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con diferentes nombres: intelectuales, sabios, clérigos, hombres de


letras o literatos (Bobbio, 1998, p. 104). En todo caso, es evidente que
la figura del intelectual no siempre ha coincidido con la del escritor
moderno de ficción.23
Si la figura dominante del intelectual en una sociedad es la del
escritor literario, como sucedió en Colombia en las décadas de 1930 y
1940, vale la pena preguntarse no solo por el tipo o los tipos de escritores
que la personificaron, sino también qué significaba escribir en esa
sociedad; cuáles eran las condiciones que hacían posible la existencia
–precaria o no– de un grupo de personas dedicadas a la escritura; de
qué manera esa escritura se relacionaba con el prestigio intelectual;
cómo se hacía una carrera literaria y cuáles eran las funciones sociales
del escritor y la literatura.
Se trata, pues, de estudiar a los escritores en cuanto intelectuales, pero
no de manera abstracta, sino considerando su especificidad como escritores
y, por lo tanto, su especificidad como intelectuales. De esta manera, debería
ser posible evitar el uso en abstracto de nociones como campo literario,
campo intelectual o campo político, y reconocer, por ejemplo, cuál es la
especificidad del espacio de relaciones que hizo posible, durante el periodo
de la República Liberal, la presencia dominante de la figura del intelectual-
escritor: intelectual-dirigente, orientador espiritual de la Nación, reformador
social, síntesis del hombre de letras y del hombre público.24

Usos y abusos del campo

Los diccionarios y enciclopedias de literatura se ocupan poco de la


“doble vida” de los escritores (Lahire, 2011); una vida dividida entre la
escritura literaria y la necesidad económica, entre el deseo de escribir

23. Ejemplos de diferentes tipos de intelectuales, entre una bibliografía muy nume-
rosa, en Charle (2000), Le Goff (2008), Mannheim (1997), Monsiváis (2007), Kolotou-
chkina (2003), Palacios (2001) y Rama (1998).
24. Diferentes autores han mostrado la necesidad de reconsiderar la teoría de los
campos de producción cultural en el caso latinoamericano. Son autores que, sin des-
conocer el poder heurístico de esta teoría, recuerdan que su uso debería ser sensible
a los contextos particulares donde se aplica. Ver, por ejemplo, Ramos (2003) –un
libro pionero– y Moraña (2014).
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y la obligación de pagar las cuentas. Lahire afirma que es posible


hacer una sociología de la vida de escritor, siempre que no se pierda
de vista el siguiente hecho: en la mayoría de los casos, los escritores
son a la vez empleados que ocupan una parte importante de su tiempo
en otras actividades de las que depende su existencia material. Esta
sociología de los escritores, que es también una sociología de la
creación literaria, se opone en algunos puntos a la sociología de los
campos de producción cultural (Bourdieu, 1997).
Un campo puede definirse como un espacio relativamente autónomo
de relaciones específicas “dentro del macrocosmos que constituye el
espacio social” (Lahire, 2005, p. 31). En este espacio, actores e instituciones
ocupan diferentes posiciones de afinidad y conflicto, y luchan por
apropiarse de las formas específicas de capital que están en juego en él.
La lucha consiste también en apropiarse del poder de definición de los
límites del campo y sus formas legítimas de capital. Cada campo posee,
entonces, sus “intereses sociales específicos”, no asimilables a intereses
económicos (Lahire, 2005, p. 32).
Al hablar del campo literario, se hace referencia entonces al espacio
social de relaciones donde se produce aquello que una sociedad define
como literatura. En ese espacio participan, desde luego, los escritores,
pero también las casas editoriales, las revistas de crítica, las instituciones
públicas o privadas de apoyo a la creación, los grupos literarios y los
lectores. Desde la perspectiva de Bourdieu, la forma de capital específico
que está en juego en este campo es el prestigio literario. Los actores y
las instituciones luchan no solo por apropiarse de ese prestigio (capital
simbólico), sino también por definir su naturaleza (Bourdieu, 1997).25

25. Un ejemplo de todo esto es la oposición entre los representantes de la “literatura


comprometida” y los de la “literatura pura”. Para los primeros, la verdadera literatura
es aquella que persigue fines sociales: la educación del pueblo, la emancipación de
los obreros, la denuncia de las desigualdades. Solo quienes practican y representan
esta forma de literatura pueden aspirar a la condición de escritores y merecen el
reconocimiento y la consagración. Para los segundos, la única justificación de la obra
literaria es la obra en sí misma. El compromiso del escritor debe ser con el lenguaje y
la forma. Su creación no debe estar subordinada a objetivos políticos ni a la búsqueda
del éxito comercial. Unos y otros luchan por definir cuál es la verdadera literatura, y,
de este modo, por modificar las relaciones de fuerza dentro del campo.
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Aunque reconoce los aportes de la teoría de los campos a la


comprensión de sociedades caracterizadas por la diferenciación
funcional, Lahire ha señalado igualmente algunos de sus problemas.
En primer lugar, afirma, no es posible clasificar todas las formas de
actividad social como campos. Muchos de los intercambios y prácticas
de la vida cotidiana (sexualidad, vida familiar, pasatiempos) no pueden
considerarse espacios de relación y conflicto relativamente autónomos
de la misma manera en que es posible hablar del campo académico, el
campo político o el campo artístico.
Al respecto, escribe Lahire

En realidad, los campos corresponden bastante bien 1) a los ámbitos de


las actividades profesionales (o públicas) que ponen fuera de juego a las
poblaciones sin actividad profesional (...); y, más precisamente aún, 2) a las
actividades profesionales o públicas que implican un mínimo (o incluso
un máximo) de prestigio (capital simbólico) y que pueden organizarse,
por eso mismo, en espacios de competencias y de luchas por la conquista
de dicho prestigio específico (en contraposición a las profesiones o
actividades que no están particularmente comprometidas en las luchas
dentro de esos campos: “pequeños” empleados administrativos, personal
de servicio, obreros...) (Lahire, 2005, p. 43).

Otra de las críticas de Lahire es que, al situar a los actores sociales


en campos de actividades profesionales prestigiosas, la teoría de
los campos suele ocuparse solo de su vida profesional, “mientras
que ellos se inscriben en muchos otros cuadros sociales, privados o
públicos, duraderos o efímeros” (Lahire, 2005, p. 43). En el caso de la
sociedad colombiana de 1930 y 1940, la literatura, como se mencionó
en la introducción, estaba lejos de ser una actividad profesional. Los
escritores se jugaban su supervivencia, pero también su prestigio, en
otros “cuadros sociales” privados (los vínculos más o menos informales
de la política) y públicos (los cargos burocráticos y el periodismo).
Al mismo tiempo, es problemático el uso de la noción de campo
para referirse a las relaciones que hacían posible la existencia de
la literatura en Colombia a mediados del siglo XX. Es claro que los
campos sociales se forman, y, en mayor o menor medida, conquistan su
autonomía. Sin embargo, vale la pena preguntarse, como lo ha hecho
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Lahire (2005), si la idea de diferenciación y autonomía de los campos


no puede llevar a veces a considerar como separadas actividades con
relaciones muy estrechas, como sucede con la creación literaria y la
política durante la República Liberal.26
Estas observaciones acerca de la noción de campo, y en particular
de campo literario, no niegan en ningún momento su contribución
al análisis sociológico de la literatura. El problema no es la noción
en sí misma, sino su uso y, sobre todo, su abuso: como sucede con
otras teorías abarcadoras, el riesgo consiste en convertirlas en
muletillas que lo explican todo. En estos casos, es común, entonces,
que los problemas sociológicos e históricos específicos que podrían
plantearse a propósito de sociedades particulares sean reemplazados
por el uso abstracto y la búsqueda afanosa del campo literario; un
riesgo que he tratado de evitar.

26. El sociólogo Howard Becker (2006) –conocido, entre otras cosas, por su sociología
de los mundos del arte– ha planteado también sugerentes críticas a la teoría de los
campos de producción cultural.

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