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EDICIONES

ALFAGUARA
s.(ܧoa.

Sueño y verdad
de América
Ciro Alegría
THOMASJ. BATA LIBRARY
TRENT UNIVERSITY
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in 2019 with funding from
Kahle/Austin Foundation

https://archive.org/details/suenoyverdaddeamOOOOaleg
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Sueño y verdad de
América
Ciro Alegría

EDICIONES
ALFAGUARA %*£&£$ £$?■■ ts í*?y Mí'&&&'¥$?
s.&Sm)A. mti.
Y EDICION DE DORA VARONA, CASILLA 11031,
LIMA-14, PERU

DE ESTA EDICION:

EDICIONES
A \

PRINCIPE DE VERGARA, 81
28006 MADRID
TELEFONO 261 97 00
1985

I.S.B.N.: 84-204-3660-7
DEPOSITO LEGAL: M. 9-274-1985

PRIMERA EDICION: OCTUBRE 1984


SEGUNDA EDICION: MARZO 1985

LA ILUSTRACION DE CUBIERTA HA SIDO REALIZADA


POR ANTONIO COBOS.
toa

LA MAQUETA DE LA COLECCION
Y EL DISEÑO DE LA CUBIERTA
ESTUVIERON A CARGO DE
ENRIC SATUE ®
Sueño y verdad de América. 9
Descubrimiento del río de las Amazonas 19
Rodrigo Niño, guardián de 86 galeotes
y burlador de piratas. 25
Eldorado. 35
Leyenda y poesía de un ojo de agua ... 43
Gonzalo Guerrero, el primero que se
aplatanó.. ... 49
Del porqué a la quinina se le llamó
también chinchona ... ... . 63
Pedro Serrano: un Robinson descono¬
cido .. ... 69
Un humilde niño indio de las sierras de
Oaxaca. 77
Entre Bolívar, Espartero y un extra ... 87
Flor de Tara. 95
Los últimos corsarios de Isla de Pinos 103
El ferrocarril más alto del mundo ... 111
León Escobar, el famoso bandido pe¬
ruano . 123
La revolución de Atusparia. 131
'

f'

'
Sueño y verdad de América

^4¿acía más de un mes que no veían tierra.


La confianza de la mayoría de esos marinos trabaja¬
dos por la fatiga de esperar había llevado un ritmo
de olas, alzándose y cayendo. Ahora, ¿iban a llegar
ya? Durante todo ese día 11 de octubre, como en
varios otros anteriores, pudieron ver y hasta palpar
buenas señales. La mar ancha y circular, que empe¬
ñábase en acabar en horizontes y al parecer no que¬
ría dar otra respuesta que la de su inmensidad, allá
abajo, entre las blandas lomas de las olas, les per¬
mitió alcanzar con las miradas y hasta con las ma¬
nos, pequeñas y humildes cosas que valían exacta¬
mente un mundo. Quienes iban en la muy velera
carabela «Pinta», que al adelantarse ganando ale¬
gremente distancias era la primera frente al hori¬
zonte de cuerda tensa, vieron un palo y una caña, y
tomaron un palillo al parecer labrado con hierro, y
yerba de la tierra. Los de la «Niña» recogieron otro
palillo cargado de escaramujos. Un junco verde,
como recién cortado, distinguieron los de la «Santa
María». Menudas pero importantes cosas. Todos
vieron también que las pardelas y otros pájaros vo¬
laban al atardecer hacia el sudeste. Desde el día 7,
oyendo el consejo de Martín Alonso Pinzón y al
recordar que los portugueses descubrieron sus is¬
las siguiendo el rumbo de los pájaros, Cristóbal
10

Colón mandó poner proa hacia el sudeste. Las tres


carabelas eran así como otras tantas aves marinas
en vuelo blanco hacia una tierra que tardaban en
avistar.
El crepúsculo del trópico —nadie entre toda
esa baqueteada gente marinera había visto nunca
colores más vivos ni un tan rico juego de matices—
teñía las lonas curvas de viento. Al anochecer las
carabelas se juntaron para navegar cerca una de otra
en la sombra, como lo solían hacer. Los navegantes
dijeron en coro la Salve, según costumbre, y luego
vieron cómo los puntos móviles de las últimas par-
delas ya no lo eran más, hundiéndose en la sombra
y cómo ésta apagaba también las postreras ascuas
del horizonte. En las carabelas se encendieron las
linternas y en el cielo, algunas estrellas.
Colón entonces habló, pero con más certi¬
dumbre de la que había tenido siempre, acerca de
que pronto encontrarían tierra. El acento claro y
alto de sus palabras cruzó los rostros barbudos, al¬
zóse entre las lonas, extendióse sobre el mar. Como
apenas se veía al capitán, sus palabras parecían la
voz del destino escondido en la sombra. Encareció
el favor de Dios por haberles dado un buen viento
y mar llena en la travesía. Recordó que había orde¬
nado a poco de partir de la isla Gomera, o sea al
comienzo de la inmersión en lo ignoto, que pasadas
las setecientas leguas no se navegara entre la media
noche y el amanecer. Recomendó a todos que vela¬
sen con gran cuidado, pues la ansiada tierra no debía
estar ya lejos. Repitió que los Reyes tenían prometi¬
do diez mil maravedís de juro al primero que viese
tierra y añadió que él le daría un jubón de terciopelo.
Cuando callóse, todos los ojos fuéronse hacia el po¬
niente, proas allá. El mismo capitán general de la
pequeña armada, ya en su castillo de popa, púsose
a velar. La sombra parecía palpitar, densa de pro¬
mesas, en medio de un silencio alerta. Sólo se oía el
11

rumor del viento en los cordajes y el chapoteo de


las naos en el mar.
Serían las diez de la noche cuando Colón dis¬
tinguió una débil luz a lo lejos. La tal lumbre era
muy «cerrada o anublada». Mandó a llamar en se¬
creto a Pedro Gutiérrez, repostero de estrados del
rey, y le pidió que mirase y le diera su opinión. El
vio aquello y dijo que le parecía lumbre. Fue llama¬
do también Rodrigo Sánchez de Segovia, veedor real,
que «no vido nada porque no estaba en lugar do la
pudiese ver». Cuenta exactamente Bartolomé de las
Casas: «Después se vido una vez o dos, y diz que
era como una candelilla que se alzaba y bajaba.
Cristóbal Colón no dudó ser verdadera lumbre, y
por consiguiente, estar junto a la tierra, y así fue. Y
lo que yo siento dello es que los indios de noche
por aquestas islas, como son templadas, sin algún
frío, salen o salían de sus casas de paja, que llama¬
ban bohío, de noche a cumplir con sus necesidades
naturales, y toman un tizón en la mano, o una poca
de tea, o raja de pino, o de otra madera muy seca
y resinosa, y arde como tea, cuando hace oscura no¬
che y con aquél se tornan a volver, y desta manera
pudieron ver la lumbre las tres y cuatro veces que
Cristóbal Colón y los demás que la vieron.»
La lumbre, pues, brilló fugaz, intermitente
y resultaba extraño ese movimiento de alzarse y des¬
cender. No era lumbre fija. Pensamos nosotros que,
de haber caminado Colón por el campo en compa¬
ñía de indios, habría sabido que éstos, al avanzar
alumbrándose con teas o hachones, llevan la lum¬
bre en alto mientras el sendero es fácilmente practi¬
cable. Cuando se dificulta, ya sea porque llegue a
una pendiente resbaladiza o cruce entre piedras y
altibajos, los indios dan hasta cerca de tierra con
el extremo ardiente del hachón, para alumbrar me¬
jor el mal sitio y afirmar bien el pie. Salvado el
obstáculo, vuelven a alzar la llama. A Colón des-
12

concertaríalo un tanto el juego de la luz y resolvió


no dar la voz de tierra, pero su confianza, como
venía ocurriendo desde hacía años frente a cualquier
signo favorable, recibió más aliento y mandó decir
a los marineros del castillo de proa que tuvieran
mayor cuidado en el velar.
Cristóbal Colón podía considerar ya que es¬
taba llegando al clímax de su empresa. Podía me¬
dir con la memoria su jornada. Dos veces en el largo
viaje creyeron ver tierra y luego no hubo nada. El
mismo tuvo que padecer interminables quejas -y
hasta un conato de motín, pues parte de su gente
estuvo planeando arrojarlo al mar para volverse.
Le ha ayudado no sólo saber, sino creer que
podía guiarse por las estrellas. Si bien en las escue¬
las náuticas del tiempo se enseñaba a navegar según
las estrellas, el asunto no pasaba de ser teoría, pues
ningún marino había confiado en la misma y por
entero, llevándola a la práctica. Al contrario. Toda
clase de historias reales o inventadas parecían im¬
pedir los esfuerzos que se basaran en el brillo
nocturno del cielo. Según contaba Solino en su Po-
listor, Alejandro Magno mandó a un capitán lla¬
mado Onesicritus a descubrir la isla de Trapobana,
y éste con toda su flota perdió el norte y nunca
vio las Cabrillas. Colón miraba ensimismado el cie¬
lo, donde surgían más y más estrellas, aclarando la
noche.
Los grumetes que manipulaban los relojes
de arena vieron que pasó la medianoche y, contra
lo que había recordado el capitán en su discurso,
nadie ordenó detenerse. La navegación proseguía
en silencio, descontándose las voces del viento y el
mar. De rato en rato, una que otra palabra de los
hombres asomados a las bordas y clavados en el
castillo de proa hacía entender que nadie dormía,
que todos estaban esperando con los ojos ahitos de
difíciles distancias.
13

Sin duda. Colón recordaba también ese gra¬


ve momento en que las agujas «noruesteaban», en
que toda la tripulación tembló ante la posibilidad
de que fallara la brújula y quedárase la flotilla,
perdida, en medio del mar ya indominable. La ex¬
plicación que dio el capitán no lo convencía a sí
mismo, pero sirvió para calmar los ánimos y seguir
rumbando con firmeza hacia el Poniente. Luego,
con el tiempo, habría de precisarse la variación
magnética de la tierra. Eso de haberse aventurado
en lo desconocido, navegando hacia el Poniente
como nadie antes navegó, sería el fundamento de
su victoria.
Según todos sus cálculos, basados en abun¬
doso material que incluía desde las profecías de Es-
dras hasta los estudios del cosmógrafo Toscanelli,
Colón había llegado a la conclusión de que después
de navegar desde la isla del Hierro unas 750 leguas,
hallaría las Indias o Catay o Cipango o alguna re¬
gión del Asia. Avanzaban en ese momento dentro
de la calculada porción crucial de las leguas. Co¬
rría lentamente el tiempo en la callada noche. Eran
ya las dos de la madrugada del 12 de octubre de
1492.
Sonó entonces un grito: «¡Tierra!» Sonó un
tiro de lombarda. La palabra tierra volvióse un cla¬
mor jubiloso rebotando de carabela en carabela.
Fueron izadas las banderas. La velera «Pinta» iba
como siempre adelante y, desde la proa, lanzó el
primer grito un marinero que debía ser más conoci¬
do por el nombre de Rodrigo de Triana, aunque
afírmase que se llamaba en realidad Juan Rodríguez
Bermejo o Juan Rodrigo Bermejo de Triana. A tiro
de lombarda, más o menos, estaría la tierra, alzada
como una mancha de compacta sombra. No se veía
una luz. No se veía nada, salvo la muy precisa man¬
cha de sombra. Era la tierra.
14

Colón ascendía a almirante, según la capitu¬


lación real. Ordenó la maniobra necesaria para no
encallar. Las carabelas, bajadas todas las velas y
foques, con excepción de la mayor, quedaron al pai¬
ro en espera del alba.
El Almirante fuese a su cabina y cayó de
rodillas, dando gracias a Dios. Afuera la mayoría
de la gente continuó despierta. Cada quien hacía
conjeturas en voz alta. Todos vinculábanse en al¬
guna forma a las espléndidas riquezas del Asia. El
Almirante, luego de postrarse, volvió a pensar o,
mejor, a soñar.
Allá en su cabina tenía una carta de los Re¬
yes para el Gran Kan. También tenía un pasaporte.
Al día siguiente, él presentaríase en la corte relucien¬
te de oro y piedras preciosas. Entraría en grandes
palacios de mármol. Obtendría las sabrosas especias
que, tanto como las piedras y metales preciosos,
Europa aguardaba. Pero quizás, acaso, estaría sólo
ante una de las muchas islas que, según Marco Polo,
había frente al continente buscado, como una avan¬
zada de tierra firme.
De todos modos había calculado bien. ¡Nun¬
ca llegaría a saber Colón que había calculado mal!
Que de no existir un nuevo continente imprevisto,
sus 750 leguas lo habrían dejado en medio del océa¬
no, sin duda con la tripulación amotinada, horro
de provisiones, confundido él mismo, perdido.
Aquella tierra constituía un ignorado premio con¬
cedido a su tesón de años y a su tranquila audacia.
Se trataba de otro mundo en realidad, alzado allí
para salvación del Almirante, nuevo asombro de
quienes lo debían identificar después y futuro gran
campo de acción de la historia.
Comenzó a llegar el alba. La sombra de la
tierra fue definiendo perfiles de árboles. Se arma¬
ron las velas y lentamente las naos avanzaron. La
luz creció en los cielos, coloreándolos con esos to-
15

nos luminosos y múltiples, vivos y alegres del ama¬


necer del trópico. Ido el amanecer, persistió un co¬
lorido que era de mar a trechos azul oscuro, a trechos
verde intenso, a trechos como matizado de oro y con
mil gamas cerca de la playa, entre las orlas blancas
del oleaje. Más allá alzábanse árboles de ramajes
densos y altos troncos, palmeras donairosas, arbus¬
tos colmados. En esa tierra todo parecía alentar vida
bajo un cielo con azul de cristal y entre un sonoro
vuelo de papagayos.
Avanzaba la mañana y avanzaban las cara¬
belas. Nadie hablaba. Ciento veinte hombres eran
otros tantos silencios. «Lléganse los tres navios a
tierra y surgen sus anclas y ven la playa toda de
gentes desnudas, que toda la arena y tierra cu¬
brían.»
Las gentes desnudas miraban también, fija¬
mente. ¡Qué enormes canoas! ¡Qué velas para ser
medidas a brazas! ¿De dónde vendrían esos hom¬
bres? Ya empezaban a tirar al agua canoas peque¬
ñas desde las grandes. Ya bajaban a las canoas pe¬
queñas y remaban con remos largos. Tenían vestidos
como esos hombres que, según contábase, vivían ha¬
cia el Poniente y usaban vestidos para que no se les
viera el rabo. No, no pertenecerían a esos pueblos
porque lucían largos pelos en la cara. Ahí se acerca¬
ban, algunos de pie en sus canoas, con palos bri¬
llantes colgando de la cintura y trapos de colores
levantados, por medio de otros palos, en el aire.
Unos estaban cubiertos, como tortugas, con capara¬
zones relucientes.
Los cobrizos hombres desnudos comentaban,
entre serios y risueños, presas de un enorme descon¬
cierto, oscilando entre la alegría y el temor. Habían
tenido la precaución de dejar en los bohíos a sus
mujeres, no fuera a suceder que los recién llegados
las robaran como hacían unos asaltantes que vivían
en otras islas del sur.
16

He allí que ya saltaban a tierra los extraños


forasteros. Parecían llegar de paz. Algunos tenían
los ojos azules como el cielo, los pelos rubios como
el sol. Acaso venían del cielo...
Don Cristóbal Colón, Almirante del Mar
Océano, pisó tierra suntuosamente vestido de grana
y con sus distintivos de Almirante, haciendo ondear
la bandera real. Los pilotos, hermanos Pinzón, des¬
plegaban, cada uno, la bandera de la Cruz Verde con
la F. y la I coronadas a ambos lados de la cruz.
Rodeábanlos funcionarios y gente armada. Los que
ya debían ser llamados indios, formando un gigan¬
tesco semicírculo, veíanlos hacer. Los recién llega¬
dos se arrodillaron y rezaron a media voz, unos con
los ojos dirigidos al suelo y otros a lo alto. Luego
levantáronse, procediendo a sentar un acta de toma
de posesión. Quien llenaba las hojas, rasgueándolas
a la voz de Colón, era Rodrigo de Escobedo, Escri¬
bano de la Armada. Los indios creían que acaso los
forasteros estaban realizando actos de magia. No
podrían comprender que se hallaban decidiendo la
suerte de los propios indios, ¡y cómo! Después de
todo, algunos nativos sonreían. ¿A qué venía todo
aquello de arrodillarse y estarse allí medio compun¬
gidos, y llenar luego esas como hojas blancas de
pequeñas rayas?
Cuando terminó la ceremonia, de las conje¬
turas pasaron a la certidumbre de que los foráneos
eran buena gente. Ese hombre vestido de grana, que
parecía ser el cacique y tenía ojos de cielo, les co¬
menzó a repartir cuentas de vidrio, bonetes colora¬
dos, cascabeles. ¡Qué cosas hermosas y nunca vistas
ni oídas! No se entendían mutuamente el habla, pero
la amistad estaba clara. Los hombres cobrizos die¬
ron a sus amigos de cuanto tenían: agua, pan de
yuca, pescado, hilo de algodón, papagayos, aza¬
gayas.
Podían también jugar los hombres cobrizos
17

con esos palos que a los otros les colgaban de la


cintura. Los forasteros, inclusive el cacique de los
ojos cielo, desnudaron las espadas. ¡Acero descono¬
cido! Los indios las tomaron ingenuamente por el
filo y se hirieron las manos. ¡Sangre! Eran armas,
mejores armas que sus azagayas aguzadas a fuego
o guarnecidas, algunas, con una espina o diente de
pescado. Pero estaba visto que los forasteros no les
querían hacer daño. Como buenos amigos, permitían
que los nativos hasta les manosearan, curioseando,
las sorprendentes barbas. Mayor prueba aún. Una
muchacha india no había resistido la tentación de
salir a fisgonear y los forasteros la miraban embe¬
lesados, pero respetábanla. Ella estaba allí, sueltos
los negros cabellos lustrosos, los ojos oscuros absor¬
tos, los labios pulposos, desnuda y trigueña sobre
un fondo de verdura, sonriendo.
Cuando la curiosidad de los indios se agotó
respecto al pelaje, vestiduras y armas de los recién
llegados, éstos preguntaron por medio de señas. Pa¬
recía interesarles mucho un pequeño adorno de me¬
tal amarillo que algunos indios llevaban en la nariz.
Les dijeron entonces que había tal cosa en otras
muchas islas regadas por esos mares. Los foráneos
supieron al fin, sorprendiendo una palabra, que la
isla en que estaban se llamaba Guanahaní «la últi¬
ma sílaba luenga y aguda»...
Colón dio velas y siguió buscando. Bien de¬
cían Marco Polo y otros viajeros. Esas eran las islas.
Las tierras del oro y las piedras preciosas, del clavo,
la canela y las especias, debían estar por allí. Suce¬
sivamente, según consta en su diario, oiría cantar
a un pájaro vulgar y le sonaría a ruiseñor, vería ma¬
natíes y les creería sirenas, encontraría un río y en¬
tendería que era el Edén del Paraíso terrenal. Murió
el Almirante pensando en sus maravillosas Indias.
Otros se deslumbrarían más tarde con el exacto bri¬
llo de los metales preciosos, y cincuenta años des-
18

pués muchos andarían buscando aún El Dorado.


Tal mezcla de sueño y verdad se llamaba ya Amé¬
rica.
Descubrimiento
del río de las Amazonas

Hasta el año 1500 ningún europeo había vis¬


to el después nombrado y renombrado Amazonas.
Los salvajes de arco y flechas llamábanlo Parana-
guasú, o sea gran río; Tungurahua, o rey de las
aguas; Para, o río por excelencia. Con su parla ono-
matopéyica rendíanle homenaje. En la parte baja,
sólo por navegado en sus canoas sabían que era
río, pues no podían distinguir una orilla desde la
otra. El primer europeo que vio la desembocadura
del Rey de las Aguas fue el famoso piloto Vicente
Yáñez Pinzón aquel año de 1500. Llamóle Mara-
ñón y con tal nombre figura en las primeras cartas,
esos como derroteros indianos que tanto valieron a
Américo Vespucio. Parece que el otrora compañe¬
ro de Colón no sospechó la magnitud del río. Regis¬
trólo en su mapa y siguió adelante. ¡Extraña suerte
la de los Pinzones! Habiéndose esforzado ellos tan¬
to en descubrir América y explorarla, ni un pedazo
de tierra, ni una isleta, ni un simple cayo, llevan su
nombre.
La expedición que realmente descubrió el
gran río fue la encabezada por Gonzalo Pizarro y
su primo Francisco de Orellana, en 1543. Centena¬
res de soldados al mando de miles de indios, que
cargaban los «mantenimientos» o arreaban inmen¬
sas recuas de llamas donairosas y gruñentes piaras
20

de cerdos, salieron en pos de la selva. Suponíase


que en ellas estaba el país de la canela y el fabulo¬
so Eldorado. Crujiente de armaduras, una larga ca¬
balgata de jefes y soldados caminó hacia donde salía
el vencido dios Sol de la dinastía incaica.
La más numerosa y apertrechada expedición
que vieron hasta entonces las Indias fue atacada pri¬
mero por un volcán, cuya erupción de piedras y ce¬
nizas ahuyentó al ganado. Sin perder ánimos, los
hombres se hundieron en la tupida manigua. Era
fácil que los indios andinos desertaran y así lo ha¬
cían. No era posible perseguirlos entre el enmaraña¬
do bosque. Orellana tenía don de lenguas y apren¬
dió pronto el dialecto de los indios selváticos que,
de cuando en vez, encontraban. Ninguno daba razón
del imaginario reino donde todo era de oro y el ca¬
cique, untándose resinas, cubríase el cuerpo con
rutilantes arenas también de oro.
Encontraron, sí, un río bravo y tumbaron
un árbol gigantesco, sobre un cañón rocoso, para
que el tronco sirviese de puente. Las aguas brama¬
ban allá abajo. Los trasijados caballos temblaban
sobre el tronco, obedeciendo apenas el jalón contu¬
maz de los soldados. Uno de éstos resbaló y perdió¬
se arrastrando a su animal. No lo vieron más.
Comenzaron a escasear las provisiones. Los
indios andinos se habían fugado todos. Los selváti¬
cos no cooperaban. Los españoles nunca daban con
los tapires, los venados, los paujiles y las pavas y
cerdos de monte. Si por casualidad avistaban alguno,
el estampido del arcabuzazo hacía huir a toda la
fauna del lugar. Tuvieron que comer raíces y oca¬
sionalmente encontrados frutos. Comíanse a los ca¬
ballos también, que entre la manigua de poco ser¬
vían. Mientras más avanzaban y nada de lo buscado
veían, Gonzalo Pizarro íbase enfureciendo. El orgu¬
lloso señor, el mejor lancero de la conquista, el gran
soldado invicto, llevaba trazas de ser derrotado por
21

esa desolación hecha de árboles y ese silencio de


unos cuantos indios, tan perplejos como primitivos.
Un día perdió la cabeza. Preguntaba y volvía
a preguntar a un grupillo de salvajes desnudos por
Eldorado y el país de la canela. Canelos habían ha¬
llado, pero muy entecos y escasos. En algún lugar
habría más y estaría Eldorado. Los indios nada
claro explicaban, a través del intérprete Orellana.
Callaron por último, sin saber qué decir. Amenazó-
selos con esa hoguera levantada ex profeso. También
con la jauría de perros, entre los cuales la famosa
Bujía de Gonzalo, gruñía haciendo relucir los colmi¬
llos buidos. ¿Qué iban a decir? Los indios nada sa¬
bían. La imaginación de los selváticos era inferior
a la de los andinos que contaron el cuento. Gonzalo
creyó que los infelices callaban con malicia y, colé¬
rico, fuera de sí, mandó echar a unos a las llamas
y a otros a los perros. Después de los gritos y alari¬
dos, y cuando las llamas y los perros acabaron de
achicharrar y devorar, un trágico silencio se exten¬
dió entre la selva.
El capitán Gonzalo Pizarro no cejó. La mar¬
cha proseguiría, entre hambres y fatigas y ardientes
y dramáticos sueños. Cuando el río Coca tuvo buen
fondo, hicieron un barco. Orellana fue despachado
en la pequeña nave, junto con una porción de solda¬
dos, para que explorara río abajo y consiguiese ali¬
mentos, debiendo regresar dentro de cierto plazo. El
lugarteniente se abandonó a las aguas y encontró en¬
tonces el río Ñapo. Siguió avanzando y encontróse
con otro mayor de grandeza nunca sospechada. Ese
era el que se llamaría Amazonas.

Orellana abandona a Pizarro

Nadie quiso volver. Los soldados levantaron


22

un acta nombrando a Francisco de Orellana jefe de


la expedición, para seguir hasta el mar, adonde coli¬
gieron lógicamente que el gran río llegaba. Con ra¬
zón pensaron que el pequeño barco serviría para ir
sobre el lomo del coloso de aguas.
Construyeron entonces, afanosamente, im¬
provisando recursos y herramientas, otro barco más
grande. Sólo un soldado había visto algo de «carpin¬
tería de ribera». Con los borceguíes hicieron los
fuelles de la fragua. De los herrajes de los caballos,
ya todos desaparecidos, hicieron clavos. A golpe de
espada cortaron los árboles. Con fibras y resinas del
monte, calafatearon el casco. Uniendo las capas,
alargaron velas.
Los dos barcos entraron al río, cada vez
más lento y más grande. El hambre perseguía a los
expedicionarios, que ya eran descubridores. Donde
había poblados indios, desembarcaban a procurarse
alimentos. Las tribus ribereñas estaban alborotadas.
Río abajo corría la noticia de los foráneos y los in¬
dios les daban guerra. Una vez, hasta las mujeres
pelearon, según apunta Carvajal. He ahí a las ama¬
zonas. El mismo Padre Carvajal, cronista de la ex¬
pedición, dice que un indio les informó de un reino
selvático integrado únicamente por mujeres.
Algunos historiadores han puesto en duda la
historia de las amazonas americanas. Hasta hoy día
son una leyenda, que los crédulos dan por real, en
ciertas partes de las selvas brasileñas. Dícese inclu¬
sive en este tiempo que tienen un amuleto llamado
muirakitan, hecho de una piedra verdosa, labrado
generalmente en forma de sapo, símbolo primitivo
de la lluvia y la fecundidad. Quien posea tal amu¬
leto, por donación de una maravillosamente encon¬
trada amazona o hallazgo casual del mismo en la
selva, tendrá buena suerte en todo, que tal es la
virtud de la piedra mágica. Hay algunos de dichos
amuletos en los museos brasileños.
23

Volviendo al viaje. Cuando Orellana tenía


bajas en un combate, esperaba que llegara la noche
y, envolviendo a los muertos en mantas, los llevaba
así ocultos a los barcos. Le interesaba cultivar la le¬
yenda, muy corriente entre los indios, de que los
españoles eran inmortales.

Pizarro y los suyos

Gonzalo Pizarro, viendo que Orellana no re¬


gresaba, avanzó por las orillas del río con la esperan¬
za de encontrarlo. Señales de fogatas marcadas en
la playa lo alentaban a seguir. Mucho tiempo le llevó
la búsqueda.
La razón de su vuelta no está claramente pre¬
cisada. Cierto cronista afirma que un soldado de
Orellana negóse a seguir adelante, acusando a los
demás de deslealtad y prefirió quedarse solo, a más
de cien leguas de la base de Gonzalo, entre el río
y la selva. Pizarro lo habría encontrado, harapiento
y famélico, hecho una especie de fantasma de los
bosques, y por él sabido cuanto ocurrió. Otros afir¬
man que no hubo tal soldado y que Pizarro resolvió
regresar, coligiendo el abandono.
El viaje de regreso fue todavía más penoso
que el de ida. Sin caballos que sacrificar, comían a
los perros, los cueros de las monturas, cuanto mas¬
ticadle encontraban. Hirvieron las riendas y los ar-
neses engrasados que podían contener algún alimen¬
to. A las armaduras las corroyó la humedad del bos¬
que y pesaban mucho a los cuerpos escuálidos. Las
arrojaron. Las lluvias y el sudor pudrieron las ropas.
Uno tras otro, los soldados iban cayendo para no le¬
vantarse. Quienes seguían avanzando, oían murien-
tes gemidos a lo lejos.
Una tropilla muy reducida, con Gonzalo Pi-
24

zarro a la cabeza, alcanzó a llegar hasta las cerca¬


nías de Quito. Barbudos, vestidos con pieles de ve¬
nado, parecían hombres de otra edad. Un grupo de
vecinos salió a alcanzarles alguna ropa. Luego, lo
primero que hicieron Pizarro y los suyos fue ir a
la iglesia a dar gracias a Dios por haberles salvado
la vida.

Orellana vuelve al Amazonas

Orellana siguió hasta la desembocadura del


río-mar, asombrado como nunca de lo que era Amé¬
rica. Luego rumbó hacia el norte y, después de algu¬
nas recaladas, dirigióse a España en nave regular.
El entusiasmo que produjo el descubrimien¬
to fue tal, que Orellana salió con bien del juicio que
siguiósele por su conducta ante Pizarro. No fue eso
todo. Orellana hizo capitulaciones con el Rey, ca¬
sóse con una hermosa y, al mando de mucha gente
y varios barcos, retornó al Amazonas con el propó¬
sito de colonizarlo.
La empresa fue un desastre. En medio de pe¬
nalidades sin cuento, perdió barcos, mucha gente y
el mismo Orellana murió junto al río, pidiéndole
perdón a su mujer por haberla llevado hasta allí. To¬
dos los sobrevivientes abandonaron el río y la selva.
De tal manera, con la trágica vuelta de Pi¬
zarro hasta Quito y el no menos trágico fin de la ex¬
pedición colonizadora de Orellana cerróse la célebre
jornada del descubrimiento del Amazonas. Fue el
primer gran zarpazo que dio la selva al hombre ci¬
vilizado.
Rodrigo Niño, guardián de 86
galeotes y burlador de piratas

El español Rodrigo Niño asistió al turbulen¬


to período de la revuelta de los encomenderos del
Perú contra las Leyes de Indias. Joven aún por esos
años, despreocupado, tornadizo y audaz, luchó en
favor de uno y otro bando, cambiándose de lado
según las perspectivas de éxito. Lo único que le pre¬
ocupaba era sentarse a la mesa de los vencedores
y para tal cosa, como es natural, salvar previamente
la cabeza. En justicia, hay que apuntar que lo mis¬
mo hicieron casi todos los contendientes, a tal punto
que la última batalla que debió empeñarse entre las
fuerzas del sublevado Gonzalo Pizarro, hermano del
conquistador, y las del enviado real La Gasea no fue
batalla, sino una sola deserción. Para la fecha de tan
pacífica carrera hacia el enemigo, que la historia
nombra Suceso de Jaquijahuana, el cambiacasaca
Rodrigo Niño hacía meses que estaba en el campo
del vencedor La Gasea, como teniente. El gasto de
sangre propio de la extensa jornada insurrecta fue
hecho por quienes apresuráronse a morir en los en¬
cuentros y batallas preliminares; por el cabecilla
Gonzalo Pizarro y su maese de campo Carvajal, que
se quedaron solos en Jaquijahuana y luego fueron
decapitados en el Cuzco, y por los muchos a quienes
el maese, mejor conocido por el revelador apodo
del Demonio de los Andes, había hecho degollar
26

mientras mandó y pudo, a fin de asegurar y ameri¬


tar su gestión. Tenía la mano suelta para ese me¬
nester el Demonio y nadie ha sacado la cuenta del
número de sus víctimas.
En todo caso, el Perú quedó pacificado, se¬
gún se decía en aquellos tiempos, salvo que había
un saldo de ochenta y seis soldados del desbaratado
ejército rebelde, gentes por naturaleza insubordina¬
das, a quienes se acusaba de actuación delictuosa
durante la campaña. Les echaron condena a galeras
y esperábase la primera oportunidad para su trasla¬
do a España.
Ocurrió entonces que el vivaz Rodrigo Niño
recibió carta de su padre, que era regidor de la ciu¬
dad de Toledo, diciéndole que un tío recién fallecido
le dejaba en herencia un mayorazgo y viajase a Es¬
paña para tomar posesión del mismo. Leer la carta
don Rodrigo y disponerse a partir, fue todo uno.
Su buena suerte ya tenía anclado un galeón en el
puerto.
Cuando compareció a solicitar permiso de
La Gasea para ausentarse, éste le propuso que se
encargara de la conducción de los galeotes, pero era
el caso que, fuera de Niño, no habría más guar¬
das-.. Seguramente nadie quería irse a España, pen¬
diente como estaba la nueva repartición de enco¬
miendas que haría La Gasea, y también porque más
eran entonces los que venían a la América que los
que se iban. Rodrigo Niño negóse al principio, di¬
ciendo que no podría guardar solo a ochenta y seis
condenados de brava condición aumentada por los
deseos de fugarse, pero La Gasea argumentó hacién¬
dole ver que todos los puertos de recalada hallában¬
se bajo el mando de autoridades españolas, cosa que
haría inútil la fuga, y que el Rey sabría apreciar y
premiar el señalado servicio. Creyendo o no cre¬
yendo a La Gasea, pero puesto que nada podría
perder en la singular comisión, salvo acaso los ga-
27

leotes, Rodrigo Niño salió de Lima y embarcóse en


el Callao a la cabeza de su condenada cohorte. Los
ochenta y seis ex soldados, que habrían de purgar
sus delitos a golpe de remo, debían ser entregados
por su único guardián a la Casa de Contratación de
Sevilla.
Lentamente, como natural efecto del pacho¬
rriento navegar de los galeones, desaparecieron Ca¬
llao y Lima en la distancia. Ya en alta mar, la posi¬
ble sublevación de los condenados no se produjo.
Tenían su propia manera de ver el asunto, inclusive
diéronse a amenizar el lento viaje con música. Va¬
rios de ellos, dirigidos por un mestizo mexicano lla¬
mado Agustín Ramírez, formaron una suerte de
orquesta de guitarras, laúdes, pífanos, trompetas,
frayolés, chirimías y cuanto instrumento transporta¬
ble sonaba allá en esos años y lograron llevar a bor¬
do. Lo mejor era que las sonatas les salían con harto
donaire. Junto al barandal de popa, en los colorea¬
dos atardeceres tropicales o en esas noches a las
que los cronistas describen «tachonadas» de estre¬
llas, los condenados daban al viento de los viajes
su grata música sin sospechar que ella, más tarde,
habría de servirles en un original lance con los pira¬
tas. Don Rodrigo Niño, por su parte, pensaría que
conducir galeotes no era, después de todo, tan ries¬
goso ni aburrido.
Así llegaron, después de una completamente
apacible y entretenida travesía, a Panamá. ¡Se hubie¬
ra creído que los condenados a galeras viajaban por
placer! Al otro lado del istmo quedaba entonces el
puerto llamado Nombre de Dios. Don Rodrigo mar¬
chóse sin demora hacia allá, al frente de sus ochenta
y seis galeotes, siempre sin otros guardas, y a pie.
La fila era larga y el camino istmeño ondulaba en¬
tre una densa selva. Muchos galeotes no pudieron
resistir la tentación de escabullirse entre los árboles.
Al llegar al puerto, don Rodrigo contó a cuantos le
28

quedaban. Doce eran los desaparecidos. Cifra dis¬


creta en realidad. Volvió a contarlos después del
embarque. Faltaban otros doce más. Zarparon ha¬
cia Cartagena de Indias, donde la nave se haría de
agua y víveres.
Don Rodrigo no perdía el buen humor y de¬
cía cachazudamente que, no habiéndosele dado guar¬
das, solo no podía evitar las fugas. ¡Suerte era que
no se hubiesen ido todos! ¡Sabría Dios lo que pen¬
saban esos trujamanes! Sin duda la ciudad de Car¬
tagena cayó bien a muchos más, pues la cantidad
de condenados que don Rodrigo sacó del Perú viose
reducida, lisa y llanamente, a la mitad. Comandán¬
dola con igual flema, partió hacia Santo Domingo.
La historia no apunta si, luego de recalar en tal ciu¬
dad, hubo alguno más de menos.
Una tarde, mientras don Rodrigo y los ga¬
leotes remisos al escape navegaban entre las islas
de Santo Domingo y Cuba, sucedióles una de las
más curiosas aventuras que hayan pasado sobre los
mares. El ingenio de don Rodrigo, la música de
los galeotes y el desconcierto de los piratas entraron
en juego.
Avanzaba el galeón, bajo un cielo claro, por
una redonda mar de horizontes nítidos. En lonta¬
nanza surgió de pronto una forma aciaga. Uno de
los galeotes, antaño marinero, reconoció la estruc¬
tura de un corsario francés. Estaba claro que había
visto al galeón y avanzaba con toda la fuerza del
ancho viento que podían captar las combas velas.
Calibrando el peligro, don Rodrigo no per¬
dió el ánimo y ya que su galeón era incapaz de opo¬
nerse al pirata con las armas, pues las llevaba esca¬
sas y malas, recurrió a una nunca vista estrata¬
gema.
Cubierto con su férrea armadura, de punta
en blanco, colocóse don Rodrigo junto al mástil. Or¬
denó que toda la gente se escondiese, salvo seis mú-
29

sicos dirigidos por el mexicano Ramírez. Instalá¬


ronse los ejecutantes junto al barandal, frente al
caballero, y echaron al aire, concertando su laúdes,
guitarras, chirimías y frayolés, extrañas y melancóli¬
cas sonatas.
Acercábase mientras tanto el corsario fran¬
cés, con muchos cañones por banda, erizado de ar¬
cabuces, refulgente de los sables del abordaje. Vien¬
do que el galeón no tenía trazas de presentar pelea,
aproximóse cada vez más, con ánimo de saquearlo.
Los piratas pudieron distinguir claramente.
Había allí un caballero cubierto de hierro apoyado
en su partesana. Sobre la celada borgoñona de alta
cimera ondeaba al viento un penacho de plumas ro¬
jas y amarillas. Tanto la armadura como la media
luna de pulido acero de la partesana resplandecían
bajo el sol poniente. Los músicos, sin cesar, tocaban
frente al caballero melancólicas melodías. El caba¬
llero no parecía cuidarse del barco pirata. Tenía el
hieratismo de una estatua.
Los corsarios no salían de su asombro. Al ca¬
pitán, acechante desde el castillo de proa, como que
se le desorbitaban los ojos y hasta se le erizaban
los coposos bigotes galos. Aquello daba pasmo. Qui¬
zá era cosa de encantamiento y brujería. Acaso ocu¬
rría, de ser asunto ajeno a la magia, que el caballero
era un desterrado por grave falta o iba de tal guisa
debido a la pérdida de sus dominios o afligido por
una gran desgracia y penas del corazón, de modo
que nada le importaba, salvo quizás esa mantenida
música con la cual evocaba sin duda tiempos mejo¬
res... ¿Qué podía significar en verdad la peculiar
escena? En todo caso, nada que fuera una buena
presa de piratas.
El corsario francés apartóse y siguió rumbo
opuesto al del galeón. Don Rodrigo mantuvo su ac¬
titud hasta que el burlado asaltante se perdió de
vista, en medio de la noche que ya llegaba, y luego,
30

sacándose la celada, lanzó una carcajada que aún


debe estar resonando en el mar.

Todavía duraban las celebraciones a don


Rodrigo y los comentarios del lance, cuando el ga¬
león llegó a La Habana. En esta ciudad, tradicional¬
mente acogedora y simpática, se fugaron casi todos
los galeotes que aún quedábanle al ingenioso guar¬
dián. Es posible que en tal circunstancia se esfuma¬
ran los músicos, inclusive Ramírez, pues las cróni¬
cas no vuelven a hacer mención de la tan improvi¬
sada como eficaz orquesta. Don Rodrigo decía con
su consabida calma:
—Si nadie puede impedírselo, es natural que
se fuguen.
Dieron velas rumbo a la madre patria. Había
aún galeotes dispuestos a llegar allá, según parecía.
No todos, como se vio después de arribar a las islas
Terceras. El personal de presuntos remeros quedó
reducido allí a dieciocho. La exigua cifra no pertur¬
baba a don Rodrigo, que, terminando de cruzar el
llamado Gran Charco, ancló muy campante en San
Lúcar de Barrameda. Claro que habían deseado lle¬
gar a la madre patria los condenados, pero no para
remar. Entre ese puerto y Sevilla se escaparon dieci¬
siete. O sea que un solo galeote desaprovechó la
oportunidad de ser libre y no precisamente porque
don Rodrigo lo cuidara demasiado. Harta guerra
debería dar todavía el condenado, que muchas ve¬
ces más puede un truhán que un ejército.
Don Rodrigo desembarcó tan imperturbable
como siempre acerca de los resultados de su comi¬
sión. Gallardamente ingresó a Sevilla por la puerta
del Carbón, el sombrero levantado, terciada la capa
roja, la enguantada diestra en el puño de la espada,
cuya contera levantaba un extremo del manteo. Era
como si pregonase: «¡Aquí va un teniente de La
31

Gasea en las Indias que, a mayor abundamiento, re¬


cibirá un mayorazgo!» Alguien lo seguía. El garboso
don Rodrigo volvió la cara para ver, con el asombro
del caso, que el último de los galeotes trotaba tras
él con una de esas sumisiones a las que se llama pe¬
rrunas cuando en realidad son exclusivamente hu¬
manas. Del asombro pasó a la cólera don Rodrigo.
—¡Voto a bríos! —clamó—. ¡Sois hombre
vil y bajo! ¡No os doy de puñadas por no ensuciar¬
me las manos! ¿Un soldado del Perú tiene ánimos
de remar en galeras? ¿Por qué no os fuisteis con
los otros ochenta y cinco? Idos ahora pronto, que
antes quiero un picaro que un bobalicón...
Como el galeote vacilara aún, le dio algunos
recios y ensuciadores puñetazos. El mal tipo, según
se vería luego, era de esos que fingen adhesión para
hacerse de datos, distorsionarlos y sacar partido
de ellos.
Cuando el expeditivo don Rodrigo se quedó
solo, marchóse a la Casa de Contratación, donde dio
cumplida cuenta de su viaje y la evasión de los con¬
denados, alegando en su descargo que, por carecer
de guardia, no pudo evitar la general desbandada.
Añadió todavía que era de admirarse que los galeo¬
tes no lo hubieran matado y que afrontó el riesgo
por servir a su Majestad. Los jueces de la Casa de
Contratación encontraron muy lógicas y plausibles
las razones del indiano, pero, previsoramente, apla¬
zaron el fallo hasta hacer investigaciones.
El despreocupado Rodrigo Niño pensó que el
asunto terminaría allí y fuese muy ufano a ver a su
padre y recibir el mayorazgo. Por su lado y luego de
recibir la libertad, el galeote metióse a un bodegón
y a muchos vagos, ganapanes y buscavidas que ha¬
bían reunidos en tal lugar les contó la historia de
la navegación, el asombroso sucedido con el pirata
galo y la sucesiva evasión de los ochenta y cinco ga¬
leotes. Ya por su cuenta y riesgo y truhán como era,
32

añadió que don Rodrigo había permitido las fugas


por la paga. Algo más: afirmó que el liberal conduc¬
tor negoció con oro, plata y perlas, eludiendo pagar
los derechos correspondientes a su Majestad.
Naturalmente, la sabrosa especie circuló con
gran rapidez y la supo el fiscal de la Casa de Contra¬
tación. Rodrigo Niño fue detenido y enjuiciado. En
el lento proceso se le acusó de soborno y elusión del
pago de los quintos del Rey. El galeote libertado sir¬
vió de principal testigo de cargo. En cuanto a los
otros, que podrían hablar en favor del cuitado, an¬
daban sueltos y dispersos por el ancho mundo.
A la larga, don Rodrigo fue sentenciado. Ser¬
viría como jinete en las fronteras de Orán, llevando
además dos soldados a su costa, y quedábale prohi¬
bido regresar a las Indias.
Como Carlos V estaba a la sazón en Alema¬
nia, Rodrigo Niño apeló de la sentencia ante el
príncipe regente Maximiliano de Austria. Desde lue¬
go, el condenado buscó padrinos y éstos lograron
impresionar favorablemente el ánimo de Maximilia¬
no. La historia de lo ocurrido con el corsario francés
hizo tal gracia al príncipe, que ordenó que don Ro¬
drigo fuese llevado a su presencia. Un erudito cro¬
nista describe de este modo la entrevista decisiva:
«Una vez que le tuvo delante, le preguntó con en¬
tonación benévola, que revelaba simpatía:
—¿Sois vos el que se encargó de traer ochen¬
ta y seis galeotes y se os huyeron todos, y uno solo
que os quedó lo echasteis de vos con muy buenas
puñadas que le disteis?
A lo que don Rodrigo, que se vio ya salvado
por la expresión acogedora y de simpatía del prínci¬
pe, respondió:
—Serenísimo príncipe: yo no pude hacer
más porque no me dieron guardas que me ayudaran
a guardar los galeotes; que mi ánimo cual haya sido
en el servicio de Su Majestad, es notorio a todo el
33

mundo; y el galeote que lo eché de mí a puñadas


fue de lástima, por parecerme que aquél sólo había
de servir y trabajar por todos los que habían huido;
y no quería yo sus maldiciones por haberlo traído a
galeras, ni pagarle tan mal por haberme sido más
leal que todos sus compañeros. Suplico a vuestra
alteza mande, como quien es, que me castiguen estos
delitos si lo son...
Y esperó genuflexo la contestación del prín¬
cipe, a quien le había caído en gracia y que, sonrien¬
te, contestó:
—Ya los castigaremos como se merecen. Vos
lo hicisteis como caballero; yo os absuelvo de la sen¬
tencia y os doy por libre de ella, y que podáis vol¬
veros al Perú cuando quisiérades.»
Don Rodrigo aprovechó pronto la franqui¬
cia, pues ya para 1554 estaba de regreso en Lima.
Fue capitán de la guardia de la Real Audiencia y
con el mismo grado prestó importantes servicios en
las fuerzas que debelaron el alborotado levantamien¬
to de Hernández Girón.
Casó con viuda rica, dos veces viuda y dos
veces rica. Fue en tres ocasiones Alcalde de Lima y
recibió una fuerte indemnización al ser distribuida
su encomienda del Cercado, paraje entonces subur¬
bano que ahora es un barrio de la capital del Perú,
entre los indios.
Por su fortuna y posición, don Rodrigo Niño
llegó a ser en Lima lo que se llama un vecino nota¬
ble, pero más se ocuparon los cronistas de su origi¬
nal manera de conducir galeotes y enfrentarse al
corsario gabacho.

rfxiKiaixi

Eldorado

Desde que el hombre europeo llegó a Amé¬


rica comenzó a deslumbrarse e imaginar a su entero
gusto. Ya sabemos que a Colón, viendo estas tierras,
le pareció que llegaba a los maravillosos reinos de
Catay, Cipango o las Indias. La equivocación debió¬
se a un error de cálculo sobre la dimensión de la tie¬
rra. Pero el propio Almirante del Mar Océano, ab¬
sorto ante el nuevo mundo, «la tierra más fermosa»
y todo lo que iba encontrando, dióse a fantasear a
base de lo que por sí mismo percibía. Su diario es
medio mágico. Ve al manatí y dice que es sirena, oye
cantar a un pájaro vulgar y se le antoja ruiseñor, en¬
cuentra el Orinoco y cree que es el río Edén y que
no debe estar lejos el Paraíso Terrenal. Dícese que el
Almirante era medio soñador. Como él entonces,
hubo cientos, miles. Apenas un capitán soñaba, íban-
se con él los soldados, en pos del sueño. Recordemos
que Ponce de León marchóse a Florida con el serio
y a la vez fantástico propósito de descubrir la Fuen¬
te de la Juventud. El capitán Coronado salió de Mé¬
xico buscando las Siete Ciudades de Cíbola, todas
de oro. Los primeros exploradores del Paraguay sa¬
caron la noticia de que hasta esas tierras había lle¬
gado hacía siglos un hombre de colmada barba y
luenga túnica, posiblemente San Pedro u otro após¬
tol, a predicarles el Evangelio a los indios guara-
36

níes. En las cordilleras del sur de Chile existió du¬


rante mucho tiempo, imaginada desde luego, la Ciu¬
dad de los Césares, también de oro naturalmente, y
el capitán Juan Gaboto fuese a descubrirla. Como
los apuntados, hubo cien leyendas y mitos más.
América era una réplica del país de las maravillas.
Hasta cierto punto, había razón para muchos de ta¬
les sueños. Las tierras eran extensas y feraces, la sola
naturaleza embrujaba y dentro de ella, de pronto,
habían ido surgiendo extraños y rutilantes imperios;
el de los aztecas, el de los mayas, el de los incas.
Ciudades como Venecia, pirámides como las de
Egipto, tesoros como los de Aladino.

El mito de Eldorado

Entre todos, el mito más asombroso y cau¬


sante de mayores aventuras y desventuras, de sueños
delirantes y fracasos cruentos, fue el de Eldorado. Se
originó por lo que parece haber sido un rito de los
indios chibchas, que vivían en lo que hoy es Colom¬
bia. Según la tradición, en cierta época del año mu¬
chos de esos indios chibchas íbanse al lago Guatavi-
ta y tendían cuerdas formando una X sobre las
aguas. A las cuerdas atracaban numerosas balsas, en
las que estaban unos. Otros quedábanse en las ori¬
llas, encendiendo humeantes y olorosas hogueras.
De pronto, entre el griterío del pueblo, aparecía el
cacique a lo lejos, llevado en andas. En una gran
balsa, rodeado de sacerdotes, llegaba hasta el centro
del lago, donde las cuerdas se entrecruzaban. A los
pies del cacique había un montón de oro y otro de
esmeraldas. Cuatro braseros ardían en torno. Con
resinas se untaba el cacique y se lo cubría de arenas
de oro. En ese momento sonaban flautas y tambores.
El pueblo miraba hacia otro lado para no ver la sa-
37

grada ceremonia. Los sacerdotes alzaban los brazos


hacia el sol. Oíase que el cuerpo del cacique caía
en el agua. Todos arrojaban al lago objetos de oro y
esmeraldas. Luego, cumplido el rito, lavado el caci¬
que de sus rutilantes arenas en las aguas del Guata-
vita, había fiesta en las orillas. Bebíase el licor llama¬
do chicha y bailábase al compás de las flautas y los
tambores.

El matador de un burro

El conquistador Sebastián de Belalcázar es¬


taba en Quito, después de vencer al general indio
Rumiñahui, y tenía muy frescos recuerdos del oro
de Atahualpa. El inca había dado en rescate una ha¬
bitación llena de oro y dos de plata. Producido el
reparto del botín, le tocó a Belalcázar la sumilla
de nueve mil novecientos pesos de oro y cuatrocien¬
tos marcos de plata. Todo eso le ocurrió por matar
a un burro. Cuando era muchacho, casi un niño,
Sebastián vivía muy pobremente en su villa. Cierta
vez un hermano mayor lo mandó a cortar leña y
traerla a casa en un burro. De regreso, el jumento
cayó en un atolladero y, viendo que el flaco animal
no hacía esfuerzos por salir, comenzó a darle de ga¬
rrotazos. Subiendo el diapasón, acertóle uno en el
cogote, tan bien acertado que el burro murió. Teme¬
roso del castigo del hermano, Belalcázar fugóse en
el mismo momento y luego pasó a las Indias. En¬
contrándose en Quito, oyó hablar de la ceremonia
del lago Guatavita.
—¡Vamos a buscar a ese indio dorado!
—fueron sus palabras.
De allí surgió el nombre: el Dorado. El Do¬
rado, Eldorado.
Partió Belalcázar ciertamente con todos los
38

soldados y caballos que había en Quito. Resulta ya


un lugar común decir que llevaba miles de sirvien¬
tes indios: cinco mil en este caso. El capitán detenía¬
se a comer en vajilla de plata y a veces a fundar ciu¬
dades. No aparecía Eldorado.
Tras cuatro años de andanzas, se encontró
en las alturas de Cundinamarca con las fuerzas del
conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada y las
del alemán Federman. Mejor dicho, por rara coinci¬
dencia, los tres llegaron al mismo tiempo al mismo
punto, mandando igual número de tropas. Conver¬
gían desde Venezuela, Colombia y Ecuador. Por
poco diéronse de tiros y arcabuzazos no ya por Eldo¬
rado, sino por las tierras a las cuales creían tener
derecho por igual.
Más tarde Federman regresó a Europa y es¬
cribió un seriamente embustero libro. Dijo que ha¬
bía encontrado en América el país de los enanos,
donde el quisque más alto tenía media vara.

Eldorado vase a las selvas

Con el tiempo, debido a los cuentos que se¬


guían contando los indios, según algunos cronistas
para que se fueran lejos los conquistadores, Eldora¬
do dejó de estar en las sierras orientales de Colom¬
bia y trasladóse a media selva amazónica.
Ya he relatado cómo Gonzalo Pizarro y
Francisco de Orellana lo fueron a buscar. Pasé por
alto mil aventuras, en gracia a la brevedad. Tengo
para mí que ése es uno de los más extraordinarios
viajes que se hayan realizado en el mundo, una odi¬
sea americana que está por cantar o al menos contar.
Pese al fracaso de Pizarro y de no haber en¬
contrado nada tampoco Orellana, la creencia en El¬
dorado no murió. Por el contrario, fue creciendo.
39

Decíase que el cacique vivía en una ciudad de oro.


Sus mujeres también se untaban oro. Llevaban colla¬
res de esmeraldas. Tanto oro había porque la ciudad
estaba junto a un lago cuyas arenas eran de oro.
Soldados que fueron a las cumbres andinas que da¬
ban a la selva habían visto el resplandor de la ciu¬
dad. Claramente fulgía a lo lejos.
Durante muchos años, largos años, no se ha¬
blaba de otra cosa. Y he allí que de los bosques
salían a veces indios a cambiar cosas con arenas de
oro que llevaban en canutos de caña. ¡Ellos no de¬
cían nada de Eldorado porque no los fuesen a con¬
quistar! Seguramente aquella inmensa selva, ence¬
rraba la más grande fortuna americana. ¿De dónde
sacaron tanto oro los incas? Aún estaban por encon¬
trar las doce estatuas de los mismos incas que, se¬
gún todos sabían, adornaban el templo Coricancha.
Aún no se había hallado la cadena de oro cogida
de la cual bailaron doscientas parejas cuando se
bautizó a Huáscar. Esos y otros tesoros habíanlos
escondido los indios. Pero Eldorado, la áurea ciu¬
dad selvática, no la podrían ocultar. Alguna vez
sería posible llegar a ella. ¿Quién estaba para pen¬
sar todavía en leyendas?

Nuevas expediciones

El año 1560, el virrey del Perú no sabía qué


hacer con muchos «alborotadores de la tierra y re¬
volvedores» y, creyendo o no creyendo en la exis¬
tencia de Eldorado, los mandó a buscarlo. Mucha
gente se alistó por propia iniciativa. Entre los se¬
ñalados como «revolvedores» iba el después llama¬
do «tirano» Lope de Aguirre. Si el virrey quiso
sacárselo de encima, los hechos superaron segura¬
mente cuanto pudo haber esperado.
40

La desbordada ambición de Lope de Agui-


rre eclosionó en media selva. Ya que Eldorado no
asomaba por parte alguna, él tendría su propio im¬
perio. Conspiró contra el jefe de la expedición y
acabó por matarlo y luego, viendo presuntos traido¬
res en cuantos lo rodeaban, siguió matando a dies¬
tra y siniestra. Con los cuatro gatos que lo acompa¬
ñaban, levantó bandera contra el Rey, contra el in¬
menso imperio español. Firmó su manifiesto rebelde
luciendo una conspicua manera: Lope de Aguirre,
traidor. Después de salir de la selva por la boca
del Amazonas, dio la vuelta y pisó tierra firme en
Venezuela. Quería llegar a Lima para derrocar al
virrey. Cuando no mataba a sus soldados, se le de¬
sertaban. ¡Viejo loco! Mató a su propia hija para
que no cayera en poder de los enemigos. Y murió
él mismo, casi solo, combatiendo.
Asombrémonos una vez más. El mariscal
Gonzalo Jiménez de Quesada, conquistador de Co¬
lombia, llevaba veinte años de haberse sentado en la
ciudad de Santa Fe. Había envejecido en América.
Tenía a la sazón sesenta años. De repente, pese a
que vio morir veinte leyendas, le entró la rabiosa
ilusión de Eldorado. Las capitulaciones que hizo
para ir al nuevo descubrimiento y conquista demues¬
tran que sentíase un Creso. Lo más grandioso y pa¬
tético es que la gente, otra vez, al conjuro del gran
sueño se entusiasmó.
En febrero de 1569 partió la nueva expedi¬
ción. Las cifras son asombrosas para el tiempo:
300 soldados, todos a caballo, a los que acompañan
incontables negras y negros esclavos. 1.500 indios
que llevaban hamacas, «mantenimientos» y arrea¬
ban el ganado. 1.100 caballos, mulos y asnos, 600
vacas, 800 puercos. La inmensa masa multicolor,
sonora de relinchos y mugidos, se hizo una larga
hilera que serpenteó a través de los llanos y termi¬
nó hundiéndose en la selva. Tres años de erranza
41

por los bosques fueron matando a la expedición. ¿Y


Eldorado? Esfumóse una vez más. Al cabo de esos
tres años, el férreo y escuálido mariscal Jiménez de
Quesada ordenó el regreso. Sobrevivieron: 64 espa¬
ñoles, 4 indios y 18 caballos. Lo demás fue muerte.

Fama europea de Eldorado

La historia de Eldorado se extendió por toda


Europa. Era más bien el símbolo de América. El
gran aventurero y escritor y cortesano inglés Walter
Raleigh vino a tierras americanas y anduvo tam¬
bién buscándolo. Cuenta un cronista que regresó
con un amuleto de piedra verde, acaso un muiraki-
tan de los que ya hablé, y llevábalo en un estuche
de terciopelo rojo. En esas largas tertulias que pro¬
picia la niebla londinense, Raleigh abría el estuche
y mostraba el amuleto a los asombrados cortesanos.
Hablaba entonces de las amazonas, de la magia de
su amuleto, de Eldorado. Siendo hombre de vivaz
imaginación, ¡qué cuentos haría!
En la actualidad, Eldorado ya no es otra cosa
que un mito, claro está. Observemos que casi todos
los mitos de América tienen conexión con los que
traían en la mente los conquistadores. No ocurre así
con Eldorado. Es auténticamente americano. Ade¬
más, en todos los idiomas occidentales y acaso en
otros también existe ya la palabra Eldorado y la idea
correspondiente. Puede afirmarse que se ha conver¬
tido en un símbolo universal.
Después de todo, que la presunta riqueza de
Eldorado quedara convertida en un concepto no es
tan mala fortuna. Riquezas tangibles han llegado a
ser nada.
V
V
Leyenda y poesía de un ojo de agua

Sabemos que el singular suertudo llamado


Jacob, usufructuario de una bendición paternal que
no le estaba destinada, fuese a vivir con su tío La-
bán a fin de librarse de la venganza de Esaú, a quien
había escamoteado la gracia. El tacaño y calculador
Labán, sin cuidarse de la bendición ni del talante
de predestinado que traía Jacob, lo trató simplemen¬
te como a un mísero fugitivo que, por encontrarse en
necesidad, tenía que aceptar la explotación.
La suerte les iba a ser propicia a ambos, sin
embargo. Y una noche, mientras Jacob caminaba
por las resecas tierras de Labán le salió al paso una
aparición, especie de enano que era una mezcla de
pez y hombre, el cual, brillando a la luz de la luna,
simulaba sacar agua y esparcirla sobre la calcinada
impiedad del desierto. Se trataba del dios Ea-Oan-
nes, señor de las aguas sumergidas, de las profundi¬
dades terrenas, de los mares dulces cubiertos por la
sólida muerte del yermo. Jacob entendió el mensaje
y cavó varias noches, bañado de sudor y luz lunar,
hasta que dio con la corriente pródiga. El agua llenó
el hoyo y comenzó a volver muelles los campos. En¬
tonces Labán, pese a que tenía el alma empeder¬
nida, entendió la condición bendita de Jacob, pues
que había dado agua al desierto. Y lo retuvo. Y Ja¬
cob acabó por ganar a Lea y a Raquel. Y todo ello
44

ocurrió en el país de Aram-Naharaim, tierra seca y


desolada, donde el agua era un prodigioso bien...
Esta es, seguramente, una de las más viejas
tradiciones acerca de un ojo de agua. Aquellos tiem¬
pos bíblicos eran unos muy dichosos, en los cuales
los dioses solían hablar directamente a los hombres
o venían a la tierra a guiarlos más directamente to¬
davía. La vertiente había resuelto un problema vital
para Jacob y Labán y, para mejor explicación, tenía
que estar de por medio la fortuna del ungido.
En general, los ojos de agua se hallan siem¬
pre rodeados de un aire mágico. Tengan o no le¬
yenda, su don está ligado al secreto de la tierra, al
misterio de sus orígenes desconocidos, a su presen¬
cia clara y sorpresiva. Se acerca a ellos el alma an¬
cestralmente panteísta del hombre, buscando la
causa de la insurgencia súbita, y la relación con una
sobrenatural o poética, que esta es forma de envol¬
ver la realidad en un radiante esplendor. La historia
está llena de ojos de agua que son diáfanos milagros.
Caminemos por nuestros países. Muchas ve¬
ces encontraremos pueblecitos crecidos junto a un
ojo de agua, determinados por su presencia en la ma¬
yoría de los casos. Y allí, la vieja estampa de las mu¬
chachas que van y vienen por las callejas en viaje al
ojo de agua o de vuelta, el cántaro rojizo a la cabeza,
caminando con el trotecito blando que les es común
y que hacen aún más leve para no derramar el agua.
El claro líquido ha sido recogido de una fuente de
la que mana también una vieja historia singular y
hermosa, de la que mana también poesía. Hay casos
en que el agua adquiere condición de filtro de amor.
Forastero que la bebe no vuelve a su querencia.
Cuando algún foráneo les cae en gracia, las mucha¬
chas le sirven, medio en serio y medio en broma,
pero con una actitud ritual, el vaso de agua del
arraigo. Y pasa que el sediento se queda a veces,
que el agua fue símbolo de otra fuente de ojos lím-
45

pidos y una más honda hecha de ternura y paz del


corazón.
Visitando la ciudad de Aguadilla, en Puerto
Rico, me encuentro con un ojo de agua. Sale impe¬
tuosamente de la tierra, formando un torrente ru¬
moroso, al cual se ha canalizado y hecho pasar por
una atarjea, que va al mar cercano. Lo rodea una
plazuela escalonada y murada, de la época de Espa¬
ña. El tiempo parece haberse detenido allí. La voz
borboteante del agua, en medio de los viejos muros,
tiene el acento del pasado. Uno acaba por advertir
que nadie recoge el agua en cántaros ni en cosa al¬
guna. El ojo de agua, que debió tener mucha impor¬
tancia antaño, ha sido pospuesto en cierta forma
por las cañerías. Examino una y otra vez el caudal
ancho y doy unas cuantas vueltas por la plazuela.
Tiene un adusto carácter decorativo el recinto y
me parece que ha de guardar alguna interesante his¬
toria. Conversando con un viejo vecino, aparece la
leyenda...
Se trata del origen del ojo de agua de Agua¬
dilla. Dícese que en los días iniciales de la coloniza¬
ción, cuando los españoles comenzaron a esparcirse
en la isla siguiendo los trillos de los nativos, uno
de ellos arribó a lo que es hoy la ciudad de Aguadi¬
lla. El conquistador enamoróse perdidamente de la
hija del cacique del lugar, india joven y hermosa,
de ojos negros y tiernos hasta el estupor y elástica
y trigueña desnudez aprendida de las lianas y la tie¬
rra. La muchacha se enamoró también, pese a que
estaba comprometida con el mejor guerrero de la
tribu, hábil como ninguno en menesteres de arco y
flecha. El padre celaba a la hija por antagonismo
hacia el invasor y el novio por lo mismo y tener el
corazón comido por los celos. La vigilancia era cons¬
tante en torno a ella y los amantes no podían encon¬
trarse. Hasta que un día se dieron cita para el alba,
hora en que los indios estarían dormidos. Y muy de
46

amanecida, apenas el radiante sol del trópico comen¬


zó a empenachar de luz las palmeras, la muchacha
india fue hacia el conquistador, que la encerró en
el arco ansioso de sus brazos. Pero el novio indio
velaba a lo lejos y, pese a la distancia, diestro como
era, disparó a la infiel un flechazo que la hirió en
medio pecho. Mientras agonizaba, la joven india
lloró y el conquistador también lloró. Y de la con¬
junción de ese llanto nació el ojo de agua que corre
hasta hoy día...
Leyenda densa de símbolos, entre los cuales
me parece más claro el de la amanecida de una nue¬
va época en la cual una Malinche sin fortuna llora
su amor agónico y hace llorar también a quien lo
provocó. Representa igualmente la continuidad de
dos épocas unidas por una conquista dolorosa y un
amor más doloroso todavía. El drama de la América
indohispana late en tal historia...
No tarda en decirme otro vecino de la ciu¬
dad:
—Se cuenta que el ojo de agua fue descu¬
bierto por un cerdo que era propiedad de la madre
de Laura, la bienamada del poeta fosé de Diego,
aquella que le inspirara hermosos versos. La señora
vivía allí, en una de esas casas que se empinan a un
lado, y el cerdito estaba un día hozando la tierra,
cuando de pronto hizo surgir un chorro que luego se
agrandó hasta tener ese grueso caudal. Laura solía
mirar la corriente. Y su bella imagen se reflejaba en
las aguas, tanto como en los versos del poeta...
Yo examino el ojo de agua de nuevo. Sé
poco de geología, pero me parece que el caudal es
demasiado poderoso para que estuviera encerrado
durante siglos y apareciera recién en tiempos de la
conquista o en los posteriores de Laura. La leyenda
y la poesía de este ojo de agua son, pues, eso, leyen¬
da y poesía...
A lo mejor cualquier día surge una historia
47

más. Se ve que tiene la mágica virtud de avivar la


mente y dar cauce a los sueños, mientras sus aguas
van por su propio cauce «a dar a la mar que es el
morir», según el verso del coplero inmortal, que en
este caso tiene una belleza menos dramática porque
el mar es el de Aguadilla, parte del contemplado,
multicolor y extraordinariamente hermoso.
>

Gonzalo Guerrero,
el primero que se aplatanó1

Después de navegar veintiún días «hacia don¬


de se pone el sol», la expedición mandada por Fran¬
cisco Hernández de Córdoba avistó nueva tierra.
Era un descubrimiento más durante la época en que
España quería completar el mapa del mundo. Tres-
navios se hallaban ante un cabo de la península de
Yucatán y capitán y soldados dieron por bien sufri¬
da la brava tormenta de dos días que estuvo a punto
de hacerlos zozobrar. La tierra mostrábase exuberan¬
temente fértil, henchida de vegetación, y a cosa de
dos leguas de la costa había un pueblo grande como
otro no se viera, hasta entonces, en las partes ya
trajinadas de las Indias. Llamósele el Gran Cairo. En¬
tre los expedicionarios iba el memorable y memorio¬
so Bernal Díaz del Castillo, quien consignaría más
tarde, al narrar la conquista de México, una america¬
na aventura acaecida por esos años en Yucatán y
que indignó de particular manera al conquistador
Cortés.
Lacias las velas, anclaron los navios frente
al cabo, una clara mañana de marzo de 1517, tan lu¬
minosa por el sol del trópico como por el júbilo del
1 Se basa esta crónica en La conquista de la Nueva España,
de Bernal Díaz del Castillo. Yo he ampliado o sintetizado el
relato de Bernal, según conviniera a la unidad y mejor logro de
mi historia. C.A.
50

descubrimiento. Y pasó el hecho que se producía


siempre en casos parecidos. Allá en la orilla embar¬
cáronse los indios en sus canoas, yendo en pos de
los forasteros. Las piraguas eran muy grandes, he¬
chas de un solo tronco, algunas tan espaciosas que
daban cabida a cuarenta indios. Navegando a remo
y vela, más parecía que dábale impulso la curiosi¬
dad. Ya cerca de los navios, los hombres cobrizos
fueron todo ojos y silencio. Cuando hablaron, nadie
les entendió en los barcos y por señas invitóselos a
subir. Sin ningún temor, entraron a la nao capitana
más de treinta. Vestían camisas de algodón y las
mantas angostas llamadas maxtatl. Parsimoniosa¬
mente sonreían al recibir sartales de cuentas y mira¬
ron durante un rato los navios. El cacique, recono¬
cible por su casquete de plumas, sus brillantes avíos
y más que todo por su arrogancia, dijo mediante se¬
ñas que íbase de regreso y luego volvería con más
canoas para que todos los españoles saltaran a tierra.
Doce canoas grandes llevó efectivamente otra
mañana, reiterando por señas —la cara alegre, los
gestos de paz— su invitación. Que fueran al pueblo
los españoles, donde les darían comida y cuanto ne¬
cesitaran. Y repetían en su lengua extraña:
—Cones cotoche, cones cotoche...
Ello quería decir «andad acá a mis casas».
Como sucedería en muchos casos, llamóse al lugar
según una palabra oída. Al cabo díjosele Punta de
Cotoche.
Allá en la playa los indios parecían, con sus
camisas blancas, un algodonal. El cacique tornó a
invitar a los españoles, y capitán y soldados acorda¬
ron aceptar. En un batel y las doce canoas, «todos
de una vez», salieron «de la primera barcada». Eran
ciento diez los españoles, muchos más los indios y la
naturaleza levantábase opresoramente desconocida.
La marcha hacia el pueblo dilatóse y el cacique tor¬
nó a invitar. Capitán y soldados acordaron nueva-
51

mente ir «con el mejor recaudo de armas». Y la som¬


bra de la manigua se tragó el brillo de los morrio¬
nes y corazas.
Los españoles llevaban quince ballestas y
diez escopetas, fuera de las armas comunes. Cuando
se acercaron a unos montes escarpados, el cacique
comenzó a dar voces y salieron rápidamente varios
escuadrones de guerreros que tenían emboscados.
Ondeaban al viento sus largos penachos de plumas.
Protegíanse con una suerte de petos de algodón que
les llegaban hasta las rodillas. Llevaban «lanzas y
rodeles, y arcos y flechas, y hondas y muchas pie¬
dras». Los escuadrones indios eran como oleajes
clamoreantes. Con el primer chaparrón de flechas
hirieron a quince soldados. Luego la batalla entabló¬
se cuerpo a cuerpo. Mientras tal sucedía, el clérigo
González cargó con unas arquillas e ídolos y figuri¬
llas de oro que había visto en un adoratorio, lleván¬
doselos a un barco. Los españoles sangraban de ru¬
das heridas de lanza. Pero más herían las espadas de
acero y de nada valían los petos contra las escopetas
y ballestas. Los indios terminaron por huir dejando
en el campo quince muertos. Mal de su agrado, que¬
dáronse también dos vivos, que fueron capturados.
Ambos tenían la particularidad de ser bizcos.
En los barcos de nuevo, y luego de curar a
los heridos, siguieron adelante «de día navegando y
de noche al reparo».
Zumbaba el viento en las jarcias. A un lado,
el mar batiente. Al otro, contrariando la opinión del
piloto Alaminos que creía encontrarse ante una isla,
alargábase interminablemente la tierra nueva, densa
la vegetación próxima, azulencas las montañas dis¬
tantes. Bautizaron a los indios prisioneros con los
nombres de Melchor y Julián. Cuando aprendieran
el español podrían servir de intérpretes. A pesar de
que el oro encontrado era de baja ley, los expedicio¬
narios estaban «muy contentos porque habíamos des-
52

cubierto tal tierra, porque en aquel tiempo ni era


descubierto el Perú ni aun se descubrió de ahí a vein¬
te años». Dos de los soldados heridos murieron y,
según la costumbre marina, arrojóselos llanamente
al mar. Y no hubo más novedades, hasta que a los
quince días del lento navegar avistaron un nuevo
pueblo. Era Campeche, al que nombraron Lázaro.
El agua dulce faltaba en los barcos, y presu¬
miendo lógicamente que la habría en esa región po¬
blada, bajaron a procurársela. Un buen pozo de
agua encontraron, efectivamente, cerca del pueblo,
y a poco quedaron henchidas las pipas. En eso avan¬
zaron hacia los expedicionarios, saliendo del mismo
pueblo, cosa de cincuenta indios, «y nos dicen por
señas que qué buscábamos y les dimos a entender
que tomar agua e irnos luego a los navios, y nos seña¬
laron con las manos que si veníamos de donde sale
el sol y decían: Castilan, castilan, y no miramos en
lo de la plática del castilan». Claro que no era fácil
conjeturar que ya vivían españoles por allí.
Como en la vez anterior, se invitó a los re¬
cién llegados a ir al pueblo, y otra vez también re¬
solvieron ir. ¡Qué grandes adoratorios! Había ras¬
tros de sangre y de sacrificios humanos. Entre el
pueblo indio corriente aparecieron unos de «ruines
mantas», seguramente esclavos, cargados de carrizos
secos que amontonaron en un llano. Tales cañas son
de fácil combustión. Y llegaron también dos escua¬
drones de flecheros. En seguida salieron de una casa
diez sacerdotes —blancos los vestidos de algodón,
revueltos y ensangrentados los cabellos— portando
braseros de barro en los que comenzaron a quemar
la olorosa y humeante resina llamada copal. Proce¬
dían de modo que el humo envolviese a los españoles.
Los estaban sahumando, en realidad. Después de
tan extraña ceremonia los sacerdotes advirtieron que
encenderían los carrizos y los españoles debían irse
antes de que acabasen de arder, pues de lo contra-
53

rio les darían guerra y matarían. Mandaron prender


el fuego entonces y con solemnidad india se fueron
sin decir una palabra más. Los guerreros, entre tan¬
to, comenzaron a silbar y a tronar los aires con el
alarido de sus bocinas y el redoble de sus tambores.
Llameaban sus ojos viendo llamear el fuego cuyo fin
significaría el ataque. Los españoles aún no tenían
sanas las heridas del encuentro de Punta de Cotoche
y antes de que se apagara la llama se fueron...
Eso no quería decir que renunciaran. Sería
cuestión de reponerse. Navegaron seis días y noches
con buen tiempo hasta que sobrevino un temporal
que duró cuatro días y noches. El viento era tan fuer¬
te que amenazaba llevarse los navios a estrellarlos
contra la costa. Hubo que anclar. Rompiéronse dos
claves y ya iba garrando, derecho al desastre, un
barco. Los sostuvieron al fin con otras maromas y
guindalezas. Y siguieron adelante, costa adelante,
apenas se compuso el tiempo y el viento fue bueno
para hinchar las húmedas velas.
Hombres pobres fueron todos los de esa ex¬
pedición, cuyos gastos costearon ellos mismos de
modo que no tuvieron dinero bastante para comprar
buenas barricas. Las pipas y vasijas emplazadas a
bordo eran abiertas y muy viejas. Quienes querían
descubrir y conquistar nuevos mundos no tenían ni
agua que beber. El balanceo de los navios la derra¬
maba o filtrábase por las grietas.
¡Nuevo pueblo a babor! Era Champontón.
Los expedicionarios bajaron a recoger la preciosa
agua. Afanosamente llenaban las pipas cuando avan¬
zaron desde Champontón, a la callada, varios escua¬
drones de indios erizados de armas, las caras pinta¬
das de blanco, prieto y enalmagrado, altos los pena¬
chos. Como que llegaban de paz, derecho hacia los
españoles. «Y por señas nos dijeron que si veníamos
de donde sale el sol y respondimos por señas que
de donde sale el sol veníamos. Y paramos entonces
54

en las mientes y pensar qué podía ser aquella plática


que nos dijeron ahora y habían dicho los de Lázaro,
mas nunca entendimos al fin lo que decían.» Pasó
por las mentes de los descubridores la conjetura de
que los indios ya conocían a otros españoles, quizás
náufragos, pero por más que le dieron vueltas al
asunto no pudo volverse convicción.
Era la hora de las avemarias. Los indios apo¬
sentáronse en unas casas alzadas cerca, entre rumo¬
rosos maizales, y los españoles pusieron velas y es¬
cuchas. Creció la noche y creció el número de indios.
La amanecida hizo ver que había más de doscientos
indios por cada español. Alto ya el sol, avanzaron
por la costa varios otros escuadrones de guerreros,
tendidas al viento las banderas, resonantes los tam¬
bores. Sin mediar ninguna sahumada y menos ulti¬
mátum con quema de carrizos, los indios rodearon
completamente a los españoles, lanzando luego un
fiero ataque. En una hora de pelea, bajo un cielo
oscurecido de flechas o cuerpo a cuerpo, los iban
diezmando. ¡Al calachuni, calachuni! Querían decir
tales gritos que arremetiesen contra el capitán. Her¬
nández de Córdoba recibió diez flechazos y Bernal
Díaz tres, uno no muy peligroso en el costado iz¬
quierdo. El campo español se fue abultando de
muertos. A dos capturaron vivos: Alonso Boto y un
viejo portugués. Morirían ofrendados a los ídolos.
Cuantos expedicionarios quedaban en pie, formados
en escuadrón, rompieron entonces entre los batallo¬
nes indios para alcanzar los bateles. Cayendo de gol¬
pe sobre éstos, los hundían o medio hundían y hasta
cogidos de las proas o nadando o entre dos aguas,
bajo una lluvia de flechas y aun lanceados por indios
que se metían al mar, lograron alejarse de la costa
y alcanzar el más pequeño de los navios, que acudió
presuroso en su socorro. Ya repartidos en los bar¬
cos, tuvieron que hacer una cuenta triste. Faltaban
más de cincuenta soldados, con los dos que caye-
55

ron vivos. Todos los demás, salvo uno, estaban he¬


ridos. Y las pipas de agua se habían quedado en la
playa...
A dar velas. Los más de los marineros san¬
graban y no hacían número suficiente quienes esta¬
ban en condiciones de manejar las velas. Desmante¬
lóse entonces al más pequeño de los barcos y se lo
abandonó, incendiándolo. Los marineros aptos, re¬
partidos en los otros dos navios, al fin dieron velas,
costa delante todavía, en tanto que flotaba a la deri¬
va, cada vez menos visible, un ascua que se apagaba
lentamente.
Iban costeando, en pos de agua, y la encon¬
traron salobre, de modo que enfermó más a los po¬
cos que quisieron bebería. A los demás, las lenguas
y las bocas se les resquebrajaban a grietas de secura.
Los barcos tenían un aspecto de hospitales llenos de
gente mal vendada y de agonizantes. No se oía otra
cosa que gemidos, y gritos de los que pedían agua
entre la fiebre. Cinco cadáveres cayeron sucesiva¬
mente al mar. En tierra o agua, toda la conquista era
una siembra de muertos.
Completamente agotados y sin esperanza de
reponerse, los expedicionarios resolvieron regresar
a Cuba, siguiendo la ruta de la Florida, por ofrecer
vía más fácil, según opinión del piloto Alaminos.
En las tierras a las cuales éste había llegado con
Juan Ponce de León lograron hacerse de agua, pero
los indios capturaron vivo al soldado que habían
puesto de centinela mientras la recogían. ¡Cosa de
la suerte! Así se perdió el único soldado que no sa¬
lió de Champontón.
Ya en Puerto Carenas, como se llamaba lo
que es hoy La Habana, la expedición se desperdigó.
El Capitán Hernández de Córdoba fuese a su enco¬
mienda y allí falleció a causa de las heridas. Sin
alcanzar a salir del Puerto Carenas, y por la misma
razón, murieron otros tres soldados. Más de la mi-
56

tad de los descubridores de México pagaron la haza¬


ña con sus vidas.
El esforzado Bernal Díaz del Castillo volvió
a embarcarse en viaje a las nuevas tierras bajo el
mando de Juan de Grijalva. Más trabajos y luchas.
Tornó, sin embargo, a enrolarse en la tercera expe¬
dición. Esta vez iba a las órdenes de Hernán Cortés,
en el año de gracia de 1519.
Detuviéronse en la isla de Cozumel y al ter¬
cer día de estar allí hizo alarde todo el ejército. Iban
quinientos ocho hombres de armas, entre capitanes
y soldados, sin contar los pilotos y marineros, que
serían cien. Dieciséis caballos habían logrado llevar,
que todavía eran muy escasos en Cuba. Bernal Díaz
del Castillo, dada la importancia de las bestias, de¬
bía enumerarlas después con un celo nutrido de ex¬
periencia histórica.
Entre otras cosas, el gobernador Velásquez
había ordenado buscar y rescatar a los españoles
que, según rumores cada vez más propalados, debían
encontrarse por azar del destino en Yucatán. Cortés
partió de Cuba con cuantos quisieron juntársele, es¬
capando en realidad del gobernador, quien a última
hora arrepintióse de darle el mando de la expedi¬
ción y quiso detenerlo varias veces sin lograrlo y,
por el contrario, dando lugar a que muchos de sus
comisionados se fueran con Cortés también. De allí
que el capitán, que en los trajines de una partida
que fue también rebelión y fuga, no tuvo tiempo de
contar a su gente y recursos, hiciera la revista de
Cozumel. Ya por propia cuenta, pues de hecho iba
alzado, resolvió emprender la tarea ordenada por
Velásquez, tanto para rescatar a los compatriotas
cuanto porque, dado el indudable conocimiento que
éstos tendrían de la lengua y la tierra, podían serle
muy útiles.
Llamó entonces a Bernal Díaz y a un vizcaí¬
no nombrado Martín Ramos, que también estuvo
57

en la expedición de Hernández de Córdoba, y les


preguntó por cuanto sabían. Ellos hicieron memoria
de las voces de Campeche (¡Castilan, castilan!) y
relataron todo lo que habían visto y oído. Ya anda¬
ba de intérprete el indio Melchor, a quien llamaban
Melchorejo (Julián había muerto) y por su interme¬
dio preguntó Cortés a los indios principales de
Cozumel. Todos contestaron que «tierra adentro,
andadura de dos soles», unos caciques tenían de
esclavos a españoles. Precisamente en ese momento
estaban en Cozumel dos indios mercaderes que ha¬
bían visto a los cautivos días antes. Ya no cabía
duda. La expedición en masa se alegró. Como a cua¬
tro leguas allende el mar veíase la tierra que descu¬
briera la expedición de Hernández de Córdoba. Ahí
estaba, negreando a la distancia la tórrida vegeta¬
ción de Punta de Cotoche. Tendríase que andar «dos
soles» más lejos para encontrar a los cautivos.
Hernán Cortés mandó entonces a los dos na¬
vios más pequeños conduciendo veinte ballesteros
y escopeteros a órdenes de Diego de Ordaz. Iban
también los dos indios mercaderes, a quienes había
dado camisas y cuentas en retribución de sus servi¬
cios. Ordaz llevaba una carta de Cortés para los
cautivos: «Señores y hermanos: Aquí, en Cozumel,
he sabido que estáis en poder de un cacique deteni¬
dos, y os pido por merced que luego os vengáis
aquí, a Cozumel, que para ello envío un navio con
soldados, si los hubiésedes menester, y rescate para
dar a esos indios con quien estáis; y lleva el navio
de plazo ocho días para os aguardar; venios con toda
brevedad; de mí seréis bien mirados y aprovecha¬
dos. Yo quedo en esta isla con quinientos soldados
y once navios; en ellos voy mediante Dios, la vía de
un pueblo que se dice Tabasco o Potonchán.»
El más pequeño de los navios estaba desti¬
nado a volver a la base con cualquier nueva que
hubiera. En tres horas cruzaron el golfete y las ve-
58

las fueron luego dos pequeños puntos inmóviles


frente al negruzco cabo.
Los indios mensajeros se internaron entonces
tierra adentro, llevando la carta de Cortés y cuentas
de toda clase para dar como rescate a los «dueños»
de los españoles esclavos. A los dos días de camino,
los mercaderes encontraron a Jerónimo de Aguilar.
Se holgó grandemente con todo y llevada la nueva
y el rescate a «su amo el cacique», éste diole liber¬
tad para marchar a donde quisiera. Aguilar encami¬
nóse primeramente a un pueblo que distaba cinco
leguas de allí y en el cual vivía otro español llama¬
do Gonzalo Guerrero, que fuera hombre de mar y
había nacido en Palos.
Camino adelante, guiado por los mercaderes,
entre breñales y manigua, Aguilar iba recordando.
Ocho años hacía que comenzó la peculiar aventura
de la cual Guerrero y él eran los únicos sobrevivien¬
tes. Navegando del Darién a Santo Domingo, para
conducir a este lugar diez mil pesos de oro y unos
procesos concernientes al pleito entablado entre En-
ciso y Valdivia, el navio encalló en los Alacranes.
Cuantos iban a bordo —dos mujeres y dieciséis
hombres— metiéronse en un batel con ánimo de al¬
canzar las costas de Cuba o Jamaica. No contaban
con que las corrientes debían arrastrarlos a Yuca¬
tán, que fue lo que pasó. Allí los caciques se repar¬
tieron a los náufragos y éstos comenzaron a morir
lentamente, uno tras otro. Algunos fueron sacrifica¬
dos a los ídolos. Otros perecieron de enfermedades
y fatigas. Hacía poco que las dos mujeres expiraron
de tanto trabajar, de tanto moler maíz. Aún se es¬
tremecía Aguilar recordando que estuvo a punto de
ser sacrificado y cómo, mientras hacían los prepara¬
tivos, logró fugarse y refugiarse en el campo del
cacique que acababa de libertarlo. Si bien éste le
respetó la vida, también diole trato de esclavo. Agui¬
lar tuvo que acarrear leña y agua y cultivar el maíz.
59

Un día le echaron una gran carga sobre los hom¬


bros y a las cuatro leguas de llevarla cayó casi muer¬
to de fatiga. Mucho tiempo estuvo enfermo a causa
del brutal esfuerzo. En medio de tantos trabajos, y
por «tener órdenes de Evangelio», se había conso¬
lado leyendo ese Libro de Horas que ahora llevaba
envuelto en la rotosa y única manta que tenía. Esta¬
ba trasquilado como esclavo, cubría sus vergüenzas
con un braguero y calzaba viejas sandalias. ¿Qué
sería de Gonzalo Guerrero? El semidesnudo y tras¬
quilado Aguilar sabía cosas del otro español sobre¬
viviente que le hacían temer en cuanto a su posible
reacción, pero quería confiar y continuaba avan¬
zando...
Encontró por fin a Gonzalo Guerrero. No
sólo vestía a la usanza india, sino que tenía las ore¬
jas y el bezo inferior horadados y tatuada la cara.
Cuando Aguilar leyóle la carta de Cortés y le habló
de reunirse con la expedición, Guerrero respondió
a firme:
—Hermano Aguilar: yo soy casado y tengo
tres hijos, y tiénenme por cacique y capitán cuando
hay guerras; idos con Dios, que yo tengo labrada la
cara y horadadas las orejas. ¡Qué dirán de mí desde
que me vean esos españoles ir de esta manera! Y
ya veis estos mis hijitos cuán bonicos son. Por vida
vuestra que me deis de esas cuentas verdes que
traéis, para ellos, y diré que mis hermanos me las
envían de mi tierra...
La mujer de Guerrero intervino, muy enoja¬
da, palpitantes los pechos de bronce, rutilantes los
ojos nocturnos, diciendo en su lengua a Aguilar:
—¡Mire con qué viene este esclavo a llamar
a mi marido! ¡Lárgate tú y no hables más!...
Aguilar empeñóse todavía diciendo a Gue¬
rrero que «mirase que era cristiano, que por una
india no se perdiese el ánima, y si por mujer e hijos
lo" hacía, que los llevase consigo si no los quería
60

dejar». No le dieron ningún resultado sus reflexiones


y propuestas y marchóse entonces, en compañía de
los mercaderes, hacia el mar. Ahora comprendía,
recordando cierto hecho del cual no se trató en la
conversación; que Gonzalo Guerrero estaba ligado
para siempre a esa tierra.
Llegado que hubo a la orilla donde quedaron
los navios, Aguilar no encontró a ninguno aguar¬
dándolo. Los mercaderes sacaron la cuenta. Les ha¬
bían dado ocho días de plazo para volver y se demo¬
raron más. Aguilar vio con tristeza el mar vacío y,
tierra adentro, el trillo que conducía al pueblo donde
solía vivir. Y tuvo que encaminarse hacia allá, adon¬
de ese amo que por lo menos no lo había matado.
Diego de Ordaz retornó a Cozumel luego de
esperar en Punta de Cotoche un día más de lo que
tenía ordenado. Pese a la celosa demora, Cortés
mostró gran enojo al verlo llegar sin los españoles,
ninguna noticia y tampoco los indios mensajeros. Re¬
gañaba con «palabras soberbias» a Ordaz cuando
tuvo que intervenir en un lío armado entre un sol¬
dado y varios marineros por un hurto de tocinos.
Aclaradas las cosas, cuatro marineros recibieron azo¬
tes y quitáronseles los tocinos.
El convoy se hizo de nuevo a la mar. A las
diez de la mañana del mismo día de partida llama¬
ron desde un navio dando voces y, por las dudas,
soltaron un tiro. El convoy entero se puso alerta.
Ocurría que estaba haciendo agua el barco que lle¬
vaba el casabe. Cortés ordenó entonces el regreso
a Cozumel y comenzó para Aguilar una feliz demo¬
ra. Cuatro días tomó el trabajo de calafatear el
navio.
Apenas supo Aguilar que los expedicionarios
habían vuelto, corrió a la Punta de Cotoche y dis¬
puso pronto de una canoa con seis indios remeros,
pues les pagó bien en cuentas verdes. Cuando arri¬
baron a playa de Cozumel, «Andrés de Tapia,
61

como los vio que eran indios, porque Aguilar ni más


ni menos era que indio, luego envió a decir a Cortés
que siete indios de Cozumel son los que allí llega¬
ron en una canoa». Los viajeros saltaron a tierra y
Aguilar, en un español «mal mascado y peor pro¬
nunciado», dijo:
—¡Dios y Santa María y Sevilla!
Abrazólo Tapia y mandó inmediatamente a
otro soldado para aclarar que llegó un español, por
lo cual todos se alegraron. Tapia y Aguilar avanza¬
ron entonces juntos en pos de Cortés. Los soldados
entre los cuales pasaban repetidamente preguntá¬
banle a Tapia: «¿Qué es del español?» Aguilar «de
suyo era moreno» y con los cabellos recortados y
casi en cueros marchaba llevando un remo al hom¬
bro. Tenía calzada una de sus viejas sandalias y lle¬
vaba la otra atada al cinto. En la manta deshilachada
formaba un bulto el libro amigo. Como éste no se
veía, Aguilar era en apariencia un indio. A Cortés
le ocurrió lo que a los otros al ver llegar al rescata¬
do y preguntó a Tapia por el español. Entonces ocu¬
rrió algo que podría calificarse de insólito de no
ser tomada en cuenta la tremenda experiencia sufri¬
da por el cautivo. Cuando oyó la pregunta de Cortés,
Jerónimo de Aguilar, el español, «se puso en cucli¬
llas como hacen los indios y dijo: yo soy». Cortés le
tendió la mano cordial que sabía tener cuando era
necesario. «Y luego le mandó dar de vestir, camisa
y jubón y zaragüelles, y caperuza y alpargatas, que
otros vestidos no había, y le preguntó de su vida, y
cómo se llamaba, y cuándo vino a aquella tierra».
Aguilar contestó, «aunque no bien pronun¬
ciado», que era de Ecija y luego hizo la relación
de cuanto viera en tierras de Yucatán, y de cómo
fueron a dar allí los dieciocho náufragos. Llegando
al caso del otro sobreviviente, cuenta la situación en
que Gonzalo Guerrero se halla, su negativa a aban¬
donarla y añade que los indios le tienen por esfor-
62

zado y que había poco más de un año, cuando vi¬


nieron a la Punta de Cotoche un capitán con tres
navios, él fue inventor de «que nos diesen la guerra
que nos dieron y que vino él allí juntamente con un
cacique de un gran pueblo». La revelación pasma
a todos y Cortés dice indignadamente sobre Gue¬
rrero:
—En verdad que le quería haber a las ma¬
nos, porque jamás será bueno...
Los hechos nos hacen considerar que Cortés
juzgaba desde un punto de vista completamente per¬
sonal. Poco tiempo después, muy poco tiempo des¬
pués, el mismo Hernán Cortés encontraba excelente
el comportamiento de la Malinche, india que se puso
del lado de los conquistadores y los ayudó decidida¬
mente.
Si bien miramos, Gonzalo Guerrero fue el
primer español que se acriolló, que se aplatanó,
para emplear un cubanismo que me parece muy grá¬
fico expresando el hecho de adaptarse al medio y
dejarse envolver por su influencia.
Del por qué a la quinina
se le llamó también chinchona1

En enero de 1629 comenzó a gobernar el


Perú, a título de virrey, don Luis jerónimo Fernán¬
dez de Cabrera y Bobadilla. Seguía a su largo nom¬
bre un desfile de títulos más largo aún: IV Conde
de Chinchón, Señor de los sesmos de Valdemoro y
Casarrubio, alcaide y Guardamayor Perpetuo de los
alcázares y puertas de la ciudad de Segovia y su
Alférez Mayor, Tesorero General de la Corona de
Aragón, Gentilhombre de Cámara de Su Majestad,
miembro de sus Reales Consejos de Aragón, de Ita¬
lia y de la Guerra, y Caballero de la Orden de San¬
tiago. Después de tomar resuello, continuemos.
El siglo XVII presentó ya un virreinato es¬
tabilizado. Tras largos períodos de guerras civiles y
turbulencias, habían llegado:

Aquellos tiempos en barullos parcos


en que tan sólo se agitaba Lima,
cuando elegía su Rector San Marcos
o se daba una cátedra de Prima.

El de Chinchón gobernó once años y nada


particularmente notable habría ocurrido en ese ex-
1 Algunos datos de esta historia figuran en De la vieja Casa
de Pizarro, libro escrito por Eduardo Martín Pastor, y los demás
son de mi cosecha.
64

tenso tiempo —la muelle paz no da que hacer a cro¬


nistas e historiadores— de no ser porque el propio
virrey salvóse de morir en forma que obtuvo reso¬
nancia mundial. Fue que enfermó de malaria o pa¬
ludismo, que también se llamaban, según la frecuen¬
cia de los ataques, tercianas o cuartanas (cuatro
nombres distintos y una sola fiebre verdadera). El
sapiente médico don Juan de Vega callaba menean¬
do la cabeza, no sin recetar cualquier pócima o san¬
gría, para dar esperanzas al paciente y consolar a
la Condesa. La enfermedad era hasta esa época incu¬
rable. No mataba pronto, pero a la larga mataba.
Inclusive era considerada misteriosa y se daban
mil causas de origen. La más aproximada provenía
de la observación. Como enfermaban en mayor nú¬
mero los que vivían cerca de pantanos y aguas estan¬
cadas, se echaba la culpa a los mismos. La idea de
los microbios habría sido tan sorpresiva para las
gentes del siglo XVII como para nosotros lo fue la
desintegración del átomo, y un Finlay hubiese pasa¬
do más trabajo del que después tuvo para presentar¬
les al mosquito con el carácter de agente transmisor.
Aún hoy día los indios de alturas andinas creen que
dan tercianas las ciruelas y guayabas y no las comen
cuando bajan a los valles cálidos donde tales frutas
abundan. Dicho sea de paso, en Cuba hay una varie¬
dad de guayaba a la que se llama del Perú y supon¬
go que el nombre débese a que alguien la trajo de
allá. En el río Marañón y otras regiones del país los
guayabos de tal clase forman verdaderos bosques sil¬
vestres. Yo nací cerca del río Marañón. Siendo niño,
mi ama india rogábame que no comiese guayabas.
Aseguraba además que mi padre —gran lector de li¬
bros científicos y médico obligado por las circuns¬
tancias, pues el galeno más próximo estaba a un
bien galopado día de camino— no tenía razón al pro¬
clamar la inocencia malárica de las guayabas. Mi
querida ama Cata sí «sabía» otras cosas, por ser má-
65

gicas. Explicaba, por ejemplo, que el arco iris surgía


en recuerdo de los incas, porque tuvo los colores del
mismo en su bandera. Y luego cantaba en mal espa¬
ñol y con acento triste canciones como ésta:

Desde Piura a Cajamarca,


vinu Pizarru en un mes,
buscandu al rey monarca
pa imponerle su ley.

Me emocionaba Cata entonces y yo la com¬


placía no comiendo las palúdicas guayabas. De pron¬
to se ponía condescendiente, riendo con un claro
metal de cascabel indio. Entonces comíamos las
guayabas juntos. En su descargo, debo decir que
ella creía que «el patrón íusho», como decían los
indios a mi padre, lo curaba todo.
La historia no cuenta a qué se atribuían las
tercianas del Conde. Que las tuviese era ya bastante
preocupación. El hombre muere inadvertidamente
cada día, pero la enfermedad hace al declinamiento
obvio. La malaria con su espectacularidad lo torna
ominoso. Día por medio, el de Chinchón comenzaba
por padecer un enfriamiento que le producía tem¬
blores y un irreprimible castañeteo de dientes. Lue¬
go, entre la gelidez, subía la fiebre como un oleaje
terco. Ya ardiendo de pies a cabeza, sudaba a cho¬
rros y quedaba en estado semiconsciente durante una
o dos horas. Por último, cuando pasaba el ataque,
experimentaba esa melancólica resignación del enfer¬
mo que sabe su condena. Sintióse una vez tan mal
que «mandó llamar a la señora Condesa, y le entregó
un cofrecito, y dentro perlas y joyas, y su testamen¬
to cerrado, y le encomendó a su hijo con palabras
tan tiernas que derritieron no solamente a la señora
Condesa, sino a todos los circunstantes en lágrimas,
que también obligaron a su excelencia a enterne¬
cerse».
V
66

La crisis pasó, sin embargo, que las tercianas


son caprichosas. El mal pareció ceder. Sonreía la
buena Condesa de Chinchón, erguía la cabeza con
profesional orgullo don Juan de Vega y la intermi¬
nable cáfila de palaciegos se deshacía en felicitacio¬
nes y albricias. De súbito, la enfermedad latente vol¬
vió a presentarse. El virrey llegó a perder el apetito,
que tal es una de las consecuencias del flagelo. De¬
testaba la carne y los alimentos sólidos. Apenas si
tomaba naranjada que hacíale la Condesa con los
frutos de los naranjos que sombreaban un patio del
palacio y fueron sembrados por Pizarro. Si acaso, el
blasonado enfermo llegaba a mordisquear el sápido
producto de la higuera que el conquistador también
plantó y hasta hoy frondosamente existe. Enflaquecía
y se debilitaba a ojos vistas y cuando azotábalo la
fiebre, el virrey crispaba las manos, los ojos muy
abiertos, entregándose a imaginarias luchas. Tam¬
bién deliraba llamando a su mujer y su pequeño
hijo, que por ser muy niño ignoraba cuanto ocurría.
La Condesa no hacía más que llorar, don Juan de
Vega estaba cada vez más perplejo y los palaciegos
atestaban los salones, cuchicheando entre compungi¬
dos y agoreros. Entendían todos que de un momento
a otro el débil cuerpo enteco no saldría con vida de
la quemazón de la fiebre. La noticia de la inminen¬
te muerte del Conde de Chinchón corrió por toda la
bautizada Ciudad de los Reyes a la que llamábase
ya Lima.
Cuando más descorazonamiento padecía la
Condesa y más turulato mostrábase el físico, llegó
a palacio un jesuita que pidió hablar con la ilustre
dama. Al verla le entregó, diciéndole que era ése el
remedio salvador, unos cuantos pedazos de corteza
de árbol. Tenía un color pardo oscuro tirando a ro¬
jizo. ¿De dónde sacaba todo aquello? ¿Cómo lo sa¬
bía? El jesuita explicó que habíale enviado esos
fragmentos el Corregidor de una remota provincia
67

lindante con la selva. Se trataba de la corteza del


árbol amazónico llamado quina. Los indios de la
selva la molían hasta volverla polvo y tomándolo en
una solución de agua, curábanse de las fiebres.
La Condesa de Chinchón se decidió a apli¬
car el desconocido remedio, como último recurso.
La rojiparda pócima que resultó despedía un olor
áspero y de sabor era amarga hasta hacer que se
contrajese la cara. A sus ruegos, bebióla el Conde.
No pasaron muchas tomas sin que el enfermo mos¬
trara una evidente mejoría y al poco tiempo su res¬
tablecimiento era completo. Los pacientes del Perú
diéronse prisa en consumir la corteza y luego su
uso se extendió rápidamente por todo el mundo
aquejado de malaria y fiebres: Europa, Asia y Afri¬
ca inclusive.
Llamóse a la bienvenida medicina de dife¬
rentes maneras: cascarilla, polvos de la Condesa, qui¬
na, chinchona. Cuando la química moderna obtuvo
de las cortezas el extracto, nombróselo quinina. Este
y el de chinchona son los nombres que prevalecen
hoy. En los Estados Unidos se ha modificado el se¬
gundo caprichosamente, y dícese cinchona.
Puede verse la imagen del robusto y frondo¬
so árbol de la quina en el segundo campo del escu¬
do del Perú, como símbolo de la rica flora de mi
patria. Pero el árbol mismo no se quedó formando
parte de su selva originaria. Se le ha plantado en
todas las regiones de clima propicio. Actualmente,
Indonesia es el primer productor mundial de qui¬
nina.
Completaré la historia diciendo que el virrey
del caso murió de viejo y no de malaria. Lo mismo
ocurriría con la Condesa de Chinchón, que dio nom¬
bre a la medicina universalmente alabada.

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Pedro Serrano:
un Robinson desconocido

Son muchas las historias, reales o fantásti¬


cas, de náufragos o voluntarios aislados que logra¬
ron vivir en islas solitarias. La más popular de todas
es la que cuenta imaginariamente la aventura de Ro¬
binson Crusoe. ¿Quién no ha leído tan entretenida
novela? Con todo y ser una invención, resulta pálida
ante la hazaña real de Pedro Serrano, que vivió du¬
rante siete años en una perdida isla del Mar Caribe.
Robinson pudo extraer del barco encallado armas
y vituallas. Su isla tenía agua, vegetación, cabras y
hasta ocasionales visitantes salvajes entre los cuales
se procuró un ayudante llamado luego Viernes. Se¬
rrano llegó a su isla sin otra arma que un cuchillo
de marinero y tal isla era desierta. Debiera ser el
más conocido de todos los Robinsones y, sin embar¬
go, el público lo ignora. Tal desconocimiento me
impulsa a recontar su impresionante historia.
Era en tiempo de los galeones. Yendo de Car¬
tagena a La Habana, una de esas grandes naves se
perdió en unos bajíos y sólo pudo escapar de la
muerte un grandísimo nadador que logró alcanzar
una isla. Era el marinero Pedro Serrano. La isla
había de llamarse más tarde Serrana, formando con
las más pequeñas que se alzan cerca el Archipiélago
de las Serranas.
A poco de llegar a la que había de ser suya
70

y viendo lo que parecía ofrecerle, que era sólo un


desierto, pues no tenía árboles, ni agua, ni rastros
de seres vivientes y «ni aun yerba que poder pas-
cer», Serrano pensó desconsoladamente que mejor
hubiese sido morir ahogado, que es menos doloroso
que de hambre y sed. Fue cerca del atardecer la
arribada. Luego, el rojo sol del trópico cayó en el
mar y el náufrago pasó la primera noche llorando
su desdicha.
Tan pronto amaneció, Serrano diose a andar
por las orillas. No todo eran muertas rocas y arena.
De las aguas salían algunos mariscos. Logró coger
el hambriento cuantos cangrejos y camarones pudo
y se los comió crudos, pues carecía de fuego para
asarlos. ¿Qué beber? No se distinguía por ninguna
parte un hilo de agua dulce. La sed arreciaba. Es¬
tando al acecho, Serrano vio salir del mar no ya
animales menudos, sino tortugas. Dejó que se ale¬
jaran de la orilla, palpando el cuchillo que llevaba al
cinto, única arma que le había deparado allí la
suerte. Cuando las tortugas estuvieron lo suficiente¬
mente lejos del mar, arremetió contra ellas, volvién¬
dolas primero de espaldas, que es la forma de atra¬
parlas, pues son muy torpes para enderezarse. Des¬
pués degolló una tortuga y bebió la sangre en vez
de agua. También mató a las otras y puso a secar la
carne al sol, sobre unas rocas, para comerla como
tasajo. Las conchas vacías le servirían para recoger
el agua de la lluvia. Forzado por el tremendo trance,
el náufrago había ganado, primitiva y estoicamente,
su primera batalla contra el hambre y la sed.
Siguió durante los primeros días cazando
tortugas, que también comió su carne cruda. Las ha¬
bía de todos tamaños: como adargas, como rodelas,
como broqueles. A las muy grandes no las podía
poner al revés, pues le ganaban en fuerza. Subió
sobre algunas de las mayores para cansarlas y suje¬
tarlas, pero no tuvo éxito, pues con él a cuestas se
71

metían al mar y Serrano tenía que abandonarlas en¬


tre el batir del oleaje. Al menos, la experiencia le
sirvió para saber con qué tamaño de tortuga podía
habérselas y también lo más importante, para son¬
reír por primera vez en medio de tantos trabajos.
¡Extraño domador era ese que montaba sobre una
concha y cuyo animal, en vez de dar corcovos para
librarse del jinete, se le escapaba en el mar! Menos
mal que algunas conchas vacías tenían capacidad
hasta para dos arrobas de agua y recogió mucha.
Bien aprovisionado en cuanto a comer y be¬
ber, diose a pensar Serrano en cómo lograr fuego
para asar siquiera la comida y hacer humo que viese
la nave del soñado rescate. Su cuchillo de marinero
haría de eslabón. Necesitaba encontrar guijarros
que sirviesen de pedernales. No los halló en la isla.
Esa su pobre posesión, de unas dos leguas de con¬
torno, estaba cubierta de blandas y cálidas arenas
y piedras de pobre consistencia. Serrano se adentró
en el mar y zambullóse una y otra vez, en uno y otro
lugar, en busca de guijarros, sin encontrar al princi¬
pio más que arena. Le iba en ello no tanto la comida
mejor como el salir de su tremendo abandono de
náufrago, al que empeoraba la misérrima isla. Tan¬
to porfió en su empeño, que encontró al fin guijarros.
Llevólos al arenal y allí seleccionó los mejores. Como
hebras de pedernal eran algunas vetas blancas de los
pedruscos. Estaban pulidos por el golpe de las olas
y los hizo chocar unos con otros, sacándoles aristas.
Jadeando, con la emoción de quien corre un gran
riesgo, dio con el cuchillo de acero en la esquina ya
filuda de un guijarro. La anhelada chispa saltó. ¡A
hacer hilas de un pedazo de la camisa de algodón
para que le sirviera como yesca! ¡A recoger las algas
secas, de entre las que varaba el mar! ¡Hasta algu¬
nos maderos había por allí, restos acaso del mismo
navio en que naufragó! ¡Aun ciertas conchas y hue¬
sos de pescado podían arder! Nuevos golpes en la
72

piedra, chispas que prenden las hilas, pequeño fuego


que se propaga a las algas secas y termina por ser
una fogata humeante por medio de un madero y con¬
chas y huesos. ¡Cuidado! ¡Hay que economizar las
tablas! ¡Mucho cuidado! ¡La lluvia puede apagar el
fuego! Hace una choza con las mayores conchas de
las tortugas que cazó y bajo ella refugia el fuego.
Ahora sólo queda vigilarlo para tenerlo siempre ce¬
bado y que no se le escape de entre las manos. Tal
hace cada día y aun de noche. Su comida es mejor,
apenas distinga algún barco, hará una alta huma¬
reda.
Salvó con la poca ropa que tenía puesta. A
los dos meses —todavía puede calcular el tiempo—,
debido a las muchas lluvias, el calor y la humedad
de la región, la ropa ha terminado por pudrirse y
prácticamente caérsele del cuerpo. Serrano está como
nació. El sol le quema hasta dolerle y cuando su
fustigante llama arrecia, sin tener sombra donde
guarecerse, se mete en el agua para cubrirse con
ella. La piel, poco a poco, se le va curtiendo y en¬
grosando. Le salen más vellos. Ya molesta menos
la llama del sol y lo mismo el batiente chicotazo de
la lluvia.
Ha hecho todo lo que podía hacer dentro
de la isla, inclusive ir adaptándose al medio. No le
queda otra cosa que esperar ser salvado. Y comien¬
za a esperar...
He allí un navio a la distancia. Se ven las
blancas velas como un punto en el horizonte. Serra¬
no atiza el fuego, echa en él algas verdes para que
den humo; levanta con toda esperanza la columna
entre negra y gris de la humareda. Sea que los del
navio no lo viesen o que temieran encallar en los
bajíos que rodean a las islas, no acuden en su ayu¬
da. Las islas carecen hasta de nombre mientras Se¬
rrano habita una de ellas y sólo se las conoce por
la peligrosidad de esos bajíos en los cuales se des-
73

trozó el barco del náufrago. Y ya las velas se pier¬


den en la distancia. El solitario no se da por ven¬
cido. Espera tener mejor suerte en una próxima
ocasión.
Pasa el tiempo. Pasan algunos barcos más.
Ante la humareda que arma Serrano cada vez, se pa¬
san de largo. El náufrago se desconsuela tanto que
piensa que mejor cosa sería morir y acabar. Mas la
esperanza, bien dicen, es lo último que pierde el
hombre. Continúa empeñándose en vivir y en hacer
sus inútiles humaredas. Ya no puede llevar cuenta
exacta del tiempo. No duda de que son años, largos
años, los que ha pasado allí. La piel se le ha endu¬
recido y llenado de vellos en tal forma que parece
la de un jabalí. El cabello y la barba le pasan de la
cintura.
Es de noche y hay un barco en las inmedia¬
ciones. El isleño no lo ve. El barco se rompe en los
bajíos. Otro marinero logra salvarse sujetándose a
una tabla. Después de la amanecida, el nuevo náu¬
frago trata de orientarse, otea, y al fin distingue la
isla y echa a nadar hacia ella y ve el humillo que
sale del fuego que conserva prendido Serrano y va
en esa dirección. «Cuando se vieron ambos no se
puede certificar cuál quedó más asombrado de cual.
Serrano imaginó que era el demonio que venía en
figura de hombre para tentarle en alguna desespe¬
ración. El huésped entendió que Serrano era el de¬
monio en su propia figura, según lo vio cubierto de
cabellos, barbas y pelaje. Cada uno huyó del otro,
y Pedro Serrano fue diziendo: “¡Jesús, Jesús, líbra¬
me, Señor, del demonio!” Oyendo esto se aseguró
el otro y, volviendo a él, le dijo: “No huyáis, herma¬
no, de mí, que soy cristiano como vos”, y para que
se certificase, porque todavía huía, dixo a vozes el
Credo, lo cual, oído por Pedro Serrano, volvió a él,
y se abrazaron con grandísima ternura y muchas lá¬
grimas y gemidos, viéndose ambos en una misma
74

desventura, sin esperanza de salir de ella. Cada uno


de ellos brevemente contó al otro su vida pasada.
Pedro Serrano, sospechando la necesidad del hués¬
ped, le dio de comer y de beber de lo que tenía, con
que quedó algún tanto consolado, y hablaron de
nuevo de su desventura.»
Serrano se da cuenta, haciendo memoria del
tiempo en que llegó y por lo que le dice el nuevo
náufrago, que lleva ya en la isla tres años. Su com¬
pañero piensa en cómo habrán trabajado la mente
del forzado isleño, la soledad y la tristeza, cuando
huyó ante la presencia de un hombre corriente, cre¬
yéndola más bien diabólica.
Arreglan su vida de acuerdo con las necesi¬
dades de la extraña situación que padecen, repar¬
tiéndose las tareas de pescar mariscos, cazar tortu¬
gas, escoger algas y maderos varados y también con¬
chas y huesos de pescado quemables. Se turnan aho¬
ra, por horas, velando el fuego para que no se les
apague.
Así viven algunos días. Serrano ha pasado
años en tensión. El nuevo náufrago mide, a través
de lo ocurrido al otro, la dimensión de su propia
desgracia. Era inevitable que chocaran, liberando su
irritación. Riñeron porque el uno le reprochó al
otro que no ponía el necesario cuidado en sus tareas.
Cruzáronse palabras fuertes y poco faltó para que
llegaran a las manos. La pendencia dio por resulta¬
do que «apartaran rancho». Ellos mismos no tarda¬
ron en caer en cuenta del disparate que hacían, dán¬
dose a los pocos días excusas y volviendo a ser ami¬
gos y a acompañarse. Con el correr de los años, el
compañero de Serrano fue adquiriendo el mismo as¬
pecto físico. Supo también de la agónica tristeza de
hacer humaredas y que no dieran resultados ante
los barcos que veían en lontananza. A la larga, com¬
partir tal pena ya no fue un consuelo. Cuando un
navio se pasaba de largo, sin atender a su ya deses-
75

perada señal, «quedaban tan desconsolados que no


les faltaba sino morir».
El nuevo náufrago vive tal existencia cuatro
años. Son siete de la misma los que Serrano sobre¬
lleva. Al cabo de tal tiempo, largo tiempo al que la
espera frente a la incertidumbre ha alargado más,
pasa cerca un navio y ellos alzan, tercamente, su an¬
helante humareda.
Los náufragos, como marineros que son, con¬
templan emocionadamente la maniobra de las velas.
Se va a detener el navio. Lo hace. Ya echan al agua
un batel. Los tripulantes de la pequeña lancha re¬
man fuerte y avanzan rápidamente hacia el lugar de
la playa de donde sale el humo. Pero Serrano y su
compañero se miran el uno al otro. No tienen aspec¬
to de seres humanos, con esos cabellos y esas barbas,
con ese pelaje tupido. ¡Acaso los marineros los to¬
marán por demonios, huyendo de ellos!
Entonces «dieron en dezir el Credo y llamar
el nombre de Nuestro Redentor a vozes, y valióles
el aviso». Los marineros los recogieron y tanto ellos
como los que aguardaban en el navio se admiraron
primero del aspecto de los náufragos y más después,
al escucharles relatar sus esfuerzos y penalidades.
El compañero de Serrano murió en la trave¬
sía a España y la historia no ha guardado su nom¬
bre. Pedro Serrano sí llegó a su país natal y de allí
pasó a Alemania, donde estaba entonces el Empera¬
dor. Para que le sirvieran de prueba, no se cortó los
cabellos ni la barba y tampoco se arregló el pelaje
de jabalí.
«Algunos señores y caballeros principales,
que gustaron de ver su figura, le dieron ayuda de
costas para el camino.» Serrano se acostumbró se¬
guramente a la popularidad que le deparaba su
aventura, de cuya certeza respondía su extraño aspec¬
to. Aun después de hablar con el Emperador, se
recortó apenas el cabello y la barba, dejándolos un
76

poco más cortos que hasta la cintura. Su Majestad


Imperial, luego que lo vio y oyó, hizo merced a
Serrano de «cuatro mil pesos de renta, que son cuatro
mil ochocientos ducados en el Perú». Cuanto siguió
no fue felicidad, como ocurre en muchas buenas his¬
torias de aventuras. Su dura vida debía terminar
pronto y ni siquiera pudo disfrutar de la recompen¬
sa de los ducados. «Yendo a gozarlos, murió en Pa¬
namá, que no llegó a verlos.»

Tal es la historia de Pedro Serrano, según el


caballero llamado Garcí Sánchez de Figueroa, que
conoció al personaje, y le oyó relatar sus aventuras.
Un humilde niño indio
de las sierras de Oaxaca
Hasta los doce años el segundo libertador de México no sabía
leer ni escribir, hablaba sólo en lengua zapoteca
y pastoreaba ovejas.

La tropilla de indios salió, colorida y silen¬


ciosa, de la pequeña iglesia de Santo Tomás Ixtlán,
en tanto que el vicario quedábase garrapateando en
el registro. Había bautizado a un niño en esa fecha,
22 de marzo de 1806. Rumoreaba la pluma en la
amarillenta página, apuntando sucesivamente los
nombres del recién nacido, los padres, los abuelos,
la madrina. Cerrado el libróte, hubiérase creído que
la constancia debía ser un simple hecho de rutina al
que nadie recuerda más. El niño era humilde como
quienes lo llevaron a cristianar, todos pobres y des¬
conocidos indios de la nación zapoteca. Ni siquiera
vivían en ese reducido pueblo, sino en otro más mo¬
desto aún, perdido allá en escarpadas montañas,
lejos.
La tropilla de indios echó a andar, cruzando
la plaza, con chocleante ruido de sandalias. Adelan¬
te iban los hombres, bajo alones sombreros de pal¬
ma, los lacios cabellos cayendo en gajos negros por
las frentes de los quemados rostros angulosos. Ves¬
tían zamarras de manta cruda y blancos pantalones,
como fundas, anudados a los tobillos. Llevaban el
machete de siempre cubierto por la vaina de cuero
y el viajero calabazo de agua en bandolera. Las mu¬
jeres seguíanlos tiñendo el aire con sus enaguas de
colores vivos, ceñidos los rebozos, muy lisos los
78

cabellos peinados en trenzas, severas las caras de


arcilla pulida, oscuras las pupilas sobre escleróticas
blanquísimas. La más joven portaba al niño sobre las
espaldas, hecho un envoltorio. Sobresalía la cabeza
del pequeño, inmóvil y de un color prieto azulenco.
Con los ojos entrecerrados bajo el sol, parecía un
ídolo.
La tropilla de indios marchóse al mercado y
ya allí estuvo dando vueltas y curioseando hasta de¬
cidirse a comprar algo. Cuentas de vidrio para que
fuera menos gris la pobreza, sal para dar sazón y
fuerza al parco yantar.
Se fue por fin la tropilla de indios y al salir
del pueblo, al pie de la cruz que levantábase como
cabo de pueblo, dejó algunas piedras, los guijarros
rituales que han de ser puestos por todos los andan¬
tes para que el espíritu de los caminos ayude en el
viaje.
Y la tropilla de indios hízose una fila, avan¬
zando por la vera del camino con el trote pertinaz
que les es común, pendiente arriba sin cansarse,
como puntos suspensivos blancos y coloreados frente
a los magueyes de pencas azules, a los nopales ova¬
lados, a los quebrados horizontes.
De repente llegaban a llenar el camino ca¬
rruajes de gentes dueñas de tierras, de haciendas
gruesas, o tropas de muías conducidas por arrieros
de restallantes látigos y voces. Los indios caminan¬
tes se detenían entonces, pegados a los repechos o
haciendo equilibrios a filo de abismo y, pasando los
carruajes y muías, tornaban a trotar, callados.
La tropilla de indios llegó tarde ya, cuando
la noche comenzaba a morder los cerros, a su pueblo
de San Pablo Guelatao. Había unas cuantas casas
grandes entre desperdigados jacales. Todo era mise¬
rable y triste en el pueblo. Hasta la paz era triste.
La tropilla de indios se deshizo, dando fin al aconte¬
cimiento del bautizo y las adquisiciones. Cada quien
79

se fue a su jacal y los padres del niño entraron al


suyo. Aguardábanlos allí las hermanas mayores del
recién nacido. Ellas lo acunaron en brazos, solazá¬
ronse con las cuentas y en un calabazo que colgaba
del techo guardaron la sal...
El niño diose al trabajo de crecer en las es¬
paldas de su madre, en los brazos de sus hermanas,
en el duro lecho de petate o en el más duro patio
del jacal. Cuando lo dejaban sobre la prieta tierra,
a todo sol, lo acompañaba un perro de color canelo,
flaco y mansurrón como suelen ser los perros de los
indios. El niño trataba de arrastrarse, semidesnudo,
y su morenez confundíase con la de la tierra. El pe¬
rro gruñía cuando pasaba volando bajo un zopilote,
ladraba al acercarse un cerdo. El niño miraba y mi¬
raba su pequeño mundo, muy abiertos los ojos ne¬
gros, tratando de entender.
El padre íbase de amanecida con la yunta, a
roturar la tierra o solo, a cultivar el sembrío ya ver¬
deante. Uno de los escasos dones de la vida era que
granaba el maíz. La madre lo molía en una piedra y
hacía con la masa delgadas tortillas. Las hermanas
tenían quehacer con los pocos cerdos y ovejas, con
las contadas gallinas. La vida se arrastraba pobre y
lenta.
El niño comenzó a caminar a gatas y se irguió
de pronto. Comenzó también a oír por su nombre y
a saber cuáles eran los de sus familiares. Pronto
aprendió unas palabras de la habitual lengua zapo-
teca, silbante de equis, tronante de tes, amplia de
vocales redondas como lagos. Nadie hablaba espa¬
ñol entre los indios de San Pablo Guelatao. Les ha¬
bían puesto nombres y apellidos españoles, siglos
ha, los encomenderos y catequistas. Cuando alguien
nacía, continuaba la costumbre de darle nombre en
español. También sabían en tal lengua los nombres
de los santos, a los que no dejaban de identificar un
tanto con los viejos dioses aparentemente vencidos.
80

El niño indio echó a andar por fin y su pe¬


queño mundo amplióse hasta los jacales vecinos y
las más cercanas lomas. Muy pronto debía detenerse,
mudo y perplejo, tratando más que nunca de enten¬
der, ante un hecho para él todavía insólito.
Fue cuando contaba tres años. El padre no
salió una mañana a los campos de labor. Quedóse,
por el contrario, sobre los petates, quejándose aho¬
gada y sombríamente. Prendieron una vela ante la
imagen de la Virgen de Guadalupe. Llegaron muje¬
res de los jacales vecinos y echáronse a decir, en
lengua zapoteca, misteriosos y milenarios conjuros.
La madre daba pócimas de yerbas al quejumbroso.
Entrada ya la noche, a la luz rojiza y humeante de
los hachones, el hombre dejó de gemir, permaneció
duramente callado, y estalló en torno el llanto. Al
siguiente día se llevaron el cuerpo rígido, y el niño,
entendiendo y no entendiendo, sólo pudo notar cla¬
ramente que el padre no volvió ya al jacal.
Pasaron los días y la madre y las hermanas
estaban como más silenciosas, como más solas, fren¬
te al pueblito callado y las montañas solas. Aullaba
el perro canelo, de cuando en vez, mirando lejanías.
Al poco tiempo, llegaron los abuelos del niño. ¿No
había de terminar nunca el dolor? La madre, con el
vientre abultado, dio en quejarse. Las hermanas lle¬
varon fuera al niño y se estuvieron dando vueltas,
demasiadas vueltas, por las callejas del pueblo. Ho¬
ras después, cuando el sol enrojecía como otro ha¬
chón del cielo, volvieron a la choza. Lloraba una
niña recién nacida y lloraban los viejos por la madre
muerta. Abrazando al pequeño, la abuela lo ungió
de lágrimas.
Los huérfanos fueron repartidos. Acogió al
niño un tío suyo y se llevaron a las hermanas otros
parientes. Pobrísima era también la nueva vivienda,
más triste para el niño todo. Comprendía que aún
tenía hermanas, pero no estaban con él. Los padres
81

sí que ya no volverían... aunque el mismo recuerdo


de los padres se iba esfumando, a medida que pasaba
el tiempo, entre los años.
Apenas tuvo uso de razón comprendió de
veras la orfandad. El no tenía a quien llamar padre
y madre como los otros niños del pueblo. Supo tam¬
bién que sus padres no le habían dejado nada. Sólo
contaba con sus brazos y su entendimiento.
El tío puso a trabajar el niño tan pronto como
éste pudo, debido a la pobreza de ambos y según es
costumbre entre los indios. Provisto de un látigo y
acompañado de un perro, el niño convirtióse en pas¬
tor de una exigua manada de ovejas serreras.
Tendría el niño ocho años o quizás más o
menos. ¿Quién cuenta los años en esos mundos bra¬
vios donde no hay otros plazos que los de las siem¬
bras y cosechas y los indios han de trabajar, siempre
en lo mismo, desde que pueden hasta que mueren?
El destino del pastor parecía ser el de vivir y morir
confundido con su pueblo y sus montañas.
El niño iba arreando las ovejas por esas la¬
deras escarpadas, por esos montes alzados con ga¬
nas de llegar al cielo. Un yerbazal era un remanso
en el trajín. Moteábanlo, desparramadas, las trisca¬
doras ovejas. El niño, con el perro al lado, sentába¬
se a contemplar la naturaleza. Estaba en los meros
cerros de Ixtlán. Por el lado que sale el sol se pro¬
longaba sin fin la costa. Hacia el poniente, en otro
despliegue interminable, se extendían las selvosas
sierras. Ondulantes caminos bajaban al valle. En las
mañanas claras, cuando bajo el combado cielo de
lapislázuli era más transparente el aire, lograba dis¬
tinguir allá lejos, difuminadas por la distancia, unas
altas torres. Le habían dicho que allí quedaba Oaxa-
ca, ciudad grande, con muchas gentes y otras cosas
que hacer. Pero él, al fin y al cabo, era sólo un
pastor de San Pablo Guelatao. Visto desde las altu¬
ras, el pueblecito parecía más pequeño y mísero.
82

Menos mal que tenía cerca una maravillosa laguna a


la que decíanle Encantada. ¡Cómo brillaba y azu¬
leaba bajo el sol! Parecía un retazo de cielo caído
entre los montes. En las noches de luna solía platear¬
se esplendorosamente y en las oscuras el rumor de
sus aguas era como la voz de las sombras. A orillas
de la Encantada crecían tupidos carrizales. Con las
varas huecas de los carrizos, el niño hacía flautas.
Y de no estarse solazando en silenciosa contempla¬
ción de la naturaleza, la sentía más intensamente al
interpretarla con la música de su flauta. Tocaba lar¬
gamente cuantas melodías brotaban de la tierra a tra¬
vés de su alma. Como buen indio, el niño era pan-
teísta.
Tal solía hacer a veces, un día arreó las
ovejas hacia la laguna y, sentado entre un carrizal,
el niño cortó una caña y se puso a labrar una flauta
nueva. Ya sonaba como dando el primer vagido mu¬
sical de la tierra. A hacer los huecos entonces, donde
el aire sonoro y los dedos prestos conjugarían las
notas. Estando todo en su punto, a tocar ya una mú¬
sica dulce y diáfana como las aguas de la laguna y la
luz del sol. fugaba con la música el duro viento de
las montañas. Inmerso en su pasión melódica, el niño
no advirtió un extraño fenómeno. Es decir, que no
lo notó en sus comienzos. Cuando vino a darse cuen¬
ta, encontrábase lejos de la orilla, sobre una peque¬
ña isla flotante. Era que el viento, al batir el tupido
carrizal, había desprendido una fracción junto con
la tierra que la sostenía. El pedazo de tierra, entre el
cual se entretejían los carrizos, era lo suficientemente
liviano como para flotar y lo bastante sólido como
para sostener el niño. Y helo allí convertido más bien
en un navegante, a favor de una rara embarcación
en la cual los altos carrizos hacían de velamen. El
niño quedóse estuporado y soltó la flauta, sólo para
recogerla prestamente en media caída y que no se
perdiera llevándose la música a las aguas. Cesó el
83

viento y dejólo detenido en media laguna. Llegó la


hora de volver al jacal y el aire continuaba inmóvil.
¿Qué pensaría el tío al notar su ausencia? Tal hom¬
bre tenía la mano Hura y pegaba fuerte. Las ovejas
blanqueaban menudas allá en la llanura que rodea¬
ba la laguna, y el perro, hacia un lado, atisbaba
perplejo.
Cayó luego el sol y fueron saltando las estre¬
llas. Constelaron por fin toda la noche, dándole una
musical y honda palpitación. Era también que el
niño indio había vuelto a tocar, allí en medio de las
aguas, sobre su frágil asidero, y la melodiosa sono¬
ridad de su flauta subía hacia los cielos a confun¬
dirse con el fulgor de las estrellas.
De amanecida, sopló el viento y el niño pudo
saltar a la orilla. El látigo con que arreaba las ove¬
jas sirvió luego, en manos del tío, para ejercitar el
rigor campesino. Una y otra vez cayó sobre las dé¬
biles espaldas, surcándolas de vetas cárdenas.
Descubiertos el campo y la música, que son
dentro de su alma una sola y misma cosa, sabido el
dolor desde siempre y más por medio del látigo, el
niño indio va creciendo. También descubre un día
algo que le hace una impresión extraordinaria. Es
la escuela. No asiste a ella como alumno. Sucede
únicamente que en San Pablo Guelatao hay una es¬
cuela para los muchachitos que hablan español y el
niño indio vase hasta la puerta y allí se está cuanto
tiempo puede. Le gusta oír y ver lo que pasa en la
escuela. No comprende el idioma, pero le place
como una nueva música. No entiende lo que ense¬
ñan, pero piensa que han de ser cosas interesantes y
valiosas y hasta se asombra. Acaso en todo ello haya
un puente para pasar a una nueva vida. Eso ha de
ser. Cuando vuelve temprano con las ovejas, el niño
indio se sienta horas y horas a la puerta de la escuela,
tratando nuevamente de entender.
Es un día de septiembre de 1818.
84

El niño tiene ya doce años, edad en que todo


niño, a pesar de serlo todavía, comienza a sentirse
hombre. El sabe que allá en Oaxaca está una herma¬
na suya, la mayor, quien trabaja de cocinera en casa
de un comerciante llamado el Gachupín. Acaso en
Oaxaca haya también un nuevo trabajo, una nueva
vida para él.
Se hallaba a la vera del camino, con sus ove¬
jas, cuando a eso de las once de la mañana pasaron
unos arrieros rumbo a las sierras. El les preguntó
que si venían de Oaxaca, la lejana ciudad cuyas to¬
rres columbraban en los días claros y era cada vez
más, en su mente, un proyecto con algo de sueño.
Ellos le respondieron que de allá venían y como in¬
sistiera en saber cosas de la ciudad, diéronle algunos
datos y nuevas. Entonces continuaron su camino,
chicoteando a las muías con gritos y látigos. Acaso
el más picaro de ellos gritara mucho para ahogar la
sonoridad de un balido.
El niño preguntaba lo mismo siempre. A los
que guiaban coches, a los arrieros, a los simples an¬
dantes. Si hablaban zapoteca, les preguntaba por la
ciudad. Quería irse de esas montañas y mejorar.
Hasta Oaxaca había catorce leguas de camino. Su
hermana se llamaba Josefa. Seguramente podrían
darle razón del Gachupín. Allá estaban las lejanas to¬
rres, hitos de Oaxaca en la inmensidad del aire claro.
Irse, de una vez, acaso...
Examina las ovejas el niño, las cuenta pen¬
sando en el rudo tío, y encuentra que una falta. A
la cara le sale el abatimiento y en eso se le acerca
otro muchacho y dícele que vio cuando uno de los
arrieros cargaba con la oveja. Seguramente le espera
una golpeadura brutal. El temor y su «natural afán
de llegar a ser algo» lo deciden. Se marchará a Oaxa¬
ca. Sin tener otros bienes que su voluntad y su pa¬
chón (especie de capa hecha de fibra de palma), em¬
prende la fuga. Catorce leguas hay, camino adelante.
85

Tras largas horas de incansable andar, ya se ven más


claras, van creciendo, creciendo, las torres de la
ciudad...
Oaxaca está hecha de casas grandes como
el niño nunca vio. Alzanse altos los portones labra¬
dos, son hondos los zaguanes de piedra, amplios los
patios. Poco menos que topeteándose, preguntando
a uno y otro sirviente indio que hablara zapoteca,
el niño llega a la casa del Gachupín. La hermana
Josefa responde al aldabonazo y, deshaciéndose en
palabras de cariño, lo lleva a la cocina. El niño come,
por primera vez en su vida, hasta llenarse.
Ese a quien llaman Gachupín, o sea español
—como el niño acabará por entenderlo claramente
más tarde— es en realidad genovés. Le dicen así
por confusión, dada su calidad de extranjero. Se
llama Antonio Mazza y ha españolizado su apellido
borrándole una zeta. Fírmase Maza. Su mujer y sus
hijas son blancas y hablan el idioma que el niño
no entiende y quiere dominar.
Cae bien el «indito» a la familia Maza. ¡Es
tan serio, tan cumplido, tan deseoso de servir y
aprender! Habrá que ponerlo en camino dfe que sea
hombre útil. Lo presentan así a don Antonio Sala-
nueva, tercero descubierto de la Orden de San Fran¬
cisco. Sencillamente, un hecho decisivo ha tenido
lugar.
Salanueva toma a su cargo al niño y encuen¬
tra metal noble para la forja. Enséñale a rezar, a ha¬
blar el español, a encuadernar libros. En el silencio
del taller y entre engrudo, papeles y cartones, confir¬
ma el niño que los libros no son sólo eso, como ya lo
sospechaba. Pronto aprende a leer. Cuenta un cro¬
nista que lo conoció en ese tiempo:
«Era muy humilde, muy dedicado al estudio;
jamás se le veía ocioso, y en sus ratos desocupados
estaba siempre con el libro en la mano.»
No debía soltar los libros más. El humilde
86

niño indio de las montañas de Oaxaca se llamaba


Benito Juárez y llegó a ser presidente de México. La
historia apunta con admiración sus notables hechos.
Uno de ellos: libertar por segunda vez a su patria,
derrocando al impuesto emperador Maximiliano.
Entre Bolívar, Espartero y un extra

Arequipa es una bella ciudad del sur del


Perú, situada en una campiña de cromo, al pie del vol¬
cán nevado Misti. La cuantiosa lava que arrojara
antaño el Misti, endurecióse formando una roca
blanca llamada sillar, a la que se recorta en forma
de adobes. Todas las paredes de Arequipa están he¬
chas de tal sillar. La ciudad es así completamente
blanca, a excepción de las tejas rojas, y la arqui¬
tectura colonial de sus casonas y su plaza rodeada
de arquerías tiene la impronta de los siglos dentro de
un estilo a la vez severo y ágil. El cielo, moteado
de ligeras nubes, parece de cristal azul. El sol andino
refulge espléndido en la clara ciudad y son también
singularmente diáfanas las noches de luna. Dícese
que uno de los incas, extendiendo el imperio del Ta-
huantinsuyo, llegó con sus legiones al valle del Misti
y ganado por la belleza de los amplios y lozanos
campos, la bondad del clima y la luminosidad del
aire, dijo «are-quepay», o sea «quedémonos aquí».
Siglos después los conquistadores levantaron allí, la¬
brando el sillar, la ciudad de Arequipa, a la que
también se nombra Ciudad Blanca. ¿Hay otra en el
mundo que se le parezca? La original ciudad es
por muchas razones célebre en la historia del Perú
y de América. Si la historia fuera acuciosa, lo sería
también por la belleza de sus mujeres. Campean
88

allí muchachas de trenzas rubias y ojos zarcos y


glaucos, descendientes de godos y de celtas; otras
de piel trigueña y cabellos y ojos negros de ancestro
andaluz; muchas a las cuales la sangre indígena ha
bronceado la piel y dádole reflejos dorados. Todas
muestran el sello de la tierra en el hablar cantarino
y los modales suaves, en el carácter apasionado y
romántico, en el gusto por la poesía, el baile y la
música. Los poetas tienen en Arequipa a quiénes
cantarles versos. El más célebre de todos, Mariano
Melgar, murió fusilado a los veinticuatro años, al
lado del brigadier Pumacahua, después de perder
una batalla dada contra el poder español, años antes
de la independencia. Melgar dejó, junto con su re¬
cuerdo heroico, una herencia de versos. Es conside¬
rado el iniciador de la poesía de sensibilidad perua¬
na. Muchas de sus canciones pasaron a formar parte
del alma nacional y hasta hoy las entona el pueblo.
También quedan sus largas endechas a Silvia, nom¬
bre lírico que dio a la bienamada. Uno de los genera¬
les patriotas vencedores, Miller, descubrió quién era
Silvia, según lo cuenta en sus memorias. Como bue¬
na arequipeña, era singularmente hermosa.
En la ciudad del Misti también derrochaba
belleza Paula del Prado, que tenía veinte años allá
por los tiempos en que cayó el poderoso virreinato
del Perú. La muchacha era pequeña y morena, de
negros ojos luminosos, talle de juncia, pies menu¬
dos. Bailábanse aún jotas y boleros en los salones de
América y ella lo hacía mejor que nadie. Más toda¬
vía que por su belleza física y donosura en el baile,
ganaba Paula del Prado por su alma alegre y ardien¬
te, su sensibilidad de cuerda tensa y una gracia na¬
tural que a todas horas parecía derramársele. Los
mozos serenateros se detenían, noche a noche, al pie
de su balcón de cedro y enredaderas. Sobre un fondo
de gimientes guitarras, las coplas lugareñas se alza¬
ban en voces cálidas y trémulas:
89

Has de saber que el Misti,


siempre de nieve cubierto,
da su hermosura a lo lejos
y se está abrasando adentro.
Hay mujeres que al mirarlas,
provocan voraz incendio,
provocan voraz incendio,
siendo de nieve su pecho.

Así la requebraban y enamoraban, contra¬


poniendo las imágenes, reprochándole indirectamen¬
te sus desdenes y como quejándose. Paula del Prado
no hacía nada de cuanto suelen hacer las muchachas
para demostrar que escuchan y aprecian una sere¬
nata. Ni encender y apagar en seguida la luz, ni
abrir discretamente la ventana y menos asomarse
fugazmente al balcón y arrojar una flor cuchichean¬
do las gracias. Bien podían enronquecer los canto¬
res o estallar las cuerdas de las guitarras. Ella pen¬
saba en un coronel español llamado Baldomero
Espartero a quien había conocido en un baile. El
guerrero y la muchacha danzaron incansablemente.
Espartero cortejó a Paula. Luego, la batalla de Aya-
cucho dio al traste con el poderío español. El coro¬
nel fue a parar en la cárcel y se decía que por ser
un realista peligroso como ese general Rodil que aún
continuaba sin rendirse parapetado tras los muros
de la fortaleza del Callao, corría peligro su vida.
¡Cosas de la carrera de los hombres sobresalientes!
Estaba cargado de destino el hecho de que Espartero
hubiese impresionado tanto a la hermosa muchacha
de Arequipa.
Paula tenía también, fuera de los serenate¬
ros, otro pretendiente al cual no había aceptado ni
rechazado. Tratábase de Juan Moens, escocés, cabal
gentleman, cuya familia lucía escudo de armas y fi¬
guraba en su país desde los tiempos de María Es-
tuardo. Su abultada cuenta en el Banco de Inglaterra
90

seguiría aumentando, pues se desenvolvía próspe¬


ramente en los negocios. Era muy terco, cual todo
buen escocés y si tacaño como es fama que tam¬
bién son los tales, no se ha llegado a precisar. En
cuanto le concernía con Paula, su terquedad le bas¬
taba. No perdía ocasión de visitar la casa de la mu¬
chacha y, para ventaja suya, la familia de ella lo
juzgaba favorablemente. Tiempos eran ésos en que
las mujeres, en cuestiones de matrimonio, aún se
atenían a la opinión de los padres. Al respecto no
se había resuelto nada en definitiva y Paula del
Prado continuaba pensando en el coronel prisio¬
nero.
De pronto Arequipa se engalanó y estreme¬
ció. Arcos de triunfo, repique de campanas, vítores.
Llegaba, a la cabeza de un séquito centelleante de
charreteras y espadas, el propio general Simón Bo¬
lívar, el Libertador. Las mujeres le arrojaban flores
desde los balcones. Paula del Prado, en nombre de
la patria naciente, echó también sus puñados de ro¬
sas. Representantes de las instituciones de la ciudad
y voluntarios oradores prodigaron discursos. Luego
sucedíanse los banquetes, los saraos. Entre tantos
festejos, Simón Bolívar estaba también en su ele¬
mento, que combinaba en sí al hombre de guerra
con el hombre de mundo.
Retornando las atenciones, el Libertador dio
un baile en la hermosa casa señorial que le había
cedido para temporal residencia don Lrancisco de
Rivero, la cual hasta hoy existe y es —¡cosas de los
tiempos!— almacén turco de géneros situado en la
calle Mercaderes. A gran orquesta, las parejas dan¬
zaban atisbando a Bolívar. Este destacábase como
un gran bailador de vals. Liviana y cadenciosamen¬
te, alternaba a las más bellas damas en sus brazos.
Tardaba en invitar a Paula del Prado. Acaso no la
había visto o la había visto demasiado bien y aguar¬
daba, diestro en lides de guerra y amor, el momento
91

propicio. ¡La historia de sus amores era nutrida


como la de sus batallas!
Hubo una pausa en el baile. Se impuso al
rumor de las conversaciones una voz que sugirió
que bailara Paula del Prado. La concurrencia are-
quipeña coreó entusiasta, queriendo lucir a la mu¬
chacha ante el Libertador y su galoneado séquito.
«¡Que baile la jota Paulita!» «¡Que baile Paulita!»
«¡Que baile!» «¡Que baile!» La muchacha dio lar¬
gas al reclamo. Hacíase rogar, según costumbre de
señoritas recatadas. Alguien hizo seña a los músicos
y la orquesta arrancó de pronto con una jota vibran¬
te. Paula del Prado irguióse, alcanzó el centro del
salón con un elástico salto, los brazos enarcados, y
comenzó a bailar. Toda su magnética belleza more¬
na era ahora un derroche de ritmo y pasión. La mú¬
sica parecía ceñirla. La ceñían más las miradas de
Bolívar. Amador apasionado, bailarín apasionado
era el general. ¡Había allí una hermosa muchacha
de veinte años vuelta danza! Como quien responde
a un ineluctable reclamo, el Libertador avanzó ha¬
cia el centro del salón también e hizo de Paula su
pareja. ¡Bolívar bailando la jota! El casi nunca
miraba de frente, pero cuando lo hacía era difícil
sostener la mirada de sus duros ojos negros. En el
vértigo del baile buscó las pupilas de la muchacha
con las suyas. Paula del Prado las enfrentó. Y al
diálogo rítmico del baile se unió el encandilado de
las miradas. Un círculo entre admirativo y curioso
rodeaba a los danzarines. Por más de una cabeza
de espectador cruzó la inevitable pregunta: ¿una
nueva y fulminante pasión del Libertador? Cuando
la orquesta silencióse estallaron los aplausos. Bolí¬
var continuó cerca de la muchacha, prodigándole
palabras que traducían una admiración entusiasta
por su belleza y gracia. La orquesta tocó un vals,
Bolívar invitó a Paula. No podía decirle mucho,
decidor como era, por estar rodeado de otras pare-
92

jas. Contentábase con sentir bajo su mano el talle


flexible, donde se concentraba todo el turbador rit¬
mo del bello cuerpo entregado a la cadencia del
baile, y ver bajo sus miradas la encendida carita
trigueña, de ojos extasiados entre densas pestañas
y ligeramente entreabierta boca de flor.
Después del vals, Bolívar llevó hacia una de
las puertas a la muchacha. Del patio subía un denso
perfume de jazmines. La blancura de la ciudad y la
blancura de la nieve del Misti, bajo la luz de la luna,
mantenían una irradiación astral. La extraña lumi¬
nosidad envolvía el rostro de Paula dando a su be¬
lleza trigueña un toque casi mágico. El Libertador
de media América del Sur hizo una oferta que era
también una ofrenda.
—Pídame lo que quiera, Paula —dijo.
La muchacha recordó al amigo preso y re¬
puso de inmediato:
—La libertad del coronel Espartero.
—Concedida —aceptó Bolívar sin vacilar, y,
llamando a uno de sus asistentes, dio la orden ade¬
cuada.
La orquesta invitó de nuevo a las parejas.
Bolívar continuó bailando con Paula. No cesó de
galantearla durante toda la noche. La muchacha
sonreía mostrando una feliz turbación. Los asisten¬
tes al baile se fueron comentando eso que, a ojos
vistas, parecía ya un romance entre el Libertador y
la donairosa arequipeña.
De lo que ocurrió luego entre Bolívar, Es¬
partero y Paula del Prado no se ha hablado detalla¬
damente, pero es clave este consejo:
—Cásate con Moens —díjole a Paula su ma¬
dre—; ese escocés tiene buena posición y no anda
metido en guerras. No enviudarás joven. ¡Te convie¬
ne Moens!...
Y así fue como Juan Moens, que de hecho
estaba fuera del triángulo amoroso y era más bien un
93

extra, se casó con la muchacha arequipeña que im¬


presionó extraordinariamente a Bolívar y sacó de la
cárcel al que pronto habría de ser la primera figura
militar y política de España.
De entre los cuatro, Bolívar se adelantó a
morir, el año 1830, en medio del drama de la Liber¬
tad de América y el drama personal de él mismo.
Fugitivo, enfermo y solo, poco tiempo antes de expi¬
rar, sentenció: «Ha habido tres grandes locos en la
historia: Cristo, Don Quijote y yo.»
El matrimonio Moens, tal como lo previera
la madre de Paula, llevaba una vida próspera en la
jocunda Arequipa. Ya tenía varios vástagos cuando
ocurrió un percance a causa de algo que no había
tomado muy en cuenta aquella previsora madre, o
sea la terquedad de Moens. Iba el escocés a Europa
en viaje de negocios y el velero que lo llevaba ancló
en Panamá. Dos razones tenía Moens para bañarse:
una, la de ser un excelente nadador y gustarle prac¬
ticar tal deporte; otra, la de que, por haber nacido
en la fría Escocia y vivir en la templada Arequipa,
el calor panameño lo agobiaba y quería refrescarse.
Así es que resolvió darse un buen remojón. El capi¬
tán le ordenó, al notar sus preparativos:
—¡No se bañe usted!... ¡Hay tiburones!...
—Me baño —respondió Moens.
El contramaestre le advirtió:
—¡Míster! ¡Los tiburones están abajo al
acecho!
—Me baño —afirmó el testarudo.
El piloto intervino para gritarle casi, viéndo¬
lo cerca de la barandilla:
—¡Se juega la vida! ¡Los tiburones!
—Me baño —terminó tercamente Moens.
Efectivamente, se bañó, arrojándose en mag¬
nífico salto al mar. No bien reapareció después de
la zambullida, un tiburón, que parecía haberlo es¬
tado esperando, lo agarró entre sus poderosas fauces
94

y sumergiólo de nuevo. De allí en adelante no hubo


más noticias de Moens. En cambio, llegaban hasta
Arequipa frecuentes nuevas de Espartero. Ascendía
sin pausa en España. El que fuera humilde hijo de
un cartero, iba hacia arriba de grada en grada y a
veces como saltándolas. Conde de Luchana, duque
de la Victoria, regente del reino, por poco rey (y no
lo fue porque se negó), príncipe de Vergara.
Paula del Prado envejecía lentamente en su
blanca ciudad, dedicada a rezar y cuidar a sus nie¬
tos. Gustábale charlar de tiempos idos y sus evoca¬
ciones terminaban indefectiblemente con el recuerdo
de la jota bailada con Bolívar y la forma en que ob¬
tuvo la libertad de Espartero. Continuaba siendo
muy sensitiva y hasta predijo un desastre. Allá por
el año 68 se dio a decir: «Habrá un gran terremoto...
Se caerá Arequipa... Cuando tiemble la tierra, llé¬
venme al crucero de la calle Pizarro... Allí no me
caerá el sillar encima.» Sus familiares tomaban tales
palabras por desvarios de anciana cuya mente fla¬
quea ya, y no le hacían caso. Dos meses después de
que la señora comenzó a hacer el pronóstico, que
repitió muchas veces, tuvo un cumplimiento trági¬
co. El 13 de agosto del 68 un tremendo terremoto
destruyó casi toda la ciudad y doña Paula salvóse
porque hicieron lo que tenía pedido.
La hoy casi legendaria arequipeña murió en
1880, pocos meses después que el Príncipe de Ver-
gara. La historia no termina aún. Ella dejó sobre la
cómoda de su dormitorio un retrato, en marco de
plata. No era de Bolívar ni de Moens. El retrato era
de Espartero.
Flor de Tara

El General José de La Serna paseábase ese 10


de diciembre de 1824 por la habitación que lo apri¬
sionaba, sufriendo despierto la pesadilla del impe¬
rio perdido. Hasta el día anterior, él había sido vi¬
rrey del Perú. Con los ojos turbios de insomnio y
tristeza, el ceño hundido, asomóse a la ventana. Ese
era el pequeño pueblo de Quinua, situado en la pam¬
pa del mismo nombre, al pie del cerro Condorcunca.
En el centro de la plaza había un árbol y junto al
árbol y más allá, por todos lados, muchos soldados
y algunos caballos. Los soldados llevaban en los raí¬
dos uniformes la marca roja de la batalla y en los
ojos la luminosa de la victoria. Las casas que ro¬
deaban la plaza eran de tejas cárdenas y paredes cali¬
zas. La iglesuca sobresalía con sus torres. Un cielo
de brillante azul andino se combaba cual una redo¬
ma de vidrio sobre el pueblecito y el Condorcunca
y los otros enhiestos cerros. Era sutil y frío el aire
de Quinua, como que está la aldea a más de tres
mil metros de altura. A ratos aún gemía y ululaba
ese aire fino, vuelto viento rasante.
El general vencido no pudo menos que afe¬
rrarse a los barrotes de la ventana. El jefe vencedor,
General Antonio José de Sucre, pasaba frente a él,
cruzando la plaza, la amplia capa ondeada por el
viento, seguido de sus asistentes. Pasó todavía más
96

cerca de la ventana una mocita que observó a La


Serna con ojos atentos y piadosos, pero el ceñudo
no reparó en ella. Tenía la atención concentrada
en quien le infligiera la completa derrota. Sucre ni
siquiera volvió la cara hacia la casa que hacía de
prisión. No por desdén. Quiso ahorrar otra herida
a la susceptibilidad del perdedor. El conturbado sólo
se desprendió de los barrotes cuando el llanamente
marcial Sucre perdióse a lo lejos por una calleja
yendo hacia el lugar de la batalla.
Tornó a pasearse el prisionero. Los centine¬
las le habían contado que aún estaban enterrando
a los muertos. Sucre iba seguramente a inspeccionar
la prolongada tarea. Cierto lado de la pampa Qui-
nua, contiguo al Condorcunca, llamábase Ayacu-
cho, o sea, en quechua, rincón de muertos. Hacía
siglos el inca Viracocha debeló en ese sitio la enor¬
me sublevación de los indios pocras, mediante una
batalla de exterminio. La mortandad dio nombre
al lugar. El Imperio del Tahuantinsuyo se había
afirmado allí. Ahora volvía a ser aquello un «rin¬
cón de muertos». Y se afirmaba la libertad de Amé¬
rica.
Los pasos de La Serna eran rápidos a veces,
de pronto se detenían, otras veces eran como los del
que anda perdido.
El imperio español terminaba —sólo quedá¬
bale las Antillas y las Filipinas— y a él, José de La
Serna, virrey del Perú, le había tocado firmar la ca¬
pitulación. Una capitulación honrosa, tal la propuso
Canterac y aceptó Sucre, añadiendo espontáneamen¬
te muchas cláusulas nobles, pero capitulación al fin.
La Serna blasfemó:«¡Malhaya ese sargento Baraho-
na, del Regimiento Húsares de Junín, que le salvó el
día anterior la vida!» ¿Húsares de Junín? Ahora lo
recordaba. Preguntó a qué debíase el nombre del
regimiento y le dijeron que era porque dio una carga
que determinó la victoria de Junín. ¡Y lo componían
97

peruleros bisoños! Pero ¿debía seguir pensando en


todo eso?
Cuando La Serna se plantó de nuevo junto
a la ventana, oscurecía. Por la plaza y la pampa co¬
menzaban a tremolar las fogatas de los vivaques.
La cumbre del Condorcunca estaba ceñida por un
rojo gorro, último ramalazo del sol poniente. En el
cielo temblaban algunas estrellas. Una gran tristeza
pareció bajar de ese cielo, que sería extranjero, que
lo era ya, y hundiósele pecho adentro. La Serna fue
a sentarse en un rincón, junto a una mesa que allí ha¬
bía. Los guardias lleváronle luz y comida. Esta era
parca, como que en los últimos tiempos no abunda¬
ron las provisiones en el ejército realista y en el
patriota, menos. Con todo y ser parca, la comida
sobró en la mesa de La Serna. Se le volvía ácima
en la boca. La amarillenta vela de sebo tampoco
había de servirle mucho. El virrey sin virreinato la
apagó pronto y tendióse en su lecho de soldado. Oja¬
lá que el sueño lo librara de la pesadilla del imperio
perdido...
Los muertos quedaron al fin enterrados to¬
dos, que fuéronlos a buscar hasta por los desfilade¬
ros y breñales del Condorcunca, guiándose muchas
veces por el vuelo circular de los cóndores.
Había que esperar aún. Los heridos atesta¬
ban las casas del pueblecito de apenas mil habitan¬
tes. Según una cláusula de Sucre, también los rea¬
listas eran atendidos «por cuenta del erario del
Perú hasta que, completamente restablecidos, dispu¬
sieran de sus personas». Jefes, oficiales y soldados
del rey, hablaban bien del comportamiento de los
vencedores. Tres días después de la batalla, el ge¬
neral español Canterac escribió a Bolívar: «Como
amante de la gloria, aunque vencido, no puedo me¬
nos que felicitar a vuecencia por haber terminado su
empresa, en el Perú, con la jornada de Ayacucho.»
Uno que otro herido moría. Uno que otro se incor-
98

poraba y con el brazo en cabestrillo o cojeando pa¬


saba por la plaza de Quinua, tomando el nuevo sol
de la vida ante los ojos del jefe vencido.
La Serna continuaba comiendo mal, dur¬
miendo mal. Con el cuerpo magro y fatigado, la
mente obsesa, pasábase horas asomado a la ventana
y cuando no, deambulaba lentamente por la habita¬
ción. Debía aceptar los hechos, o sea la derrota,
pero militarmente se le antojaba imposible. Sus tro¬
pas estaban en mejor posición, o sea en las inclina¬
das faldas del Condorcunca. Los insurgentes las
treparon. Sus tropas eran superiores en número y
preparación militar. Los insurgentes las arrollaron.
¡General José de La Serna, último virrey del Perú!
No podía consolarse de la pérdida. No podía olvidar
la derrota. No podía creer que el imperio español
terminaba. No podía siquiera dejar de pensar...
Una tarde, cuando más apesadumbrado se
encontraba, la ventana resplandeció. Había allí una
muchacha india trajeada de colores vivos, el liso
rostro de arcilla bruñido por el sol andino, que de
veras es de oro. La mocita fijó en el sombrío general
sus grandes ojos negros, dulces y compasivos, son¬
riente la lozana boca de dientes menudos, tensa la
blusa ahíta de senos. La Serna le habló y ella respon¬
dióle. El hablaba sólo español y ella sólo quechua.
No se entendían las palabras, pero siguieron conver¬
sando. Cuando La Serna preguntóle cómo se llama¬
ba, acaso porque ella presumiera que lo hacía así o
pudiese entender la tan acostumbrada pregunta, res¬
pondió: Pallchamascachitica. La Serna creyó que
esa palabra, que tomó por varias, no podía ser nom¬
bre y siguió preguntando lo mismo. La muchacha
repitió varias veces: Pallchamascachitica. Pallcha¬
mascachitica. Entre tanto, el hombre turbado había
ido desarrugando el ceño. Una como sonrisa disten¬
día sus pálidos labios. Hermosa era la mocita, tenía
la frescura de la adolescencia y sus palabras, dichas
99

en un idioma rumorosamente extraño, sonaban a


bondad. Palpitábanle los senos bajo la blusa y sobre
ellos resbalaban las vetas negras de las trenzas. El
rebozo morado parecía un quinual de los que cre¬
cían en la cercana pampa. La pollera roja ostentaba
geométricos dibujos de flores y animales. La Serna
había visto a lo largo de la morosa campaña de los
Andes innumerables muchachas indias, pero hubié-
rase creído que recién las descubría a juzgar por su
actitud de atención. Ambos continuaban en la par¬
la sin comprender las palabras y, sin embargo, en¬
tendiendo.
La vida de la mocita había sido sencilla
como la de su aldea. Era de allí, de Quinua, y creció
retozando por la pampa, retaceada de oscuros sem¬
bríos de papa, de morada quinua (cereal que los
españoles nunca se acostumbraron del todo a co¬
mer), de maizales rumorosos, de cebadales y trigales
ondulantes. Ella y sus padres no tenían muchos bie¬
nes, salvo una casa de piedra y paja, alguna tierra
de siembra y unas llamas y una vaca que pastaban
en la pampa, y la muchacha, cuando era menester,
encerraba en el corral situado junto a su humilde
morada.
Como recién comenzaba a asomarse a la
vida de los mayores y hablaba sólo quechua, Pall-
chamascachitica sabía poco de la guerra. Además,
la guerra estuvo siempre lejos. De pronto llegó a
Quinua y todos los vecinos vieron cómo los ejércitos
se enfrentaron cautelosamente y luego pelearon fu¬
riosamente. Vieron perder y ganar entre detonacio¬
nes, nubes de pólvora y lanzas y sables ensangrenta¬
dos. Después el pueblecito y la pampa se atiborraron
de tropas calmas. Sobre la llanura, las carpas eran
como un nuevo caserío.
La muchacha advirtió al preso pronto y vien¬
do que pasaban los días y éste no mudaba de condi¬
ción y parecía sufrir duro quebranto, se acercó a
100

verlo. No la guió otro impulso que el de su corazón


bondadoso. Acaso podría ayudar al desgraciado pri¬
sionero. Por eso continuaban conversando en que¬
chua y español, y de las palabras pasaron a las señas
y todo ello era para La Serna un regalo.
Transcurrido un momento, la mocita dio a
entender que se iba y se fue realmente, casi corrien¬
do, entre los requiebros de los soldados junto a los
cuales pasaba. Desapareció por una bocacalle, rebo¬
zo y polleras al viento, como una fuga de colores.
La Serna tornó a pasearse, pero con mejor
ánimo, aunque ignoraba si la muchacha, después
de la insólita conversación, regresaría o no. Por las
señas que ella hizo, creía entender que iba a regre¬
sar. Pero su manera de alejarse, ¿no tenía algo de
huida? Aunque bien pudiera ser que su prisa sólo
tuviese por objeto retornar más pronto. A La Serna
custodiábanlo varios centinelas, con bayoneta cala¬
da, según la ordenanza militar, pero con muy servi¬
cial disposición, según ordenanza de Sucre. Pen¬
sando que algunos de ellos sabrían quizás quechua,
La Serna estuvo tentado de preguntarles por cuanto
había dicho la mocita. Predominó su orgullo de ge¬
neral y de vencido y no lo hizo.
Resolvió aguardar, y mientras esperaba dio
muchas vueltas por la habitación y se asomó varias
veces a la ventana. Comenzó a atardecer de nuevo
y he allí que cuando ya comenzaba a pensar que
acaso la muchacha no volvería, ella surgió junto a
la ventana. En una mano portaba un vaso de leche
fresca y en la otra una rama de árbol florecida. Hizo
pasar los obsequios entre los barrotes, el general los
recibió y la muchacha, con señas que él entendió
poco y palabras que entendió menos, púsose a darle
explicaciones acerca de la rama florecida. Las flores
eran rosadas y aparentemente no sólo por ser flo¬
res se las obsequiaba la mocita. Agradecióle todo La
Serna lo mejor que pudo, y ella sonrió viendo que
101

el abatido sonreía también. La muchacha se fue en¬


tonces en la misma forma que antes y La Serna es¬
tuvo contemplándola hasta que se perdió, ahora en
las sombras de la noche que ya llegaba.
El prisionero dejó la coposa rama florida
sobre la mesa y se puso a beber la leche. Estaba tibia
aún, recién ordeñada, y era grato su sabor. Sabía
también a ternura. Los centinelas entraron llevándo¬
le la comida e hicieron luz. La Serna terminaba su
vaso de leche. Viendo de nuevo la rama florida, no
pudo contenerse más y preguntó.
—Ella se llama Pallchamascachitica —dijo
un broncíneo soldado que entendía el quechua.
A nuevas preguntas de La Serna, añadió:
—Y estas flores, señor general, son flores de
tara. Es un árbol. Oler la flor de tara, aspirar su
aroma, señor, da buen ánimo. Es lo que dicen por
el campo. Igual dicen que cuando uno duerme bajo
las ramas del árbol florido, despierta olvidado de
sus penas.
El general se hizo repetir el nombre de la
muchacha y lo apuntó lentamente, guardándose el
papel en un bolsillo de la casaca. A una nueva pre¬
gunta, afirmó el soldado:
—No dijo que la hubiera mandado nadie,
señor general. Por lo que oí, ella vino de buena que
es y nada más, señor.
El prisionero despidió a los centinelas con
un gesto de la mano. El grato aroma de la rama flo¬
rida crecía en la noche.
—¡Flor de tara! —musitó.
Contemplando el vaso y las flores y recor¬
dando a la muchacha, estuvo largo rato. Comió de
las viandas otrora desdeñadas como si ella hubiera
estado presente, invitándoselas, y luego tornó a con¬
templar y recordar. No pensaba ya en la derrota.
Pallchamascachitica regresó día a día, lle¬
vando cada vez el vaso de leche y la rama florida y
102

sus dulces palabras y su tersa belleza. Cuando se


marchaba, después de esas conversaciones con ba¬
rrotes medianeros y en las que sólo había sonidos
de palabras y gestos, el general La Serna quedábase
saboreando la leche tibia y aspirando, como un ho¬
menaje a la bondad, el rural aroma de la flor. De
no poder repetir el complicado nombre de la mucha¬
cha, le había puesto Flor de Tara.
Las tropas se pusieron en marcha hacia la
costa. Ayacucho quedaba como una nueva voz de
libertad en la historia del mundo, fosé de La Serna
y todos sus generales fueron embarcados.

Ya en España, el último virrey del Perú solía


rememorar el hermoso episodio de su etapa de gene¬
ral derrotado y prisionero. Entonces musitaba un
nombre: Flor de Tara, con el acento de quien aca¬
ricia un recuerdo.
Los últimos corsarios
de Isla de Pinos

Corre el mes de diciembre de 1826. Una ma¬


ñana de sol claro, dos afanosos funcionarios reales
—jadeantes los pechos, porfiados los pies— llegan
a la cumbre de la Daguilla, solitaria montaña ergui¬
da al nordeste de Isla de Pinos. Son el médico fran¬
cés Joseph Labadie y el comandante español Cle¬
mente Delgado y España. Callan de asombrada emo¬
ción. De norte a sur y de este a oeste la naturaleza
juega dando color como un pintor con su paleta en
un vasto y complejo mundo de miles de cayos, cur¬
vas montañas, sabanas anchurosas, bosques densos,
ríos que esplenden bajo el sol, arenales batidos por
las incesantes franjas del mar. He ahí grandes mon¬
tañas de nítido mármol y la playa de Bibijagua,
original mancha de arenas negras. Saltando sobre las
azulencas sierras de la Cañada, hacia el sur, las mi¬
radas se pierden en un océano de cobalto luminoso.
Por el costado opuesto, más allá de los archipiéla¬
gos de los Canarreos, batiendo los cuales el mar
vuélvese verdor, alcanzan a columbrar la costa sur
de la Isla de Cuba. Son blancuzcos los mares de la
Ciénaga de Zapata, por donde antaño avanzaran,
con atenta cautela descubridora, las naos de Colón.
Después de más de tres siglos de descubierta, la tie¬
rra pinera preséntase todavía como nueva. Se distin¬
guen muy pocos bohíos y los espacios sembrados son
104

como leves pinceladas, por poco imperceptibles, en


medio de la áspera inmensidad silvestre.
Delgado y Labadie están mirando panorámi¬
camente lo que durante semanas han medido cada
día. Acaban de coronar no tan sólo la cima de la
Daguilla, sino una empresa histórica para Isla de
Pinos: el levantamiento del primer plano topográ¬
fico de la misma. Los entusiasmados funcionarios
quieren dejar constancia de su labor en la propia
cumbre pinera. Ocurre entonces una interesante ce¬
remonia. ¿No se lanzas botellas al mar en horas
desesperadas? Pues que, también con papel impor¬
tante, las conserve la tierra en horas afirmativas. Es
así como ellos firman un documento que guardan en
una caneca a la que sellan y colocan en la oquedad
de una corpulenta guásima que crece en la cumbre
de la Daguilla. Para más señas, Labadie labra
hondo en el tronco del árbol los nombres de Fernan¬
do VII, S. M. la reina Amalia y su legítimo repre¬
sentante, Dionisio Francisco Vives, Capitán Gene¬
ral de la siempre fiel Isla de Cuba.
Al descender Labadie y Delgado de la Da-
guilla dejando atrás su caneca también quedaba
atrás toda una etapa de la azarosa vida de Isla de
Pinos. Ese era, según Ramírez Corría, «el primer do¬
cumento de la colonia administrativa, el punto y
aparte de una parrafada histórica en el romancero
pirata». Con todo, tan intensa fue la época bucane¬
ra y corsaria que aun ahora, a más de un siglo de le¬
janía en el tiempo, Isla de Pinos la recuerda.
La original música llamada sucu-sucu fue
traída por los piratas del Mediterráneo, que en tiem¬
pos viejos recalaban en Isla de Pinos durante sus
correrías por el Mar Caribe. De pronto, en las ca¬
vernas o en las playas se encendía en la noche la
brasa de una hoguera y en torno a su cárdeno res¬
plandor los piratas barbudos, relumbrando de oro y
plata en hebillas, brazaletes y orejeras, cantaban y
105

bailaban frenéticamente esa música que hoy se llama


sucu-sucu. Los piratas se fueron. El sucu-sucu se
quedó. Su ritmo fuerte e intenso fue luego recogido
por los compositores populares, algunos tan destaca¬
dos como Elíseo Grenet. Es la música típica de Isla
de Pinos.
Por toda la comarca pinera ruedan, además,
historias y leyendas sobre tesoros enterrados por los
bucaneros o yacentes en el fondo del mar al hundir¬
se los galeones. Se sabe de cierto que un galeón su¬
mergióse, repleto de riquezas procedente de la cate¬
dral de Mérida, a la altura del Cabo San Antonio.
Hasta hoy nada han conseguido quienes se dieron a
buscar ese gran cargamento de plata y oro, evalua¬
do en cuarenta millones de dólares, que guardan
desde hace ya varias centurias las oscuras simas
del mar.
Y hay algo fundamental vinculando los lan¬
ces de piratería y corso con Isla de Pinos: su mismo
mantenimiento como parte de Cuba. Desde los más
antiguos tiempos de la administración colonial esa
isla vivió poco menos que entregada a su suerte,
que era la que podían depararle cuantos la pobla¬
ban. Las adecuadas condiciones de vegetación le hi¬
cieron ir adquiriendo riqueza ganadera, fuera de la
natural pesquera que siempre ha tenido. Los habi¬
tantes, que lograban vivir alimentándose principal¬
mente de leche, carne de cerdo y vaca, pescado y
aves, apenas sembraban y hallábanse muy atarea¬
dos en defenderse de los asaltos de los piratas, que
inclusive lo eran de pronto los cazadores de tortu¬
gas procedentes de Jamaica y el Caimán. Estos cor¬
sarios de ocasión arremetían contra Isla de Pinos
para robar ganados y esclavos. Armados de trabu¬
cos y empleando en el combate hasta los arpones
usados en su cotidiano oficio de buscadores de ca¬
rey, formaban pandillas tan peligrosas como tenaces.
La gente pinera tampoco era manca. Fuera de que
106

los colonos se endurecieron dentro de esa brava


existencia, contaban con la ayuda de oscuros corsa¬
rios, piratas, contrabandistas y prófugos. Uno de los
más antiguos asientos del interior de Isla de Pinos
se llama Hospital. Debe su nombre a que los heridos
en las refriegas a favor o en contra de los piratas
que pululaban por las costas y mares aledaños te¬
nían en Hospital un seguro lugar de refugio y con¬
valecencia. En 1765 el Conde de Riela hizo de Isla
de Pinos partido judicial rural y estableció los car¬
gos de ]uez pedáneo y Capitán a guerra, nombrando
para desempeñar ambos a una sola persona. Hasta
ahora no está muy poblada la isla y en aquellos
tiempos los colonos apenas alcanzaban a ser unos
cuantos centenares. Resulta evidente que no sobra¬
ba la gente que pudiera hacer de autoridad. Alguna
vez se dio una batida contra los que un informante
colonial llamara «polillas del estado», pero tales
gentes jugaron, en medio de todo, un papel decisi¬
vo en el destino histórico de su isla. Oponiéndose
tenazmente a los asaltos de piratas grandes y peque¬
ños, fueron causa, entre otras, de que no cayera en
manos de los ingleses. El hecho no es de extrañar.
Ha sido más bien propio de la gesta de los pueblos.
En la tercera década del siglo XIX todavía
izaba velas corsarias una flotilla pinera que estaba
al mando de José Ribes y Andrés González. Al pri¬
mero se le llamaba Pepe el Mallorquín, esto último
debido a su origen. Quien de niño había adquirido
en las Islas Baleares el gusto por la aventura mari¬
na, tenía domicilio conocido en Santa Fe, donde
habíase unido sin más ligazón que la del amor a
Rosa Vinageras, perteneciente a una familia de co¬
lonos del lugar. Fuera de allí frecuentaba más el
mar y los ríos y cayos isleños, donde solía guarecer¬
se con su banda. Andrés González era un pescador
oriundo de Batabanó, que, establecido en Isla de
Pinos y cansado de sufrir los ataques de jamaiqui-
107

nos y caimaneros, acompañó al Mallorquín encabe¬


zando las últimas jornadas corsarias en la batalla
que, con diferentes alternativas, había durado si¬
glos. La flotilla fue aprestada con la adhesión entu¬
siasta de los colonos y la autorización del Juez
pedáneo Capitán a guerra, aunque otra cosa se dije¬
ra más tarde para consumo diplomático. A la goleta
que hacía de nave capitana, de «nave almirante»,
púsosele por nombre «La Barca», así por antonoma¬
sia, pues dirigía a un puñado de desmedrados bar-
quichuelos de toda pinta, más abarrotados de coraje
que de hombres y armas.
El resultado fue que los piratas jamaiquinos
y caimaneros no volvieron a pisar arena de las pla¬
yas de Isla de Pinos, que inclusive se los barrió de
los mares circundantes dejando vasto espacio de
trabajo a los pescadores pineros y que luego la gente
de «La Barca» y compañía tomó la ofensiva, corso
adelante, con júbilo y provecho de la comunidad
que los prohijaba, la cual beneficiábase al disfrutar
de más espacio marino, de seguridad para sus vidas
y ganado y del producto de los atracos. Pepe el Ma¬
llorquín y Andrés González dieron tan recios y re¬
pentinos golpes a las embarcaciones inglesas, que
el Gobierno de Su Majestad Británica hubo de inter¬
venir, protestando ante el de España, bajo amenaza
de ocupar militarmente Isla de Pinos si no cesaba
la acción de los llamados piratas. La prensa de la
época, cubana y extranjera, alborotó a su gusto.
La ironía mayor fue que los comerciantes de La Ha¬
bana suscribieron un memorial pidiendo que se ayu¬
dara a las naves inglesas que resolvieron entrar en
campaña contra los corsarios. Para apreciar mejor
el caso, debe considerarse que estaba en vigencia el
Tratado de Amiens, entre España e Inglaterra. No
se lo había cumplido bien por ambas partes, pero
España necesitaba aligerarse de problemas menores
para confrontar el magno de la cada vez más inmi-
108

nenie pérdida total de América del Sur. Fue así


como, con aprobación de las autoridades de La Ha¬
bana, los marinos británicos Drake y Wallis (es de
suponer que este Drake trataría de no recordar los
hechos de su tocayo corsario) zarparon en busca de
Pepe el Mallorquín y Andrés González.
Capitaneando varias goletas bien armadas
de cañones y nutridas de tripulación igualmente
bien provista de arcabuces y espadas, estuvieron va¬
rios días dando vueltas por las costas de Isla de
Pinos. Fuertes y veloces eran las goletas. Expertos
los jefes. Aguerrida la tripulación, preparada ade¬
más con mucho trainmg. Tal armada tenía algo de
la bravucona suficiencia de la jauría que se apresta
a rodear y despedazar a una liebre coja. Cuando
las desmedradas embarcaciones guiadas por «La
Barca» estuvieron a la vista, los ingleses lanzáronse
sobre ellas con una decisión que habría enorgulleci¬
do a Nelson. No estaban en Trafalgar. Pepe el Ma¬
llorquín y Andrés González habían hecho su pro¬
pio y muy criollo plan. Ya que no podían competir
en naves y pertrechos, sacarían ventaja de su mayor
conocimiento del medio de operaciones. Fingiendo
huir a toda vela, atrajeron a los ingleses al delta del
río Júcaro. Estos, prosiguiendo lo que ya se les an¬
tojaba una simple persecución cuyo lógico final ten¬
dría que ser la aniquilación de los corsarios, no ad¬
virtieron que la zona era peligrosa a causa de los
bajíos. Delta arriba, las más de sus embarcaciones
se encallaron y las tripulaciones fueron masacradas.
¡Pepe el Mallorquín y Andrés González cantaron
victoria! ¡Cantó victoria Isla de Pinos! No conta¬
ban con la tenacidad y el método de los ingleses,
que en todo tiempo les ha hecho sobrellevar la de¬
rrota con serenidad y volver a la carga mejor pre¬
parados.
Todo un año tomó a los británicos el lanzar
una nueva expedición. Fueron esa vez con embar-
109

caciones de poco calado y prácticos en la navegación


de los ríos y cayos pineros. Pepe el Mallorquín y
Andrés González internáronse entonces por el río
Malpaís. De nada les valió la treta ya. Perseguidos
con eficacia, toda la flotilla fue reciamente cañonea¬
da. Los barquichuelos se hundieron. «La Barca» que¬
dó inutilizada, pues, haciendo agua, tocó fondo y
se inmovilizó. Como los corsarios lograron ganar
la orilla, los ingleses los siguieron, entablándose
primero entre los manglares del río Malpaís y luego
tierra adentro, un reñido combate en el cual los
primeros querían reemplazar con valor su inferio¬
ridad en equipo y preparación militares. Pepe el
Mallorquín disparó tantas veces su trabuco que éste
acabó por estallar, volándole una mano. Sin otra
arma que usar y sangrando a chorros, ligándose mal
que bien el muñón por el cual se le iba la vida, optó
por encaminarse a Santa Fe, que era entonces un ca¬
serío al cual logró llegar tambaleándose. Allí murió
en brazos de Rosa Vinageras y rodeado de sus hijos.
Andrés González, con los restos de sus des¬
hechas huestes, desapareció en la noche. El pesca¬
dor de Batabanó reintegróse en adelante a la vida
pacífica y tanto él como su descendencia y la del
Mallorquín recibieron «tierras de cultivo» para que
las disfrutaran en pleno y absoluto dominio en la
colonia Reina Amalia.
Tales fueron los hechos de los últimos cor¬
sarios de Isla de Pinos cuyos nombres apunta la
historia. Cayeron batidos en 1823. Exactamente tres
años más tarde, Labadie y Delgado, representando
a una administración más preocupada, dejaban la
caneca atestiguadora en la guásima. Cosa de adver¬
tir: no se ha encontrado hasta hoy tal caneca, acaso
porque nadie la fue a buscar. Si uno de los tantos
incendios que han azotado a Isla de Pinos no aca¬
bó con la guásima, esa suerte de antítesis de la «bote¬
lla al mar» debe encontrarse aún allí en espera de
110

la mano escudriñadora que la recoja. Como para dar


visible testimonio de los tiempos cruciales, queda
gran parte de «La Barca». Zozobró en la boca del
río Malpaís, pero, a través de los años, la corriente
ha ido empujándola hasta la orilla noroeste. Allí
puede vérsela todavía, señera, levantando su altiva
estructura entre una invasión de mangles, reacia a
irse en más de un siglo...
Los principales datos de esta narración figu¬
ran en un capítulo de la muy interesante historia
de Isla de Pinos escrita por el doctor Filiberto Ra¬
mírez Corría. Tan distinguido profesional y entu¬
siasta pionero de dicha Isla, ha tenido la gentileza
de proporcionarme el manuscrito, cosa que me com¬
place agradecerle.
El ferrocarril más alto del mundo

Cierto día de 1832, un joven de veinte años


nacido en los bosques de Catskills, decidió abando¬
narlos y marcharse a Nueva York. Llegó a esta ciu¬
dad navegando a lo largo del río Hudson, en una
balsa de madera que había construido con sus pro¬
pias manos. La urbe creciente lo absorbió de igual
modo que a los miles de hombres que llegaban a
ella en ese tiempo. Y nadie habría podido imaginar
que el joven balsero iba a convertirse, con los años,
en el constructor del ferrocarril más alto del mun¬
do. Pero antes de domar la abrupta naturaleza de
los Andes peruanos, tendiendo dos paralelas de hie¬
rro que atraviesan treinta y dos túneles y puentes
que parecen prendidos de las nubes, tuvo que pasar
por muchos éxitos y fracasos e inclusive llegó a ser
un fugitivo de la justicia.
Se llamaba Henry Meiggs. En Nueva York
inició un negocio de maderas y, a la edad de veinti¬
cuatro años, ya se había destacado en ese campo y
adquirido una regular fortuna. Así en 1837 una cri¬
sis financiera lo arruinó. Si descontamos el viaje en
balsa, Meiggs iba a probar por primera vez su fibra:
consiguió rehacerse. Pero en 1842 otro pánico fi¬
nanciero lo quebró de nuevo. Jamás la lucha fue
cosa a la que Meiggs temiera y, aun en los peores
días, la sonrisa no faltó de sus labios. Volvió a le-
112

yantar su negocio de maderas y hasta añadió un


poco de música al asunto. Esta no es una manera
de decir. Por aquel tiempo organizó una sociedad
musical y financió conciertos gratuitos en Battery
Place. Fue el primer promotor de conciertos al aire
libre en los Estados Unidos.
En 1848 se descubrió el oro de California y
Meiggs fue también atraído por el brillo deslumbra¬
dor de la riqueza. Como tenía talento comercial, de¬
bía tomar su parte de un modo menos simple que
removiendo y lavando las arenas. Abarrotó de ma¬
dera un pequeño barco y, viajando alrededor del
Cabo de Hornos, llegó a San Francisco en 1849. La
venta fue rápida y la ganancia cuantiosa: cincuenta
mil dólares.
Contra lo que hubiera podido esperarse,
Meiggs no se dedicó a trabajar por su cuenta de in¬
mediato. Quería conocer los negocios desde su base
y entró a trabajar como simple operario en un ase¬
rradero, no sin que su habilidad para coger los
dólares que andaban sueltos le hiciera instalar un
negocio de lavado. En medio del torrente de oro,
costaba ocho dólares el lavado de una docena de
camisas y quienes no deseaban pagar tal precio, te¬
nían que mandar su ropa sucia a China, en viaje de
ida y vuelta. Meiggs se compró un barril de manteca
y lo hizo partir en dos —todo lo cual le costó la
elevada suma de dieciséis dólares— y estableció una
lavandería asociando a su empresa a una amazona
australiana y sus dos hijas. Siendo tan hábil para
hacer dinero como generoso, después de algún tiem¬
po, al fundar un aserradero y un almacén de ma¬
deras, regaló el negocio de lavandería a sus socias.
Ellas tuvieron bastante quehacer con la terrosa
ropa de los pródigos mineros enriquecidos y retor¬
naron a Australia llevando ahorros que ascendían a
veinticinco mil dólares.
Por su lado, Meiggs siguió prosperando. Ad-
113

quirió un bosque en el pueblo de Mendocino y dio


trabajo a quinientos hombres. El negocio creció
hasta que tuvo necesidad de doce aserraderos y de
muchos pequeños barcos y chalupas para acarrear
la madera. Su fortuna pasaba ya de quinientos mil
dólares. Construyó hoteles y entró en negocios de
casas y propiedades. Su gusto por la música conti¬
nuaba latente y llevó a San Francisco a los mejores
artistas. Combinando la audacia con la honestidad
en ese tiempo de grandes especulaciones, ganóse un
apodo poco frecuente. Se le llamaba «el honrado
Henry Meiggs». Llegó a ser regidor y teniendo mu¬
chos amigos, tanto entre los pobres como entre los
ricos, disfrutaba de una gran importancia social en
San Francisco.
Muy pronto, sin embargo, habría de ser per¬
seguido como un criminal. El había invertido su di¬
nero en tierras y casas, y esperando que el valor de
las propiedades subiera, pidió dinero a crédito. En¬
tonces comenzaron a dibujarse las señales de la
crisis económica que fue el resultado de la fiebre
del oro. Nadie compraba. Usureros prestamistas
explotaban a Meiggs cobrándole hasta el 10 por
100 mensual y él, aquí y allá, se iba entrampando
cada vez más. Llegó a deber más de 750.000 dóla¬
res y no había podido vender nada. Entonces enten¬
dió claramente que el día de su ruina estaba próxi¬
mo. Podía quedarse en San Francisco e ir a la cárcel
o fugar para rehacerse y pagar más tarde. Se deci¬
dió por fugar. Compró el pequeño yate «América»,
lo abasteció de alimentos, contrató una tripulación
y por último se embarcó acompañado de su mujer,
sus tres hijos y su hermano John, diciendo a sus
amigos que iba a tomarse unas vacaciones. Esto
ocurría el 3 de octubre de 1854. Algunos acreedo¬
res sospecharon, sin embargo, y, puestos al habla
todos, vinieron a descubrir la quiebra de Meiggs.
Mientras tanto, la falta de viento había impedido
114

que el «América» se alejara y los fugitivos perma¬


necían en las afueras del puerto, envueltos en la
célebre niebla de San Francisco. Cuando ésta des¬
apareció por un momento, el yate fue descubierto
y los acreedores salieron en su persecución, muy
bien provistos de armas, en un vapor de dos ruedas.
Hubo un momento en que Meiggs vio llegar el fin
y se encontraba ya despidiéndose de sus familiares
cuando su buena estrella brilló una vez más. Una
de las ruedas del vapor se rompió y, mientras era
arreglada, sopló el viento. El yate «América» se
perdió en el horizonte...
Detúvose en Tahití y después en las islas Tit-
cairn, pero pronto se dio cuenta de que en esas tie¬
rras de ensueño no había lugar para su espíritu de
empresa, y puso proa hacia el continente. Llegó a
Talcahuano, después de seis meses de navegación,
con las provisiones y el dinero exhaustos y la tripu¬
lación amotinada. Calmó a ésta dándole el barco en
pago y él puso el pie en tierra chilena encontrándose
tan pobre como cuando llegó a Nueva York en
balsa.
No tenía con qué alimentar a su familia ni
sabía el español. Entró a trabajar de peón en una
de las pequeñas vías de ferrocarril que estaban cons¬
truyéndose en el valle central de Chile. Como en
San Francisco, esto le permitiría también conocer el
trabajo a fondo. Iba a decir adiós al negocio de ma¬
deras que tan ligado estaba a su vida, para dedicar¬
se al de los ferrocarriles en el cual, años más tarde,
se deslizó como sobre rieles. Pero la iniciación fue
difícil. Durante mucho tiempo supo lo que era traba¬
jar de sol a sol sintiendo que el polvo se volvía
barro sobre su cuerpo sudoroso. Como peón apren¬
dió el español, se dio perfecta cuenta de los proble¬
mas ferroviarios que confrontaba Chile y, lo que era
más importante todavía, aprendió a conocer al pue¬
blo. Este conocimiento del hombre del pueblo lati-
115

noamericano, que le proporcionó la necesaria habi¬


lidad para tratarlo, fue parte importante de su éxito.
De peón ascendió a contratista de pequeños tramos
y se instaló en la ciudad de Concepción.
Pero sus dificultades con los norteamerica¬
nos estaban lejos de terminar.
San Francisco le había seguido la pista. El
gobernador de California, Bigler, pidió su extradi¬
ción y ella fue demandada ante el Ministro de Rela¬
ciones Exteriores de Chile, Antonio Varas, por el
Ministro norteamericano Starkweather el año 1855.
No había tratado de extradición en ese entonces
y el ministro Varas la concedió considerando la «se¬
riedad del crimen», cosa que fue aprobada por la
Corte Suprema. Cuando algunos hombres desem¬
barcaron en Talcahuano y Concepción para arrestar
a Meiggs, éste había desaparecido. Seguía siendo un
fugitivo de la justicia.
Es así como, después de triunfar en Chile
como constructor, no sin sufrir primero persecucio¬
nes y aun ser fugitivo, vino finalmente al Perú, lla¬
mado por el Gobierno.

Henry Meiggs y la épica del ferrocarril


a La Oroyu

En la nueva oportunidad no tuvo que co¬


menzar de peón, como ya lo hiciera en San Fran¬
cisco para adquirir experiencia y en Talcahuano
por necesidad de la que sacó también experiencia.
Conocía la tela que iba a cortar y era rico y famoso.
Comenzó por lo alto. Y lo hizo dando un fastuoso
banquete a las ochocientas personas que consideró
de más alto rango en el Perú, y al día siguiente, por
si alguna se le hubiese escapado, puso un anuncio
en los diarios pidiendo disculpa a quienes no reci-
116

bieron invitación «por falta involuntaria de los em¬


pleados a quienes encargó el envío».
Meiggs estaba fascinado por la construcción
del ferrocarril a La Oroya, empresa que era consi¬
derada casi imposible, pero el presidente Canseco
favoreció, en primer término, la construcción del fe¬
rrocarril del Sur. Este sale del puerto de Moliendo
y escala los Andes para llegar a Arequipa —la se¬
gunda ciudad del Perú— y de allí sigue, cruzando
mesetas y riscos, hasta Puno, a orillas del lago Titica¬
ca. Bolivia también resultó beneficiada con la cons¬
trucción de tal obra. El lago Titicaca, que hasta ese
tiempo era navegado sólo en cortas distancias por
balsas de totora, pudo contar entonces con navega¬
ción a vapor. Meiggs importó de Escocia un barco
que fue desarmado en Moliendo y rearmado en
Puno, navegando luego a 12.000 pies de altura entre
este lugar y Guaqui, el puerto boliviano del lago.
Desde allí, un ferrocarril lleva a la ciudad de La
Paz en cuatro horas. Actualmente, nuevos barcos
cruzan el lago en una noche y hay una comunicación
continua, aunque la mayoría de quienes disfrutan
de tal ventaja, sin duda no la relacionan con el nom¬
bre de Meiggs. El dura en la historia, principalmen¬
te, por lo que en su tiempo se motejó de «ferroca¬
rril a la Luna». Pero antes debemos decir que, du¬
rante los ocho años que Meiggs estuvo en el Perú,
no sólo construyó el singular ferrocarril, sino diez
en total. Los otros comunican a los puertos impor¬
tantes con las ciudades del interior de la región de
la costa peruana. En suma, fueron 800 millas de
ferrocarril a un costo de 123.000.000 de soles, que
en ese tiempo estaban a la par del dólar.
La Oroya queda a 135 millas y media del
Callao y a 12.178 pies de altura sobre el nivel del
mar. La región es una de las más quebradas y aris¬
cas del mundo, pudiéndosela comparar solamente
con el Tibet, y también una de las más ricas. La
117

construcción de la vía férrea debía dar fácil salida


a los minerales de Cerro de Pasco, montaña pródi¬
ga en plata y cobre que ha sido explotada desde
los días de la colonia. Antes de que Meiggs llegara,
se habían llevado a cabo muchas investigaciones en
torno a la posible obra, pero nadie había puesto
mano en ella. La opinión corriente la consideraba
irrealizable y únicamente el prestigio de Meiggs im¬
pedía que el hombre de la calle lo tuviera por loco.
Por decirle algo se le llamó «brujo», lo que, dado
el caso, entrañaba una buena dosis de admiración,
pero la presunta vía recibió el mote de «ferrocarril a
la Luna» no solamente por la altura hacia la cual
debía ir, sino porque se pensaba que cuantos la pro¬
pugnaban estaban perdiéndose quizá en una región
de vagos sueños.
Meiggs conocía sus propios asuntos. Reci¬
bió un adelanto de dos millones de soles en efecti¬
vo y se puso manos a la obra. Diez mil obreros, for¬
mando largas y espaciadas hileras, comenzaron a
bregar, pendiente arriba, haciendo fulgurar al sol
las piquetas y los taladros y rompiendo el silencio
milenario de las montañas con el estruendo de los
tiros de dinamita. De esos diez mil, la mitad estaba
compuesta por chinos que placían a Meiggs debido
a que no se emborrachaban, y la otra mitad por pe¬
ruanos y chilenos. Estos se apresuraron a acudir al
llamado del hombre que, años antes, les había eleva¬
do el salario y tratado bien. Mas cuando comenza¬
ron a alcanzarse grandes alturas, hubo que emplear
solamente indios habituados al aire enrarecido. Mu¬
chos de los materiales de construcción debían ser
conducidos en llamas o sobre los hombros huma¬
nos por desfiladeros de vértigo. Meiggs había dicho
antes de dar principio a la obra: «A donde una
llama pueda ir, yo puedo ir.» Claro que al decir
«yo» no se refería a sí mismo únicamente, sino a
esos diez mil hombres a quienes había comunicado
118

su indomable energía. A menudo, los trabajadores


tuvieron que ser sostenidos sobre las pendientes por
medio de cordeles hasta que pudieran abrir un hue¬
co para afirmar el pie y otras, ni eso. Permanecían
sobre el abismo, a modo de péndulos, hasta barre¬
nar la roca y meter la dinamita que debía hacerla
volar.
136 millas y media no son mucho y si se las
considera en términos corrientes, pero sí lo son
cuando a través de esa distancia ha de tenderse una
línea de ferrocarril que trepa montañas que se lan¬
zan hacia el cielo formando profundas encañadas,
en muchas de las cuales se ve el sol a las doce del
día.
El trazo, que mantiene un declive de 4 por
100, comienza en las riberas del Rímac —el famoso
río que pasa por Lima— y sigue su curso hacia arri¬
ba, cruzándolo y recruzándolo repetidas veces hasta
alcanzar las gargantas de los Andes. El problema
de ganar altura ha sido resuelto, en muchas ocasio¬
nes, por medio de zigzags en los cuales el tren se
mueve alternativamente hacia adelante y atrás. Un
convoy es así una especie de lanzadera de los An¬
des. Los picachos obstructores fueron perforados
con túneles que, en algunos casos, describen una es¬
piral dentro de las mismas montañas. Los barrancos
fueron cruzados con esbeltos puentes de acero y un
río tuvo que ceder su cauce al ferrocarril, después
de que se lo arrojó hacia otro lado, horadando una
montaña. Muchos riscos tienen, desde sus bases in¬
mediatas, hasta dos mil pies de altura y una vez
hubo que hacer pasar a los trabajadores, sobre cuer¬
das de alambre, por encima de uno de esos abismos.
Lima queda a 448 pies sobre el nivel del
mar y a 39 millas de la ciudad, o sea en San Barto¬
lomé, la altura es ya de 4.910 pies sobre el Pacífico,
lo que constituye un extraordinario ascenso dentro
de esa distancia. El ferrocarril, sin embargo, trepa-
119

ba con la misma audacia que las montañas. Y así


continuó avanzando, tramo a tramo, hasta cruzar
el desfiladero de Verrugas con un puente que, en
los tiempos de Meiggs, era el más alto del mundo.
No en balde dijo, cuando las dificultades crecían a
su paso: «Construiré el ferrocarril, aunque tenga
que suspenderlo por medio de globos.» El ferroca¬
rril a La Oroya continuó elevándose frente a picos
nevados de dieciséis mil pies. Entre Tambo de Viso
y El Infiernillo hay sólo una distancia de diez mi¬
llas y media y el terraplén asciende 1.153 pies. La
región llamada Infiernillo tiene tal nombre porque
es un pequeño Infierno donde los picachos que bor¬
dean el Rimac se elevan y arriscan tanto que el sol
apenas llega al lecho del río. El puente que cruza
esos riscos desaparece entrando en la oscura boca
de un túnel cavado en media peña. Saliendo de él, la
ascensión prosigue. Las faldas de las montañas es¬
tán cortadas por paralelas de hierro que, de pronto,
se dedican a rodearlas dando vueltas audaces. Ya
están allí por fin, según se ve, las cimas de los An¬
des. El túnel de La Galera tiene 3.848 pies de exten¬
sión y penetra en la tierra por una ondulación situa¬
da entre el Monte «Meiggs» (17.500 pies sobre el
nivel del mar) y dos picachos gigantescos que hay a
su izquierda. Ese túnel queda a 104 millas y media
del Callao y a 15.645 pies sobre el nivel del mar,
es decir, una altura que es inferior sólo en 136 pies
a la cima del Monte Blanco, la montaña más alta
de Europa.
Cuando Meiggs murió el 30 de septiembre
de 1877, víctima de un ataque al corazón, casi todo
el ferrocarril a La Oroya, que también se llamaba
Ferrocarril Central del Perú, estaba hecho y faltaba
únicamente el tramo menos difícil. El entierro del
constructor fue imponente. Miles de personas, a lo
largo de varias cuadras, siguieron el féretro. En el
cortejo se apiñaban obreros con quienes había su-
120

dado bajo el sol, estudiantes y profesores a los que


ayudó con becas, directores y empleados de institu¬
ciones de beneficencia a las que hacía donativos
periódicos, representantes de las autoridades e in¬
numerables amigos y admiradores de todas las cla¬
ses sociales. Como en Chile, Meiggs había tomado
parte en la vida peruana como un ciudadano más,
interesándose en los asuntos locales. Cedió al Go¬
bierno un solar para la Aduana del Callao. A su
costa, eliminó una montaña de desperdicios y em¬
belleció Lima con un parque de siete millas de lar¬
go. Cuando tuvo dificultades, las resolvió con inge¬
nio y habilidad. Y tomando lugar para sí mismo en
el país que lo había acogido, construyó en el lugar
llamado Villegas, situado en la ruta del Callao a
Lima, una mansión de estilo tropical rodeada de
amplios jardines. En su testamento dejó dicho que
se le enterrara allí, y así se hizo, pero la cláusula
más típica de ese documento era la que disponía
que el ferrocarril a La Oroya fuera terminado con
el dinero que dejaba el constructor, si ello se hacía
necesario.
En hombros de una multitud reconocida fue
a la tumba Henry Meiggs. Lejos de su país natal, y
ya por el año 1874, ambas cámaras de la Legisla¬
tura de California tenían aprobada, por unanimi¬
dad, una ley declarando ilegal cualquier acción ju¬
dicial en contra suya relacionada con cualquier
delito cometido en California antes de 1855. Y pro¬
gresando desde los estrados legislativos hasta el
corazón del pueblo, una reunión de viejos califor-
nianos realizada en Nueva York en 1875, rindió
público homenaje a Meiggs, honrándolo como hom¬
bre pionero.
Por encima de todo, el ferrocarril más alto
del mundo quedaba allí para gloria perenne de
Meiggs y, por si ello fuera poco, el Congreso perua¬
no nombró Monte «Meiggs» a la enhiesta montaña
121

que el gran andinista de los rieles alcanzó y cruzó


con su tren. El gigantesco hito de roca desde el cual
el tren otea un vasto panorama de cimas nevadas,
es a modo de un símbolo de la vida de un hombre
que la condujo victoriosamente a través de dificul¬
tades tan grandes como las mismas montañas que
tuvo que vencer en esa rijosa fracción de los Andes
sudamericanos.
*

'
^So$ofotS$§f§t§tgfg$8totg$gfgfgtgfgfgtg^g$g^gt§$g$g^g^

León Escobar,
el famoso bandido peruano

En nuestra fabulosa y maltratada América,


los comienzos de la vida republicana fueron de una
terca turbulencia. Las revoluciones, los golpes de
estado, los alzamientos, los golpes de mano, las
montoneras y todas las variantes del género insu¬
rreccional, estaban a la orden del día. Como natu¬
ral resultado, cambiaban los gobiernos de la noche
a la mañana. Hasta ahora no son muy estables, aun¬
que debemos convenir en que el golpe de estado se
va volviendo, más y más, privilegio de los militares.
Antiguamente, un grupo de civiles armados no se
diferenciaba mucho de un grupo de militares arma¬
dos. Podían enfrentarse con cierta equivalencia. Ac¬
tualmente, la tecnificación del ejército por medio de
aeroplanos, tanques, ametralladoras, etc., ha creado
tal desventaja para los civiles, en términos de lucha
armada, que la «revolución» como era entendida
otrora, es cada vez menos posible.
En mi país, el Perú, los años de iniciación
de la república contemplaron una cantidad harto
pródiga de revueltas, tanto civiles como militares.
Los más de los altos jefes que participaron en la ba¬
talla de Ayacucho y otros que no estuvieron allí se
disputaban el mando presidencial a tiros. Cuantos
pelearon en la culminante batalla eran llamados los
ayacuchos y, con escasas excepciones, en su calidad
124

de caudillos desarrollaron campañas más largas que


las libradas contra los españoles.
Para el 1835, o sea once años después del
memorable evento de Ayacucho, varios de los lau¬
reados por la victoria se encontraban todavía en
plena lucha por el poder, además de los que iban
apareciendo con iguales arrestos de caudillos e hijos
legítimos de la proclamada democracia. El Presi¬
dente Provisional, general Luis José de Orbegoso,
antiguo Conde de Olmos, había salido de Lima con
el grueso del ejército, para entrar en campaña con¬
tra otros caudillos que se mantenían alzados en
provincias del sur. Entonces sublevóse también y
tomó el Palacio Presidencial, el general Felipe San¬
tiago Salaverry, proclamándose Jefe Supremo de la
República. A los veintiocho años era el más joven
de los generales y el más combativo de los caudillos.
Aprovechando del desorden, proliferaban en todo
el país los montoneros y bandidos. Bandas armadas
de unos y otros llegaron hasta los suburbios de Lima.
Salaverry salió a batirlos, sin lograr dar con ellos
y apenas dos horas después de que el caudillo regre¬
sara de su fallida expedición, los osados entraron
hasta la Plaza de Armas de Lima y, entre vocifera¬
ciones y juramentos, dispararon contra los balcones
del Palacio Presidencial —que antes fuera de los
virreyes y primero del conquistador Pizarro—, para
retirarse tan súbitamente como llegaron. La confu¬
sión que el hecho produjo en el vecindario fue gran¬
de, pero las sorpresas del futuro debían resultar
todavía mayores.
En el norte se levantó contra Salaverry el
general Nieto y el Jefe Supremo salió apresurada¬
mente a enfrentársele. Dejó en el poder al coronel
Bujanda y éste, que apenas disponía de fuerzas ar¬
madas, vio aumentar malamente las montoneras y
el bandidaje. Se le ocurrió entonces, en ese alboro¬
tado año de 1835, volver a levantar en la Plaza de
125

Armas de Lima un deliberadamente amedrentador


cadalso. La sombría armazón de recios maderos,
con su consiguiente cuerda al final de la que pen-
dulaba el nudo corredizo, había sido retirada de allí
hacía más de dos siglos y medio. El virrey Conde
de Nieva, espíritu liviano y divertido, dando razo¬
nes de ornato y seguramente también porque le mo¬
lestaba la cotidiana visión del lúgubre artefacto, lo
hizo trasladar a la plazuela de Desamparados, que
hasta hoy se llama así, no bien iniciado su gobierno,
o sea en el año de gracia de 1561. Al reinstalar el
cadalso en la misma Plaza de Armas, frente al mis¬
mo Palacio de Gobierno, Bujanda quiso significar a
montoneros y bandidos que haríase justicia drástica.
Cuanta eficacia tuvo la espectacular medida, ya se
verá luego.
Salaverry, gran militar como era, batió en
forma fulminante a Nieto. Estaba lejos de haber
consolidado su situación, sin embargo. Las fuerzas
que lo amenazaban desde el sur eran grandes y diose
a preparar un ejército. El mariscal Gamarra se ha¬
bía apoderado de Lampa. El general Orbegoso esta¬
ba en Arequipa. El general Santa Cruz, Presidente
de Bolivia, preparábase a entrar en acción. La dis¬
cutida Confederación Perú-boliviana se hallaba en
marcha, con la aprobación de Orbegoso. Cuando
Salaverry salió nuevamente de Lima, en septiembre
de 1835, comandando su flamante ejército, ya Santa
Cruz había batido a Gamarra. Toda la nación oía
tiros y rumor de sables. Pronto habría de perder y
morir con acrecentado dramatismo Salaverry, pues
se salvó de la primera descarga del fusilamiento,
pero hoy no entraremos en más detalles de tales
hechos. Al referir las peleas y andanzas de los cau¬
dillos, quisimos dar una idea de la situación general,
pues de otro modo el suceso que vamos a relatar pa¬
recería increíble.
Salaverry dejó en Lima un Consejo de Go-
126

bierno, presidido por don Juan Bautista de Lavalle,


caballero de encumbrada posición social y muy res¬
petable para la gente de bien, pero que por carecer
de fuerza armada, no podía imponer su autoridad a
los que pescan en río revuelto. La anarquía política
aumentó aún más el bandolerismo. En Lima, los
recios portones de las casonas coloniales eran cerra¬
dos a las seis de la tarde y se les abría sólo pasadas
las nueve o diez de la mañana. Muchos de los ban¬
didos, para justificar sus fechorías y exacciones, les
daban un carácter político. Y los montoneros, que
tenían tal carácter, aunque vago, parecían a menu¬
do bandidos.
Por esos tiempos disfrutaba de justa fama
un bandolero negro llamado León Escobar. Al fren¬
te de una numerosa partida de gente de color. Es¬
cobar se había vuelto temible en los alrededores de
Lima, a lo largo de los caminos que iban a otros
pueblos y en las haciendas. Notable salteador, ha¬
cía presa fácil de los amedrentados viajeros, ya fue¬
ran solos o en caravana, y también caía como una
tromba sobre las haciendas y los pueblos pequeños.
Cuando alguna vez había fuerza disponible para
perseguirlo y no podía presentar combate, se esca¬
bullía con su partida en los desiertos. En la costa
del Perú no llueve, de modo que las ciudades y valles
existen a favor de los treinta y tantos ríos que, como
unos pequeños Nilos, bajan de los Andes. La región
es un extenso arenal pardo, veteado de franjas ver¬
des. Los desiertos eran muy propicios a León Esco¬
bar y los suyos. Poco menos que hundíanse en los
vastos arenales, para salir a asaltar de pronto. Si los
acosaban, dejaban atrás distancias al galope, el vien¬
to borraba las huellas y las tropas perseguidoras
se perdían. Agréguese a esto que el negro Escobar
contaba con muy buenas relaciones en Malambo,
el barrio de color de Lima, que ahora se ha desteñi¬
do mucho debido a la incesante mezcla racial, pero
127

que por aquellos años era negro de veras. Tal barrio


queda al otro lado del río Rímac y está unido al
resto de la ciudad por un colonial puente de piedra,
por lo cual al sector se le llama también Abajo del
puente. Escobar era un héroe de Malambo, una es¬
pecie de vengador de los negros libertos y por liber¬
tar, pues la esclavitud duró muchos años en mi de¬
mocrática patria, lo mismo que la contribución que
pagaban los indios, de hecho un impuesto racial.
Otro ayacucho, el Mariscal Ramón Castilla, por
cierto un gran gobernante, acabó con ambas afren¬
tas. Pero volviendo a Escobar. Si para la gente de
Malambo era un héroe, a los demás peruanos de la
región y dadas las circunstancias, el solo nombre
de Escobar les despertaba ideas un poco sombrías.
Representaba asalto, robo y muerte. Mas tal vez na¬
die fue tan lejos en sus malas presunciones como
para imaginar que se apoderaría del Palacio Presi¬
dencial. Y esto fue, precisamente, lo que hizo el
famoso bandolero al frente de su banda.
Un día de diciembre del susodicho año de
1835, Escobar se presentó de improviso en Malam¬
bo y de allí, seguramente ya bien informado de
cuanto ocurría, avanzó a todo galope hasta la Plaza
de Armas. Soltando tiros y haciendo brillar sables
y machetes, dando vivas a Orbegoso tan fuertes
como los tiros, Escobar y sus negros entraron en el
Palacio de Gobierno. El patio y los corredores de
grandes baldosas tronaban con ruido de cascos y
botas y zapatones. La guardia que el caudillismo en
acción campal había deparado a la Casa de Pizarro
constaba de sólo un teniente, un sargento y seis sol¬
dados. A boca de pistolón y fusil y a filo de sable
y machete, y más que todo acogotada por el núme¬
ro, la guardia se rindió. ¿No creerían también los
sorprendidos milicos que ya no podían sorprender¬
se de nada, que los asaltantes eran la avanzada de
las fuerzas de algún venturoso caudillo restaura-
128

dor? Por algo vivaban a Orbegoso. Sin duda algu¬


na, el astuto negro León Escobar hizo dar tales vi¬
vas para imprimir a su actuación un tono político
y salir mejor librado en el caso de un futuro ajus¬
te de cuentas, comenzando por procurarse un modo
de negociar con más empaque. Esto, efectivamente,
ocurrió.
Producida la toma, el tremebundo bandole¬
ro pasó al salón principal del Palacio de Gobierno
y sentóse muy orondo en la silla presidencial, como
podría haberlo hecho el más legítimo de los gober¬
nantes, procediendo de inmediato a dar órdenes.
Cierta porción de su partida se instaló en el atrio
de la catedral y con decidida actitud política, conti¬
nuó dando vivas a Orbegoso. Un miembro zumbón
del grupo, haciendo caracolear su caballo en torno
al cadalso, cortó de un solo machetazo la cuerda
del nudo corredizo. ¡Para asustarse estaban los
campeones del atraco! La ciudad entera sí que se
había asustado, cerrando sus puertas. Cada quien,
en el expectante recogimiento de las casas, temía
tener que escuchar la llamada previa a la extorsión
y quizás a la muerte. En medio del silencio, los vi¬
vas a Orbegoso resonaban ominosamente.
Tres concejales se encontraban en el Palacio
Municipal mientras tenía lugar el asalto. Luego de
informarse, los cumplidos caballeros optaron por
ver a Escobar y pedirle que, cuando menos, impi¬
diera que su partida cometiese abusos. ¿Qué otra
cosa podían hacer? Las cosas habían llegado a tal
punto. Con todo valor cívico avanzaron así hasta
la Casa de Pizarro y fueron introducidos, por la
nueva guardia negra, hasta el salón donde hallába¬
se Escobar. El bandolero, que al parecer sintióse
por un momento gobernante, estuvo a la altura de
las circunstancias, por lo menos en cuanto a moda¬
les. Cortésmente recibió de pie a los tres ediles y
luego les brindó asiento, mientras él se arrellanaba
129

de nuevo en la silla presidencial. Por olvido del más


inmediato de sus ordenanzas, el alón sombrero de
palma que usaba el bandido estaba en una esquina
de la pulida mesa. Sus gruesas botas ensuciaban el
reluciente piso. Toda su corpulenta y ruda figura,
cubierta de una camisa sudada y unos pantalones
descoloridos por el sol y la arena de los desiertos,
contrastaba con la elegancia del salón —muebles
dorados, espejos de muy elaborados marcos—, don¬
de antaño señorearon los virreyes. Pero la cortesía
continuaba. León Escobar prometió que impediría
cualquier intento que hicieran sus gentes para «alle¬
gar dineros» o tomar alguna cosa que les fuera gra¬
ta, si la Municipalidad le pagaba un cupo de cinco
mil pesos, que necesitaba precisamente para atender
a las aguerridas huestes. Cinco mil pesos eran bas¬
tante plata en ese tiempo y más para ser entregados
en el término de dos horas, como quería el bando¬
lero. Después de media hora de siempre comedida
discusión, Escobar admitió recibir dos mil quinien¬
tos pesos antes de las tres de la tarde. Había tomado
el palacio a las doce del día.
Cuando los ediles cumplieron su compromi¬
so, Escobar mantuvo también su palabra. Con las
alforjas resonantes de pesos de plata, se fue a todo
trote con su banda, los sombreros de palma ondu¬
lando al viento; los fusiles, espadas y machetes,
brillando al sol... La colorida tropa perdióse Ma¬
lambo allá, rumbo a los caminos solitarios, a las
haciendas aisladas, a los pueblos perdidos entre los
arenales, a los amplios y cómplices desiertos.
Lima respiró, pero por pocas horas. Al si¬
guiente día, nada más que al siguiente día, otra
partida de bandoleros, esta vez de indios y al mando
de un tal Vivas, repitió la hazaña de Escobar. Como
la novedad fue establecida por el bandido negro,
Vivas y los suyos sólo alcanzaron luego la estima¬
ción que se reserva a las segundas partes.
130

El proceso tal vez habría continuado, pese


al cadalso de Bujanda, de no ser porque a fines de
ese malaventurado mes de diciembre, el general Vi¬
dal entró a Lima con un regimiento y se apoderó
de la ciudad en nombre de Orbegoso. Las tropas
vivaban también al caudillo, pero su jefe, un mili¬
tar de carrera, no impuso ningún cupo.
Considerando que el bandolero negro León
Escobar le dio a su asalto un carácter político, puede
decirse que ha batido fácilmente todos los records
de la historia de los golpes de estado. En cualquier
caso, que el hecho haya podido ocurrir, o sea que
un bandolero llegara a sentarse en la silla presiden¬
cial, es un síntoma de lo que fue la vida política de
nuestros países. En unos más, en otros menos, el
desgobierno era el gobierno.
La revolución de Atusparia

He allí que corre el año 1885. He allí que


los indios gimen bajo el yugo. Han de pagar un im¬
puesto personal de dos soles semestrales, han de
realizar gratuitamente los «trabajos de la repúbli¬
ca» construyendo caminos, cuarteles, cementerios,
iglesias, edificios públicos. He allí que los gamona¬
les arrasan las comunidades o ayllus. Han de traba¬
jar gratis los indios para que siquiera los dejen
vivir. Han de sufrir callados. No, amitos, alguna
vez... Reclamaron presentando un memorial al pre¬
fecto de Huaraz. No se les oyó. Pedro Pablo Atus¬
paria, alcalde de Marián y del barrio huaracino de
la Restauración, que encabezaba a los reclamado-
res, fue encarcelado, flagelado y vejado. Catorce
alcaldes se presentaron a protestar del abuso. Tam¬
bién fueron encarcelados, flagelados y vejados. No,
amitos, alguna vez...
Fingieron ceder. Y el primero de marzo bajó
la indiada hacia Huaraz, portando los haces de la
paja que se necesitaba para un techo que era «tra¬
bajo de la república». En determinado momento, sa¬
caron de entre los haces los machetes y los rejones
que ocultaban y se entabló la lucha...
Las primeras oleadas de indios son rechaza¬
das. Un escuadrón de caballería carga abriendo
brecha. Alentado por su éxito ataca Pumacayán,
132

fortaleza incaica de empinadas galerías. Tiene her¬


mosas paredes de piedra adornadas con altorrelie-
ves que presentan coitos de pumas, y el prefecto
de Huaraz la estaba haciendo destruir para aprove¬
char la piedra en la construcción del cementerio y
algunas casas particulares. Pumacayán es defendida
por el indio Pedro Granados y un puñado de bra¬
vos. Sólo Granados, armado de una honda' de cuero
con la que tira piedras del tamaño de la cabeza de
un hombre, derriba a setenta jinetes. El escuadrón
se retira y Huaraz es sitiada. Al día siguiente cae.
Los indios beben la sangre de los soldados valientes
para acrecentar el propio valor. Quieren terminar
con todos los ricos y sus familiares que se han ence¬
rrado en sus casas. Atusparia, jefe de la revolución,
se opone: «No quiero crímenes: quiero justicia.»
La revolución se propaga. Los indios se arrastran a
cuatro pies, cubiertos con pieles de carneros, para
atacar por sorpresa Yungay. Se subleva todo el Ca¬
llejón de Huaylas. Caen todos los pueblos. En algu¬
nos, los ricos forman «guardias urbanas» y se de¬
fienden bravamente. Surgen otros grandes jefes in¬
dios. Ahí está Pedro Cochachín, minero a quien
decían Uchcu Pedro, pues uchcu quiere decir soca¬
vón o mina, terrible chancador de huesos en pugna
siempre con el piadoso Atusparia... Allí está José
Orobio, el Cóndor Blanco, llamado así porque tenía
blanca, aunque lampiña, la piel. Ahí está Angel Bai¬
lón, cuñado de Atusparia, al mando de las estancias
que generaron el movimiento. Y Pedro Nolasco
León, descendiente de los caciques de Sipsa. Y tan¬
tos. Surgen al mando de sus fuerzas, grandes y du¬
ros, valientes y fieros como pumas, moderados en
su cólera por el magnánimo Atusparia que exige
respetar a todas las mujeres y los niños y a los ad¬
versarios rendidos. Dominan. Los indios tienen po¬
cos fusiles, cuarenta cajones de dinamita y ocho
barriles de pólvora que ha sacado el Uchcu de las
133

minas. El defiende los pasos importantes de la Cor¬


dillera Negra. Es el más fuerte. Los demás han de
luchar con rejones y machetes. Se mandaron emisa¬
rios a los departamentos de La Libertad y Huánuco,
pidiendo ayuda, pidiendo revolución. Pero ya están
ahí los batallones del gobierno con buenos fusiles
y cañones. Mueren indios como hormigas. Para eco¬
nomizar municiones, fusilan a los indios prisioneros
en filas de seis. Caen los jefes y son también fusila¬
dos. José Orobio, mientras es flagelado y luego ba¬
leado con saña, pide irónicamente: «Yapa, tata,
yapa.» El terrible Uchcu Pedro desprecia a los ven¬
cedores mostrando el trasero al pelotón de fusila¬
miento. Atusparia, herido en una pierna en el com¬
bate de Huaraz, cae y sobre él caen los cadáveres
de sus guardias. Con sus cuerpos muertos lo defien¬
den. De allí es recogido por un blanco capaz de
gratitud que lo esconde en su casa. Tiempo después,
un consejo indio lo condena a muerte por traidor y
le hace beber chicha emponzoñada con yerbas. El
bebe la chicha con serenidad, ofrendando hacia los
cuatro puntos del horizonte y llamando al tiempo
como juez. Y muere. Y el tiempo, juez irrecusable,
dice que no fue traidor, sino un hombre valiente y
generoso.
Los cuentos que componen Sueño y verdad de América
han sido extraídos de los siguientes lugares:

«Sueño y verdad de América». Revista Carteles, núm. 42, año 36, p. 20, 16-10-
1955. La Habana-Cuba.
«Descubrimiento del río Amazonas». Diario Alerta, 19-2-1956. La Habana-Cuba.
«Rodrigo Niño, guardián de 86 galeotes y burlador de piratas». Revista Carteles,
núm. 47, año 36, p. 60, 20-11-1955. La Habana-Cuba.
«Eldorado, mito americano y símbolo universal». Diario Alerta, 26-2-1956. La
Habana-Cuba.
«Leyenda y poesía de un ojo de agua». Diario El Mundo, p. 9, 13-11-1949. San
Juan-Puerto Rico.
«Del por qué a la quinina se le llamó también chinchona». Revista Carteles, núm. 32,
año 36, p. 9, 7-8-1955. La Habana-Cuba.
«Pedro Serrano: un Robinson desconocido». Revista Carteles, núm. 23, año 36,
p. 69, 10-6-1955. La Habana-Cuba.
«Un humilde niño indio de las sierras de Oaxaca». Revista Carteles, núm. 41, año
36, p. 4, 10-10-1955. La Habana-Cuba.
«Entre Bolívar, Espartero y un extra». Revista Carteles, núm. 26, año 36, p. 18,
26-6-1955. La Habana-Cuba.
«Flor de Tara». Revista Carteles, núm. 8, año 37, p. 61, 19-2-1956. La Habana-
Cuba.
«Los últimos corsarios de Isla de Pinos». Revista Carteles, núm. 28, año 36, p. 9,
10-7-1955. La Habana-Cuba.
«El ferrocarril más alto del mundo». Revista Industria Peruana, núm. 356, p. 11-16,
enero 1962. Lima-Perú.
«León Escobar, el famoso bandido peruano». Revista Carteles, núm. 4, año 37,
p. 9, 22-1-1956. La Habana-Cuba.
«Gonzalo Guerrero, el primero que se aplatanó». Revista Carteles, núm. 34, año 36,
p. 60, 21-8-1955. La Habana-Cuba.
«La revolución de Atusparia». El mundo es ancho y ajeno (novela). Alianza Editorial,
AT 90, pp. 206-208. Madrid, 1982.

Recopilación de Dora Varona


M

ESTE LIBRO
SE TERMINO DE IMPRIMIR
EN LOS TALLERES GRAFICOS
DE UNIGRAF, S. A.
POLIG. EL PALOMO, FUENLABRADA (MADRID),
EN EL MES DE MARZO DE 1985
.

502100
DATE DUE

CARR McLEAN, TORONTO FORM #38-297


PQ 8497 .A56 S8 198S
Su®9"° y verdacfde America / Ci 010101 000

63 001 309 3
trent university

1985
.A5^8190-J
Alegría, Ciro_ América
Sueno y veraciu

264635.

264638
¿Cómo se gestó el primer sueño americano?
¿Cuál es la verdad de ese continente gigantesco?
Una historia tan azarosa de conquistas,
colonizaciones y libertadores, sobre la
que se vierte un flujo incesante
de leyenda y poesía, merece renovadas
exploraciones. Tal vez éstas puedan
descubrirnos más allá del sorprendente
primer encuentro con el río Amazonas,
personajes y acontecimientos largo tiempo
ocultos. Así, por ejemplo, oiríamos
hablar de Rodrigo Niño, guardián
de ochenta y seis galeotes y
al mismo tiempo burlador de piratas;
de Eldorado, ese país fabuloso
que Orellana, lugarteniente de Pizarro,
pretendía haber descubierto entre
el Amazonas y el Orinoco,
y que según decía rebosaba de oro;
de robinsones tan desconocidos
como Pedro Serrano, o de un humilde niño
indio de las sierras de Oaxaca;
de los últimos corsarios
de la Isla de Pinos y del ferrocarril
más alto del mundo; de famosos bandidos
y de revoluciones insospechadas...

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