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Jill Tomlinson
La gata
que quería
volver a casa
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LA GATA QUE QUERIA
VOLVER A CASA
miñón Libros Infantiles y Juveniles
Colección: LAS CAMPANAS
Serie: Cuentos
O Jill Tomlinson
Publicada en inglés por Methuen é Co. Ltd, London,
con el título «The Cat Who
Wanted Go Home»
O Edición española, Miñón, S.A.,
Vázquez de Menchaca, 10
Valladolid
I.S.B.N.: 84-355-0483-2
Depósito legal: VA-118-81
Jill Tomlinson
ebiToriaL MIÑÓN
A Tricia
y sus hijos
Joanna, Roderick y Caroline,
sin olvidar
a D. H.
Indice
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nados, y en las patas calcetines a rayas
como los de un futbolista.
Suzy vivía en la casa de un pescador,
en un pueblecito costero de Francia. El
pescador tenía cuatro hijos: Pedro de
diez años, Enrique de ocho, Pablo de
seis y Gaby de cuatro. Cuando se ponían
en fila, parecían los peldaños de una
escalera.
Los niños jugaban con Suzy y la lle-
vaban siempre con ellos a todas partes.
Pedro, el mayor, hizo a Suzy un afi-
lador enrollando un trozo de alfombra
vieja a una pata de la mesa de la cocina.
Así Suzy podía afilarse las uñas siempre
que quisiera.
Enrique conocía muy bien en qué
parte de la tripa salpicada de lunares
tenía Suzy más cosquillas. Y Enrique
sabía hacer cosquillas con mucha habi-
lidad.
Pablo había hecho a Suzy un juguete,
que consistía en una bola de papel atada
7
y
10
Suzy detestaba que los niños estuvie-
sen en la escuela. Durante ese tiempo no
tenía a nadie con quien jugar, nadie que
bambolease encima de su cabeza una
pelota de papel o le diese ocasión de
subirse a los árboles. Así que daba vuel-
tas y correteaba sola por el muelle o se
iba a explorar por su cuenta los campos
de detrás del pueblo.
Un día en que andaba cazando mari-
posas por el campo, casi se dio de bruces
contra un gran cesto. Para Suzy los
cestos eran un objeto familiar — había
montones de ellos en el puerto—, pero
éste era mucho más grande que todos
los que había visto hasta entonces. Lle-
na de curiosidad, se subió al borde del
cesto y se asomó a su interior. Aquel
cesto era tan grande que tenía en su
fondo un taburete de madera. Y debajo
del taburete había una sombra delicio-
sa.
Era un día muy caluroso. Suzy deci-
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dió echarse allí una siestecita. Saltó
suavemente dentro del cesto y se tumbó
bajo el taburete metiendo el hocico en-
tre el rabo. Así enroscada parecía un
enorme y peludo caracol.
Muy pronto Suzy dormía profunda-
mente.
Cuando despertó, notó algo muy pe-
culiar. El cesto parecía balancearse de
un lado a otro arrullándola. De un
brinco Suzy se subió al borde, dispuesta
a saltar hacia afuera, pero cambió in-
mediatamente de decisión al mirar
desde lo alto. El suelo se encontraba
lejos, muy lejos allá abajo, demasiado
lejos para lanzarse a él. Al ver que el
cesto temblaba otra vez, se sujetó fuer-
temente agarrándose con las uñas a una
cuerda.
¿Cuerdas? No recordaba haberlas
visto cuando trepó al cesto. Miró hacia
arriba. Las cuerdas estaban sujetas a un
enorme globo, un globo descomunal.
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¡Suzy se elevaba volando por el cielo en
un cesto suspendido de un globo!
¡Pobre Suzy! Se deslizó hacia abajo y
se acurrucó en el suelo, temblando de
miedo.
Entonces sintió una mano suave so-
bre el lomo y, al mirar hacia arriba, se
encontró con que había un hombre con
ella dentro del cesto.
— Hola, gatita —dijo—. Yo no te ha-
bía invitado, pero ahora es demasiado
tarde para devolverte a tierra. Tendrás
que venirte conmigo a Inglaterra.
Suzy no sabía dónde estaba Inglate-
rra, pero sí sabía que ella no quería ir
allí. Quería quedarse en Francia, en su
pequeña aldea de pescadores, con los
niños.
— Chez moi —gimió. Aquello sonó
algo así como «she mua»: Suzy estaba
diciendo en francés que quería volver a
casa.
Pero el hombre maniobraba con su
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globo, que se tambaleaba violentamen-
te, y estaba demasiado ocupado para
hacer caso a su pequeña pasajera.
Así Suzy volaba en globo sobre el mar
entre Francia e Inglaterra. Le fastidia-
ba el continuo bamboleo de aquel arte-
facto. Pero lo peor era ver desaparecer
la costa de Francia: Francia y con ella
Pedro, Enrique, Pablo y Gaby; Francia
y todo lo que Suzy conocía y amaba.
— Chez mol —repetía gimiendo, pero
nadie la escuchaba.
Grandes nubes como blancas bolas
infladas navegaban por debajo de ellos
y, mucho más abajo, en el .nar, barcos
que parecían de juguete. El espectáculo
era realmente interesante y bello, pero
Suzy no estaba en condiciones de apre-
ciarlo. No podía apartar de su mente el
pensamiento de cómo podría atravesar
aquella enorme superficie de agua para
regresar a casa.
Aterrizaron en Inglaterra con un
gran golpetazo. Suzy no se dio cuenta de
que estaban de nuevo en tierra porque
durante el trayecto final había mante-
nido los ojos fuertemente cerrados.
Pronto saltó de la cesta y echó a correr.
Toda prisa le parecía poca para alejarse
del globo aquel.
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Estaba muerta de hambre. Se dirigió
corriendo hacia donde olía a pescado.
Pero el olor venía del mar y allí ni había
peces ni barcos de pesca. Era una ciudad
de la costa inglesa que no se parecía en
nada a su pueblecito.
Frente al mar había una gran expla-
nada de cemento, con escaleras que ba-
jaban hasta la playa.
¡Pobre Suzy! Se sentó en las escaleras
mirando tristísima a las olas. ¿Cómo iba
a volver a casa a través de toda aquella
agua?
Afortunadamente pasó por allí una
dama de la Sociedad Protectora de
Animales. Tenía la especialidad de en-
contrar casas para gatos abandonados.
Cogió a Suzy en brazos y la llevó a casa
de una encantadora anciana, llamada
tía Chon.
— ¿Podría usted ocuparse de esta ga-
tita, tía Chon? — le preguntó la dama de
la Sociedad Protectora de Animales—.
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Nunca la había visto antes por estos
alrededores, debe de haberse perdido.
— Claro que sí, puede quedarse con-
migo —respondió tía Chon—. Así hará
compañía a Biff.
Biff era el nuevo periquito de tía
Chon, que estaba aprendiendo a hablar.
— Hola, tía Chon — decía con su cas-
cada voz.
Naturalmente, Suzy no entendía el
inglés, pero sí comprendió que era para
ella un platito de leche que le pusieron
delante y que lamió rápidamente hasta
la última gota. Como era una gata muy
bien educada, dijo:
— Merc..
(Palabra que en francés quiere decir
«graclas».)
— ¡Qué maullido tan gracioso tienes!
— dijo tía Chon.
— Merci —repitió Biff.
—¡Oh, qué listo eres, Biff! —exclamó
tía Chon.
pus
—Listo Biff —coreó el periquito—.
Merc..
Suzy durmió aquella noche en una
vieja y confortable butaca. Tía Chon le
hizo caricias y Suzy ronroneó de placer.
Ronroneaba en francés, aunque el ron-
roneo suena igual en todo el mundo.
Pero aquello no era lo mismo que
estar en casa. ¡Suzy echaba de menos
las caricias que Gaby le hacía a contra-
pelo!
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2. Ir y volver no es bueno
5 4
Y
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— Gatito —dijo Carolina acariciando
a Suzy. Suzy se estremeció y se restregó
ronroneando contra la mano de la niña.
— ¡Qué mimosa eres! —dijo la niña
levantando a la gata en vilo y echándo-
sela al hombro —. Ven, te voy a enseñar
a papá. El no me cree que te hayas
mojado las patas.
La niña se encaminaba hacia donde
estaba su padre cuando de repente Suzy
dio un salto y salió corriendo en direc-
ción hacia unas rocas. ¡Había visto algo!
Desde el hombro de Carolina podía ver
mejor por encima de las cabezas de los
bañistas y estaba segura de que había
divisado una barca. ¡Una barca! ¡Por fin
podría volver a casa!
Carolina intentó seguirla, pero Suzy
era mucho más rápida. Además, su pa-
dre se enfadaría si ella desaparecía sin
haberle dicho adónde iba. ¡Qué pena!
Ahora nunca creería que ella había vis-
to a un gato meterse en el agua.
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Suzy llegó a las rocas y miró por
detrás de ellas. ¡Sí! ¡Allí había una bar-
ca! Era un bote de plástico muy peque-
ño, pero como no había otra cosa ten-
dría que servir. Un niño remaba dentro
del botecillo cerca de las rocas. Suzy
trepó por su superficie cubierta de algas
resbaladizas, para que el niño pudiera
verla, y fijó en él sus grandes ojos ver-
des.
— Chez mol —gritó esperanzada—.
Chez mol.
El niño miró hacia arriba y se quedó
sorprendido al descubrir a Suzy. Nunca
había visto a un gato en la playa.
— ¿Qué quieres, gatito? Me figuro que
no querrás dar un paseo.
Suzy respondió metiéndose de un
brinco en el bote. Allí se hizo un ovillo y
esperó pacientemente. ¡Por fin empren-
día el viaje de vuelta!
Pero, naturalmente, no era así. Nadie
cruza el Canal en un bote de juguete. Al
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niño sólo le dejaban navegar por las
aguas poco profundas muy cerquita de
la costa. Al cabo de algunos minutos de
1r y volver, sin alejarse del mismo sitio,
Suzy empezó a inquietarse. ¡Así no lle-
garía nunca a Francia!
— Chez mot —volvió a insistir gl-
miendo. ¿Cómo no comprendía el niño
lo importante que era para ella volver a
casa? — Chez mol.
— ¿Qué, quieres bajarte ya? —le pre-
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guntó el niño —. De acuerdo, espera un
momento. Y acercó la canoa a una roca
lisa. Cuando Suzy se dio cuenta de que
volvían a tierra, perdió toda esperanza
de llegar a Francia en aquel viaje, así
que se dispuso a saltar.
— ¡Ten cuidado con tus uñas! — gritó
el niño de repente al ver que la gata las
clavaba en el plástico —. ¡Vas a pinchar
la barca!
Demasiado tarde. Suzy no entendió
lo que el niño le decía y saltó a la roca
dejando tras sí cuatro grupos de aguje-
ritos por los que el aire comenzó a esca-
parse con un sonoro silbido. No, las
uñas no son buenas para los botes de
plástico.
El niño desembarcó también y arras-
tró el bote hasta la orilla.
— Es la última vez que llevo un gato a
bordo — gruñó sacando de una bolsa el
estuche de herramientas para reparar la
embarcación.
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El bote perdía aire por momentos
y estaba completamente desinflado
cuando Suzy llegó a la carnicería.
El triciclo de tía Chon ya no estaba
allí, pero Suzy recordaba el camino que
conducía a la casa de aquélla y hacia allí
se encaminó.
— ¿Dónde has estado, gatita? —le
preguntó tía Chon al entrar.
— ¿Dónde has estado, gatita? —repi-
tió Biff con su cómica voz—. Listo Biff.
—Sí, muy listo, Biff —dijo tía
Chon—. Bueno, gatita, aquí tienes tu
comida.
Y le puso delante un platito con hí-
gado.
Suzy se lo comió todo. No era pesca-
do, pero estaba muy rico.
— Mercí — dijo limpiándose los bigo-
tes.
— ¡Qué maullido tan gracioso tienes!
— dijo tía Chon.
— Merci — repitió Biff—. Listo Biff.
27
Y Suzy ronroneó.
Pero echaba de menos a Gaby y sus
caricias a contrapelo.
28
3. ¡Sólo era un juego!
SE
de
3l
Suzy tenía que hacer grandes esfuer-
zOS para guardar el equilibrio, pero es-
taba feliz. ¡Francia al fin!
No se sintió tan feliz cuando el joven
empezó a nadar, empujando la tabla
delante de él, en ocasiones a través de
las olas. Suzy entonces cerraba los ojos
y se agarraba más fuerte a la tabla,
escupiendo aquella repugnante agua de
mar cuando se tragaba una bocanada.
De pronto el joven gritó:
— ¡Aquí viene una buena!
Se encaramó a la tabla, se arrodilló
sobre ella y finalmente se puso de pie.
Una ola gigantesca los levantó en su
cresta arrojándolos violentamente a la
playa... de Inglaterra. Suzy estaba fu-
riosa.
— Chez mol —suspiraba.
— Sí, es maravilloso — gritó el joven
creyendo que la gata estaba disfrutando
tanto como él.
Había otros muchos jóvenes haciendo
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«surf»en la playa, los cuales se queda-
ron pasmados al ver a Suzy.
— ¿Dónde la has encontrado, Bill?
—le preguntó a voces uno de ellos—.
¿Es un nuevo miembro del club?
— Sí —contestó Bill —. Es tremenda.
Una verdadera campeona, ya verás.
Todos se dirigieron al agua y Suzy
volvió a cobrar ánimos. ¡Estaba claro, el
joven había regresado para buscar a los
otros, eso era todo! Ahora se irían todos
a Francia.
Por supuesto que no fue así. Entraron
en el mar y salieron de él varias veces,
hasta que Suzy cayó en la cuenta de que
aquello no era más que un juego, una
diversión.
A los jóvenes Suzy les pareció mara-
villosa y, cuando dejaron el «surf» para
comer, le hicieron toda suerte de mimos.
La envolvieron en una toalla para se-
carla y le dieron de comer una lata en-
tera de sardinas. ¡Pescado! Luego juga-
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ron con ella a la pelota y corrieron por la
playa arrastrando un cinturón para que
ella lo cazara.
Suzy se lo pasó estupendamente,
aunque no había podido volver a Fran-
cla.
Cuando regresó a casa de tía Chon,
Biff le preguntó:
— ¿Dónde has estado, gatita?
— Sí, ¿dónde has estado? — preguntó
también tía Chon—. A juzgar por tu
aspecto, has debido de estar nadando.
Tienes algas en el rabo.
Suzy se sentó y se lavó lamiéndose de
arriba abajo. Tía Chon barrió las algas y
luego puso un plato de carne picada de-
lante de la gata.
Suzy se lo comió todo. No era pesca-
do, pero estaba muy rico.
— Merci — dijo limpiándose los bigo-
tes.
— ¡Qué maullido tan gracioso tienes!
—exclamó tía Chon.
34
Y Suzy ronroneó.
Pero echaba de menos a Gaby y sus
caricias a contrapelo.
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4. Un gato nadando a lo perro
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5. El camino más húmedo
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6. Suzy a punto de naufragar
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7. ¿A casa en coche?
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E
/
65
— Creí que habías decidido no acom-
pañarme hoy — dijo tía Chon parándose
para que montara Suzy.
— Chez mot — maulló ésta.
—¡Vaya un maullido! —exclamó tía
Chon.
Pedalearon hasta las tiendas del pa-
seo marítimo. Tía Chon aparcó delante
de la panadería. Al bajarse del sillín se
volvió para mirar a Suzy, que ya estaba
preparada para saltar del cestillo.
— ¿Se puede saber adónde vas? —le
preguntó —. Bueno, supongo que nos
veremos a la hora de cenar.
Y entró en la panadería.
Suzy cruzó corriendo la calzada. Aca-
baba de ver algo familiar en la otra ace-
ra. ¡Un marinero francés con su gorra de
pompón rojo!
Y un marinero francés podía llevarla
a un barco francés. Sin dudarlo, Suzy se
puso a seguirle.
El marinero caminaba a buen paso y
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Suzy tenía que correr para no rezagarse.
Al cabo de un rato, la acera por donde
iban empezó a estar más transitada y la
gente que se cruzaba con ellos era cada
vez más ruidosa.
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Suzy comprendió que habían llegado
a un gran puerto. Vio grúas y maleco-
nes, mástiles y chimeneas de barcos.
¡Barcos! Suzy procuraba no distan-
clarse de su marinero. ¡Seguro que él la
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conducía a un barco francés!
¡Pobre Suzy! El marinero no la con-
dujo a un barco francés, sino que entró
en un gran edificio y desapareció. Suzy
intentó seguirle, pero se lo impedía una
puerta giratoria que, cada vez que tra-
taba de pasar por ella, la arrojaba a la
acera. Probó varias veces más, pero
otras tantas fue despedida.
Bueno, en realidad ahora ya no nece-
sitaba al marinero, pues estaba en un
puerto. Uno de aquellos barcos tenía
que ir a Francia.
Suzy se dirigió trotando por una am-
plia calzada hacia los muelles. Pasaban
numerosos coches que iban en la misma
dirección. Uno de ellos se detuvo cerca
de Suzy y el conductor preguntó por la
ventanilla a un hombre de uniforme.
— ¿El ferry con destino a Francia?
—Siga todo derecho —respondió el
hombre —. Allí delante lo tiene usted.
¡Francia! Suzy pensó que no debía
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perder de vista a aquel coche. Cuando
éste se puso de nuevo en marcha, ella
echó a correr. Era mucho más difícil que
seguir al marinero. Suzy corría y corría:
le dolían las patitas de tanto correr.
Estaba a punto de desistir de su em-
peño cuando el coche se paró detrás de
otros que hacían cola para embarcar en
el ferry. A Suzy nunca se le había ocu-
rrido pensar que volvería a Francia en
coche, pero parecía que así iba a ser.
Recorrió la cola buscando algún coche
en el que pudiera montarse sin ser vista.
Por fin encontró uno. La familia al
que pertenecía había cargado en él tan-
to equipaje que el maletero no se podía
cerrar y estaba medio abierto, sujeto
con una cuerda. Suzy se introdujo cau-
telosamente entre una maleta y una
hamaca y halló un pequeño espacio
donde enroscarse. Los ocupantes del
coche no notaron nada, estando como
estaban muy ocupados en consultar un
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mapa de Francia para ver adónde iban a
lr cuando estuviesen al otro lado del
Canal.
El coche de Suzy avanzaba lenta-
mente. De pronto se oyó un gran ruido
metálico: el coche bajaba por una ram-
pa a la bodega del barco.
Estaba oscuro allí dentro, aunque ha-
bía algunas luces. Suzy se estuvo muy
quietecita, un poco asustada de los gol-
pes que la gente daba al cerrar las
puertas de sus coches. Había coches
delante, detrás, a los lados, por todas
partes. Los portazos resonaban en los
costados metálicos del barco.
La familia de Suzy salió del coche y
desapareció por una pequeña puerta la-
teral hacia la que se dirigía el resto de la
gente.
Finalmente todo quedó en silencio.
Suzy miró por la rendija del maletero.
No se veía a nadie, así que Suzy saltó de
su escondite, se deslizó entre las filas de
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coches y salió por la puerta por la que
había desaparecido su familia.
Oyó entonces un nuevo ruido: se de-
tuvo a escuchar. Eran las máquinas del
barco. ¡Ya se marchaban!
Suzy subió unas escaleras muy empl-
nadas, atravesó un corredor y llegó a un
gran salón en el que había mucha gente
sentada a las mesas y comiendo. Suzy
pensó que aquel barco era como una
casa. Descubrió más escaleras. ¿Esta-
rían arriba los dormitorios? Suzy trepó
por ellas y se encontró en la cubierta del
barco a plena luz del sol.
Alrededor no había más que mar.
Suzy se asomó a la barandilla: allá al
fondo, cada vez más pequeña, quedaba
por fin la costa de Inglaterra.
Corrió hacia el otro extremo del bar-
co, la proa, y se puso a mirar a Francia.
¡Por fin volvía a casa!
Feliz con este pensamiento, se aco-
modó sobre unos bultos y fardos que
72
encontró bajando por otro corredor y se
quedó dormida.
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A
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73
8. Por fin en casa
76
ños de pie, que pa los peldaños de
una escalera.
¡Era la familia de Suzy! Tenía que
serlo.
— ¡Fuera de aquí! — gritaba el mari-
nero a los niños, apartándolos del pie
del mástil. Llevaba una escala.
Pero a Suzy no le importaba ya. Saltó
a cubierta por encima de la cabeza del
marinero, corrió a la barandilla, se subió
a ella y... se tiró al agua.
—¡Oooooh! —exclamaron todos los
que seguían la escena.
— ¡Se va a ahogar! —chilló la niña —.
¡Rápido, que alguien la salve!
Pero Suzy no se ahogó. Al principio le
pareció hundirse en lo más hondo de
aquellas verdes aguas pero luego, agl-
tando con fuerza sus patas, logró salir a
la superficie como un corcho y empezó a
nadar.
A un lado se alzaba el costado del
ferry con la barandilla bordeada de ca-
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bezas que miraban a Suzy. Las olas no
dejaban a ésta ver el barco de pesca, y
Suzy nadó hacia el sitio donde le había
visto antes.
La niña hacía señales con los brazos a
los niños del pesquero señalándoles a
Suzy.
— ¡Gato al agua! —les gritaba.
Los demás niños del ferry se unieron a
sus gritos:
— ¡Gato al agua!
Los niños del pesquero francés no
entendían, pero miraron hacia donde
apuntaban los niños del ferry, y le dije-
ron a su padre que virara hacia aquel
punto.
Finalmente, en un momento de cal-
ma entre dos olas, vieron algo que se
movía. A los pocos segundos Suzy era
izada a bordo en un cubo.
Aunque el ferry se había alejado ya
un poco, pudieron oírse los aplausos de
los niños, que se alegraban de que Suzy
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estuviera a salvo y decían adiós con la
mano.
Suzy estaba más que a salvo: estaba
feliz, ronroneando dentro del cubo co-
mo el motor de un barco.
— Es un gato — dijo Pedro —. Un gato
nadador.
— Atigrado — dijo Enrique.
—Con medias de futbolista — dijo
Pablo.
—¡Es Suzy! —dijo Gaby, sacándola
con cuidado del cubo y abrazándola—.
Sabía que volvería.
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La gata que quería volver a casa