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Kahie/Austin Foundation

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Rabicún
Patricia Barbadillo

ediciones Hub JoacMn Xirma 39 28044Maclrid


Colección dirigida por Marinelia Terzi

Primera edición: junio 1982


Decimoctava edición: marzo 1997

Ilustraciones y cubierta: Antonio Tollo

© Patricia Barbadillo, 1982


© Ediciones SM
Joaquín Turina, 39 - 28044 Madrid

Comercializa: CESMA, SA - Aguacate, 43 - 28044 Madrid

ISBN: 84-348-1010-7
Depósito legal: M-7925-1997
Fotocomposición: Secomp
Impreso en España/Printed in Spain
Orymu, SA - Ruiz de Alda. 1 - Pinto (Madrid)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro,


ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna
forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por
fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y
por escrito de los titulares del copyright.
Al Felipe de mi vida
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1 El pequeño planeta
Rabicán

No SÉ si vosotros habréis visto alguna


vez en el cielo, lejos, muy lejos de la
Tierra, un planeta que constantemen-
gira
te alrededor del sol; se llama Rabicán y es
un planeta tan perezoso que tarda nada
menos que mil años en dar una vuelta
completa al Sol.
Rabicán es muy pequeño y sólo tiene
dos pueblos; el primero está en una mon-
taña que hay, y por eso lo llaman Pueblo
Alto; el otro está en una llanura y se llama
Pueblo Bajo. Un río atraviesa el planeta de
cabo a rabo, y separa la llanura de la
montaña.
Junto al río hay un bosque de pinos y,
al lado, un castillo estrecho, muy estrecho
y altísimo; como Rabicán es tan pequeño,
cuando construyeron el castillo no pudie-
ron hacerlo muy ancho, porque si no no

7
hubiera cabido en el planeta; por eso lo
tuvieron que construir hacia arriba, hacia
esas nubes que acarician a las cigüeñas
que viven en el torreón más alto del
castillo. El Rey que en el castillo
vivía
siempre estaba refunfuñando por la canti-
dad de escaleras que tenía que subir al
cabo del día. Tardaba cuatro horas en
subir hasta el torreón y, mientras iba
subiendo, siempre protestaba:
“¡Qué lata de escaleras! ¡Seguro que
soy el Rey que más escaleras tiene que
subir y bajar para andar por su casa!
Pero lo cierto es que el castillo era
precioso y tenía en cada piso un balcón
muy grande del que colgaban flores de mil
colores distintos.
Desde hacía ya muchos años, la gente
que vivía en Pueblo Alto estaba enemista--
da con los que vivían en Pueblo Bajo; ya
nadie se acordaba de por qué estaban
enfadados, solamente sabían que, al cru-
zarse con algún habitante del otro pueblo
por el bosque, debían poner cara de mal
genio.
En cambio, niños de los dos pueblos,
los
como habían nacido después de aquel
famoso enfado, eran muy amigos y cruza-
ban el río por las tardes, en una barca,
para poder jugar todos juntos.
En Pueblo Bajo vivía una niña que se
llamaba Juana. Sus padres eran carpinte-
ros; hacían unos muebles preciosos para
los habitantes de Rabicán. Juana muchas
veces les ayudaba y decoraba las sillas, las
mesas y los aparadores, pintándoles ñores
y animales.
Por las mañanas, Juana y los demás
niños de Rabicán iban todos a la escuela,
que valía para los dos pueblos. La escuela
era una casa pequeñita con un jardín muy
grande lleno de columpios, donde, entre
clase y clase, todos los niños jugaban y se
columpiaban arriba y abajo. Tan alto su-
bían que desde arriba veían los tejados de
lascasas de Pueblo Bajo.
Juana siempre estaba organizando jue-
gos y excursiones; unos días se iban al
bosque a buscar moras para hacer merme-
lada en sus casas; otro día se disfrazaban
y corrían por los dos pueblos vestidos de
piratas, hadas, gatos y leones.
Un día todos los niños de Rabicán deci-
dieron organizar una gran fiesta; tendría
que ser una fiesta secreta, y no debían
enterarse sus padres; cada niño llevaría de
su casa lo que pudiese: galletas, bollos,
pasteles, nueces...
—Tendremos que reunirnos todos por
la noche, cuando ya nuestros padres se

9
hayan acostado —Juana iba explicando a
los demás.
—Pero, c'cómo nos reuniremos.^ Tendría-
mos que cruzar de noche —
el río Casilda,
la hija delRey, estaba un poco preocupa-
da con la excursión nocturna.

No te preocupes; los que vivan en
Pueblo Alto cruzarán el río en la barca y
nos reuniremos en las afueras de Pueblo
Bajo; tú, como vives en el castillo, puedes
venir con estupendo!
ellos. ¡Será
— ¡fCómo cruzaremos el río de noche.^
No veremos la otra orilla —intervino Ju-
lián, que era el hermano de Casilda.

Os haremos señas con una linterna y
veréis perfectamente hacia dónde tenéis
que ir —
contestó Juana, que no encontra-
ba ninguna dificultad en la organización
de la fiesta.
— ¡Yo traeré dulce de membrillo! —pro-
metió Rosa, que en Pueblo
vivía Alto.
— ¡Y nueces y piñones! — su
yo, gritó
hermano pequeño.
—Nosotros traeremos y cara-
pasteles
melos — aseguró Casilda.
Los niños estaban muy nerviosos, pen-
sando qué estupendas golosinas iban a
reunir entre todos, sin que sus padres se
diesen cuenta.
Se instalarían en un gran campo de

10
flores amarillas, cerca de Pueblo Bajo, y
allí podrían cantar y organizar juegos, sin

miedo a que nadie pudiese oírles.


Cuando llegó la hora de marcharse a
sus casas a cenar, se despidieron hasta
dentro de unas horas. Juana daba las
últimas instrucciones a los niños que vi-
vían en Pueblo Alto.
— Acordaos bien, tenéis que recoger a
Casilda y a Julián en el castillo, y desde allí
cruzar el río en línea recta. Os estaremos
esperando con mi linterna, y solamente
tendréis que dirigir la barca hacia la luz.
— No te preocupes, seremos muy pun-
tuales y vendremos cargados de golosinas
— prometió Rosa.
Esa noche, todos los padres y todas las
madres de Rabicán notaron que sus hijos
estaban más nerviosos que de costumbre
y que cuchicheaban en voz baja entre
ellos; pero nadie podía imaginar el plan
que tenían preparado para cuando las
personas mayores se hubiesen dormido.
Casilda y Julián revolvieron la despensa
del castillo, cogiendo todo lo que encontra-
ron de más delicioso: bollos, caramelos,
pasteles...
Cargados con subieron hasta
los dulces,
su cuarto y escondieron todo debajo de las
camas.
.

Durante la cena el Rey los miraba extra-


ñado al ver lo nerviosos que estaban.

¿Qué estáis tramando.^ —
preguntó —
Seguro que preparáis alguna travesura.
¡Que no se os ocurra hacer ninguna ton-
tería!
—No preocupes, papá, Julián y yo
te
nos portaremos no vamos a hacer
bien,
nada —contestó mientras que por
Casilda,
debajo de la mesa daba, patadas a su
hermano.
—No no sé... te conozco, Casilda, y
sé,
siempre que te pones nerviosa y cuchi-
cheas cosas al oído a Julián es porque
tramas alguna travesura...
— De verdad que no haremos nada ma-
lo, papá. ¡Si después de la cena nos vamos

a acostar en seguida...!
El Rey los miró y, pensando que, efecti-
vamente, en aquel día ya no les daría
tiempo a organizar ninguna trastada, se
quedó más tranquilo.
En casa de Juana también sus padres
estaban extrañados al verla ir y venir de
una habitación a otra y de la cocina a su
cuarto. Pero como Juana era una niña
muy inquieta, no le dieron importancia y,
después de la cena, le dieron un beso y las
buenas noches y la dejaron acostada y
bien arropada en su cama.

12
En todas las casas de Rabicán, lo mismo
en Pueblo Alto que en Pueblo Bajo, empe-
zaron a apagarse las luces. En el castillo
también se apagaron, y muy pronto quedó
el pequeño planeta a oscuras, alumbrado
únicamente por algún farol que había en
las calles.
En medio de oscuridad empezaron a
la
salir los niños de sus casas, muy nervio-
sos, conteniendo la risa para no armar
ruido.
— ¡Venga!, vamos a buscar a
al castillo
Casilda y Julián —decía Rosa a demás los
niños de Pueblo Alto, mientras agarraba
de la mano a su hermano pequeño, que
protestaba porque quería empezar a comer-
se ya los dulces que habían cogido en su
casa.
— Hasta que no llegue-
¡Cállate ya. Tino!
mos a Pueblo Bajo y estemos todos no
empezará la fiesta —
le regañaba su her-

mana.
Cuando grupo de niños llegó al casti-
el
llo, encontraron a Casilda y Julián carga-

dos con unos paquetes enormes de dulces.


— ¡Vamos rápido! —
cuchicheó Casil-
da— Juana y los demás ya nos estarán
.

esperando en la otra orilla.


Se dirigieron en silencio hacia el río y
comenzaron a colocarse todos en la barca.
Pero tan cargados iban que casi no cabían.
— ¡Corred ese paquete! tú ¡Tino, siéntate
aquí, a mi lado!
— que me has pisado un —
¡Ay, pie! gri-
taba un niño.
— ¡Perdona!, vosotros sentaos allí; tú, al
lado de Julián —decía Rosa a uno de los
niños más pequeños.
— que no quepo! Correos un poco
¡Si es
a derecha — protestaba Tino.
la
Cuando ya todos estuvieron acomoda-
dos en la barca, casi no podían respirar de
lo apretados que iban unos junto a otros;
además, los paquetes abultaban muchísi-
mo más de lo que habían imaginado.
Empujaron la barca hacia el centro del
río, y aquélla comenzó a deslizarse suave-
mente. Pero de pronto se dieron cuenta,
horrorizados, de que casi iban hundidos; el
agua llegaba justo hasta el borde de la
barca y, si se movían, aunque sólo fuese
un poco, el agua entraría dentro de la
barca.
—¿Qué hacemos ahora.^Estamos en me-
dio del río, y si intentamos remar nos
hundiremos —dijo Julián, muy asustado.

Lo mejor será quedarnos muy quietos
y gritar a Juana para que avise y vengan
por nosotros —
sugirió Casilda.
Estaban tan asustados que nadie pensa-

14
ba en labronca que sus padres iban a
organizar; todos deseaban salir de aquella
barca cuanto antes y, de pronto, vieron a
lo lejos, en la otra orilla del río, una luz
que les hacía señales apagándose y encen-
diéndose.
— ¡Esa es Juanal Gritemos todos a un
tiempo para que nos oigan y vengan por
nosotros —
exclamó Rosa.
Y todos comenzaron a chillar.
— ¡Socorro! ¡Socorro! La barca no puede
avanzar. ¡Si nos movemos se hundirá!
¡Socorro!
En la otra orilla, Juana y los demás
niños de Pueblo Bajo escucharon asusta-
dos los gritos de sus amigos.
— ¡Rápido, debemos avisar en seguida a
nuestros padres! ¡Id todos a vuestras casas
a despertarlos! —
gritó Juana mientras
echaba a correr hacia la suya.
Muy pronto las luces de las casas de
Pueblo Bajo estuvieron encendidas, y los
padres escucharon horrorizados la historia
que sus hijos les contaban.
Las familias se reunieron a la orilla del
río, y el padre de Juana gritó muy fuerte a
los niños que estaban en la barca:
— ¡No os mováis! ¡Iremos muy pronto
por vosotros! ¡Pero tenéis que estaros muy
quietos!

15
Los padres comprendieron que la única
forma de rescatar la barca era ir a nado
hacia ella y, entre todos, empujarla suave-
mente hacia la orilla. Rápidamente se
echaron al río un grupo, nadando hacia
donde estaba la barca, mientras los demás
esperaban en la orilla con unas mantas.
Todas las luces de las casas de Pueblo Bajo
estaban encendidas para que los nadado-
res pudiesen ver bien el lugar en que
estaba la barca.
Poco a poco la fueron empujando hacia
la orilla, hasta que finalmente llegaron y
los niños pudieron salir de la barca, abra-
zándose unos a otros muy contentos, y
respirando aliviados después del miedo
que habían pasado.
— Esta noche os quedaréis todos en nues-
tras casas y mañana por la mañana os
llevaremos a todos a las vuestras— dijeron
las familias de Pueblo Bajo.
Muy contentos, todos los niños se que-
daron a dormir aquella noche en casa de
sus amigos. Pero no podían dormirse de
nerviosos que estaban, y pasaron toda la
noche comentando la gran aventura.
Al día siguiente las familias de Pueblo
Alto se llevaron un susto de miedo al ver
todas las camas de los niños vacías, y el
Rey bajó corriendo como un loco las esca-

16
leras de su castillo, porque él tampoco
había encontrado a sus hijos en sus cuar-
tos. Pero se tranquilizaron al ver que
desde Pueblo Bajo les hacían señas, mien-
tras en la orilla esperaban los niños que
los pasasen en la barca.
— c'Qué habrá pasado.^ <íPor qué estarán
nuestros hijos en Pueblo Bajo.^ —
se pre-
guntaban los vecinos.
Cuando, al fin, se enteraron de lo que
había sucedido, las familias de Pueblo Alto
decidieron organizar una gran fiesta en
honor de los vecinos de Pueblo Bajo, para
agradecerles el salvamento de sus hijos.
Así lo hicieron y, cuando estaban todos
los habitantes de Rabicán reunidos, al
padre de Rosa se le ocurrió una idea;
pidiendo silencio a los demás, les dijo:
— Amigos, debemos solucionar el proble-
ma del paso del río. Nuestros hijos son
todos amigos, y por las tardes muchos de
ellos lo cruzan en la barca para reunirse y
jugar. Propongo que, entre todos, constru-
yamos un gran puente para acabar con el
peligro que supone cruzar el río. Juntos
será cosa fácil y no tardaremos mucho
tiempo. Debemos olvidar nuestro viejo en-
fado y poner manos a la obra. ¿Qué os
parece?
Todos estuvieron de acuerdo y en segui-

18
#

da empezaron a repartirse el trabajo. Unos


cortarían los árboles, otros los llevarían a
la orilla del río, otros irían clavando los
troncos para formar puente, y unos
el

cuantos se subirían a la parte más alta del


castillo para dirigir la construcción.
Muy pronto empezaron las obras, con
gran alegría de los niños de Rabicán que
así podrían reunirse siempre que quisieran,
con sólo cruzar el puente; desde el castillo
gritaban a los de abajo para que el puente
quedase recto:
—¡Más a la derecha! ¡No, un poco más
a la izquierda! ¡Así, así! ¡Colocad más
cerca último tronco!
el
Y de esta forma, en muy pocos días
quedó terminado un magnífico puente que
unía los dos pueblos por encima del río; y
todos los habitantes de Rabicán se reunían
por las tardes, olvidando el antiguo enfado
que los había tenido enemistados tantos
años; los niños lo cruzaban corriendo y
gritando, y el Rey aseguraba que él, que
había viajado tanto, nunca había visto en
ningún otro planeta un puente tan gran-
de, tan bonito y tan bien construido.

19
Todos contribuirán al sostenimiento de los
gastos públicos, de acuerdo con su capaci-
dad económica y mediante un sistema justo.

(Ver Constitución Española, art. 31)

20
2 La princesa Casilda

En RABICÚN, nuestro perezoso planeta,


los niños iban a una escuela donde apren-
dían, más o menos, lo mismo que vosotros
en la vuestra. A ellos les gustaba mucho
ir porque maestros enseñaban muchas
los
cosas entretenidas y, sobre todo, porque
organizaban juegos y más juegos en el
grandísimo jardín de la escuela.
Pero entre los niños de Rabicún había
una chica que no podía jugar y disfrutar
como los demás. Esa niña era Casilda, la
hija del Rey, que estaba obligada a apren-
der infinidad de cosas que no le gustaban
en absoluto como, por ejemplo, cocinar,
tocar el piano, entender los diferentes idio-
mas que se hablaban en los planetas cer-
canos a Rabicún...
Cuando Casilda protestaba, el Rey, su
muchísimo y
padre, se enfadaba se ponía
de muy mal humor.
— ¡Casilda!, he explicado mil veces
ya te
que algún día tendrás que casarte con un
príncipe y reinar en algún planeta. Así
que tienes que conocer diferentes idiomas.
— Pero, papá, ¿por qué tengo que coci-
nar y aprender buenos modales.^
— ¡Silencio! ¡No me discutas! Una prin-
cesa debe estar muy bien educada, debe
saber tocar el piano y aprender a compor-
tarse como una Reina.
¡Pobre Casilda! No tenía más remedio
que callarse y obedecer, mientras miraba
por los balcones del castillo cómo todos los
demás niños saltaban y corrían por el
jardín de la escuela, y veía, muy enfadada,
cómo su hermano Julián estudiaba mate-
máticas y aprendía a montar a caballo o a
navegar por el río.
— ¡No sé por qué tengo que estar aburri-
da y fastidiada todo el día, encerrada en el
castillo y sin poder jugar con mis amigos!
Cuando terminaban las clases en la
escuela,Juana se acercaba al castillo y
llamaba a su amiga para ir a jugar juntas
un rato.
— Baja corriendo,
¡Casilda! ¡Casilda! ten-
go mucha en
prisa a llegar casa.
—¿Qué pasa, Juana.^ —contestaba Casil-

22
.

da, bajando de tres en tres las escaleras del


castillo —¡Menudo jaleo estás armando!
.

— Tengo que llegar pronto a casa para


ayudar a mis padres a terminar de cons-
truir un gran armario que van a presentar
en la próxima feria de muebles.

¿\]n armario.^ —
preguntó Casilda,
mientras las dos amigas caminaban jun-
tas — c'Tú sabes hacer armarios.^

.

¡Claro que sé! Es muy divertido. El


mes que viene hay una gran y Feria
vendrá mucha gente para ver los muebles
que aquí hacemos. Mis padres son muy
buenos carpinteros ¿sabes.^ y llevarán a la
Feria un armario que ya está casi termi-
nado.
— c'Puedo ayudaros Me encantaría yo.^
aprender.
— que
¡Claro —contestó muy conten-
sí!

taJuana — ¡Ya verás qué bien


.
pasamos! lo
Y dos amigas echaron a correr,
las
llegando a casa de Juana en un santiamén.
Casilda muy pronto aprendió a encolar,
a lijar, a clavetear, a decorar y dibujar la
madera. A partir de aquel día todas las
tardes acompañaba a Juana a su casa
después del colegio.

Cada día me hace más ilusión cons-
truir muebles —
le contaba a su amiga —
Me gustaría poder hacer sillas, mesas.
23
miles de cosas preciosas; pintaría de mu-
chos colores la madera para alegrar las
casas de la gente...
Y Casilda se quedaba ensimismada,
pensando y pensando...
— ¿Y por qué no lo haces.^ preguntó —
Juana.
— ¿Yo.^ No sabes lo que dices. Mi padre
nunca me que aprenda
dejaría; sólo quiere
cosas aburridísimas, porque cuando sea
mayor me tendré que casar con un prín-
cipe y seré Reina —
contestó Casilda con
una cara muy triste.
— De todas formas podrías intentarlo
sinque enterase.
él se
— ¿Y cómo.^ ¿Dónde encontraría un sitio
para poder trabajar.^
—Mis padres seguro que dejarán su te
taller y te darán madera, martillos y todas
las herramientas que necesites.
— —
¿Estás segura.^ preguntó Casilda,
más animada.
— Y podrías presentarte a
¡Claro! la Fe-
ria. Tu padre, al darse cuenta de la ilusión
que tienes, no tendría más remedio que
dejarte construir muebles.
—Es muy buena idea, Juana, pero la
Feria es dentro de una semana y no me
dará tiempo a tener nada preparado.
— Te ayudaremos todos. Avisaré a nues-

24
tros amigos y ya verás cómo habrá tiempo
suficiente.
Casilda y Juana, muy nerviosas, avisa-
ron a los demás niños de Rabicán, y muy
pronto se repartieron el trabajo; todos
estaban deseando que llegara el día de la
Feria, porque confiaban que el gran sillón
que Casilda estaba diseñando sería el más
original que nadie había visto nunca.
La princesa pasaba horas y horas mi-
diendo la madera, dibujando la forma y
los adornos que tendría el sillón, escogien-
do las piedras que incrustaría en él de
entre las más brillantes que sus amigos le

traían.
Rosa y Tino eran los encargados de ir

por las tardes y escoger las piedras


al río
más relucientes que encontrasen en la
'
orilla. Se las llevaban a Casilda y ella las
clasificaba por su color y tamaño, pensan-
do cuáles irían mejor en el respaldo o en
las patas del sillón, y cuáles serían las que
adornarían los brazos.
— ¡Mira ésta, Casilda! —
gritaba Rosa,
moviendo en la mano una gran piedra
blanca que reflejaba luces de mil colores
distintos.
—Es preciosa, la pondré en el centro del
respaldo, y cuando le dé la luz del sol
formará un arco iris.

25
Juana seleccionaba de ma-
los tablones
dera más bonitos, y de entre todos ellos
escogía Casilda los más fuertes y los que
tenían la tonalidad más cálida.
Su hermano Julián se dedicó durante
toda la semana a entretener al Rey, su
padre, para que no sospechase nada. Le
llevó a pescar y a dar paseos por el bosque
a caballo, no se alejó ni un momento de
su lado, de forma que el Rey no pudo
darse cuenta de la ausencia de Casilda
todas las tardes.
Y finalmente llegó el gran día; la víspe-
ra, los padres de Juana habían llevado el
sillón a la Feria; así que, cuando se inau-
guró, allí estaba reluciente al sol, con
centenares de piedras incrustadas brillan-
do alegremente, provocando la admiración
de todo el que pasaba.
— ¿Quién será el formidable artesano
que lo ha construido.^ — se preguntaban
los visitantes.
— ¡Es realmente magnífico!
Casilda y sus amigos escuchaban ner-
viosísimos y muy orgullosos estos comen-
únicos mayores que sabían su
tarios; los
secreto eran los padres de Juana, que
miraban sonriendo a Casilda y la felicita-
ban por el éxito que estaba teniendo su
sillón.

26
0
,

También el Rey visitó la Feria,y su


llegada se anunció con un fuerte sonido de
trompetas.
¡Tururú! ¡Tururú!, el Rey avanzaba po-
co a poco, felicitando a los carpinteros por
su trabajo, hasta que llegó al lugar en el
que se encontraba el sillón de Casilda.
— ¡Qué maravilloso sillón! ¡Qué gran
obra! c'Quién es el artesano que lo ha
construido.^ Quisiera comprárselo y felici-
tarle por su trabajo.
— Majestad —
explicó el padre de Juana,
adelantándose para hablar con el Rey —
el artesano que ha realizado esta maravi-

lla quisiera regalárselo, pero con una pe-

queña condición.
— ¿Cuál es esa condición.^ —
contestó el
Rey, cada vez más encaprichado con el
sillón.
—Ese artesano únicamente desea que le

en Rabicún, y que le
dejéis instalarse aquí,
deis vuestra palabra de que podrá trabajar
como carpintero.
— ¡Concedido, concedido! —
contestó
complacido el Rey —
Pero quisiera cono-
.

cerle. ¿Dónde está.^ ¿Quién es.^


Entonces se produjo un gran silencio,
mientras todo el mundo esperaba para
conocer al gran artista. Casilda avanzó
tímidamente unos pasos, pero el Rey ni se

28
,

fijó; seguía mirando hacia todas partes


impacientemente.
—¿Quién es.^ ¿Por qué no se acerca.^ Ya
he dicho públicamente que su petición
está concedida.
— —susurró tímidamente
Papá... Casil-
da.
— ¿Qué pasa, ¿Qué
Casilda.^ quieres.^
—respondió su padre.
—Es que, verás,
ese ese sillón, sillón...
—tartamudeaba niña, muy asustada,
la
imaginándose enfado de su padre—
el
resulta que ese he hecho
sillón lo yo.
— ¿Pero qué
¿Tú.^ ¿Cómo
dices, niña.^
que has hecho
lo ¿Me quieres tomar
tú.^ el
pelo.^— Rey, mientras comenzaba
gritó el
a ponerse de puro enfadado que estaba.
rojo
— he hecho yo y me han ayudado
Sí, lo

mis amigos. ¿A que es bonito.^


— ¡Pero tú tenías que estudiando!estar
Me has engañado, me has tomado por el
pito de un sereno. ¿Y tus clases de idiomas,
de labores y de cocina.^
— Majestad —
intervino el padre de Jua-
na — Casilda es una magnífica carpintera
,

y lo ha demostrado; habéis prometido en


público que podrá trabajar en Rabicún.
— Sí, sí, ya sé que lo he dicho, ya lo sé

— refunfuñó el Rey —
y si lo he prometi-
,

do, así será.

29
— ¡Hurra! ¡Bravo! —gritaron todos los
niños.
— ¡Bravo! ¡Muy bien! —aplaudió la
gente.
Y así fue cómo
Rey, al principio a
el

regañadientes y luego más convencido,


consintió que Casilda se pasase el día
llevando y trayendo maderos, amontonan-
do virutas y encolando patas; lo cierto es
que, conforme pasaban los días, el Rey se
sentía más y más orgulloso de la habilidad
de su hija, y de todos los planetas cercanos
a Rabicán venía gente para admirar los
muebles de la princesa. Y yo que los vi os
aseguro que nunca, nunca he contempla-
do unos armarios, sillas y mesas tan be-
llos...

Los hombres son todos iguales ante la Ley,

y no pueden ser tratados de formas distin-


tas por razón de su riqueza, raza, sexo,
religión o cualquier otra circunstancia per-
sonal.

(Ver Constitución Española, art. 14)

50
3 El sabio Rafertini

En pueblo bajo, alejada del resto de las


casas y con un tejado estrecho y picudo
rematado por una veleta en forma de
gallo, se alzaba una casita pequeña, la
más rara de Rabicán. Las paredes estaban
desconchadas, y el viento de muchos años
había arrastrado parte de las oscuras tejas
que cubrían el tejado.
En esa casa vivía Rafertini, un arrugado
anciano de larguísima barba blanca que
andaba todo el día por el bosque buscando
hierbas, cogiendo las hojas más jugosas de
algunos árboles y observando a los anima-
les más insignificantes.
Por noche se le podía ver a la puerta
la
de su casa mirando las estrellas con unos
anteojos larguísimos, mientras apuntaba
cifras y fórmulas matemáticas en un mon-
tón de papeles que apilaba en carpetas
atadas con cintas de distintos colores.
Rafertini era un viejecito solitario a

31
quien la gente de Rabicún no prestaba
demasiada atención.
— Pobre viejo, fijaos cómo lleva la ropa
de usada —
cuchicheaban los unos a los
otros.
—Yo creo que está loco, nadie sabe por
qué sepasa la vida mezclando hierbas en
esos botes tan raros.
Y de esta forma, como nadie entendía
en qué se ocupaba Rafertini, pensaban de
él cosas raras y casi, casi, le consideraban

una especie de brujo.


Incluso los niños de Rabicún inventa-
ban canciones sobre Rafertini, y la mayor
aventura consistía en acercarse sigilosa-
mente al atardecer a su casa, y espiar a
través de los rotos cristales de la ventana
al viejo, mientras éste trajinaba con sus
crisoles.
Algunas veces Rafertini se daba cuenta
del espionaje infantil e invitaba a los niños
a entrar en su casa, pero éstos salían
espantados, corriendo hasta sus casas. El
viejo los miraba correr sin entender qué
sucedía.
Una lluviosa tarde de otoño estaban los
niños aburridos en casa de Rosa y Tino;
habían jugado al parchís, al dominó y a la
oca, y ya no se les ocurría ningún otro
juego.

32
,

— ¡Qué que llueva tanto!


lata —
exclamó
Casilda bostezando — Llevamos todo el
.

día encerrados y es un aburrimiento no


poder salir al campo.
—Pues no parece que vaya a dejar de
llover —contestó Julián, mirando por la
ventana.
—Nos deberíamos inventar un juego
nuevo, algo distinto para entretenernos;
yo ya estoy harta del parchís.
—Podríamos ir al castillo, a jugar con
mis rompecabezas —propuso Julián.
—¡Pero si ya los hemos montado muchí-
simas veces! Sabemos de memoria dónde
colocar cada pieza —protestó Casilda.
— —
Yo tengo una idea intervino Tino —
acabo de ver cruzar a Rafertini hacia el
bosque. Podríamos ir a su casa para ver de
cerca los frascos tan raros que tiene y
mirar por sus anteojos. ¿Qué os parece.^
— —
No es mala idea contestó su herma-
na Rosa — pero debemos tener cuidado
,

no nos vea.
— A mí me parece muy buena idea.
Además, Rafertini tardará un buen rato
en volver a su casa —Casilda
había se
animado ante la perspectiva de poder fis-
gonear a sus anchas por la extraña casa.

¡Pues venga, vámonos rápidamente!
— palmeteó muy contenta Juana.

34
,

Los niños se pusieron sus impermeables


y sus botas de agua y salieron corriendo
de la casa. Cruzaron el puente que atrave-
saba el río, y se reían al chapotear en los
charcos de agua que sonaban ¡plaf! ¡plofi
¡pluf!
Muy pronto llegaron a casa que, bajo
la
la lluvia, parecía aún más extraña que
de costumbre. La puerta no estaba cerra-
da y no tuvieron más que empujar
un poco para que se abriese completa-
mente.
— ¡Qué cantidad de frascos! exclamó —
Julián, sorprendido.
— Hay líquidos de todos colores en ellos.
¡Mirad ése de color azul!
— ¡Pues fijaos en este otro violeta!
Los niños iban y venían por la casa,
asombrados de los colores tan raros que
tenían los líquidos de los diversos frascos.
— Podríamos mezclar este rosa con aquel
amarillo —
propuso Tino —
¿Qué color
.

resultaría.^
—No, Tino —contestó su hermana—
no debemos tocar nada.
—Pero mezclamos un poquito, no
si

pasará nada — protestó Tino.


— ¡Venga, aquí hay un
sí, frasco vacío!
Luego limpiamos y
lo no podrá
Rafertini
darse cuenta — Julián cogiendo un
dijo

35
frasco redondo, muy ancho por abajo, que
terminaba en un cuello larguísimo.
— ¡Sil, ¡sí! —
palmotearon muy nerviosas
Casilda y Juana —
Seguro que resultará
.

un color precioso.
Con mucho cuidado Juana empezó a
verter un poco del líquido rosa en la
botella que sujetaba Julián. Cuando la
tenía medio llena, cogió el otro frasco que
contenía el líquido amarillo y comenzó a
mezclarlos despacito.
Al mezclarse, el líquido de la botella que
sujetaba Julián se iba volviendo grisáceo y
espeso. Los niños quedaron desilusionados
con el resultado.
— ¡Qué ha quedado negro!
feo, casi
—Yo pensé que volvería naranja se
—^Juana miraba tristemente la botella qué
contenía aquel líquido gris oscuro.
De improviso, la botella comenzó a echar
humo, primero despacio y poco a poco con
mayor intensidad, mientras los niños se
miraban horrorizados.
— ¡Debemos salir corriendo de aquí!
— gritó Rosa agarrando a su hermano de
la mano.
— ¡Deprisa, deprisa! — dijo Julián mien-
trasempujaba a los demás hacia la salida.
Todos echaron a correr asustados, y
siguieron corriendo sin parar hasta que

36
$

llegaron al puente. Allí se volvieron para


mirar hacia la casita,y se dieron cuenta
horrorizados de que todas las tejas habían
volado del techo y aparecían esparcidas
por los alrededores; también las ventanas
y la puerta habían volado, dejando en su
lugar horribles huecos por los que comen-
zaba a entrar el agua.
Aquella noche contaron a sus padres
lo que había ocurrido y a todos les re-
gañaron severamente. Los padres que-
daron de acuerdo en ir a la mañana
siguiente a la casita, para pedir perdón a
Rafertini.
Pero a la mañana siguiente en la casita
no había nadie; habían desaparecido mu-
chas botellas y frascos, y los famosos pris-
máticos que tanto llamaban la atención de
los niños tampoco estaban.
— ¿Qué haremos ahora.^ — se preguntó
el padre de Juana muy preocupado.
— Algunas personas de Pueblo Bajo di-
cen que vieron pasar a Rafertini con dos
grandes maletas camino del bosque —
con-
testó el padre de Rosa y Tino.
Quedaron todos en silencio y pensativos
hasta que intervino el Rey;
— Esperemos a que vuelva y ya hablare-
mos con él.
Y cada uno volvió a su casa y a su
trabajo, pensando que más tarde hablarían
con Rafertini.
Pasó todo el día, pero Rafertini no vol-
vió. Y pasaron muchos días y siguió sin
aparecer por Pueblo Bajo; la gente de
Rabicán poco a poco comenzó a olvidarse
de él, y llegaron a pensar que si seguía en
el bosque sería porque quería, porque le
gustaba.
— Era un viejo muy extraño. Si no vuel-
ve, será porque está haciendo sus raros
experimentos.
— A mí siempre me pareció que estaba
un poco loco.
Y con éstos y otros comentarios pareci-
dos terminaron por olvidarse de Rafertini;
los mayores volvieron a sus trabajos, los
niños a su escuela y a sus juegos, y nadie
echaba de menos a Rafertini.
Pasaron meses, después de las lluvias
vino el frío, y más tarde llegó la primavera
que fue recibida con fiestas y canciones;
poco a poco los días fueron haciéndose
más y más calurosos; los niños iban des-
pués de la escuela a bañarse en las
orillas del río, y el heladero empezó a reco-
rrer con su carrito las calles de los
dos pueblos durante todo el día, anun-
ciando a voces helados de limón, de fresa,
horchata...

38
La vida en Rabicán transcurría sin preo-
cupaciones y la gente vivía feliz; solamen-
te algunos agricultores comenzaron a que-
jarse de la cantidad de saltamontes que
había ese año; se metían por todas partes,
destrozaban las cosechas yendo de espiga
en espiga, y no había forma de espantarlos.
— Deberíamos buscar una solución co-—
mentaban preocupados.
— ¡No hay forma de echarlos de los
campos!
ÍtOS agricultores fueron a ver al Rey,
pero éste no sabía qué podían hacer; cada
día había más y más saltamontes, se exten-
dían como una plaga por los campos
comiéndose las cosechas, y se los podía ver
subir a los árboles destrozando los mejores
frutos.
í>os habitantes de Rabicán estaban cada
día más y más preocupados: si no acaba-
ban con los saltamontes, el próximo año
no tendrían qué comer, pues las cosechas
se perderían totalmente.
Una tarde, cuando el Rey paseaba ner-
vioso arriba y abajo por su castillo, subien-
do y bajando con
las escaleras sin parar,
la frente arrugada, pensando y pensando,

alguien llamó a su puerta tímidamente. Su


sorpresa fue enorme cuando vio que era
Rafertini.

39
—Pasa, pasa, aquí
Rafertini, siéntate
— Rey no sabía qué
el decir; enrojeció de
vergüenza hasta las orejas. |Pobre viejo!
¡Se habían olvidado completamente de

él! ¿Qué has hecho en todos estos me-
.

¿Dónde has
ses.^ estado.^
—En bosque, viviendo entre animales
el

y árboles —contestó — en unaRafertini ,

cueva que durante este tiempo ha sido mi


casa.
—Ejem, ejem... — el Rey cada vez se
sentía más avergonzado —
Quisimos ha- .

blar contigo cuando los niños te hicieron


aquella faena, pero te fuiste tan de impro-
viso...
—No he venido para hablar de eso, sino
porque sé que hay una peligrosa plaga de
saltamontes, y si no se los detiene acaba-
rán con las cosechas.
— ¡Ah, los saltamontes! No hay manera
de acabar con ellos. Hemos intentado ahu-
yentarlos de mil formas distintas, pero
cada día hay más en los cultivos.
—Si me dejáis, yo podría echarlos de los

campos aseguró Rafertini.
— —
¿Tú? contestó asombrado el Rey —
¿Y cómo lo lograrás?
—Mezclaré unos polvos que he prepara-
do con el agua que utilizáis para regar el
campo. Los saltamontes tendrán que huir.

40
porque si comen las espigas o las frutas,
morirán.
Cuando Rey reunió a todos los veci-
el
nos de Rabicán, éstos se quedaron boquia-
biertos por la sorpresa e inmediatamente
se pusieron a mezclar aquellos polvos que
traía Rafertini con el agua que utilizaban
para regar.
El efectono se hizo esperar; los salta-
montes comenzaron a volar en bandadas,
abandonando los campos y formando una
gran nube gris que por un momento oscu-
reció el cielo antes de desaparecer por el
horizonte. Los habitantes de Rabicán, al
verse por fin libres de la horrible plaga, se
volvieron agradecidos a Rafertini.
—Perdónanos, creíamos un loco y
te
resulta que has salvado nuestras cosechas.
Pensábamos que eras un tío raro y extra-
ño porque no comprendíamos tu trabajo.
El viejo Rafertini sonreía mirando con
ojos cansados a su alrededor, mientras los
niños lepedían que se quedase, que no
volviese al bosque.
Y así fue cómo Rafertini volvió a vivir
entre sus vecinos. Desde entonces fue res-
petado y querido por todos, le considera-
ron un auténtico sabio y se sentían muy
orgullosos de tenerle entre ellos; a los
niños, por las tardes, les explicaba fórmu-

4]
las matemáticas y les enseñaba a buscar
hierbas y a mezclar distintos líquidos. Y de
esta forma, cuando supieron manejarlos,
perdieron el miedo a aquellos frascos tan
raros.

El respeto a la dignidad y a los derechos de


los demás es la base y el fundamento del
orden y de la paz en una sociedad.

(Ver Constitución Española, art. 10)

42
4 Don Nicomedes

En RABICÜN, cuando, por la mañana,


los gallos despertaban puntualmente a los
vecinos, comenzaba el día con una gran
actividad; todos se levantaban y cada cual
se dedicaba a su trabajo.
Los niños corrían alocadamente hacia
la escuela mientras terminaban de comer-
se por el camino las galletas del desayuno,
y sus padres se dirigían a sus faenas.
Algunos vecinos cultivaban huertas y
campos donde crecían las doradas espigas
de trigo con que harían al año siguiente el
pan; otros criaban los animales que les
darían su leche y su carne; muchos tenían
gallineros y de esa forma comían huevos
frescos todos los días; y al lado de cada
casa habían plantado árboles frutales, que
hacían las delicias de los niños, mostrando
tentadores sus frutos.
De esta forma, en Rabicán no había
nunca nadie que no tuviese en su despen-

43
sa frutas, hortalizas, huevos..., y cuando a
alguien le faltaban naranjas, las cambiaba
por lechugas al vecino.
Había en Rabicán un personaje que
nunca había tenido necesidad de cambiar
nada con sus vecinos; era un señor a
quien todos llamaban don Nicomedes. Te-
nía más vacas, más
cerdos y más gallinas
que todos los vecinos de Pueblo Alto jun-
tos. Su casa era la más grande, y sus
animales los más gordos y orondos. Desde
la mecedora que colocaba a la puerta de
su casa los veía comer y corretear a su
alrededor, mientras él se frotaba las ma-
nos de placer y se daba palmaditas de
satisfacción en su inmensa tripa. Este don
Nicomedes era un verdadero glotón; se
pasaba el día comiendo y comiendo, y el
tiempo que pasaba sin comer lo dedicaba
a inventar nuevos y sabrosísimos guisos.
Nunca tenía tiempo para charlar con
sus vecinos, ni para jugar con los niños,
ni para dar un paseo por el bosque.
Rosa y Tino vivían en la casa de al lado,
y muchas veces tenían que espantar a los
animales de don Nicomedes, provocando,
¡claro está!, la inmediata ira del glotón
vecino. Cuanto más se enfadaba don Nico-
medes más reían los niños, y estas
se
diversiones acababan siempre con las pro-

44
testas airadas de don Nicomedes a los
padres de Rosa y Tino:
— ¡No quiero que vuelvan a molestar a
mis animales! ¡Estos niños son una plaga!
—protestaba enfurecido.
—Tendría usted que tener más cuidado
para que sus animales no entrasen en
nuestra huerta, así nuestros hijos no los
molestarían —
contestaban los padres de
los niños.
— ¡Mis cerdos y mis no moles-
gallinas
tan,son dóciles
y pacíficos!
— pero comen nuestras lechugas.
Sí, se
De forma pasaban el tiempo discu-
esta
tiendo, hasta que cada cual se metía en su
casa muy enfadado.
No sólo los padres de Rosa y Tino
estaban hartos de aquel impertinente ve-
cino, sino otras muchas familias de Pueblo
Bajo. Porque los cerdos de don Nicomedes
organizaban a veces auténticas excursio-
nes por el pueblo, arrasando todo lo que
encontraban en su camino, pisoteando los
campos de trigo, comiéndose los productos
de las huertas y tirando, a su paso, los
tiestos de geranios con que adornaban las
puertas de las casas.
Un buen día se organizó en Rabicán un
campeonato de natación y todos los veci-
nos bajaron al río para participar. Trans-

45
currió la tarde entre los gritos de los niños,
la merienda campestre, las canciones y los
juegos. Cuando empezó a anochecer, las
familias volvieron a sus casas y Rosa y
Tino emprendieron con sus padres el ca-
mino de la suya. Tino iba orgullosísimo,
luciendo en el cuello una brillante medalla
que había conseguido gracias a un estu-
pendo salto de cabeza desde el puente.
Cuando llegaron a su casa, la sorpresa
fue mayúscula. La huerta aparecía com-
pletamente destrozada, las pobres lechugas
estaban arrancadas y esparcidas por el
suelo, los colorados tomates espachurra-
dos, y las flores que adornaban la casita,
destrozadas.
— ¡No ¿Qué habrá
es posible! sucedido.^
—exclamó padre.
el
— ¡Mis ¡Mis geranios! —
flores! sollozó la
madre.
— Mirad tomates, están todos espa-
los
churrados — Rosa.
gritó
— ¿Quién habrá — preguntó
sido.^ se el

padre.
— ¡Seguro que han animales de
sido los
don Nicomedes! — muy convencido
gritó
Tino— Se pasan
. entrando en nues-
el día
tra huerta,seguro que ellos se han comido
nuestras lechugas y nuestros tomates.

46
—Tienes razón, Tino — dijo el padre —
ahora mismo voy a su casa.
Y se dirigió hacia la casa vecina, muy
enfadado.
Al principio parecía que no había nadie,
pero al cabo de un rato apareció por fin
don Nicomedes frotándose los ojos con las
manos.
— ¿Qué —preguntó extrañado.
sucede.^
—Sus animales han entrado tarde esta
en mi huerta y la han destrozado. Mi
familia y yo nos hemos quedado sin toma-
tes y lechugas. Si usted hubiese tenido
más cuidado, no habría sucedido esto. Es
usted responsable del cuidado de sus ani-
males y de que éstos hagan.
lo
— ¡De ninguna manera! —
contestó don
Nicomedes airadamente — ¡Mis cerdos y
.

mis gallinas pueden ir por donde les dé la


gana! Es usted el que debe tener cuidado
de su huerta. Si hubiese colocado una
valla, esto no habría sucedido.
— Mañana mismo iré a ver al Rey para
que, junto con su consejero, decida quién
tiene la razón —
respondió el padre de los
niños, marchándose a su casa y dejando a
don Nicomedes plantado en la puerta de
la suya.
Aquella noche Rosa y Tino ayudaron a
sus padres a recoger las lechugas y los

47
tomates pisoteados, para intentar aprove-
char lo que no estuviese muy estropeado.
Y al día siguiente, tal como había dicho,
su padre se dirigió al castillo para exponer
al Rey lo sucedido.
—Don Nicomedes no tiene cuidado con
sus animales, a pesar de que se lo hemos
dicho muchas veces. Todos los vecinos no
hemos hecho más que protestar porque
sabíamos que, tarde o temprano, sucede-
ría lo de ayer. Pero no nos ha querido
hacer caso. Toda mi cosecha está perdida:
las lechugas y los tomates, arrancados y
pisoteados por los cerdos; las flores de mi
casa, rotas y quebradas, porque también
se metieron con ellas los cerdos. Yo pido
que don Nicomedes me pague lo que me
estropeó.
—Este problema hay que solucionarlo
—pensó el Rey —
Voy a consultar con
.

Rafertini que, como sabio que es, encon-


trará una solución justa.
El Rey llamó a Rafertini y le explicó el
caso. todos los habitantes de
Mientras,
Rabicán se reunían a la puerta del castillo,
deseosos de conocer la decisión que toma-
ría el Rey.
El viejo sabio escuchó al hortelano y a
don Nicomedes.
— ¡Los animales son libres y pueden

48
andar por donde quieran! —decía éste —
Mi vecino debió colocar una valla alrede-
dor de su huerta.
— ¡La huerta no molesta a nadie con- —
testó el padre de Rosa y Tino —
y yo no
,

tengo por qué vallarla! En cambio los


animales, como no saben lo que hacen,
pueden dañar. Por eso usted debiera haber
tenido cuidado de ellos.
— Yo no he hecho nada, yo no he
estropeado la huerta, por tanto, yo no
pago nada. ¿No han hecho los destrozos
los animales.^ — don Nicomedes rién-
dijo
dose muy satisfecho, pensando que nadie
podía acusarle a él.

Rafertini quedó pensativo y que se


pidió
retirasen los dos vecinos mientras encon-
traba una solución justa.
El Rey estaba muy preocupado, sin sa-
ber qué podrían hacer.
— Es evidente que al dueño de la huerta
hay que pagarle, sea como sea, los destro-
zos ocasionados por los animales; pero
¿quién fue el descuidado.^ ¿Debió el horte-
lano colocar una valla en la huerta? ¿De-
bió cuidar mejor a sus animales don Nico-
medes? De todas formas la culpa es de los
animales: no fue don Nicomedes quien
destrozó la huerta, sino los cerdos.
Rafertini callaba y pensaba mientras se

49
daba unos tirones flojitos de la blanca
barba.
—No sé, no sé, es un caso muy difícil...

Hay que buscar una solución justa... A los


animales no se les puede castigar porque
no sabían lo que hacían... ¿Y qué haremos
sia los «culpables» no se les puede castigar?
Rafertini cada vez estaba más nervioso,
y comenzó a dar vueltas por la habitación,
con la cabeza inclinada y la frente arruga-
da,pensando y pensando... Al dueño de la
huerta había que compensarle de alguna
manera, había perdido toda su cosecha y
pasaría mucho tiempo antes de volver a
tener su huerta repleta de lechugas y
tomates.
Por fin, después de mucho pensar, se le
ocurrió una solución que, a su parecer,
era justa; no sabía cómo lo tomaría don
Nicomedes, pero no podía hacer otra cosa.
Rafertini pidió al Rey que convocara a
todos los habitantes de Rabicán. Cuando
éstos se hubieron reunido bajo el balcón
del primer piso del castillo, Rafertini se
asomó solemnemente y, con voz muy gra-
ve, se dirigió a sus vecinos:
—He pensado con mucho detenimiento
lasolución que se podría dar al problema
que nos ocupa. Es justo compensar al
dueño de la huerta. Ahora bien, don Nico-

50
medes insiste en que él no es el culpable,
que los culpables fueron los animales. Así
pues, lo más justo es que los propios
cerdos y gallinas compensen a la familia
perjudicada por sus destrozos. En conse-
cuencia, y a partir de hoy, los animales
que entraron en la huerta trabajarán y
darán sus huevos y su carne al propietario
de la huerta.
— ¡No —protestó don Nicome-
es justo!
des— Los animales son míos, no
. justo es
que los huevos que ponen mis gallinas y
los jamones que producen mis cerdos sean
para otra persona.

Pero como esos animales destrozaron
la huerta, ellos deben reparar el daño. Si
su dueño no es el responsable, los respon-
sables tendrán que ser ellos mismos, ¿no le
parece? —contestó Rafertini.
Don Nicomedes se alejó furioso camino
de su casa, murmurando en voz baja y sin
parar de protestar, mientras todos los ve-
cinos afirmaban, convencidos, que la deci-
sión había sido la más justa.
A partir de aquel día, Rosa, Tino y sus
padres cuidaron y vigilaron a los animales
y tuvieron huevos y carne, de forma que
no echaron de menos los productos de su
huerta. Los niños conocían por su nombre
a cada uno de los cerdos y a cada una de

52
las gallinas y, para sorpresa de todos, don
Nicomedes nunca más volvió a dejar a sus
otros animales sueltos: colocó una valla
alrededor de sus tierras, y todos los veci-
nos respiraron tranquilos porque sus huer-
tas y sus flores dejaron de correr peligro.

Todos los ciudadanos, lo mismo la gente


sencilla que los poderosos y también los
gobernantes, tienen que obedecer a la Cons-
titución y a todas las leyes.

(Ver Constitución Española, art. 9)

53
5 Renato y Romo

Un buen día, justo después del puntual


canto de los gallos al amanecer, apareció
en Rabicán, instalada muy cerca de la
escuela, una inmensa tienda de lona de
color amarillo, erguida sobre el verde cés-
ped gracias a seis tortísimos palos que la
sujetaban por los extremos.
Los palos estaban hundidos en el suelo,
y unas cuerdas, sujetas a la tierra por
medio de unas anillas de hierro, tensaban
la lona.
Los niños, al llegar aquella mañana a la
escuela, tardaron mucho en entrar para
comenzar las clases: todos se preguntaban
cómo habría llegado aquel extraño arma-
toste hasta las cercanías de la escuela y,
sobre todo, quién lo habría traído.
Cuando todos estaban reunidos alrede-
dor de aquella extraña especie de casa,
oyeron a lo lejos unos ladridos seguidos de
una voz que no cesaba de gritar:

54
#

— ¡Ven aquí, Romo! ¡Te has vuelto a


ensuciar de barro!
Las voces y los ladridos se fueron acer-
cando, y de improviso apareció ante nues-
tros sorprendidos amigos un niño moreno,
con el pelo rizado y ojos negrísimos, que
sujetaba con una cuerda un perro peque-
ño, increíblemente chato, que ladeaba la
cabeza observando curioso a los niños.
— ¡Hola!, yo soy Renato y éste es mi
perro Romo. ¡Saluda a nuestros amigos.
Romo!
El perro levantó las patas delanteras y
dio dos vueltas alrededor de sí mismo.
— ¡Muy bien. Romo!, espero que duran-
te el resto del día sigas siendo así de
obediente. ¿Cómo os llamáis vosotros.^
— Nosotros somos los niños que vivimos
aquí, en Rabicán. Yo me llamo Juana y
éstos son Casilda, su hermano Ro-
Julián,
sa, Tino..., pero, por favor, dinos cómo has
llegado hasta aquí y qué es esa extraña
lona de color amarillo.
— ¡Ah, claro! Vosotros nunca habéis
visto una tienda de campaña y no sabéis
lo que es; pues esa lona amarilla es mi
casa — contestó Renato.
— ¿Tu casa.^ —
preguntó extrañado Ti-
no— . Pero cuando llueve te mojarás, y si
una noche hace viento volará por el aire.

55
— ¡Qué va! Nada de eso. Esta lona es
muy resistente. Si queréis, yo os puedo
enseñar a haceros vuestras propias tien-
das. ¡Es muy divertido!
— por ¡Sí, ¿Nos enseñarás de
favor! ver-
—preguntaron todos a un tiempo.
dad.^
— muy
Claro, claro, es —contes- sencillo
tó Renato, mientras los ojos le brillaban
alegremente.
— ¿Vives tú solo aquí.^ —preguntó Jua-
na, no pudiendo resistir su curiosidad por
más tiempo.
— No, vivo con mis padres, que están
ahora lavando ropa en el río. Luego los
la
conoceréis. Son unos magníficos titiriteros,
y algún día yo seré tan bueno como ellos.
Llevamos mucho tiempo viajando por di-
ferentes planetas y ahora buscamos un
sitio donde quedarnos a vivir para siempre.
— ¡Quedaos aquí! Este planeta es muy
pequeño pero muy bonito y estoy segura
de que os gustará —
dijo Casilda, emocio-
nada ante la idea de tener un amigo que
fuese un auténtico titiritero.
— ¿Y qué sabes hacer ¿Sabes dar tú.^

en
volteretas —preguntó
el aire.^ Julián.
— ¿Que dar
si sé ¡No he volteretas?
hecho otra cosa en toda mi —con- vida!
testó Renato muy orgulloso.
Y, dicho y hecho, el niño comenzó a

56
correr y dar saltos en el aire, ¡uno!, ¡dos!,

¡tres!, y así hasta una docena de veces


seguidas; luego, se echó a andar apoyán-
dose en las manos y levantando los pies al
aire, dando vueltas y más vueltas alrede-
dor de los niños de Rabicán, que le mira-
ban con boca abierta y los ojos brillan-
la
tes de admiración. Renato continuó dando
volteretas y volatines, agitando sus negros
rizos y doblando el cuerpo como si fuese
de goma; cuando terminó dio un gran
salto por encima de las cabezas de los
niños, que se agacharon asustados, y,
muy sonriente, preguntó:
—¿Qué os ha No mal
parecido.^ está del
todo ¿verdad.^
— fenomenal! Eres un autén-
¿Mal.^ ¡Está
—^Juana aplaudía, encantada
tico artista
por demostración.
la
— estupendo! Nunca he
¡Eres a visto
nadie que semejantes
diese — saltos dijo
Julián.
— ¡Yo quiero aprender! — Tino— gritó
¿Me podrás enseñar.^ ¿Podré llegar a dar
esos saltos.^
— que necesitáis es ensa-
Claro, lo único
yarlos muchas veces, pero yo os enseñaré
y nos divertiremos mucho juntos prome- —
tióRenato.
En aquel momento aparecieron, cami-

58
nando en dirección a la tienda amarilla,
una mujer y un hombre con un gran cesto
de ropa que sujetaban cada uno por un
asa. Si los niños se habían sorprendido al
ver a Renato, mucho más se sorprendie-
ron al ver a sus padres.
La madre de Renato llevaba una amplí-
sima falda de volantes; en la cabeza, un
pañuelo de lunares del que se escapaban
algunos rizos negros, exactamente iguales
a los de su hijo; de las orejas colgaban
unos larguísimos pendientes dorados, que
se movían compás de sus pasos.
al
El padre calzaba unas enormes botas
rojas que le hasta la rodilla,
llegaban
llevaba un gran sombrero de paja que le
tapaba hasta los ojos, y bajo la nariz lucía
un espeso y larguísimo bigote que bajaba
hasta la barbilla.
Los niños se quedaron tan sorprendidos
que no pudieron decir ni media palabra.
Renato, dando un brinco, presentó a
sus padres:

Estos son mis padres: a mi derecha
la señora Zambroni, a mi izquierda el
señor Zambroni, los mejores titiriteros
que nunca hayáis visto. La señora Zam-
broni es capaz de andar y bailar sobre
un cable tendido desde una casa a otra,
a la altura del tejado, y el señor Zambro-

59
ni podría dar saltos y más saltos hasta
aburriros.
—Hola, buenos días, nosotros somos los
niños de Rabicán; yo soy Casilda y éstos
son mi hermano Julián, Rosa, Tino y Juana.
— Hola, niños, (icómo estáis.^ —
sonrió la
señora Zambroni, mostrando unos dientes
blanquísimos — Estoy encantada de cono-
.

ceros y espero que seamos muy buenos


amigos.
—Seguro que Renato ya os ha hecho
una demostración de los saltos que es
capaz de dar — dijo el señor Zambroni —
Aunque, de momento, no intentéis darlos
vosotros porque os podríais hacer daño.
Más adelante, con un poco de paciencia,
ya aprenderéis.
— Estamos muy contentos de que haya
venido aquí. Nunca había venido a nues-
tro planeta nadie parecido, y estoy segura
de que tendrán mucho éxito entre los
vecinos de Rabicán —
afirmó Casilda muy
convencida.
— Muchas gracias, niña —
contestó la
señora Zambroni — Nos gustaría organi-
.

zar una función para mañana por la tar-


de. c'Os encargaréis vosotros de avisar a la
gente para que venga a vernos.^
— ¡Claro que sí!, todos estarán encanta-
dos de venir — gritaron los niños, palmo-

60
teando ante la idea de presenciar un es-
pectáculo tan emocionante.
— Muy bien. Entonces, mañana por la
tarde será la función. Os esperamos a
todos y muchas gracias por encargaros de
avisar a vuestras familias y a vuestros
vecinos. Renato, ven a ayudarnos a prepa-
rar todo y a afinar los instrumentos de
música — dijo el señor Zambroni entrando
en la tienda amarilla.
Los niños pasaron la mañana inquietos,
incapaces de estudiar, y pensando que, de
mayores, todos serían tan buenos titirite-
ros como padres de Renato.
los Ya se
veían dando saltos y más saltos por el aire,

y se quedaban con los ojos mirando al


frente, pero sin escuchar absolutamente
ninguna de las explicaciones que les daba
la maestra.
Rápidamente corrió por Rabicán la no-
ticia de que habían llegado al planeta
unos titiriteros que habían montado una
gran tienda. Los niños se encargaron de
avisar por todas las casas que la función
sería al día siguiente por la tarde, e hicie-
ron prometer a sus padres que, sin falta,
allí estarían para presenciar la actuación

de la familia Zambroni.
El Rey acabó mareado con las nerviosas
explicaciones que le daban Casilda y Julián.

61
— ¡Sí, sí, os aseguro que iré, no me lo
volváis a repetir! ¡Ya me habéis dicho cien
veces que son una maravilla! Mañana
iremos a verlos, quedaos tranquilos.
Al día siguiente por la tarde, la explana-
da cercana a la escuela aparecía abarrota-
da de curiosos; todas las familias de Rabi-
cán habían acudido a presenciar la fun-
ción de los Zambroni.
Cuando llegó lahora señalada, por la
puerta de la tienda aparecieron Renato y
sus padres, acompañados por Romo, el
pequeño perrito, que llevaba alrededor del
cuello un enorme lazo de color rojo.
¡Tururú! ¡tararí! ¡bum! ¡bum!, sonaron
la trompeta y el tambor.
— ¡Atención, atención! —anunció Rena-
to — A continuación va a dar comienzo
. la
gran función, en la cual estos magníficos
titiriteros, los Zambroni, que son mis pa-
dres, van a dar los más extraordinarios
saltos y a ejecutar los más difíciles ejerci-
cios que nunca nadie haya visto. ¡Aten-
ción, silencio, por favor!
Y efectivamente, mientras el señor Zam-
broni daba un salto tras otro, provocando
la admiración del público, la señora Zam-
broni trepaba por una cuerda hasta la
copa de un árbol y se subía a un cable
tendido entre dos árboles, que cruzaba por

62
encima de cabezas de los espectadores;
las

y así, poco a poco, fue avanzando sin


perder la sonrisa, bailando, mientras Re-
nato tocaba la flauta.
La gente contenía la respiración y cuan-
do finalmente llegó al otro extremo del
cable, sonaron fuertes aplausos y vítores
por todas partes:
— ¡Muy ha hecho muy
bien! ¡Lo bien!
— estupenda, una gran
¡Es artista!
— ¡Bravo! ¡Bravo!
Los niños aplaudieron hasta dolerles las
manos y gritaron hasta quedarse roncos.
Cuando terminó la función y las perso-
nas mayores volvieron a sus casas, los
niños se quedaron con Renato y sus pa-
dres, charlando junto a una gran hoguera
que habían encendido.
— Os quedaréis a vivir aquí, (^verdad?
—preguntó Tino.
— Seguramente. Habíamos pensado
asentarnos definitivamente en algún sitio,
y creo que este planeta es muy agradable
— contestó la señora Zambroni.
— Estaremos muy contentos si os que-
dáis, y os ayudaremos a construir una
casa — se le ocurrió a Julián.
— ¡Ah no, gracias! Preferimos vivir en
nuestra tienda. Es más cómoda que una
casa de piedra y la podemos cambiar de

63
sitiosiempre que queremos —
contestó el
señor Zambroni.

Yo os enseñaré a construir vuestras
propias tiendas y ya veréis qué divertido es
—prometió Renato.
A partir de aquel día los niños se hicie-
ron amigos inseparables de Renato, quien
les iba enseñando poco a poco a dar
volteretas y a construir tiendas de campa-
ña con trozos de lona.
Cuando los niños aprendieron a montar
sus propias tiendas, las instalaron delante
de sus casas, y los padres no encontraban
la manera de convencerlos para que dur-
mieran en sus camas.
El Rey tenía que bajar todas las noches
a la puerta del castillo para convencer a
Casilda y Julián de que la cama que les
esperaba en sus cuartos era más blanda y
calen tita que el duro suelo de la tienda.
Las personas mayores creían que todo
esto eran manías de los niños, y muy
pronto comenzaron a quejarse de la in-
fluencia que Renato ejercía sobre sus hijos.
—iEse niño es un trasto! No va a la
escuela y anda todo el día por ahí, dando
saltos.
— una ¡Es muy rara y
familia está per-
judicando a nuestros hijos!
— madre¡La de una forma
viste más

64
rara...! ¡Mira que esos pañuelos tan llama-
tivos que lleva...!
Por todo ello, la gente empezó a sentirse
molesta con la presencia de la familia
Zambroni en Rabicán; les extrañaba que
no viviesen en una casa como las suyas y
que no llevasen las mismas ropas que ellos.
Pasaron los meses y, mientras mayor
era la amistad de los niños con Renato,
tanto mayor era la antipatía que los veci-
nos de Rabicán sentían hacia sus padres;
ya no iban a verlos a las funciones y
nunca se acercaban a la gran tienda ama-
rilla para charlar con ellos un rato.
Renato se daba cuenta y lo comentaba
entristecido con sus amigos:
— La gente de aquí no nos quiere, no les
gusta que seamos titiriteros ni que viva-
mos en una tienda de campaña. Mis pa-
dres están muy tristes y piensan marchar-
se de aquí.
— ¡No os vayáis!, nosotros os queremos
y somos vuestros amigos —protestaban
los niños.
—Ya lo sé, ya sé que somos amigos,
pero si nadie viene a nuestras funciones
para vernos trabajar, no tendremos más
remedio que marcharnos —
Renato aga-
chaba la cabeza entristecido, pensando
cuánto sentiría tener que dejar a sus nue-

65
vos amigos. Romo apoyaba la cabeza so-
bre la rodilla de su amo, dándose cuenta
de la pena del niño.
Un buen día, cuando los niños llegaron
a la escuela y, como siempre, se disponían
a acercarse a la tienda de la familia Zam-
broni para saludarles, se dieron cuenta de
que la tienda no estaba allí; la gran lona
amarilla, que destacaba desde lejos sobre
el verde brillante del césped, había desapa-
recido.
Los niños corrieron durante toda la
mañana de un extremo a otro del planeta,
llamando a voces a sus amigos; buscaron
por entre los árboles del bosque; subieron
y bajaron una y otra vez la pequeña
montaña de Rabicán, intentando encon-
trar a los titiriteros, pero pasó el día y sus
amigos no aparecieron.
Cuando, finalmente, se convencieron de
que Zambroni se habían marchado del
los
planeta, se echaron a llorar desconsolada-
mente; de tal forma que nadie conseguía
consolarlos.
Sus padres les prometieron fiestas y
regalos, pero nada hacía sonreír a los niños.
Casilda dejó de construir los muebles
que tan maravillosamente sabía hacer, a
pesar de que el Rey le trajo maderos
preciosos, lisos y brillantes; Julián no que-

66
ría dar sus acostumbrados paseos a caba-
llo por el bosque; Juana dejó de corretear

por su casa, volviéndose una niña muy


silenciosa; y Rosa y Tino se pasaban las
horas enteras hablando de su amigo
Renato.
Los padres no sabían qué hacer para
alegrar a sus hijos; cada día estaban más
preocupados porque los niños nunca son-
reían y habían dejado de oírse sus risas y
sus carreras por el puente.
Al cabo de unas semanas decidieron ir
a preguntarle al Rey qué se le ocurría para
alegrar a los niños.
—No sé qué podríamos hacer; mis hijos
también están tristes todo el día. La culpa
fue nuestra por no querer ser amigos de
los titiriteros; al fin y al cabo eran unos
artistas estupendos aunque fuesen vestidos
tan extravagantemente.
— Yo tampoco entiendo por qué nos
portamos así con ellos — contestó el padre
de Juana — El niño era muy simpático y
.

nunca hizo nada malo.


— Fuimos unos tontos y unos orgullosos
— dijo la madre de Rosa y Tino — Decía-
.

mos que la señora Zambroni era rara


únicamente porque usaba pañuelos de lu-
nares. Ahora nuestros hijos están tristes
por la marcha de sus amigos y nosotros no
podemos hacer nada.

67
—Podríamos llamarlos para que vuel-
van, pero no sabemos dónde habrán podi-
do ir. Cerca de Rabicán hay tantos plane-
tas que tardaríamos años en encontrarlos
—contestó Rey.
entristecido el
—Pero podríamos mandar unas señales
para que vean desde donde estén
ellos las
— ocurrió anciano
se le al Rafertini.
— ¿Y qué —preguntaron
señales? los
padres.
—Lanzaremos montones de
al cielo glo-
bos de colores, pidiendo a los Zambroni
que vuelvan. De esta forma, estén donde
estén, podrán verlos y sabrán que los
esperamos.
— ¡Bravo, una idea
Rafertinil ¡Es genial!
— Rey entusiasmado.
gritó el
Inmediatamente pusieron manos a la
obra; reunieron centenares de globos de
diferentes colores, y en ellos escribieron su
mensaje a los titiriteros, pidiéndoles que
volviesen. Cuando tuvieron todo prepara-
do, los vecinos se reunieron en el puente
y, ante la alegría de los niños, dejaron
libres los globos que, por un momento,
formaron una nube multicolor, brillante
bajo los rayos dorados del sol.
Pasaron los días lentamente. Los niños
no hacían más que escudriñar el cielo, y

68
todas las mañanas acercaban al lugar
se
en el que había estado plantada la tienda.
Por fin, un día, cuando caminaban ha-
cia la escuela, oyeron a lo lejos unos
ladridos que inmediatamente reconocie-
ron.
— Romo! ¡Ya han vuelto!
¡Es gritó —
Julián echando a correr, mientras sus ami-
gos daban saltos de alegría.
— ¡Renato! ¡Renato! —llamaron a voces
Casilda y Juana.
A lo lejos vieron acercarse al matrimo-
nio Zambroni. Renato y Romo corrían
delante de ellos. Al llegar, se abrazaron
riendo y, cuando ya estuvieron más tran-
quilos, el señor Zambroni habló con voz
muy emocionada:
—Muy de aquí, en un planeta al
lejos
que habíamos llegado tristes y cansados
después de un largo viaje, vimos un día
cruzar el cielo unos alegres globos de
colores. Al fijarnos mejor, pudimos leer el
mensaje que nos enviabais. Hemos venido
lo antes posible, porque no queríamos que
estuvieseis tristes; no os debéis preocupar
porque, si estáis conformes, nos quedare-
mos a vivir aquí para siempre.
— ¡Sí, por favor! —
gritaron los niños.
— ¡No os volváis a marchar! pidió —
Tino.

69
Cuando de Rabicán se ente-
los vecinos
raron de la llegada de los titiriteros, se
acercaron a la gran tienda amarilla para
darles la bienvenida y el Rey habló en
nombre de los demás:
— Os pedimos perdón por no haber sa-
bido comprenderos. Queremos que os que-
déis a vivir aquí, en nuestro planeta, y que
seáis amigos nuestros.
Los niños aplaudieron encantados las
palabras del Rey y, a partir de entonces,
los Zambroni fueron respetados y queridos
por todos, Renato dio clases a sus amigos
y los niños de Rabicán llegaron a dar
sorprendentes volteretas y maravillosos vo-
latines.

El hombre tiene derecho a la libertad,


siempre que no altere el orden público ni
moleste a los demás.

(Ver Constitución Española, art. 16)

70
6 Los fris cantos

En RABICÚN había comenzado la prima-


vera, la época más deseada y querida por
todos los habitantes del pequeño planeta.
Se organizaban fiestas continuamente,
concursos, campeonatos de natación, y los
niños aprovechaban las soleadas tardes
para pasear por el bosque buscando pie-
dras, flores exóticas o, simplemente, jugan-
do con las asustadizas lagartijas que huían
rápidamente al escuchar sus pasos.
Aquella primavera trajo algo de especial,
además del buen tiempo; un día se insta-
laron en los límites del bosque un grupo
de comerciantes que venían de Friscania.
Era éste un planeta del que normal-
mente no llegaban noticias a Rabicán,
pues el viaje era largo y cansado;
sin embargo, algunos comerciantes de Fris-
cania habían decidido emprender la aven-
tura y, cargados de extraños y valiosos

71
objetos, llegaron a Rabicán, sorprendien-
do con la inesperada visita a sus habi-
tantes.
El Rey, cuando supo la noticia, decidió
ir personalmente a dar la bienvenida a los
vecinos recién llegados.

Quisiera que fueseis felices aquí; to-
mad que necesitéis, os ayudaremos en
lo
todo lo que podamos y os permitiremos
construir vuestras casas aquí mismo, en el
límite del bosque.
—Muchas Rey de Rabicán
gracias.
—contestaron comerciantes de
los Frisca-
nia — os aseguramos que no os arrepen-
,

tiréis de habernos dejado establecer aquí.


Traemos extraños objetos y rarísimas má-
quinas de nuestro planeta que os asombra-
rán. ¡Nunca habéis visto nada parecido! Y
si no os incomoda, mañana iremos al
castillo y os enseñaremos las maravillas
que traemos.
—Muy bien, os espero mañana en mi
castillo —
respondió el Rey.
La noticia de la visita de los comercian-
tes de Friscania al Rey se extendió volando
y, naturalmente, al día siguiente los veci-
nos de Rabicán estaban puntualmente
reunidos bajo los balcones del castillo,
esperando impacientes y curiosos la llega-
da de los friscanios.

72
Cuando éstos aparecieron, todo el mun-
do quedó silencioso de inmediato.
— ¡Oh Rey de Rabicún! En nuestro pla-
neta Friscania hemos sabido las incomodi-
dades que sufres al tener que subir y bajar
constantemente las escaleras de tu estre-
cho castillo. Hemos querido poner fin a
esta incómoda situación y te presentamos
este aparato mágico que solucionará tu
problema. Con él podrás subir y bajar por
tu castillo todas las veces que quieras, sin
sentir el más ligero cansancio.
Y ante el asombro de los presentes, los
comerciantes descubrieron una extraña
máquina que no era ni más ni menos que
un ascensor. Pero como en Rabicún nun-
ca habían visto un ascensor, se quedaron
asombrados, escuchando con boca abier-
la
ta las explicaciones que daban los comer-
ciantes.
Cuando aparato estuvo debidamente
el

instalado, el Rey entró en él y, ante las


exclamaciones de la muchedumbre, co-
menzó a elevarse lentamente hasta llegar
al torreón del castillo. Y, una vez allí,
volvió a descender suavemente, hasta lle-
gar finalmente al suelo.
Después de aquella demostración, los
comerciantes de Friscania fueron asedia-
dos por los habitantes de Rabicún, que

73
querían ver los maravillosos aparatos que
habían traído los friscanios.
— /Podríais instalarme una máquina
igual para subir hasta mi buhardilla? pe- —
día un vecino.
— ¿Qué otras maravillas habéis traído?
—preguntaba otro.
— ¿Tenéis alguna máquina que consiga
que mis vacas den más leche y que mis
gallinas pongan más huevos? — se le

ocurría a algún avispado granjero.


Todas las tardes, los vecinos de Rabicún
corrían a las casas de los comerciantes de
Friscania, esperando encontrar alguna
nueva maravilla.
— ¡Mirad qué máquina para cortar la
leña!— enseñaba orgulloso el vecino.
— ¡Pues en este interesante apara-
fijaos
to que gira, dando vueltas, y produce una
fresca corriente de aire! —
pregonaba otro,
mostrando orgulloso un ventilador.
Los niños de Rabicún, acompañados por
Renato, el joven titiritero, se reunían tam-
bién todas las tardes a la puerta de las
casas de los comerciantes.
— ¡Qué maravillas! en esa extraña
Fijaos

máquina con dos ruedas exclamó Julián,
viendo al lado de la casa una magnífica
moto.

74
—¿Qué ¿Cómo
será? —
se utilizará? se
preguntó Casilda.
—Acercaos, niños —intervino un co-
merciante— ¿Os gusta
.
maravillosa
esta
moto? Es muy sencilla de conducir, podréis
aprender a manejarla con una pequeña
explicación.
— ¡Sí, enséñanos a conducirla, por favor!
—pidieron los niños.
El comerciante se acercó a la moto y les
fue explicando la forma en que debían
girar a un lado y a otro; la manivela que
debían apretar para frenar y la forma en
que debían mantener el equilibrio sobre la
moto.
Los niños, cuando acabó la explicación,
corrieron hasta sus casas para convencer
a sus padres de las maravillas de aquella
máquina. Muy pronto consiguieron tener
una moto, con la que daban vueltas cons-
tantemente alrededor del pequeño plane-
ta, produciendo un ruido ensordecedor.
Al cabo de unos meses, todos los veci-
nos de Rabicán poseían máquinas que
hacían casi todos los trabajos. A fin de
poder traer más y más cosas, habían ido
llegando expediciones continuas de comer-
ciantes de Friscania. Construían sus casas
en el bosque cortando los inmensos árbo-
les que lo poblaban. Donde antes había

76
piedras, lagartijas y extrañas hierbas, aho-
ra sólo se veían muchas cabañas de ma-
dera, donde vivían los comerciantes.
Ante tal avalancha de visitantes, no
hubo más remedio que hacer nuevos po-
zos para tener agua fresca, pues los que se
utilizaban antes habían quedado agotados
hacía ya tiempo. También fue necesario
construir un camino que llegara directa-
mente hasta el poblado de los comerciantes.
Los peces del río, con los que normal-
mente se abastecían de pescado los habi-
tantes de Rabicán, escaseaban cada día
más porque había mucha más gente que
pescaba en el río. Y también porque allí se
arrojaban los desperdicios del poblado de
los comerciantes de Friscania. Pero los
alegres ciudadanos de Rabicán no se da-
ban cuenta de estas incomodidades; cada
día descubrían nuevos y raros objetos de
los que rápidamente se encaprichaban.
Un buen día, los niños salieron, como
casi todas las tardes, a dar un paseo con
su flamante moto bordeando el río; como
la tarde era calurosa, decidieron hacer un
alto en su excursión para bañarse en el río.
— ¡Venga, Renato! — gritaba Julián—
¡Tírate de cabeza!
— ¡Ya voy! ¡Ya voy! Hagamos una ca-
rrera.

77
Durante el restode la tarde los niños
estuvieron chapoteando, jugando y riendo
en el río, y bebieron grandes tragos de agua.
Por la noche, al llegar a sus casas,
estaban cansados y sin ganas de cenar.
— Seguro que habéis comido chucherías
y caramelos — regañó el Rey a sus hijos.
En todas las casas tuvo lugar, más o
menos, la misma escena.
A Rosa y Tino sus padres los mandaron
a la cama antes de tiempo, pensando que
habrían comido demasiadas ciruelas.
Los niños pasaron la noche inquietos,
dando vueltas en su cama sin conseguir
dormirse, y, al día siguiente, ninguno pu-
do ir a la escuela; se quedaron en la cama,
quejándose de grandes dolores en la tripa.
Los padres comenzaron a asustarse y
avisaron a Rafertini, pidiéndole algún bre-
baje que curase a sus hijos.
— Primero tendré que visitarlos y averi-
guar qué comieron —
contestó Rafertini.
Y así lo hizo; fue visitando uno por uno
a los niños, muy extrañado de que ningu-
no de ellos hubiese comido lo mismo;
visitó también a Renato, en la gran tienda
amarilla en la que vivía con sus padres.
— Dime, ¿qué es lo que comisteis? —
pre-
guntó.
—Yo comí en casa la comida que hizo

78
mi madre —contestó Renato con una mue-
ca de dolor, pues la tripa cada vez le dolía
más — Luego, estuvimos dando un paseo
.

con la moto y nos fuimos al río a nadar


un rato.
—Pero algo tuvisteis que comer todos
— Rafertini —
insistió pues todos tenéis la
,

misma enfermedad. Para curaros debo sa-


ber qué os ha provocado la enfermedad.
— De verdad que no comimos nada
—contestó nuevamente Renato— . Estába-
mos tan con la moto, que ni
divertidos
siquiera nos paramos a coger fruta para
merendar; luego, fuimos todos al río a
bañarnos, pues hacía mucho calor.
—Así que fuisteis al río — dijo muy
despacio Rafertini, arrugando la frente —
Y, por casualidad, ¿bebisteis agua.^
— —
Pues... sí, creo que sí recordó Re-
nato.
—Entonces, seguro que ha sido agua, el

es lo único que tomasteis todos. Voy a ver


esa agua inmediatamente.
Rafertini echó a correr, con los padres
de Renato detrás de él. Al llegar al sitio en
el que habían estado los niños, vieron

unos peces muertos flotando en el agua,


en medio de botes, restos de comida y
muchas otras cosas que se encontraban
diseminadas en distintas partes del río.

79
— ¡Esto no puede continuar así! — gritó
muy enfadado Rafertini —
Los niños han
.

enfermado porque el agua de este río es


una auténtica porquería. Voy a preparar-
les en seguida una medicina, y luego
hablaré muy seriamente con el Rey acerca
de los peligros que corremos si se quedan
aquí los comerciantes de Friscania.
Y así lo hizo; una vez que hubo dado a
los niños una medicina preparada con las
extrañas hierbas que cultivaba, Rafertini
reunió en palacio a los padres de los niños
y les explicó, muy enfadado, el peligro que
todos corrían si el agua del río seguía así.
— No tenemos más remedio que echar
de Rabicán a los comerciantes, están es-
tropeando nuestra tierra, nuestros bosques
y nuestra agua. Cuando el planeta esté
destruido, ellos se volverán a Friscania.
Pero... y nosotros... ¿qué haremos.^
— Tiene razón Rafertini —
reconocieron
los vecinos —¡Es necesario que se vayan
.

los comerciantes!
El Rey, al principio, no estaba muy
decidido a echar a los friscanios. ¡Perde-
rían tantas cosas buenas! ¡Sobre todo su
ascensor!
Intentó convencer a sus súbditos; pero
éstos no hacían más que repetirle los
inconvenientes de aquellas máquinas.

80
Al final, el Rey voluntad de
se plegó a la
la mayoría y, sin esperar más, llamó a los
friscanios y les dijo que, cuanto antes
mejor, abandonasen Rabicán.
Los comerciantes recogieron todas sus
cosas y se fueron, llevándose sus máqui-
nas y sus extraños objetos. Unicamente
dejaron la moto a los niños, pues qui-
sieron reparar el daño que les habían
causado.
Los niños mejoraron rápidamente, gra-
cias a los eficaces brebajes que Rafertini
les preparó. Todos los vecinos de Rabicán

se dedicaron durante mucho tiempo a


limpiar su planeta, y en el sitio en que
estuvo el campamento de los comerciantes
volvieron a plantar árboles, con la espe-
ranza de que algán día el bosque estuviese
tan frondoso como antes.
¡Y el Rey no tuvo más remedio que
volver a subir y bajar andando las escale-
ras de su castillo...!

La soberanía nacional reside en los habi-


tantes todos de la nación. Ellos son los
dueños del país, y de ellos emanan los
poderes de los gobernantes.

(Ver Constitución Española, art. 1

81
7 Fútbol en Rabicán

Los NIÑOS de Rabicún, terminar sus


al
clases por la tarde, solían ir a nadar al río
si hacía buen tiempo, o daban paseos por

el bosque. Y también, en las lluviosas


tardes de invierno, se reunían en casa de
alguno de ellos, mientras espiaban por la
ventana las nubes, esperando impacientes
ver asomarse entre ellas los deseados ra-
yos de sol.
Los vecinos ya estaban acostumbrados
a verlos cruzar corriendo el puente, persi-
guiéndose unos a otros entre bromas, y a
oírlos cantar a voz en cuello, desafinando
tremendamente.
Llegó el mes de noviembre, y los niños
de Rabicún esperaban impacientes la lle-
gada del día doce: era el cumpleaños de
Julián, y habían reunido entre todos unas
cuantas chucherías con las que pretendían
sorprender a su amigo; pero no sólo por
eso estaban impacientes, también querían

82
saber cuál sería el regalo que el Rey haría
a su hijo. Porque, naturalmente, lo disfru-
tarían entre todos.
El día de su cumpleaños Julián reunió a
todos los chicos en el castillo y organizó
una estupenda merienda en la que abun-
daron bollos y pasteles, sin faltar, por
supuesto, una gigantesca tarta que fue
devorada rápidamente por los niños.
Al terminar la fiesta, el Rey entregó un
gran paquete redondo a su hijo.
— —
Espero que te haga ilusión le dijo, a
la vez que le daba un beso.
— —
¡Abrelo ya, Julián! exclamó impa-
ciente Casilda.
— ¡Venga! ¡Venga! No seas pesado — gri-
tó Renato.
Julián desenvolvió apresuradamente el
paquete y mostró a sus amigos un enorme
balón de fútbol; era realmente magnífico,
fuerte, duro como los de verdad. En Rabi-
cán los niños eran muy aficionados a
jugar y tenían un pequeño campo de
fútbol delante de la escuela.
— ¡Es estupendo! Muchas gracias, papá
— gritó entusiasmado Julián —
Ahora po-
.

dremos organizar verdaderos campeona-


tos.
—Con lo duro que no
pinchará
es se
nunca, ni aunque se nos escape a los

83
matorrales que hay en la verja de la
escuela —
dijo Tino.
Los niños estuvieron el resto de la tarde
jugando con el balón, dándole patadas
continuamente y pasándoselo unos a otros
de cabeza.
Aquella misma tarde formaron dos equi-
pos y organizaron un campeonato que
jugarían por la tarde, a la salida de la
escuela.
La afición al fútbol fue cada día ma-
yor. Aprendieron a regatear y a sacar
con la cabeza, a chutar con fuerza y a
parar la pelota, incluso en las ocasiones
más difíciles. A todos les encantaba jugar
y la única que a veces protestaba era Ca-
silda.
— unos pesados! Tenemos que pa-
¡Sois
sarnos todas las tardes venga a darle
patatas al balón, en vez de ir a pasear por
el bosque o a nadar al río. ¡No entiendo

cómo os gusta tanto!


— ¡Venga, no seas pesada, pon-
Casilda,
te en portería
la intenta parar
e de el tiro
Rosa! —contestó su hermano.
— ¡No soy pesada! — muy enfada-
gritó
da Casilda— Además, yo juego cuando
.

quiero y no cuando tú lo digas.


—Vamos, Casilda —intervino Juana—
Julián no ha querido molestarte, sino que

84
para seguir jugando necesitamos que te
pongas de portera.
— ¡Pues ahora no me pongol lYa estoy
harta de pasarme las tardes como una
boba jugando al fútbol, sin gustarmel
— iPero te necesitamos! dijo Tino — —
Si no te pones nos falta un portero.
— Por favor, Casilda, quédate a jugar
— pidió también Rosa.
— |He dicho que no y es que no! Ca- —
silda seguía muy enfadada y, dirigiéndose
a la puerta de la escuela, echó a andar en
dirección al castillo, mientras sus amigos
la miraban asombrados por su repentino
enfado.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó
Rosa.
—Tenemos que convencerla para que
mañana vuelva a jugar — Juana. dijo
—Casilda muy mal genio y seguro
tiene
que no querrá una
venir. lEs antipática!
— gritó furioso Julián.
—No antipática — defendió Jua-
es la
na— simplemente que no
, gusta jugar le

y eso tenemos que comprenderlo.


al fútbol;
—Pero si nos
ella no podremos
falta,
formar dos equipos completos — en- dijo
Renato.
tristecido
—No os preocupéis —intentó tranquili-
zarlosJuana— Mañana hablaré yo con
.

85
ella y estoy segura de que querrá volver a
jugar.
Esa noche en el castillo hubo malas
caras y gestos de antipatía entre los dos
hermanos; el Rey intentó que hiciesen las
paces pero no lo consiguió.
— ¡Los dos sois unos cabezotas! «fQué
tontería es ésa de enfadarse por un partido
de fútbol.^ ¡Nunca he visto nada igual!
Pero ni el propio Rey consiguió que los
dos hermanos se diesen un beso e hiciesen
las paces.
Al día siguiente, antes de ir a la escuela,
Juana corrió hasta el castillo para poder
hablar con Casilda.
— Compréndelo, Casilda le dijo— ha- — ,

ces una faena a todos los demás si tú no


juegas.
—Ya tengo decidido —contestó
lo Casil-
da— y he dicho que no juego. ¿Por qué
tengo que jugar si no me apetece.^ Anda,
Juana, ven esta tarde conmigo a dar un
paseo por el bosque; podremos recoger
hierbas y flores. ¡Será muy divertido!
—Pero antes debes hablar con Julián.
Unos días podíamos jugar al fútbol y otros
podíamos ir al bosque.
— ¡Ni pensarlo! ¡Conmigo no contéis!
—contestó Casilda enfadada, mientras
echaba a andar hacia la escuela, sin hacer

86
el menor caso a Juana, que se quedó
parada sin saber qué contestar.
La mañana comenzó tranquilamente,
aunque los niños se miraban unos a otros
imaginándose la bronca que, casi seguro,
se armaría al terminar la clase. Julián
miraba ceñudo a Casilda y ésta le respon-
día sacándole la lengua.
Y, efectivamente, cuando por fin acabó
la clase y los niños salieron al jardín,
Julián preguntó de sopetón a Casilda:
— ¿Vas a jugar o no.^
—Ya ayer que no, y hoy
dije sigo dicien-
do mismo —contestó, cabezota,
lo Casil-
da — yo me voy
;
bosque a dar un paseo
al

y elque quiera que venga conmigo.


De esta forma, dando la espalda a los
demás, Casilda se alejó muy decidida, de-
jando al resto de sus amigos sin saber qué
hacer; los niños no querían enfadarse con
ninguno de los dos hermanos, y se queda-
ron parados, esperando que a alguien se le
ocurriese una idea.
— Bueno —
dijo Julián —
ha fasti-
,
ya se
diado el partido; sin Casilda no podemos
formar dos equipos. ¡Es una cabezota!

Esto hay que arreglarlo de alguna
manera —
contestó Rosa —
No podemos .

enfadarnos con Casilda por una tontería


tan grande.

87
—Pues yo creo, como Julián, que Casil-
da es una cabezota y una antipática in- —
tervino Tino, muy disgustado porque se
hubiese estropeado el partido.

¡Nada de eso! —
^Juana defendió a su
amiga —
Lo que pasa es que ahora no
.

quiere jugar al fútbol, pero ya se le pasará,


estoy segura.
—No Juana
creas, dijo Renato —
Es- — .

taba muy enfadada y se habrá enfadado


todavía más porque nadie ha querido ir al
bosque con ella.
— Tiene razón Renato exclamó Ro- —
sa— No nos hemos dado cuenta, pero la
.

pobre Casilda se ha ido sola. ¿Por qué no


vienes conmigo a buscarla, Juana.^

Muy bien, me parece una buena idea.
Vayamos al bosque y allí intentaremos
que se le pase el enfado.
Las dos niñas se dirigieron rápidamente
al bosque llamando, al llegar, a su amiga.
Al fin la vieron, sentada en un tronco que
estaba caído en el suelo y jugando con
una lagartija que sostenía entre las manos.

¡Hola, Casilda! —
exclamó alegremen-
te Juana —
Llevamos un buen rato buscán-
.

dote.
.
—Creí que no a venir nadie —con-
ibais
testó Casilda — Que todos .
que- preferiríais
daros en el jardín de la escuela jugando al
fútbol.

88
—Escucha, Casilda — Rosa
dijo No — .

podemos seguir así. Todos somos amigos y


nos gusta estar juntos. Si nos ponemos de
tu parte, Julián se enfadará con nosotras.
Y si nos quedamos a jugar con el balón,
tú te enfadarás. Esto es una tontería, no
tienes por qué enfadarte porque nos guste
jugar al fútbol. ¡Cede un poco, Casilda!
— ¡Siempre tiene que hacerse lo que
quiera Julián! —
contestó Casilda —
Yo ya .

estoy harta de jugar al fútbol y no pienso


pasarme las tardes dándole patadas a un
balón.
—Pero sino juegas no podemos

formar dos equipos —
intervino Juana —
¡Haz un esfuerzo, por favor!
— ¡Ya he dicho que no! — insistió Casilda.
En que no conseguían conven-
vista de
cer a su amiga, Rosa y Juana volvieron al
pueblo, muy disgustadas con el enfado de
Casilda.
Durante los días que siguieron, la situa-
ción no cambió absolutamente nada; los
dos hermanos continuaban enfadados y el
resto de los niños cada día estaban más
incómodos, sin saber cómo conseguir que
hiciesen las paces.
Una tarde, después de una gran pelea
entre los dos hermanos, Juana decidió ir a
pedir consejo a Rafertini.

89
Cuando le contó lo que sucedía, el an-
ciano se quedó pensativo, atusándose la
barba mientras la frente se le llenaba de
arrugas.
— No sé, no sé, Juana... La verdad es
que no se me ocurre nada para conseguir
que Julián y Casilda hagan las paces.
— Pero así no podemos seguir le con- —
testó Juana — Estamos todos incómodos y
.

nerviosos y además no queremos enfadar-


nos con ninguno de los dos.
—Pero vosotros os apetece jugar por
¿a
lastardes —preguntó
al fútbol.^ Rafertini.
—A mí a demás supongo que
sí, los
también.
—Pues mira, Juana, único que lo se
me ocurre es que decidáis la solución
entre todos. Debéis votar cada uno lo
que más os apetezca, y aceptar el resul-
tado. Tenéis que convencer a Julián y
a Casilda para que respeten lo que de-
cidáis.
— ¡Muy buena idea, Rafertini! — gritó
muy contenta Juana —
Creo que podré
.

convencer a Casilda y Julián para que


acepten el resultado, sea el que sea.
Juana, al día siguiente, reunió a los
niños a la salida de la escuela y les explicó
la solución propuesta por Rafertini. A to-
dos les pareció una idea muy buena, pero

90
a quienes tenían que convencer era a
Casilda y a Julián.
Casilda, al principio, dijo que, resultase
loque resultase, ella no jugaría al fútbol si
no le apetecía.
— ¡Casilda, no seas cabezota! insistió—
Juana — . Es la única forma de que dejemos
de estar enfadados. Debes aceptar el resul-
tado, sea el que sea, y si no lo haces, todos
nos sentiremos defraudados.
—Tienes que aceptar la votación — in-
tentó convencerla Rosa — .
Julián dice que
aceptará resultado y que si decidimos
el

no jugar al fútbol, él no volverá a propo-


nernos un solo partido y nos acompañará
al bosque.
Pero Casilda seguía enfurruñada, sin
querer aceptar la propuesta de Rafertini.
—Venga, Casilda — dijo Renato tú — ,

siempre has sido muy simpática y nos has


hecho muchísimos favores. ¡Sé buena y
acepta la votación! Tienes que reconocer
que es la solución más justa. Haremos lo
que la mayoría de nosotros quiera hacer.
— Bueno, de acuerdo, reconozco que es
lo más justo —cedió al fin Casilda.

Rápidamente, Juana repartió un papel


en blanco a cada uno. En él deberían
escribir lo que preferían. Cuando todos

91
terminaron, Juana los recogió en la gorra
de Renato, y en voz alta fue leyendo:
—Uno a favor del fútbol, otro a favor
del fútbol, uno a favor de los paseos por el
bosque, otro a favor del fútbol, y otro y
otro. En total, cinco votos a favor de que
juguemos al fútbol y uno solo a favor de
los paseos por el bosque.
Casilda, al oír el resultado de las vota-
ciones, se levantó y, muy seria, dijo al
resto de los niños:

Ya he visto que preferís jugar al fút-
bol. He sido una cabezota. Espero que me
perdonéis por haberme empeñado en que
no jugásemos con el balón de Julián y por
haberos estropeado durante estos días los
partidos. Pero no os preocupéis porque, a
partir de ahora, jugaré de portero, como
siempre, y tendremos dos equipos comple-
tos.
— ¡Muy —contestó Rena-
bien, Casilda!
to — Yo propongo que, un día a sema-
. la
na, vayamos todos bosque a buscar
al
hierbas y piedras, para que no se fastidie
siempre Casilda.
Todos estuvieron de acuerdo con la
propuesta de Renato. Y a partir de aquel
día,nunca más volvieron a disgustarse
por nada los niños de Rabicún porque,
cada vez que había opiniones diferentes.

92
votaban. Y, naturalmente, todos acepta-
ban el resultado. Fuese el que fuese.

Es bueno que en una nación existan dife-


rentes partidos políticos. Con sus distintas
formas de ver y entender los problemas,
contribuyen a formar y a manifestar la
voluntad popular. Los ciudadanos tienen
derecho a fundar partidos políticos siempre
que éstos respeten la Constitución.

(Ver Constitución Española, art. 6)

94
Indice

1 El pequeño planeta Rabicán 9


2 La princesa Casilda 25
3 El sabio Rafertini 37
4 Don Nicomedes 51
5 Renato y Romo 65
6 Los friscanios 85
7 Fútbol en Rabicán 99

95

rt

.
#
rabicunOOpati

,
ab'CunOOpatf

Property of

San Mateo
Public
Library
edecán
a BARCO DE \APa

Rabicún era un pequeño planeta en el que la vida transcurría con sus


altos y sus bajos, sus más y sus menos. Había rabicundios ricos y
rabicundios pobres, rabicundios amables y rabicundios abusones
(como don Nicomedes). Y para que las cosas vayan bien, pues tam-
bién había un gobernante que intentaba dar razón a quien la tuviera,
conforme a unas leyes, a una Constitución.

PATRICIA BARBADILLO no pretende explicar a los niños toda la


Constitución española. ¡Qué va!, eso sería muy largo y muy pesado.
Lo que sí ha pretendido es resaltar en cada una de las aventuras al-
gún artículo de nuestra Constitución que trata temas tan importantes
como la libertad, la solidaridad, la justicia, la dignidad de la per-
sona, etc. Pero, esencialmente, Rabicún es un libro de cuentos con
divertidas aventuras infantiles.

A partir de 7 años [

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