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Patricia Barbadillo
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in 2017 with funding from
Kahie/Austin Foundation
https://archive.org/details/rabicunOOpatr
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J
Rabicún
Patricia Barbadillo
ISBN: 84-348-1010-7
Depósito legal: M-7925-1997
Fotocomposición: Secomp
Impreso en España/Printed in Spain
Orymu, SA - Ruiz de Alda. 1 - Pinto (Madrid)
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J
1 El pequeño planeta
Rabicán
7
hubiera cabido en el planeta; por eso lo
tuvieron que construir hacia arriba, hacia
esas nubes que acarician a las cigüeñas
que viven en el torreón más alto del
castillo. El Rey que en el castillo
vivía
siempre estaba refunfuñando por la canti-
dad de escaleras que tenía que subir al
cabo del día. Tardaba cuatro horas en
subir hasta el torreón y, mientras iba
subiendo, siempre protestaba:
“¡Qué lata de escaleras! ¡Seguro que
soy el Rey que más escaleras tiene que
subir y bajar para andar por su casa!
Pero lo cierto es que el castillo era
precioso y tenía en cada piso un balcón
muy grande del que colgaban flores de mil
colores distintos.
Desde hacía ya muchos años, la gente
que vivía en Pueblo Alto estaba enemista--
da con los que vivían en Pueblo Bajo; ya
nadie se acordaba de por qué estaban
enfadados, solamente sabían que, al cru-
zarse con algún habitante del otro pueblo
por el bosque, debían poner cara de mal
genio.
En cambio, niños de los dos pueblos,
los
como habían nacido después de aquel
famoso enfado, eran muy amigos y cruza-
ban el río por las tardes, en una barca,
para poder jugar todos juntos.
En Pueblo Bajo vivía una niña que se
llamaba Juana. Sus padres eran carpinte-
ros; hacían unos muebles preciosos para
los habitantes de Rabicán. Juana muchas
veces les ayudaba y decoraba las sillas, las
mesas y los aparadores, pintándoles ñores
y animales.
Por las mañanas, Juana y los demás
niños de Rabicán iban todos a la escuela,
que valía para los dos pueblos. La escuela
era una casa pequeñita con un jardín muy
grande lleno de columpios, donde, entre
clase y clase, todos los niños jugaban y se
columpiaban arriba y abajo. Tan alto su-
bían que desde arriba veían los tejados de
lascasas de Pueblo Bajo.
Juana siempre estaba organizando jue-
gos y excursiones; unos días se iban al
bosque a buscar moras para hacer merme-
lada en sus casas; otro día se disfrazaban
y corrían por los dos pueblos vestidos de
piratas, hadas, gatos y leones.
Un día todos los niños de Rabicán deci-
dieron organizar una gran fiesta; tendría
que ser una fiesta secreta, y no debían
enterarse sus padres; cada niño llevaría de
su casa lo que pudiese: galletas, bollos,
pasteles, nueces...
—Tendremos que reunirnos todos por
la noche, cuando ya nuestros padres se
9
hayan acostado —Juana iba explicando a
los demás.
—Pero, c'cómo nos reuniremos.^ Tendría-
mos que cruzar de noche —
el río Casilda,
la hija delRey, estaba un poco preocupa-
da con la excursión nocturna.
—
No te preocupes; los que vivan en
Pueblo Alto cruzarán el río en la barca y
nos reuniremos en las afueras de Pueblo
Bajo; tú, como vives en el castillo, puedes
venir con estupendo!
ellos. ¡Será
— ¡fCómo cruzaremos el río de noche.^
No veremos la otra orilla —intervino Ju-
lián, que era el hermano de Casilda.
—
Os haremos señas con una linterna y
veréis perfectamente hacia dónde tenéis
que ir —
contestó Juana, que no encontra-
ba ninguna dificultad en la organización
de la fiesta.
— ¡Yo traeré dulce de membrillo! —pro-
metió Rosa, que en Pueblo
vivía Alto.
— ¡Y nueces y piñones! — su
yo, gritó
hermano pequeño.
—Nosotros traeremos y cara-
pasteles
melos — aseguró Casilda.
Los niños estaban muy nerviosos, pen-
sando qué estupendas golosinas iban a
reunir entre todos, sin que sus padres se
diesen cuenta.
Se instalarían en un gran campo de
10
flores amarillas, cerca de Pueblo Bajo, y
allí podrían cantar y organizar juegos, sin
a acostar en seguida...!
El Rey los miró y, pensando que, efecti-
vamente, en aquel día ya no les daría
tiempo a organizar ninguna trastada, se
quedó más tranquilo.
En casa de Juana también sus padres
estaban extrañados al verla ir y venir de
una habitación a otra y de la cocina a su
cuarto. Pero como Juana era una niña
muy inquieta, no le dieron importancia y,
después de la cena, le dieron un beso y las
buenas noches y la dejaron acostada y
bien arropada en su cama.
12
En todas las casas de Rabicán, lo mismo
en Pueblo Alto que en Pueblo Bajo, empe-
zaron a apagarse las luces. En el castillo
también se apagaron, y muy pronto quedó
el pequeño planeta a oscuras, alumbrado
únicamente por algún farol que había en
las calles.
En medio de oscuridad empezaron a
la
salir los niños de sus casas, muy nervio-
sos, conteniendo la risa para no armar
ruido.
— ¡Venga!, vamos a buscar a
al castillo
Casilda y Julián —decía Rosa a demás los
niños de Pueblo Alto, mientras agarraba
de la mano a su hermano pequeño, que
protestaba porque quería empezar a comer-
se ya los dulces que habían cogido en su
casa.
— Hasta que no llegue-
¡Cállate ya. Tino!
mos a Pueblo Bajo y estemos todos no
empezará la fiesta —
le regañaba su her-
mana.
Cuando grupo de niños llegó al casti-
el
llo, encontraron a Casilda y Julián carga-
14
ba en labronca que sus padres iban a
organizar; todos deseaban salir de aquella
barca cuanto antes y, de pronto, vieron a
lo lejos, en la otra orilla del río, una luz
que les hacía señales apagándose y encen-
diéndose.
— ¡Esa es Juanal Gritemos todos a un
tiempo para que nos oigan y vengan por
nosotros —
exclamó Rosa.
Y todos comenzaron a chillar.
— ¡Socorro! ¡Socorro! La barca no puede
avanzar. ¡Si nos movemos se hundirá!
¡Socorro!
En la otra orilla, Juana y los demás
niños de Pueblo Bajo escucharon asusta-
dos los gritos de sus amigos.
— ¡Rápido, debemos avisar en seguida a
nuestros padres! ¡Id todos a vuestras casas
a despertarlos! —
gritó Juana mientras
echaba a correr hacia la suya.
Muy pronto las luces de las casas de
Pueblo Bajo estuvieron encendidas, y los
padres escucharon horrorizados la historia
que sus hijos les contaban.
Las familias se reunieron a la orilla del
río, y el padre de Juana gritó muy fuerte a
los niños que estaban en la barca:
— ¡No os mováis! ¡Iremos muy pronto
por vosotros! ¡Pero tenéis que estaros muy
quietos!
15
Los padres comprendieron que la única
forma de rescatar la barca era ir a nado
hacia ella y, entre todos, empujarla suave-
mente hacia la orilla. Rápidamente se
echaron al río un grupo, nadando hacia
donde estaba la barca, mientras los demás
esperaban en la orilla con unas mantas.
Todas las luces de las casas de Pueblo Bajo
estaban encendidas para que los nadado-
res pudiesen ver bien el lugar en que
estaba la barca.
Poco a poco la fueron empujando hacia
la orilla, hasta que finalmente llegaron y
los niños pudieron salir de la barca, abra-
zándose unos a otros muy contentos, y
respirando aliviados después del miedo
que habían pasado.
— Esta noche os quedaréis todos en nues-
tras casas y mañana por la mañana os
llevaremos a todos a las vuestras— dijeron
las familias de Pueblo Bajo.
Muy contentos, todos los niños se que-
daron a dormir aquella noche en casa de
sus amigos. Pero no podían dormirse de
nerviosos que estaban, y pasaron toda la
noche comentando la gran aventura.
Al día siguiente las familias de Pueblo
Alto se llevaron un susto de miedo al ver
todas las camas de los niños vacías, y el
Rey bajó corriendo como un loco las esca-
16
leras de su castillo, porque él tampoco
había encontrado a sus hijos en sus cuar-
tos. Pero se tranquilizaron al ver que
desde Pueblo Bajo les hacían señas, mien-
tras en la orilla esperaban los niños que
los pasasen en la barca.
— c'Qué habrá pasado.^ <íPor qué estarán
nuestros hijos en Pueblo Bajo.^ —
se pre-
guntaban los vecinos.
Cuando, al fin, se enteraron de lo que
había sucedido, las familias de Pueblo Alto
decidieron organizar una gran fiesta en
honor de los vecinos de Pueblo Bajo, para
agradecerles el salvamento de sus hijos.
Así lo hicieron y, cuando estaban todos
los habitantes de Rabicán reunidos, al
padre de Rosa se le ocurrió una idea;
pidiendo silencio a los demás, les dijo:
— Amigos, debemos solucionar el proble-
ma del paso del río. Nuestros hijos son
todos amigos, y por las tardes muchos de
ellos lo cruzan en la barca para reunirse y
jugar. Propongo que, entre todos, constru-
yamos un gran puente para acabar con el
peligro que supone cruzar el río. Juntos
será cosa fácil y no tardaremos mucho
tiempo. Debemos olvidar nuestro viejo en-
fado y poner manos a la obra. ¿Qué os
parece?
Todos estuvieron de acuerdo y en segui-
18
#
19
Todos contribuirán al sostenimiento de los
gastos públicos, de acuerdo con su capaci-
dad económica y mediante un sistema justo.
20
2 La princesa Casilda
22
.
24
tros amigos y ya verás cómo habrá tiempo
suficiente.
Casilda y Juana, muy nerviosas, avisa-
ron a los demás niños de Rabicán, y muy
pronto se repartieron el trabajo; todos
estaban deseando que llegara el día de la
Feria, porque confiaban que el gran sillón
que Casilda estaba diseñando sería el más
original que nadie había visto nunca.
La princesa pasaba horas y horas mi-
diendo la madera, dibujando la forma y
los adornos que tendría el sillón, escogien-
do las piedras que incrustaría en él de
entre las más brillantes que sus amigos le
traían.
Rosa y Tino eran los encargados de ir
25
Juana seleccionaba de ma-
los tablones
dera más bonitos, y de entre todos ellos
escogía Casilda los más fuertes y los que
tenían la tonalidad más cálida.
Su hermano Julián se dedicó durante
toda la semana a entretener al Rey, su
padre, para que no sospechase nada. Le
llevó a pescar y a dar paseos por el bosque
a caballo, no se alejó ni un momento de
su lado, de forma que el Rey no pudo
darse cuenta de la ausencia de Casilda
todas las tardes.
Y finalmente llegó el gran día; la víspe-
ra, los padres de Juana habían llevado el
sillón a la Feria; así que, cuando se inau-
guró, allí estaba reluciente al sol, con
centenares de piedras incrustadas brillan-
do alegremente, provocando la admiración
de todo el que pasaba.
— ¿Quién será el formidable artesano
que lo ha construido.^ — se preguntaban
los visitantes.
— ¡Es realmente magnífico!
Casilda y sus amigos escuchaban ner-
viosísimos y muy orgullosos estos comen-
únicos mayores que sabían su
tarios; los
secreto eran los padres de Juana, que
miraban sonriendo a Casilda y la felicita-
ban por el éxito que estaba teniendo su
sillón.
26
0
,
queña condición.
— ¿Cuál es esa condición.^ —
contestó el
Rey, cada vez más encaprichado con el
sillón.
—Ese artesano únicamente desea que le
en Rabicún, y que le
dejéis instalarse aquí,
deis vuestra palabra de que podrá trabajar
como carpintero.
— ¡Concedido, concedido! —
contestó
complacido el Rey —
Pero quisiera cono-
.
28
,
— refunfuñó el Rey —
y si lo he prometi-
,
29
— ¡Hurra! ¡Bravo! —gritaron todos los
niños.
— ¡Bravo! ¡Muy bien! —aplaudió la
gente.
Y así fue cómo
Rey, al principio a
el
50
3 El sabio Rafertini
31
quien la gente de Rabicún no prestaba
demasiada atención.
— Pobre viejo, fijaos cómo lleva la ropa
de usada —
cuchicheaban los unos a los
otros.
—Yo creo que está loco, nadie sabe por
qué sepasa la vida mezclando hierbas en
esos botes tan raros.
Y de esta forma, como nadie entendía
en qué se ocupaba Rafertini, pensaban de
él cosas raras y casi, casi, le consideraban
32
,
no nos vea.
— A mí me parece muy buena idea.
Además, Rafertini tardará un buen rato
en volver a su casa —Casilda
había se
animado ante la perspectiva de poder fis-
gonear a sus anchas por la extraña casa.
—
¡Pues venga, vámonos rápidamente!
— palmeteó muy contenta Juana.
34
,
resultaría.^
—No, Tino —contestó su hermana—
no debemos tocar nada.
—Pero mezclamos un poquito, no
si
35
frasco redondo, muy ancho por abajo, que
terminaba en un cuello larguísimo.
— ¡Sil, ¡sí! —
palmotearon muy nerviosas
Casilda y Juana —
Seguro que resultará
.
un color precioso.
Con mucho cuidado Juana empezó a
verter un poco del líquido rosa en la
botella que sujetaba Julián. Cuando la
tenía medio llena, cogió el otro frasco que
contenía el líquido amarillo y comenzó a
mezclarlos despacito.
Al mezclarse, el líquido de la botella que
sujetaba Julián se iba volviendo grisáceo y
espeso. Los niños quedaron desilusionados
con el resultado.
— ¡Qué ha quedado negro!
feo, casi
—Yo pensé que volvería naranja se
—^Juana miraba tristemente la botella qué
contenía aquel líquido gris oscuro.
De improviso, la botella comenzó a echar
humo, primero despacio y poco a poco con
mayor intensidad, mientras los niños se
miraban horrorizados.
— ¡Debemos salir corriendo de aquí!
— gritó Rosa agarrando a su hermano de
la mano.
— ¡Deprisa, deprisa! — dijo Julián mien-
trasempujaba a los demás hacia la salida.
Todos echaron a correr asustados, y
siguieron corriendo sin parar hasta que
36
$
38
La vida en Rabicán transcurría sin preo-
cupaciones y la gente vivía feliz; solamen-
te algunos agricultores comenzaron a que-
jarse de la cantidad de saltamontes que
había ese año; se metían por todas partes,
destrozaban las cosechas yendo de espiga
en espiga, y no había forma de espantarlos.
— Deberíamos buscar una solución co-—
mentaban preocupados.
— ¡No hay forma de echarlos de los
campos!
ÍtOS agricultores fueron a ver al Rey,
pero éste no sabía qué podían hacer; cada
día había más y más saltamontes, se exten-
dían como una plaga por los campos
comiéndose las cosechas, y se los podía ver
subir a los árboles destrozando los mejores
frutos.
í>os habitantes de Rabicán estaban cada
día más y más preocupados: si no acaba-
ban con los saltamontes, el próximo año
no tendrían qué comer, pues las cosechas
se perderían totalmente.
Una tarde, cuando el Rey paseaba ner-
vioso arriba y abajo por su castillo, subien-
do y bajando con
las escaleras sin parar,
la frente arrugada, pensando y pensando,
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—Pasa, pasa, aquí
Rafertini, siéntate
— Rey no sabía qué
el decir; enrojeció de
vergüenza hasta las orejas. |Pobre viejo!
¡Se habían olvidado completamente de
—
él! ¿Qué has hecho en todos estos me-
.
¿Dónde has
ses.^ estado.^
—En bosque, viviendo entre animales
el
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porque si comen las espigas o las frutas,
morirán.
Cuando Rey reunió a todos los veci-
el
nos de Rabicán, éstos se quedaron boquia-
biertos por la sorpresa e inmediatamente
se pusieron a mezclar aquellos polvos que
traía Rafertini con el agua que utilizaban
para regar.
El efectono se hizo esperar; los salta-
montes comenzaron a volar en bandadas,
abandonando los campos y formando una
gran nube gris que por un momento oscu-
reció el cielo antes de desaparecer por el
horizonte. Los habitantes de Rabicán, al
verse por fin libres de la horrible plaga, se
volvieron agradecidos a Rafertini.
—Perdónanos, creíamos un loco y
te
resulta que has salvado nuestras cosechas.
Pensábamos que eras un tío raro y extra-
ño porque no comprendíamos tu trabajo.
El viejo Rafertini sonreía mirando con
ojos cansados a su alrededor, mientras los
niños lepedían que se quedase, que no
volviese al bosque.
Y así fue cómo Rafertini volvió a vivir
entre sus vecinos. Desde entonces fue res-
petado y querido por todos, le considera-
ron un auténtico sabio y se sentían muy
orgullosos de tenerle entre ellos; a los
niños, por las tardes, les explicaba fórmu-
4]
las matemáticas y les enseñaba a buscar
hierbas y a mezclar distintos líquidos. Y de
esta forma, cuando supieron manejarlos,
perdieron el miedo a aquellos frascos tan
raros.
42
4 Don Nicomedes
43
sa frutas, hortalizas, huevos..., y cuando a
alguien le faltaban naranjas, las cambiaba
por lechugas al vecino.
Había en Rabicán un personaje que
nunca había tenido necesidad de cambiar
nada con sus vecinos; era un señor a
quien todos llamaban don Nicomedes. Te-
nía más vacas, más
cerdos y más gallinas
que todos los vecinos de Pueblo Alto jun-
tos. Su casa era la más grande, y sus
animales los más gordos y orondos. Desde
la mecedora que colocaba a la puerta de
su casa los veía comer y corretear a su
alrededor, mientras él se frotaba las ma-
nos de placer y se daba palmaditas de
satisfacción en su inmensa tripa. Este don
Nicomedes era un verdadero glotón; se
pasaba el día comiendo y comiendo, y el
tiempo que pasaba sin comer lo dedicaba
a inventar nuevos y sabrosísimos guisos.
Nunca tenía tiempo para charlar con
sus vecinos, ni para jugar con los niños,
ni para dar un paseo por el bosque.
Rosa y Tino vivían en la casa de al lado,
y muchas veces tenían que espantar a los
animales de don Nicomedes, provocando,
¡claro está!, la inmediata ira del glotón
vecino. Cuanto más se enfadaba don Nico-
medes más reían los niños, y estas
se
diversiones acababan siempre con las pro-
44
testas airadas de don Nicomedes a los
padres de Rosa y Tino:
— ¡No quiero que vuelvan a molestar a
mis animales! ¡Estos niños son una plaga!
—protestaba enfurecido.
—Tendría usted que tener más cuidado
para que sus animales no entrasen en
nuestra huerta, así nuestros hijos no los
molestarían —
contestaban los padres de
los niños.
— ¡Mis cerdos y mis no moles-
gallinas
tan,son dóciles
y pacíficos!
— pero comen nuestras lechugas.
Sí, se
De forma pasaban el tiempo discu-
esta
tiendo, hasta que cada cual se metía en su
casa muy enfadado.
No sólo los padres de Rosa y Tino
estaban hartos de aquel impertinente ve-
cino, sino otras muchas familias de Pueblo
Bajo. Porque los cerdos de don Nicomedes
organizaban a veces auténticas excursio-
nes por el pueblo, arrasando todo lo que
encontraban en su camino, pisoteando los
campos de trigo, comiéndose los productos
de las huertas y tirando, a su paso, los
tiestos de geranios con que adornaban las
puertas de las casas.
Un buen día se organizó en Rabicán un
campeonato de natación y todos los veci-
nos bajaron al río para participar. Trans-
45
currió la tarde entre los gritos de los niños,
la merienda campestre, las canciones y los
juegos. Cuando empezó a anochecer, las
familias volvieron a sus casas y Rosa y
Tino emprendieron con sus padres el ca-
mino de la suya. Tino iba orgullosísimo,
luciendo en el cuello una brillante medalla
que había conseguido gracias a un estu-
pendo salto de cabeza desde el puente.
Cuando llegaron a su casa, la sorpresa
fue mayúscula. La huerta aparecía com-
pletamente destrozada, las pobres lechugas
estaban arrancadas y esparcidas por el
suelo, los colorados tomates espachurra-
dos, y las flores que adornaban la casita,
destrozadas.
— ¡No ¿Qué habrá
es posible! sucedido.^
—exclamó padre.
el
— ¡Mis ¡Mis geranios! —
flores! sollozó la
madre.
— Mirad tomates, están todos espa-
los
churrados — Rosa.
gritó
— ¿Quién habrá — preguntó
sido.^ se el
padre.
— ¡Seguro que han animales de
sido los
don Nicomedes! — muy convencido
gritó
Tino— Se pasan
. entrando en nues-
el día
tra huerta,seguro que ellos se han comido
nuestras lechugas y nuestros tomates.
46
—Tienes razón, Tino — dijo el padre —
ahora mismo voy a su casa.
Y se dirigió hacia la casa vecina, muy
enfadado.
Al principio parecía que no había nadie,
pero al cabo de un rato apareció por fin
don Nicomedes frotándose los ojos con las
manos.
— ¿Qué —preguntó extrañado.
sucede.^
—Sus animales han entrado tarde esta
en mi huerta y la han destrozado. Mi
familia y yo nos hemos quedado sin toma-
tes y lechugas. Si usted hubiese tenido
más cuidado, no habría sucedido esto. Es
usted responsable del cuidado de sus ani-
males y de que éstos hagan.
lo
— ¡De ninguna manera! —
contestó don
Nicomedes airadamente — ¡Mis cerdos y
.
47
tomates pisoteados, para intentar aprove-
char lo que no estuviese muy estropeado.
Y al día siguiente, tal como había dicho,
su padre se dirigió al castillo para exponer
al Rey lo sucedido.
—Don Nicomedes no tiene cuidado con
sus animales, a pesar de que se lo hemos
dicho muchas veces. Todos los vecinos no
hemos hecho más que protestar porque
sabíamos que, tarde o temprano, sucede-
ría lo de ayer. Pero no nos ha querido
hacer caso. Toda mi cosecha está perdida:
las lechugas y los tomates, arrancados y
pisoteados por los cerdos; las flores de mi
casa, rotas y quebradas, porque también
se metieron con ellas los cerdos. Yo pido
que don Nicomedes me pague lo que me
estropeó.
—Este problema hay que solucionarlo
—pensó el Rey —
Voy a consultar con
.
48
andar por donde quieran! —decía éste —
Mi vecino debió colocar una valla alrede-
dor de su huerta.
— ¡La huerta no molesta a nadie con- —
testó el padre de Rosa y Tino —
y yo no
,
49
daba unos tirones flojitos de la blanca
barba.
—No sé, no sé, es un caso muy difícil...
50
medes insiste en que él no es el culpable,
que los culpables fueron los animales. Así
pues, lo más justo es que los propios
cerdos y gallinas compensen a la familia
perjudicada por sus destrozos. En conse-
cuencia, y a partir de hoy, los animales
que entraron en la huerta trabajarán y
darán sus huevos y su carne al propietario
de la huerta.
— ¡No —protestó don Nicome-
es justo!
des— Los animales son míos, no
. justo es
que los huevos que ponen mis gallinas y
los jamones que producen mis cerdos sean
para otra persona.
—
Pero como esos animales destrozaron
la huerta, ellos deben reparar el daño. Si
su dueño no es el responsable, los respon-
sables tendrán que ser ellos mismos, ¿no le
parece? —contestó Rafertini.
Don Nicomedes se alejó furioso camino
de su casa, murmurando en voz baja y sin
parar de protestar, mientras todos los ve-
cinos afirmaban, convencidos, que la deci-
sión había sido la más justa.
A partir de aquel día, Rosa, Tino y sus
padres cuidaron y vigilaron a los animales
y tuvieron huevos y carne, de forma que
no echaron de menos los productos de su
huerta. Los niños conocían por su nombre
a cada uno de los cerdos y a cada una de
52
las gallinas y, para sorpresa de todos, don
Nicomedes nunca más volvió a dejar a sus
otros animales sueltos: colocó una valla
alrededor de sus tierras, y todos los veci-
nos respiraron tranquilos porque sus huer-
tas y sus flores dejaron de correr peligro.
53
5 Renato y Romo
54
#
55
— ¡Qué va! Nada de eso. Esta lona es
muy resistente. Si queréis, yo os puedo
enseñar a haceros vuestras propias tien-
das. ¡Es muy divertido!
— por ¡Sí, ¿Nos enseñarás de
favor! ver-
—preguntaron todos a un tiempo.
dad.^
— muy
Claro, claro, es —contes- sencillo
tó Renato, mientras los ojos le brillaban
alegremente.
— ¿Vives tú solo aquí.^ —preguntó Jua-
na, no pudiendo resistir su curiosidad por
más tiempo.
— No, vivo con mis padres, que están
ahora lavando ropa en el río. Luego los
la
conoceréis. Son unos magníficos titiriteros,
y algún día yo seré tan bueno como ellos.
Llevamos mucho tiempo viajando por di-
ferentes planetas y ahora buscamos un
sitio donde quedarnos a vivir para siempre.
— ¡Quedaos aquí! Este planeta es muy
pequeño pero muy bonito y estoy segura
de que os gustará —
dijo Casilda, emocio-
nada ante la idea de tener un amigo que
fuese un auténtico titiritero.
— ¿Y qué sabes hacer ¿Sabes dar tú.^
en
volteretas —preguntó
el aire.^ Julián.
— ¿Que dar
si sé ¡No he volteretas?
hecho otra cosa en toda mi —con- vida!
testó Renato muy orgulloso.
Y, dicho y hecho, el niño comenzó a
56
correr y dar saltos en el aire, ¡uno!, ¡dos!,
58
nando en dirección a la tienda amarilla,
una mujer y un hombre con un gran cesto
de ropa que sujetaban cada uno por un
asa. Si los niños se habían sorprendido al
ver a Renato, mucho más se sorprendie-
ron al ver a sus padres.
La madre de Renato llevaba una amplí-
sima falda de volantes; en la cabeza, un
pañuelo de lunares del que se escapaban
algunos rizos negros, exactamente iguales
a los de su hijo; de las orejas colgaban
unos larguísimos pendientes dorados, que
se movían compás de sus pasos.
al
El padre calzaba unas enormes botas
rojas que le hasta la rodilla,
llegaban
llevaba un gran sombrero de paja que le
tapaba hasta los ojos, y bajo la nariz lucía
un espeso y larguísimo bigote que bajaba
hasta la barbilla.
Los niños se quedaron tan sorprendidos
que no pudieron decir ni media palabra.
Renato, dando un brinco, presentó a
sus padres:
—
Estos son mis padres: a mi derecha
la señora Zambroni, a mi izquierda el
señor Zambroni, los mejores titiriteros
que nunca hayáis visto. La señora Zam-
broni es capaz de andar y bailar sobre
un cable tendido desde una casa a otra,
a la altura del tejado, y el señor Zambro-
59
ni podría dar saltos y más saltos hasta
aburriros.
—Hola, buenos días, nosotros somos los
niños de Rabicán; yo soy Casilda y éstos
son mi hermano Julián, Rosa, Tino y Juana.
— Hola, niños, (icómo estáis.^ —
sonrió la
señora Zambroni, mostrando unos dientes
blanquísimos — Estoy encantada de cono-
.
60
teando ante la idea de presenciar un es-
pectáculo tan emocionante.
— Muy bien. Entonces, mañana por la
tarde será la función. Os esperamos a
todos y muchas gracias por encargaros de
avisar a vuestras familias y a vuestros
vecinos. Renato, ven a ayudarnos a prepa-
rar todo y a afinar los instrumentos de
música — dijo el señor Zambroni entrando
en la tienda amarilla.
Los niños pasaron la mañana inquietos,
incapaces de estudiar, y pensando que, de
mayores, todos serían tan buenos titirite-
ros como padres de Renato.
los Ya se
veían dando saltos y más saltos por el aire,
de la familia Zambroni.
El Rey acabó mareado con las nerviosas
explicaciones que le daban Casilda y Julián.
61
— ¡Sí, sí, os aseguro que iré, no me lo
volváis a repetir! ¡Ya me habéis dicho cien
veces que son una maravilla! Mañana
iremos a verlos, quedaos tranquilos.
Al día siguiente por la tarde, la explana-
da cercana a la escuela aparecía abarrota-
da de curiosos; todas las familias de Rabi-
cán habían acudido a presenciar la fun-
ción de los Zambroni.
Cuando llegó lahora señalada, por la
puerta de la tienda aparecieron Renato y
sus padres, acompañados por Romo, el
pequeño perrito, que llevaba alrededor del
cuello un enorme lazo de color rojo.
¡Tururú! ¡tararí! ¡bum! ¡bum!, sonaron
la trompeta y el tambor.
— ¡Atención, atención! —anunció Rena-
to — A continuación va a dar comienzo
. la
gran función, en la cual estos magníficos
titiriteros, los Zambroni, que son mis pa-
dres, van a dar los más extraordinarios
saltos y a ejecutar los más difíciles ejerci-
cios que nunca nadie haya visto. ¡Aten-
ción, silencio, por favor!
Y efectivamente, mientras el señor Zam-
broni daba un salto tras otro, provocando
la admiración del público, la señora Zam-
broni trepaba por una cuerda hasta la
copa de un árbol y se subía a un cable
tendido entre dos árboles, que cruzaba por
62
encima de cabezas de los espectadores;
las
63
sitiosiempre que queremos —
contestó el
señor Zambroni.
—
Yo os enseñaré a construir vuestras
propias tiendas y ya veréis qué divertido es
—prometió Renato.
A partir de aquel día los niños se hicie-
ron amigos inseparables de Renato, quien
les iba enseñando poco a poco a dar
volteretas y a construir tiendas de campa-
ña con trozos de lona.
Cuando los niños aprendieron a montar
sus propias tiendas, las instalaron delante
de sus casas, y los padres no encontraban
la manera de convencerlos para que dur-
mieran en sus camas.
El Rey tenía que bajar todas las noches
a la puerta del castillo para convencer a
Casilda y Julián de que la cama que les
esperaba en sus cuartos era más blanda y
calen tita que el duro suelo de la tienda.
Las personas mayores creían que todo
esto eran manías de los niños, y muy
pronto comenzaron a quejarse de la in-
fluencia que Renato ejercía sobre sus hijos.
—iEse niño es un trasto! No va a la
escuela y anda todo el día por ahí, dando
saltos.
— una ¡Es muy rara y
familia está per-
judicando a nuestros hijos!
— madre¡La de una forma
viste más
64
rara...! ¡Mira que esos pañuelos tan llama-
tivos que lleva...!
Por todo ello, la gente empezó a sentirse
molesta con la presencia de la familia
Zambroni en Rabicán; les extrañaba que
no viviesen en una casa como las suyas y
que no llevasen las mismas ropas que ellos.
Pasaron los meses y, mientras mayor
era la amistad de los niños con Renato,
tanto mayor era la antipatía que los veci-
nos de Rabicán sentían hacia sus padres;
ya no iban a verlos a las funciones y
nunca se acercaban a la gran tienda ama-
rilla para charlar con ellos un rato.
Renato se daba cuenta y lo comentaba
entristecido con sus amigos:
— La gente de aquí no nos quiere, no les
gusta que seamos titiriteros ni que viva-
mos en una tienda de campaña. Mis pa-
dres están muy tristes y piensan marchar-
se de aquí.
— ¡No os vayáis!, nosotros os queremos
y somos vuestros amigos —protestaban
los niños.
—Ya lo sé, ya sé que somos amigos,
pero si nadie viene a nuestras funciones
para vernos trabajar, no tendremos más
remedio que marcharnos —
Renato aga-
chaba la cabeza entristecido, pensando
cuánto sentiría tener que dejar a sus nue-
65
vos amigos. Romo apoyaba la cabeza so-
bre la rodilla de su amo, dándose cuenta
de la pena del niño.
Un buen día, cuando los niños llegaron
a la escuela y, como siempre, se disponían
a acercarse a la tienda de la familia Zam-
broni para saludarles, se dieron cuenta de
que la tienda no estaba allí; la gran lona
amarilla, que destacaba desde lejos sobre
el verde brillante del césped, había desapa-
recido.
Los niños corrieron durante toda la
mañana de un extremo a otro del planeta,
llamando a voces a sus amigos; buscaron
por entre los árboles del bosque; subieron
y bajaron una y otra vez la pequeña
montaña de Rabicán, intentando encon-
trar a los titiriteros, pero pasó el día y sus
amigos no aparecieron.
Cuando, finalmente, se convencieron de
que Zambroni se habían marchado del
los
planeta, se echaron a llorar desconsolada-
mente; de tal forma que nadie conseguía
consolarlos.
Sus padres les prometieron fiestas y
regalos, pero nada hacía sonreír a los niños.
Casilda dejó de construir los muebles
que tan maravillosamente sabía hacer, a
pesar de que el Rey le trajo maderos
preciosos, lisos y brillantes; Julián no que-
66
ría dar sus acostumbrados paseos a caba-
llo por el bosque; Juana dejó de corretear
67
—Podríamos llamarlos para que vuel-
van, pero no sabemos dónde habrán podi-
do ir. Cerca de Rabicán hay tantos plane-
tas que tardaríamos años en encontrarlos
—contestó Rey.
entristecido el
—Pero podríamos mandar unas señales
para que vean desde donde estén
ellos las
— ocurrió anciano
se le al Rafertini.
— ¿Y qué —preguntaron
señales? los
padres.
—Lanzaremos montones de
al cielo glo-
bos de colores, pidiendo a los Zambroni
que vuelvan. De esta forma, estén donde
estén, podrán verlos y sabrán que los
esperamos.
— ¡Bravo, una idea
Rafertinil ¡Es genial!
— Rey entusiasmado.
gritó el
Inmediatamente pusieron manos a la
obra; reunieron centenares de globos de
diferentes colores, y en ellos escribieron su
mensaje a los titiriteros, pidiéndoles que
volviesen. Cuando tuvieron todo prepara-
do, los vecinos se reunieron en el puente
y, ante la alegría de los niños, dejaron
libres los globos que, por un momento,
formaron una nube multicolor, brillante
bajo los rayos dorados del sol.
Pasaron los días lentamente. Los niños
no hacían más que escudriñar el cielo, y
68
todas las mañanas acercaban al lugar
se
en el que había estado plantada la tienda.
Por fin, un día, cuando caminaban ha-
cia la escuela, oyeron a lo lejos unos
ladridos que inmediatamente reconocie-
ron.
— Romo! ¡Ya han vuelto!
¡Es gritó —
Julián echando a correr, mientras sus ami-
gos daban saltos de alegría.
— ¡Renato! ¡Renato! —llamaron a voces
Casilda y Juana.
A lo lejos vieron acercarse al matrimo-
nio Zambroni. Renato y Romo corrían
delante de ellos. Al llegar, se abrazaron
riendo y, cuando ya estuvieron más tran-
quilos, el señor Zambroni habló con voz
muy emocionada:
—Muy de aquí, en un planeta al
lejos
que habíamos llegado tristes y cansados
después de un largo viaje, vimos un día
cruzar el cielo unos alegres globos de
colores. Al fijarnos mejor, pudimos leer el
mensaje que nos enviabais. Hemos venido
lo antes posible, porque no queríamos que
estuvieseis tristes; no os debéis preocupar
porque, si estáis conformes, nos quedare-
mos a vivir aquí para siempre.
— ¡Sí, por favor! —
gritaron los niños.
— ¡No os volváis a marchar! pidió —
Tino.
69
Cuando de Rabicán se ente-
los vecinos
raron de la llegada de los titiriteros, se
acercaron a la gran tienda amarilla para
darles la bienvenida y el Rey habló en
nombre de los demás:
— Os pedimos perdón por no haber sa-
bido comprenderos. Queremos que os que-
déis a vivir aquí, en nuestro planeta, y que
seáis amigos nuestros.
Los niños aplaudieron encantados las
palabras del Rey y, a partir de entonces,
los Zambroni fueron respetados y queridos
por todos, Renato dio clases a sus amigos
y los niños de Rabicán llegaron a dar
sorprendentes volteretas y maravillosos vo-
latines.
70
6 Los fris cantos
71
objetos, llegaron a Rabicán, sorprendien-
do con la inesperada visita a sus habi-
tantes.
El Rey, cuando supo la noticia, decidió
ir personalmente a dar la bienvenida a los
vecinos recién llegados.
—
Quisiera que fueseis felices aquí; to-
mad que necesitéis, os ayudaremos en
lo
todo lo que podamos y os permitiremos
construir vuestras casas aquí mismo, en el
límite del bosque.
—Muchas Rey de Rabicán
gracias.
—contestaron comerciantes de
los Frisca-
nia — os aseguramos que no os arrepen-
,
72
Cuando éstos aparecieron, todo el mun-
do quedó silencioso de inmediato.
— ¡Oh Rey de Rabicún! En nuestro pla-
neta Friscania hemos sabido las incomodi-
dades que sufres al tener que subir y bajar
constantemente las escaleras de tu estre-
cho castillo. Hemos querido poner fin a
esta incómoda situación y te presentamos
este aparato mágico que solucionará tu
problema. Con él podrás subir y bajar por
tu castillo todas las veces que quieras, sin
sentir el más ligero cansancio.
Y ante el asombro de los presentes, los
comerciantes descubrieron una extraña
máquina que no era ni más ni menos que
un ascensor. Pero como en Rabicún nun-
ca habían visto un ascensor, se quedaron
asombrados, escuchando con boca abier-
la
ta las explicaciones que daban los comer-
ciantes.
Cuando aparato estuvo debidamente
el
73
querían ver los maravillosos aparatos que
habían traído los friscanios.
— /Podríais instalarme una máquina
igual para subir hasta mi buhardilla? pe- —
día un vecino.
— ¿Qué otras maravillas habéis traído?
—preguntaba otro.
— ¿Tenéis alguna máquina que consiga
que mis vacas den más leche y que mis
gallinas pongan más huevos? — se le
74
—¿Qué ¿Cómo
será? —
se utilizará? se
preguntó Casilda.
—Acercaos, niños —intervino un co-
merciante— ¿Os gusta
.
maravillosa
esta
moto? Es muy sencilla de conducir, podréis
aprender a manejarla con una pequeña
explicación.
— ¡Sí, enséñanos a conducirla, por favor!
—pidieron los niños.
El comerciante se acercó a la moto y les
fue explicando la forma en que debían
girar a un lado y a otro; la manivela que
debían apretar para frenar y la forma en
que debían mantener el equilibrio sobre la
moto.
Los niños, cuando acabó la explicación,
corrieron hasta sus casas para convencer
a sus padres de las maravillas de aquella
máquina. Muy pronto consiguieron tener
una moto, con la que daban vueltas cons-
tantemente alrededor del pequeño plane-
ta, produciendo un ruido ensordecedor.
Al cabo de unos meses, todos los veci-
nos de Rabicán poseían máquinas que
hacían casi todos los trabajos. A fin de
poder traer más y más cosas, habían ido
llegando expediciones continuas de comer-
ciantes de Friscania. Construían sus casas
en el bosque cortando los inmensos árbo-
les que lo poblaban. Donde antes había
76
piedras, lagartijas y extrañas hierbas, aho-
ra sólo se veían muchas cabañas de ma-
dera, donde vivían los comerciantes.
Ante tal avalancha de visitantes, no
hubo más remedio que hacer nuevos po-
zos para tener agua fresca, pues los que se
utilizaban antes habían quedado agotados
hacía ya tiempo. También fue necesario
construir un camino que llegara directa-
mente hasta el poblado de los comerciantes.
Los peces del río, con los que normal-
mente se abastecían de pescado los habi-
tantes de Rabicán, escaseaban cada día
más porque había mucha más gente que
pescaba en el río. Y también porque allí se
arrojaban los desperdicios del poblado de
los comerciantes de Friscania. Pero los
alegres ciudadanos de Rabicán no se da-
ban cuenta de estas incomodidades; cada
día descubrían nuevos y raros objetos de
los que rápidamente se encaprichaban.
Un buen día, los niños salieron, como
casi todas las tardes, a dar un paseo con
su flamante moto bordeando el río; como
la tarde era calurosa, decidieron hacer un
alto en su excursión para bañarse en el río.
— ¡Venga, Renato! — gritaba Julián—
¡Tírate de cabeza!
— ¡Ya voy! ¡Ya voy! Hagamos una ca-
rrera.
77
Durante el restode la tarde los niños
estuvieron chapoteando, jugando y riendo
en el río, y bebieron grandes tragos de agua.
Por la noche, al llegar a sus casas,
estaban cansados y sin ganas de cenar.
— Seguro que habéis comido chucherías
y caramelos — regañó el Rey a sus hijos.
En todas las casas tuvo lugar, más o
menos, la misma escena.
A Rosa y Tino sus padres los mandaron
a la cama antes de tiempo, pensando que
habrían comido demasiadas ciruelas.
Los niños pasaron la noche inquietos,
dando vueltas en su cama sin conseguir
dormirse, y, al día siguiente, ninguno pu-
do ir a la escuela; se quedaron en la cama,
quejándose de grandes dolores en la tripa.
Los padres comenzaron a asustarse y
avisaron a Rafertini, pidiéndole algún bre-
baje que curase a sus hijos.
— Primero tendré que visitarlos y averi-
guar qué comieron —
contestó Rafertini.
Y así lo hizo; fue visitando uno por uno
a los niños, muy extrañado de que ningu-
no de ellos hubiese comido lo mismo;
visitó también a Renato, en la gran tienda
amarilla en la que vivía con sus padres.
— Dime, ¿qué es lo que comisteis? —
pre-
guntó.
—Yo comí en casa la comida que hizo
78
mi madre —contestó Renato con una mue-
ca de dolor, pues la tripa cada vez le dolía
más — Luego, estuvimos dando un paseo
.
79
— ¡Esto no puede continuar así! — gritó
muy enfadado Rafertini —
Los niños han
.
los comerciantes!
El Rey, al principio, no estaba muy
decidido a echar a los friscanios. ¡Perde-
rían tantas cosas buenas! ¡Sobre todo su
ascensor!
Intentó convencer a sus súbditos; pero
éstos no hacían más que repetirle los
inconvenientes de aquellas máquinas.
80
Al final, el Rey voluntad de
se plegó a la
la mayoría y, sin esperar más, llamó a los
friscanios y les dijo que, cuanto antes
mejor, abandonasen Rabicán.
Los comerciantes recogieron todas sus
cosas y se fueron, llevándose sus máqui-
nas y sus extraños objetos. Unicamente
dejaron la moto a los niños, pues qui-
sieron reparar el daño que les habían
causado.
Los niños mejoraron rápidamente, gra-
cias a los eficaces brebajes que Rafertini
les preparó. Todos los vecinos de Rabicán
81
7 Fútbol en Rabicán
82
saber cuál sería el regalo que el Rey haría
a su hijo. Porque, naturalmente, lo disfru-
tarían entre todos.
El día de su cumpleaños Julián reunió a
todos los chicos en el castillo y organizó
una estupenda merienda en la que abun-
daron bollos y pasteles, sin faltar, por
supuesto, una gigantesca tarta que fue
devorada rápidamente por los niños.
Al terminar la fiesta, el Rey entregó un
gran paquete redondo a su hijo.
— —
Espero que te haga ilusión le dijo, a
la vez que le daba un beso.
— —
¡Abrelo ya, Julián! exclamó impa-
ciente Casilda.
— ¡Venga! ¡Venga! No seas pesado — gri-
tó Renato.
Julián desenvolvió apresuradamente el
paquete y mostró a sus amigos un enorme
balón de fútbol; era realmente magnífico,
fuerte, duro como los de verdad. En Rabi-
cán los niños eran muy aficionados a
jugar y tenían un pequeño campo de
fútbol delante de la escuela.
— ¡Es estupendo! Muchas gracias, papá
— gritó entusiasmado Julián —
Ahora po-
.
83
matorrales que hay en la verja de la
escuela —
dijo Tino.
Los niños estuvieron el resto de la tarde
jugando con el balón, dándole patadas
continuamente y pasándoselo unos a otros
de cabeza.
Aquella misma tarde formaron dos equi-
pos y organizaron un campeonato que
jugarían por la tarde, a la salida de la
escuela.
La afición al fútbol fue cada día ma-
yor. Aprendieron a regatear y a sacar
con la cabeza, a chutar con fuerza y a
parar la pelota, incluso en las ocasiones
más difíciles. A todos les encantaba jugar
y la única que a veces protestaba era Ca-
silda.
— unos pesados! Tenemos que pa-
¡Sois
sarnos todas las tardes venga a darle
patatas al balón, en vez de ir a pasear por
el bosque o a nadar al río. ¡No entiendo
84
para seguir jugando necesitamos que te
pongas de portera.
— ¡Pues ahora no me pongol lYa estoy
harta de pasarme las tardes como una
boba jugando al fútbol, sin gustarmel
— iPero te necesitamos! dijo Tino — —
Si no te pones nos falta un portero.
— Por favor, Casilda, quédate a jugar
— pidió también Rosa.
— |He dicho que no y es que no! Ca- —
silda seguía muy enfadada y, dirigiéndose
a la puerta de la escuela, echó a andar en
dirección al castillo, mientras sus amigos
la miraban asombrados por su repentino
enfado.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó
Rosa.
—Tenemos que convencerla para que
mañana vuelva a jugar — Juana. dijo
—Casilda muy mal genio y seguro
tiene
que no querrá una
venir. lEs antipática!
— gritó furioso Julián.
—No antipática — defendió Jua-
es la
na— simplemente que no
, gusta jugar le
85
ella y estoy segura de que querrá volver a
jugar.
Esa noche en el castillo hubo malas
caras y gestos de antipatía entre los dos
hermanos; el Rey intentó que hiciesen las
paces pero no lo consiguió.
— ¡Los dos sois unos cabezotas! «fQué
tontería es ésa de enfadarse por un partido
de fútbol.^ ¡Nunca he visto nada igual!
Pero ni el propio Rey consiguió que los
dos hermanos se diesen un beso e hiciesen
las paces.
Al día siguiente, antes de ir a la escuela,
Juana corrió hasta el castillo para poder
hablar con Casilda.
— Compréndelo, Casilda le dijo— ha- — ,
86
el menor caso a Juana, que se quedó
parada sin saber qué contestar.
La mañana comenzó tranquilamente,
aunque los niños se miraban unos a otros
imaginándose la bronca que, casi seguro,
se armaría al terminar la clase. Julián
miraba ceñudo a Casilda y ésta le respon-
día sacándole la lengua.
Y, efectivamente, cuando por fin acabó
la clase y los niños salieron al jardín,
Julián preguntó de sopetón a Casilda:
— ¿Vas a jugar o no.^
—Ya ayer que no, y hoy
dije sigo dicien-
do mismo —contestó, cabezota,
lo Casil-
da — yo me voy
;
bosque a dar un paseo
al
87
—Pues yo creo, como Julián, que Casil-
da es una cabezota y una antipática in- —
tervino Tino, muy disgustado porque se
hubiese estropeado el partido.
—
¡Nada de eso! —
^Juana defendió a su
amiga —
Lo que pasa es que ahora no
.
dote.
.
—Creí que no a venir nadie —con-
ibais
testó Casilda — Que todos .
que- preferiríais
daros en el jardín de la escuela jugando al
fútbol.
88
—Escucha, Casilda — Rosa
dijo No — .
89
Cuando le contó lo que sucedía, el an-
ciano se quedó pensativo, atusándose la
barba mientras la frente se le llenaba de
arrugas.
— No sé, no sé, Juana... La verdad es
que no se me ocurre nada para conseguir
que Julián y Casilda hagan las paces.
— Pero así no podemos seguir le con- —
testó Juana — Estamos todos incómodos y
.
90
a quienes tenían que convencer era a
Casilda y a Julián.
Casilda, al principio, dijo que, resultase
loque resultase, ella no jugaría al fútbol si
no le apetecía.
— ¡Casilda, no seas cabezota! insistió—
Juana — . Es la única forma de que dejemos
de estar enfadados. Debes aceptar el resul-
tado, sea el que sea, y si no lo haces, todos
nos sentiremos defraudados.
—Tienes que aceptar la votación — in-
tentó convencerla Rosa — .
Julián dice que
aceptará resultado y que si decidimos
el
91
terminaron, Juana los recogió en la gorra
de Renato, y en voz alta fue leyendo:
—Uno a favor del fútbol, otro a favor
del fútbol, uno a favor de los paseos por el
bosque, otro a favor del fútbol, y otro y
otro. En total, cinco votos a favor de que
juguemos al fútbol y uno solo a favor de
los paseos por el bosque.
Casilda, al oír el resultado de las vota-
ciones, se levantó y, muy seria, dijo al
resto de los niños:
—
Ya he visto que preferís jugar al fút-
bol. He sido una cabezota. Espero que me
perdonéis por haberme empeñado en que
no jugásemos con el balón de Julián y por
haberos estropeado durante estos días los
partidos. Pero no os preocupéis porque, a
partir de ahora, jugaré de portero, como
siempre, y tendremos dos equipos comple-
tos.
— ¡Muy —contestó Rena-
bien, Casilda!
to — Yo propongo que, un día a sema-
. la
na, vayamos todos bosque a buscar
al
hierbas y piedras, para que no se fastidie
siempre Casilda.
Todos estuvieron de acuerdo con la
propuesta de Renato. Y a partir de aquel
día,nunca más volvieron a disgustarse
por nada los niños de Rabicún porque,
cada vez que había opiniones diferentes.
92
votaban. Y, naturalmente, todos acepta-
ban el resultado. Fuese el que fuese.
94
Indice
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•
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