las ame-
nazara. Cuando la opossum madre se movía por la
jaula hacía que todas sus crías se le subieran al lomo,
donde se colgaban con fuerza de su piel y ceñían
sus delgados rabos rosados en torno a su madre en
un abrazo apretado y tierno.
Capítulo 13

En el que pesco un pez


con cuatro ojos

Cuando llegué a la Guayana deseaba viva-


mente conseguir algunas de las hermosas especies de
colibríes que se encuentran allí. Poco tiempo después
logré ponerme en contacto con un cazador que tenía
una maña especial para capturar estos pájaros dimi-
nutos, y aproximadamente cada quincena me traía
una jaula con cinco o seis en su interior aleteando
con tal rapidez que sonaba más bien como una jaula
llena de abejas. Siempre me habían dicho que los co-
libríes eran muy difíciles de cuidar, y por lo tanto
estaba muy preocupado por los cuatro primeros que
conseguí.
Cuando están en libertad se alimentan del
néctar de las flores; suspendidos en el aire ante la
flor, hincan sus largos y finos picos en ella y sorben
la sustancia con sus frágiles lenguas. Naturalmente,
en cautividad debe enseñárseles a beber una mezcla
de miel y agua con una pequeña cantidad de Bovril
y un poco de comida de Mellin. Con el calor de los
trópicos esta mezcla se corta en seguida, y por lo
tanto hay que dar de comer a los colibríes tres veces
154

al día. Por supuesto, el asunto consistía en enseñar-


les a comer de un tarrito de cristal, pues estaban
acostumbrados a obtener su comida de una flor de
vivos colores y al principio no se daban cuenta de
que los potes contenían el alimento que necesitaban.
Cuando llegaron los saqué uno a uno con
mucho cuidado de. la jaula y sujetándolos con la
mano sumergí sus largos picos una y otra vez en
un pote de miel y agua, hasta que finalmente el coli-
brí sacaba la lengua, probaba la mezcla y entonces
empezaba a sorberla ávidamente. Una vez bien co-
mido, lo metía-en su nueva jaula junto con uno de
los potes, y luego cogía un hibisco escarlata y lo
ponía en el pote sobre la superficie de la miel.
El colibrí, que tenía el tamaño de un abejo-
rro, se sentaba en su percha, se arreglaba las plumas
con el pico y hacía pequeños gorgoritos de modo
complaciente. Luego despegaba de la percha y ron-
roneaba como un helicóptero vuelta tras vuelta alre-
dedor de la jaula, moviendo las alas tan deprisa que
nada más eran un contorno oscuro sobre su dorso.
Mientras volaba acababa por ver la flor de hibisco
que había sobre el pote, se lanzaba sobre ella y acer-
caba su largo pico. Una vez sorbido todo el néctar
de la flor, seguía: hincando el pico y pronto lo metía
entre los pétalos, llegaba a la miel que había debajo
y empezaba a beber rápidamente, suspendido aún
en el aire. De este modo aprendía en veinticuatro ho-
ras que el tarrito de cristal colgado de la pared de
su jaula contenía una abundante provisión de miel
dulce, y a partir de entonces ya:no tenía que moles-
tarme en ponerle una flor a modo de poste indicador.
Estos pájaros diminutos se adaptaron muy bién, y: al
cabo de dos días se habían vuelto tan mansos que
cuando metía la mano en la jaula con el pote de
comida no esperaban a que lo colgase de la tela me-
e, TTD /
PG OM
go)
A ; /

tálica, sino que se arrojaban sobre él y bebían mien-


tras se lo estaba poniendo, posándose de vez en cuan-
do sobre mis dedos para descansar y arreglarse. sus
brillantes plumas.

Siempre pasaban cosas interesantes en nues-


tro campamento base de Georgetown. Nunca sabías
a qué hora del día o de la noche iba a llegar alguien
con un ejemplar nuevo. Podía ser un hombre llevan-
do un mono sobre el hombro o un chiquillo con una
jaula de mimbre llena de pájaros, o podía ser uno de
los cazadores profesionales que volvía tras un viaje
156

de una semana al interior, con un gran carro arrastra-


do por un caballo y cargado hasta los topes de jaulas
llenas de diversos animales.
Recuerdo que un día entró en el jardín un
indio viejísimo cargado con una cesta de rafia que
me tendió con suma cortesía. Le pregunté qué era
lo que había dentro y me dijo que contenía ratas.
Ahora bien, resulta perfectamente seguro destapar
una cesta llena de ratas, pues por regla general esta-
rán simplemente acurrucadas en el fondo y no in-
tentarán moverse. Quité la tapa de la cesta y descubrí
que no estaba llena de ratas sino de titís, que saltaron
fuera con gran rapidez y agilidad y huyeron en todas
direcciones. Tras una caza febril que duró cerca de
media hora nos las arreglamos para rodearles a todos
y meterles en una jaula. Pero aquello me enseñó a
tener más cautela a la hora de abrir las cestas llenas
de ejemplares que me traían.
Estos pequeños titís tenían más o menos el
tamaño de una rata, un rabo largo y peludo e inteli-
gentes caritas negras. Su piel era de color negro oscu-
ro y sus patas de vivo rojo anaranjado. Les teníamos
en una jaula grande donde disponían de mucho es-
pacio para corretear, y les pusimos en ella una caja
con un agujero para que les sirviera de dormitorio.
Cada tarde bajaban todos y se sentaban junto a la
puerta, entre charloteos y chillidos, a la espera de
su cena. Se bebían un cuenco lleno de leche y luego
se tomaban cinco saltamontes por cabeza, y tras mas-
ticar el último pedacito salían en fila, con el más
viejo delante, trepaban solemnemente hasta su caja
y se enroscaban formando un apretado ovillo en el
fondo. No me imagino cómo eran capaces de dormir
así sin ahogarse, pero por lo visto los titís duermen
en colonias tanto en estado salvaje como en cauti-
vidad.
157

Un día entró en el jardín un negro alto que


llevaba trotando a su lado sujeto de una larga cuerda
un animal con una pinta de lo más extraordinaria.
Se parecía a un gigantesco conejillo de Indias motea-
do de grandes manchas blancas. Tenía grandes ojos
oscuros y abundantes bigotes blancos. En realidad
era un paca-rana, pariente cercano del conejillo de
Indias y también del capibara. Una vez acordado el
precio que iba a pagar por este animal, le pregunté
al negro si era manso, en vista de lo cual le cogió,
le acarició y le habló, asegurándome que lo había
tenido desde que era una cría diminuta y que era
la criatura más tranquila que uno pudiera desear
encontrar. Por entonces acababa de recibir una gran
remesa de animales, y por tanto andaba escaso de
jaulas. Pero dado que el paca-rana era manso, decidí
sencillamente atarlo a un tocón cercano. Así lo hice,
le di algunas hortalizas para comer y en seguida me
olvidé de él por completo.
Poco después recorría la hilera de jaulas, sa-
cando los bebedores para lavarlos, cuando de repente
oí un gruñido digno de un tigre y algo se arrojó
sobre mi pierna y me hundió los dientes en la espi-
nilla. No es necesario decir que pegué un bote y
dejé caer todos los bebedores que con tanto cuidado
había ido recogiendo. Por supuesto, quien me había
atacado era el paca-rana, aunque no puedo imagi-
narme por qué lo haría, pues cuando llegó parecía
completamente manso. Tenía el pantalón roto y la
pierna me sangraba. Me enfadé muchísimo con el
animal, y durante la semana siguiente estuvo abso-
lutamente intratable; si se le acercaba alguien se
lanzaba sobre él rechinando los dientes y soltando
sus feroces gruñidos. Tan súbitamente como había
estallado su mal genio, y sin razón aparente, se vol-
vió otra vez manso del todo y te dejaba rascarle de-
158

trás de la oreja y hacerle cosquillas en el estómago


cuando se tumbaba de costado. Su conducta alternó
de esta manera durante todo el tiempo que estuvo
conmigo, y cada vez que me acercaba a su jaula
tenía la incertidumbre de no saber si me iba a salu-
dar con muestras de afecto o con un furioso mordisco
de sus largos y afilados dientes.

Uno de los ejemplares más extraordinarios


que nos trajeron mientras estábamos en Georgetown
fue un pequeño pez de diez o doce centímetros de
longitud. Una simpática anciana negra nos llegó un
día con cinco de ellos metidos en una vieja cacerola
de hojalata. Tras comprarlos, los eché en una tina
grande y me di cuenta de que había algo curioso en
ellos, pero durante unos cuantos segundos no pude
determinar qué era. Luego advertí de pronto que
había algo muy extraño en los ojos de aquellos peces.
Saqué uno de ellos fuera de la tina y lo puse en una
jarra de cristal para poder examinarlo más cómoda-
mente, y entonces vi qué era lo que me había extra-
ñado: el pez tenía cuatro ojos.
Sus ojos eran grandes, y estaban situados de
tal modo que sobresalían por encima de la superficie
de su cabeza, como los de un hipopótamo. Cada glo-
bo ocular estaba claramente dividido en dos, con
un ojo encima del otro. Descubrí que este pez se
pasa la vida nadando por la superficie del agua, de
manera que un par de ojos miran hacia abajo y vi-
gilan a todo pez grande que pudiera atacarle, mien-
tras que el otro par registra la superficie del agua
en busca de comida y mira a lo alto por si le atacara
algún ave piscívora. Es ciertamente una de las de-
fensas más asombrosas que he visto en un animal,
y ciertamente uno de los peces más extraordinarios.
159

La Guayana parece una reserva de formas


de vida sorprendentes. Allí vive uno de los pájaros
más curiosos del mundo: el hoacín, o como le llaman
en guayanés a causa de su fuerte olor a almizcle, la
Ana fétida. Este extraño pájaro tiene un «pulgar»
en el ala, armado con una uña ganchuda. Una cría
de hoacín, pocas horas después de salir del huevo,
puede gatear fuera del nido y trepar por los árboles
como un mono, usando su pulgar para agarrarse a
las ramitas. Construyen sus nidos en arbustos espi-
nosos a orillas del agua, y pocas horas después de
romper el cascarón, si algún peligro las amenaza, las
crías se lanzan como si tal cosa desde una altura de
tres metros al agua, donde nadan y se sumergen como
peces. Una vez pasado el peligro, utilizan sus pulga-
res para trepar al arbusto y volver a su nido. El
hoacín es el único pájaro del mundo capaz de hacer
esto, y las crías ofrecen un fantástico espectáculo
moviéndose entre las espinas o zambulléndose en
el agua como hombrecillos ataviados con trajes de
baño peludos. .
Capítulo 14

En el que se describe al
caimán gigante y a la
sorprendente anguila eléctrica

Desde varios puntos de vista resultaba muy


útil tener los animales en Georgetown: era un lugar
excelente para obtener comida para mi colección, y
además bajando al mercado podía conseguir buenos
ejemplares nuevos traídos por los traficantes desde
comarcas remotas. Allí estaba también bastante cerca
del aeropuerto, y ello suponía que podía enviar re-
gularmente a Inglaterra por vía aérea remesas de
animales delicados. Los bichos que mejor viajaban
en avión eran los reptiles, así que aproximadamente
cada dos semanas preparaba varias cajas grandes
llenas de un surtido variopinto de ranas, sapos, tor-
tugas, lagartos y serpientes, y las llevaba al aero-
puerto.
Enviar reptiles por avión resulta muy dife-
rente de enviarlos por barco. Para empezar, se les
embala de otro modo. Por ejemplo, para mandar una
remesa de serpientes necesitas una caja de madera
grande y ligera; metes cada serpiente en una peque-
ña bolsa de algodón y atas firmemente la abertura
con cuerda; luego pones clavos en las paredes de la
161

caja de embalaje y cuelgas de ellos las bolsas. De


este modo no tienes que preocuparte de que alguna
serpiente vaya a comerse a otra, pues todas ellas
están separadas y sin embargo se las puede enviar
en la misma caja. El trayecto aéreo desde la Guayana
dura unos tres días, y todo lo que necesitaban las
serpientes durante este tiempo era agua, pues estos
reptiles pueden pasarse mucho tiempo sin comer y
no sufren ningún daño. A mis serpientes les daba
una buena comida el día anterior a su partida, y
ellas se enroscaban en sus pequeñas bolsas de algo-
dón a digerir lo tragado; para cuando terminaban
habían llegado ya a Inglaterra.
Las ranas, los sapos y los lagartos más peque-
ños se envían también en bolsas, y se les aplican
prácticamente las mismas normas. Pero los grandes
lagartos, como la iguana verde, exigen cajas de em-
balaje diferentes, y en cada una de ellas debes meter
cinco o seis iguanas y ponerles un montón de ramas,
calzadas en el interior de la caja, para que tengan
suficiente cantidad de asideros de donde poder suje-
tarse. Descubrí que las crías de caimán viajan perfec-
tamente por vía aérea, pero a los caimanes mayores
no les gusta en absoluto, y aparte de esto, pesan tanto
con sus cajas de embalajes de madera que las tarifas
de carga resultaban enormes; de modo que la ma-
yoría de los caimanes grandes volvieron conmigo a
bordo del barco.
El caimán más pequeño que capturé en la
Guayana medía un poco más de quince centímetros
de longitud, y seguramente acababa de salir del hue- *
vo. El más grande medía casi cuatro metros y no era
ni mucho menos tan fácil de manejar. Lo cazamos
en un gran río de la sabana norteña, un río lleno de
enormes anguilas eléctricas y centenares de caimanes.
Habiendo oído que un zoo de Inglaterra quería un
162

caimán particularmente grande, decidí que aquél era


el mejor lugar para intentar atrapar uno. Un poco
más bajo del sitio donde me alojaba el río forma
una pequeña ensenada en la orilla, y enfrente de
esta ensenada, a unos ciento cincuenta metros de
distancia, había una pequeña isla donde solían estar
los caimanes.
La trampa que utilicé para capturarle era muy
primitiva, pero sumamente efectiva: arrastramos dos
largas y pesadas canoas nativas hasta la pequeña pla-
ya de la ensenada, de modo que quedaran medio
sacadas del agua y separadas por cosa de un metro
de distancia, dejando un canal entre ellas; en este
canal coloqué un lazo corredizo atado a un arbolito
doblado. Atado también al arbolito había un gran
anzuelo con un pez muerto y sumamente hediondo.
Para llegar hasta el pez, el caimán tenía que meter
la cabeza a través del lazo, y en cuanto se lanzara
sobre el pez el pequeño arbolito se soltaría y al er-
guirse de golpe apretaría el lazo alrededor de él.
El otro extremo de la cuerda estaba atado a un árbol
grande y fuerte de la orilla, unos dos metros más
arriba. Puse la trampa al anochecer, pero pensé que
era muy poco probable que cayera algo antes del
día siguiente.
Aquella noche, cuando estaba a punto de
acostarme, pensé que sería una buena idea bajar a
comprobar si la trampa estaba todavía en pie y dis-
puesta, y bajé junto con mi amigo hasta la orilla del
río cruzando la franja oscura del arbolado. Al acer-
carnos al lugar donde estaba la trampa oímos un
ruido de lo más curioso, una especie de golpeteo
sordo, pero no pudimos adivinar lo que era. Sin em-
bargo, al llegar a la orilla vimos en seguida lo que
lo producía. Un enorme caimán se había metido
por el canal que formaban las dos barcas y, tal como
163

y 7)
o!)
EPR
E
0001!

había esperado, había pasado la cabeza por el lazo


y había tirado del pez, con lo que la cuerda se le
había apretado firmemente en torno al cuello. Al
asomarnos a la orilla y enfocar nuestras linternas
hacia abajo vimos al gigantesco reptil debatiéndose
y chapoteando entre las dos barcas, que había sepa-
rado bastante en sus esfuerzos por soltarse. Sus gran-
des fauces se abrían y cerraban con un golpe.sordo
como un hacha sobre un zoquete de madera, y su
gruesa cola azotaba el agua de un lado a otro agitán-
dola hasta producir espuma y golpeando los costa-
dos de las dos barcas, que no había roto de milagro.
La cuerda que le ceñía el cuello estaba atada a un
árbol que había en la orilla, cerca de donde estába-
mos; estaba tensa, y cada vez que su gran mole ti-
raba de ella podíamos oírla vibrar con la tensión.
El mismo árbol se sacudía y temblaba con los es-
fuerzos del caimán por liberarse, y siguió vibrando
cuando inesperadamente el caimán se quedó quieto
en el agua espumeante, como si se hubiera agotado.
Y entonces hice una cosa sumamente tonta.
164

Inclinándome sobre la orilla, cogí la cuerda


con ambas manos y empecé a tirar de ella. En cuanto
sintió el movimiento de la cuerda, el caimán reanudó
sus esfuerzos con la mayor energía. La cuerda se
puso otra vez tirante y me vi arrojado sobre el borde
del talud, donde me quedé colgando más o menos en
mitad del aire con las puntas de los pies al lado
mismo del borde y las manos agarradas a la cuerda.
Me di cuenta de que si la soltaba y caía iría a dar
directamente sobre el dorso escamoso del reptil, don-
de, si no me mordían sus enormes fauces, lo más se-
guro es que me rompiese la crisma con un latigazo
de su poderosa cola. Todo lo que podía hacer era
aferrarme a la cuerda, y al poco rato mi compañero
consiguió también sujetarla. Esto me permitió apoyar
el pie en la orilla y ponerme a salvo de nuevo, tras
lo cual soltamos ambos la cuerda. El caimán se que-
dó inmóvil de golpe otra vez, y decidimos que lo
mejor sería volver a la casa y coger más cuerda para
atarle, pues pensábamos que si le dejábamos toda
la noche con una sola cuerda atada al cuello, final-
mente lograría romperla con sus esfuerzos y se esca-
paría. Volvimos deprisa y recogimos todas las cosas
que necesitábamos. Luego, con dos lámparas y varias
linternas, nos encaminamos de nuevo hacia el río.
El caimán seguía sujeto, guiñándonos sus grandes
ojos, cada uno de los cuales tendría el tamaño de
una nuez. Lo primero que había que hacer era inmo-
vilizar sus fauces de enormes dientes, para lo cual
bajamos poco a poco un lazo corredizo, se lo pasa-
mos sobre el morro, lo apretamos y lo atamos al
árbol. Mientras mi compañero sostenía las luces, sal-
té al bote y tras una serie de dificultades conseguí
pasar otro lazo corredizo sobre la cola del caimán,
lo corrí hasta su misma base, cerca de las patas tra-
seras, y allí lo apreté. También atamos esta cuerda al
165

árbol. De este modo, con tres cuerdas atadas al


caimán, decidimos que lo teníamos suficientemente
sujeto como para poder dejarlo y nos fuimos a acos-
tar.
A la mañana siguiente bajamos al río con
algunos nativos y empezamos a idear un plan para
sacar el enorme reptil del agua y subirlo hasta lo
alto del talud, donde podría recogerlo un jeep. Los
nativos habían traído consigo un tablón grueso y lar-
go, y tratamos de meterlo bajo el reptil para que
quedara tumbado a lo largo sobre él. Sin embargo,
estaba en aguas tan poco profundas que no pudimos
deslizar el tablón bajo su cuerpo, pues tenía el vien-
tre enterrado en el lodo. Lo único que se podía
hacer era aflojar la cuerda y sacarlo uno o dos me-
tros hasta donde hubiera más fondo y pudiéramos
pasar el tablón más fácilmente bajo su cuerpo. Fue
lo que hicimos, y lo atamos al tablón pasando lazada
tras lazada de cuerda en torno a su hocico, su cola
y sus cortas y fuertes patas. La siguiente tarea era
sacarle del agua y subirle hasta el talud de la orilla.
Tuvimos que hacerlo entre doce hombres y tardamos
hora y media, pues nos movíamos sobre arcilla re-
blandecida, y cada vez que lográbamos alzar unos
centímetros la gran mole del caimán teníamos que
pararnos, y entonces, para nuestra consternación, el
animal resbalaba de nuevo hasta su posición ori-
ginal. Fue un trabajo duro pero conseguimos subirlo
hasta lo alto del talud y lo arrastramos hasta la verde
yerba baja, donde lo rodeamos, calados y cubiertos
de barro de los pies a la cabeza, sintiéndonos muy
satisfechos de nosotros mismos.

Otro animal fluvial que nos causó bastantes


molestias fue la anguila eléctrica. Esto sucedió cuan-
166

do andábamos buscando bichos por la tierra de los


riachuelos. Mi amigo y yo llevábamos todo el día
remontando y descendiendo los remotos canales, vi-
sitando diversos poblados indios y comprando cual-
quier animalito que quisieran vendernos. Entre otras
cosas compramos un puercoespín arborícola manso,
y en el último poblado descubrimos una cesta de
mimbre donde había una anguila eléctrica de tamaño
mediano. La compré también, y me agradó mucho
poder añadirla a mi colección, pues era la primera
que conseguía. Montamos en la canoa y emprendi-
mos la vuelta a casa, cansados pero contentos de
haber tenido un día tan provechoso. Yo iba sentado
a proa con el puercoespín arborícola durmiendo
hecho un ovillo entre mis pies. Un poco más allá,
en la proa, estaba la anguila eléctrica, que no paraba
de dar vueltas confiadamente en su cesta de mim-
bre. Detrás de mí iba sentado mi compañero, y a
sus espaldas los dos remeros, en la popa de nuestra
más bien insegura embarcación.
La primera señal de que se había escapado
la anguila me la dio el puercoespín arborícola, que
completamente aterrorizado se puso a trepar por mi
pierna y, si le hubiera dejado, hubiera seguido hasta
llegar a mi cabeza. Preguntándome qué demonios
sucedería se lo pasé a mi compañero, mientras echa-
ba un vistazo por la proa de la canoa para ver qué
era lo que le había asustado. Al mirar hacia abajo
vi la anguila eléctrica dirigiéndose hacia mi pie con
aire muy decidido. Me dio tal susto que pegué un
bote en el aire, la anguila me pasó por debajo y ate-
rricé de nuevo en la canoa, por suerte sin volcarla.
Mientras tanto el bicho culebreaba hacia mi
amigo. Le grité que tuviera cuidado y él, con el
puercoespín entre los brazos, trató de ponerse en pie
y apartarse de su camino, perdió pie y cayó de
167

espaldas en el fondo de la canoa. La anguila eléc-


trica se deslizó sobre el agitado cuerpo de mi amigo
y se dirigió hacia el primer remero. Tampoco él de-
mostró ser más valiente que nosotros al enfrentarse
con la anguila: soltó su remo y se dispuso a aban-
donar el barco. Fue el último de los presentes, el
segundo remero, quien salvó la situación. Por lo visto
estaba bastante acostumbrado a encontrarse anguilas
eléctricas en canoas en medio del río, pues simple-
mente se inclinó hacia delante y sujetó al animal
con su remo contra el fondo de la embarcación. Le
tiré la cesta y con unos cuantos movimientos rápidos
se las arregló para volver a meter a la anguila en
su interior. Todos nos sentimos muy aliviados e in-
cluso empezamos a hacer chistes sobre el asunto.
El salvador tendió la cesta con la anguila a su com-
pañero, que a su vez se la pasó a mi amigo. Cuando
éste estaba a punto de pasármela, el fondo de la
cesta se desprendió y la anguila cayó una vez más
entre nosotros. Afortunadamente, esta vez quedó en-
ganchada como una argolla de cróquet en el borde
de la canoa. Dio un meneo rápido y convulsivo, se
oyó un chapoteo y la anguila eléctrica desapareció
bajo las aguas oscuras del riachuelo.
Fue un decepcionante final para lo que había
sido un emocionante cuarto de hora, pero más tarde
pudimos conseguir varios bichos más de éstos, de
modo que no lamentamos su pérdida. Una anguila
eléctrica grande es capaz de producir una cantidad
de corriente bastante considerable, y se sabe que a
veces han llegado a matar caballos y hombres cuan-
do atravesaban ríos en diversas zonas de Sudamé-
rica. Los Órganos que producen la electricidad están
situados a lo largo de los flancos de su cuerpo; en
realidad casi todo su cuerpo es una gigantesca bate-
ría. Cuando nada, la anguila parece una gran ser-
168

piente negra y gruesa, y al encontrarse repentina-


mente con un pez se para de golpe, su cuerpo entero
parece estremecerse y ves cómo el pez se contrae
y se enrosca y luego cae flotando lentamente, parali-
zado o completamente muerto, mientras la anguila
se arroja sobre él y se lo mete entero en la boca,
con la cabeza siempre por delante. Tras sumergirse
hasta el fondo del riachuelo se queda allí unos mi-
nutos meditando, y luego se dispara hacia arriba,
asoma la nariz sobre la superficie del agua y toma
una bocanada de aire antes de reemprender su caza
en busca de una nueva víctima.
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Tercera parte
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Andanzas por el Paraguay


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Capítulo 15

En el que salgo de caza


con los gauchos

Ahora me gustaría contaros mi más reciente


viaje de colección. Volví hace poco de una expe-
dición de seis meses a Argentina y Paraguay. Argen-
tina es un país que tiene una vida animal absolu-
tamente fascinante, en nada parecida a la que se
encuentra en cualquier otra parte de Sudamérica.
Naturalmente, como casi todo el país se compone
de esas vastas praderas que llaman la pampa, todos
los animales se han adaptado para vivir en estas
llanuras despejadas. La pampa argentina es nota-
blemente llana; parado en un sitio, puedes ver las
inmensas praderas que se extienden a lo lejos, tan
lisas como un tapete de billar, hasta confundirse
con el cielo en el horizonte. Entre las altas yerbas
crecen los cardos gigantes, que excepto en su tama-
ño recuerdan a los cardos ingleses. Aquí crecen hasta
una altura aproximada de dos metros, y es una vista
maravillosa la de la pampa cubierta de cardos en flor,
con la yerba alta que parece cubierta de una especie
de bruma purpúrea.
172

La caza de animales en estas praderas abier-


tas no es tan fácil como en principio pudiera pare-
cer. Para empezar, casi todos ellos viven en agujeros
y sólo se arriesgan a salir de noche. En segundo lu-
gar, hay muy pocos abrigos del tipo de arbustos o
árboles, así que por regla general la presa puede
localizar al cazador a cierta distancia. Incluso si no
lo hace, le avisará probablemente el chorlito de la
pampa, que desde el punto de vista del coleccio-
nista es sin duda el pájaro más enojoso de ésta.
Tienen un aspecto muy bonito, parecido en parte al
del chorlito inglés, con su plumaje blanco y negro,
y siempre se les ve en parejas. Tienen una vista no-
tablemente buena y son sumamente recelosos, de
modo que cuando vislumbran algo desacostumbrado
alzan el vuelo y se ponen a dar vueltas y más vueltas
lanzando su tiro... tiro... tiro..., estridente grito de
aviso que hace ponerse a cubierto a todo animal en
varias millas a la redonda.
Uno de los animales más frecuentes en estas
grandes praderas es el armadillo peludo. Estos bichos
viven en madrigueras que excavan ellos mismos y
que penetran diez o doce metros bajo la superficie;
y cuando salen fuera de noche, si algo les molesta
o les inquieta van directamente hasta sus madrigue-
ras y se ponen a cubierto. Naturalmente, el mejor
momento para cazarlos es por la noche, y preferible-
mente una noche de poca luna escasa O nueva. Sa-
líamos del rancho donde estábamos alojados y cabal-
gábamos hasta algún punto convenientemente ale-
jado. Desde allí seguíamos a pie, provistos de lin-
ternas, siguiendo a los dos perros de caza expertos
en encontrar a estos animalitos. Para cazar armadi-
llos tienes que ser capaz de correr muy deprisa,
pues normalmente los perros corren en cabeza a
cierta distancia y avanzan zigzagueando con el hoci-
173

co pegado al suelo. En cuanto encuentran uno rom-


pen a ladrar y la presa se escabulle, volviendo pre-
cipitadamente al abrigo de su madriguera. Si ésta
está cerca, hay una pequeña posibilidad de atrapar-
le. En nuestra primera noche de caza de armadillos
conseguimos capturar también algunos otros ejem-
plares de la fauna de la pampa.
Habíamos caminado durante unos tres kiló-
metros abriéndonos paso cuidadosamente entre los
cardos gigantes, que pueden pinchar como las espi-
nas de un puercoespín si los rozas al pasar, cuando
de repente oímos ladrar a los perros ante nosotros
y echamos a correr, saltando y brincando sobre las
matas de yerba y esquivando los cardos. Estaba tan
oscuro que en más de una ocasión me metí de lleno
en una mata de cardos, así que cuando llegué al
lugar donde los perros andaban husmeando alrede-
dor de la presa estaba completamente cubierto de
espinas. Los perros se habían agrupado a respetable
distancia en torno a algo que había en la yerba, y al
encender las linternas vimos allí parado de modo
muy insolente un animal del tamaño de un gato, pul-
cramente ataviado con una piel blanca y negra, que
tenía una hermosa cola blanquinegra erguida en el
aire: era una mofeta listada.
Nos observaba sin el menor asombro de mie-
do, obviamente convencida de que ni nosotros ni
los perros teníamos mada que hacer frente a ella.
De vez en cuando husmeaba un poco y luego daba
dos o tres saltitos hacia nosotros, botando sobre sus
patas delanteras. Si se acercaba demasiado, se daba
la vuelta y nos presentaba su trasero, mirando por
encima del hombro de modo amenazador. Los perros,
que sabían bien que la mofeta podía rociarles con
su insoportable e intensa pestilencia, se mantenían
a prudente distancia de ella, pero mientras el bicho
174

se lucía ante nosotros uno de los perros aprovechó la


oportunidad para lanzarse sobre ella de modo bas-
tante imprudente y tratar de morderla. La mofeta sal-
tó de golpe en el aire y al mismo tiempo giró en
redondo, de modo que su trasero quedó frente al
perro, que instantes después daba vueltas y más
vueltas sobre la yerba, gimiendo y frotándose la cara
con las patas, mientras el frío aire nocturno se lle-
naba del olor más acre y repugnante que pueda
imaginarse. A pesar de que estábamos a cierta dis-
tancia nos hizo retroceder entre toses y boqueadas,
con las lágrimas corriéndonos por las mejillas, como
si hubiéramos aspirado profundamente de un frasco
de amoníaco. Tras esta exhibición de sus poderes,
la mofeta trotó hacia los perros y dio dos o tres sal-
titos en su dirección que les hicieron apartarse a
toda prisa de su camino. Luego se dio la vuelta e
hizo lo mismo con nosotros, que salimos corriendo
tan deprisa como los perros. Una vez roto el círculo
175

que le rodeaba, el animalito agitó un par de veces


su hermosa cola y luego echó a andar a paso tran-
quilo por la yerba, muy pagado de sí mismo.
Decidimos que no teníamos ningún deseo es-
pecial de llegar a intimar con ella, de modo que lla-
mamos a los perros y seguimos nuestro camino. El
perro que había sido rociado por la mofeta siguió
oliendo horriblemente tras este encuentro durante
tres o cuatro días, aunque el olor se fue desvane-
ciendo gradualmente; pero mientras seguíamos ade-
lante la intensa pestilencia de la mofeta, pegada a su
piel, nos acompañó durante toda la noche. Resulta
difícil coger mofetas para tenerlas en cautividad.
Si se les deja conservar sus glándulas pestilentes,
cada vez que se asustan tienden a rociar indiscrimi-
nadamente a todo el mundo. Estas glándulas se les
pueden extraer mediante una sencilla operación, pero
sólo puede hacerse de modo realmente eficaz con
un ejemplar joven.
Al cabo de un rato el ladrido de los perros
nos lanzó una vez más a una frenética carrera entre
las yerbas y los cardos, y entonces vimos que nuestra
jauría había descubierto un armadillo que se esca-
bullía hacia su madriguera con toda la velocidad
que le permitían sus cortas patas, mientras los perros
corrían a su lado entre feroces aullidos de excitación
tratando de morderle el dorso, pero sin dejar marca
alguna sobre su piel blindada. Su captura fue fácil,
pues simplemente corrimos tras él, lo cogimos por la
cola y lo levantamos en el aire, y pronto lo tuvimos
a buen recaudo dentro de un saco. Muy contentos
con nuestra primera captura, seguimos adelante con
impaciencia, pero nuestro siguiente encuentro fue
con un animal totalmente diferente.
Seguíamos de cerca a los perros atravesando
una pequeña espesura de arbustos cuando un bicho
176

en forma de tata salió disparado y desapareció entre


los cardos. Los perros corrieron en pos de él, y mien-
tras les seguíamos a corta distancia vimos cómo al-
canzaban al animal y le mordían, con lo que cayó
muerto. Los hombres llamaron a los perros y nos
acercamos al cadáver. Resultó ser un gran opossum:
un animal con el cuerpo del tamaño de un gato pe-
queño y una cara alargada de roedor. El cuerpo
estaba cubierto de una piel color crema moteada de
chocolate; la cola era larga y se parecía a la de una
rata; y las orejas, semejantes a las de un mulo en
miniatura, estaban peladas. Cuando me lamenté ante
los hombres de que los perros lo hubieran matado,
se rieron alborozadamente y me dijeron que mirara
más de cerca. En efecto, al alumbrarle con la lin-
terna vi que todavía respiraba, aunque de modo muy
discreto, por lo que era casi imperceptible. Descubrí
que podía moverlo, incluso volverlo del revés, sin
que dejara de estar flácido, y efectivamente parecía
muerto y bien muerto; pero en realidad aquél era
su método de defensa, pues esperaba que finalmente,
al darle por muerto, le abandonaríamos y podría
escaparse y desaparecer. Sin embargo, cuando pro-
cedíamos a meter a nuestro cautivo en una bolsa,
se percató de que su truco no me había engañado y
empezó a retorcerse y a debatirse, bufando con la
boca abierta como un gato y tirándonos furiosos mor-
discos. Más adelante cogimos unos cuantos animales
más de éstos, y salvo los más jóvenes, que obviamen-
te no habían aprendido aún el truco de fingirse
muertos, todos ellos trataron de engañarnos exacta-
mente de la misma manera.
Cuando volvíamos hacia el rancho los perros
encontraron otro armadillo peludo, y esta vez pude
contemplar una exhibición de la enorme fuerza del
animal. Cuando los perros le descubrieron no estaba
lejos de su madriguera, y nosotros estábamos bas-
tante cerca, pero cuando al fin le alcanzamos había
llegado ya a la entrada de su túnel. Uno de los
hombres se lanzó magníficamente en plancha y logró
agarrar la cola del armadillo en el preciso instante
en que desaparecía bajo tierra. Otro hombre y yo
nos tiramos jadeando junto al primero y cada uno
agarró una de las patas traseras del armadillo. Ahora
bien, sólo los cuartos delanteros del bicho estaban
dentro del túnel, y sin embargo, hundiendo sus uñas
en la tierra y encorvándose para sujetar su espalda
contra la parte superior de la galería, impedía que
los tres lo sacáramos, aunque tirábamos y bregába-
mos con todas nuestras fuerzas. Sólo con la inter-
vención del cuarto miembro de la partida, que con
la ayuda de su cuchillo de caza agrandó un poco el
agujero, pudimos sacar el animalito. Entonces salió
como el tapón de una botella y de modo tan súbito
que todos caímos de espaldas y lo soltamos, con lo
que estuvo a punto de escaparse por segunda vez.
Estos dos armadillos que habíamos cogido
se adaptaron muy pronto y se volvieron notablemente
mansos. Los tenía en una jaula con un comparti-
miento aparte para dormir y se pasaban el día entero
tumbados boca arriba el uno junto al otro, contra-
yendo las mandíbulas y soltando ronquidos ahoga-
178

dos. Era asombroso lo profundo que tenían el sueño,


pues uno podía golpear la jaula, gritarles e incluso
tocarles su rosado y rugoso vientre, y seguían aún
postrados como muertos. La única forma de desper-
tarles era hacer sonar un plato de comida, y por muy
suavemente que lo hicieras, en un abrir y cerrar de
ojos estaban despiertos y en pie.
Todas las especies de armadillo de Sudamé-
rica se utilizan como comida. Nunca tuve la opor-
tunidad de probar uno, pero creo que una vez asa-
dos cuidadosamente dentro de sus caparazones —por
supuesto después de haberlos matado primero— sa-
ben a cochinillo asado y resultan deliciosos. Muchos
gauchos (el equivalente sudamericano de los vaque-
ros norteamericanos) atrapan estos animalitos y los
guardan en barriles llenos de tierra a modo de des-
pensa, para poder comerse un armadillo asado en
ocasiones señaladas.
Mientras volvíamos al rancho con nuestros
primeros cautivos oí en el aire tranquilo de la noche
el ruido lejano de unos cascos sobre el terreno que
se acercaban más y más por momentos y de pronto
se detuvieron a pocos pasos de nosotros. Era una
sensación bastante misteriosa, y por un momento
me pregunté si no sería el fantasma de algún antiguo
gaucho que galopaba eternamente por la pampa. Al
preguntar a mis compañeros dónde estaba el caballo
que creía haber oído, todos se encogieron de hombros
y dijeron al unísono: «Tuco-tuco.» Entonces me di
cuenta de qué era lo que había producido aquel
ruido. El tuco-tuco es un animalito del tamaño de
una rata con una cara redonda y mofletuda y un
corto rabo peludo. Excava unas galerías enormes
debajo mismo de la superficie de la pampa y vive
allí, saliendo sólo de noche en busca de las plantas
y raíces con las que se alimenta. Este extraño bichito
179

tiene un oído muy sensible, y cuando capta la vibra-


ción de unos pasos sobre el terreno que hay encima
de su casa, da su grito de alarma para hacer saber
¿a todos los demás tuco-tucos de la zona que se
aproxima un peligro. Es un misterio cómo produce
esta excelente imitación de un caballo al galope,
pero puede que sea su grito, que al distorsionarse
por la distancia y por los ecos de su galería suena
curiosamente como los cascos de un caballo al galo-
pe. Por cierto, que los tuco-tucos son unos anima-
litos muy recelosos, y aunque intentamos varios mé-
todos diferentes para capturarlos nunca logré conse-
guir un ejemplar de esta pequeña criatura, que debe
ser una de las más frecuentes de la fauna de la pampa.

Una de las cosas concretas que quería hacer


mientras estaba en la Argentina era tomar una pe-
lícula de una cacería de gauchos al viejo estilo. Este
180

método de caza de los gauchos casi no se practica


ya, pero muchos de ellos saben hacerlo. Los hombres
persiguen al animal o al pájaro a caballo. Sus armas
se limitan a las terribles boleadoras que son tres
bolas atadas a tres trozos de cuerda trabados entre
sí. Los hombres las hacen girar alrededor de sus
cabezas y las arrojan. Al golpear las patas de la
presa, cada bola gira con su cuerda en diferentes
direcciones, con lo que el animal se enreda y cae
al suelo.
Hay un pariente del avestruz, llamado ñandú,
que vive en Sudamérica. No es un ave tan grande
como su primo africano, y su plumaje es gris ceniza
en lugar de blanco y negro, pero lo que sí tienen
en común ambos es la capacidad de correr extra-
ordinariamente deprisa. Este ave solía ser la presa

EI
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NIZSSS
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SÁ 5
181

principal de esta modalidad de caza en los días en


que los ñandúes se encontraban en inmensas mana-
das que vivían en la pampa. Todavía había una
buena cantidad de ellos en el rancho de un amigo
mío, que se ofreció a pedir a los guachos que orga-
nizasen una cacería de ñandúes para que yo pudiera
filmarla.
Salimos una mañana muy temprano; yo en
una pequeña carreta en la que llevaba una cámara
y otros aparatos fotográficos, y los gauchos monta-
dos en sus magníficos caballos. Avanzamos a través
de la pampa durante varias millas, sorteando una
y Otra vez los macizos de cardos gigantes. Al cabo
de un rato espantamos a una pareja de chorlitos de
la pampa que alzaron el vuelo y se pusieron a dar
vueltas sobre nosotros mientras soltaban su grito
de alarma y, con gran disgusto por nuestra parte,
avisaban que nos acercábamos a todo bicho viviente
en varias millas a la redonda. Nos acompañaron du-
rante todo el camino, vigilándonos y manteniendo in-
formada a toda la pampa de nuestro avance. Había-
mos llegado a una gran espesura de cardos cuando
los gritos taladrantes de uno de los gauchos nos
advirtieron súbitamente que nos acercábamos a la
presa. De pie sobre el carro alcancé a ver un bulto
grisáceo zigzagueando velozmente entre los cardos,
y entonces, de modo repentino, el primer ñandú
salió a campo abierto. Emergió de los cardos brin-
cando como una bailarina de ballet, se paró un breve
instante a mirarnosy luego salió disparado, con la
cabeza y el cuello extendidos y tocándose casi la
barbilla con sus largas patas a cada paso. Inmedia-
tamente salió de los cardos un gaucho al galope y
se preparó para cortarle el paso. El ñandú pareció
detenerse en mitad de una zancada, giró en redondo
como una peonza y echó a correr velozmente en
182

sentido contrario, dando unos saltos tan enormes


que parecía que tenía muelles. En seguida se perdió
de vista, con los gauchos persiguiéndole de cerca.
Antes de que pudiéramos seguirles salió otra ave
de los cardos. Advertí que era una hembra, pues
era mucho más pequeña que el anterior y de un
gris mucho más claro. Para mi sorpresa, no salió
corriendo en persecución de su compañero, sino que
se quedó parada sobre la hierba, apoyándose nervio-
samente sobre uno u otro pie. Se oyó un crujido
entre los cardos y vi la razón por la que había retra-
sado su fuga. Sus polluelos emergieron correteando
de los cardos; eran diez, cada uno medía un poco
menos de medio metro de altura y tenía un grueso
cuerpo redondo, de la mitad de tamaño de un balón
de fútbol, que se balanceaba sobre sus breves y
delgadas patas y sus grandes pies extendidos. Esta-
ban cubiertos de un plumaje encrespado, con fran-
jas de color crema y castaño amarillento. Todos ellos
se apiñaron en torno a las patas de su madre, que
los miró con ternura. Luego echó a trotar por la
pampa, corriendo casi a cámara lenta para que sus
polluelos, que iban en fila india tras ella, pudieran
seguirla. Como no deseábamos perseguirla y asus-
tarla, giramos la carreta y nos alejamos en dirección
opuesta.
No pasó mucho antes de que se acercara ga-
lopando a la carreta uno de los gauchos, brillantes
los ojos, para decirnos que un poco más adelante
había visto una manada de ñandúes agazapados entre
los cardos. Explicó que si avanzábamos con la ca-
rreta en determinada dirección y yo preparaba la
cámara, él y los otros gauchos rodearían las aves y
las conducirían hacia mí, que así podría filmarlas.
Nos pusimos en marcha y con la carreta brincando
y bamboleándose sobre las matas de hierba llega-
183

mos finalmente al borde del enorme macizo de car-


dos donde estaban escondidos los ñandúes. Allí po-
día tomar una vista despejada e ininterrumpida de
'la pradera, y era un sitio adecuado.para. emplazar
la cámara. Mientras calculaba la luz y preparaba
todo para la filmación, mi amigo argentino tuvo
que estar sosteniendo un quitasol japonés de papel
sobre mí y sobre la cámara, pues el sol era tan fuerte
que con unos pocos minutos bajo sus rayos la cá-
mara se hubiera calentado terriblemente, cosa que
hubiera estropeado la película de color.
Cuando todo estuvo dispuesto di la señal.
y oímos a lo lejos los potentes gritos de los gauchos :
que incitaban a sus caballos a meterse entre los
espinosos cardos, y los chasquidos y crujidos de los
cascos de los caballos que aplastaban bajo sus patas
las quebradizas plantas. De pronto, un coro de ala-
ridos especialmente ruidoso nos avisó. de que los
ñandúes se habían puesto en pie y habían emprendi-
do la huida,y pocos segundos después cinco de ellos
emergieron: a. toda prisa de los cardos y echaron a
correr por la yerba. Corrían tan deprisa como el
primero, tocándose casi la barbilla con las espinillas,
y parecían ir todo lo rápido que podían, pero pronto
iba a descubrir que no era así. En cuanto los gauchos
llegaron en pos de ellos haciendo retumbar el terreno
y agitando las boleadoras:en torno a sus cabezas
con un silbido agudo, todos los ñandúés parecieron -
plegarse sobre sí mismos y salieron disparados hacia
adelante como si tuvieran propulsión a chorro, y
en dos o tres pasos llegaron casi a doblar su veloci-
dad. Muy pronto desaparecieron: por lá pampa, y
los gritos de los cazadores y el 'batir de los cascos de
los caballos se desvanecieron en la lejanía.
Sabía que los gauchos terminarían alcanzán-
dolos, los rodearían y los llevarían de vuelta hacia
184

mí, y al cabo de un cuarto de hora contemplaba una


vez más el espectáculo de los fugitivos ñandúes co-
rriendo velozmente sobre la yerba, haciendo retum-
bar el duro suelo con sus patas, mientras los caza-
dores galopaban tras ellos a corta distancia entre
gritos agudos que se confundían con el silbido de
las boleadoras. Las aves corrían aún en manada,
abiertas más o menos en formación de V. Sin em-
bargo, cuando estaban a unos cien metros, una de
ellas se desvió y empezó a correr directamente hacia
la carreta donde estaba yo con la cámara. Uno de
los gauchos salió tras ella para tratar de acorralarla
y hacerla volver a la manada. Espoleó su caballo y
fue acercándose poco a poco al ave fugitiva, y cuan-
to más se acercaba más se inquietaba el ñandú; de
hecho, estaba tan preocupado por su perseguidor
que no reparaba en el carro, en mí y en la cámara.
Yo miraba por el visor y empezaba a preocuparme
un poco, pues parecía que aún no me había visto.
Era una escena tan maravillosa que no me atrevía a
dejar de filmar, pero al mismo tiempo no me ape-
tecía especialmente recibir de lleno el impacto de
varios centenares de libras de ñandú lanzado a cua-
renta kilómetros por hora. Justo en el último mo-
mento, cuando estaba seguro de que el ave, la cáma-
ra, el trípode y yo íbamos a rodar en confuso mon-
tón por la hierba, me vio el ñandú. Me echó una
mirada horrorizada, torció hábilmente y salió corrien-
do en ángulo recto.
Cuando más tarde medí la distancia, descubrí
que el ave fugitiva se había acercado hasta un metro
y medio de la cámara, pero el giro que se había visto
forzada a dar le había hecho perder la corta distancia
que le sacaba al gaucho. Silbaron las boleadoras y
atravesaron el aire, se enrollaron a las fuertes patas
del ñandú y el ave cayó como una piedra sobre la
185

yerba, donde se puso a dar coces y a menearse. El


gaucho saltó al instante de su caballo y abalanzán-
dose sobre el ñandú le sujetó las trilladoras patas.
Hubo de hacerlo con mucha destreza, y una vez
agarradas tuvo que sujetarlas con fuerza, pues una
patada bien dirigida de aquellas grandes patas po-
día haberle despanzurrado fácilmente. Tras examinar
nuestra captura y obtener algunos primeros planos,
le quitamos las boleadoras del cuello y las patas y
durante unos segundos se quedó inmóvil sobre la
yerba, pero luego se puso en pie de un salto y se
metió con parsimonia entre los cardos para reunirse
con sus compañeros.
Cuando volvíamos hacia el rancho, muy sa-
tisfechos de nuestra filmación, nos topamos con un
nido de ñandú: era simplemente una ligera depre-
sión del terreno en la que había diez grandes huevos
blanquiazulados. Estaban aún calientes, de modo que
el macho que los incubaba debía haberse ido hacía
un momento, quizá al oírnos llegar, aunque nor-
malmente son muy feroces y peligrosos durante el
período de incubación. Los gauchos me dijeron que
en cada uno de estos nidos solían poner sus huevos
dos o tres hembras, de modo que es posible encon-
trar en un nido hasta veinte o veinticinco huevos que
pertenecen a varias madres. El ñandú padre se en-
carga de la incubación, conque todo lo que tienen
que hacer las madres es depositar sus huevos en el
nido y a partir de entonces se hace cargo el padre y
se sienta sobre ellos hasta que rompen el cascarón,
tras lo cual las madres recogen los polluelos para
instruirles.
Capítulo 16

En el que tengo problemas


con sapos, serpientes
y paraguayos

El Chaco paraguayo es una vasta llanura


plana que se extiende desde el río Paraguay hasta la
base de los Andes. Es tan plana y casi tan lisa como
una mesa de billar, y durante la mitad del año está
seca como un: hueso por el ardiente sol, mientras
que durante la otra mitad se ve inundada bajo un:
metro o más de agua por las lluvias invernales.
Como está enclavado entre las selvas tropicales del
Brasil y las praderas de la pampa argentina es una
región extraña, mezcla de ambas. Hay allí inmensas
praderas en las que crecen palmeras o arbustos espi-
nosos de los que cuelgan extrañas flores tropicales;
mezclados con las palmeras hay otros tipos de árbo-
les parecidos a los que se encuentran en un bosque
inglés, salvo que sus.ramas están cubiertas de largas
tiras de musgo arbóreo que ondean suavemente al
viento.
Establecimos nuestro campamento base en un
pequeño poblado a orillas del río Paraguay. Desde
allí se internaba hacia el interior el ferrocarril del
Chaco; los torcidos raíles distaban solamente entre
187

sí unos sesenta centímetros, y por esta insegura y


peligrosa vía circulaban locomotoras Ford Eight. Me-
diante este incómodo método de transporte penetra-
“mos hasta el corazón del país en busca de animales.
La vía férrea estaba construida sobre un terraplén
elevado, que era probablemente una de las escasas
alturas de terreno de la región, y todos los animales
lo usaban como calzada. Mientras viajaba en uno
de aquellos vagoncitos podía ver centenares de pá-
jaros extraordinarios en la maleza que bordeaba la
vía: los tucanes, con sus enormes picos de payaso,
saltaban y se escabullían entre las ramas de los árbo-
les; las seriemas, parecidas a grandes pavos grises,
cruzaban los prados contoneándose; y por todas par-
tes había hermosos papamoscas blanquinegros y co-
libríes. Al salir de una curva nos encontrábamos a
veces algún animal sobre la vía. Podía ser un arma-
dillo, o quizás un agutí, que parece un gigantesco
conejillo de Indias de color rojizo; o, con un poco de
suerte, un lobo de crin, enorme animal de largas
patas delgadas y pelo flotante de un rojo sucio..
Poco después de nuestra llegada conseguimos
los primeros ejemplares. La gente del lugar, cuando
se enteró de que estábamos dispuestos a comprar
animales, empezó a salir de caza para traérnoslos,
y uno de los bichos que mejor se les daba era el
armadillo de tres franjas, o como se le conoce en
español, el armadillo naranja, debido a su costumbre
de enrollarse en una bola redonda que recuerda más
o menos la forma de una naranja. De hecho es el
único armadillo que puede apelotonarse de este modo,
y además es el único de su familia que sale regular-
mente durante el día. Mientras anda en busca de su
comida, que consiste en raíces e insectos, si sospecha
que se le acerca algún peligro este animalito se en-
rolla apretadamente en una bola y se queda inmóvil
188

por completo, confiando que su enemigo le tome


por una piedra, a lo que en realidad se parece mu-
chísimo. Una vez los has visto, resulta muy fácil
capturar estos armadillos. Los nativos solían cabal-
gar entre los arbustos hasta que veían uno de estos
animales, y entonces desmontaban sin más de sus
caballos, lo cogían y lo metían en una bolsa.
Normalmente resulta muy fácil tener en cau-
tividad a los miembros de la familia de los armadi-
llos: se alimentan de frutas, verduras y carroña;
pero estos armadillos de tres franjas suponen un
problema completamente diferente. Al principio se
negaban a comer cualquier cosa de lo que debería
haber sido su dieta natural, y parecían francamente
189

SS
SS

N
NS

asustados cuando les ofrecían insectos. Tras nume-


rosos ensayos les puse una dieta a base de carne
cruda mezclada con huevo y leche, a lo que se aña-
dían vitaminas. Esto parecía gustarles, pero pronto
surgió otra dificultad. El suelo de madera de su
jaula dañaba a sus patas traseras, y muy pronto las
plantas se les estropearon y se pusieron completa-
mente rojas y en carne viva. Debido a esto, cada
día había que sacar a los armadillos de la jaula y
curarles la planta de los pies con ungitento de peni-
cilina; pero el verdadero problema era encontrar un
suelo que les fuera bien. Ensayé con lodo, pero se
limitaron a convertirlo en una especie de cemento
vertiendo sobre él la leche y pisoteándolo, y aquello
190

tenía el mismo efecto sobre sus plantas que los ta-


blones de madera. Pasado algún tiempo descubrí que
lo ideal era una gruesa capa de serrín. Sobre ella
podían corretear felizmente sin hacerse ningún daño
en las patas.
Los paraguayos, al igual que los gauchos ar-
gentinos, cuando cazan estos animalitos se los co-
men, pero a diferencia del armadillo argentino, el
duro caparazón córneo del armadillo de tres franjas
puede usarse para diversas cosas. Á veces se enrolla
como una bola y se ata con alambre para conver-
tirlo en una cestita de costura redonda, y otras veces
se extiende una piel sobre el hueco que forma el
caparazón, se fija un mango y varias cuerdas y queda
transformado en una pequeña guitarra. Así que el
armadillo de tres franjas es muy codiciado por los
habitantes del Chaco, pues no sólo sirve para comer
sino para muchas otras cosas.
Como es tan llano, hay grandes zonas del
Chaco que por supuesto están inundadas de forma
permanente, y en estas comarcas pantanosas se en-
cuentran reptiles y anfibios de lo más extraordinario.
Uno de los animales más frecuentes, temido por
todos los nativos, es el sapo cornudo. Estos bichos
de fantástico aspecto alcanzan un tamaño muy gran-
de. El mayor que cogimos hubiera tapado un plati-
llo de tamaño regular. Tienen un colorido muy bo-
nito, con brillante verde esmeralda, plata y negro
sobre fondo crema. Tienen una boca que debe ser
de las más grandes del mundo de los sapos: es tan
ancha que parece que, como Humpty Dumpty', si
sonrieran se partirían en dos. Sobre cada ojo la piel
se eleva en una pequeña pirámide, como dos cuer-

1 Personaje que aparece en A través del espejo, de Lewis Ca-


rroll. (N. del T.)
ES ;
MISA -
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LA

NE
¿pr

4 JS

nos de puntas afiladas. Pues bien, este sapo es pro-


bablemente el anfibio más feroz y de peor genio no
sólo del Chaco, sino del mundo. Se pasan la mayor
parte del día enterrados en el blando lodo, asomando
solamente los cuernos y los ojos por encima de la
superficie. Si encuentras uno y lo desentierras se
indigna de un modo terrible y no duda en atacarte.
Apoyado sobre sus gruesas y achaparradas patas da
saltitos hacia ti reventando de ira y abriendo de par
en par su boca para mostrar el interior de vivo ama-
rillo pálido; al mismo tiempo suelta fuertes gruñidos
chillones, como un pequinés enfadado.
Los habitantes del Chaco están plenamente
convencidos de que el sapo cornudo es terriblemente
venenoso. Pero desde luego no hay ningún sapo ve-
nenoso erfel mundo, así que cuando atrapé mi pri-
mer sapo cornudo decidí demostrar a los nativos
192

que en realidad eran inofensivos. Lo saqué de su


caja e inmediatamente empezó a debatirse en mi
mano, mientras soltaba su penetrante ladrido y abría
de par en par la boca. En cuanto abrió la boca metí
uno de mis dedos en ella, con el fin de probar que
su mordedura era inofensiva. Uno o dos segundos
después lamenté amargamente mi demostración, pues
sus mandíbulas se cerraron como una prensa sobre
mi dedo y los minúsculos pero afilados dientecillos
se hundieron en la carne. Sentí exactamente como
si me hubiera pillado el dedo con una puerta, y tardé
uno o dos minutos en separar sus mandíbulas y re-
tirarlo a toda prisa, pero para entonces ya tenía un
profundo surco rojo que tardó un día en desaparecer
y también una señal negra en el pulgar, cerca de
donde sus fauces se habían cerrado. Después de esto
traté con más respeto al sapo cornudo cuando cogía
uno.
Otro raro anfibio que cogí fue la rana chillo-
na. Tienen un aspecto muy parecido al del sapo cor-
nudo, y de hecho están emparentadas con él. Tienen
la misma boca ancha y las mismas patas cortas y
rechonchas, pero la protuberancia de encima de sus
ojos es redonda, en vez de formar cuernos puntiagu-
dos. Su dorso es de un color marrón oscuro achoco-
latado, y su vientre de un tono blanquecino teñido
de amarillo. A diferencia del sapo cornudo, se pasan
la vida entera flotando en el agua con los miembros
extendidos sobre la superficie y los ojos sobresalién-
doles por encima. Como su primo, son unos bichos
con mal genio, y cuando se enfadan sueltan un la-
drido estridente muy parecido al de un sapo cornudo,
sólo que más fuerte y prolongado. La piel de sus
cuerpos es muy fina, así que cuando se enfadan mu-
cho se hinchan como un globo. La gente del lugar
dice que estas ranas se inflan hasta tal punto que
193

terminan estallando, y aunque nunca he visto que


sucediera esto creo que bien pudiera ser posible.
Por supuesto, allí donde haya cualquier can-
tidad de ranas y sapos habrá automáticamente ser-
pientes, que se alimentan de ellos, y el Chaco no es
una excepción a esta regla, pues allí se encuentran
serpientes muy bonitas. Está por ejemplo la serpiente
de cascabel; la hermosa Punta de lanza gris y blan-
ca, quizá la más mortífera serpiente de Sudamérica;
y hay también una extraordinaria variedad de ser-
pientes de agua y arborícolas, unas de vivos colores
y Otras de tonos apagados.
Las serpientes venenosas del planeta están
divididas en tres grupos: a las realmente mortíferas
se las llama serpientes de colmillos delanteros, y son
aquellas que tienen los colmillos en la parte delan-
tera de la boca, que generalmente son grandes y pue-
den inyectar una gran cantidad de veneno; y luego
está el grupo conocido como el de las serpientes de
colmillos posteriores, las cuales tienen los colmillos
venenosos situados en la parte posterior de la boca
y generalmente no son muy grandes. En el grupo
de las de colmillos posteriores el veneno no se uti-
liza tanto como defensa como para capturar sus pre-
sas, por lo que normalmente su veneno es suave, y
a veces sólo tiene un ligero efecto paralizante sobre
un animal tan pequeño como un lagarto. No obstan-
te, incluso si te muerde una serpiente de colmillos
posteriores existe la posibilidad de que se produzca
un envenenamiento de la sangre, de modo que es un
experimento que debe evitarse.
Una de las serpientes más preciosas que co-
gimos fue la serpiente encapuchada. Este reptil pa-
rece moldeado en bronce oscuro, con manchas ne-
gruzcas en torno a los flancos del cuerpo. Cuando se
enfada tiene la curiosa costumbre de ensanchar la
194

piel de su cuello, y así se parece extraordinariamente


a una cobra encapuchada furiosa. Es un reptil sólo
ligeramente venenoso y pertenece al grupo de los de
colmillos posteriores; come ranas y pequeños roedo-
res, y de vez en cuando algún pájaro. No necesita
demasiado veneno para dominar a su víctima, así que
aunque parece peligrosísima, su mordisco —que pue-
de ser sumamente doloroso— no es fatal.
Quizá sean las serpientes de coral las más
hermosas del Chaco. Son unos pequeños reptiles muy
mortíferos, pero por medio de su colorido te advier-
ten de antemano de lo que pueden hacer. Miden más
o menos cincuenta O sesenta centímetros de largo,
y están rayadas de la cabeza a la cola con anillos
de color crema, negro carbón y rosa o rojo chillón.
Luego está, naturalmente, la anaconda gigan-
te, la enorme serpiente de agua que es pariente de
la pitón africana y caza y estruja a sus presas del
mismo modo. Ahora bien, se han escrito muchísimas
historias sobre ellas, la mayor parte enteramente fal-
sas. El mayor ejemplar del que se tiene constancia
no llegaba a los ocho metros, lo cual no es realmente
la mayor longitud que alcanzan estas serpientes,
pues una pitón malaya puede llegar hasta los nueve
metros o más. Como todas estas serpientes gigantes,
la anaconda no es peligrosa, y si la dejas en paz no
se tomará la molestia de atacarte. Sin embargo, si
se le acorrala este reptil puede clavarte los dientes
y rodearte con un par de anillos, y un ejemplar gran-
de puede resultar sumamente desagradable.
En las zonas inundadas del Chaco había mu-
chas de estas anacondas, y un día llegó un granjero
local y me dijo que una de ellas se le había metido
la noche anterior en el gallinero y le había robado
dos pollos. Había seguido el rastro de yerba y mato-
jos aplastados dejado por la serpiente y dijo que
195

sabía el sitio donde se había escondido el animal a


digerir su comida. Añadió que me llevaría a aquel
, punto si quería intentar capturar al reptil. Partimos
a caballo y bordeamos la ciénaga hasta el lugar don-
de decía que estaba descansando la serpiente. Sin
embargo, a pesar de la cautela con que nos aproxi-
mamos la anaconda nos divisó antes de que llegára-
mos a aquel punto, y todo lo que pudimos ver fueron
las ondas que producía al nadar rápidamente por
el agua. Resultaba imposible seguirla a caballo con
suficiente rapidez en aquel fondo de agua, así que
lo único que se podía hacer era seguirla a pie. Salté
del caballo, cogí un saco que habíamos traído y
corrí todo lo deprisa que pude en la dirección que
había tomado la serpiente. Descubrí que zigzagueaba
hacia la orilla de la ciénaga para tratar de escapar
entre la densa maleza que había allí y de este modo
eludirme, pero estaba tan hinchada por su cena de
pollos que no podía ir demasiado deprisa, y la alcan-
cé en la yerba baja del borde de la orilla, mucho
antes de que llegara a los arbustos.
Resulta muy fácil coger una de estas serpien-
tes grandes: la agarras por la cola, tiras de ella y
entonces intentas sujetarla bien por la parte poste-
rior de la cabeza. Eso fue precisamente lo que hice;
aparté al enojado reptil de la maleza y le agarré por
detrás de la cabeza antes de que pudiera volverse y
golpearme. Tenía unos tres metros de largo, de modo
que me resultó bastante fácil sujetarla solo. Para en-
frentarse a cualquier otra de mayor longitud hubie-
ran hecho falta dos hombres. Una vez la tuve bien
cogida por el cuello, la sujeté simplemente contra la
yerba hasta que llegó mi compañero, y con su ayuda
logré meter a la serpiente, que no paraba de dar
coletazos y silbar, muy enfadada, en el saco.
196

Cuando capturas una serpiente del tipo que


sea, incluso una anaconda, es preciso examinarla al
llegar al campamento. Hay varias razones para ello.
En primer lugar, pese a todo el cuidado con que se
la haya atrapado existe el riesgo de que le hayas roto
una de las fragilísimas costillas que poseen las ser-
pientes, y una costilla rota puede causar muchos
problemas. En segundo lugar, buscas garrapatas. Una
serpiente puede estar sencillamente cubierta de ga-
rrapatas y no puede hacer nada para librarse de ellas.
Se pegan a la piel fina que tiene entre las escamas,
a veces en tal número que las escamas se caen y
dejan al descubierto un feo trozo de piel enrojecida,
así que es muy importante quitar las garrapatas,
pues si no se estropearía el aspecto de tu serpiente.
Pero no puedes tirar sin más de una garrapa-
ta. Si lo haces, sus Órganos bucales se quedarían cla-
vados bajo la superficie de la piel y provocarían una
pequeña llaga que podría convertirse en una fea úl-
cera. La mejor forma de quitar garrapatas es con un
poco de petróleo, o a falta de esto, tocándolas con
un cigarrillo encendido, con lo que desclavan sus
afilados Órganos bucales de la piel y se desprenden.
Otras de las cosas que tienes que buscar es
alguna vieja herida que pudiera haber recibido el
reptil y que necesitara cuidados. Cuando una ser-
piente muda de piel, cosa que ocurre regularmente
durante todo el año, deja a sus espaldas una perfecta
copia transparente de sí misma, incluidas las dos
escamas, parecidas a diminutos cristales de reloj, que
cubren sus ojos sin pestañas. A veces, sin embargo,
mientras el animal se frota contra arbustos espinosos
o rocas tratando de desprenderse de la piel, ésta se
rompe, y aunque el reptil logre desembarazarse de
toda la piel le quedarán aún cubriéndole los ojos
las dos escamas como cristales de reloj. Esto le pro-
197

duce ceguera parcial, y si las escamas permanecen


pegadas demasiado tiempo el animal puede quedarse
ciego para siempre. Así que nada más capturar una
, serpiente debes siempre examinarle los ojos para ver
si la última vez que mudó de piel se le desprendieron
de ellos las dos escamas parecidas a cristales de reloj.
Capítulo 17

La historia de Cai,
Bah y Sara Abrazasacos,
la única osa hormiguera
estrella de cine

No hay muchas clases diferentes de monos


en el Chaco, pero mientras estábamos allí tuvimos la
suerte de conseguir un ejemplar de una de las especies
más raras, que debe ser uno de los monos más ex-
traños del mundo. Se llama douroucouli y es el único
mono nocturno que se conoce. Tiene unos ojos enor-
mes, parecidos a los de un búho, la espalda de color
gris plateado y el vientre y el pecho limonados. Estos
monos duermen durante el día en un árbol hueco o
en algún otro lugar oscuro, y a la caída de la tarde,
cuando empieza a oscurecer, salen fuera y recorren
el bosque en grandes manadas en busca de comida,
como fruta, insectos, ranas arborícolas o huevos de
pájaros.
Pues bien, cuando cogimos a Cai, como la
llamamos, estaba muy flaca y tenía un aire abatido,
pero tras unas cuantas semanas con una dieta de
leche abundante y aceite de hígado de bacalao no
tardó en ponerse bien. Cai era un animalito real-
mente encantador, y aunque muy mansa era muy
nerviosa, así que no podías tratarla del mismo modo
199

que a cualquier otro tipo de mono. Le construí una


bonita jaula que tenía en lo alto una habitación cua-
drada para sus cuartos durmientes. Cai, que como
todo monito era muy curiosa, no podía soportar per-
derse nada de lo que sucedía a su alrededor, conque
se pasaba el día con medio cuerpo fuera y medio
dentro de su dormitorio, pero en cuanto ocurría algo
en el campamento despertaba al instante y gorjeaba
de curiosidad.
Rechazaba cualquier comida menos la leche,
los huevos duros y los plátanos, aunque de vez en
cuando aceptaba un lagarto. Sin embargo, los insec-
tos parecían darle verdadero miedo, y una vez que
le di una rana arborícola la cogió con la mano, la olió
y la dejó caer con un gesto de asco, y luego se lim-
pió vigorosamente la mano contra la pared de la jaula.
Hacia el anochecer se animaba muchísimo y se dis-
ponía a jugar, saltando por su jaula con sus grandes
ojos brillantes que me hacían acordarme de los gá-
lagos que había cogido en Africa Occidental. Se mos-
traba muy celosa con los demás animales en cuanto
les hacíamos el menor caso, y especialmente con un
mapache cangrejero que se llamaba Bah.
Bah era un extraño animalito con grandes
garras planas; una mancha negra que le cruzaba los
ojos le daba un aspecto parecido al de un panda
gigante. Bah tenía siempre un aire muy abatido y
parecía como si todo le deprimiera, pero lo que te-
níamos que vigilar eran sus grandes manos de dedos
largos y finos, pues podía sacarlos entre los barrotes
de su jaula y robar con la mayor facilidad todo lo
que tuviera al alcance, y era tan curioso que se es-
forzaba al máximo para agarrar lo que fuera. Se
pasaba las horas tumbado de espaldas en un rincón
de su jaula, tirándose pensativamente de los pelos
de su gran vientre. Cuando se fue amansando pudi-
200

mos meter las manos en su jaula y jugar con él. So-


lían encantarle estos juegos; hacía como que mor-
día, se volvía y pataleaba en el aire con sus grandes
garras. Cuando se volvió muy manso le hicimos un
collarcito y solíamos dejarle fuera, atado con una
cuerda muy larga a una estaca en mitad de la expla-
nada del campamento. Más lejos teníamos otra estaca
a la que estaba atada la mona Cai. Lo primero que
ocurría por la mañana era que al ver llegar la cesta
de la comida Bah se ponía a dar grandes chillidos
pidiendo de comer, hasta que completamente deses-
perados le dábamos algo para que se callase. Si hacía-
mos esto, Cai se ponía celosa, y cuando le llegaba la
hora de comer se amohinaba, nos volvía la espalda
y rechazaba la comida. Aunque parezca extraño, a
Cai le daba bastante miedo Bah, si bien no temía en
absoluto a un par de cervatos cuyo corralito estaba
cerca de su estaca, y a menudo iba y se tumbaba
cerca de los barrotes mientras los cervatos la olfa-
teaban con aire de asombro. Otra cosa que le daba
miedo eran las serpientes. Cuando traje la anaconda,
cuya captura he referido en un capítulo anterior, y
la saqué de su saco para examinarla, Cai, que estaba
sentada en el fondo de su jaula, echó una mirada y
salió disparada hacia su dormitorio, con gran diver-
sión por nuestra parte, y una vez allí se puso a mirar
tímidamente por la puerta mientras soltaba horrori-
zados gorjeos.

Una mañana, mientras limpiaba las jaulas,


entró en el campamento un joven indio y nos pre-
guntó si queríamos comprarle un animal. Le pregun-
tamos qué tipo de animal era y nos explicó que una
cría de zorro. Pensamos que sería interesante echar-
le un vistazo, así que le dijimos que lo trajera más
201

tarde durante el día. Como no volvió, pensamos que


se había olvidado completamente del asunto y que
después de todo nos íbamos a quedar sin nuestro
zorrito. Sin embargo, para nuestra sorpresa entró en
el campamento al día siguiente, poco antes de la
comida, arrastrando a sus espaldas un pequeño ani-
mal. Era nuestro tan prometido zorrito. Tenía un
aspecto muy parecido al de un cachorro de alsaciano,
y estaba tan asustado que tenía tendencia a morder.
L2 metimos en una jaula, le dimos un plato lleno
de leche y carne y le dejamos calmarse. Luego nos
sentamos y le observamos atentamente. Lo que más
parecía interesar a Zorrillo era averiguar qué animal
de los mansos que había cerca de su jaula podría
agarrar. Aunque estaba inflado de comida perma-
necía constantemente al acecho de algún plato aún
más sabroso. Por entonces teníamos unos cuantos
pájaros mansos a los que permitíamos pasearse libre-
mente por el campamento, pero pronto tuvimos que
cambiar esto, pues cada poco rato oíamos graznidos
y teníamos que acudir a toda prisa a rescatar algún
pájaro que se había acercado demasiado a la jaula
del zorro. Más adelante, a medida que fue aman-
sándose, le teníamos también fuera con una cuerda
como a Bah y Cai, pero dejando grandes distancias
entre ellos.
Con gran sorpresa por nuestra parte, solía
comportarse exactamente como un perro, pues cuan-
do llegábamos por la mañana se ponía a gañir con
entusiasmo hasta que nos acercábamos a hablarle,
y entonces empezaba a brincar alrededor de nues-
tras piernas y meneaba el rabo enérgicamente, cosa
muy poco propia de un zorro.

Entre los ejemplares con los que volvimos


al campamento de uno de nuestros viajes había tres
202

grandes loros verdes, todos muy parlanchines y lle-


nos de malicia. Al principio les pusimos a todos en
una jaula, pensando que juntos estarían perfecta-
mente bien. Casi inmediatamente los tres loros em-
pezaron a pelearse, y el ruido era tan grande que
nos vimos obligados a sacar al cabecilla y ponerle en
una jaula aparte. Pensamos que aquello crearía una
vez más un mejor ambiente en el campamento. No
habíamos contado con uno de los otros dos. Por lo
visto pasaba su tiempo libre royendo frenéticamente
- el alambre de la parte delantera de su jaula, y un
día se oyó de pronto un tremendo parloteo y el
pájaro huyó. Hicimos grandes esfuerzos para captu-
rarlo, pero era demasiado rápido para nosotros y se
alejó volando sobre los árboles entre chillidos de
emoción. Pensamos que aquello era el fin de nuestro
loro. Cuando al día siguiente nos levantamos queda-
mos asombrados al ver al loro de vuelta, sentado
sobre su jaula y hablando a su compañero a través
de la tela metálica. Cuando abrimos la puerta volvió
a entrar apresuradamente en la jaula. Obviamente
había decidido que la cantidad de comida que tenía
con nosotros hacía del cautiverio una condición me-
jor que la vida en el bosque.

Poco antes de abandonar Paraguay para vol-


ver a Inglaterra un indio nos trajo lo que iba a con-
vertirse en nuestro ejemplar más encantador. Era
una cría de oso hormiguero gigante que sólo podía
tener unos cuantos días de edad. La bautizamos como
Sara Abrazasacos, pues a aquella edad se pasaba
todo el tiempo colgada de la espalda de su madre,
así que cuando vino quería todo el tiempo colgarse
de nosotros o abrazarse a un saco. Sara necesitaba
sentir que estaba agarrada a algo, y si la ponías en
203

el suelo te seguía tambaleándose entre fuertes graz-


nidos de protesta, y en cuanto te parabas se encara-
maba a ti hasta alcanzar su posición favorita, tum-
bada sobre tus hombros. Teniendo en cuenta que
tenía unas uñas largas y afiladas y que podía agarrar-
se firmemente con ellas, resultaba una costumbre
muy dolorosa.

Na
ANO MA ; AN SUNNY

MENA VA
N
AAA
INNON

Teníamos que dar de comer a Sara con un


biberón. Se tomaba cuatro botellas de leche al día y
muy pronto aprendió a chupar del biberón. Mien-
tras bebía dejaba sobresalir su larga y pegajosa len-
gua de serpiente, que quedaba colgando al lado de
la botella. Creció con bastante rapidez y pronto nos
miró como a sus padres adoptivos, y jugaba a muchas
cosas con nosotros después de comer. Le gustaba
tumbarse de espaldas y que le rascáramos el estó-
204

mago. Si la levantabas y le hacías cosquillas en los


sobacos alzaba sus dos patas y las juntaba sobre su
cabeza como un boxeador que acaba de ganar un
combate. Otras veces, si le tirabas de la cola o le
hacías cosquillas en las costillas, se alzaba sobre sus
patas traseras y caía sobre ti soltando fuertes gruñi-
dos de placer.
Cuando finalmente volví a Inglaterra, Sara
fue una de las primeras en ir a vivir junto con Bah
y Cai al Zoo de Paington, donde se hizo muy famo-
sa. La última vez que la vi fue hace unas cuantas
semanas. Iba a dar una conferencia sobre cómo co-
leccionar animales en el Festival Hall y a pasar la
película en color de este viaje a Paraguay y a Argen-
tina. Como Sara era una de las estrellas de la pe-
lícula, escribí al Zoo de Paington y pregunté si sería
posible que viniera y apareciese conmigo en el estra-
do. Las autoridades accedieron a esto amablemente,
así que la mañana de la conferencia Sara Abrazasa-
cos vino en tren desde Devon acompañada por su
guardián. Cuando llegó al Festival Hall le dieron un
camerino especial para ella sola, limpiado y caldea-
do para recibirla. Se portó muy bien, y al final de
la conferencia mi esposa la sacó al estrado. Sara tuvo
mucho éxito con sus jueguecitos, y terminó cami-
nando sobre la mesa y apoyándose contra ella para
rascarse. Después recibió a un buen número de ad-
miradores en su camerino, y creo que su éxito se le
subió bastante a la cabeza, pues me enteré de que
cuando volvió al zoo el guardián no pudo hacer nada
con ella durante varios días, ya que se negaba a que
la abandonaran y chillaba lastimeramente si la de-
jaban sola en su jaula. Creo que puedo afirmar con
razón que Sara es la única osa hormiguera estrella
de cine del mundo, y aunque tal vez no sea tan guapa
como algunas, sin duda tiene una gran personalidad.
205

Así que nuestro viaje de colección a Para-


guay y Argentina terminó, pero en cuanto un co-
leccionador termina un viaje empieza ya a pensar
en el siguiente, y mientras escribo estoy planeando
otra expedición. Esta vez quiero ir al Lejano Orien-
te. Siempre resulta difícil escoger tu próximo terreno
de colección, pues hay tantos lugares maravillosos
en el mundo para ver y tantos animales extraordi-
narios para capturar que generalmente te pasas va-
rias semanas dudando antes de escoger un punto en
el mapa.
Sin embargo, algo que sabe un coleccionador
es que sea cual sea el lugar del mundo al que vaya se
encontrará sin duda con un tropel de animalitos fas-
cinantes que quizá sean difíciles de capturar y de
cuidar. Tal vez le causen mucha inquietud y a veces
una gran cantidad de problemas, pero siempre serán
interesantes y divertidos, y cuando por fin regrese a
su país no los mirará meramente como una colec-
ción de raros ejemplares, sino más bien como una
eran familia.
PO RIOR IRIS III IIA SN IIS IO
(%) ESTE LIBRO
fx] SE TERMINO DE IMPRIMIR
Kg EN LOS TALLERES GRAFICOS
5) DE GREFOL, S. A.
K] POLIG. DE LA FUENSANTA, MOSTOLES, MADRID,
Ég0 EN EL MES DE JULIO DE 1984

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o ULTIMOS TITULOS PUBLICADOS


(5
e)
o) 63. Roberto Giardina
Ke UNA SIRENA EN LA NOCHE
(2) Tradución de Gabriela Sánchez Ferlosio

64. Marielis Brommund


JOCKLA, EL PEQUENO CHIMPANCE
E lVustraciones de Regina Brendel
$9 Traducción de Lola Romero
ES ,
fe 05. Jean Craighead George
(e RATAS DE RIO, S. A.
Traducción de Guillermo Lorenzo
(3 "
66. Michael Bond
po LOS CUENTOS DE OLGA DA POLGA
ke lVustraciones de Hans Helweg
Os Traducción de Marta Sansigre
(5%
UK) 67. John Donovan
(> EL AMIGO DEL SOLITARIO
ro Traducción de Alonso Carnicer McDermott
;
6
S 68. Gunnel Linde
Pe LA PIEDRA BLANCA
lustraciones de Erich Palmquist
Traducción de Leopoldo Rodríguez
eK)
69. Roald Dahl
pe LA MARAVILLOSA MEDICINA DE JORGE
lVustraciones de Quentin Blake
Traducción de Maribel de Juan

70. Michael Bond


OLGA ENCUENTRA SU MEDIA NARANJA
lustraciones de Hans Helweg
Traducción de Marta Sansigre

OR
71. Frederik Hetmann
HISTORIAS DE PIELES ROJAS
Pe ;
¡8% lHustraciones de Frank Ruprecht
OS Traducción de Germán Merinero
(2)
0%) 72. Lygia Bojunga Nunes
LA CASA DE LA MADRINA
(%
6, lustraciones
a de Arcadio
S Lobato
E
Traducción de Mario Merlino
5%
K-)
73. Peter Hártling
Po) THEO SE LARGA
3 lustraciones de Waltraut y Erredel Schmidt
is Traducción de Carmen Baranda
Q)
'a 74. Malcolm L. Bosse
GANESH
Vustraciones de Fuencisla del Amo
Traducción de Héctor Silva
%
LIE REIR DR E IIS NS ION II
87. Richard Hughes
EN EL REGAZO DEL ATLAS
Traducción de Javier Lacruz

Katherine Paterson
88.
UN PUENTE HASTA THERABITHIA
HRS
Traducción de Bárbara McShane y Javier Alfaya
TEEN
rr, ÚS
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Sw Kersun Thorvall
JONAS SE ENAMORA
Vustraciones de Arcadio Lobato
RIER Traducción de Leopoldo Rodríguez Reguera

90. Rosa Russo


UNA ESTRELLA LLAMADA ARTURO
Vustraciones de Donata Caprara
Traducción de Gabriela Sánchez Ferlosio
TE
UE
TEE
SE

ys Franz Hohler
Ss CHIPO
Uustraciones de Arthur Loosl
ARE
Traducción de M.* Teresa López García-Bardoy
93. Peter Hartling
EL VIEJO JOHN
Vustraciones de Renate Habinger
Traducción de Carmen Miranda

94. John Domovan


PARA ABRIR, HUNDIR AQUI
EEK
REIR «Serie juvenil»
Traducción de Alonso Carnicer McDermott
ZSZS,
g0% Myron Levoy
EL PAJARO AMARILLO
Traducción de Rosa Benavides
=>e

ETB
96. John Christopher
La Trilogía de los Trípodes
Il. LA CIUDAD DE ORO Y DE PLOMO
«Serie juvenil»
Traducción de Eduardo Lago

TIERVTENES
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ALFAGUARA
3%

CS,

IE
GERALD DURRELL, ES

158,
un inglés de 55 años,
ha conseguido dedicar toda su vida 87
a su mayor afición: los animales.
En este apasionante libro
nos cuenta sus aventuras
como coleccionador de animales a

para los zoos británicos:


SR
las dificultades para capturar
y sobre todo para cuidar S97
O

a los animales más exóticos. ES


Es un desfile E
S
S
de simpáticos animales
que va desde los encantadores
monitos bigotudos,
los traviesos gálagos,
los cariñosos osos hormigueros HI
a los algo más difíciles E
caimanes o boas constrictoras.
Ediciones Alfaguara ha publicado,
del mismo autor,
El paquete parlante,
n.2 29 de esta misma colección.

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